Al doblar de la esquina.

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Al doblar de la esquina.
Para una imaginaria ninfa vertientina.
Me senté en el quicio de mi casa como a menudo lo
hacía, pero esa tarde presentía que debía estar ahí
por unos minutos más. Saludé a Cabeza que se
disponía sentarse en el quicio con su latica llena de
aguardiente, un ritual de todas las tardes a eso de las
cinco. Miré hacia la esquina de San Clemente y el
carnicero se preparaba a cerrar el establecimiento.
El bar que hacía esquina con Hospital y San
Clemente no estaba muy concurrido de la basura
social y había paz en la cuadra. De momento, vi
una muchacha pequeña al doblar de la esquina para
tomar Hospital. Venía con dos niñas, una a cada
lado, tomadas de la mano. Levantó la cara y me
miró, sonrió y vino a mi memoria aquel rostro dulce
y aquella sonrisa inigualable que me esperaba todas
las mañanas en la entrada de la secundaria básica de
nuestro pueblito. Era ella, la reconocí a pesar de
que ambos teníamos unos diez años más. Fue una
casualidad o ya estaba predestinado por nuestros
guías espirituales a encontrarnos de nuevo en unas
desventajosas circunstancias para retomar aquel
puro amor inconcluso de dos adolescentes
enamorados que luchaban contra las adversidades
que hacían de ese amor algo doloroso por nuestra
corta edad y la férrea vigilancia de su padre el cual
no la dejaba acercarse a mí. Ahora yo estaba
casado, pero ella seguramente no lo sabía. Me vino
a buscar para salvar lo que nunca debió haberse
quedado atrás sólo en nuestro recuerdo. No
supimos planificar con precisión nuestro amor y
unión eternos en esta reencarnación. No pude
decirle nada, estaba petrificado mirando sus ojos
llenos de amor que pasaban sin detenerse. Su
mirada se tornó triste y su sonrisa devino en un
rictus de decepción y desesperación ante el
desenlace inevitable de volvernos a separar para
siempre. Sus dos niñas también me miraban como
si lo comprendieran todo. El tiempo se detuvo en
aquella cuadra inolvidable y apareció la entrada a
nuestra escuela secundaria básica, los pitazos del
central y el bagacillo cayendo sobre nuestras
cabezas. Mi esposa se asomó a la puerta para
decirme que estaba listo mi baño y se rompió el
hechizo propio de una ninfa cuando te mira
fijamente y siguió su camino. Dos lágrimas, como
diamantes, cayeron por sus aún juveniles mejillas.
Yo nunca supe el sacrificio que tuvo que hacer para
localizarme y pasar por mi casa. Yo nunca supe si
fue una casualidad o si ella me buscaba de nuevo
para unirse a mí eternamente, porque aquel inmenso
y puro amor de adolescentes seguía vivo en su
corazón. Me miró por última vez y presentí que
tenía deseos de gritar mi nombre, de decirme que
aún me amaba, de decirme que no dejara escapar
esa última oportunidad y un dolor inmenso se
reflejó en su rostro y desapareció para siempre al
doblar de la esquina.
Autor: Milton M. Martínez.
Kenner, Abril 2015.
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