119 calificativo reformista no tiene buena recepción en los

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u Argentina
¿ES POSIBLE UN SUJETO POLITICO
REFORMISTA EN LA ARGENTINA?
EDGARDO MOCCA
El
calificativo reformista no tiene buena recepción en los círculos
de la izquierda argentina. Su historia está cargada de los acentos
peyorativos que la rodeaban en el clima político de finales de la década
del 60 y principios de la del 70. Ser reformista equivalía entonces a la
renuncia a los objetivos revolucionarios, cuyo logro aparecía inminente
para la izquierda de entonces. Reformismo significaba poner parches en
el sistema capitalista que lo hicieran habitable para las masas, con la obvia
consecuencia de alejarlas de su “natural” objetivo socialista.
La discusión entre revolucionarios y reformistas en el mundo tiene
una larga historia que se remonta centralmente al período previo a la
ruptura de la II Internacional, durante la primera guerra europea del
siglo XX. La incruenta y estrepitosa caída del socialismo real modificó
los términos de la discusión: la interpretación finalista de la práctica política dotada exclusivamente de sentido por la perspectiva de una revolución, cuya necesidad es una ley de la historia, ha quedado circunscripta
a grupos muy reducidos con más audiencia en el terreno académico que
en el de la política práctica. Los grandes partidos agrupados en la Internacional Socialista habían cerrado el tópico hace varias décadas; el conumbrales n° 1.
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greso del Partido Socialdemócrata alemán, realizado en Bad Godesberg
en 1959, puede señalarse como el ajuste final de cuentas con la teleología revolucionaria marxista. Es en Italia donde el más grande e influyente partido comunista fuera de los países de la órbita soviética inicia
a fines de la década del 80 su transición hacia el reformismo; como puede
verse en el artículo de Piero Fassino que se publica en este mismo número,
la creación de un nuevo sujeto político “reformista” está planteada como
la tarea política central del momento.
Reformismo significaba poner parches en el sistema capitalista que lo hicieran habitable para las masas, con la obvia
consecuencia de alejarlas de su “natural” objetivo socialista.
Resulta claro que la pretensión de trasladar un debate que se desarrolla en contextos históricos y culturales distantes de los nuestros a
la geografía política argentina, no puede si no llevar a especulaciones sin
sustento práctico. Hay, sin embargo, algo de la actual discusión política
en la izquierda italiana digno de ser pensado seriamente en relación a
nuestra realidad: es el reconocimiento de la pluralidad de tradiciones
políticas e ideológicas que pueden converger en un actor político unificado. Una larga historia de encuentros y distanciamientos entre
católicos y comunistas forma parte de la historia política del siglo XX
italiano. El final de la guerra fría -y con ella, el del pacto tácito de exclusión de los comunistas del gobierno nacional-, los escándalos de corrupción que terminaron con la fractura de la Democracia Cristiana -el centro político de la “Primera República”-, y el proceso de reconstitución
del PC; primero, como Partido de los Democráticos de Izquierda y
luego, como “Democráticos de Izquierda” llevaron a una nueva configuración política. Fue entonces posible la conformación de una amplia
coalición cuyo núcleo más dinámico se conformó en torno a ex
comunistas y ex democristianos; sobre la base de esa experiencia compartida –en el gobierno entre 1997 y 2001, en la oposición desde entonces hasta las elecciones de este año en las que volvió a triunfar–, se abrió
paso un debate alrededor de la formación de un partido unificado que
pudiera constituirse en el organizador central de la coalición progresista.
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Si tuviéramos que definir el campo de la izquierda reformista argentina, pasando momentáneamente por alto la mencionada mala prensa
del término, habría que admitir su heterogeneidad cultural e ideológica.
