SILUETAS DE SIMULCOP Lorenzo se está volviendo loco, la

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SILUETAS DE SIMULCOP
Lorenzo se está volviendo loco, la marihuana le oxidó el mate. José lo visitó
hace menos de un año y volvió con una tristeza definitiva: “El Lorenzo parece
una planta, boludo. Está pa’ trás”.
Creí que no era para tanto, pero ahora lo tengo enfrente. No puede
concentrarse en el control remoto, le lleva tiempo reconocer los botoncitos antes
de encender el televisor. No es el faso lo único que lo convierte en babieca, debe
haber algo más.
—Estoy tratando de acordarme del día en que erré algo.
—No entiendo, Lorenzo.
—Que hubo un día en que pasó algo, ponele, una boludez cualquiera que te
cambia la vida sin que te des cuenta.
—Alguna decisión.
—No, alguna huevada.
Se concentra en la pantalla como si en lugar de imágenes mostrara manchas
para interpretar. No digo nada, la única vez que nos quedamos en silencio fue
la noche en que la Maricel empezó a vomitar y después se murió. Hace más de
quince años, en plena Fiesta de la Primavera.
—A lo mejor tendrías que ir a terapia —le digo.
—Sí. No sé. No es lo que más me preocupa.
La pieza de Lorenzo ya no es la pieza de Lorenzo. Cuando éramos pendejos
traíamos a las minitas a esta cueva, tenía buena acústica y olía como pipa. Ahora
es un depósito de muebles que a la casa le sobran. Lo único reconocible es la
cama y el escritorio donde guarda los apuntes de fisioterapia. La última vez que
lo vi le faltaba un año para recibirse. Seguía teniendo los cuatro o cinco cedés
de siempre, los cuatro o cinco libros que le había prestado y algunas películas
en vhsno devueltas.
De chico lo llamábamos Burbuja. Cada vez que se ponía nervioso y lloraba,
amenazaba con escapar de la casa después de frotarse con jabón hasta hacer una
burbuja gigante para meterse adentro y salir volando.
En quinto grado faltó al colegio dos semanas seguidas. Una tarde, en hora de
clase, vinimos a esta misma casa a pedirle que volviera. La seño Inés golpeó
las manos, pero no nos atendió nadie. Era la siesta, los padres tenían que estar
trabajando. Lorenzo, sentado en una reposera arriba del tanque de agua del
techo, leía la revista Gente. Nos miró como si fuéramos Testigos de Jehová.
La señorita le preguntó por qué no iba más a la escuela. A pesar de vernos, no
despegó los ojos de la revista. Le gritamos que se bajara. Se puso loco y nos tiró
con un pedazo de ladrillo hueco.
—No puedo leer más —dice, jactancioso—, no puedo escuchar música, no
puedo ver películas, no puedo hacerme la paja, no puedo casi ver fútbol, nada.
Todo es falso. Todas las personas me parecen mentirosas, y más los artistas. A
terapia no voy a ir, no sirve una mierda. Los psicólogos son locos, boludo, no se
puede. La única vez que fui, hace mucho, cuando me separé, me dijo que era un
reprimido y me preguntó si alguna vez había tenido fantasías sexuales con mi
hermana. ¿Entendés? Ta loco.
—Bueno, a mí la psicóloga...
—¿A vos te sirve terapia?
—Sí, qué se yo. Está bueno lo que uno haga con eso, no lo que…
—… para colmo, en este pueblo estoy más solo que la mierda. No salgo a
ningún lado y estudio todo el día… se me pasa volando. Cuando me doy cuenta,
ya es de noche y me deprimo mal, boludo. Mal, ¿entendés? A veces viene el
Cuki, pero está más quemado que yo. No entiende nada.
—¿Chateaste con el Martín?
—Sí, ahora vive en Barcelona. La pasa bien, me manda fotos de vez en cuando.
De adolescente, Lorenzo era pila. Fumaba mucho, pero le pintaban las mejores
ideas. Por ahí le venían rayes de locura. Una vez se colgó con el “Informe sobre
ciegos”. No salía de la casa. Fue difícil sacarlo. Habíamos jugado ajedrez desde
la mañana y fuimos a un quiosco del centro. En la peatonal vi al ciego venir.
Lorenzo se acercó a mi oído torciendo la boca:
—Fijate cómo me mira.
—¿Quién? —me hice el pelotudo.
—El ciego… fijate.
—¡¿Cómo te va a mirar un ciego, Lorenzo!?
—Fijate cómo cuando pasa al lado nuestro se hace el gil, pero después se da
vuelta y me mira.
El ciego —que, además, era rengo— pasó casi raspándome, tenía olor. El tipo
siguió caminando. Dos o tres pasos, y se dio vuelta para mirar al Lorenzo. No
podía ser cierto, tampoco casualidad. Nos comimos la noche flasheando con
eso. El Lorenzo explicó cosas que no recuerdo por qué no creí. Se las discutí a
muerte, aceptarlas era volverse loco.
