1 LA PERPLEJIDAD DE TESEO Almudena Grandes La historia es

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ENCUENTROS EN VERINES 1994
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
LA PERPLEJIDAD DE TESEO
Almudena Grandes
La historia es muy antigua, pero hermosa, y sin embargo, bien conocida. El
laberinto estaba en Creta, naturalmente, y era la morada del fabuloso Minotauro,
engendrado por un toro blanco en el vientre de la reina Pasifae, bestia imposible,
invencible y cruel, que saciaba cada nueve años su amargura, el hastío y la soledad del
monstruo feo y eternamente cautivo, disfrutando de un festín vivo y caliente, siete
muchachos y siete doncellas que la aterrorizada población de Atenas entregaba al rey
Minos a cambio de paz. Se rumoreaba que era inmortal, pero Teseo el ateniense lo
mató. Otra leyenda afirmaba que su muerte obtendría la sinistra compensación de una
venganza fulminante, implacable: nadie que hubiera entrando en el laberinto –obra
maestra del ingenioso Dédalo, el único hombre que logró volar-, hallaría jamás el
camino de regreso, pero Teseo lo encontró. Ariadna, que lo amaba, le dio un ovillo de
hilo y esperó su regreso junto a la puerta, sujetando firmemente el cabo.
Hasta aquí la célebre historia de Teseo el afortunado, el guerrero valiente y
sagaz que tuvo mucha suerte, y a quien, sin embargo, nadie se lo reprochó jamás. No
fue el único héroe clásico que se impuso a su destino seduciendo al azar, desde luego. El
centauro Quirón, a quien Apolo concedió el don de la profecía para convertirle así en la
más clarividente de las criaturas, ya lo dijo de Jasón el Argonauta. No es tan hábil como
Orfeo, no es tan fuerte como Hércules, no están buen soldado como Cástor, ni el mejor
púgil de Grecia, como Pólux, pero enamorará a la mujer adecuada en el lugar oportuno
en el momento preciso, y triunfará. Así fue. Jasón recuperó el vellocino de oro, fue
coronado rey, y hasta abandonó a Medea cuando dejó de necesitarla. No pasó nada. Los
dioses del Olimpo, tan caprichosos y arbitrarios tantas veces, eran magnánimos y leales
con sus hijos predilectos. Bajo su sospechosa mirada, casi inhumana de tan puramente
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humana, conquistar la gloria no era más difícil que perderla. Y hasta hoy, Teseo –
joven. Inexperto, sincero, temerario, apuesto y hambriento de gloria –siempre ha sido, y
siempre será, el verdugo del Minotauro, El libertador de Atenas, el héroe.
Pero ¿qué habría pasado con el mismo Teseo, igualmente joven, inexperto, y
sincero, y temerario, y apuesto, y hambriento de gloria, si, en lugar de un monstruo
hubiera tenido delante una máquina de escribir? Seguramente, la historia no terminaría
de la misma manera.
Para empezar, y fiándome de mi propia experiencia sospecho que el joven Teseo
calibraría mal el laberinto. Perdido en los recovecos de su propia imaginación, rozando
apenas con la punta de los dedos el hilo frágil tramposo, de una historia que se niega a sí
misma tan a menudo como suelen hacerlo todas las historias, luchará durante meses,
años, decenios quizás, en pos de un trofeo primerizo y engañoso, hasta asir con firmeza
el cabo del ovillo. Cuando lo consiga, suspirará satisfecho y sólo entonces advertirá que
tiene los pies atados, enredados en una maraña de hilo que ha hecho girar cientos de
veces sobre sí mismo mientras creía avanzar. Entonces tendrá que deshacer todos los
nudos, uno por uno, y volver a enrollar el ovillo, y empezar otra vez, y otra vez, y
otra...Pero no es mi propósito hablar del laberinto interior, que todos conocemos, que
para cada uno de nosotros es el mismo y es distinto, y al que cada escritor le atribuye un
color, un diseño, un tamaño y un nombre diferente. Yo le he dado al protagonista de mi
historia el nombre de Teseo, y por eso llegará el día en que tenga un manuscrito de
menos de 200 páginas –si es un escritor moderno- o de más de 200 páginas –si es un
escritor antiguo- encima de la mesa, y entonces se besará a sí mismo varias veces,
llamará a su novia por teléfono, pagará unas cañas a los amigos, y proclamará a los
cuatro vientos que ha salido del laberinto. El pobre infeliz no sabe que acaba de
desembarcar en Creta.
Hasta aquí, por tanto, estaba solo. Desde este momento, sin embargo, tendrá que
vérselas con los otros dos personajes que habitan un laberinto que, como casi todos,
termina resolviéndose en un simple triangulo. Me refiero al Minotauro, o la amenaza, y
a Ariadna, o la salvación, dos elementos teóricamente complementarios que en este
caso, sin embargo, se excluyen. Quien no conquiste el favor de Ariadna no se enfrentará
al Minotauro. Ya lo he explicado más arriba: sin suerte no hay héroes.