Una heterogeneidad mayor que la que existe en países como Chile, Uruguay y Brasil, a nuestro alrededor, y también que la que caracteriza a las
izquierdas de los países europeos; una diversidad que tiene raíces profundas y cuya principal referencia histórica es la emergencia del peronismo a mediados de la década del 40 del siglo pasado. Predominante
desde entonces entre los trabajadores y las clases populares, el peronismo
nunca se autodefinió como “de izquierda”. Sin embargo, no puede dejar
de reconocerse la importancia de las reformas llevadas a cabo por el
gobierno de Perón en el terreno social, aun sobre la base de prácticas
corporativas y autoritarias. Después de 1955, la resistencia del movimiento entonces derrocado a los regímenes basados en su proscripción creó el ambiente propicio para la radicalización de amplios sectores y –bajo el influjo del clima de época propio de la revolución cubanadesembocó en la constitución de una influyente corriente de izquierda
ligada a las organizaciones armadas que fueran actores centrales de
violentos enfrentamientos. Desde la emergencia del peronismo, por otro
lado, las izquierdas que permanecieron fieles a la inspiración socialista
y comunista de sus prácticas no alcanzaron posiciones importantes en
el movimiento sindical y sus desempeños electorales no tuvieron gravitación en la escena política. La tajante divisoria de aguas nacional entre
peronistas y antiperonistas siguió –y, en buena medida, sigue- circulando en el interior del territorio político de la izquierda.
La ausencia de un relato político-histórico mínimamente compartido es uno de los grandes obstáculos para la conformación de un nuevo
actor político de izquierda en la Argentina. Claro que con esta afirmación no estamos remitiendo el problema a la “falsa conciencia” de los
potenciales afluentes de una confluencia de este carácter; no se trata
de un malentendido sino de inspiraciones ideales y prácticas políticas
a veces dramáticamente encontradas: la trayectoria de la izquierda socialista es para los peronistas la de la negación nacional y el elitismo antipopular, mientras que para la izquierda de origen socialista, el peronismo
equivale a demagogia populista o “nacionalismo burgués”, engaño políumbrales n° 1.
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tico y cautividad de las masas en las redes de una ideología “ajena”.
Por supuesto, una mirada con tal pretensión abarcativa y simplificadora deja fuera del análisis una extraordinaria cantidad y diversidad de
matices ideológicos y de peripecias históricas. Por mencionar una de las
más significativas, diremos que en ambas tradiciones existen tendencias
más extremas y radicalizadas y otras más moderadas; las hay más sectarias
y más amplias, más rígidas y más flexibles. Hoy, podríamos decir que una
línea divisoria muy importante, en términos de gravitación para el futuro
político, pasa entre quienes permanecen en la añoranza del pasado y quienes intentan interpretar los cambios en el país y en el mundo.
La crisis de la Alianza, disparada como consecuencia
del escándalo de las coimas en el Senado y el
derrumbe del gobierno de De la Rúa fueron el final
lamentable de una experiencia de la que, de todos
modos, no se puede prescindir a la hora de pensar el
futuro del reformismo en la Argentina.
El reformismo en los años de Menem.
El año 1989 es un parteaguas histórico en el mundo y en la vida
nacional. Con llamativa simultaneidad, implosionaba en Europa el
mundo del “socialismo real” y estallaba un paradigma socioeconómico en la Argentina. Mientras se derrumbaba el muro de Berlín, el
incendio hiperinflacionario cerraba una larga etapa histórica en el
país, cuyo comienzo podría fecharse en la década del 40 del siglo pasado,
caracterizada por un desarrollo centrado en el mercado interno, la
centralidad del Estado en el arbitraje de la puja distributiva intercorporativa y el recurso a la inflación como mecanismo de ajuste de esa
puja. Fue una simultaneidad muy significativa, ya que permitió al elenco
menemista que había asumido en julio de ese año, anclar el más profundo viraje sociocultural en varias décadas dentro de un sentido común
que recorría el mundo. La quiebra del comunismo, la crisis de los Estados de bienestar europeo, la emergencia de un mundo globalizado, la
nueva centralidad del individuo liberado de los “lastres corporativos”,
la competitividad y la inserción mundial como únicos caminos posi122
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bles, entre otros tópicos de la época, constituyeron una amalgama argumental capaz de situar a la defensiva a cualquier adversario.