Años después nos reímos de lo del ciego. Fue en un asado en casa de la Eli,
borrachos. Esa noche se puso de novio con Fernanda y se perdió por varios
meses. Lo único que hacía —lo cuereaban— era mirar Los Simpsons, fumar
como caballo y culear con la Fer.
La nena —unos seis años, con la muñeca que trae arrastrando de los pelos y
una amiga que la sigue— entra en la pieza y se frena de golpe como si hubiese
visto un espectro: suponía que el Lorenzo estaba solo. Después de mirarme de
pies a cabeza, lo miró a él.
—Nos vamos a la placita, pa.
—Pará, Rocío, que papá está con el Negro.
Las dos se vuelven arrastrando los pies por el pasillo.
—La pendeja es lo único que me mantiene vivo, te juro —dice en una de esas
pausas melancólicas que buscan aprobación—. A mí me toca los lunes, miércoles
y sábados. La madre es una culiada: me hace renegar, no me deja criarla como
yo quiero.
—¿Y cómo querés criarla?
—Aparte estoy harto: no quiero vivir más acá de mis viejos, ¿entendés? Ya
estoy por cumplir treinta, quiero vivir solo. Quiero un laburito, un auto… Con
un auto es más fácil, a las minas les gusta los autos.
—Bueno, sí, está bueno eso. Tendrías que ver la forma de encontrar un laburo.
—¿Pero qué laburo? A mí cualquier cosa me quema la cabeza, ¿entendés? Y no
voy a ir a laburar fumado, es un bajón. Además tengo que terminar de estudiar.
—Y bueno…
—... yo pensaba en un laburito en un banco. Pero sabés lo loco que me pondría
ahí, con todos esos idiotas de traje, mirándome a ver si hago bien las cosas, si las
hago mal. No, boludo, estoy pa’ trás.
—¿Y no pensaste en hacer terapia, en ver algo que te ayude? ¿En fumar
menos?
—Ya te dije que la terapia es una bosta. Además no fumeteo mucho, no llego a
tres fasos por día. Lo que pasa que acá adentro no puedo fumar, mis viejos me
calan el olor al salto…
Salimos, nos sentamos abajo del ventanal del frente. Lorenzo enciende una
tuca, chupa y grita por la ventana:
—¡Mami! ¿La Ro? —larga el humo.
—Se fue a la placita con la Eve.
—¡Si yo no la dejé, mami, dejá de hacerme renegar!
—Dejala que vaya, Lorenzo, que se divierta un poco. ¡Qué querés que hagan!
El silencio nos embadurna la cara. El olor a marihuana es agrio. Al frente hay
un taller mecánico. Lorenzo se concentra en los chispazos de los soldadores,
en una explosión amarilla que nos llega muda. Canta una “palomita de
la virgen”. Su lamento y la soledad de la tarde convierte al mundo en una
página de simulcop: nos imagino borrosos. No sé por qué recuerdo el
poema “Tabaquería”, de Pessoa.
—Tiene que haber algo...
—¿De qué, Lorenzo?
—Una cosa que me cambió la vida, no sé.
Bufo.
—Nada, pelotudo —me dejo llevar por la bronca—, no hay nada que te
cambió la vida, gil. Dejá de fumar. No te enojes, Lorenzo, pero viajé doscientos
kilómetros. Me dijiste que estabas mal, y acá estoy, y lo único que hacés es
quejarte y hacerte la cabeza. No me jodás… Dejá de fumar y buscate un laburo.
Terminá de estudiar de una vez, no sé.
—¿Viste Corre, Lola, corre?
Harto de que salte de una cosa a la otra, que no se concentre en nada, que no
le importe una mierda nada de lo que uno pueda llegar a decirle, hago silencio,
me incomodo. Pero a los segundos cedo.
—Sí, no me acuerdo bien. ¿Es esa alemana en que la mina tiene que conseguir
guita?
—Esa. ¿Viste que, según alguna huevada, como que la mina se choque con una
vieja en la calle, le cambia la vida a la vieja?
—No me acuerdo.
—Que, por ejemplo, si yo no me hubiese errado ese penal contra los de
Olimpo, a lo mejor ahora sería ingeniero. O estaría tirado en una zanja,
¿entendés? Que mi vida sería distinta. No sé…
—Te entiendo, eso pasa todo el tiempo.
—Sí, pero vos no entendés. Vos te referís a otra cosa.
—Bueno, como quieras.
Empiezo a odiarlo, a desconocerlo. Pienso en algún trauma que pudo haberle
hecho esto y no encuentro otra cosa que la separación de Fernanda o su
paternidad tan joven. No veo qué puede haberlo puesto así.
Hay algo, un recuerdo que ahora me inunda la cabeza. Como esas canciones
bizarras que creemos, por suerte, olvidadas. Algo que, sorprendiéndome, puede
tener que ver.
