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ANÁLISIS DE LA CARTA AL PADRE
Elena Catania
Una habitación de la pensión Stüdl Schelesen. Bohemia, principios de noviembre de 1919 Frank
Kafka tiene treinta y seis años. Cinco años antes de su muerte, el escritor, que ya ha visto publicadas
varias de sus obras y comienza a ser conocido, redacta un escrito de cincuenta páginas -La Carta al
padre- carta que no llegará jamás a su destinatario: la madre del autor, Julie Löwy, no lo juzgó
conveniente.
La Carta al Padre se escribe en el pequeño pueblo cercano a Praga, donde acompañado de Max
Brod, su íntimo amigo, ha ido a descansar una semana. Esta Carta forma parte del área íntima y
autobiográfica de la producción literaria de Kafka y si ha llegado hasta nosotros fue gracias a que
Max Brod desobedeció las instrucciones que su amigo le diera de destruir toda su obra.
En ella analiza distintos puntos de la relación entre él y su padre, retomando prácticamente todos los
temas tratados en sus relatos y novelas, con lo que queda claro que la ficción no había conseguido
aliviar del todo la tensión emocional.
Pero aquí no hay alegorías, parábolas ni metáforas. Kafka no se sirve del Gregor Samsa de La
Metamorfosis, del Georg Bedemann de La Condena, o de Joseph K. de El Proceso, tampoco del
lacónico “K” de El Castillo, ni del Karl Rossmann de América, personajes que se parecen
extraordinariamente a él, para ilustrar su relación con su familia y sobre todo, con el padre, tema
central de su obra: “Mi escritura trataba de ti, allí sólo me quejaba de aquello que no podía quejarme
sobre tu pecho”.
Como veremos, en pocos autores están la biografía y la ficción tan estrechamente unidas. En Kafka
constituyen los dos polos de una misma realidad que se organiza en torno a la idea de la Ley, del
Padre, de la autoridad suprema: inalcanzable, impenetrable, imprevisible e implacable.
Dado el origen judío del autor, cabe la tentación de acercar esta Ley a la del judaísmo, hacia el que
Kafka tiene sentimientos paradójicos, muy parecidos a los que le inspira su padre: miedo y
fascinación, atracción y rechazo, respeto y desprecio.
La frase con que comienza La Metamorfosis, “Cuando, una mañana, Gregor Samsa se despertó de
unos sueños agitados, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho” nos mete de
lleno en el conflicto, procedimiento que Kafka utiliza a menudo La Carta al Padre se abre con un
directo “Me preguntas por quéafirmaba tenerte miedo”. A partir de esta constatación, que no deja de
sorprender en un hombre en plena madurez y que muestra que Kafka no ha podido crecer en el
terreno emocional más allá de la infancia y adolescencia, La Carta va analizando, punto por punto, a
veces con humor e ironía, a veces con rebelión, a veces con tono reivindicativo, a veces con
desgarro, la relación entre ambos. A pesar de sus idas y venidas, de sus repeticiones, de sus
contradicciones, no es una carta inocente que sirve tan sólo de desahogo psicológico, está
perfectamente estructurada por temas.
Nos encontramos en primer lugar con una descripción física y psicológica, llena de contrastes,
maniquea, caricatural, de ambos personajes, como dos púgiles que se van a enfrentar (“Tú
sencillamente me vas a pisotear, sin que quede absolutamente nada mío”)
Por una parte el Padre:
Grande, fuerte, ancho, de voz potente, deportista, determinado, perseverante, con presencia de
ánimo, severo, con espíritu de conquista en la vida, en los negocios etc. Todos los atributos de la
hombría y según el autor, propios de los Kafka, la rama paterna. Más tarde completa el cuadro
pintándonos, a veces con ecos bíblicos, a un Padre muy próximo a la divinidad: “El terrible ronco tono
de la ira y de la absoluta condena” “El gigantesco hombre, mi padre, la última instancia” “Tú eras para
mí la medida de todas las cosas” “Dirigías el mundo desde tu butaca” “Tu dominio espiritual” “Tus
palabras y juicios, como si no tuvieras idea de tu poder” “Lo que me gritabas era mandamiento
celestial”. Un padre que también es déspota, un tirano “Ejercicio de tu soberanía” “Había salvado la
vida por clemencia, como un inmerecido regalo tuyo” “¿En qué te podían importar a ti, tan gigantesco,
nuestra compasión y ayuda?” “Eran bromas como las que se propagan sobre dioses y reyes”.
