En torno al desenlace del «Tirant lo Blanc

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En torno al desenlace del «Tirant lo Blanc»
Rafael Alemany Ferrer
Universitat d'Alacant
El 20 de noviembre de 1490 se publica en Valencia la primera edición del Tirant lo
Blanc, obra escrita, muy probablemente, entre 1460 y 14651 por el caballero valenciano
Joanot Martorell2, quien reivindica para sí la autoría única y exclusiva en términos
inequívocos:
«E perquè en la present obra altri no puxa ésser increpat
si defalliment algú trobat hi serà, yo, Johanot Martorell,
cavaller, sols vull portar lo càrrech, e no altri ab mi, com per
mi sols sia stada ventilada [...] la present obra [...]»
(I, 2)3.
Desde el punto de vista tipológico nos hallamos ante un exponente de la narrativa
caballeresca medieval, en el que, sin embargo, los habituales elementos caracterizadores
del género llegan a alcanzar una configuración tan sorprendentemente novedosa que
convierten la obra en un producto superador de la vieja tradición artúrica y del roman
courtois. De tal singularidad ya se hizo eco Cervantes a través del elogioso juicio de
valor que sobre el Tirant vierte el cura delQuijote en el capítulo del escrutinio de libros
del hidalgo:
«es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los
caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen
testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos
los demás libros deste género carecen».4
Y, a la zaga de Cervantes, ya sin solución de continuidad, ha sido una constante en
la crítica insistir en el peculiarismo de la obra de Martorell. Así, pues, Riquer5 acuña
para ella el concepto de «novela caballeresca», en oposición al de «libro de caballerías»
que queda reservado para los relatos de filiación artúrica; por su parte, otros estudiosos,
guiados por el mismo afán de subrayar la atipicidad del Tirant dentro del conjunto de la
narrativa románica caballeresca, han propuesto otras expresivas etiquetas como la de
«novela moderna», propugnada inicialmente por Dámaso Alonso6, o la de «novela
total» sugerida por Mario Vargas Llosa7.
Entre los numerosos elementos que contribuyen a dotar a esta narración de una
evidente originalidad destaca, sin duda, el peculiarísimo desenlace de la historia, toda
vez que en él, al lado de soluciones previsibles dentro de la lógica del género
caballeresco y de la propia dinámica del relato, se dan otras bastante más inesperadas
que, al tiempo que alteran abruptamente las expectativas del receptor, se convierten en
una suerte de contrafacta de los modelos caballerescos canónicos, con las
importantísimas repercusiones estéticas y conceptuales que de ello se derivan.
Pero, como no hay desenlace sin principio y nunca se puede comprender cabalmente
el punto de llegada de un proceso sin conocer sus orígenes, no será ocioso detenernos,
para empezar, en un examen de los objetivos que impulsaron a Martorell a escribir su
obra, a partir de lo que el propio autor declara en los textos preliminares de la narración,
es decir, la dedicatoria al príncipe don Fernando de Portugal8 (I, 1-2) y el prólogo
propiamente dicho (I, 3-4).
Una consideración conjunta de ambos textos __en buena medida complementarios
por lo que respecta a nuestro propósito__ permite deducir que la finalidad fundamental
de Martorell, al plantearse la redacción del Tirant, es la de perpetuar por escrito las
meritorias gestas del caballero protagonista.
«qui per sa virtut conquistà molts regnes e províncies
[...], no volent-ne sinó la sola honor de cavalleria. E més
avant conquistà tot l'Imperi Grech cobrant-lo dels turchs, qui
aquell havien subjugat a lur domini dels cristians grechs.»
(I, 1).
