CONECTADOS AL MÓVIL 2 cuadernosdeformación parapadresymadres No sé si las madres de familia tendremos un patrón adjudicado en el santoral –seguro que sí, porque la Iglesia, que para estas cosas es bastante puntillosa, tiene santos protectores hasta para los sopladores de vidrio-, pero por si las moscas yo propongo desde aquí que se haga un huequecito en el apartado madres de adolescentes a san Móvil. ¡No habré corrido yo como una histérica a mis quince años cada vez que perdía un autobús o se me iba la tarde como en un truco de magia y miraba el reloj para descubrir que, de golpe y porrazo, eran ¡LAS ONCE MENOS VEINTE! y hala, a correr como una descosida. -¡¡Mi madre me mata!! Y no te mataba pero como si sí: cuando entrabas en el comedor boqueando como una trucha y con un dolor de higadillo de servicio de urgencias, te encontrabas con un auditorio poco dispuesto a escuchar excusas… -¿Qué horas son éstas, eh? (mi padre mirando el reloj) -Es que el autobús ha pinchado una rued… -Sí, claro (mi madre enarbolando el cucharón de la sopa), cuando no es la rueda del autobús es que se te ha parado el reloj, y a mí me da lo mismo. En esta casa se cena a las diez y lo sabes de sobra, así que mañana te vienes una hora antes. Y a ti, que te daba igual estar en casa más pronto porque tenías examen de lengua el lunes y ya habías pensado en volver antes para estudiar algo, aquellas broncas te sentaban fatal, y el fin de semana siguiente volvías a echar las tripas corriendo para no tener que escuchar otra. ¿Y saben por qué? Primero, porque no había un móvil para poder ir soltando la excusa por delante e ir allanando el terreno, y segundo, porque los padres de antes daban más miedo que nosotros. La explicación a este fenómeno la desconozco: mis padres nunca me pegaron, me castigaban sin excederse y casi siempre me terminaban levantando el castigo; me llevaba estupendamente con ellos y no montaban ningún drama familiar por mis suspensos pero, así y todo, me daban más miedo del que yo le doy a mi hijo. Es más, yo a mi hijo, por lo visto, no le doy ninguno. Ni siquiera cuando tenía doce años: -Bruno, ¿qué horas son éstas, eh? (yo señalando el reloj). -Es que Javi no se iba y, como tengo que estar a la misma hora que él en casa, siempre espero a que se vaya porque así sé que también me tengo que ir yo, pero hoy se le ha olvidado preguntar la hora y cuando se ha dado cuenta eran las diez y cuarto y claro, a mí también se me ha hecho tarde... -Mira, chico, no entiendo nada... ¿Por qué no llevas reloj? -Porque es una horterada... -¡Las tonterías que hay que oír! Cheni, dile algo tú también, que para algo eres su padre y ya está bien de llegar siempre tarde. Si estamos así con doce años, no sé lo que va a pasar cuando tenga quince... -¿Qué? -Cheni, mi marido y padre de Bruno, es como uno de esos animalitos que viven con otro de una especie diferente, de manera que cada uno de ellos se ayuda. Simbiosis se llama, ¿no? Pues bien: él vive en estado de simbiosis con su ordenador. Aunque pensándolo mejor, lo suyo debe de ser más bien parasitismo, porque se pasa las horas muertas sacando información de internet sin darle nada a cambio, a no ser unos recalentones de miedo. -Que le digas algo a éste... (yo enarbolando el tenedor de mezclar la ensalada. En casa somos poco soperos). -Es verdad, casi se me olvida. Oye, Bruno, ¿tú sabes dónde hay CD vírgenes en esta casa? -¡Será posible! Te digo que le eches una bronca y ni te enteras... -Sí, ya -protesta Bruno, que siempre ha sido un lince en esto de aprovechar los despistes de su padre para arrimar el ascua a su sardina---. Encima de que llego tarde por culpa de Javi, la bronca me la voy a llevar yo... ¿Has comprado ketchup, mamá? -No, se me ha olvidado. -¡Ya sabía que se te iba a volver a olvidar! Pues entonces hazme un