Por la otra el Hijo:
Flaco, débil, estrecho, inseguro, asustadizo, incapaz, falto de seguridad en sí mismo, hipersensible,
que interrumpe a menudo sus proyectos, que no termina nada... El autor se considera un Löwy,
herencia materna hecha de: “Obstinación, sensibilidad, sentido de la justicia, inquietud”. Así mismo, a
lo largo de La Carta, Kafka sigue dando pinceladas que corroboran su supuesta inferioridad: “El
asunto sobrepasa con mucho mi memoria y mi inteligencia”, “Mi frialdad, desagradecimiento,
distanciamiento”, “Ante ti yo no podía hablar ni pensar”, “Niño despistado y desobediente, siempre
considerando una huida”, “Yo, el esclavo”, “Yo no tenía ningún sentimiento”, “Niño malicioso, vago,
avaricioso”, “Gusano”, “Bicho”.
Una vez presentados los contrincantes empieza la descripción de un combate, perdido ya de
antemano. Y sigue una larga serie de reproches que el Padre podría hacer al Hijo.
Excelente táctica ya que todo queda en el mundo de la hipótesis, a la vez que tiende al Padre la
posibilidad de una salida honrosa ya que, tal vez, podría no reaccionar así. Por si acaso, el Hijo
contraataca cerrándole la puerta con una pirueta de inocencia: “Te ruego no pienses que te considero
culpable” En este aspecto es muy significativa la presentación que hace del Padre, de sus sistemas
educativos-que eran los normales en la época y el lugar- para inmediatamente después describirle
como “Un hombre bondadoso y blando” o “El amor y la bondad superaban todos los obstáculos”. Así
mismo, en un momento habla de la risa maligna del Padre, para pocas líneas después afirmar
“Tienes una forma de reír especialmente bonita”. También trata, aunque brevemente, la infancia del
Padre. Quizá la de un niño tan desgraciado como Kafka, que necesita cariño (“tal vez sólo Valli logró
dártelo”) pero a quien el dolor insoportable de esas vivencias traumáticas le ha llevado a la negación
como mecanismo para poder soportarla, “Tú sólo puedes tratar a un niño tal y como tú has sido
educado, con fuerza, ruido y cólera”. Kafka vislumbra el tema pero inmediatamente, retrotrayéndose a
su propia infancia, concluye “No todo niño tiene la perseverancia y la intrepidez de buscar hasta llegar
a la bondad”. De esta forma justifica que no pudiera de niño -y tampoco de adulto- comprender las
limitaciones de su padre. Lo que no deja de sorprender siendo el autor tan analítico y perspicaz con
su propia psicología y aunque tan poco con su propia valía.
Es una técnica muy kafkiana, el presentar un tema, intentar penetrar en su esencia, considerándolo
en todos sus aspectos y desde todos los ángulos posibles. Así, Kafka avanza con una tesis, da dos
pasos para adelante, pero inmediatamente da uno hacia atrás con la antítesis, para tomar otra óptica,
invalidarla inmediatamente y así sucesivamente en un eterno ir y venir, sin alcanzar conclusión
alguna. De esta forma vemos como, tras afirmar que el padre quizá no sea culpable de nada, vuelve
hacia atrás y dice “Naturalmente no digo que me haya convertido en lo que soy sólo por tu influencia,
sería exagerado” pero inmediatamente anula estas palabras con “me inclino por dicha exageración”.
Pero, ¿quién es Kafka? ¿En qué se ha convertido ese niño asustadizo?. Un niño que tuvo que
soportar solo, durante los seis primeros años de su vida, el choque con el padre, la ausencia de la
madre, incapaz de asumir ante el padre la defensa del hijo, la muerte de sus dos hermanos
pequeños, que sin duda fraguó el sentimiento de culpabilidad, el nacimiento de sus tres hermanas y
el consiguiente destronamiento, una educación severa, la marginación como único chico, la
decepción del padre ante su asustadizo y frágil primogénito del que esperaba cosas que el niño no
podía dar (“cantar canciones militares, desfilar, comer con apetito”), la falta de estabilidad que
implicaban las innumerables mudanzas de domicilio familiar, las distintas criadas que se encargaron
de él. Todo ello sin entrar en el aspecto sociológico de desarraigo en su condición de judío, checo y
alemán.
