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Cultura
LanzaDigital, Domingo 5 de Julio de 2015
La compañía de Gabriel chamé arrancó carcajadas en el Teatro Municipal
Una magnífica caricatura desnuda Otelo y
pone en pie al público de Almagro
Lanza - 05/07/2015
Francisco J. Otero
Almagro
La caricatura es un trabajo delicado, un
dibujo preciso hecho con brocha gorda,
una complicada operación perpetrada con
un serrucho. Consiste, sucintamente, en
reconocer los rasgos esenciales de alguien
o algo, exagerándolos después hasta que
opaquen al resto. Todo esto, con una
sonrisa torcida, pelín canalla.
Gabriel Chamé puso sus ojos nada menos
que en Otelo, una de esas obras por las que
Shakespeare se convirtió en Shakespeare,
se rodeó de un elenco despampanante y
arrancó las carcajadas, durante dos días, de
un público que despidió la actuación en el Teatro Municipal de Almagro puesto en pie, gritando bravos,
dejándose las manos como antes se había dejado la risa.
La lectura que hacen los argentinos del Moro de Venecia bordea, para los respetuosos adoradores de lo
establecido, la gamberrada, siendo, con todo, respetuosa con los hechos. Sólo Otelo (un macizo Matías
Bassi) mantiene el tono solemne, en contraste con la mirada desquiciada de sus compañeros. Hernán
Franco, sibilino, ofídico, se mete en la piel del ‘leal’ Yago, quizás el más prodigioso, junto con Falstaff, de los
personajes creados por Shakespeare. El verdadero celoso y envidioso de la obra, Yago, pretende
convertirse en director de la película de su vida y la de sus compañeros. Conocedor de la geografía de los
temperamentos ajenos, maneja los hilos hasta que se enreda con ellos. Y lo hace con un talento
desbordante, formando pareja de baile con el poliédrico Martín López, quien, empapado en sudor, bordó
cuanto personaje se le puso por medio: Rodrigo, Michael Cassio, Emilia, Ludovico… Completa el elenco
Julieta Carrera, también pluriempleada (Desdémona, Brabancio, Montano y Bianca), que dibuja una
enamorada que está como una cabra.
El montaje se sustenta, sin duda, en las espaldas de unos actores que provienen del clown, como su
director. El trabajo corporal les basta, junto con unos pocos elementos escenográficos, para poner en pie un
Otelo que mantiene el ritmo, el alocado cabalgar de Chipre a Venecia, durante 100 minutos que se hacen
cortos a los espectadores, pero que deben de dejar exhaustos a los actores. Eso sí, no todo es físico. El texto
de Shakespeare es, en ocasiones, “traducido”, hasta sonar medio porteño. Además, se le apunta al bardo
algunas cosillas desde nuestro tiempo, lo que permite reflexionar sobre el propio teatro: hacer eso que se
llama metateatro. Curiosamente, y a pesar de lo abrupto del concepto, fueron esas acotaciones las más
hilarantes, las que más carcajadas despertaron. “Estoy un poco harto de las cositas de esta obra”, dice Yago,
“tanta cajita, tanta mesita. ¿Quién se cree el director? ¿Peter Brook? Cambia las cajitas de sitio y ya es otra
escena”. “Es que son cuatro personajes”, se queja Martín al equivocarse en la desquiciada escena en la que
Rodrigo (él) pretende matar a Cassio (él), aunque acaba siendo herido de muerte por la víctima, a la que
apresa Ludovico (él).
Hay, también, espacio para el drama. La acción acaba como acaba y la muerte de Desdémona, su asesinato
más bien, se transfigura en una ‘snuff movie’, grabada, claro, por Yago. La falta de humor de Otelo es, de
hecho, lo que permite el desarrollo de la acción. Es impensable un Moro de Venecia que se ría de sí mismo.
Sano ejercicio
Otelo es, pues, un sano ejercicio de humor, una revisión algo salvaje, sin muchos prejuicios, de una obra
que, como las mejores de Shakespeare, trabaja con los principios esenciales de las personalidades
humanas. Tiene mérito reconocer de entre el variado repertorio que nos presenta el de Straford upon
Avon, los rasgos esenciales, tomar la brocha gorda y pintar una caricatura, que siendo por definición una
exageración, se acerque mucho más a la verdad que algunas circunspectas propuestas de sesudos maestros
de escena.
Total, es una pequeña locura, como Falstaff, como Yago, como el calderoniano Clarín, como la Alys de
Chaucer, tipos que pueden decir lo que quieran, incluso la verdad. De esa estirpe parece Gabriel Chamé y su
compañía.
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