El día que las mariposas revolotearon

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El día que las
mariposas revolotearon
Exaltación de la locura
Germán Silva Pabón
Por su generosa colaboración expreso mi gratitud a los talleres creativos
«Clip» y «El Bibliófago». Por su inagotable trabajo imaginativo y visual
expresado en jornadas infatigables. En especial a Sergio Botía,
Gabriel Rodríguez, Óscar Bermúdez y Ricardo Bohórquez.
A Jaime Giovanny Garzón por sus creativas carátulas y
las galopantes jornadas de lectura de los originales.
A Arturo Ortiz León y Bernardo Pulido por sus
artículos y observaciones oportunas sobre
ciertas sinuosidades del texto
© 2012 Germán Silva Pabón
[email protected]
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www.rfripp.blogspot.com/
Idea de la Portada: Walda de Ríos L.
Diseños: «Clip» Taller Creativo y El Bibliófago
Corrección de estilo: Ana Conde R.
ISBN: 978-958-46-0225-1
Impreso en Colombia
Dedico esta novela
Al lector, principal razón de ser de un libro
A mi madre, quien a sus 90 años es capaz de convertir,
con soberbia maestría y un desparpajo inimitable,
locura y muerte en singulares escenas de teatro
Al nunca llamado «Grupo de Faca», desordenado e insolente,
sin nombres e iconoclasta, sin alcurnias ni jerarquías,
pero lleno de todos los miedos de la locura, y
paradójico deudor del “cómo se llega a ser
lo que se es” nietzscheano. Atiborrado de
fábulas y creación, de artistas errabundos
y escritores bullentes, colmados todos
de los miedos de la no-locura
ORACIÓN A LA LOCURA
Gottes Zeit ist die allerbeste Zeit.
“El tiempo de Dios es el mejor tiempo”.
También conocido como el Tragicus actus.
Sagrada cantata de Johann Sebastian Bach
Arturo Ortiz León
Una histérica máquina de escribir, accionada por un frenético y contemplativo
impulso inspirado en John Coltrane, lanza por los aires y esparce sobre las
hojas palabras que aquí son Laura (muy seguramente un anagrama o un escabroso juego de palabras con locura), en otro instante son Adrián, en un extraño designio también son gatos y el Altillo de un bar, y en otro momento —
sublime y doloroso— risotadas rabiosas, temblorosos susurros esquizofrénicos y desencajados gritos inspirados en las pinturas de Edward Munch.
Misterioso canon de voces (léase “cierta lógica enrarecida”) que hilvana, interpretado según las más estrictas formulas de composición barroca, traslucimientos del canto universal que entona en forma armónica las letanías de la
locura de Laura. Dichos ecos resuenan en cada frase y en cada acción. Pero
la locura no es el único tema: Un detallado y fervoroso exorcismo hará pronunciar a este cuerpo convulsivo los nombres de sus demonios: soledad,
sexo, alucinaciones, moral, angustia y temor. La locura, que como el opio,
evoca todo tipo de escenas extravagantes y una genialidad poética: La obra
de teatro de Laura.
La locura que se atreve, en una maravillosa reflexión, a cuestionar la vida, no
con un simple “¿para que vivimos?”, sino más profundamente con “la convicción de la inutilidad del orden de los acontecimientos y que necesidad tienen
de presentarse en la vida de los hombres: que utilidad, que fin pueden tener”.
La locura también es poder de la voluntad. Si bien para muchos volverse loco
no se presenta como una solución de la existencia. De ahí se concluiría que
la subjetividad es la verdadera locura o, en todo caso, que es algo del terreno
enteramente subjetivo. El panorama delineado por Laura es una pintura im Autor del magistral y clásico álbum de jazz «A Love Supreme».
 Pintor y grabador noruego expresionista. Autor de El grito, Ansiedad y La madre muerta.
(1863-1944).
pregnada de temores, angustias y preocupaciones. Muchas de las palabras,
situaciones y personajes subliman una desesperación absoluta, una belleza
melancólica y enfermiza.
Como toda galante suite de J.S. Bach esta pieza decanta en una suave, hermosa y triste cadencia: “Fernando había estado tratando de escribir todos los
recuerdos del día que había hablado con Adrián, mientras oía Fallen Angel
de King Crimson. Lloró al ver plasmada en el papel la locura de Laura y su
propia locura. La locura de Adrián y la de los del Altillo. La locura de Hans y
la de los otros”. Dice tantas cosas que bastaría con transcribir. Sólo a semejantes alturas se puede entender este trabajo. Niveles que están muy ligados
a la comprensión de la compleja interioridad de “cierto individuo”. Esa es la
teoría estética del autor. Una literatura de un orden muy personal subyaciendo en el fondo.
Epitafio
Canción enmarcada en hojas secas, esqueléticos cipreses, domingos suicidas y palabras de poetas sublimes. Los gatos se desenvuelven elásticos y se
deslizan por en medio de los dedos, las piernas, el sexo y los cabellos. Maúllan lánguidamente mientras Laura fascinada toma en sus dedos cada nota,
de esas que suelen entonar los tímidos y quedos violines, cellos y violas. Las
mira y les susurra todos sus íntimos temores. Al “do” el amor perdido en el
tiempo, al “re” la triste soledad del domingo, al “fa” le confiesa su deseo de liberarse de aquella cadena, pero al siguiente “la” le dice que ya no hay nada
que hacer. Y las deja volar, para que cuenten sus secretos al viento y a las
paredes de la habitación. Sólo maullidos y maullidos, lánguidos y desesperados, saltando sobre las palabras que suenan a través de los parlantes. En el
fondo se oye aquella vieja canción: Eleanor Rigby...