sándwich, que ya sabes que la carne no me la como sin ketchup... Total, que sin saber cómo, la bronca daba la vuelta y al final lo que sacaba el personal en claro es que hacía dos semanas que no había ketchup. ¿Alguien puede imponer respeto en estas condiciones? Pues no. Así que, como la única manera que tenemos ahora los padres de demostrar una autoridad de la que carecemos en una proporción bastante vergonzosa es evitando las situaciones que nos dejan en evidencia, a los trece años le compré a Bruno su primer móvil. -Se lo robarán -dijo mi suegra. -Lo perderá -dijo mi madre. -Nos arruinará -dijo mi marido. Todos derrochando optimismo, como se puede ver, pero me mantuve en mis trece porque ninguno de ellos tiene visiones de críos estrangulados o raptados por mafias del este o del oeste en cuanto dan las diez y media y Bruno no ha entrado todavía por la puerta. -¿Bruno? Son las diez, ¿por dónde andas? -Cogiendo el autobús, y no me llames todos los días, mamá, que de verdad que llego a la hora... Mano de santo. San Móvil. ¡Qué tranquilidad saber que tu hijo está en el autobús sin que nadie le estrangule! Además, con tal de que no le llamara, era capaz de llegar a casa hasta con tres minutos de adelanto: el mundo era perfecto, me había quitado un problema de encima. Claro que esto surtió efecto durante un par de meses, hasta que empezó a comunicar cuando le llamaba o me salía el mensajito ese de: «Amería, información gratuita: el teléfono móvil al que llama está desconectado o fuera de cobertura...». Es increíble lo que he llegado a odiar esa voz. Pero ¿de dónde la han sacado? ¿Del casting de La noche de los muertos vivientes? Seamos realistas: amena, lo que se dice amena, la conversación no es y, desde luego que la información que ofrece es gratuita. ¡Y tan gratuita! Si no coge es porque no puede o no quiere. ¿A mí por qué me tienen que dar explicaciones que no he pedido y que para colmo te meten un miedo en el cuerpo que empiezas a pensar cosas raras? -¿Fuera de cobertura? Eso es que debe de estar en el quinto pino. ¡Me apuesto una mano a que se ha ido a hacer la ruta del bacalao! Y seguro que encima ha marchado en moto y sin casco... No sé, podrían decir otra cosa... Yo sugiero algo como «Amena, información gratuita: si su hijo no coge el teléfono, no se preocupe. Eso es que está en el metro y no hay cobertura pero en cuanto vea que hay una llamada perdida seguro que se pone en contacto con usted». ¡Lo tranquilas que nos quedaríamos! Luego siempre pasa lo mismo, que el niño llevaba el móvil sin sonido... (un 2 por ciento de las veces). -¡Anda!, se ve que le he dado a un botoncito y se ha apagado... como se me ha estropeado el bloqueo... O que se ha quedado sin batería (un 98 por ciento de las veces): -Pero si te pasas el día cargando el móvil... -Es que esta batería es una caca y se acaba muy pronto... Por supuesto que se le acaba. Como que se pasa el día mandando mensajitos a amigos con los que está todo el día. Yo no sé a quién se le ocurrió inventar esta forma de comunicación, pero desde luego puedo afirmar sin temor a equivocarme que no fue ni una madre ni, por supuesto, un profesor de ortografía. ¿Han visto alguna vez a un adolescente comunicarse con otro a través de este sistema? Se ponen cosas como: T spro n ksa d Lukk. Br1 (Te espero en casa de Lucas. Bruno) ¡Y lo mejor de todo es que se entienden! Tú lo ves y te quedas con la misma cara que debió de poner Champollion cuando le dijeron que tenía que descifrar la Piedra Rosetta. Ni cursillos de mecanografía, ni clases de inglés, ni de lenguaje cifrado: a un adolescente le das un móvil y aprende en dos días lo que un agente de la KGB en dos lustros. Según una información que leí hace unos meses, en el 2002 los españoles enviaron 13.640 millones de mensajes. Dicho así es una barbaridad ¿no? Pues si lo analizamos meticulosamente, la barbaridad, es mucho mayor. Detengámonos un poco en estas cifras: en nuestro país hay 40 millones de habitantes en números redondos. Si tenemos en cuenta que el 17 por ciento tiene más de 65 años y no envía jamás un mensaje; que el 12 por ciento tiene menos de 10 años y tampoco; y que los que estamos entre los 30 y los 50 los utilizamos de uvas a peras, el resultado final es que un 80 por ciento de los 13.640 millones de mensajes fueron enviados por los poco más de 4 millones de adolescentes de este país. Resumiendo, que a cada uno de nuestros hijos le toca una media de 2.700 mensajes al año. No me extraña que según un estudio de la Universidad británica de Warwick el abuso de teclados en teléfonos móviles o videoconsolas esté causando una mutación física en los pulgares de los menores de veinticinco años, que están pasando a ser los dedos con mayor musculatura y más hábiles de la historia de la humanidad. De hecho en Japón, los adolescentes se describen a sí mismos como «Oya yubi sedai», la tribu del pulgar. La parte positiva, dicen, es que, a medida que este dedo adquiere destreza, los jóvenes tienden a utilizarlo para otras tareas que normalmente haría el índice, como llamar al timbre o señalar algo. 0 sea que, de seguir esto así, los políticos de la generación de nuestros nietos, aparte de tener los pulgares como palas de ping-pong, los utilizarán para acusarse mutuamente desde el estrado del Congreso de los Diputados y los médicos para hacer exploraciones de tacto intestinal, ¡Encantador! Otra de las modificaciones genéticas que se están produciendo a causa de los móviles es el desarrollo de la parte del cerebro que permite hacer varias cosas a la vez. Esto si que es importante y ventajoso en el caso del adolescente macho. Está demostrado que los hombres tienen muchísimas dificultades a la hora de acometer dos tareas de forma simultánea. Las mujeres somos capaces de hablar con un cliente por teléfono mientras ponemos la lavadora sin equivocarnos de programa y apuntamos simultáneamente en un papel «comprar suavizante». Dile tú a un hombre que te diga el número de teléfono de su madre mientras se ata los zapatos y verás el pelo que te corre. Es imposible: o se dedica al cordón o te dice el teléfono, pero jamás hará las dos cosas a la vez. Por lo visto, según los científicos, esta tara congénita (la de ellos, claro) tiene que ver con el grosor de su corteza cerebral, pero gracias al móvil, en las generaciones venideras este problema, como el frotar, se va a acabar. Yo no sé si se han fijado, pero un adolescente es capaz de mantener algo parecido a una conversación contigo -aunque sólo sea a base de monosílabos- y, al mismo tiempo, enviar y recibir mensajes sin echarle la vista encima al teclado. Le estás hablando y él, mientras te mira fijamente, está dale que te pego al dichoso móvil... -Hijo, pareces una taquígrafa de la Audiencia Nacional... ¿Me quieres decir qué diablos estás haciendo que no paras mientras te hablo? -Le estoy mandando un mensaje a Lucía -contesta Bruno al tiempo que mueve los dedos a una velocidad que para sí habría querido Andrés Segovia. -Pero ¿no acabas de hablar con ella por teléfono? -Sí, pero después me ha mandado un mensaje, ¿ves? -Y me enseña la pantalla donde sólo pone «Ola». -¿Qué pasa, que os vais a hacer surf al Manzanares? -Desde luego, mamá... ¿no ves que es un «ola» de saludo? -¿Sin h? -Entérate. En los mensajes del móvil no hay haches. ¿No ves que ocupan espacio y no sirven para nada? Por eso las dos eles se sustituyen por una «y»; «ca» se escribe siempre K; «por» es una X... y así todo. -iAh! ¿Y tú que le has contestado a Lucía? -Pues «Ola» también. Vamos, una conversación de gran altura intelectual, como se puede apreciar. Pero lo peor de todo