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POLVO DE ESTRELLAS
MARÍA TERESA
GIMÉNEZ BARBAT
POLVO DE
ESTRELLAS
K
editorial
airós
Numancia, 117-121
08029 Barcelona
www.editorialkairos.com
© 2002, María Teresa Giménez Barbat
Primera edición: Marzo 2003
I.S.B.N.: 84-7245-544-0
Depósito legal: B-12.623/2003
Fotocomposición: Beluga y Mleka, s.c.p. Córcega 267. 08008 Barcelona
Impresión y encuadernación: Indice. Caspe 118-120. 08013 Barcelona
Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este
libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecánicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves extractos a efectos de reseña, sin la autorización previa y por escrito del editor o el propietario del copyright.
OBSERVACIÓN
**
¡Boom, boom, boom! La música estaba muy fuerte y tenía un
ritmo tan obsesivo que te atontaba. El humo me hacía llorar y traté de localizar el balcón más cercano detrás de las cortinas. Tenía
ganas de salir a tomar el aire; no me encontraba muy bien, tanto
picante y tanto ron.
Había llegado más gente sin que me diera cuenta. Muchos de
ellos, vestidos de blanco, como yo. «Ven de blanco», me había dicho Totón. Y así lo hice. Por cierto, ¿dónde estaba? Me di la vuelta buscándola y, ¿qué vieron mis ojos?: se había subido a un velador y danzaba algo de un sinuoso que, si no sé que es ella, hubiera
creído que era una de esas mujeres que bailan en los restaurantes
libaneses, de lo sensual que se movía. Como si me hubiera leído el
pensamiento y quisiera realmente bailar la danza del vientre, en un
plis plas se quitó la falda y la blusa, y se quedó con el conjunto rosa
palo de La Perla, el que se había comprado en mayo para darle una
sorpresa a su marido.
Yo alucinaba mandarinas, ¡pero si Totón es de Acción Católica
como mi madre! Si no lo veo, no lo creo. Aquello estaba tomando un
cariz que no había considerado nunca en serio. Te cuentan, te dicen,
pero piensas que exageran. Una gente tan formal, aristócratas y todo
eso. Totón, lo de desnudarse, tampoco me lo había contado.
Estaba empezando a enfadarme y alarmarme.
Nota: Los asteriscos muestran el punto de mira de los distintos personajes.
* = Quique; ** = Conchita; *** = Enrique.
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Polvo de estrellas
Cada vez bailaban más frenéticos y con menos ropa. El Marqués, por ejemplo, se había desprendido de su chaqueta cruzada
azul oscuro y de sus pantalones grises. Danzaba, muy suelto,
mostrando unas piernecillas blancuzcas, pelonas por la parte
donde suelen llegar los calcetines. Qué facha… Las cosas se estaban complicando. En un momento, todo había cambiado. Se
me acercó una chica joven que cuando entré me pareció muy modosita, con su falda tableada y su collar de perlas. Aún llevaba el
collar de perlas, pero nada más. Me dijo que era Iemanjà, me descalzó y me besó los pies. Me quedé tan atónita que no me di ni
cuenta de que me desabrochaba el vestido y me dejaba en ropa
interior. Yo llevaba un vestido blanco de lino, de Antonio Miró,
abrochado por detrás con botones de arriba abajo. Digo “llevaba”
porque ya no lo llevaba. A mí es que el ron me estraga, y no debía haberlo bebido, pero ¿qué podía haber hecho con todo aquel
picante? ¡No había visto una jarra de agua en ninguna parte! El
asunto me superaba de largo, ya no me gustaba nada todo aquello y empezaba a volver la cabeza mirando hacia la puerta estudiando una retirada digna dentro de lo que cabía.
Di un vistazo para localizar el vestido, pero debía haberse perdido en aquel lío de gente y de ropa. ¡Qué barbaridad! Me sentía
violenta en medio de tanta gente en cueros y me agarraba al bolso con ansia. Estaba ofendida y escandalizada, pero a la vez, y
mira que me sabe mal decirlo, aliviada por llevar un conjunto de
bragas y sujetador blancos de muy buena marca. Desearía no tener este tipo de vanidades. Esto me reafirma en que tenemos dos
personalidades distintas. Yo, por ejemplo, en mi hemisferio izquierdo, soy una persona que calcula; racionalista y dual. Que incluso, en el peor momento, y mira que aquel lo era, siente interés
en que si la ropa que lleva es la adecuada o no. Me parece superficial. Me gusto más cuando sólo uso el derecho, cuando soy holística, desinteresada y me fundo en la totalidad, en lo más profundo y oceánico. Es una actitud más sabia.
Pero, en fin, hay que resignarse a esta ambivalencia. Además,
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Observación
oye, hay que cuidar la ropa interior. Mi madre siempre me lo decía: «Tienes un accidente, tienes que ir al médico o cualquier
cosa…». Toda la razón. Quién iba a decirme que aquella noche
iba a extraviar el vestido, por ejemplo. Que conste que la mayoría de los que me rodeaban habían perdido alguna prenda. Por no
decir todas. Disimuladamente, mientras sonaba una especie de
tam-tam y se quedaban todos petrificados mirando la puerta que
daba al office, me volví a poner los zapatos y la chaqueta encima.
Me sentí aliviada como si me hubiese puesto el escapulario. Por
cierto que tengo que pensar en volver a llevarlo. Nunca tendría
que haber abandonado esa costumbre. La vida te mete en muchos
fregados. Como a mí, entonces, rodeada de aquella gente medio
zombi.
Seguían fascinados contemplando la puerta, pero, de repente,
soltaron una exclamación de júbilo como si hubiera entrado un
personaje. Totón, que ya había bajado y estaba a mí lado, ponía
una cara de contenta que no se la había vuelto a ver desde el último concierto de Julio Iglesias. Debía de ser el momento álgido
de la fiesta. Yo no veía nada, pero es que el asunto estaba a ras de
suelo y no me había dado cuenta. Bajé la vista y allí estaba lo que
había entrado. Alguien había empujado desde la cocina a un pollo que estaba parado a medio camino entre la puerta y la mesa
del comedor. Nos miraba aturdida y desconfiadamente. Y no era
para reprochárselo. Si vestidos, ya prefieren no darnos la espalda, borrachos y desnudos le debemos parecer unos impresentables. Es indigno el trato que les damos a los animales. Como si
fuéramos los dueños de todo.
El pobre bicho trató de dar marcha atrás, pero enseguida salió
el mayordomo, lo agarró por el cuello sin el menor miramiento y
lo sentó encima de la mesa. El Marqués, que ya no llevaba nada,
pero que nada, de ropa, avanzaba hacia ellos con una mirada de
loco. Yo empecé a ver que algo iba mal. Vamos, peor. El pollo
temblaba como si ya supiera la que se le venía encima. ¡El instinto que tienen los animales, que es estremecedor!
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Polvo de estrellas
El mismo que debo tener yo, que lo adiviné todo al instante.
Pero ¿dónde me había metido? Empecé a decir: «Totón, no, ¿eh?,
Totón, no, ¿eh?». Pero Totón ni caso. Estaba como posesa. Me
acordé de que en el concierto de Julio Iglesias se descontroló tanto que, no contenta con gritarle unas cosas que no quiero acordarme, le tiró el llavero del Audi, ese que lleva un cochecito de
plata, y le atinó en un ojo. Podría haberse metido en un gran lío.
Un caballero, Julio Iglesias es lo que es.
–Totón, no. Totón, no.
No me salían otras palabras mientras veía avanzar al Marqués
hacia la mesa levantando un cuchillo tan enhiesto como su pene,
que se había puesto erecto total. ¡Qué situación tan desagradable!
En la mesa del comedor, reposaban dos cosas: el pollo agarrado del cuello, y la polla, con perdón, del Marqués. Algo iba a ser
sacrificado y una ola de aprensión nos recorrió a los del público,
que, al ver el violento temblor etílico de la mano que blandía el
cuchillo, no lo teníamos claro. Yo rezaba para que se salvase el
pollo. Pero era la única. A pesar de mi terror, aún alcancé a oír a
un señor justo detrás de mí que decía: «No, si Luisito jugando,
jugando…», y a otro: «Encara prendrà mal».
¿Podían ser capaces de hacerle daño? ¿A un ave indefensa?
¿Y Totón, vegetariana y ecologista, tan sensible que no usaba ni
insecticida en casa, iba a tolerarlo? Me acerqué a la mesa para
impedirlo. Pero sólo podía decir como una loca:
–Totonnó, Totonnó, Totonnó.
Parecía una extraña letanía hipnótica y, por un momento, me
dio la impresión de que el Marqués se dejaba detener por ella.
Pero¡qué va! De improviso, lanzó un grito salvaje que se convirtió en un aullido de éxtasis mientras cortaba el cuello del pollo de
un tajo y, ¡horror!, para mí que se corría.
–¡Aaaaah!
Nunca pensé que pudiera chillar tanto. Un gran chorro de sangre y algo más que aportó el Marqués fueron a parar a mi cuerpo,
a mi sujetador, a mi chaqueta y, sobre todo, a mis bragas, que
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Observación
quedaron empapadas. Se quedaron todos mudos y yo no podía
dejar de chillar.
–¡Aaaaah!
–Pero cállate –me reconvino Totón, fastidiada.
–¡Hija de puta! –le contesté yo, y mira que no son palabras
que yo use, pero no podía evitarlas.
Ni un momento más iba a ser testigo de aquella aberración. Ni
por Totón, ni por el Marqués, ni por su señora madre. Recogí el
bolso de un manotazo y eché a correr a una velocidad tal de la
que no hubiera creído nunca que fuera capaz; no parecía yo.
Y más cuando oí detrás de mí:
–¡Cogedla!
Fue horroroso, no sabes el susto que pasé. Pensaba que ya no
salía viva de allí. Y eso que me había avisado Enrique, que, aunque no tiene ni idea de estas cosas, ahí había acertado. Siempre
decía que no se me ocurriera ir a una ceremonia de ésas, que le
daban miedo. Era como una manía que tenía. Pero no le hice
caso. Y mira que me arrepentí luego. No olvidaré nunca la experiencia. Y lo que ocurrió después fue aún peor. Alucinarás cuando te lo explique. No te lo vas a creer.