Y ello para que la natural debilidad de la memoria humana no las condene al olvido
impidiendo que puedan servir de «spills molt clars, exemples e virtuosa doctrina de
nostra vida» (I, 3) y, muy especialmente, del estamento militar caballeresco, al cual,
según el autor, la obra «donarà llum e representarà los scenacles de bons costums,
abolint la textura dels vicis e la ferocitat dels monstruosos actes» (I, 2). Se trata, pues,
de una finalidad nada original que, por lo demás, coincide con la de una larga tradición
historiográfica: ni más ni menos que perpetuar la memoria de los buenos no sólo como
merecido reconocimiento de sus méritos y perpetuación de su fama más allá de la vida
terrena, sino también, y sobre todo, como paradigma conductual a imitar por la
colectividad, en general, y, particularmente, en el caso que nos ocupa, por un estamento
caballeresco que quizá Martorell ya percibía en decadencia como cabe deducir de la
siguiente evocación no exenta de nostalgia:
«Antigament l'orde militar era tengut en tanta reverència,
que no era decorat de honor de milícia sinó lo fort, animós,
prudent e molt spert en lo exercici de les armes.»
(I, 4).
Nos hallamos, por tanto, ante una verdadera declaración programática
absolutamente coherente con los presupuestos «de clase» del autor, tal y como él mismo
se encarga de explicitar: «com yo sia per mon orde obligat manifestar los actes virtuosos
dels cavallers passats» (I, 1-2). O, entre otras palabras: el noble, impulsado por su
conciencia estamental, se siente en el deber de perpetuar la memoria de los notables de
su estamento que le han precedido, en la medida en que ello pueda servir de referente
ético útil para la regeneración moral de la clase dirigente a que pertenece y, por
extensión, de toda la colectividad que ha de tenerla como norte y guía. Tal
planteamiento cobra especial sentido en un momento histórico en que otros sectores
sociales empezaban a apropiarse del papel dirigente que hasta entonces nadie había
disputado a la nobleza, propugnando un nuevo orden y un sistema de valores
alternativo9.
A partir de esta transparente definición de objetivos. Martorell ensambla una
narración en torno a dos ejes estructurales perfectamente relacionables con las dos
dimensiones, individual y colectiva, apuntadas en la declaración de intenciones. Así,
pues, por una parte, el Tirant lo Blanc cuenta la biografía del héroe homónimo10 a lo
largo de un ininterrumpido proceso ascendente que comienza con la iniciación
caballeresca del protagonista __de la mano del sabio ermitaño que le transmite el viejo
código de valores definido por Ramon Llull casi dos siglos antes11__ y que culminaron
su nombramiento como césar y heredero del imperio griego y con su matrimonio con la
princesa Carmesina, hija del emperador titular de aquél (cap. 452). Todos los obstáculos
que se interponen en el camino que conduce a la consecución de tan espléndido destino,
ya sean de carácter militar, ya de carácter afectivo o sentimental, se superan finalmente
como premio merecido a la virtud. Pero, por otra parte, el libro de Martorell se
substancia, novelescamente, en torno a una circunstancia histórica que llegó a constituir
uno de los grandes centros de preocupación de la cristiandad durante un dilatado
período de tiempo, a la vez que un reiterado tópico literario12: el amenazador peligro de
la expansión turca que se cernía sobre el imperio cristiano de oriente.
Ambos ejes estructurales, el biográfico-individual y el histórico-colectivo, aparecen
solidariamente imbricados en el relato gracias a la habilidad narrativa del autor, quien
hace que el momento culminante del proceso vital del protagonista venga a coincidir
con la ansiada victoria cristiana sobre los turcos que él mismo ha propiciado. La
máxima grandeza alcanzada por el héroe es el resultado de su proyección en una
empresa colectiva de enorme envergadura, con lo que Martorell consigue no sólo
construir un paradigma caballeresco a imitar, sino, lo que es más importante, inyectar
nuevas fuerzas y confianza revitalizada a una caballería en decadencia, a través del
ejercicio catártico que supone resolver en términos positivos, por bien que sólo en la
ficción literaria13, un conflicto que, en la realidad histórica, se había saldado de forma
diametralmente opuesta con la definitiva derrota cristiana y con la caída de
Constantinopla el 29 de mayo de 1453, o sea, siete años antes de que Martorell iniciara
la redacción del Tirant.
