PEDRO PÁRAMO, de Juan RULFO Cuando la buena mujer se sintió morir, hizo prometer a su hijo que iría a Comala el pueblo donde había nacido, y que se presentaría a su padre para exigirle todo lo que nunca les había dado. Después del fallecimiento el muchacho se puso en camino. Tras varias agotadoras jornadas bajo el sol implacable coincidió con un arriero que le indicó la situación exacta de Comala y le facilitó las señas de doña Eduvigis, en cuya casa podría encontrar alojamiento. Al despedirse comentaron que iba en busca de su padre, un tal Pedro Páramo a lo que el arriero contestó que también era su padre. Cuando llegó al pueblo quedó impresionado por la soledad y el silencio que desprendía, parecía estar abandonado. Su asombro fue en aumento cuando doña Eduvigis le dijo estar esperándole, ya que esa misma mañana su madre le había anunciado su llegada. A partir de ese momento el joven entró en un estado de ensoñación en el que fue relacionándose con distintos personajes que le relataron la historia de Pedro Páramo. Este hombre contaba con una gran fortuna. Se puede decir que era el amo del pueblo y de todos sus habitantes. Había mantenido relaciones, consentidas o no, con la mayoría de las mujeres y los hijos que se le atribuían eran incontables. Sólo había reconocido a uno de ellos, cuya madre había muerto en el parto. Le puso el nombre de Miguel y se le llevó a vivir a su hacienda. El chico creció siguiendo el ejemplo del padre y antes de cumplir los veinte años ya había matado a un hombre y violado a la sobrina del párroco. Una noche que había bebido más de la cuenta hizo locuras a lomos de su caballo hasta que fue derribado, con tal mala fortuna que murió en el acto. D. Pedro tardó mucho tiempo en recuperarse de la pérdida del hijo, pero siguió haciendo tropelías e incluso financió a una partida de insurgentes que lo mismo apoyaba a las tropas de Villa que se alineaba con el ejército de Carranza. Una noche en que el cacique estaba sentado en la puerta apareció Abundio, un pobre labrador que acababa de perder a su mujer. Con el fin de ahogar su pena había bebido un litro de aguardiente y tambaleante se acercó al amo diciéndole que le socorriera con unas monedas para enterrar a su esposa. Al no recibir respuesta su mano enarboló un cuchillo y ya no se supo más, solo el grito de la sirvienta diciendo “están matando a D. Pedro” Así termina la historia de Pedro Páramo. Con él murió el pueblo de Comala y sus habitantes, Eduvigis, Damiana, Susanita, Abundio y todos los demás se convirtieron en ánimas que poblaron aquellas tierras para toda la eternidad, contando a quien estuviera dispuesto a escuchar la historia de Pedro Páramo. GRINGO VIEJO, de Carlos Fuentes Aquel hombre de más de setenta años, alto, enjuto, con una gran mata de cabello blanco, antiguo combatiente en la guerra civil en el sur de Estados Unidos, que ejerció como periodista en California, que había perdido a su mujer y a sus hijos en una muerte prematura, pensó que su vida estaba llegando al fin. Preparó un exiguo equipaje y a lomos de un buen caballo cruzó la frontera y se internó en tierras mexicanas con la idea de contactar con los seguidores de Pancho Villa y unirse a la revolución. Después de una agotadora travesía del desierto se dio de bruces con el campamento de los insurgentes. Se presentó al jefe de aquella tropa, conocido como general Tomás Arroyo y después de demostrar su maestría con el revolver agujereando un peso que le lanzaron al aire, fue admitido de inmediato en aquel ejército formado por hombres y mujeres que arrastraban sus vidas por el polvo y el calor en pos de unos ideales. Desde el primer momento el gringo viejo (así le bautizaron) y el general Arroyo hicieron buena amistad. Cabalgaban juntos en las escaramuzas que se desarrollaban a diario y juntos tomaron posesión de una gran hacienda. El terrateniente y su familia habían huido, pero su sorpresa fue grande cuando les salió al paso una joven norteamericana. Dijo llamarse Harriet Wilson y que había venido hasta aquel rincón de México para encargarse de la educación de los niños de la familia y que no se marcharía hasta cumplir su contrato. Cuando el gringo y la joven se quedaron solos se estudiaron mutuamente. El viejo llego a la conclusión de que se encontraba ante una mujer de treinta años, bella y que solo podría ofrecerla su protección y una relación paternal. Harriet le contó que vivía en Washington, hija única de un militar que desapareció en la guerra de Cuba y al que las autoridades dieron por muerto haciéndole un funeral en el cementerio de Arlington. Había tenido un novio bastante mayor que ella que no se decidía a abandonar su tipo de vida de soltero recalcitrante y que recientemente había sido acusado de estafa. Ante esta situación no dudo en aceptar el trabajo de institutriz que se ofertaba en un periódico y se desplazó al estado de Chihuahua. Fueron pasando los días y en el campo de batalla los combates se contaban por victorias. En una de ellas el general ofreció al gringo que ejecutara a los militares que habían apresado. El americano se negó y Arroyo lo tomo como una afrenta personal y desde entonces empezó a considerarle de distinta forma. Una noche que el mexicano estaba exultante por sus triunfos irrumpió en la habitación de Harriet. Le contó lo dura que había sido su infancia. Era hijo del hacendado que había hecho huir y de una humilde campesina. Desde que nació solo había recibido desprecios y malos tratos. La muchacha se sintió conmovida y poco a poco su temor se convirtió en placer y no se resistió a que aquel muchachote moreno le hiciera suya. Cuando ya el sueño les vencía a los dos, oyó como Arroyo le decía al oído que de ella dependía que el gringo regresara vivo a su tierra. Cuando una mañana el viejo y Harriet caminaban juntos comenzaron a hacerse confidencias, llegado a tal estado de afinidad que el hombre apretó la cabeza de la mujer contra su pecho al tiempo que decía que él vino a México a morir con la secreta vanidad de que la muerte se la diera el propio Pancho Villa. Este deseo no se cumplió, pues en ese instante apareció Arroyo que, loco de furia, al presenciar la íntima escena, disparó su revolver matando al gringo mientras que la joven gritaba que se había quedado huérfana de padre por segunda vez. Unos días después llegó al pueblo el caudillo Villa. Le informaron de la muerte del gringo y de inmediato ordenó que fuera desterrado. Cuando vió los balazos en la espalda organizó un fusilamiento a la media noche, para que las heridas frontales indicaran muerte con honor. Todo esto lo presencio Harriet que no pudiendo resistir más le dijo a Pancho Villa que el americano era su padre y que deseaba repatriar su cuerpo a Estados Unidos para que recibiera un entierro cristiano y decente. Su petición fue atendida y la mujer trasladó el féretro al cementerio militar de Arlington donde en la tumba vacía de su verdadero padre quedaron instalados para siempre los restos mortales de aquel hombre que viajó a México con la sola idea de morir. Mientras tanto la revolución continuaba y el líder Pancho Villa dió la orden de disparar contra Tomás Arroyo, amparándose en que ninguno de sus oficiales debía jugar con ciudadanos extranjeros creándole problemas innecesarios. Bastante tenía México tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos.