Follet, Ken - La caída de los gigantes

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Grigori fue tras ellos, pero estaba débil por el hambre y ellos no tardaron en
escaparse. Recorridos unos cientos de metros, se detuvo, agotado. Por todos lados había
alemanes a la fuga y rusos persiguiéndolos. El grupo de la ametralladora había
abandonado el arma. Grigori supuso que debía de ponerse a disparar, pero, por el
momento, no tenía fuerzas ni para levantar el fusil.
El comandante Bobrov reapareció corriendo a lo largo de la línea rusa.
- ¡Avancen! -gritó-. ¡No los dejen escapar!, ¡mátenlos a todos o ellos volverán a
matarlos algún día! ¡Adelante!
Exhausto, Grigori empezó a correr. Pero giraron las tornas. Estalló el caos a su
izquierda: tiros, gritos, insultos. De pronto aparecieron soldados rusos procedentes de
esa dirección corriendo para salvar la vida. Bobrov, quien estaba de pie junto a Grigori,
exclamó:
- Pero ¿qué demonios…?
Grigori se dio cuenta de que estaban atacándolos por un flanco.
- ¡Manténganse firmes! -gritó Bobrov-. ¡A cubierto y disparen!
Nadie lo escuchaba. Los recién llegados salieron corriendo hacia el bosque, muertos
de miedo, y los compañeros de Grigori empezaron a unirse al grupo en desbandada, que
se volvía hacia la derecha y salía corriendo en dirección al norte.
- ¡Conserven la posición, soldados! -gritó Bobrov. Sacó su pistola-. ¡He dicho que
mantengan la posición! -Apuntó al grupo de soldados rusos que pasó corriendo junto a
él-.
¡Se lo advierto, dispararé a los desertores!
Se oyó un estallido y la sangre le manchó el pelo. Cayó al suelo. Grigori no sabía si
había caído por una bala perdida alemana o por una de su propio bando.
Se volvió para huir corriendo con los demás.
Llegaban tiros de todas partes. Grigori no sabía quién disparaba a quién. Los rusos se
dispersaron por el bosque, y, poco a poco, le pareció que iba dejando el fragor de la
batalla atrás. Siguió corriendo mientras pudo, pero al final cayó sobre un lecho de hojas,
agotado, in capaz de continuar. Se quedó allí tirado durante largo rato, con la sensación
de estar paraliz ado. Vio que seguía llevando el fusil, lo que le sorprendió: no sabía por
qué no lo había soltado.
Al final se levantó como pudo. Advirtió que hacía ya un rato que le dolía la oreja
derecha. Se la tocó y chilló de dolor. Le quedaron los dedos pegajosos por la sangre.
Volvió a pal parse la oreja con cuidado. Espantado, descubrió que gran parte del
cartílago había desa parecido. Lo habían herido y no se había dado cuenta. En algún
momento, una bala le había arrancado media oreja.
Revisó su fusil. El cargador estaba vacío. Lo recargó, aunque no estaba seguro de por
qué lo hacía: parecía incapaz de dar a nadie. Puso el seguro.
Supuso que los rusos habían caído en una emboscada. Los habían hecho avanzar
hasta quedar rodeados y, entonces, los alemanes habían cerrado la trampa.
¿Qué debía hacer? No había nadie a la vista; no recibiría órdenes de ningún oficial.
Sin embargo, no podía quedarse donde estaba. El cuerpo estaba en retirada, eso era
seguro, así que pensó que debía retroceder. Si quedaba alguna tropa rusa, seguramente
estaría al este.
Se volvió, dejando el sol de poniente a su espalda, y empezó a caminar. Avanzó por
el bosque con el mayor sigilo posible, sin saber dónde podrían estar los alemanes. Se
preguntó si la totalidad del II Ejército habría sido abatida o si habría huido. Comprendió
que podía morir de hambre en el bosque.
Después de una hora de recorrido se detuvo a beber en un arroyo. Pensó en limpiarse
la herida, pero decidió que sería mejor no tocarla. Tras saciar su sed, descansó,
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