Ahora bien, el uso de la literatura como instrumento de superación feliz de la más
nefasta realidad es un hecho, antes y ahora, muy habitual y, por tanto, nada
sorprendente. Hasta aquí todo parece responder a una impecable lógica dentro, claro, de
las reglas de la convención literaria y de los presupuestos intencionales anunciados por
Martorell. Pero, sin embargo, los acontecimientos sufren, sorprendentemente, un
quiebro imprevisto cuando, en el capítulo 467, mientras Tirant espera instrucciones del
emperador para efectuar su entrada triunfal en Constantinopla como héroe vencedor de
los turcos y entretiene su ocio en la vecina ciudad de Andrinópolis
«cercant deports e plaers e passejant-se [...] per la vora de
hun riu [...], pres-lo, passejant, tan gran mal de costat e tan
poderós que, en braços, lo hagueren a pendre e portar dins la
ciutat.»
(Cap. 467; II, 892).
Y, como es bien sabido, esta estúpida enfermedad14 acaba con la vida del
protagonista en el capítulo 471 sin darle tiempo, tan siquiera, a morir en Constantinopla,
ya que fallece mientras lo trasladaban allí.
A partir de este momento se suceden, a un ritmo vertiginoso y un tanto inverosímil,
otros acontecimientos luctuosos que, unidos a la muerte de Tirant, hacen desaparecer en
el receptor todas las expectativas de final feliz que la dinámica del relato le había hecho
presagiar hasta ese instante. Ello es así, ciertamente, porque no sólo desaparece de la
escena el flamante césar y heredero del imperio bizantino, sino también el viejo
emperador (cap. 477) y la princesa Carmesina, esposa del primero e hija del segundo
(cap. 478), ambos incapaces de superar el dolor en que los ha sumido el inesperado
fallecimiento de Tirant.
Tan estrepitosa tragedia no parece tener, a primera vista, ninguna justificación, ni
desde el punto de vista de la lógica intrínseca de la narración15, ni desde el de los
presupuestos intencionales definidos por el autor en los textos preliminares de la novela.
Tratándose, como se trata, de tres personajes genéricamente buenos y positivos desde
una óptica moral, no cabe una explicación en términos de castigo divino a los malvados,
como, por el contrario, sí que corresponde a la Viuda Reposada, que acaba pagando sus
reiteradas intrigas y perfidias con el suicidio (cap. 416). Es, precisamente, la consciencia
de esta aparente incoherencia narrativa la que obliga al autor a proporcionarnos
explicaciones justificativas, a través de la voz del narrador omnisciente, en un par de
ocasiones estratégicamente ubicadas en el texto. Una, al principio del capítulo 467, es
decir, el momento en que Tirant enferma y en que, por tanto, empiezan a ir mal las
cosas; en este frontispicio de la tragedia se nos anticipa que si, a partir de ese instante, el
relato va a discurrir por los senderos que ya conocemos es
«perquè sia exemple manifest als sdevenidors, que no
confien en la fortuna per haver grans delits e prosperitats e
per aconseguir aquells perdre lo cors e l'ànima, los quals per
folla e desordenada ambició caminen ab allenegats e
perillosos passos, d'on se porà seguir que los vans pomposos
hòmens, qui de continu lur stimada fama molt cerquen,
despendran en va lo inútil temps de lur miserable vida.»
(II, 892).
En la segunda ocasión, al comienzo del capítulo 479, inmediatamente después de la
muerte de Carmesina, cuando ya han desaparecido de esta vida los tres personajes que
encarnaban la titularidad legítima, presente y futura, del imperio recientemente liberado
de los enemigos, se vuelve a insistir en la misma línea de argumentación anterior:
«For complit lo derrer terme de la final destrucció de tot
lo linatge de la casa imperial de Grècia, que, aprés del
sosteniment de tantes mièries haver passades ab fatiga, dels
passats treballs havien obtés benaventurat repòs, si la fortuna
ho hagués permés. Per què negú fiar no deu en les mundanes
prosperitats perquè al millor punt defallen.»
