ÍTACA

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ÍTACA
La brisa marina, el cálido sol en el rostro, el perfume del salitre y el batir de las olas. Ulises
despierta placidamente sobre la arena de la playa. Observa alrededor y reconoce la arena que
lo abraza. Han pasado casi veinte años de su partida y aún es capaz de reconocer cada rincón
de la tierra que lo vio nacer. Esta vez no es un sueño. No es un embrujo más. Por fin, la tierra
natal bajo un brillante cielo azul. Con todo, la felicidad no es plena, una sombra de amargura
nubla su júbilo. La tripulación de cefalenios que le acompañó a la guerra de Troya no volverá a
pisar la misma arena, ni volverá a llenar los pulmones con el aire de Ítaca. Solo él consiguió
culminar el regreso.
Recorre un largo sendero hasta llegar a las primeras casas de la ciudad. Confía en que las
míseras ropas que viste, las abundantes canas, la hollada piel fruto de la experiencia y una
deliberada postura un tanto encorvada que adopta, le concederán el anonimato a los ojos de
los ciudadanos de Ítaca. Es difícil que alguien identifique en este hombre al rey que fue a la
guerra. Tampoco nadie lo espera.
Ulises sabe lo que tiene que hacer y cada paso que debe dar. Circe le desveló todos los
detalles de la situación del reino. No puede dirigirse en solitario a palacio. La deteriorada ropa
que viste lo confundiría a ojos de la corte con un mendigo. Necesita ayuda para recuperar su
lugar y decide ir en busca de Eumeo, su porquerizo. El sirviente es un personaje
tremendamente humilde, enemigo del artificio, y su proverbial lucidez le recuerda que, en los
momentos de incertidumbre, nada tiene más valor que la lealtad sincera. Se apoyará en
Eumeo.
Llega a la casa de Eumeo y lo reconoce tan pronto lo ve ocupado en un pequeño jardín
exterior. Con voz decidida:
−
Vos sois Eumeo, sirviente de Ulises. Traigo noticias de vuestro rey.
Eumeo se alza y escruta con desconfianza al hombre que le habla. No es la primera vez que
alguien dice traer información acerca de su añorado señor.
−
No se quien os habló de mí, pero da igual, ¡marchaos!. No quiero oír a más charlatanes
tratando de aprovecharse de mis anhelos.
−
Fiel Eumeo, puedo entender vuestro desconsuelo. Pero, creedme. El rey está muy
próximo y desea recuperar su reino. Ulises confía en vuestra ayuda y me remite a vos para
que me llevéis ante la reina. Penélope debe oír mis palabras y disponer lo necesario para
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recibir a su esposo y rey. Se que vos me ayudareis por el simple placer de cumplir con
vuestro deber.
Sigue albergando recelo de las palabras e intenciones del desconocido, pero el extraño ha
dado en la diana. Eumeo sabe que si impide el paso a la lánguida esperanza, la intranquilidad
se adueñará de su pensamiento.
−
¿Y quién sois vos que decís poseer noticias de mi señor?, ¿a quién he de presentar ante
mi reina?.
−
Yo soy Diomedes hijo de Tideo de Argos. Combatí hombro con hombro con Ulises en
Troya y se las desventuras que vuestro rey ha tenido que sufrir retrasando su llegada más
allá de lo que cualquier hombre fuera capaz de soportar.
−
Vuestra apariencia no se corresponde mucho con la de un guerrero venido de la gloria de
Troya, pero, en fin, no os entretendré más. Prefiero que no me contéis nada más que luego
quiera olvidar. Mi hijo mayor os acompañará a palacio. ¡Néstor!, acompaña al forastero.
Se acerca a Ulises un joven quinceañero y emprenden el camino. El joven curiosea al
acompañante con la indiscreción propia de la edad que tiene. Ulises no está cómodo con la
mirada un tanto impertinente de su acompañante y llega la inevitable pregunta:
−
Señor, ¿podéis contarme como luchasteis juntos mi rey y vos en Troya?.
−
Es una historia muy larga y no disponemos de tiempo.
La cortante respuesta de Ulises trata de frenar el entusiasmo del joven en preguntar. Pero, la
curiosidad nunca fue buena compañera de la prudencia:
−
¿Visteis en persona a la bella Helena?, ¿podéis explicarme cómo es?.