La doncella se ciñe con mucha más precisión que el monstruo al modelo
original, y sabrá ser tan tierna y generosa como aquella princesa cretense cuando el
aspirante a su amor le demuestre que sabe seducirla. En mi opinión, es una joven
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honesta hasta cuando se equivoca, y no negaré que de vez en cuando no llegue
equivocarse, pero desde luego estoy segura de que no es tonta. Un tanto raquítica en
nuestro país, ha sido muy vilipendiada en un pasado relativamente reciente; y todavía
hoy, las declaraciones de una legión de pretendientes frustrados hacen todo lo posible
por dañar su reputación, presentándola poco menos que como una tonta frívola y
voluble siempre demasiado ligera de cascos. Ella, sin embargo, es dueña del ovillo, el
árbitro inapelable y definitivo de la contienda. Ariadna son los lectores.
El minotauro que hostigará a Teseo es, sin embargo, mucho más siniestro y
versátil –menos simpático- que el original. Plástico y ubicuo, cambia de color de
apariencia a una velocidad vertiginosa, y posee tantas distintas advocaciones y
personalidades como la Virgen María, como mínimo. Construye un laberinto de espejos
trucados, superficies de perfil cóncavo que harán de nuestro héroe un enano deforme y
rechoncho cuando convenga, o paredes de perfil convexo que le reflejen como un
espíritu flaco y descoyuntado si es esto lo que parece más conveniente. Este Minotauro,
que nunca ataca de frente y da pequeños mordiscos, sumamente incómodos, en los
tobillos, vencerá a Teseo muchas veces. Luego, nuestro hombre, que creía estar bien
preparado para luchar, comprenderá enseguida que más bien tiene que aprender a torear.
No hay más remedio. El Minotauro son las personas que, viviendo entre libros,
comiendo de los libros, leyendo, vomitando y soñando libros, no aprecian la literatura.
Éste es el laberinto exterior en el que a Teseo le saldrán canas dando capotazos a
los editores, poniendo banderillas a los periodistas, saltando la barrera cuando embistan
los críticos, y toreando con la muleta alta, para que no doblen las manos, a todos los
mansos, que en esta profesión, como en casi todas, siempre resultan ser los peores. Y
cuando tengan que entrar a matar, todavía no sabrá por qué tiene una espada en la mano,
si él lo único que quería era escribir libros. Ése y no otro, debe ser también mi principal
defecto, porque yo quería escribir un texto distinto, claro, ordenado y expositivo, y al
final me he dejado derrotar por los símbolos. Éstos, sin embargo , son elocuentes.
En este fin de siglo tantas veces calificado de laberíntico en ámbitos literarios,
algunos escritores con suerte, que apenas han hecho algo más que escribir, pero han
logrado enamorar a Ariadna con sus libros, parecen haberse convertido en los villanos
de la historia, y eso que seguramente nunca se propusieron del todo ser los héroes. Ellos
tienen la culpa de todo: de la materialización del arte, del descrétido de las vanguardias,
del presunto deterioro de la literatura contemporánea española, de la presunta falta de
respeto a los mayores, de la presunta confusión generacional, de la presunta censura
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encubierta que nos asfixia, de las dificultades que encuentran para publicar aquellos
autores que todavía no han intentado publicar, y hasta de las dificultades para publicar
de los autores que no escriben. Últimamente, en España, escritor con lectores es
sinónimo de lacayo del sistema, y lo más divertido de todo es que la identidad del
sistema en cuestión debe ser lo de menos, porque las plañideras de turno nunca se
atreven a declarar el objetivo concreto de sus ataques, y en lugar de identificar
debidamente a sus enemigos, hablan de los paniaguados del poder, así sin dar más
datos, de tal manera que todos los escritores que habitan uno o más de los escenarios
sospechosos –premios literarios, críticas favorables, puestos destacados en las listas de
ventas, participaciones en cursos, seminarios, mesas redondas y actos públicos en
general, cualquiera sea su índole, acceso también de cualquier índole a los medios de
comunicación, o hasta incluso amigos, simples amigos, en cualquier de las categorías
citadas más arriba –son presuntos culpables, cuando menos, de cohecho y corrupción.
Entre tanta conjura...,¿a quién le importa los libros? ¿Quién los lee, quién los
analiza, quién los valora? ¿Hay alguien todavía los suficientemente antiguo como para
juzgar a un escritor por su obra? Teseo, si es que a estas alturas sigue teniendo ganas de
escribir, no sabrá contestar a esta pegunta. Ariadna, sin embargo, seguirá esperándole
delante de la puerta.
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