(II, 912).
Como fácilmente se echa de ver, el inesperado y trágico desenlace se explica a partir
de una acción de la caprichosa fortuna, que, con el constante movimiento de su rueda,
ora nos sitúa en el punto más encumbrado de nuestra existencia, ora nos sume en los
más profundos abismos de infelicidad. Una justificación, pues, de carácter
absolutamente moralizante, muy en consonancia con la más pura tradición medieval
del vanitas vanitatum y, en cierta medida, contradictoria con los ideales de perpetuación
de la fama a que se alude en las secuencias prologales del Tirant. Pero no será necesario
apostillar, acto seguido, que esta explicación no acaba de resultar plenamente
convincente a la luz de otros ingredientes textuales del discurso tirantiano, muy alejados
de tan ombrívolo y severo tono sermonario, y, sobre todo, a la luz de lo que acontece en
el que podríamos calificar de segundo desenlace de la obra, porque lo cierto es que el
relato, lejos de cerrarse aquí, prosigue a partir de ahora por unos derroteros radicalmente
alejados de estos planteamientos morales.
Muerto el viejo emperador, muerto quien había de sucederle en el imperio por
voluntad expresa de aquél, muerta también la princesa Carmesina, en quien concurría,
además de la legitimidad dinástica sucesoria, la derivada de su condición de consorte de
Tirant, tan sólo un personaje se perfila como legítimo candidato a la sucesión imperial:
la impúdica emperatriz, que, pese a haber hecho prevalecer su apasionado amor por
Ypòlit por encima de cualquier suerte de fidelidad conyugal, tiene las leyes de su parte
por partida doble: ella es, en efecto, la viuda reciente del emperador, pero, además,
también es la heredera universal de su hija Carmesina, tal y como esta misma se ha
ocupado de disponer, en términos contundentes e inequívocos, en el testamento
otorgado en el capítulo 477, poco antes de producirse su muerte:
«Tots los altres béns e drets meus, los quals tinch en
l'Imperi Grech, fas e instituesch hereva mia universal la
preclaríssima emperadriu, mare e senyora mia, que aquella
en loch meu sia posada e succeesca en tot l'imperi [...]»
(II, 907).
Planteada así la situación, un comprensible temor se apodera de los hombres de
Tirant: la posibilidad de, como extranjeros occidentales que a fin de cuentas son, quedar
excluidos de participar en los beneficios del nuevo status quo del imperio que,
precisamente, ellos mismos han posibilitado bajo la dirección y guía de Tirant. Esta es
la razón que les mueve a consensuar, rápidamente, una salida a la crisis capaz de
garantizar la continuidad de su influencia política y militar en el imperio bizantino y no
encuentran otra más idónea que propiciar la boda de uno de los suyos, el joven Ypòlit
con la emperatriz. Se trata, sin duda, de una solución que, si bien topa con el
inconveniente de la abismal diferencia de edades que media entre ambos personajes,
nadie podrá rehusar cuando menos por un par de razones: una de orden legal, habida
cuenta de que Ypòlit ha sido instituido heredero de Tirant por disposición testamentaria
de éste:
«fas e instituesch hereu meu universal a mon criat e nebot
Ypòlit de Roca Salada, que aquell en loch meu sia posat e
succehesca [...]»
(Cap. 469; II, 895);
la otra de orden muy diferente: «atesa la amistat antiga que tots sabem que Ypòlit té
amb la emperadriu» (cap. 480; II, 915), en eufemística referencia a la condición de
amantes irredentos de ambos individuos, que los ha impulsado a comportamientos tan
escasamente respetuosos con los tres difuntos como no reprimir sus impulsos eróticosexuales ni tan siquiera cuando aquéllos aún se hallan de cuerpo presente:
«Lavors Ypòlit li volgué besar los peus e les mans e la
emperadriu no u comportà, sinó que l'abraçà e besà
stretament, e passaren aquella delitosa nit molt poch
recordants de aquells que jahïen en los cadafals sperant
que·ls los feta la honrada sepultura.»
(Cap. 481; II, 917-918).
Es así como se llega a la celebración del matrimonio entre la emperatriz, ya entrada
en años, y el veinteañero Ypòlit __auténtico play-boy al decir de Martí de Riquer16__, en
medio de
«singulars festes qui duraren XV dies, e en cascun dia hi
foren fetes dances, juntes e torneigs e moltes altres coses de
alegria qui feren oblidar les dolors del temps passat.»
(Cap. 483; II, 922).
Un final, sin duda, muy en consonancia con el que ya había presagiado con gran júbilo
el nada escrupuloso Ypòlit desde el mismo instante en que se produjo la muerte de
Tirant, como bien advierte en su justo momento el narrador:
«E no us penseu que en aquell cas Ypòlit tingués gran
dolor, car de continent que Tirant fon mort, levà son compte
que ell seria emperador, e molt més aprés la mort de
l'emperador e de sa filla, car tenia confiança de la molta amor
que la emperatriu li portava, que, tota vergonya a part posada
lo penudria per marit [...]»
(Cap. 479; II, 913).
Los inescrutables designios de la fortuna o, más probablemente, los móviles
estéticos e intencionales de Martorell, hacen que esta inmoral pareja, en la que la
libidinosidad senil, el arribismo y el pragmatismo interesado más elemental alcanzan las
máximas cotas de expresión, venga a rematar, paradójica y grotescamente, la apoteósica
gesta de Tirant, desde el punto en que se convierte en la máxima representación
institucional de un imperio griego y de un Mediterráneo definitivamente cristianos, en
paz y libres de la amenaza turca. Un desenlace de estas características, como es fácil
convenir, no deja de ser una impertinencia, al menos desde la perspectiva de la
pretendida finalidad de la obra declarada por el autor en los textos preliminares de la
misma a que tuvimos ocasión de referirnos. Es habiendo llegado a este punto cuando
resulta oportuno preguntarnos si un final como éste, más allá de las apariencias, puede
tener algún sentido medianamente lógico, que no vulnere la coherencia textual
del Tirant, o si, por el contrario, nos hallamos ante un añadido sólo explicable desde
perspectivas analíticas externas como la recurrencia al expediente de la hipotética
coautoría de Martí Joan de Galba.
Ciertamente, el colofón con que se cierra la edición princeps asegura que el Tirant
«fon traduït [...] per lo magnífich e virtuós caualler
mossén Johanot Martorell, lo qual, per mort sua, no·n pogué
acabar de traduir sinó les tres parts. La quarta part, que és la
fi del libre, és stada traduïda [...] per lo magnífich cavaller
mossén Martí Joan de Galba.»
(II, 927).
Si hacemos caso de tal declaración __dejando al margen la falacia de la traducción, que
no es más que un tópico artificio literario__, podríamos explicarnos el sorprendente
desenlace como resultado de la intervención del segundo autor, que no habría sabido o
querido respetar el sentido prístino que Martorell habría pretendido otorgar a su obra.
Pero lo cierto es que, hasta hoy, el único dato positivo de que disponemos acerca de la
participación de Galba es el colofón citado, cuyo valor debe relativizarse toda vez que
se trata de un texto añadido por los impresores17, ocho meses después de la muerte de
Galba18, a favor del cual hoy nos consta que Martorell se vio obligado a empeñar el
manuscrito del Tirant19. Por lo demás, el colofón atribuye al segundo autor una
enigmática«quarta part», siendo así que ni la edición princeps ni la publicada en
Barcelona en 1497 presentan división en partes, cosa que sólo acaece en la traducción
castellana editada en Valladolid en 151120, en la que, conviene advertirlo, son cinco y
no cuatro las partes en que aparece dividido el texto21.