Ninguno de los afluentes centrales de la izquierda argentina saldría
indemne de este temporal de época. Los sectores más progresistas del
peronismo tenían que dar cuenta del hecho notable de que fuera un
gobierno justicialista el que pusiese en marcha un proceso de transformaciones raigales en clave neoconservadora. Menem no les ahorró ningún disgusto: vieron cómo uno de los jefes del golpe de Estado que
derribó al primer gobierno de Perón pasaba a ser un nuevo compañero de ruta del Presidente, soportaron la proclamación de las “relaciones carnales” del país con Estados Unidos, en tiempos de la primera invasión al Golfo, y hasta los militares que encabezaron el terrorismo de Estado en nombre de la “Doctrina de la Seguridad Nacional” fueron indultados por el gobierno. El lugar de la izquierda no pero-
nista no fue más confortable: con el Muro de Berlín se derrumbaba una
mitología cuya fascinación había desbordado notablemente los límites
del comunismo prosoviético, para constituir un punto de referencia
reconocido aun por sus más encendidos críticos.
En los primeros años de la década del 90, en medio de un clima de
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desaliento y perplejidad, es cuando nace una de las experiencias más
ricas que puedan situarse en el lugar de referencia antecedente de este
inexistente y acaso improbable sujeto político del reformismo argentino. Y una de las fuerzas impulsoras de esa experiencia, acaso la principal, surgió de una escisión del Partido Justicialista: el llamado “Grupo
de los Ocho” se alejó del justicialismo invocando al “peronismo verdadero”, aquello a lo que Carlos Altamirano se refirió como “una expectativa sobre las virtualidades del peronismo que constituyen su verdad”,
lo que evoca una naturaleza del movimiento, imposible de ser expresada
por el “peronismo real”, en el que priman la maniobra, el oportunismo
y la traición. La apelación al peronismo verdadero traicionado por el
giro neoliberal no sobrevivió demasiados días al rotundo fracaso de la
corriente en las elecciones parlamentarias de 1991, en las que el menemismo revalidó la primacía electoral obtenida dos años antes con la promesa del “salariazo” y la “revolución productiva”.
Es probable que la unidad de la izquierda peronista y
no peronista en un único sujeto político reformista no
dependa tanto de un “ajuste de cuentas ideológico”,
como de una consideración de la agenda política
argentina de estos días.
En esos años se desarrollaba una crisis importante en el Partido Intransigente: después de su exitosa irrupción en 1983 como expresión progresista de amplios sectores medios urbanos, el partido fundado por
Oscar Alende se había orientado a una alianza con el peronismo renovador que encabezaba Cafiero; la derrota del gobernador de la provincia de Buenos Aires ante Menem en la elección interna del peronismo
significó un duro golpe para esa organización. El Partido Comunista,
más importante por su influencia cultural que por su caudal de votos,
atravesaba, por su parte, una serie de escisiones después de haber formulado una pública autocrítica por su complacencia con la última dictadura militar. El ala progresista del Partido Demócrata Progresista, encabezada por Carlos Auyero, se desprendía, a su turno, de la organización
y formulaba su propia propuesta de reagrupamiento. La experiencia del
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reformismo en la década de los 90 es tributaria de esta múltiple crisis.
La historia de lo que se constituyó primero como Frente Grande y
luego como Frepaso, con la participación del socialismo y del ex gobernador justicialista José Bordón es suficientemente conocida como para
detenernos en ella. Lo que interesa particularmente del ascenso del Frente
–tan vertiginoso como su caída con la crisis de la Alianza- es que, bajo el
liderazgo de Chacho Alvarez, surgía un discurso novedoso en el universo de la izquierda: una convocatoria a construir un progresismo de
mayorías y de gobierno, a abandonar el discurso antisistema de las izquierdas de diverso origen para orientarse en la dirección de reformas concretas y viables en un sentido de justicia social y calidad institucional. El menemismo era el gran “otro” a vencer; pero no solamente ni tanto el menemismo privatizador y liberalizante sino el socialmente insensible e institucionalmente depredador. No sin resistencias en el seno de la propia
fuerza, la propuesta de Alvarez se fue imponiendo por convicción pero
también por esa virtud central de toda política: sus resultados prácticos.
La crisis de la Alianza, disparada como consecuencia del escándalo de las
coimas en el Senado -que todavía sigue ocupando a los estrados judiciales y a los medios masivos de comunicación- y el derrumbe del gobierno
de De la Rúa en diciembre de 2001 fueron el final lamentable de la experiencia. Una experiencia de la que, de todos modos, no se puede prescindir a la hora de pensar el futuro del reformismo en la Argentina.
Crisis y oportunidad.
El múltiple estallido, económico, social y político, que sucedió al
derrumbe de la convertibilidad del peso por el dólar y la quiebra general de los contratos públicos internos y externos, clausuró rotundamente
una etapa de la vida nacional. No era la crisis de un gobierno: el propio
régimen político y hasta la supervivencia de la comunidad política estuvieron en entredicho en aquellos días.
Fue un pasaje de extraordinaria activación de la sociedad. La clase política quedó en el centro de un huracán de furia e indignación provenientes de los más diversos sectores sociales y expresadas a través de diferentes
formas. A los efectos de este comentario, tiene especial importancia el clima
de ideas que se vivía en aquellos días. La derecha política e intelectual apostó
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hasta muy entrado el año 2002 a una deriva caótica de la situación; los pronósticos de una inevitable hiperinflación se mezclaban con el relato escandalizado del escenario de protesta social generalizada. Poco se recuerda hoy
que a principios de 2002 tuvo amplia circulación periodística un paper que
proponía la declaración de quiebra del país y la delegación de las decisiones a un comité internacional de expertos que administrara la situación.
En la izquierda del espectro político tampoco era un momento demasiado propicio para propuestas sensatas y gradualistas de salida de la crisis. Sin
contar con el brusco ascenso a primer plano de los grupos ideológicamente
más estancados del espacio –bastante marginales antes del estallido y después
de la relativa normalización-, existía un ambiente sumamente favorable para
los discursos refundacionales, aun en sectores políticos e intelectuales que
hasta hacía pocos meses habían participado en el desarrollo de la comentada
experiencia reformista. No faltaron quienes plantearan la necesidad de una
reforma constitucional cuyo filo principal iba en el sentido de un carácter
más “directo” de la democracia; no era claro el diseño de la propuesta, pero
el espíritu que la animaba era de rechazo al sistema representativo.
Las posibilidades que en ese contexto podían asignarse a un curso pacífico y relativamente estable de la situación política eran ciertamente escasas. Y desde el punto de vista del signo que pudiera tener la salida de la crisis, eran altas las posibilidades de que fuera conservador y hasta autoritario. Sin embargo, quiso la fortuna -no sin el aporte de un importante grado de prudencia por parte
de la tan vilipendiada clase políticaque la crisis asumiera un curso gradualista y más pacífico y civilizado
del que podía preverse. En el marco
de un grado apreciable de recuperación económica –que empezó
por ser considerada por los infalibles economistas como una
“meseta” dentro de la crisis- y de
una ostensible puja de poder en el
Partido Justicialista entre duhaldis126
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tas y menemistas, las elecciones de
mayo de 2003 dieron nacimiento a
una situación que entraña una nueva
oportunidad para el reformismo.
