Un filósofo alemán Peter Sloterdijk

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Los déspotas simpáticos y sus políticas de parvulario
Juan Pablo Quintero Calcaño
El filósofo alemán Peter Sloterdijk, perteneciente a la primera generación
posterior a la barbarie nazi, ventila una idea nada peregrina sobre el peligro
representado por la incursión de “infantes crecidos” en la arena política y demás
asuntos del Estado. La referencia forma parte del lance retórico que acompaña un
pequeño ensayo sobre la tolerancia y la vida política intitulado En el mismo barco.
En concreto, se refiere al riesgo que comporta para una sociedad la incursión de
niños mayores en los asuntos del Estado, es decir, la conducción pueril no permite
a algunos dirigentes el reconocimiento de las fronteras entre una política posible y
el ensueño quimérico, este vicio constituye la mayor fuente de estropicios a las
libertades públicas. Ese principio tiene mordiente en la medida que, condensa en
sí, una crítica atroz a la diferencia que marcan los hombres envilecidos por el
poder absoluto que “juegan a dioses” en la gestión del Estado.
De alguna manera, el Estado totalitario tiende a abordar por asalto las
instituciones democráticas y el andamiaje institucional porque son la vía precisa
para apresar las libertades de los individuos y el entorno cotidiano donde se
desenvuelve la comunidad. Se trata de un ajedrez peligroso que implica una vida
civil reducida a reglas de marginación no escritas y acuerdos tácitos de silencio
cómplice de parte de sectores de la población. Esa fascinación carismática que
despertaron los líderes fascistas de la talla de El Führer o Il Duce en multitudes
enceguecidas, en nombre de un ideal utópico, es una relación benefactora, que
muchas veces opera bajo la égida de un lazo emocional de corte paternalista que
acalla el discernimiento.
Es una seducción permisiva que lleva a atribuir facultades mesiánicas a seres
provistos de cualidades para explotar a su favor las frustraciones de las mayorías
en rezago. En este territorio se admite el gobierno de los instintos por encima del
ejercicio de la inteligencia, tal como reseña el sobreviviente Primo Levi en su
locuaz testimonio de la Shoá, en particular en el fragmento sobre el origen del odio
fanático de los nazis hacia el pueblo judío. Éste es el sentido último de la
sugestión momentánea que explica las sin razones detrás la perpetración de los
crímenes más horrendos de la historia de la humanidad ante la mirada impávida y
la complicidad de gente común y corriente: “lista a creer y a obedecer sin discutir”.
Si es así, es ésta y no otra la explicación detrás de su silencio y escasa
sensibilidad frente al genocidio en curso. En su pequeño opúsculo sobre la
libertad, el pensador Isaiah Berlin llega a condensar el sentir colectivo que sirve de
germen para el asiento de déspotas redentores:
“Puede que me sienta oprimido en el sentido de que no se me reconoce
como un ser humano individual y autónomo. Pero también puede que me
sienta oprimido en tanto miembro de un grupo no reconocido o no
suficientemente respetado. Entonces desearé la emancipación de toda mi
clase, de mi comunidad, de mi nación, de mi raza o de mi religión. Y puede
ser tan fuerte este deseo que, en mi amargo anhelo de esta condición,
prefiera el chantaje y el mal gobierno de alguien de mi propia raza o de mi
clase social, por el que a fin de cuentas soy reconocido como ser humano y
un competidor –es decir, un igual-, al trato correcto y tolerante de alguien de
un grupo superior y distante, alguien que no me reconoce por lo que quiero
sentir que soy” (Berlin, Isaiah, Dos conceptos de libertad:2001)
En este punto, entra en juego, el asunto de la intolerancia política apreciada
como trinchera al saco de inconformidades de cualquier pueblo en un momento
dado. Es el consabido tabú cobertor de la culpa y mala conciencia alemana frente
a la historia de esos años, sin embargo, en la última década la sociedad germana
ha empezado a hacer revisiones históricas, sino indulgentes, si más abiertas a lo
sucedido en aquella época del III Reich.
Al punto que cuando se adelantan
estudios y refieren casos de intolerancia política desbordada, el régimen nazi es
casi un caso ejemplar de laboratorio. Hannah Arendt fundamenta sus estudios
sobre el totalitarismo en el régimen de exterminio y persecución nazi a los judíos.
El líder en un acto de sugestión cuasi metafísica vulnera los límites de la
conciencia y pasa a tratar al pueblo entero en calidad de prole irredenta. Ese
vasallaje queda arropado en un misticismo, ya que pauta la empatía del líder con
sus connacionales en términos que responden a una unción no racional e intuitiva.
En este caso, el extremismo político adquiere francas dosis de
fundamentalismo religioso o, dicho de otra manera, de devoción secular. El
manejo de las emociones negativas de las mayorías que se sienten desplazadas
le otorga gran poder de penetración a la retórica de este tipo de dictaduras. Por
eso los regímenes de este tipo apelan a sentimientos de corte nacionalista y
revanchista, debido a que a invocan los componentes atávicos de violencia y el
odio más primario del ser humano. La xenofobia es un ejercicio exacerbado del
amor a la patria, por eso resulta ser un catalizador estupendo para la manipulación
política en tiempos de convulsión social. En este sentido, el miedo a la otredad es
una cosecha eficiente para semejantes fines, por su capacidad para desviar la
responsabilidad propia en estados de ruina y degradación de las sociedades
democráticas.