Franz Kafka, va de dentro hacia afuera, de lo particular a lo general y describe su infancia, los
métodos educativos de supadre -insultos, amenazas, ironías, humillaciones-, la relación con sus
hermanas y la de éstas -una por una- con el padre, y el papel de la madre, que no queda muy bien
parada, pero a la que inmediatamente justifica. Más tarde abre el campo para analizar el trato que dio
el padre a una prima, lo abre aún más y sale fuera del seno familiar con la relación que tiene el padre
con los empleados, su situación dentro de la colonia judía, pero enseguida vuelve adentro y al
presente: a lo que es este hombre de 36 años debido al complejo de inferioridad y al sentimiento de
culpa (expresión que repite una veintena de veces a lo largo de La Carta). Dicho sentimiento de
culpa, que habría de destruirle tanto física como mentalmente, se articula desde el principio en torno
a la idea “Te has sacrificado por mí”, tema recurrente en los interminables reproches del padre, que
prosiguen a lo largo de toda La Carta y en todas las circunstancias de la vida del autor.
Que fuera no valorando el inagotable trabajo del padre, no acercándose a este en la sinagoga, no
jugando a las cartas con su familia, refugiándose permanentemente en su habitación, no ocupándose
del negocio familiar, o a través de sus intentos frustrados de matrimonio, de su forma diferente de
concebir el judaísmo, de su vocación literaria, vivida como una singularidad que lo separa de su
familia, del mundo y que le impide vivir, todo condena al hijo.
Pero volvamos al tema ya enunciado: ¿En qué se ha convertido Franz Kafka cuando redacta La
Carta al Padre?. Si nos limitamos a los hechos objetivos, sabemos que el autor, en 1917, rompió por
segunda vez su compromiso matrimonial con Felice Bauer, también sabemos que pocos meses antes
de redactar La Carta había conocido en ese mismo lugar -la pensión Stüdl, de Schelesen- a Julie
Wohryzek, una chica sencilla, mucho más joven que el autor, de clase social inferior a la suya. Y que
Kafka, quizá presionado por la reacción negativa de los padres al comunicarles su propósito de
casarse con la hija del portero de la sinagoga, rompe una vez más un compromiso matrimonial.
Sabemos además que ha ido al campo a descansar ya que está muy debilitado por la tuberculosis
que le fue diagnosticada en 1917. Si a todo ello añadimos que está bloqueado hasta el punto de no
proseguir su Diario, que lleva meses sin escribir una sola línea -lo que para él representa una gran
angustia ya que considera la literatura como el eje de su vida, especie de sacerdociocomprenderemos que se encuentra en un momento especialmente difícil.
Retomando La Carta, y desde la subjetividad del autor, tenemos un análisis de su personalidad de
adulto y de su situación: el miedo al Padre sigue estando presente: La Carta es un largo requisitorio,
un informe de cincuenta páginas sobre una relación hecha de miedo y fascinación, de admiración y
repulsión, tintada a veces de ironía: “Tú te cortabas lasuñas y te limpiabas las orejas con el palillo en
la mesa”, “Admiraba tus extraordinarias dotes de comerciante, verte envolver un paquete era un
espectáculo por sí solo”, o “Me resulta incomprensible tu falta de sensibilidad con respecto al daño o
la verguenza que puedas causarme”. El fracaso de su vida amorosa (aunque tuvo relaciones con
muchas mujeres), sus repetidos y frustrados intentos de boda se analizan pormenorizadamente ya
que “el matrimonio, la familia, tener hijos, me parece lo máximo en la vida de un hombre”. Sólo así
comprendemos que el no atreverse a contraer matrimonio -por el miedo a no estar a la altura, por el
miedo a que la vida de casado le impidiera dedicarse a escribir, por el miedo quizá a ser como su
padre y a tener un hijo como él mismo- representa para Kafka una tragedia. La tendencia a la huida,
su búsqueda vana de independencia respecto a la familia, los proyectos de formar otra, están así
mismo presentes, en paralelo con sus intentos de matrimonio, como si Felice Bauer o Julie
Wohryzek, Milena Jesenská o Dora Dymant (con todas ellas piensa en casarse al poco tiempo de
conocerlas) no fueran más que clavos ardiendo a los que se agarra para liberarse del padre. Es
significativo saber que Felice nunca le atrajo “Parecía una sirvienta: no me inspiró la menor curiosidad
saber quien era. Era huesuda, de cara vacía, que exhibía su vacuidad... la nariz rota, el pelo tieso, sin
vida...” o que respecto a Julie afirmara “es de la raza de las dependientas… su belleza es tan
pequeña como los mosquitos que se estampan contra mi lámpara”.