Pero deja que te cuente las cosas desde el principio, así no me
lío. Todo comenzó cuando Quique, el hijo de mi marido, se vino
a vivir a Barcelona el año pasado. Enrique quería que tuviéramos
un encuentro sin él. «Así os saldrá más espontáneo», me dijo. Y
quedamos para merendar en una granja del Port Olímpic, para
que, así de paso, lo viera, que aún no había estado.
No sabíamos muy bien qué decirnos y se notaba que era por
compromiso. Eran las seis de la tarde de un día de primavera y el
sol dejaba una gran mancha de luz sobre nuestra mesa, entre nosotros. Ya se alargaba el día y por la ventana se veía el mar muy
quieto y azul creando un fondo contra el que su cabeza se recortaba, oscureciéndole algo las facciones. Las mesas de alrededor
empezaron a llenarse de gente, obligándonos poco a poco a ir
elevando el volumen de nuestra voz.
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Polvo de estrellas
Y fue entonces cuando se lo oí por primera vez:
–Reduzco espectros de estrellas.
Eso fue lo que me dijo. Que “reducía espectros de estrellas”.
Le pregunté en qué trabajaba y me contestó esto.
La verdad es que me descolocó cantidad. No quería poner demasiada cara de sorpresa para no ofrecerle un flanco débil ya de
entrada, como de ignorante y tal. Ya sabía que había estudiado física y esperaba que me contestase cualquier cosa horrorosa. Pero
“espectros de estrellas” sonaba así como El nombre de la rosa, El
beso de la mujer araña o cualquiera de esos títulos de novelas o
de películas tan bonitos que me dejan como colgada.
Y ahí empezaron todos mis males. Puedo ponerles fecha y fue
este día. Yo simplemente había acudido a cumplir un formulismo
y el destino se me echó encima. Esta especie de irrupción inesperada de poesía y de misterio en plena granja y en nuestro primer
encuentro “de adultos” me sobrecogió de tal forma, encendió en
mí tantas luces de alarma que, no tengo la menor duda, fue absolutamente premonitoria de todo lo que vino a suceder posteriormente. Y digo más: en aquella frase y en mi reacción tan taquicárdica estaba cifrada toda nuestra historia, con lo bueno y con lo
malo.
Es que yo siempre he sido muy sensible a todo esto de las estrellas, el espacio infinito y las distancias inconmensurables. Que
Quique por las buenas tuviera tanta familiaridad con ello me dejó
patidifusa. Vas a ver a un chico que recuerdas zafiote y con acné
y de repente es el mago Merlín. Yo lo sentí así. Porque no sólo,
de golpe, tenía que considerar a las estrellas como entes con un
espectro –que, aunque bello como imagen, espectros los tienen
los muertos–, sino que, encima, él “los reducía”, y en este misterioso poder intuí que estaba la fuente de mi repentina falta de
control, de mi desazón. Y también del latigazo de angustia en la
boca de mi estómago. Todo mi futuro estaba ya en aquella frase.
No lo supe ver, pero lo sentí.
–Verás, las estrellas emiten radiación, una parte de la cual ve12
Observación
mos como luz. Pero el conjunto de esta radiación da una información que permite al científico saber muchas cosas sobre ellas:
composición, temperatura, distancia…
–Ya –dije yo.
Esto ya lo sabía, pero no imaginaba que él, que parecía tan pedante, no lo hubiera sospechado nunca.
–Lo de reducir espectros es simplemente una técnica (hay
programas que lo hacen) para convertir los datos en bruto de los
telescopios en datos analizables.
–Ajá…
–El espectro, como sabes, es simplemente descomponer la luz
en sus longitudes de onda. Ahí es donde se ven las líneas espectrales, que son como las huellas dactilares de los elementos químicos. Si quieres conocer la composición y abundancia de elementos de una estrella, o galaxias, basta con analizar estas líneas.
También sirve para determinar la rotación, si hay nubes de gas
frío o caliente delante…
–Ajá…
–En definitiva –prosiguió–, el análisis de los espectros, la espectroscopia, es el arma más potente con que cuenta el astrónomo.
Y puso una cara como de extasiado. Me pareció que pronunciaba “astrónomos” y “científicos” con voz algo engolada, digna,
como si estuviese hablando, por lo menos, de sumos sacerdotes y
no pudiera evitar un estremecimiento de orgullo por formar parte de tan superior comunidad. O a mí me dio esta impresión entonces.
Me sentí vagamente atacada.
–¿Y también te dice algo sobre por qué nos parecen tan hermosas, por qué hacemos poesías con ellas o por qué nos emocionamos al verlas?
Creo que le respondí muy bien. Lo que quizá sobró fue que se
lo dijera tan a la defensiva. Esto lo veo a posteriori. En aquel momento me pareció incluso que me apuntaba un tanto, ya que se
quedó vacilante por unos instantes.
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Polvo de estrellas
–No, de eso no dice nada el espectro –sonrió.
Por supuesto que no. Me miraba con indulgencia, claro. Como
diciendo: “menudas ideas”. Sabía que era de los que no entendían
nada de nada. Cabezas cuadradas, adoradores de la “ciencia”, de
la “lógica”, de lo “racional”. ¡Puaj!
Le miré de arriba abajo. Hacía ocho años que no le veía (justo
antes de empezar su carrera), pero seguía teniendo el mismo aspecto de niño repelente. No sé qué tienen los que estudian ciencias:
ni pizca de clase, de gracia. No es que los chicos de cuando estudié
historia fueran menos cutres, ni mucho menos, pero tenían una
sensibilidad, una manera de pensar distinta a los que hacían ciencias como él. Se les veía más abiertos a todo, más receptivos. No
como ésos.
Y allí estábamos, al cabo del tiempo. Su padre se había empeñado en que se sintiera bien con nosotros, que nos aceptase como
pareja. Que había sido muy traumática para él la separación, decía. Pero a mí me pareció que estaba tan fresco. Condescendiente, incluso.
La mar de relajado, en una palabra.
Y no entendía, tampoco, por qué había vuelto a España. ¡Abandonando una beca fenomenal en Estados Unidos! ¡Con lo que había peleado por ella, según su padre! ¿Y a Barcelona? ¿Para qué
habría venido? Además, con lo mal que le había hablado siempre
su madre de los catalanes, que yo ya lo sabía. ¡Como si aquí nos
comiéramos a alguien! Aquí hay de todo. Yo no he querido hablar
nunca catalán –aunque claro que lo entiendo– y nunca he tenido
ningún problema. Y menos mal que no había querido quedarse a
vivir con nosotros. ¡Las brillantes ideas de Enrique!
Tampoco pensaba que aquí fuera a tener más posibilidades de
encontrar trabajo; Barcelona no es ningún centro mundial de la
astrofísica que yo sepa. Algo tendría que tener en mente, desde
luego. No habría venido porque sí. Mientras tanto, Enrique le pasaba una cantidad y lo demás se lo ganaba él. ¡Y de qué manera!:
“reduciendo espectros” para “los de rayos X de Santander.”
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Observación
–El objetivo último de la reducción de espectros es convertir
los datos en bruto obtenidos por los espectrómetros en datos utilizables… En definitiva, depurarlos de porquerías para convertirlos
en algo que se pueda analizar. Ten en cuenta que los espectros son
dos columnas de números: la primera es la longitud de onda, o la
frecuencia, y la segunda la intensidad. Eso se trata y luego se representa, porque queda bonito y porque así los astrónomos ven las
cosas mejor –continuó él terminando su discurso y sin amilanarse
lo más mínimo por la cara de cortés indiferencia que le ponía.
Conque “depurarlos de porquerías”, ¿eh? No te digo. ¿Eso es
lo que hace un astrofísico? ¿Depurar a una estrella de porquerías?
Tienes un hermoso cielo estrellado, un cielo que hemos estudiado
los humanos durante generaciones, un cielo que nos ha dado una
sabiduría y un conocimiento de nosotros mismos extraordinario, y
¿qué es lo que hacía ese chico?: “depurarlos de porquería” para
que el astrónomo lo vea mejor. ¡Qué imagen tan triste!… Era
como una profanación, como entrar con un tractor en un jardín.
No me dio buena impresión, no.
–Y tú, ¿en qué trabajas?
Bien, ahí estaba. La preguntita del millón. No tenía ganas de
contarle nada de mis cosas. Presentía que iba a tener que defenderme y no me apetecía en absoluto. Traté de distraerle con vaguedades: que tenía un “taller” con unas amigas, que ya te explicaré, cuéntame de ti… Dejé que fuera él quien hablara. Empecé
a pedirle cruasanes, chocolate, nata. De todo. Con el estómago a
tope, le entraría sueño y, con suerte, se le quitarían las ganas de
seguir conversando y sería el primero en desear marcharse.
Pero no parecía tener prisa. Yo no tenía ni idea de por dónde
tirar. Él tampoco hablaba de gran cosa y, como no encontrábamos
ningún tema de mutuo interés, se estaba haciendo la entrevista
pesada. Estuvimos en silencio durante un buen rato. O a mí me
pareció un buen rato. Un rato largo.
Un tostón. A esto se le puede llamar “dejar pasar un ángel”,
pero a nadie que sepa un poco de ellos le hubiera parecido una
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Polvo de estrellas
frase afortunada en aquel momento. Más bien una situación de
las que te hacen sentir un poco tonta. Y bastante impaciente. Yo
pensé en mi propio ángel de la guarda y le pedí ayuda para librarme de los sentimientos negativos que acudían a mí en aquel
momento. Le había prometido a Enrique poner todo de mi parte
y pensaba cumplirlo. ¡Qué le íbamos a hacer! De alguna manera
se sobreentendía que era yo la responsable de llevar la conversación. Era la mujer de papá, era la “adulta”, su padre quería que
nos conociéramos mejor y a mí me tocaba apechugar. Estaba segura de que nunca en la vida encontraríamos nada de lo que pudiéramos hablar los dos ni cinco minutos seguidos.