lo que tiene que ver con el móvil son «las perdidas». Por lo visto, una de las cosas más divertidas para las que se puede utilizar este invento es para dar la tabarra sin ningún motivo: -Bruno, te acaba de sonar el móvil. Te lo iba a coger, pero como sólo ha sonado una vez... -No es nada -dice mientras echa un vistazo a la pantalla-, es una perdida de Santi. -¡Es que hay que explicártelo todo! Santi me hace una perdida para que yo ahora le llame y así no gasta saldo. -Pero entonces el saldo lo gastas tú... -observo con gran agudeza. -De eso nada, ahora mismo le hago yo otra perdida. Así sabe que yo he recibido la suya pero que no le voy a llamar. Vamos, que si quiere algo tendrá que llamarme él... -Vaya tontería... ¿y ahora va y te llama? -Depende, a lo mejor hace la perdida para nada. -Esto es la leche: cada vez entiendo menos... -A veces, hacemos perdidas como una especie de saludo, pero no porque tengamos que avisamos de algo... para eso ya están los mensajes. ¿Ves?, mira, Santi me acaba de mandar un mensaje. -Ya. ¿Y qué quiere? -Que le llame. -Pero para eso ya te había hecho la primera perdida... -(Suspiro), Es que como no le he llamado y le he devuelto otra perdida, él sabe que yo no pienso que sea nada importante, pero por lo visto sí que es algo importante, así que ahora yo ya sé que tengo que llamarle. -Y ¿por qué no te llama él? -No tendrá saldo. Voy a llamarle desde el fijo para no gastarme yo el mío. -Vaya gracia -me indigno con toda la razón del mundo-, así que la llamadita al móvil de Santi la pagamos nosotros, ¿no? -Sí, pero no te preocupes porque no le voy a llamar al móvil. Le voy a llamar a su casa. -Pero ¿¿está en casa?? -Mi perplejidad va en aumento. -Seguro. -¿¿Entonces por qué os llamáis por el móvil?? -Porque es una conversación privada y si hablamos desde el fijo del salón os enteráis de lo que decimos... como los padres sois todos mazo de cotillas... Hay veces en que me quedo mirando a este pedazo de carne de mi carne y me quedo en blanco. Son lapsus de varios segundos en los que la duda me embarga: no sé si me vacila, si está realmente convencido de lo que dice o es que soy yo la que he entrado prematuramente en estado de senilidad acelerada y por eso no consigo entender nada de nada. Para estos casos, y para no perder la calma, recomiendo o bien la práctica de algún pranayama (respiración yogui) hasta que la hipertensión provocada por la escucha de semejante cantidad de majaderías vuelva a sus cauces, o contar hasta diez, que viene a ser lo mismo pero en versión casera. Lo que sucede es que hay ocasiones en que ni por ésas, como cuando, harta de escuchar lo cutre que era el teléfono que le había comprado, decidí regalarle a Bruno un móvil nuevo por su catorce cumpleaños. Después de dar más vueltas que una noria de feria y de ver tantos modelos que hasta me dio un ataque de ansiedad, le compré uno con tapa cubreteclado (para que no tuviera problemas con el bloqueo), pantalla a todo color, sistema wap --que todavía no sé ni para qué sirve pero que según el vendedor era im-pres-cin-dible-, cuarenta y siete sonidos diferentes para el tono de llamada, y funda de polipiel para evitar magulladuras. Una pasta, vamos. -Éste ya es un móvil serio, señora. Le puede durar toda la vida -me dijo el vendedor. Y tenía razón: le duró lo que dura toda la vida... de la mosca del vinagre: tres días, Mamá, me tienes que llevar a arreglar el móvil. -i¡¡QUÉEE!!! -Es que lo llevaba en el bolsillo del bañador y me he tirado con él al agua. -¡¡¡QUÉÉÉ!!! (uno, dos, tres, cuatro...) -La culpa la tienes tú por decirme que lo lleve siempre encima por si me quieres llamar. Confieso que en ese momento ni pranayana ni leches: ¡te entran unas ganas de matarlo...! Pero no lo matas porque, al fin y al cabo, lo has parido y eso, quieras que no, tiene