Martí de Riquer ha tratado de encontrar una explicación razonable a tan enigmático
colofón y la sintetiza en estos términos:
«Els "estampadors", que devien tenir prou avançada la
composició del Tirant quan morí Martí Joan de Galba, i que
potser en la part que encara els mancava compondre devien
observar esmenes i petits afegits de la cal·ligrafia d'aquell,
devien arribar a la conclusió que el difunt Galba havia
"continuat" el llibre en la seva darrera zona, i que calia que
això constés al colofó.»22
Pero lo cierto es que, a partir de lo que se afirma en el añadido de los impresores, la
crítica, guiada por el interés de precisar los límites exactos de la intervención respectiva
de ambos autores, ha ofrecido las más variadas propuestas de segmentación de la
novela. Estas, grosso modo, se han efectuado desde dos estrategias metodológicas: el
análisis del grado de convergencia o divergencia de las soluciones lingüísticas y
estilísticas adoptadas en las diferentes zonas de la obra, por una parte, y, por otra, el
análisis del grado de coherencia temático-argumental, ideológico-conceptual, estructural
o de configuración de los personajes que se da en ellas. Las conclusiones a que se ha
llegado son, por lo general, bastante dispares, de tal modo que, frente a quienes
propugnan la existencia de un solo autor __entre otros, hoy y fundamentalmente, el
último Riquer23, por una parte, y Jesús Villamanzo y Jaime J. Chiner24, por otra__, se
encuentran los defensores de la doble autoría, quienes, a su vez, no acaban de ponerse
de acuerdo a la hora de establecer la frontera exacta que separaría la intervención de
Martorell de la de Galba. Así, por ejemplo, mientras que Joan Corominas25, basándose
en consideraciones estilísticas, sitúa el inicio de la intervención del segundo autor en el
capítulo 320, Antoni Ferrando26, a partir del análisis lingüístico27, lo fija en el 299. Por
su parte, María Jesús Rubiera, desde la perspectiva de la doble y dispar
configuración __una ajustada a la realidad, otra separada de ella__ del universo
musulmán __personajes, cultemas, etc.__ en la obra, ha concluido, en un primer
momento, que la mano de Galba habría escrito desde el capítulo 300 hasta el final28,
mientras que, poco después, se autoenmienda, en parte, al sostener que éste sólo habría
sido el autor de los capítulos comprendidos entre el 300 y el 349, debiéndose de nuevo a
Martorell todos los capítulos restantes29. Añadamos aún, por último, que Rafael Bosch,
fundándose en el dualismo irreconciliable de cosmovisiones __caballeresca y
burguesa__ patente en la obra, concede sólo a Martorell la responsabilidad total de los 41
primeros capítulos y la parcial de los comprendidos entre el 42 y el 97, atribuyendo a
Galba el resto de la novela30.
A tenor de tan evidente disparidad de criterios y, muy especialmente, de las nada
desdeñables críticas a las diversas tesis a favor de la autoría doble formuladas
recientemente por Jaime J. Chiner, en un extenso y pormenorizado trabajo todavía
inédito31, que vienen a reforzar la última opinión de Riquer, para quien «no existeix cap
argument positiu i ferm que impedeixi admetre que Joanot Martorell és l'autor únic i
exclusiu de tot el Tirant lo Blanc»32, quizá sea aconsejable apuntar hacia otras
direcciones a la hora de hallar una solución satisfactoria al problema de la aparente
incoherencia del desenlace de la novela.