Ulises se extraña del motivo de interés del muchacho. Lo más previsible hubieran sido
preguntas acerca de la destreza y la cólera de Aquiles en el combate:
−
Tuve la fortuna de verla y no soy capaz de describirte con justas palabras todo su
esplendor. Deberán ser los poetas inspirados por las musas los que acometan tal misión.
−
¡Ah! los poetas. Cuanta razón tenéis. El arte es lo que hace mejor y perdurable al hombre.
Es lo único con lo que es capaz de aproximarse a la esencia secreta de las cosas. Las
hojas de cebada y lechuga están cerca de secarse en los techos de las casas. Y, cuando
llegue ese momento, darán comienzo las fiestas de Adonis en Ítaca y celebraremos como
cada año la búsqueda de la esencia del cuerpo y del espíritu a través de todas las artes
humanas.
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−
Las fiestas de Adonis, ¿desde cuando estas fiestas son una celebración popular?. ¡Son
fiestas solo de mujeres!.
−
¡Oh!, no sabéis. Sois extranjero, claro. Las fiestas las comparten hombres y mujeres y en
verdad mi señor que se han convertido en algo importante que mejora nuestra vida y llena
de alegría nuestros corazones. Han mudado de ser unas fiestas nocturnas de mujeres, a
unas jornadas donde la noche y el día alternan el exceso y la reflexión, lo exquisito y lo
grosero, lo jovial y lo marchito. Los seres humanos somos tan sublimes como detestables,
luz y oscuridad a la vez. No hacemos otra cosa distinta de lo que se puede observar en la
naturaleza.
Ulises se queda estupefacto con las palabras del muchacho y reflexiona: ¿qué ha pasado para
que unas fiestas femeninas se hayan convertido en una especie de simposio público?. Sin
embargo, la ansiedad por el trabajo pendiente se impone y descarta caer en distracción alguna
que desvíe su rumbo.
El ajetreo domina las calles. El mercado rebosa comerciantes a cada paso ofreciendo sus
mercancías. El ágora ofrece un paisaje estimulante de itacenses charlando animadamente,
niños y niñas jugando, tabernas con risas que se oyen desde el exterior. Todo juega a su favor
para pasar inadvertido. De pronto, una mujer se dirige a Ulises.
−
Ciudadano. Prestadme atención. Un prisionero está encerrado en una celda y le ofrecen la
posibilidad de ser libre si da con la solución de un acertijo. Tiene dos puertas para
escoger. Una conduce a la muerte segura, otra a la libertad. En cada una de las puertas
hay un carcelero. El prisionero sabe que uno de ellos siempre dice la verdad, y el otro
siempre miente. Para elegir la puerta correcta solo puede hacer una pregunta a uno de los
carceleros. Decidme, ¿cómo puede salvarse?.
−
¿Pero qué?.....¿qué significa esto?, ¿cómo una mujer se pone a hacer preguntas como si
fuera un filósofo a un extraño?.
−
Permitidme mi señor, yo trataré de responder al acertijo …., pero, para poder responder
quiero que me contestéis a una cuestión señora, ¿los carceleros saben el idioma del
preso?.
−
Si, pero…¿por qué no puede contestarme vuestro acompañante?, ¿porque no sabe la
respuesta?, ¿acaso porque cree que no merezco su respeto?, o…
−
No, no, nada de eso. No os preocupéis, tiene otro motivo. Anda presuroso y no quiere
emplear tiempo en acertijos. Hummmm…así que los carceleros hablan el mismo idioma
que el preso…pero, ¿son guerreros, son verdugos, son…?.
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Ulises está apunto de estallar de ira. Logra contenerse porque es consciente que no le
conviene en absoluto entablar una discusión que pueda alterar el orden y llamar la atención. El
joven Néstor le dice entonces:
−
Mi señor, no os frenéis, continuad vos hasta la puerta de palacio que yo enseguida os
alcanzo. Bien, bien, ¿entonces son guerreros señora?, pero, ¿cuál es la puerta que estaba
más cercana del preso?...
Inaudito medita Ulises. Parece que los hados estén de nuevo obstaculizando mi destino.
¿Será de nuevo por obra de Poseidón?.
Ulises continúa dirección a palacio con paso decidido. Nada podrá detenerlo. Ni los dioses, ni
los cíclopes, ni las magas, sirenas y hechiceras, ni las tempestades de los mares lo
detuvieron. No permitirá que ahora lo haga una majadera preguntona o un joven sabihondo.