Es imposible una apreciación del
actual estado de cosas, en el mundo
de la izquierda o del “progresismo”,
que esté libre de las profundas huellas sembradas por la escisión histórica entre sus vertientes nacionalpopulares y socialistas. Es imposible resolver la discusión recurriendo
a lo que Juan Carlos Torre llamó la
“lista de lavandería”, es decir la sumatoria de decisiones gubernamentales consideradas positivas y negativas. A pesar de las lamentaciones de
quienes reclaman análisis “objetivos y distantes”, el debate político
está siempre atravesado por opciones valorativas.
Kirchner gana la presidencia como uno de los tres candidatos del
justicialismo. Su mensaje político inicial y no abandonado hasta hoy es
el de la necesidad de construir una herramienta política superadora de
los partidos tradicionales y generar una dinámica de competencia entre
centroizquierda y centroderecha. Desde las primeras medidas puestas
en marcha, el gobierno muestra una manifiesta inclinación reformista
y se autoincluye expresamente en la constelación de gobiernos de ese
signo nacidos en la región durante los últimos años. No puede ignorarse
que gran parte de su base parlamentaria, los gobernadores que lo apoyan y segmentos significativos de su base social organizada provienen
de la misma estructura justicialista que respaldó a Menem. Es comprensible que esta trama política incida en la política oficial y provoque tensión entre los compromisos de renovación formulados y la permanencia de prácticas tradicionales del peronismo.
Para una parte de la dirigencia progresista no existe tal tensión sino lisa
y llanamente un doble discurso presidencial: mientras se emiten mensajes transformadores, se perpetúa la “vieja política”, lo cual se agrava por las
pulsiones “hegemonistas” del gobierno. La discusión es importante más
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allá del juicio sobre la actual política gubernamental; compromete un diagnóstico del país y una perspectiva para el reformismo en la Argentina.
Es muy característico de amplios sectores de la izquierda, particularmente aunque no sólo de sus componentes no peronistas, pensar la realidad nacional con arreglo a “modelos” previamente elaborados. Así, por ejemplo, se usa y abusa de la apelación al modelo chileno, al venezolano o al español para la construcción de una estricta clasificación de orden académico
entre gobiernos “socialdemócratas” y gobiernos “populistas”, entendido habitualmente este último calificativo como equivalente funcional de prácticas
demagógicas y tendencialmente autoritarias. No se pretende aquí negar la
pertinencia y la potencial riqueza de un debate teórico sobre las formas de
la democracia y su relación con un proyecto transformador. La pretensión
es poner el acento sobre un rasgo de ciertos argumentos polémicos: la deshistorización del análisis, la prescindencia de la trayectoria política, institucional y social de un país a la hora de juzgar su realidad actual. Para ejemplificar: no es solamente la llamativa personalidad de Chávez la que
explica el actual estado de cosas en Venezuela; para acercarse a su comprensión es necesario remitirse a la crisis raigal del sistema de partidos políticos
que tuvo vigencia en ese país durante la segunda mitad del siglo XX y al
cambio de su configuración social en las últimas décadas. La misma necesidad de referencia histórica del análisis vale para el Chile pospinochetista o
para la España salida de la larga tiranía de Franco. Si se ignoran las coordenadas históricas, sociales y culturales, se reduce la política a puro voluntarismo o, lo que es aún peor, a una eterna batalla entre buenos y malos.
Izquierda, ideología y agenda
Hace unos años, el pensador estadounidense Richard Rorty desarrolló
una aguda crítica contra lo que llamó “izquierda del movimiento”, es
decir aquella que inscribe su militancia en un proceso general con una
meta predefinida; se trata, decía Rorty, de una izquierda caracterizada
por “la pasión del infinito”. En su reemplazo proponía la “izquierda
de las campañas”, la que se moviliza por objetivos concretos y puede dar
cuenta de su éxito o de su fracaso. La distinción no equivale exactamente
a la que separa reformistas de revolucionarios pero apunta a una de
sus aristas más importantes: el lugar de la ideología, entendida como
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relato profético basado en una única clave histórica. La izquierda revolucionaria, tanto como la izquierda de los “movimientos”, necesita de
esa narración única y omniexplicativa. Más aún, la interpretación de esa
profecía es el impulso que la lleva casi inevitablemente a las prácticas de
secta y a las consecuentes divisiones interminables. La izquierda de las
“campañas” prescinde de la ideología así entendida y es más proclive a
la unidad de lo diverso, en definitiva más abierta a la política.
