Churchill y el ejercicio del poder Manuel Mora Lourido Winston Churchill era un hombre de un carácter especial, de no fácil trato con quienes le rodeaban, exigente consigo mismo y con los demás, pero con una personalidad única que hacía difícil que los mismos que observaban sus defectos no se sustrajeran a la admiración que suscitaba su figura. Actuaba de frente, sin subterfugios ni medias tintas, lo cual no constituye precisamente una de las características que garanticen el éxito en política. Churchill, aunque escuchaba con gusto los clarines del triunfo, 1 no era presa fácil de la adulación ni evitaba a los que tenían criterios diferentes a los suyos. Como ha señalado Roy Jenkins, “uno de los puntos fuertes de Churchill siempre fue que, aunque quería dominar a quienes lo rodeaban, quería hacerlo sobre personas de primera categoría, no de segunda”.1 Jenkins, que escribió esto al final de sus días y tenía tras de sí una larga trayectoria de gobierno, sabía perfectamente que el saber formar y mantener equipos de colaboradores de alto nivel no es fácil y constituye una de las cualidades que más claramente diferencian a los grandes dirigentes del resto. Por otro lado, Churchill era consciente de que los cargos que ejercía, aunque procurara dotarlos de la máxima capacidad de decisión posible, tenían sus limitaciones. En palabras de su biógrafo oficial sir Martin Gilbert, referidas a su actuación como Primer Ministro en la Segunda Guerra Mundial, Churchill “no era un líder dictatorial, aunque podía ser enfático en sus peticiones y sugerencias. Si los Jefes de Estado Mayor se oponían a cualquier iniciativa que proponía, ésta era abandonada. Él no tenía poder para sobrepasar la decisión colectiva de ellos”.2 Una de las primeras medidas que Churchill adoptó cuando accedió al cargo de Primer Ministro fue que todos los miembros de su Administración, desde ministros hasta empleados subalternos, supieran Roy Jenkins. Churchill. Macmillan. Londres. 2001. p. 259. Edición española: Churchill. Ediciones Península. Barcelona. 2002. p. 298. 1 Martín Gilbert. Winston Churchill’s War Leadership. Vintage Books. Nueva York. 2004. p. 6. 2 2 que cualquier idea que tuvieran sería estudiada sin ser rechazada de antemano. De hecho cada vez que se incorporaba a un ministerio, solicitaba de los principales responsables un informe sobre su área de competencia. Según Martin Gilbert, Churchill respetaba y defendía la autonomía de sus altos funcionarios, mientras que al mismo tiempo los consultaba con frecuencia. A uno de ello le escribió: “Le ruego que no dude en venir a mí si se siente en dificultades, pero domine el asunto a tratar y formule su propia política”.3 La actitud de Churchill hacia el trabajo de los funcionarios públicos queda reflejada en el siguiente episodio. En 1953, durante el segundo mandato de Churchill como Primer Ministro, estando en la residencia de campo de Chequers, su hijo Randolph le indicó a Anthony Montague Browne, secretario particular del Primer Ministro, que su padre le había dicho que podía ver una carta que le había enviado el presidente Eisenhower. La carta tenía el sello “Alto secreto y estrictamente personal. Sólo para sus ojos” y Churchill había dado instrucciones de no mostrarla a nadie sin su permiso. Montague Browne no accedió a la solicitud y contestó que podía ir a ver a Churchill para que diera la autorización. Randolph montó en cólera: “¿Me está llamando mentiroso?” y salió de la oficina del secretario particular. Al referirle éste lo ocurrido, Churchill preguntó: “¿Le mostró usted El escrito referido fue dirigido por Churchill a sir Laming Worthington-Evans. Citado por Martin Gilbert en Winston S. Churchill. Volume IV. 1917-1922. Heinemann. Londres. 1975. p. 39. 3 3 finalmente la carta?”