Él iba por su segundo chocolate con nata y parecía tranquilo y
sin dar la impresión de que le estuvieran esperando en ninguna
parte. De tanto en tanto, me miraba y sonreía. Sin duda, se estaba divirtiendo de lo lindo con mi incomodidad.
–¿De qué signo eres? –le pregunté.
Esto siempre da para hablar durante un buen rato. Es un tema
muy socorrido como sabe cualquier persona que tenga que iniciar una conversación con un extraño. Además, modestamente,
es un tema que domino bastante. Durante dos años estuve estudiando astrología. Calcular el ascendente no es cualquier cosa; a
mí me costó lo mío. Al principio, usaba la calculadora y era la repera, pero luego me compré un magnífico programa informático.
Se necesita para calcular las posiciones de los planetas y del ascendente en el momento del nacimiento. Por otro lado, los programas de ordenador te lo pintan todo en la carta astral, te dicen
qué planetas están en cuadratura, trígono, oposición y cosas de
ésas. De este modo, uno se evita la parte más engorrosa, que es el
cálculo, y puede entregarse a la verdadera ciencia: la interpretación de la carta.
Me miró con cierta perplejidad durante un corto instante.
Luego sonrió, apartó su taza, apoyó los codos en la mesa y, con
su rostro entre las manos y con aire juguetón, me contestó:
–Ofiuco.
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Observación
–Digo en español –le pedí.
Como había estado un tiempo en USA, sabía que le gustaba
soltar americanadas. Yo tengo mi inglés muy oxidado, aunque lo
di en bachillerato dos años.
–Ofiuco es castellano y es una constelación del zodíaco –afirmó.
–Pues aquí no. Están Aries, Tauro, Géminis…
–Y Ofiuco.
–Perdona, tú serás astrofísico, pero del zodíaco la que sabe
soy yo. He estudiado astrología durante mucho tiempo. Es una
ciencia muy difícil, no te creas que es eso que ves en las revistas.
Eso no es verdadera astrología –le dije, puntualizando.
–No me digas que crees en todas esas burradas –y añadió–:
mami.
No sé si me hizo enfadar más por llamarme burra o por llamarme mami. No creo que empezáramos bien. Enrique me había
mandado allí para animar a su hijo a entrar en nuestra vida, a sentirse uno de nosotros. Que le diera confianza, me dijo. Me parecía a mí que aún no le había dado ni el dedo que ya se tomaba
todo el codo. Me puse roja y me quedé cortada.
–Bueno, bueno. No te piques –se rió.
¡Y me dio una palmadita en el brazo! Pero ¡qué confianzas!
¿Quién creía que era yo? ¿Una niñata como las que debían salir
con él?
Desvié la mirada asesina y la clavé en el señor de la mesa de
al lado que dio tal respingo que el bizcocho que se estaba llevando a la boca se le cayó de nuevo a la taza.
–La astrología es una burrada y ni es ciencia ni es nada –pontificó.
Y se quedó tan ancho. Qué feliz es la ignorancia. Despachar
de esta manera algo con miles de años de existencia. Iba a durar
tanto si hubiera sido una tontería. Me sentí ofendida, pero no
pensaba ponerme a su nivel. No iba a discutir, desde luego. Respiré profundamente y me concentré en mi cuarto chakra, el del
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Polvo de estrellas
corazón. En este punto se aglomeran los sentimientos de dolor y
de ofensa y traté de liberarlos.
Me replegué unos momentos para valorar la situación. Él comía como si hiciera siglos que no lo hubiera hecho. No sé qué le
darían en Madrid, con lo poco que se cuidaba su madre. Supongo que hamburguesas, grasas, carnes. Enrique casi no sobrevive
a la experiencia. Ahora, yo controlo su dieta. En mi casa todo es
biológico y sano. En eso soy muy firme.
No estaba nada gordo, de todas formas. Más alto que Enrique,
desde luego. Se le parecía bastante, pero algo más esbelto y fuerte.
Aparentaba menos de sus veinticinco años. Tampoco tenía granos
ya; ocho años son ocho años. Con un cabello oscuro y sedoso, algo
largo, que le tapaba un poco las orejas, y unos ojos marrones con
unas pestañas que ya me hubieran gustado para mí. Divinas. No se
las merecía.
¡Cómo había cambiado! Quién iba a decir que aquella larva
descuidada, con aquel bozo como grasiento encima del labio, se
convertiría en esto. Se le podría llamar guapo y todo. Atractivo
incluso, si a una le gustan los críos.
¡Pero es que a mí no me gustaban! No me habían gustado
nunca. ¿Cómo me pudo pasar a mí? ¿Para qué tuve que hacerle
caso a Enrique e ir a aquella entrevista?
Pero es lo que yo siempre digo: tenemos un destino; está todo
marcado, escrito. No tengo más que rememorar aquel encuentro,
lo que sentí, lo que intuí y todo encaja a la perfección. No lo hubiera podido evitar. Si está escrito está escrito.
Nadie tiene la culpa.
*
No me lo podía creer. Con tantas mujeres que hay en el mundo y resulta que la de papá era del tipo espiritual. Tendríais que
haber visto la cara que puso cuando le conté que reducía espectros; pero no le hice ni caso. Es la clase de persona a quien le
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Observación
ofende que la ciencia acabe con la belleza de las cosas. Como estos que cuando el hombre pisó la luna por primera vez les empezó a parecer menos poética. ¡Había sido “mancillada por el pie
humano”! ¡Fíjate tú, qué bestias! La ciencia es una profunda pasión estética comparable a la música o a la poesía más sublimes.
No lo puedo entender.
¿Y lo de la astrología y todo lo demás? Qué obsesión tienen
algunas con estas cosas. Me encontraba ante un típico ejemplar
de “crédula”. Bueno, en realidad, creo que lo son casi todas. Estoy empezando a pensar que mi amigo Paco tiene razón. Él está
convencido de que es innato, que nacen con el cerebro diferente
al nuestro. Claro que él no es biólogo ni nada y toda su experiencia se basa en lo que ve desde una barra de bar. Tiene una idea
preconcebida y busca ejemplos para ratificarla. Muy poco científico, le digo yo.
Pero es sospechoso. ¿Por qué habrá muchas más mujeres que
creen en cosas raras que hombres? Bueno, no todas: mi abuela es
una escéptica tremenda. Atea militante, creó una asociación y
todo. Ella y mi abuelo me abrieron mucho los ojos. Pero yo veo
cantidad de tías con estos rollos. Más que tíos. Quizá es que no
tienen ningún pudor en reconocerlo, que también puede ser. Lo
encontrarán femenino. Será eso: que ellas lo manifiestan a las
claras, porque en las sectas –un tema que me interesa mucho–
hay cantidad de hombres también.
Siempre había deseado tener una novia con una mente racional pero que estuviera buena, y fuera –bien, lo admito– algo coqueta, femenina. Pero no había podido ser. Haberlas, habíalas; tenía algún amigo con alguna de ellas. Pero pocas, ¿eh? Yo había
conocido muchas más de las otras. Parece que hay crédulas a miles. En radio, en televisión… A Luz, mi abuela, le dan mucha rabia esos programas de televisión donde se enfrentan los creyentes en alguna cosa rara y los supuestos escépticos.
–No sólo el nivel de todos en general es bajísimo, sino que,
en el lado de los creyentes, siempre hay un montón de señoras
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Polvo de estrellas
extravagantes y algún señor rarito. Y, por el otro, todo hombres.
¿Es que no existen en este país mujeres con sentido común? –se
queja.
Y es verdad. Son programas machistas y estereotipados. Y a
las mujeres escépticas no se las ve. Deben pasar, en general, de
estas polémicas. Y no debería ser así. Sólo se muestran las otras.
Y los que viven de tomar el pelo a la gente.
Y la de mi padre, un espécimen de cuidado. De manual. Quedamos para tomar un café que, en realidad, se convirtió en una
orgía de bollos y chocolate. Bueno, por mi parte, que ella apenas
tomó un té. Conchita no paraba de insistir en que comiera más
cosas. Así que pedí de todo.
Al principio, no sabía de qué hablarme. Yo veía que se ponía
nerviosa, pero la dejaba hacer. Cuando ya parecía que todo languidecía, cayó la bomba. Fue la hostia, oye. De no tener tema
para hablar, al final, pasamos en la cafetería mogollón de rato.
Vamos, horas. Porque tenía que ir a hacer la cena, si no nos quedamos toda la noche.
Fue la rehostia. En el tiempo que estuvimos hablando, la tía me
salió con que no sólo creía en la astrología –¡una experta que hasta había dado clases!–, sino que opinaba con desparpajo que había
“fuerzas”, “energías” –¡energías errantes, oye!– que corrían por
ahí como si tal cosa. Evidentemente, cuando crees en algo irracional, ya crees en todo.
Me soltó un rollo más o menos como éste:
–Mira, yo creo que somos energía y cada cual tiene un nivel
de sensibilidad distinto para detectarla y sentirla. Pienso que sería fantástico que todos aprendiéramos a canalizarla y dejar fluir
e intercambiar esa fuerza con otras personas.
–¿Qué tipo de energía? –le pregunté preparado para saltar–.
¿De dónde sale, cómo la mides?
–Eso me da igual: la auténtica verdad del mundo externo es la
energía en cualquiera de sus formas. A mí me encanta dejar fluir
la energía, renovarla, aprendiendo de las alegrías, las penas, los
20
Observación
sufrimientos, las equivocaciones, porque todo, absolutamente,
bueno y malo, enseña, enriquece muchísimo.
Se quedó así de descansada. Lo decía con un aire beatífico que
parecía un cura con tetas. ¡El “mundo externo”! Ya ves. Lo más bonito de todo era que le “daba igual” de qué energía se tratase. El
chollo que tiene el pensamiento mágico es que no se siente obligado a demostrar nada; no le teme, ni a la oscuridad, ni a la contradicción. Qué digo temor: la dificultad de comprensión y la ambigüedad de las significaciones se reciben como rasgos fundamentales de
la autenticidad y de la profundidad de un conocimiento. Es más, parece ser que unos fantasean y son los otros los que deben demostrar
que no es cierto lo que los fantasiosos dicen.
