El héroe trágico de Palmira

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El héroe trágico de Palmira
El historiador Jaled Asaad, director durante medio siglo de la ciudad histórica, ha sido decapitado por el
Estado Islámico
MAITE RICO 22 AGO 2015 - 00:00 CEST
El historiador Jaled Assad. / Marc DEVILLE/Gamma-Rapho via Getty Images
El cuerpo ensangrentado, colgado de un poste por las muñecas, tenía atado en la
cintura un cartel con los pecados que habían motivado esa muerte atroz. Fue un
apóstata. Representó al régimen de Bachar el Asad en “conferencias de infieles” en el
extranjero. Se encargó de cuidar “los ídolos”... A sus pies, la cabeza seccionada, de pelo
blanco, llevaba todavía las gafas de gruesos cristales que le hacían identificable. Era el
historiador Jaled Asaad, de 82 años, director durante medio siglo de la ciudad histórica
de Palmira, en el centro de Siria.
Cuando, en mayo, las hordas del autodenominado Estado Islámico se acercaban al
enclave, patrimonio de la humanidad, el director general de los museos sirios,
Maamun Abdelkarim, llamó a Asaad para suplicarle que se pusiera a salvo en
Damasco. El anciano se negó. “He nacido aquí, aquí he pasado mi vida, no me voy,
incluso si tengo que morir. Voy a pelear por esta ciudad y rechazar la presencia de estos
bárbaros”. Mientras los yihadistas entraban en Palmira, Asaad, su hijo Walid y su
yerno lograron enviar a la capital unas 400 piezas del museo arqueológico, que de otro
modo habrían acabado destruidas o, más probablemente, vendidas en el mercado
negro del arte.
Aunque se licenció en Historia en Damasco, Asaad era autodidacta en arqueología.
Desde los años sesenta se implicó en la excavación y restauración de los monumentos,
que había estudiado palmo a palmo. Era la fuente imprescindible para los
investigadores internacionales. Palmira era su vida. Tanto que cuando se retiró, en
2003, dejó a su hijo las riendas del yacimiento. Asaad pertenecía al partido Baaz, claro.
Como todos los funcionarios. Pero no se le conocía una participación activa en política.
Lo suyo eran las piedras y las inscripciones.
El historiador pensaba que el Estado Islámico tenía poco que ganar con él: después de
todo, era un jubilado. Pero se equivocaba. Hace un mes lo detuvieron para
interrogarlo. Querían que les dijera, él que todo lo sabía, dónde estaban escondidos los
tesoros de Palmira. “¡Pero si no hay oro!”, les insistía. El pasado martes, lo arrastraron
a una plaza y lo decapitaron en público.
Oasis del desierto, parada en la ruta de las caravanas, nexo de los imperios asiáticos
con el Mediterráneo y ciudad floreciente bajo el Imperio Romano, Palmira representa
todo lo que los fanáticos odian: la apertura, el cruce de culturas, el intercambio, el
amor por el arte, la sofisticación... Palmira desafía con su belleza el oscurantismo y la
brutalidad. Ahora esos bárbaros se han adueñado de sus vestigios, que usan como
escudo. Saben que nadie se atrevería a bombardearlos. Eso sí, se han encargado de
sembrar minas para dinamitarlos en cuanto tengan que irse.
Jaled Asaad se ha convertido en un héroe trágico. Dedicó su vida a salvar el legado de
sus antepasados, que es nuestro legado. Posiblemente nunca imaginó que moriría por
él. Una decisión que sus verdugos, tan aficionados a los mártires, serán incapaces de
entender.
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