un peso específico a la hora de llevar a la práctica ciertos actos impulsivos. Así que me armé de valor y me fui a la tienda, a intentar colársela al técnico, porque, como es lógico, la garantía no cubría la inmersión en piscina. -Buenas, no sé si se acordará usted de mí pero la semana pasada le compré este móvil para mi hijo y ahora resulta que no va. Como está en garantía venía a ver si me lo cambia por otro. -A veeer... -dijo mientras le quitaba la carcasa- ¡Ufffl Está todo oxidado. Esto es que su hijo lo ha metido en agua, ¿no? «Mierda -pensé-. Mucha corbata y resulta que el tío entiende. No importa. Mantengamos el gesto impasible y quizá cuele ... » -No creo... A lo mejor es que como está lloviendo se me ha mojado un poco mientras venía... -¿Un poco? Dentro de este móvil se puede pescar un mero, señora. Esto tiene muy mal arreglo y además ya sabe que no lo cubre la garantía. -¡No fastidie! -dije poniendo mi mejor cara de asombrada, que es una de las que mejor me salen en los momentos críticos-. ¡Pero si lo acabo de comprar y me ha costado un dineral! -Pues usted verá -me respondió impertérrito-, pero le va a costar más caro arreglarlo que comprar uno nuevo. Éste es uno de los Iodos que nos está dejando la tormenta del consumismo: no hay sitio para las reparaciones. Es más barato tirar lo que sea y comprarlo otra vez que pagarle a un especialista para que lo recomponga. ¡Y espérense que se enteren en la Seguridad Social! Dentro de nada iremos al médico y nos dirá: «Uyuyuy, estas amígdalas de su marido tienen un arreglo fatal. Casi que le va a salir más a cuenta tirarlo y buscarse un marido nuevo». Los médicos están llamados a desaparecer como ya lo hicieron los vendedores de gomas para los paragüas o las señoras que cogían los puntos a las medías... O como me desapareció a mí el móvil, porque, como no le compré otro a Bruno, no tuve más remedio que prestarle el mío para poder tenerlo controlado y, yo no sé cómo lo hizo, pero en una sola tarde todos sus amigos se sabían el número. Así que harta de aguantar «perdidas» a todas horas y mensajitos cifrados, terminé por regalárselo. Menos mal que dos semanas más tarde fue mi cumpleaños y Cheni me compró un teléfono genial, de esos que están prohibidos en el Congreso y en los vestuarios de los gimnasios, porque hacen fotos. Y lo que más ilusión me hizo es que Bruno también me hizo un regalo: una funda de polipiel para que lo guardara. Era un poco más pequeña y el móvil no me cabe muy bien, pero no me importa: lo que cuenta es el detalle. Por cierto, y ahora que lo pienso, alguna de mis amigas debe de tener una igual, porque esta funda me suena un montón... Los móviles, capitulo aparte Si las pantallas de juegos, fijas y móviles, potencian el mutismo y el sedentarismo, la telefonía móvil potencia todo [o contrario y alguna cosa más. Ya que hablamos de móviles, vamos a oír conversaciones. La primera tiene lugar entre dos madres. -Para su cumpleaños le compraremos el móvil a mi hija, me lo está pidiendo desde los 9 años y el curso que viene ya va al instituto. Irá bien que lo lleve. -Pues yo no pienso comprárselo. No lo necesita para nada. Parece que todos los niños tengan que tener móvil hoy en día, no lo entiendo. -Mujer, pero si hasta te puede interesar a ti que lo tenga. La puedes llamar y saber donde está. Cuando empiecen el instituto tendremos que estar más encima, ya sabes... -Sólo me faltaría eso, tener que ir haciendo de detective, sospechando y preocupándome por lo que mi hijo haga o deje de hacer. Lo que quiera hacer lo hará, con móvil o sin móvil. Prefiero conocer a sus amigas, hablar con ella para ver cómo respira... no sé. -Pero tú misma lo has dicho, casi todos los niños tienen móvil. ¿Qué quieres, que la dejen de lado o que se sienta mal porque todos tienen menos ella? -Mira, si