Unos pasos más adelante se cruza con un hombre que capta su atención. El hombre joven
también fija la mirada en Ulises. Camina acompañado de dos soldados y Ulises considera más
prudente desviar la mirada prefiriendo no arriesgar a verse mezclado en situaciones
incontrolables. A unos pasos de distancia del joven con el que se cruzó, oye como alguien
dice: “¡Telémaco!, ¡esperadme!”. Un rayo de adrenalina le recorre las entrañas. Ese nombre
pronunciado es el de su hijo. Abre la boca en un intento vano de articular palabra. El
sentimiento que le invade es tan potente que le impide proseguir. Tan decidido que estaba.
Solo es capaz de girar la cabeza con la mirada acongojada por la nostalgia del pequeño ser
que en brazos miró, tocó y besó con tanta ternura. Entre aquel bebé del pasado y el hombre
del presente, el tiempo perdido que no podrá recobrar.
La turbación remite poco a poco y resuelve perseguir a una distancia prudencial al pequeño
grupo. Quién pidió ser esperado es un adolescente que abraza cariñosamente a Telémaco. Se
besan espontáneamente y en el trayecto conversan sin que Ulises pueda escuchar nada de lo
que hablan. Llegan a un edificio que tiene el aspecto inconfundible de una palestra. El efebo
que acompaña a Telémaco le entrega a éste un arco enorme y un carcaj ornamentado que
Ulises reconoce como suyo. Telémaco agarra el arco y trata de tensarlo con determinación,
pero una vez tras otra fracasa en el intento. Ulises, absorto en la contemplación de la escena,
no ha advertido que el joven Néstor ha llegado hasta su lado:
−
Mi señor Diomedes. ¿Sois vos un buen arquero?.
La repentina pregunta del impetuoso Néstor coge por sorpresa a Ulises y, antes de esperar
respuesta alguna, da unos pasos para dirigirse a Telémaco:
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−
Mi querido príncipe Telémaco. Acompaño a un extranjero que ha solicitado ser presentado
ante la madre reina como Diomedes, hijo de de Tideo de Argos. Trae noticias de vuestro
padre con el que compartió la Guerra de Troya. ¿Por qué no le ofrecéis la oportunidad de
probar el arco?. Sería una especial muestra de hospitalidad.
Ulises, desconcertado por la velocidad de los acontecimientos, responde con poca convicción:
−
Joven Néstor, la misión que me trajo hasta Ítaca no es compatible con juegos.
−
Diomedes, hijo de Tideo. Perdonadme, pero, con el debido respeto, debo insistir en la
propuesta de nuestro brillante Néstor. Un guerrero que fue compañero de mi padre debe
saber manejar el arco. Estoy seguro que aceptareis nuestra hospitalidad y probareis a
tensar el arco de Ulises. Debéis saber, no obstante, que nadie salvo Ulises ha logrado
nunca tensar su arco. Igual vos sois capaz de romper ese maleficio.
Ulises está atrapado con la intervención de Telémaco. Si no quiere incurrir en una descortesía,
deberá empuñar el arco. Si tensa el arco, se descubrirá a los ojos de los presentes:
−
Como gustéis. Empuñaré el arco. ¿A que queréis que dispare?.
−
Tomad como diana el nudo de aquella encina que veis al fondo.
Ulises coge el arco y éste cruje como cuando un árbol se desploma al final de la tala. Los
brazos de Ulises y el arco forman ahora un vigoroso y amenazante delta. La flecha espera a
partir en busca de su destino. Un golpe seco y un silbido que hiere el aire preceden a la
vibrante flecha clavada en el nudo de la encina.
El grupo que ha visto lo sucedido permanece en un embelesado silencio. Mira la fecha clavada
en el árbol. Mira a Ulises. Mira al arco y, antes de que nadie acierte a pronunciar palabra
alguna, Ulises dice:
−
Lamento haberme refugiado en una identidad postiza. Ya no hay sitio, ni tiempo para
mantener con vosotros el anonimato. Soy Ulises, vuestro rey. Ved aquí, en la herida de mi
pie que todos conocéis, una prueba más de mi verdadera identidad.