A los quince o dieciséis años nos pasábamos la tarde tirados en la plaza
fumando faso y hablando de poetas. El Marcos había ganado muchas veces
el Premio Municipal, y yo un par. Lorenzo se escapaba de Fernanda para
escucharnos. Un día aprovechó un silencio y se mandó:
—Yo también escribo.
—¿En serio, Lorenzo?
—Hace mucho más que ustedes que escribo. Hace de chiquito que escribo
cosas, tengo un montón de cuadernos llenos. Y no escribo para levantar las
pendejas de tercero, como ustedes. Escribo de verdad. Nunca les voy a mostrar
nada, voy a quemar todo. Son genialidades que nadie va a entender. Así que las
voy a quemar.
—Para mí que te da vergüenza —tiró el Marcos.
—No, boludo. Acá traje un poema, que es el único que creo que ustedes pueden
llegar a entender.
Y lo leyó, rápido, masticando las palabras. No hacía falta una mirada cómplice
con el Marcos para certificar que la envidia nos chorreaba por las orejas.
Durante la lectura, el Marcos me codeó como si hubiese hecho su aparición
un fantasma inconmensurable y murmuró la palabra Borges. El argumento:
Lorenzo fumando, tirado en la cama de los padres, oliendo el colchón todavía
mugriento por el sexo de su madre. Para mí —lo pensé al otro día— lo de él
había sido auténtico, un verdadero fetus in fetus: por algún error genético,
guardaba en las tripas un poema. Se lo dije al Marcos. Pero él, todavía con
aquellos versos dándole vueltas en la cabeza, dijo que el Lorenzo, a ese fetus in fetus, se lo había “extirpado del orto”. Que era un poema monstruoso
condenado al fuego, una inmundicia genial que no podía habitar este mundo.
El Lorenzo, con el papel en la mano, mirándonos, se movía hacia adelante
y atrás como autista. Y nos reímos en su cara, fuerte, al borde de babearnos.
Fue por la marihuana. Fue por los nervios, por no saber para dónde rajar. Esa
sensación de velorio, la solemnidad “intelectual”. Temíamos ser sensibles,
vulgares. Nuestra sensibilidad debía ser artística, no mundana.
Se levantó, rompió el papel, agarró la bici y se fue moqueando. Nunca lo
habíamos visto así. Nunca su cara sin sonrisa, su mentón temblando. Lo
llamamos de lejos, aunque riendo. Le gritamos que el poema estaba bueno, pero
no volvió.
Lorenzo pisotea la tuca en la vereda y me pide que lo acompañe a la placita a
buscar a su hija. La placita es un campito de tierra con un tobogán roto y dos
hamacas. Atrás hay campos, potreros secos de una ciudad que no ha crecido
en los últimos treinta años. El cielo se desmorona. Las nenas corren hasta
nosotros.
—¿A qué jugaron, Ro?
—A nada, nos hamacamos. Vino un chico a tirarnos arena, pero la Mily lo
echó. Le pegó con un ladrillo en el pie.
—No, Ro. ¿Cómo van a hacer eso? Mirá si el chico viene y les pega, después…
—Bueno, pa, ¿qué querés?, si él vino a buscarnos lío.
Volvemos las dos cuadras en silencio. Llegamos a la casa. Lorenzo le ordena
a la madre que bañe a Rocío. Ella saluda, pregunta cómo estoy y qué fue de mi
vida. Pero no presta atención a la respuesta, ya está en el baño con su nieta.
Desparramado en una reposera del living, Lorenzo se muerde el labio y señala
a su mamá. Me siento en el sillón grande, el verde, el que en algunas noches me
soportó desmayado por el alcohol. Lorenzo agarra el control remoto, su cara
recobra cierta dignidad.
—¿Vos crees que fue por esa tarde que les leí el poema?
No ha pensado en otra cosa en todos estos años.
Sonrío con superioridad.
—No le echés la culpa a un poema, Lorenzo.
Cambia de canal sin mirarme, el verde furioso de una cancha de fútbol nos
atraviesa, nos silencia el comentario nasal del conductor del programa.
Lorenzo espera de mí la confirmación del pasado, de lo que vivió aquella tarde.
Quiere que me rectifique, que le diga que aquel poema era bueno.
Pero mi cabeza está en casa, con la familia y mis cosas. Quiero llegar y contarle
a Vanesa que el viaje fue al pedo, que estás irrecuperable, que estás peor que
nunca. Te miro la nuca frente al televisor y me da vergüenza, Lorenzo, te juro.
No sé qué sensación tengo, y aquel poema era condenadamente brillante.
Me levanto poniéndome la campera. Empieza el partido. No puedo irme, hay
algo que no me deja abandonarte así. Voy hasta la heladera, saco una cerveza, la
destapo y vuelvo al sillón.
—¿Juega Lujambio? —te pregunto pasándote la botella.
—Ni puta idea —contestás.
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