En esta línea, la grotesca apoteosis final de un imperio griego liberado de la
amenaza turca y gobernado por la vieja y libidinosa emperatriz y por el joven arribista
Ypòlit, otrora amante furtivo y ahora esposo legítimo de aquélla, si bien es cierto que no
acaba de encajar en una de las dos tonalidades que impregnan el libro, la de carácter
solemne y la de los serios propósitos caballerescos en que se substancia el cañamazo
estructural del relato, no lo es menos que si lo hace en aquella otra tonalidad más
relajada, cáustica y festiva que aflora a lo largo y ancho del Tirant y que viene a
funcionar como un verdadero contrapunto light al discurso matriz de tipo heavy.
Así, pues, si bien lo miramos, la muerte del protagonista de un vulgar «mal de
costat» y no como los héroes habituales de las narraciones caballerescas, que
morían «lluitant, com Gauvin, o d'amor, com Lancelot, o en sublim santedat, com
Perceval, o en gloriosa longevitat, com Amadís»33 es la que mejor podía corresponder a
un personaje que, a lo largo de buena parte de la novela, protagoniza las más absurdas y
risibles caídas34 y que, por si esto fuera poco, no tiene el menor rubor en considerar tan
poco heroicos batacazos como lo más natural del mundo, ya que, según afirma,
«no és cosa d'admirar que hun home caygua, car hun
cavall té quatre peus e cau, ¿quant més hun home, que no·n
té sinó dos?»
(Cap. 163; I, 395).
Nos hallamos, al fin y al cabo, ante la muerte más lógica, normal y adecuada para un
personaje que, desde las primeras páginas hasta las últimas, es sometido a un nada
casual proceso de desmitificadora humanización. Tirant, en efecto, es un caballero,
pero, sin duda, bastante sui generis, tal y como se pone de manifiesto, entre otros, en el
hecho de que no ponga la menor objeción a la hora de asumir el papel de vulgar
alcahuete en los amores entre Felip i Ricomana (caps. 100, 110 y 111), o de
protagonizar, con frecuencia, situaciones triviales o ridículas como cuando ha de ser
escondido precipitadamente bajo un colchón para evitar ser sorprendido por la
emperatriz en sus escarceos amorosos con Carmesina (cap. 189), o cuando llega a
resfriarse por haber permanecido más de media hora «en camisa e descalç», amén de a
oscuras, en los preliminares del primer encuentro carnal con su amada (cap. 233), tan
magistralmente urdido por Plaerdemavida. Tales mecanismos desmitificadores del
paradigma canónico del héroe caballeresco llegan a alcanzar cotas esperpénticas,
además de no exentas de connotaciones sacrílegas e irreverentes, en aquel pasaje de la
narración en que Tirant, en una fiesta pública convocada por el emperador, aparece
calzando el zapato con que había conseguido tocar «lo lloc vedat» de Carmesina,
ricamente bordado de pedrería, y con la cabeza cubierta de esta guisa:
«Per cimera portava, damunt lo elmet, quatre pilars d'or,
lo sanct Greal fet a manera d'aquell que Galeàs, lo bon
cavaller, conquistà. Sobre lo sant Greal stava la pinta que la
princessa li havia dada, ab hun mot que y havia e, qui legirho sabia, deya: No ha virtut que en ella no sia. E axí ixqué
aquell dia.»
(Cap. 189; I, 441).