Me lo soltó así:
–¿Cómo demuestras tú que no existen más energías que las
que reconoce la ciencia?
–Oye, amiga, “energía” es simplemente un número, no es una
cosa que exista como existen las piedras o las neuronas de tu cerebro. Es un término que ha introducido la física para dar cuenta
de una simetría, de una regularidad que hay en el universo. Y vosotros habláis de “energías” y “vibraciones” como si realmente
estuvieran ahí, cuando no tienen más existencia real que el ratoncito Pérez.
–¿Ah, sí?
–Sí –la corté–. Y, además, no soy yo quien tiene que demostrar que existen tus “energías errantes”. Es quien afirma algo extraordinario el que debe hacerlo.
–¡Vaya! –se ofendió.
–Todo eso de la energía son términos que utilizan los místicos
para dar contenido científico donde no hay contenido de ninguna
clase.
–Qué sarta de barbaridades…
–Mira, resumamos –dije, molesto. Encima lo mío eran “barbaridades”–. «Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas
extraordinarias.» Lo dijo Hume.
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Polvo de estrellas
Qué menos, ¿no? Si yo digo que en mi pueblo ha nacido un
ternero con dos cabezas, no hace falta que aporte muchas pruebas. No es lo normal, pero es una aberración de la naturaleza. Es
explicable y no ataca las leyes conocidas. Pero si digo que en mi
pueblo las vacas son de color de rosa y que vuelan, tengo que demostrarlo de manera clara. Una vaca que vuela no sólo atenta
contra toda la experiencia tradicional con las vacas de todas las
épocas y lugares, sino que va contra las leyes mismas de la física, la biología y de lo que quieras. Es mi obligación probarlo y no
del pobre tío al que dejo con la boca abierta.
–Bueno –dijo–, todo, todo no se puede probar. Hay condiciones en las que…
–¡Ah! –la interrumpí–. Entonces la demostración es imposible. Y mucho menos puedes llamarle a eso “experimento científico”. ¡La excusa de siempre! Si hago un experimento para demostrar que en mi pueblo las vacas vuelan, no vale, si no
funciona, decir que “hoy la vaca no está inspirada”, que “tiene dolor de cabeza”, que “le ha venido la regla”, que “desprendes malas vibraciones y la pobre se retrae” o que “ante incrédulos como
tú no quiere volar”, no vale, ¿eh? Así ya no es que no puedas
probar que algo es cierto; es que ni siquiera puedes probar que
es falso. Y eso es una condición mínima para un experimento
científico.
–Pues puede suceder a veces –replicó, tozuda.
–Sí. Éste es el truco que emplean los espiritistas, parapsicólogos y toda esa gente cuando se extreman las medidas de control
y no les dejan engañar a gusto.
–¿Engañar? –repuso, ultrajada–. Yo no digo que no pueda haber fraude a veces pero hay otras veces que…
–¿Y cómo determinas cuáles son auténticos y cuáles no si no
se puede hacer un experimento siquiera?
–Pueden ser personas reputadas, con una trayectoria. O creencias milenarias…
–¡Qué dices, qué dices! Ni la autoridad de una persona en
22
Observación
cualquier campo, ni la antigüedad de una práctica son argumentos para dar validez a una afirmación. Hay que usar el método
científico. El rasero es el mismo para todos. Es “la prueba del algodón”.
Me miraba con aire burleta y de superioridad. ¡Con menuda
tontaina me tocaba bregar!
–Mira, déjalo –le dije al final–. «El peso de la prueba recae
sobre el que afirma algo.» Y también lo dijo Hume, creo.
Pues para ella era la primera noticia. Se sacaba de la manga
unas “energías” y no le veía necesario añadir más explicación.
¡Qué cómodo! ¿A qué me sonará todo esto? Como no era tan tonta como para hablar de espíritus –o quizá no se atrevía entonces–
y de fantasmas, te hablaba de “energías”, que sirven para lo mismo. Y es que tenía unas tragaderas increíbles. Hasta estaba sorprendida de que yo no creyera en que nos visitasen seres extraterrestres. Con la cantidad de estrellas y de galaxias que había por
ahí, ¿cómo podía ser que no creyera “que alguna vez hubieran
venido”?
–No es que no crea, oye, no es que no crea que sea posible que
exista gente “allí afuera”, sólo que para afirmar que realmente nos
visita alguien harán falta unas pruebas un poco concluyentes, ¿sabes? Y no las hay por ningún lado, tampoco –le contesté yo.
–¡Anda!, pero si tienes testimonios a cientos, incluso de algo
que se llama “abducciones”, no sé si conoces el término… –dijo
pedantilla.
–¡Pues claro que conozco el término! –salté–. ¿Y qué? Aún te
creerás que porque algo tenga un término rebuscado tiene más visos de verosimilitud. Es un término chorra que se refiere a supuestos secuestros de humanos por parte de alienígenas, para hacerles
experimentos superfluos o… para follárselos directamente. ¿O no?
Hizo un mohín de desprecio y desagrado. No le había gustado
“el término” que había usado yo. Se llevó una mano al pecho como
si quisiera protegerse.
Pero fue para recobrar fuerzas y atacar.
23
Polvo de estrellas
–Pues has de saber que existen pruebas de miles de “abducciones”. Y muchas de ellas se han realizado para someter a los
humanos a eso que tú has mencionado con tan refinada expresión
–sentenció señalándome con el dedo.
–Muchas, muchas hay; los extraterrestres están como obsesos
abduciéndonos a diestro y siniestro –contesté. Y acercándome
con aire torvo a ella le susurré–: Parece ser que, a la que pruebas
una terrícola, siempre repites…
Creo que con eso la desconcerté. Las alusiones sexuales la ponían en guardia. Abrió mucho los ojos y se echó instintivamente
hacia atrás. Me miró desafiante por unos segundos. Empezó a ver
que tenía delante un hueso duro de roer. Alguien que sabía casi
tanto como ella de abducciones y de cópulas cósmicas, y que,
además, se las tomaba a guasa. ¡Toda una novedad!: había gente
incrédula en el planeta Tierra.
Eso pasa por merendar con desconocidos.
Pero no se dejó amilanar en absoluto: al momento seguía totalmente a su bola. Es más, se decidió por perdonarme la vida y
mirarme todo el rato con una lástima condescendiente. ¡Encima
eso! A mí, es que estos temas me alteran. Como si me enseñaran
un trapo rojo. ¡Y porque no tuvimos tiempo de más! Para mente
abierta, la de ella. Se te agujerea un poco la mente, y se cuela
todo dentro. A menos que tu fe te lo prohíba. Y no parecía ser su
caso.
Esperaba el momento de poder contárselo a los del grupo de
ciencia. Todo tíos en mi grupo. Cuando cae alguna mujer, es que
es la de alguno de ellos. O algún bicho raro. Desde luego, si quieres ligar, ése no es el sitio. Mejor te apuntas a un curso de reflexoterapia o de flores de Bach. Se iban a partir el culo de risa porque, eso sí, Conchita era de lo más clásico. Es que lo tenía todo,
joder. Aficionada a la astrología, al tarot, a los videntes. Todas las
mancias posibles. ¡Astróloga cuasi profesional y no conocía
Ofiuco!
Pero yo ya he visto eso en la mayoría de astrólogos que salen
24
Observación
por televisión y en alguno que he conocido. No tienen ni idea de
que el Sol pasa por catorce constelaciones y no por doce. Sin
contar con que las supuestas fechas de los signos ya no se corresponden con la situación actual del Sol en ellas.
Las constelaciones son un conjunto heterogéneo de estrellas,
todas ellas a distancias variables de nosotros y desconectadas entre sí, excepción hecha de que constituyen un dibujo sin más sentido que el que le queramos dar cuando las contemplamos desde
un lugar no particularmente especial de la galaxia que es el nuestro. Como cuando vemos tres árboles iguales en fila, uno al lado
del otro, en la lejanía: nos acercamos a ellos y ni están en fila, ni
son del mismo tamaño, ni nada de nada. Una constelación como
Leo no es una entidad en absoluto y, por lo tanto, no es la clase
de cosa hacia la que Júpiter, o lo que sea, puede decirse con propiedad que “se desplaza”, como dicen en los periódicos.
Además, el trazado de la constelación es efímero. Hace un
millón de años nuestros antepasados Homo erectus miraban con
curiosidad durante la noche un conjunto de constelaciones muy
distinto del que ahora vemos. Dentro de un millón de años nuestros descendientes verán otras formas en el cielo y los científicos
ya sabemos qué aspecto tendrán. Éste es el tipo de predicción detallada que los astrónomos, y no los astrólogos, pueden hacer, y
que, a diferencia de la de éstos, será una predicción correcta.
¿Y el efecto que puede tener una cosa así en las personas?
Ninguno. Hablamos de astros que están a distancias enormes. Ni
siquiera los planetas tienen posibilidad de influenciarnos. Si fuera así, la Luna, que está al lado y tiene un efecto claro, entre otras
cosas, en las mareas, no nos dejaría vivir.
–Conchita –le dije al pasar frente al Tibidabo mientras me
acompañaba luego con su coche a mi apartamento–, esta montaña ejerce sobre ti una fuerza gravitacional mucho mayor que Júpiter. Es cierto.
Y le hice unos números en un pedazo de papel:
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Polvo de estrellas
Fuerza de Júpiter
Masa de Júpiter
=
Fuerza del Tibidabo
Masa del Tibidabo
Distancia del Tibidabo a Conchita
2
Distancia de Júpiter a Conchita
–Si la masa de Júpiter es de 2 x 1027, la del Tibidabo más o menos de 1010 y la distancia del monte a ti es de un kilómetro y la de
Júpiter a ti de 628.330.000 kilómetros, que es cuando está más
cerca, verás que la fuerza con la que te atrae Júpiter es la mitad
con la que te atrae el Tibidabo.
Y me miró como a un sonado. Y eso que, entenderme me entendía, que de tonta no tenía un pelo. Pero la credulidad es así. Que la
astrología “funciona”, decía. Que lo había comprobado “mil veces”.