Otro tema central de La Carta es el judaísmo, punto en que Padre e Hijo hubieran podido tal vez
encontrarse. Kafka le dedica varias páginas, empezando por explicar el judaísmo de su padre,
desprovisto de autenticidad, puramente formal, social, hasta llegar al suyo, que al ser más profundo y
basado en el estudio, pero sobre todo, distinto, provoca la furia y el rechazo del padre, quien afirmaba
“Me da asco”, a lo que Kafka responde “No es el judaísmo lo que te asquea, sino yo”.
Tenemos la impresión amedida que avanzamos en la lectura de La Carta, que es la imagen del
padre, más que el padre de la realidad, lo que le impidió a Kafka desarrollarse como adulto en el
terreno emocional y en el de los afectos, si bien fue un motor que le llevaría a centrarse en el mundo
creativo e intelectual. No estaba Kafka muy alejado de esta idea cuando afirmaba que pasaría
directamente de la infancia a la vejez sin transición. Toda la vida de Kafka está centrada en el padre,
pero no puede escapar a su larga sombra. Esta desigual relación de fuerzas se extiende a toda la
vida del escritor, sus gustos personales, sus amistades, sus compromisos matrimoniales, van a
depender de la sentencia paterna, de la sentencia divina, de la sentencia de la ley. Por todos lados
está presente su imagen omnipotente, omnisciente, omnipresente, “A menudo me imagino un mapa
del mundo extendido y a ti tumbado sobre él. Y entonces parece como si las únicas zonas que me
son accesibles son aquellas que tú no tapas o que están lejos de tu alcance...”.
Si el padre es gordo, fuerte, ancho, el hijo será flaco, débil, estrecho. Si el padre habla a voces, el hijo
se quedará mudo o tartamudeará. Si el padre come salchichas con apetito voraz, el hijo estará muy
cerca de la anorexia: es un pajarito que se alimenta de miel y frutos secos. Si el padre es un hombre
sano, lleno de vitalidad, el hijo será enfermizo, hipocondríaco. Si el padre gana mucho dinero y es un
próspero comerciante, el hijo será un simple funcionario de la compañía de seguros estatal. Si el
padre calcula ingresos y pérdidas, el hijo escribirá novelas. Si al padre nada le interesa el judaísmo
más que en su aspecto social, el hijo aprenderá hebreo y estudiará la Torah, el Talmud, se acercará al
Teatro yiddish.
Sigue La Carta al Padre tratando diversos temas: el despertar de la sexualidad del autor y el trauma
que le supuso un consejo del padre, la actitud de este, jovial y relajada, cuando no está con su
familia, haciendo un paralelismo con el tirano que no necesita afirmar su poder cuando está lejos de
su territorio, la elección de la carrera universitaria de Franz. En todos ellos tenemos la impresión de
que el resentimiento (amor/odio) es tal entre ambos, que haga lo que haga cualquiera de ellos, estará
mal hecho.
Es así mismo de notar que en varios momentos La Carta parece un curso de psicoanálisis sin fines
terapéuticos (Kafka había descubierto a Freud en 1912 y desde entonces no dejó de apuntar los
sueños que tenía en su Diario). En este aspecto, es muy significativo el párrafo donde narra la
agresión sufrida de niño, cuando tenía alrededor de 5 años: “Un hombre gigantesco, tú, mi padre, me
sacaba de la cama para llevarme al mirador y encerrarme allí en camisón. A partir de entonces fui
más obediente, pero me causó un daño interno”.
Sin embargo, a Kafka, y a pesar de la amarga acusación que es La Carta, el amor que siente por el
Padre le impide ver las deficiencias y limitaciones de este, lo que no quita que no deje ni por un
momento de tomar la defensa del acusado “a mi me sería insoportable tener un hijo mudo, sordo,
seco, derrumbado, si no existiese otra posibilidad, huiría de él, me marcharía...” o bien “Además, con
respecto a mi tenías razón un número sorprendente de veces”.
Cuando el autor está casi a punto de finalizar, una vez más utiliza la técnica del principio para intentar
identificarse con el punto de vista de su padre. ¿Cómo hubiera podido Hermann Kafka impugnar las
acusaciones contra él?. El padre pronuncia una alocución imaginaria acusando al hijo de parasitismo,
a la vez que afirma que Franz siempre había luchado contra él, pero no caballerosamente, sino como
un insecto que le chupa la sangre. “Eres incapaz para la vida” “eres un parásito”.
El Hijo no tiene salvación. Estamos otra vez en el principio -o en el final- del eterno círculo vicioso
kafkiano.
Madrid 20 de abril 2005
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