Richard Rorty desarrolló una aguda crítica contra lo que
llamó “izquierda del movimiento”, una izquierda caracterizada por “la pasión del infinito”. En su reemplazo
proponía la “izquierda de las campañas”, la que se
moviliza por objetivos concretos y puede dar cuenta de
su éxito o de su fracaso.
La alternativa a la ideología en una perspectiva reformista no es el vacío
de ideas. Por el contrario, los valores de igualdad, libertad y democracia
pueden defenderse más consecuentemente si se abandona el vocabulario
profético que, como ya hemos aprendido, suele llevar a pisotearlos cuando
se trata de defender la “línea general” de un partido o de un grupo. El reformismo no es el abandono de un horizonte de desarrollo humano y social
sino la lucha por plasmar esa perspectiva en el cambiante y contradictorio territorio del aquí y ahora políticos. Es también el reconocimiento de
que no existe una cultura o una ideología que ostente la propiedad absoluta sobre esos valores, sino que desde distintas tradiciones y trayectorias
políticas puede confluirse en una subjetividad política que los sostenga.
Es probable, entonces, que la unidad de la izquierda peronista y no
peronista en un único sujeto político reformista no dependa tanto de
un “ajuste de cuentas ideológico” o de una densa discusión historiográfica sobre sus respectivas trayectorias, como de una consideración de
la agenda política argentina de estos días. Es una tarea poco sencilla. Bastante más compleja, por lo pronto, que el atrincheramiento ideológico y la prédica moral que, habitualmente, esconden intereses electorales inmediatos, completamente legítimos en sí mismos.
El punto central de la agenda es la situación real del país hoy. Ni el
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triunfalismo cortoplacista ni las pulsiones apocalípticas dan cuenta de
esa situación. Lo cierto es que salimos de una gravísima crisis que fue el
corolario de una progresiva decadencia social y política transitada durante
décadas. Conviene no condescender con la mirada tranquilizadora que
atribuye todas nuestras desgracias al programa económico de los años
90: sin dudas, el proyecto menemista, luego administrado por la Alianza,
tiene una alta cuota de responsabilidad en el estado de cosas actual, pero
detrás de ese episodio hay una larga historia de fracasos, injusticias y violencia que no convendría dejar fuera de la mirada. De manera que la
exaltación de tal o cual período de nuestra historia puede servir de motivación ideal o política para tal o cual fracción política, pero difícilmente
pueda ser una brújula para la actualidad.
El reformismo está obligado a tomar nota de la ausencia –no sólo localLa agenda del reformismo no puede vivir, salvo en la
mente de sus potenciales actores, fuera de una práctica
política compartida. La generación de esa práctica
demanda una generosidad y un sentido práctico de tanta
envergadura que bien puede dudarse de su factibilidad.
de un paradigma alternativo al neoliberalismo. En realidad, esto no es muy
grave porque, en general, de los paradigmas sociales casi siempre se habla
en tiempo pasado, cuando ya se ha consolidado un tipo de sociedad o
cuando este tipo de sociedad ha entrado en crisis; no es fácil encontrar el
caso en que el lenguaje que hablaron los protagonistas de una historia determinada coincida con el que se emplea para interpretar esa misma historia.