. Respuesta: “No”. Réplica de Churchill: “Usted tenía la razón”.4 Este ejemplo ilustra no sólo el comportamiento profesional de un funcionario, denominado en Inglaterra public servant, esto es servidor público, lo que es definitorio por sí mismo, sino sobre todo del respeto y respaldo de ese proceder por parte de Churchill, quien sabía del valor para una nación de contar con una administración pública profesional. Contrastan las características antes referidas de la relación de Churchill con sus colaboradores del modo de actuar al respecto del principal antagonista de su carrera política: Adolf Hitler. Según refiere Albert Speer, el que fuera arquitecto y ministro de Armamento del III Reich: De los cincuenta jefes nacionales y regionales, la elite de la jefatura del Reich (…) casi ninguno de ellos había destacado significativamente en ningún campo; casi todos evidenciaban una sorprendente falta de curiosidad intelectual. Su nivel de formación no respondía en modo alguno a las expectativas que uno podría tener respecto a la selección de los líderes de un pueblo con un nivel intelectual tradicionalmente elevado.5 Anthony Montague Browne. Long Sunset. Memoirs of Winston Churchill’s las Private Secretary. Cassell. Londres. 1995. p. 148 y 149. 4 5 Albert Speer. Memorias. El Acantilado. Barcelona. 2001. p. 227. 4 Y Karl Hanke, una de las personalidades más influyentes del Partido Nazi, diría: Siempre es una ventaja que los colaboradores tengan defectos y que sepan que su superior los conoce. Por eso el Führer cambia tan raramente de colaboradores, pues con ellos les resulta sencillísimo trabajar. Casi todos tienen su punto flaco, y eso les ayuda a mantenerlos a raya.6 Evidentemente, dos formas, las de Churchill y la de Hitler, muy diferentes de tratar a las personas con las que trabajaban y, en definitiva, de valorar la capacidad y profesionalidad de las mismas. Por otro lado, Churchill no utilizó para su provecho personal las posibilidades que el poder le ofrecía. Baste señalar el siguiente suceso. Aunque Churchill era contrario a las medidas proteccionistas, como antes se señaló, durante su período como canciller del Exchequer, en la segunda parte de los años veinte, tuvo que adoptar una posición de compromiso respecto de algunas partidas arancelarias. Una de ellas fue contra las importaciones de seda artificial. Con tal motivo, la industria inglesa de este sector le obsequió a él y su esposa con sendas batas de rayón. Churchill agradeció el gesto, pero señaló: “No puedo aceptar un presente personal como un tributo por lo que he hecho en mi desempeño público. Desearía 6 Citado por Albert Speer en Memorias. El Acantilado. Barcelona. 2001. p. 228. 5 las batas, pero ustedes me deben permitir pagarles por ellas”. Y a continuación extendió un cheque que los industriales destinaron a una obra de caridad. W. H. Thompson, el detective que acompañó a Churchill durante muchos años y que fue testigo de este episodio, señaló más tarde que “nadie habría pensado mal del Sr. Churchill por aceptar el presente, pero la idea ofendía su muy alto estándar de conducta privada en la vida pública”.7 La aplicación de esos principios, y su completa absorción por los asuntos públicos, hizo que, después de dejar el gobierno tras la Segunda Guerra Mundial, la situación económica de Churchill fuera tan comprometida, para su estilo de vida claro está, que se vió abocado a poner en venta su casa de campo en Chartwell. Un grupo de amigos se la compró con el fin de donarla al Estado, a condición de que éste permitiese que Churchill la pudiera utilizar de por vida, lo que así ocurrió. Finalmente, la forma en que Churchill asumió su mayor momento de poder, cuando en 1940 accedió al cargo de Primer Ministro durante la Segunda Guerra Mundial, queda reflejada por el profesor John Maynard Keynes, quien, habiendo cenando al lado de Churchill en una reunión del Other Club en septiembre de ese año, observó: Esta referencia y la de la anterior cita de Churchill, en W. H. Thompson. Sixty minutes with Winston Churchill. Christopher Johnson. Londres. 1961. p. 24. 7 6 Lo encontré en una condición absolutamente perfecta, extremadamente bien, sereno, lleno de normales y humanos sentimientos y despojado completamente de vanidad. Quizás este momento es el apogeo de su poder y de su gloria, pero yo no he visto nunca a nadie menos contagiado de arrogancia o aires dictatoriales.8 Citado por Robert Skidelski. John Maynard Keynes. 1883-1946. Economist, Philosopher, Statesman. MacMillan. Londres. 2003. p. 604. 8 7