También la Virgen de Lourdes “funciona”, ¿no te fastidia? Yo
me leo el horóscopo de cualquier signo y, uno más y otro menos,
me encajan todos. Si no hoy, mañana. Da igual que lea Virgo que
Libra. Tirando de aquí y de allá, se me ajustan todos. Como un
calcetín elástico, que vale para talla 29 y la 43. «Eres ordenado
pero no excesivamente», «Eres tímido pero a veces puedes ser
muy lanzado», «Tienes iniciativa pero sin dejar de ser cauto».
Todo esto son frases que no quieren decir nada en absoluto.
Ya me imagino la estrategia del astrólogo con el cliente: si encuentra a una persona muy tranquila y apacible con cinco planetas en Aries, ello no le hará dudar para nada que Aries significa
agresión. La astrología no se equivoca. Así que pueden comentar
que su ascendente es Piscis, o que el Sol está en conjunción con
Saturno, o que tiene su regente en la duodécima casa. Si ninguna
de estas excusas es posible, pueden decirle –que son capaces–
que aún no ha desarrollado su potencial Aries. O pueden argüir
–como he oído hacerlo– que, si esa persona tiene un exceso de
planetas en un signo en particular, tenderá a suprimir las características de ese signo debido a que tendrá miedo de que, al desarrollarlas, la lleven al exceso. Así de fácil. Pero si al día siguiente se encuentran con un hombre muy agresivo que también tiene
cinco planetas en Aries, cambiarán su rollo: dirán que debía ser
así por narices debido a esta configuración tan evidente.
26
Observación
Y esta manera de actuar vale para todo lo demás, el tarot o lo
que sea: si el cliente no se identifica con ello, pueden decir: «No
te conoces bien a ti mismo» o que «Los astrólogos no somos infalibles». Con frases como ésta se descarga al astrólogo de culpa
pasándosela a los clientes.
También tienen otra opción muy cómoda: decirles que «Otro
factor puede ser responsable» o que «la interpretación no es típica». Con esto se le hecha la culpa a la ambigüedad lógica de una
carta astral. Con estas oportunas armas consiguen que todo el
proceso sea inverificable y, encima, los clientes, que no conocen
el funcionamiento del método científico, ni siquiera se enteran de
que hacen el primo.
La superchería pseudocientífica impregna todos los campos.
Hay cosas más o menos graciosas, como los estereotipos nacionales. Que si el catalán, que si el andaluz. Me imagino esta versión del horóscopo en un periódico:
«Catalán: forma parte de tu naturaleza ser sensato, trabajador
y metódico, lo que hoy te será útil en tu profesión. Pero diviértete un poco. No hace falta que interrumpas el curso apasionado de
tu romance para doblar tus calzoncillos. ¡Y dale propina al camarero, hombre!».
«Andaluz: tu sangre caliente mediterránea te puede arrastrar
de nuevo: guárdate de hacer algo que puedas lamentar. Y mantente alejado del ajo y la guindilla a la hora de comer si tienes aspiraciones románticas esta noche. En vez de esto, llévate tu sombrero cordobés.»
Es una burrada todo esto. Encima, si se toma en serio, alienta
el trato prejuicioso de las personas al considerarlas, más que
como individuos, como tipos. Imaginaos un anuncio en un periódico que pusiera: «Escorpios abstenerse», o «No hace falta que
escribas si eres Tauro». Porque la gente no es tan idiota de creérselo a este extremo pero, si te fijas, no está tan lejos de frases
como «Negros no» o «No se admiten moros». Estas burradas son
un triste alimento para el racismo. Sin ir muy lejos, por aquí cer27
Polvo de estrellas
ca hay chalados que hasta creen que un Rh concreto justifica una
manera sumamente expeditiva de hacer política. Y no señalo.
Todo esto se lo dije aquella tarde. Me vi obligado a decírselo; se
convirtió en un apostolado. Fui su torturador durante meses. Hasta
que de la manera más capulla acabé siendo yo el torturado. Y ni siquiera lo hizo a propósito la muy tontaina. Para ella, supongo, fue
cosa del destino, de que todo está escrito; para mí algo que emergió, una contingencia, un producto retorcido del azar.
Sea como fuere, me jodió la vida durante tiempo.
**
Se equivocaba si creía que tenía que aguantarle. ¡Qué chico
tan impertinente y soberbio! ¡No sabes cómo se me puso en la
granja! Yo mejor voluntad no podía demostrar; ya le dije a Enrique que haría cuanto estuviese en mi mano para que se sintiese
bien con nosotros. Pero aquello no estaba previsto. ¡Qué traumatizado ni que niño muerto! Fresquito y chulín como él solo, ¡y
con qué humos! A mí, lo que más rabia me da, lo que no he podido soportar nunca es que alguien que no tiene ni idea de estas
cuestiones me rebata por las buenas. Menos insultarme directamente, me dijo de todo. Que tenía que demostrar las cosas que
afirmaba. ¡Vaya! Que «El peso de la prueba recae sobre quien
afirma algo», dijo. Una frase de Hume, no veas, que me lo nombró un montón de veces, parecía su santo patrón.
Vamos, ya ves, ¡qué estudiase como yo había estudiado y vería la demostración dónde estaba! Estuvimos horas hablando en
la granja aquella. ¡Qué hablando!, ¡gritando!
–Cinco mil años tiene la astrología por lo menos. Merecerá un
respeto digo yo –le espeté.
–Pues, qué quieres, en cinco mil años ya habría tenido que demostrar que valía para algo, ¿no?; que ha tenido tiempo de sobra.
Además, que sea antigua no quiere decir nada necesariamente
bueno. El asesinato también es algo muy antiguo y mira…
28
Observación
¡El asesinato! ¡Vaya ejemplo! ¡Qué chulería la de aquel chico!
Harta, harta estaba de ver cómo se cumplía el horóscopo a rajatabla y venía aquel mocoso a decirme a mí que todo aquello eran,
¿cómo dijo?, “burradas”, eso.
–Pues, para que lo sepas, chulín, la creencia en astrología ha
existido en muchas culturas…
–¡Y que la Tierra era plana!
–¡No interrumpas! Y muchos grandes sabios han creído en
ella y está comprobada científicamente.
–¡No y no! Algunos sabios han creído en ella, pero hay que
ver en qué época y en qué lugar. Pero otros muchos, no. Y de demostrada “científicamente”, para nada, ¿me oyes?
–Sabrás tú… ¿Acaso eres astrólogo? ¿No? Entonces no estás
cualificado para juzgar la astrología.
–¡Cómo que no! –me dijo gritando más de la cuenta–. ¡Ésta sí
que es buena! Cualquier persona está cualificada para juzgar lo
que sea si existen los medios para acceder a su conocimiento. Y
si no existen, es fascismo. ¡Pues estaríamos buenos! Además, es
como si me dijeras que sólo puede juzgar un crimen un criminal.
¡Hala, todos los jueces criminales! –Se apasionaba tanto que no
me dejaba ni hablar–. Y si la astrología puede predecir el futuro,
¿por qué los astrólogos no gobiernan el mundo, eh? –preguntó.
–Vamos, sí, ¡qué más! –respondí–. Te creerás que es tan fácil
eso. Examinar las cartas astrales de cada persona, ciudad o país con
la esperanza de encontrar indicaciones es una tarea imposible.
–Bueno, pues tiene que ser muy fácil en una carrera de caballos, en unas elecciones o en una carrera ciclista, ¿no?
Bien, qué le iba a contar, ¡con la cantidad de predicciones correctas que se han llegado a hacer! ¡Hasta presidentes como Reagan utilizaban la astrología para la toma de decisiones importantes! Se creería él que sabía más que el presidente más poderoso
de la tierra. Yo soy una auténtica Leo: soy exuberante, tengo sentido del humor, alegría, entusiasmo y ayudo a los demás ofreciéndome a ellos. Y, además, a mí, una vez, alguien me predijo
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Polvo de estrellas
que conocería a otro Leo que cambiaría mi vida y se cumplió totalmente.
–Alguien me vaticinó una vez que un Leo cambiaría mi vida,
¿sabes?, y te puedo asegurar que fue así –le dije.
–¡Vete a saber cuántas cosas te han vaticinado y cuántas se
han cumplido! ¡Y a saber cuántos Leos han pasado por tu vida,
también! –repuso él.
¡Sí, hombre, qué más! Ni que yo fuera Mesalina. Imagino que
no quería decir eso, pero me sonó así. Y el Leo en concreto que
cambió mi vida fue su padre, pero ni muerta pensaba contárselo.
¡Lo que hubiera disfrutado discutiéndomelo!
Y no sólo se metía con la astrología, también con la videncia en
cualquiera de sus formas; el tarot, por ejemplo. Decía que era todo
lo mismo, que “captábamos” las pistas que daba el cliente.
–Cuando entra una persona en la consulta, el vidente o el astrólogo ya saben un montón de cosas sobre ella. Por la ropa, si
lleva anillo de boda o no, la actitud, la clase social. Mil cosas. Se
le llama a eso “lectura en frío” y es un truco que usáis todos los
que practicáis estas mancias.
–Oye, guapo, ¿tú qué te has creído? –salté yo.
–No digo que lo hagáis a propósito o con malicia. No todos,
quiero decir. Pero es un viejo truco que utilizan los prestidigitadores y los magos. Y no alardean de poderes o de influencias de
los astros.
Yo estaba supermortificada. En el poco tiempo que me dediqué a la astrología, nunca, nunca había usado yo ningún “truco”
para nada. Vamos, es que me daba hasta asco la sola idea de ello.
¡Pero si me pasé años sin cobrar un duro! Y al final puse una tarifilla de lo más ridículo para poder pagar el alquiler del despacho. Me sentía ofendida. De verdad.
–Oye, no te ofendas por ello, ¿eh? Tú seguro que eres muy
honrada y actúas de corazón pero, para los magos, se trata de
una sutil combinación de lo que es corriente (salud, dinero y
amor) y de ir pescando pistas. La gente luego descubre involun30
Observación
tariamente sus cartas cuando la cosa se va calentando: contesta
sí o no, pone cara de decepción si la cosa no va por donde debe
o, directamente, habla de sus problemas. Los magos llaman a
eso “lectura en caliente”, ya ves. Y todo ello ayudado por la propensión de la audiencia a recordar los aciertos y a olvidar los fallos. Es típico.