Todos los ejemplos mencionados no son más que puras muestras, cuantitativamente
insignificantes, del importante caudal de elementos humorísticos y distensionadores de
la gravedad del eje central del relato que se hallan presentes en la novela y que, en
definitiva, contribuyen a perfilar unos planteamientos narrativos que apuntan hacia una
nueva estética y, también, hacia una nueva forma de percibir y vivir la realidad. Bien
cierto que Martorell era un caballero, no un burgués, y que, como tal, pretendió generar
un producto literario cuyo punto de partida no podía ser otro sino el de las referencias
estéticas y conceptuales del universo que le era propio. Sin embargo, el autor debía ser
consciente de las limitaciones de un sistema que ya ofrecía claros signos de
descomposición. Hasta cabe, incluso, que Martorell percibiera todo ello con una cierta
nostalgia, con un cierto desencanto, quizá sólo superable mediante el distanciamiento
irónico__cuando no la humorada cruel__ de quien se sabe impotente para restablecer
aquel orden deseado que se le escapa inexorablemente de las manos. La propia biografía
del autor cobra, a este propósito, valor emblemático, pues no debemos olvidar que
Joanot Martorell fue un caballero absolutamente arruinado, tal y como lo demuestran las
diversas reclamaciones judiciales de devolución de préstamos pecuniarios de que fue
objeto, hasta incluso después de su muerte35, realidad que nunca quiso asumir, sino que,
antes bien, desafió adoptando unos modos de vida propios del más genuino esplendor
caballeresco __viajes costosos con amplio séquito, cartas de batalla, desafíos...__. Tan
estrepitoso desajuste entre la realidad y el deseo acabó por llevarlo a empeñar el mismo
manuscrito delTirant como último recurso de supervivencia. En esta línea de añoranza
de un código ético en quiebra es donde cabe inscribir las palabras de Ypòlit, el gran
triunfador de la historia, cuando le recuerda a Carmesina que los hábitos conductuales
del pasado no sólo ya carecen de valor, sino que, hasta, incluso, resultan ridículos:
«Pensa vostra altesa que siam en lo temps antich, que
usaven les gens de ley de gràcia? Car la donzella, com tenia
algun enamorat e lo amava en strem grau, dava-li un ramellet
de flors ben perfumat, o un cabell o dos del seu cap, e aquell
se tenia per molt benaventurat. No senyora, no, que aquex
temps ja és passat. Lo que mon senyor Tirant desija bé u sé
yo: que us pogués tenir en hun lit nua o en camissa.»
(Cap. 251; II, 545).
Desde este punto de vista, el desenlace del Tirant no supone más que la culminación
de un proceso textual de intencionada y reiterada manipulación aniquiladora de los
referentes que habían sustentado el mundo caballeresco y su literatura. Es cierto que, al
principio de la obra, el autor había anunciado unos objetivos ortodoxos, pero el
desarrollo argumental y, especialmente, el desenlace, vienen a cuestionar en buena
medida aquella inicial declaración de intenciones. Incluso admitiendo una eventual
intervención de Galba o, hasta si se quiere, un hipotético cambio de planteamiento del
propio Martorell a lo largo de la redacción de la novela, capaces de explicar de forma
cómoda el sorprendente final, lo que sí resulta meridianamente claro es que una
consideración sincrónica del texto, tal y como lo conocemos desde la edición de 1490,
nos brinda un espléndido y abigarrado tapiz de perspectivas diversas y hasta, incluso,
contradictorias, que implican una ruptura con el monolitismo acostumbrado de los
modelos caballerescos canónicos. En el Tirant los más genuinos elementos
caracterizadores del género caballeresco __ya sea en la modalidad del «libro de
caballerías», ya en la de «biografía caballeresca»__ se someten a una constante y nada
gratuita operación de contrafacta que, precisamente, por el hecho de permitir al lector
seguir identificado los modelos manipulados, deformados o alterados, conduce a la
ironía y a la parodia y, con éstas, a la destrucción de un universo que, histórica y
literariamente, ya tocaba a su fin. Todo ello no debe interpretarse, sin embargo, como un
producto de una hipotética cosmovisión «burguesa» por parte del autor, sino, por el
contrario, como fruto de una visión distanciada, escéptica y, en última instancia,
patética, de un representante de aquel estamento caballeresco en declive cuyo
certificado de defunción rubrica, simbólicamente, la muerte de Tirant y el ulterior
ascenso de Ypòlit y la emperatriz. No en vano así lo había anticipado ya el mismo
Ypòlit, encarnación de los valores alternativos ascendentes, cuando, refiriéndose al
protagonista, había sentenciado: «Si aquest cavaller mor, tota la cavalleria del món serà
morta» (cap. 292; II, 618).
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