Telémaco observa a Ulises sin entender los motivos por los que el hombre que dice ser su
padre ha querido llegar de incógnito. ¿A qué obedece tal decisión si todos lo esperaban?. Las
pruebas no dejan lugar a dudas y el deseo de recuperar a su padre que enterró el paso de los
años, resucitan la alegría en su interior. Aquí está Ulises.
Padre e hijo se brindan un largo y emocionado abrazo. El acontecimiento contagia una cálida
sensación de felicidad a los pocos presentes. De pronto, Ulises se separa de Telémaco y
proclama:
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−
¡Hemos de organizarnos con celeridad!. Vamos a matar a todos los pretendientes de la
reina por haber explotado de modo vergonzoso la abundancia y generosidad de mi palacio
y por haber acosado a Penélope a pesar de no ser una mujer y reina libre. No existía
constancia alguna de mi muerte. Por todo ello, deben morir. Pero, para poder logarlo,
hemos de trazar un plan.
−
Padre. ¿De qué pretendientes hablas?.
−
¿Cómo?. Céntrate hijo mío. La conmoción te atrapa y no te deja pensar con claridad. No te
preocupes Telémaco, yo me ocuparé de todo.
−
Padre, es cierto que estoy conmocionado, pero vos estáis en un error. No hay
pretendientes. Los hubo, pero madre habló con determinación con todos ellos. Algunos
entendieron que debían abandonar. Los otros, los que no quisieron comprender la nueva
situación, fueron expulsados sin miramientos. Madre no hizo más que ejercer su poder. El
poder de su condición de reina de Ítaca.
−
Hijo, no entiendo lo que dices. Yo soy el rey. Y ella se debe a mí. ¿Quién decide en mi
reino?.
−
Hasta hoy la reina. ¿Por qué no iba a hacerlo?, vos no estabais entonces con nosotros y
ella ejerció el poder sin matar a nadie. Pero ahora, debéis recuperar vuestro lugar. No hay
pretendientes de los que ocuparse. ¿Quién os dijo tal cosa?.
−
Circe. La maga me informó de cómo estaba todo aquí y….
−
Por favor, padre. Olvidaros de esa maga y sus locas revelaciones. Vamos a palacio. Madre
será la persona más feliz de toda Ítaca cuando estéis con ella.
Ulises está perplejo. Y, en medio de la confusión, estalla la voz del efebo de Telémaco: ¡Mirad,
aquí llega la reina!. Penélope aparece acompañada de Néstor. El joven hijo de Eumeo corrió
como una liebre a palacio tan pronto como Ulises se descubrió ante los presentes.
Hombre y mujer se miran frente a frente. Los recuerdos y el dolor de la ausencia que en este
momento acaba les provocan un sin fin de sentimientos. Es un instante eterno tan largo como
la espera padecida. La ansiedad por tocarse después de tanto tiempo les empuja a fundirse en
un apasionado abrazo casi interminablemente esperado.
−
Largo tiempo esperé que llegara este día. Demasiado como para no haber sentido en
incontables ocasiones añoranza de vos. Casi había abandonado toda esperanza de ver
vuestro regreso. Recuperad el lugar que os corresponde y disfrutad de la prosperidad y la
felicidad del reino y sus gentes. Con vuestro regreso, ya nada nos faltará.
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−
Penélope, debo contaros todo lo que he pasado. Tanto la larga y gloriosa Guerra de Troya
como la penuria de mi regreso. Mi demora no fue por capricho. Pero, primero quiero
preguntaros, ¿cómo es que nada es como me esperaba encontrar?. No salgo de mi
asombro. Circe es una maga, pero estoy seguro que no quiso engañarme acerca de lo que
me iba a encontrar. ¡No tenía motivo para ello!.
−
Mi querido Ulises. No se que esperabas encontrar, pero es natural que para evitar el
desaliento y mantener la esperanza de tu regreso, tuviste que creer en algo. Creíste en las
predicciones de una maga y sus ciencias ocultas y esa creencia te llevó al equívoco en el
que estás ahora. Nosotros en Ítaca, antes que encomendarnos a creer en magas y
oráculos, tuvimos que tomar decisiones. Ítaca estaba sin rey desde hacía demasiados
años y los problemas que nos acosaban no podían esperar más tiempo sin resolverse.
Elegimos un regente del reino hasta tu regreso. Yo fui la elegida por mi legítima condición
de reina y por la aceptación tanto de los notables de Ítaca, como por la de todo el pueblo
itacense. Hicimos virtud de la necesidad y en el trabajo comprendimos que no hay libertad
más firme y más difícil de manipular que la que resuelve las necesidades de las personas.