 No es una simple curiosidad formal que en el texto definitivo de la novela Fernando no
esté oyendo Fallen Angel sino Book of Saturday (Libro del sábado), pero igual podría ser,
como se sugiere constantemente: Epitafio, 21st Century Schizoid Man o «Thrakattak»… cosas
siempre acordes con la locura.
No se puede dar a luz una estrella
danzante si no se posee un caos
dentro
Los poetas mienten
demasiado
Tenemos el arte para no morir por la
verdad
Federico Nietzsche
Preámbulo
¿Qué es esa necesidad, esa obligación urgente que hizo imperioso —de
un momento para otro— ubicar con una precisión sofocante el inicio de
la locura de Laura, que ya sabíamos que estaba loca, que enloqueció o enloquecerá en cualquier momento del acontecimiento literario?
No fue ese mi apremio durante los varios años en los que escribí la novela. Tampoco en los arduos meses en los que me comprometí a depurarla para unos lectores ávidos que la reclamaban y hablaban de ella como si
la hubieran leído. Siempre fue así, durante años, que transcurriera en su
estado de apacibilidad extrema, dándose por sentado que la locura de
Laura era algo connatural al relato y que nadie lo iba a cuestionar. Pero
aún en medio del fragor y la alegría fui “acusado” (tanto dentro de la novela como fuera) de inventar la locura de Laura para escribirla. Vilipendio.
En un instante preciso la cuestión se convirtió en una necesidad vital
(para el autor y para la novela misma): determinar el momento en el que
se situaba el principio de la locura de Laura. Algo por entero morboso. En
otro caso parecía improbable que los lectores, especialmente los que conocían a Laura, fueran a creer que se había vuelto loca, que Laura encarnaba la locura, que la novela pudiera ser una exaltación desequilibrada e
irresponsable de todo tipo de desequilibrios. Aún, dentro de la urgencia,
este era un rasgo que no cambiaba la sensación que la novela tenía para
mí, y que yo pensaba debía de tener para los lectores. No era de eso de lo
que se trataba.
Pero para hacer más loca la situación, fueron los propios protagonistas
(en su forma de personajes y/o de personas allegadas y no allegadas a
Laura), quienes, dejando de lado el papel ciego que les impuse a unos y la
libertad literaria que caracteriza a los otros, se hicieron al despotismo de
sugerir y exigir la conveniencia de ubicar una fecha, un día, un momento,
un suceso —especialmente—, que denotara la posibilidad de anunciar la
locura de Laura dentro del orden civil del acontecer del tiempo.
Era un rasgo innecesario en la realidad y más superfluo aún en el
transcurrir de un relato que es ficción. Tal vez lo dijera, pero unos y otros
nos ofuscamos para encontrarle la verdadera razón. Me bastaba afirmar
uno o cualquiera, como el momento de la locura de Laura. Como sucede
efectivamente en la novela. Para el verdadero caso era prácticamente insignificante. El hecho es que Adrián Blanco lo anuncia cuando considera
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que las condiciones están dadas. La locura de Laura es un fruto que cae
del árbol.
Pero hubo ese instante en el que todos queríamos saber en qué momento había enloquecido Laura, qué hecho insólito había ocurrido al
mismo tiempo, que permitiría hacer las veces de certificado o demostración. Como si al mencionarse todos pudiéramos decir: «¡Ah!, ¡sí!». No podía ser sino en ese segundo imprescindible, que parece de verdad inventado, en el que pudiera desatarse semejante locura. Satisfecho el supuesto
todos terminaron por darle la espalda.
En el cuadro Grupo de amigos, de Bernardo Pulido, las adustas figuras
que lo engalanan miran con la misma sobriedad hacia un sujeto diluido,
y afirman sin que lo quieran (o queriéndolo) que “ella” está loca. (Todos
sabemos de quién se habla, pero queremos siempre el favor, la licencia,
de no tener que nombrar a un ser tan amado). Esa no es, por supuesto,
una afirmación gratuita, pero tampoco imperial. No corre como chisme
sino con la circunspección de una posibilidad neutra del lenguaje. Otros
insisten en que el lenguaje no puede ser sino apasionado.
Por el contrario, es en el cuadro portada del libro Las muertes de Isabel, de Luis Alfonso Otálora, donde se deja de lado el peso de la opinión y
convierte en una pesadilla encarar el cuerpo deformado de Laura (la
monstruosidad de su locura): la locura en su más turbia forma de morbidez y falacia. El cuerpo invisible (imaginado) vuelto forma en el cuadro
nos indica el régimen anatómico-conceptual de la demencia, una cantidad de rasgos magistrales que no dejan duda y que llevan a la imaginación a su estado más delirante y significativo.
Fue así como dentro del fragor de todas esas conjeturas que pude
anunciar, en medio de la ambigüedad que la caracterizaba, la presencia
inesperada de un enjambre de mariposas que vino a usurpar la tranquilidad de los personajes que poblaban la novela y de esta manera reconstruir desde su origen el desenlace de la locura de Laura. Vuelto a pensar
el hecho, quizás anodino, sólo cumple un papel de satisfacción moral.
No vino a ser sino en una especie de posteridad que la necesidad tomó
cuerpo para proveer la creencia, que nadie propiamente estaba poniendo
en duda, de si verdaderamente se podía decir que Laura estaba loca…
porque el concierto de allegados se dividió entre fanáticos y agnósticos
que proclamaron a los cuatro vientos (o se abstuvieron): «Laura está loca» — «Laura no está loca» como redundando entre dos afirmaciones de
igual peso.
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