Don Enrique el Navegante señala el camino

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Don Enrique el Navegante señala el camino
Al sur de Portugal, la árida meseta del Algarve se inclina lentamente al
Sudoeste, hacia el Atlántico. Las últimas estribaciones de la sierra de
Espinhaco se adentran en el mar para concluir en una desnuda península, cuyo
punto extremo es el Cabo de San Vicente. Cerca de éste penetra también en el
mar el promontorio de Sagres, de abruptos y hermosos acantilados
continuamente batidos por el océano.
A estas soledades se retiró en 1418 el infante Enrique, tercer hijo de Juan I de
Portugal y Felipa de Lancaster. ¿Qué originales proyectos traía en su mente
este príncipe de carácter enigmático, siempre soltero, cuando vino a retirarse a
una casa de Raposeira -la “Villa del Infante”-, junto a Sagres?
El imperio de la Media Luna dominaba ahora firmemente todos los caminos por
donde venían en otro tiempo las sedas, las piedras preciosas, las porcelanas,
las especias y los perfumes. Los turcos habían cerrado el paso a los
mercaderes europeos, principalmente genoveses y venecianos, que traían
estas riquezas de Oriente. Pero debía existir, existía seguramente, otro camino
marítimo. La política, la religión y el ansia de los negocios impulsaban a don
Enrique a intentarlo, a hacer que sus súbditos lo intentaran. Había que explorar
las desconocidas regiones occidentales de África y llegar por el Océano a
Oriente, esto es, a la India, a Malaca, a las islas de las especias, a China, para
establecer con esos lejanos y ricos países relaciones mercantiles que elevarían
a Portugal a la cumbre del poder y de la riqueza.
Don Enrique llama a su lado al experto naviero judío-mallorquín Jaime Ribes,
alias Jafuda Crésquez. Su hermano, el infante don Pedro, vuelve de Venecia
con un mapa del mundo y una copia de los Viajes de Marco Polo como regalos.
Ello coincide con la aparición de una nueva embarcación, la carabela, mezcla
de “junco” chino y “dhau” árabe con velas europeas, lo que da por resultado
una nave rápida, maniobrera, que mantiene bien la ruta con su popa elevada y
cuya proa baja encaja bien los golpes de mar con viento en contra. Don
Enrique manda construir varios modelos de ella en los vecinos astilleros de
Lagos.
El Papa Nicolás V echa una mano a estos propósitos al conceder a don
Enrique una bula que prohíbe a todos los cristianos, so pena de excomunión,
mezclarse en las navegaciones portuguesas por la costa de África “hasta la
India”. La justificación de cristianar infieles le ha dado resultado al “Navegante”,
aunque, una vez cristianados, no le parezca mal que esos infieles sirvan para
el comercio de esclavos.
La expansión continuaba y las exploraciones se sucedían: en 1432, Velho
Cabral descubría las Azores, y dos años después, Gil Eannes doblaba el Cabo
Bojador. Tristáo y Goncalves pasaban el Cabo Blanco y exploraban Río de
Oro. Dionisio Dias alcanzaba en 1445 Cabo Verde y el veneciano Cadamosto,
al servicio siempre de don Enrique, descubría las islas del mismo nombre y la
costa de Gambia y el Senegal.
Don Enrique el Navegante muere el año 1460, pero su obra no acaba con él.
Con el nuevo rey, Juan II, y los sucesivos gobiernos la expansión marítima
continuó: Fernando Gomes descubre la Guinea en 1469; Juan de Santarem y
Pedro Escovar llegan a la Costa de Oro y al delta del Níger y cruzan por
primera vez el Ecuador. En 1483, Diego Cao consigue plantar un “padráo”,
columna de piedra con las armas portuguesas, en la desembocadura del
Congo, río que los portugueses llamaban Zaire. Cao aún llegó más al Sur,
jalonando su ruta de los acostumbrados “padres” y notó que el caudal de los
ríos disminuía, prueba de que el continente se adelgazaba hacia el Sur.
En 1487, Bartolomeu Dias rebasaba estas latitudes y seguía costeando, con
obstinación, siempre hacia el Sur, el litoral africano. Bruscamente, un día su
barco se vio envuelto en una tempestad y quedó desviado de la costa. La
temperatura comenzaba a refrescar sensiblemente y las proporciones del
oleaje anunciaban un nuevo océano. Pasado el mal tiempo, Dias se puso a
buscar la costa. Con rumbo al Este, ésta no aparecía. ¡No era posible que la
tempestad les hubiera alejado tanto del litoral! Desconcertado, mando virar al
Norte. Y la costa apareció. Era el litoral de África del Sur que corresponde ya al
Océano Indico. Sin saberlo había doblado el extremo meridional africano.
Sólo a la vuelta descubrió Dias la punta terminal de África, que dobló
difícilmente y que le llevó a bautizarla con el nombre de “Cabo de las
Tormentas”. De regreso en Lisboa, Juan II tomó buena nota de los resultados
obtenidos, y al comprender que la ruta tanto tiempo deseada se había
encontrado, para no desanimar a los navegantes ordenó que el cabo doblado
por Bartolomeu Dias se llamara en adelante “de Buena Esperanza”.
El camino hacia las Indias estaba abierto.
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