El líder, engrandecido por traumas históricos no resueltos, promete lo
impensable a quienes desean encumbrarse en las bondades nutricias del País de
la Jauja. La restauración que ofrenda semeja al linaje divino de los Estados
absolutistas. El poder omnímodo que va acumulando el caudillo obedece a su
deseo abierto de encarnar en sí toda la estructura del Estado.
De acuerdo con estos parámetros medulares se tejen las tramas para
doblegar las reservas morales de una sociedad hasta hacerla cómplice del cierto
tipo de terrorismo de Estado. Sin embargo, la escalada de la persecución y
descarga de resentimientos crea afinidades fundadas en estereotipos. El proceso
es una violación masiva de los derechos humanos que solo puede ser
comprendida en toda su plenitud, una vez se produce el desalojo del poder. Su
capacidad de exterminio de la disidencia y la construcción de una homogenización
del pensamiento le vale su permanencia duradera en el poder. La eliminación de
la diferencia es abrazada como una causa común que consolida la cohesión social
de la comunidad.
Los desmanes contra el Estado de Derecho y la democracia se basan en la
eliminación de la libertad de opinión, la disolución de la separación de poderes
públicos y cualquier indicio de pluralismo político. En el caso del nazismo, la
sociedad civil fue perseguida por ser un campo fértil para la sedición y el
pensamiento crítico. Las inconformidades frente a la avanzada ciega hacia el
ascenso de un régimen monolítico de personas sumisas. La oratoria incendiaria de
Hitler era abierta en amedrentamientos a valores tradicionales como la
democracia, la libertad y el humanismo, y cualquier praxis que fomente el disenso
a su voluntad autoritaria. Aunque el caso de la Alemania nazi es un fenómeno
histórico, las correspondencias establecidas con casos posteriores de abuso
hegemónico del poder, resulta automática.
Los postulados del nazismo, descritos por Primo Levi, derivaron en el
genocidio más sistemáticamente perpetrado del que se tenga registro. Para los
nazis la democracia tenía una connotación peyorativa y la construcción de
antagonismo entre la ciudadanía se fundamentaba en el ingenio de un imaginario
cultural específico. La atmósfera política que permitió el ascenso del nazismo no
sólo instrumentó las condiciones para la consolidación de un Estado criminal, sino
también el establecimiento de doctrinas legales de primacía racial y segregación
fundadas en la pertenencia a un grupo étnico determinado, que siguen siendo
únicas en la historia humana y modelaron las leyes internacionales contra tales
desmanes. De igual modo, la propaganda nazi y el antisemitismo de las Leyes de
Nuremberg cercenó la ciudadanía de los judíos alemanes y un parte sensible de
personas pertenecientes a minorías. La potenciación del conflicto interno fomentó
un ambiente de guerra civil. Asimismo, se negó el derecho a tener derechos de un
inmenso colectivo de personas simplemente por su pertenencia identitaria a un
determinado grupo.
El Estado nazi se ufanaba de haber hecho todas sus acciones en el marco
de la legalidad inobjetable. Al desmontarse la máquina de exterminio, algunos
sectores de la sociedad alemana alegaron ignorancia para exonerar su mala
conciencia con respecto a lo sucedido. La prédica nazi orquestó todo su aparataje
de promoción de los derechos del pueblo alemán con un discurso con fines
aparentemente nobles y benignos. No obstante, el curso de los acontecimientos
reveló que la defensa del “bien común” del pueblo alemán supondría la opresión y
sojuzgamiento de los pueblos vecinos, con desprecio cabal que estaba justificado
en la aparente bastarda condición de pueblos inferiores. El totalitarismo no ahorra
palabras en proclamar justa sus banderas fascistas. La construcción de castas y
jerarquías es un artificio necesario para que los jefes carismáticos troquen sus
viles intenciones en airada buena voluntad y cruzada histórica.
En el libro de Arendt, Eichmann en Jerusalén, se examinan las aristas
nefastas de la banalización del mal. Un proceso histórico de revisionismo histórico
o amnesia voluntaria lleva a grupos a restar importancia a las dimensiones de un
genocidio con el objeto de reducir su condición de crimen deliberado. Esa
tendencia es valedera en muchos casos de exterminio contra un género
determinado de personas. Si el crimen de alguno no es otro que su pertenencia a
un grupo étnico o una condición inherente a su identidad, no existe coartada ni
argumento de guerra razonable para justificar la estrategia política detrás de una
violación de los derechos humanos de una comunidad entera. Por ejemplo, aquel
alegato según el cual la solución final fue el resultado de un elaborado programa
de eutanasia establecido tiempo antes de las leyes racistas de Hitler, no resta
monstruosidad a los crímenes del III Reich, más bien compromete aún más al
Estado alemán.
Por otro lado, el resquebrajamiento de los dispositivos democráticos ya
existentes incluyó la persecución de grupos sociales en situación desventajosa por
su escasa identidad con el régimen. La filiación con los nazis era para muchos el
único camino para salvaguardar sus propios derechos ciudadanos. Para que
exista democracia el bien común no puede significar la eliminación del ejercicio
pleno de las libertades. Además los derechos humanos son la garantía inamovible
que sirve de dique a las fuerzas devastadoras de la fractura social en momentos
de crisis. Si la democracia es el único sistema conocido para organizar el conflicto
social. La abolición de las instituciones democráticas siempre tendrá el mismo
desenlace fatídico expuesto en todo su terrorífico esplendor en el caso de la
dictadura alemana de Adolf Hitler. El ejercicio piadoso de defensa de la categoría
genérica de pueblo puede dejar guarnecido una enorme parte de la población,
incluso a largo plazo a aquellos que parecen sentirse temporalmente redimidos.
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