la tienen que dejar de lado por este motivo más vale que se busque otros amigos. Si llega un momento en que vemos que lo necesita, ya lo compraremos. O también le puedo dejar puntualmente el mío en un momento dado. Además ella ni me lo pide... ¡y aunque me lo pidiera, vamos! ¿Han de tener móvil nuestros hijos? ¿Qué hacen con el móvil? ¿Cómo se lo pagan mensualmente? He aquí otra de las tecnologías que se nos ha metido en casa, primero entre los adultos y ahora ya entre los adolescentes, preadolescentes y niños. Porque, sí, ya hay compañías que fabrican móviles para los niños. Porque los padres los compran, claro, sino no los fabricarían. Echemos un vistazo al anuncio de una de las compañías de telefonía que fabrica móviles para los más pequeños: «Son muchos los padres que cuando no están junto a sus hijos se sienten más tranquilos si sus pequeños tienen un teléfono móvil, tanto para contactar con ellos en cualquier momento y desde cualquier lugar, como para que los niños puedan llamar cuando lo necesiten». Aún tendremos que dar las gracias a estos empresarios que quieren tranquilizar y ayudar a los padres, que tanto parecen preocuparse por la seguridad de tos niños, hasta el punto de inventar la «telepaternidad» como sustituto de la «paternidad ausente». Puesto que estos aparatos se fabrican y se venden, estas buenas intenciones deben de dar sus frutos: en más de un caso, y de dos, y de tres (las ventas dirán, para ser exactos, el total de casos anuales) consiguen tranquilizar a los padres, sacarles de encima el menor atisbo de sentimiento de culpa por no estar con sus hijos y convencerles de que tos pueden atender «desde cualquier lugar», como dice el anuncio... Si la paternidad en directo no siempre funciona, no quiero ni imaginarme esta otra... Actualmente niños (en genérico) y preadolescentes son, no obstante, sólo un primer plato en la telefonía móvil (va funcionando, parece ser, el sentido común, para alegría de los psicólogos que recomiendan no comprar un móvil a los hijos antes de los 16 años). El plato fuerte, o el segundo plato, está entre los adolescentes y tos jóvenes, sin contar el mundo adulto y profesional donde el uso del móvil es ya una herramienta imprescindible en multitud de circunstancias, aunque tampoco en todas (aquí también funcionan las necesidades reales, las necesidades creadas y [as necesidades impuestas que acaban alargando el horario laboral). Vamos, entonces, al plato fuerte, acerquémonos hasta la querida y temida adolescencia y démosle la voz. Una voz en femenino, porque en las estadísticas de consumo de móviles, las chicas ganan a tos chicos. Una chica de 17 años recuerda cuándo y por qué tuvo su primer móvil. A los 13 años ya lo pedía porque todas las niñas de mi clase lo tenían. Bueno, todas menos una que tenía una madre muy rara. En casa me decían que no lo necesitaba para nada. Lo tuve a los 15 años, ahorré hasta podérmelo comprar. Yo lo quería porque me hacía gracia enviar mensajes a mis amigas. Con lo que me daban de pago semanal lo cargaba, hasta que me quedaba sin saldo. Entonces, si tenía que enviar algún mensaje urgente, cogía el de casa... Ahora lo utilizo sobre todo para hablar con los amigos. Si estoy en el Messenger paso del móvil pero, si no, lo llevo encima por si me llaman o me envían algún mensaje. No lo apago por las noches, mis padres quieren que lo deje abajo y apagado, pero cuando se despistan me lo subo a lo habitación. Miro si tengo algún mensaje, o envío yo alguno, o llamo. Siempre salgo de casa con el móvil. Algún día lo he llevado apagado porque no quería recibir ninguna llamada de alguna persona en concreto, porque nos habíamos peleado. Gasto más de lo que debería, pero como ya trabajo y lo puedo pagar.. Encuentro, además, que es útil porque si el tren va con retraso puedo