El camino que tomamos nos ha conducido a todos los hombres y mujeres de Ítaca a saber
hoy que la libertad no cae del cielo, sino que es un bien que se alcanza con la lucha
continuada de toda la comunidad.
−
¿Hombres y mujeres trabajando juntos?. La libertad se protege con la espada y en ese
terreno las mujeres no cuentan. Sus tareas y funciones son otras. ¿Cómo podéis decir tal
cosa?.
−
La libertad no se protege solo con un brazo fuerte empuñando una espada Ulises. Se
protege también y hasta de manera más eficaz a través de la ciencia y el conocimiento. En
Ítaca pusimos en marcha una nueva forma de gobierno creando el Consejo Supremo de
los Doce Sabios y de lo primero que nos dimos cuenta todos, es que no podíamos
permitirnos que la mitad de nuestra pequeña población no contribuyera a nuestra
prosperidad. Todos los niños y niñas a partir de los 7 años deben pasar por las academias
y aprender, como hacían antes, lengua, escritura, música, matemáticas, filología y oratoria.
Ahora también han de aprender física, química, mecánica, botánica, medicina, geología,
etc. Necesitamos toda esa instrucción para obtener de la naturaleza más y mejores
recursos que resuelvan suficientemente todas las necesidades de Ítaca. La espada, o la
fuerza, como prefieras llamarlo, la pone Esparta que tiene el mejor ejército del mundo.
Tenemos un tratado con ellos en el que les proporcionamos nuestros avances tecnológicos
para su ejército y su alimento y nosotros a cambio contamos con su espada como una
fuerza defensiva insuperable. No hay ningún sátrapa o satrapilla con su corte de
aduladores de esos que todavía abundan por ahí, con capacidad para reunir un ejército
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que constituya una amenaza. Y lo mejor es que nuestra forma de desarrollo quieren
ponerla en práctica más pueblos. Nos visitan sabios de otras tierras porque quieren
imitarnos. Hoy y mañana seguirá habiendo reyes y tiranos que conseguirán tener sus
adeptos, pero los pueblos que continúen sin entender que el camino verdadero es el
progreso y bienestar de toda su gente perecerán.
−
Es un cambio demasiado profundo como para que la gente lo acepte sin dudar Penélope.
Seguro que hay resistencias que no me quieres contar, las costumbres, la tradición, los
valores no se cambian tan fácil.
−
Mucha verdad hay en lo que dices esposo mío. Pero hemos de creer en las personas y
estoy segura que lo podremos mantener mientras procuremos una buena vida al pueblo de
Ítaca. Tú y yo no seremos eternos y alguien continuará la obra iniciada. Néstor es el hijo
del porquerizo y míralo, es un brillante ejemplo de lo que necesitamos para mantener la
prosperidad del presente y del futuro. En cambio, tu hijo Telémaco sigue queriendo tensar
tu arco. El ha perseguido desde niño el fantasma del padre que se fue. El héroe de la
Guerra de Troya. Telémaco tiene apetencia por la tradición de tu tiempo entregada a la
guerra, los efebos, las fiestas antiguas como las tesmoforias y todas las demás tradiciones
y supersticiones del pasado lejano. Ahora, y esto es nuevo, hasta se siente atraído por
adorar a Mitra. ¡Lo que faltaba!. Una doctrina de negación de la vida que pone toda su
esperanza de plenitud en la muerte. Un sacrificio estéril. Ulises tu inteligencia y astucia es
legendaria. No se que vas a querer hacer con tu reino, pero te pido que hables con tu hijo y
le hagas reflexionar, porque él es el futuro. No en vano es el príncipe heredero del reino y
por eso Telémaco constituye una de las principales resistencias, no tanto de presente
como de futuro, por las que me preguntas.
Ulises mira a Penélope. Mira a Telémaco. Vuelve su mirada sobre Néstor. Mira su arco. Mira al
cielo lanzando un suspiro y piensa que todas las pruebas de su retorno a Ítaca se han
quedado en poca cosa en este momento.
−
Vayamos a palacio. Es lo quería hacer desde que pisé de nuevo Ítaca. Allí continuaremos
hablando de lo que debe hacerse.
El soldat Svejk
Barcelona, 25 de noviembre de 2011
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