Todo eso lo decía mojando pastas en el chocolate y hablando
con la boca llena. ¡Así que era esa cosa lo que Enrique y yo debíamos integrar en nuestras vidas! Impresentable; ¡vaya disgusto
que tenía! ¿Integrarlo en nuestras vidas? ¿En serio? ¿Discutiéndomelo todo?
Porque me discutía hasta lo de las energías. ¡Cómo se puso
con ellas! ¡Pues a ver quién es el que no ha oído hablar nunca de
eso! Las gravitatorias, las telúricas, las vitales. ¡Pero si la energía
es la base de todo! ¿Acaso no sabemos que hay energía en una
persona, en un ser vivo, en una planta, en una piedra? ¿Acaso no
sabemos que la energía no se destruye nunca? Es un principio de
física: ni se crea ni se destruye. Siempre está con nosotros.
–Ya te he dicho que es una abstracción, un número. Tú la llamas energía y otros la llaman “alma” o “espíritu” –dijo él.
Bueno, ¿y qué? ¿Dónde estaba el problema? Me daba igual
cómo se la llamase. Cada cultura, cada religión la llamaría de una
manera. Pero estamos hablando todos de lo mismo. Cada uno lo
experimenta de una forma, consciente o inconscientemente.
A veces, de manera estremecedora. Aquél era, precisamente,
mi trabajo de entonces. Yo conocía a personas, por ejemplo, que
oían voces. Afirmaban que pertenecían a entidades externas, parientes muertos o guías espirituales. A veces, estas entidades deseaban expresarse a través de ellas, con lo que éstas se convertían
en su canal. Otras personas tenían visiones.
Oír voces y tener visiones pueden ser experiencias muy elevadas que ayudan en la búsqueda del alma, pero también pueden ser
experiencias ambiguas. Hay que saber qué se trae uno entre manos;
esto es una profesión. Buena parte del material transmitido es de
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Polvo de estrellas
sentido común o inofensivo –recuerdos para familiares o consejos
para ellos–, pero también hay mensajes de destrucción o de fatalidad que pueden llevar a la gente a todo tipo de desgracias.
Lo que yo trabajaba, o sea, las técnicas de respiración consciente y el diálogo con la voz, solía conducir de manera natural y
sin esfuerzo al trabajo con las vidas pasadas. Es lo que llamamos
terapia de regresión o de reencarnación. Yo misma he tenido acceso a recuerdos de vidas pasadas, tanto humanas como animales,
desde el principio de mi adolescencia, aunque entonces lo relacionaba todo con la religión católica, de la que era muy practicante. En el curso de mi búsqueda del alma, mi trabajo con mis pasadas existencias me llevó a dimensiones más profundas y mis
recuerdos se aclararon. Cuando recordaba incidentes de mis vidas anteriores, lo hacía con la misma intensidad y calidad que
mis memorias infantiles o lo sucedido el día anterior. Lo mismo
con los viajes astrales.
Seguro que le daba un pasmo si se lo contaba.
–Tengo experiencias de salida del cuerpo y siempre las he tenido –le dije, plantándole cara.
–¿Y eso cómo se come? –contestó mirándome desdeñoso.
–Mucha gente las tiene. Estás en la cama, parece que te duermes y, de repente, te ves desde fuera. Es peligroso que te despierten, ya que la caída astral puede impedir que tu alma regrese.
(¡Hala, toma!)
–Esto es que estás medio dormida. Son los típicos sueños ligeros de la primera fase, que parece que te caes y tienes un sobresalto.
¡Bah! ¿Qué sabría él? Es algo parecido, pero mucho más vívido; no es tan simple. El alma y la psique son complejas. Vivimos la vida, pero también vivimos en relación con la vida, buscando su significado, interpretándola y tratando de dar sentido a
nuestras experiencias. Lo que él no entendía es que yo buscaba el
sentido de todo. El alma nos enseña y nos guía de muchas maneras distintas: a través de las experiencias de la vida, a través de
32
Observación
las relaciones, de los símbolos, de las visiones, del sufrimiento y
de todo. Hay que haber vivido, cosa que él no había hecho, y se
le notaba a la legua. Inexperimentado y dogmático, ¡vaya mezcla! Yo no quería ser dogmática, ni quería imponer mis creencias
a los clientes. Eso es injusto. La tarea del alma de cada cliente era
decidir cómo entender el material que surgía en nuestras sesiones, y la mía era aceptar sus interpretaciones, teniendo en cuenta
que el trabajo debía ser enraizado y que debía prevalecer el sentido común.
La mayoría de las sesiones de vidas pasadas son muy parecidas
a las de la vida presente, si exceptuamos el hecho de que tiene lugar en trajes de época y en escenarios históricos. Tratan de los problemas humanos habituales: familia, relaciones, trabajo, sexo, salud, dolor y sufrimiento, y de dar sentido a la vida. Estas sesiones
nos ayudan a explicar ciertas actitudes que no tienen sentido separadamente en el contexto de esta vida. La gente cree que la mayoría de las reencarnaciones tienen lugar con personajes famosos o
ricos –Cleopatra, Napoleón, príncipes o papas–, pero en realidad
una gran parte son gente ordinaria como nosotros.
Cursos como los míos, además, ofrecen la posibilidad de convertir esta energía del alma en capacidad de sanación, pero sin
debilitarnos ni absorber la enorme cantidad de energía negativa
de los enfermos. Hay que trabajar con cuidado y tener cierta precaución con la energía de los demás. Que ésta es otra, que no
todo el mundo lo tiene en cuenta. Es de vital importancia para
mantenerse “limpio”. Combinado con yoga, tiene unas aplicaciones increíbles. Por ejemplo, si te relajas y abres tu chakra del corazón, puedes eliminar fácilmente los pensamientos negativos, el
miedo y la ira. Mis técnicas son fundamentales para utilizar esta
poderosa energía para que actúe en forma directa y concentrada
sobre las emociones y pensamientos negativos liberándonos definitivamente de ellos.
Vamos, podría yo estar años hablando de esto.
33
Polvo de estrellas
*
“En el origen fue ella”… que no entendía qué hacía yo en
Barcelona y más entrando en su vida de golpe y atacando. Pensaría que estaba allí para fastidiarla.
Pero no: yo era un hombre con un secreto. Les había explicado que estaba allí por cuestiones relacionadas con mi futuro profesional, pero no había querido concretar más. Era un pequeño
capricho privado que me concedía: me regalaba la inofensiva superstición de no dar nada por sentado hasta que lo tuviera en la
mano. Sabía que no pasaría nada si lo contaba –sólo faltaría que
yo creyera en cuentos–, pero no hablaba de mi proyecto para que
los dioses no me castigasen.
No quería enojarla, pero me lo estaba poniendo a huevo. Desde aquel primer momento en la cafetería, en “la granja” que decía ella, encontré alucinante a Conchita. Mi padre era de amplio
espectro. En gustos, quiero decir. Mi madre y ella, como un ciruelo a una patata: se fue al otro extremo. Más joven que él. Mucho más; vaya pájaro. Y estaba buena. No me gustaban tan mayores –nunca me había fijado en ellas–, pero la cosa es que lo
estaba.
Reconozco que me daba corte estar a su lado. Allí en la cafetería, no estaba del todo a gusto. Y, luego, en la calle, menos. Es
que la tía cantaba: tan puesta, tan pijoteras, tan cursi. Todo lo que
llevaba, de marca. Porque ganaba una pasta con las clases esas
que daba, que siempre estaba de viaje. De “terapeuta renacedora”, oye, al final me dijo en qué trabajaba; casi me caigo de la silla. Ya ves; qué manera de sacar el dinero a la gente.
Al otro lado de mi chocolate con nata y apenas bebiendo sorbitos de su té, intentaba hacerme comprender el porqué de esta
técnica y su utilidad.
Sin respirar, y nunca más oportuno, me soltó de corrido lo siguiente:
–La respiración es vida: sin respiración no hay vida, Quique.
34
Observación
Nuestra respiración es nuestro estado de consciencia, ¿sabes?
Nuestros ritmos de respiración habituales regulan nuestro estado
de consciencia y nuestras emociones en la vida cotidiana: un
cambio en el ritmo respiratorio induce un cambio en nuestro estado de consciencia. Esto es lo que enseño a practicar a mis alumnos. Gente que tiene, a veces, problemas muy importantes, no te
lo puedes ni imaginar –aseguró.
Desde luego que no podía ni imaginármelo. Trataba de representármela a ella y a sus alumnos en las clases y me parecía de locos. ¡Qué burrada! ¡Y cómo iba de lanzada!
–La respiración es vida, y la vida es relación –seguía–. El acto
físico de inspirar y espirar: tomar, recibir, contener, soltar, dar,
dejar ir, simboliza la relación. El amor, la comunicación, la atención, el respeto, el dinero, el alimento, el… sexo –dijo la palabra
a regañadientes y sin mirarme a la cara, vaya reprimida–, son algunas de las cosas que siguen el proceso que te estoy contando.
Cuando la respiración es libre, la vida es libre.
Estaba hipnotizado mirando cómo movía las manos y la pasión que ponía en aquella sarta de insensateces. Sin dejarme meter baza. Parecía una “niña de Dios” o algo parecido. ¡Qué seguridad! ¡Qué argumentos! Llego a estar deprimido o con fiebre y
me vende La enciclopedia de la respiración consciente en veinte
tomos.
Todo esto mientras me ponía como un cerdo de chocolate con
nata esperando que practicase con el ejemplo y se detuviera a respirar en algún momento. Pero ca, lo mejor estaba por llegar.
–El trabajo de respiración me permite abordar, diría yo, y tengo experiencia en ello –afirmaba–, todo tipo de problemas, sea
cual fuere su origen: concepción, nacimiento, infancia, vida
adulta o vidas pasadas.
–¡Alto ahí! –dije, atragantándome–. ¿Me estás diciendo que
solucionas problemas causados por traumas no sólo de la vida
adulta o de la infancia, sino del nacimiento y… de las vidas pasadas?