Para ser consecuentes con el enfoque de la “campaña”, no es un paradigma
o una ideología de época alternativa lo que debemos buscar sino un conjunto de ideas-fuerza que inspiren la acción. La Argentina es un país periférico, situado en una región que no ocupa, acaso afortunadamente, el centro de la atención de los actores centrales del mundo globalizado. La manera
de movernos en ese mundo aparece como uno de los clivajes centrales de
su política. Parece claro que la opción por un proyecto de desarrollo autárquico, cerrado a los flujos internacionales de capital no es viable; la retórica
soberanista puede ser operativa a la hora de modificar un sentido común
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que hacía de la propia vulnerabilidad el argumento para un proyecto de
apertura indiscriminada y desigual; pero no es suficiente por sí misma para
sostener un modelo de desarrollo. La globalización ha modificado la escala
de las políticas y las regiones pasan a ser un módulo decisivo a la hora de
decidir rumbos de desarrollo; el reformismo de estos días no puede prescindir de una hoja de ruta integradora audaz y concreta, centrada en lo productivo y políticamente ambiciosa.
El lugar del Estado es, sin duda, otro de los puntos centrales de la agenda.
La interpretación neoliberal del mundo globalizado sentencia la caducidad
definitiva del Estado-nación bajo el doble proceso de la mundialización
económica y la reivindicación de nuevas atribuciones por los poderes locales. Sin negar la necesidad de una exploración seria de nuevas instancias de
gobierno político de la sociedad, lo cierto es que el Estado-nación sigue
siendo la única sede de la ciudadanía política. Si la búsqueda de nuevas respuestas políticas supranacionales a la extrema libertad de movimientos del
capital, particularmente el capital financiero, es reemplazada por una vulgata antiestatista de las que predominó en las últimas décadas, el resultado
es un debilitamiento del único terreno en el que florecieron las instituciones democráticas en los últimos doscientos años. Como suele recordar
Habermas: no todos los Estados nacionales son democráticos, pero no hay
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democracia política fuera de los Estados nacionales. Claro que la recuperación del Estado –que es la recuperación de la política- no puede pensarse
desde la negación de los cambios civilizatorios de las últimas décadas. La
relación entre Estado, sociedad y mercado puede pensarse en términos
pragmáticos que se interroguen sobre los requisitos de una sociedad democrática e igualitaria más que en clave de dogmas y relatos cerrados.
No hay izquierda sin lucha por la igualdad. El punto central de la agenda
reformista en la Argentina no puede ser ocupado sino por el problema del
enorme deterioro de la trama social argentina, por el hecho de las múltiples
fracturas no sólo económicas sino también culturales que atraviesan a nuestro país. Un sector considerable de la izquierda argentina incorporó a su acervo
en los años 80 el reconocimiento de la importancia del Estado de derecho
y la república democrática; es un avance al que no debería renunciarse en
nombre de ningún aparente atajo político que prometa rápidas reparaciones
sociales. Pero la defensa de la democracia no se libra hoy solamente en el
terreno del entramado institucional, ciertamente importante. Hoy hay millones de hombres y mujeres excluidos de los circuitos productivos, educativos y culturales; expuestos a la violencia como víctimas y como victimarios.
No hay ideario democrático que pueda situarse al margen del hecho de
que una gran parte del “demos” carece de las mínimas condiciones para la
participación en la decisión sobre los asuntos colectivos.
Está claro que el reformismo tiene una agenda compleja, irreductible a unas pocas consignas y que los valores que pueden animarlo viven
en mutua tensión y no en la armonía de los ideales abstractos. Por eso,
la agenda del reformismo no puede vivir, salvo en la mente de sus potenciales actores, fuera de una práctica política compartida. La generación de esa práctica demanda una generosidad y un sentido práctico de
tanta envergadura que bien puede dudarse de su factibilidad. No son
muy pertinentes los llamados a ignorar las alternativas electorales para
concentrarse en los grandes asuntos estratégicos; pero sí es razonable el
intento de crear puentes de diálogo que faciliten la mutua comprensión
de quienes puedan identificarse con un proyecto de esta naturaleza.
Puentes que preserven una posibilidad muy importante para el país de
los enfrentamientos y los enconos, que ninguna apelación voluntarista
podrá desarraigar de la práctica política realmente existente.
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