avisar a casa para que vengan más >1 tarde a la estación, y también va perfecto para quedar con los amigos y encontramos cuando vamos de fiesta. Está, pues, clarísimo. Los jóvenes tienen tres razones poderosas para ir siempre arriba y abajo con el móvil: los amigos, tos amigos y los amigos. Eso es, básicamente, el móvil para ellos. ¿Y quién puede prescindir de los amigos? El problema radica, sin embargo, en el hecho de que la telefonía móvil no es gratis porque las conversaciones con el móvil hacen que los amigos salgan muy y muy caros, hasta el punto de desestabilizar seriamente la economía del joven (o de los padres del joven... en no pocos casos). Así es como en el ejercicio de la paternidad y la maternidad nos toca de nuevo (gracias a la tecnología sin hilos de la comunicación) recordar a nuestros hijos lo que toca y lo que no toca. Y entre aquello que toca podríamos destacar lo siguiente: -Para hablar con los amigos está el teléfono fijo que en muchos hogares va con el pack de Internet y sale gratis. -Quien tiene móvil es porque se lo puede pagar (y un niño o un joven que no trabaja no se lo pueden pagar .. ). -Aunque salga gratis, no es recomendable, ni lógico, ni sano, estar más de una hora al teléfono hablando con otra persona (exceptuando aquellos estados enamoradizos de los primeros días de una pasión ... ). Recordemos a nuestros hijos que existe el día de mañana (o la semana que viene), para ver o hablar con esta persona, y que cuando llegan a casa también existimos nosotros. El hecho de estar siempre pendiente del, móvil, de día y durante parte de la noche, por sí los amigos envían un mensaje o llaman, el hecho de no ser capaces de apagar el móvil, puede revelar también la existencia de rasgos psicológicos, no precisamente sanos, como una excesiva inseguridad personal o dependencia afectiva y también La incipiente adicción al móvil que los expertos ya detectan y que ya están tratando (una encuesta realizada por la asociación Protégeles revela que un 38% de chicos y chicas entre 11 y 17 años sienten ansiedad cuando no tienen el móvil a su alcance). Por lo tanto, lo que nos toca a los padres en definitiva, una vez más, es observar la relación que nuestros hijos tienen con este aparato, valorar si hay motivos de preocupación y poner tos límites, tas normas y las charlas que convengan para que no sea un elemento negativo en sus relaciones personales, en su desarrollo personal y en la vida familiar. Y, como siempre, ¡que la suerte nos acompañe y el sentido común nos ilumine! Algunos datos (INE, 2008) • El 99,2% de los hogares españoles disponen de teléfono: el 92,1% tiene telefonía móvil, el 74, 1 % fija y móvil, el 7,2% sólo fija y el 18% sólo móvil. • La disposición de teléfono móvil entre la población infantil (de 10 a 15 años) es de un 65,8% (69,7% niñas y 62, 1 % niños). A partir de los 16 años el porcentaje aumenta hasta un 88,8%. Qué nos dice el sentido común Esta vez el sentido común nos hace preguntas: • ¿Es realmente necesario que tu hijo/a tenga móvil? • ¿Es educativo que tu hijo utilice el móvil para hablar con los amigos y los papás le paguen la factura mensual? • ¿Por qué los padres queremos que nuestros hijos tengan móvil? • ¿Para qué quieren tener móvil nuestros hijos? Quizá contestándonos con sinceridad estas preguntas podamos tomar las decisiones más sensatas en cada caso particular Ideas para sobrevivir El uso del móvil es muy diferente al abuso del móvil. Es importante, y educativo y deseable, que la economía familiar sobrevivo y que eduquemos para prevenir adicciones. Si nuestro hijo sabe vivir con móvil tendría que aprender también a vivir sin él. Por eso, en el caso de que tenga móvil y se lo paguemos, se impone acordar un presupuesto límite para sobrevivir. Pero límite de verdad, es decir, no ampliable.