35
Polvo de estrellas
Me miró con un aire entre modesto y de satisfacción irreprimible. Sus abalorios, pulseritas y pijaditas de oro brillaban animadamente con los últimos rayos del sol poniente que entraban
en la cafetería. Se cogió un mechón de su pelo rubio y se recostó
contra el respaldo de su silla como para ver mejor el efecto de sus
palabras en mí. Me pareció que sus tetas se disparaban como misiles con esta postura.
–Sí, esto te digo. A través de la respiración y de otras técnicas.
Verás –se acercó de nuevo, confidencial–, nuestra respiración nos
lleva –e hizo un gesto suave con la mano delante de mi nata– delicadamente a las profundidades de nuestro ser. ¿Entiendes?
Me quedé mirando su mano en estado de trance. «Delicadamente a las profundidades de nuestro ser.» ¿No te jode? Eso es lo
que me había dicho. La tía me hace un pase mágico delante de mi
nata, ¡y me suelta una chorrada como si fuera la hostia! Me lo
dice otra y creo que me toma el pelo. Por unos segundos cerré los
ojos y seguí viendo su mano navegando delante de mí como la de
una bailarina balinesa.
¡Alucinante! ¿Acaso pensaba que yo era uno de los tarados
que iban a sus cursos? Pues estaba muy equivocada, ya se iba a
enterar. ¡Qué tía!
Le ponía una cara de total incredulidad, pero ella seguía a lo
suyo. Es más: intuía que estaba a punto de introducirme en un secreto aún más grande.
Se acercó a mí y, en un susurro, añadió:
–También nos lleva a “estados alterados de conciencia”.
–¡Hostia! –exclamé yo mientras ella daba un respingo–. ¡Estados alterados de conciencia! ¡Sólo me falta eso! ¿Qué más?
–Bueno, chico, la búsqueda del alma es algo normal. Ya veo
que tú te ríes de eso, pero yo les digo a mis alumnos que es como
un río que se dirige al mar… O como un pájaro que conoce instintivamente su ruta migratoria. El alma encuentra su camino. El
alma conoce su camino de desarrollo.
Me lo dijo desafiante, sabiendo que a mí no me lo iba a ven36
Observación
der. ¡Mi madre! ¡El trabajo que nos ahorramos los que no tenemos alma! Aquella mujer y sus alumnos no sólo se tenían que
ocupar de una, que bastante guerra parecía darles, sino que aparentemente se les perdía y se dedicaban a su “búsqueda”. Mil veces peor que tener un gato en celo. ¡Y menos mal que las almas
resultaban tener “instintos migratorios” y acababan volviendo!
¡Qué suerte!
¿Y lo de los “estados alterados de conciencia”? Mejor no hablemos. La cosa es que se lo creía y mucho. No sólo ganaba dinero con ello, sino que se consideraba la madre Teresa de Calcuta por lo menos. Ahora un curso aquí, ahora un curso allá.
Ganaba en un mes lo que yo ganaba en un año en Rayos X.
¡Qué mujer! Educadita, rubiales, suave, pendientitos, collarcitos, labios pintados. Un arco iris de colores y de ositos colgados. En el cuello, en la pulsera. Hasta en el bolso los llevaba.
¿Qué pasaba? ¿Era el Año Chino del Oso? Vaya colección. Y, encima, chalada. No me gustaba nada. Vi al momento que tenía
buenas tetas y buen culo, pero eso no es suficiente para que una
mujer me diga algo a mí.
«La verdad –pensaba yo– no entiendo qué hace con mi padre;
no creo que ande ya para muchos trotes. Se los tiene que poner
bien puestos, siempre arriba y abajo fuera de casa.» En el fondo,
para mí que papá lo debía tener asumido: todo no se puede tener
y a él le había tocado la lotería.
De sobra.
**
En mi afán por descubrir, fui reconociendo y percibiendo muchas cosas interesantes. Sentía que las emociones y la energía
eran lenguajes ocultos que se descodificaban intuitivamente. La
renovación de la vida es un círculo constante de enriquecimiento
personal que se alcanza pasando por las diferentes etapas de la
existencia. Cuando hablo de existencia no me limito a la terrena,
37
Polvo de estrellas
porque sé que hay otras en otros muchos niveles. Cuando me
daba cuenta de que las circunstancias que estaba viviendo ya las
había vivido anteriormente, tenía verdaderas mareas emocionales, pero no le daba vueltas a la cabeza y las dejaba pasar.
La verdad es que me hubiera encantado recordar todo lo que
había hecho en mis otras vidas. Mari Carmen, que era mi vidente entonces e intuía muchas cosas de las vidas anteriores (hubiera valido para terapeuta renacedora, también), sabía interpretar la
energía del alma, y me dijo que la mía era un alma vieja. Yo lo
asumía con alegría porque lograba convencerme de que había estado en otros muchos sitios antes que aquí y que había venido
para aprender y mejorar, día a día, como ser humano. Y como
todo llega cuando tiene que llegar, surgió, de forma espontánea,
la necesidad de ocuparme de mi mundo interior. Al tocar ese
mundo interior, todos los canales de información y de contactos
necesarios para seguir creciendo espiritualmente se me abrieron
y se produjeron hechos prodigiosos.
Por ejemplo, a veces, acababa de conocer a una persona y sabía, con total seguridad, que la había conocido antes. Cuando era
niña no me daba demasiada cuenta de estas cosas. Era muy religiosa, pero más bien porque en mi casa lo eran, iba a un colegio
de monjas y todo eso. Empecé a ser consciente a medida que iba
aprendiendo y evolucionando. Hasta que un buen día, no sé exactamente en qué momento –quizá cuando lo de Álvaro, puede ser
se produjo un profundo cambio de renovación interior. Un cambio que marcó mi vida y me llevó, posteriormente, a elegir mi
profesión.
El trabajo con las vidas pasadas tiene muchas dimensiones.
Éste era un tema que me encantaba y del que había escrito varios
artículos en excelentes revistas de divulgación paranormal. Por
ejemplo: algunas de las sesiones con vidas pasadas no se parecen
nada a las sesiones de la vida actual. Los clientes recuerdan vidas
en otros planetas y otros universos. A veces ésta es su primera encarnación humana en la Tierra y todo les resulta muy confuso.
38
Observación
Estas personas tienen que aprender lo básico, los aspectos más
elementales de la vida en la Tierra, cosa que les supone un esfuerzo considerable. También hay personas que vienen de otro
espacio-tiempo. Se han reencarnado muchas veces en la Tierra y
saben muy bien cómo es la vida aquí. Son los maestros. Puede
que los ángeles o, incluso, los visitantes extraterrestres lo sean
también, pero en menor medida. Vienen movidos por su inmensa
compasión por la humanidad, para mejorar nuestras condiciones
de vida y apoyar la búsqueda del alma. Todas las religiones los
tienen: Buda, Jesús, etc. Una prueba de ello son los milagros. En
la Biblia se mencionan muchos de ellos y la física cuántica hoy
en día ha venido a ofrecer explicaciones de ello. Si no es así,
¿cómo comprender esas nuevas ciencias como la psicología
cuántica, que reflejan claramente que el principio de incertidumbre, en los átomos, no es otra cosa que la incertidumbre que a todos nos asalta cuando debemos elegir entre tantos dilemas como
nos presenta la vida?
Le mencioné precisamente esto aquella tarde en la granja a Quique. Venía a cuento por la discusión que llevábamos sobre el alma
y las energías. Él parecía no saber de qué le estaba hablando.
–Parece mentira que seas físico, chico.
–Mira que bien. ¿Y por qué?
–La física cuántica ha venido a demostrar todo aquello que los
místicos ya sabían desde hacía tiempo: la clara relación existente
entre el microcosmos y el macrocosmos. Por si no lo sabías, eso
de “como es arriba es abajo” tan habitual en la teoría cuántica tiene un origen oriental.
Pero él estaba en total desacuerdo y mis palabras le alborotaban. Hay que ver cómo se ponía. Yo nunca había visto una cosa
igual. Y de la reencarnación no quería ni hablar. Él se lo perdía,
desde luego, porque la mía era una información de primera
mano. Se trataba de mi experiencia diaria, de lo que yo conocía
tan bien.
39
Polvo de estrellas
¿Existen realmente las vidas pasadas? Yo también me mostraba, a veces, muy crítica. ¿Hemos pasado todos por una serie de
encarnaciones? En cualquier caso, en las enseñanzas esotéricas de
todas las religiones, puede hallarse cierta aceptación de su realidad. El alma se comunica de muchas maneras distintas. Yo he tenido casos realmente convincentes, pero a veces parte del trabajo de vidas pasadas puede ser una manera simbólica de tratar con
sucesos o problemas actuales que resultarían muy dolorosos o
sobrecogedores si se trabajasen directamente.
A veces, esas vidas surgían de manera natural y espontánea en
las sesiones de respiración consciente y en el diálogo con la voz,
que es mi método preferido. En este caso no hay inducción. Por
ejemplo, un cliente, pongamos Pepe, tenía un dolor de cuello permanente. Había visitado médicos y osteópatas y sabía que no se
trataba de un problema físico. Mi hipótesis era que su dolor de
cuello debía de estar conectado con un trauma natal –tal vez tuvo
el cordón umbilical anudado al cuello o el parto fue difícil– o con
una vida pasada. Le pedí que sintiese su dolor dejando que su
sensación se agudizara.
Le pregunté:
–¿Qué está ocurriendo?
–Me han pillado y me están estrangulando –respondió.
–¿Dónde estás?
–En prisión –me dijo.
Entonces comprendí que estábamos tratando con material de
vidas pasadas y pude continuar la sesión de la manera adecuada.
La simple técnica de plantear la pregunta adecuada en el momento oportuno hace surgir el material apropiado en toda clase
de terapias, y así se utiliza un mínimo de sugestión.
Procuro evitar las inducciones y, cuando las empleo, trato de
eludir la sugestión en la medida de lo posible. La inducción es
muy parecida a la sugestión hipnótica utilizada por muchos terapeutas de vidas pasadas. No soy partidaria de utilizar sólo técnicas de regresión. Hay que emplear el sentido común.
40
Observación
Cuando se realiza un trabajo con vidas pasadas, resulta de
gran importancia, al final de la sesión, traer al cliente de vuelta al
presente para que le quede muy claro quién es, dónde vive y en
qué período histórico está. No hacerlo así es cruel e irresponsable. Recuerdo un caso muy esclarecedor. Una cliente había vivido una vida anterior en la que era prostituta. No fue traída al presente de una manera adecuada, y por eso no tenía claro ni su
identidad ni su profesión. No importa demasiado si en su vida pasada había sido prostituta o no, lo importante es que siguió pensando que aún estaba en ella, lo que no le hizo ningún bien, ni a
su matrimonio, ni a su familia. Tuve que emplearme a fondo con
ella. Su marido vino a alguna sesión, pero no lograba entender
los auténticos motivos del comportamiento de su mujer por más
que yo se los explicase.
Le llamaba unas cosas que no quiero ni acordarme.
*
Realmente, ya digo, si Conchita era el tipo de mi padre, no sé
qué vio entonces en mi madre. Aunque tardé algunos días en
aceptar una invitación a cenar en su casa (no quería que pensasen
que no me las arreglaba sin ellos), luego empecé a dejarme caer
por allí alguna que otra vez. No parecía fácil al principio: todo
tan ordenado, tan blanco, tan “divino”. Hasta la gata –«Chalimá
no, Shalimar»– era blanca. Yo estuve a punto de comprarme una
campanilla, como los leprosos: «Quita los pies del sofá», «No te
limpies con el mantel», «Toma un posavasos que dejas cercos»…
Me sentía como un cerdo silvestre en un experimento de domesticación.
Y además, ¡qué música! Le molaban a ella auténticos espantos: Rosana Albelo, música de los indios no sé cuántos y toda clase de gaitas. ¡Fue una verdadera prueba de fuego! Encima, humeaba el incienso y había flores por todas partes. (Mi madre
tenía un cactus, pero creo que llevaba años muerto.) Al principio
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Polvo de estrellas
me dio por estornudar. Pienso que fue por la ausencia de ácaros en
el ambiente. Estaba acostumbrado a otro tipo de ecosistema.
Conchita, por casa, siempre iba puestísima: batas de seda o
pijamas de algo como melocotón. La cena, con mantelitos, y el
jamón, si no era de Jabugo, parecía que era una afrenta. Con el
vino, otra comedia: lo paladeaban, lo olían… No había visto tanta tontería desde la época en que iba tanto a casa de mis tíos. Y
Conchita, una empalagosa. Me irritaba extraordinariamente. Veía
cómo “achuchaba”, que decía ella, a la gata y a mi padre y no me
lo podía creer. Yo no hubiera soportado que me “achuchasen” de
aquella manera, como si fuera un animal faldero. Y mi padre se
dejaba, encantado y todo. Era como si le hubieran dado la vuelta
como un calcetín. Le recordaba más bien arisco con mi madre.
Pues con Conchita, como un perrito. Me indignaba. ¡Qué calzonazos! Daban ganas de vomitar…
¡Qué recuerdos!
Pero ya que tenía que aguantarles, intenté saber algo más de
ellos, a ver si lograba entenderles. Curiosidad de entomólogo;
para mí eran como extraterrestres esos dos. Como siempre me
gusta investigar los libros ajenos, cuando tomé más confianza y
ya pude curiosear, empecé a revolver por ahí. En la biblioteca de
Conchita encontré cosas increíbles: algo de novela y poesía y
toda la sección new age en pleno. Me llevé algunos a casa para
echarles un vistazo. Y, mira, uno de ellos era un libro infumable
que también era de los favoritos de mi madre: Los cuantos de
Dios, de monseñor Morera. ¡Ella también! Me iba a sentir como
en casa. Así que ésa era la biblioteca de una terapeuta renacedora, ¿eh?
Una terapeuta renacedora, my gush! Oficio al que se dedicaba con devoción. Y con consulta privada y todo, que tenía un despacho en la parte alta. Y esto no era nada: antes se había dedicado a dar cursos sobre… ¡ángeles! Lo juro.
Sobre tan peregrinos temas empezaron a versar las charlas
que manteníamos después de cenar. Me tenía alucinado. Las con42
Observación
versaciones con ella eran como ver una representación de teatro
japonés. De ese que no entiendes nada.
A veces, se retraía y se enfadaba, y no quería hablar de esas cosas. Pero otras, sobre todo si estábamos de buen humor y habíamos
bebido algo de vino en la cena, se soltaba y me plantaba cara.
–Estoy rodeada de ángeles por todas partes –decía mientras se
ponía morada de pipas (mi padre odiaba que hiciera eso)–, y los
utilizo para todo.
–Venga, cuenta –la animaba yo. Y papá sonreía encantado por
tanta armonía.
–Los noto cuando me rozan la cabeza. Es como si hubiera una
mosca, pero ¡qué va!, son ellos, tan especiales, tan divinos.
–¿Están ahora aquí? –preguntaba yo.
–Claro, están siempre. He ido aprendiendo a sentirlos, y ellos lo
saben y están encantados. Y ¿sabes?: los huelo. Huelen a flores.
–Tú no puedes oler, Conchita –decía mi padre.
Y es verdad, sufre de anosmia desde pequeña. No se sabe
como le vino. Pero ella vive como si oliera las cosas de verdad.
–Qué sabréis vosotros de lo que hay en mi cabeza –decía haciéndose la misteriosa.
Mordía las pipas con un crujidito leve y dejaba las cáscaras
con delicadeza en un cuenco encima de la mesita del café. Al fondo, sonaba suavemente una musiquilla new age, y un incongruente y dulzón humillo aromático se esparcía por encima de
nuestras cabezas, como si estuvieran incinerando a un florido
brahmán justo en la habitación de al lado.
Ella, sentada en la postura del loto, nos miraba como si fuéramos indiecillos salvajes sin conocimiento de Dios.
–En serio –decía, y se ponía muy seria–. A veces estoy en la
cama o en el sofá leyendo y noto una corriente fresca. Es un frío
imposible porque todo está cerrado y con la calefacción puesta.
Estuve mucho tiempo preguntándome a qué podía deberse, y no
encontraba ninguna explicación racional. Hasta que llegó a mis
manos, sin duda porque lo necesitaba (ya sabéis que no creo en la
43
Polvo de estrellas
casualidad), un libro que explicaba qué se siente, qué notas cuando hay presencia de ángeles. Entonces lo comprendí todo. Así
que cuando noto ese airecillo, esa brisa absurda, sonrío porque sé
que son ellos.
–Estás como un cencerro, Conchita –me burlaba yo.
–Bueno –contestaba encogiéndose un poco en su sillón–, tú te
lo pierdes. Puedo incluso visualizarlos y sé cómo son. Me relajo
vistiéndoles –y me dirigía un mohín burlón–, y lo hago de forma
distinta, dependiendo de para qué los necesito. Me ayuda a dirigir mis energías. Les hablo; ellos son parte de mí y les hago venir dónde y cuándo los necesito. Me son de mucha utilidad. Disfruto con ellos.
Me miraba a los ojos como diciendo “ya sé que crees que estoy chalada pero me da igual”. Y yo me encogía de hombros dejándola por imposible. ¡Qué veladas! ¡Qué conversaciones! ¡Qué
mundo tan mágico y “divino”!
¡Qué pena me daba mi padre!
–Tengo una amiga que, si tiene que bajar un momento a la calle, deja los niños a su ángel de la guarda, diciéndole: «Cuídalos
un momento por mí», y se va tan tranquila.
–Pues mejor que no les deje un mechero cerca… –sugerí yo,
alucinado.
–No entiendes nada. Estoy convencida de que es bueno rodearse de una legión de ángeles. Y añadió perversamente, como si me
hubiera leído antes el pensamiento–: Enrique también tiene a los
suyos.
Miré a mi padre con cara incrédula. No podía ser. ¿Hablaba en
serio? ¡Qué estaba oyendo! Y él sonreía, conejuno, un pelín azorado, como quien es pillado haciendo algo feo. Vaya, vaya con mi
padre…
¡Era el colmo! ¿Pena? ¿Había dicho “pena”? ¿Me había solidarizado con mi padre dando por sentado que veía aquello con
los mismos ojos que yo? ¡Qué poco sabía ni de él, ni de nadie! ¡El
famoso abogado! ¡El rey de la jet!
44
Observación
Si ya lo había dicho yo: era un calzonazos, el tío. A saber a qué
perversiones se dedicaban en la intimidad. Tal vez ménages à…
cientos, con los ángeles esos que ella vestía. Y si los vestía sería
porque estaban desvestidos, ¡supongo! Aquello sólo era el principio de un camino lleno de sorpresas desmitificadoras sobre “la
imagen del padre”. Qué pareja de descerebrados, qué decepción…
Ya veis, sólo faltaba eso. ¡Era de cojones, oye! Ella y sus amigos (¡y mi padre?) creían que los ángeles existían y que cada persona tenía los suyos. No era una locura privada; era un mundo
ampliamente compartido, por lo visto, y una fuente de ingresos
para muchos también.
En su local, un piso en el Eixample que visité una tarde, había
folletos de los dichosos cursos angélicos, que daba una amiga
suya que le había tomado el relevo:
CONTACTA CON TU CÍRCULO ANGÉLICO
Todos traemos un Círculo Angélico individual. Estudio que determina cómo llamarlos y en qué puedes ser ayudado por ellos:
• Ángel Interno: Ayuda a conectar más con tu fuerza y tu luz y crecer
dentro del sendero de la sabiduría interna.
• Ángel de la Guarda: Ayuda a liberar pensamientos negativos.
• Ángel Protector: Pauta tu caminar interno que te lleva a ser más tú
y a sentirte más libre en la vida.
Me pillé un montón de folletos y revistas. Me partí el culo con
ellos.
**
Aquello era peor que una invasión. Semanas de lo más intenso. Habíamos pasado de no ver nunca a su hijo a verlo continuamente.
45
Polvo de estrellas
Yo no tenía nada en contra. Es más, si tú quieres, lo poco natural había sido lo anterior. Su ex mujer era tan rencorosa que había
boicoteado por completo la relación entre ambos. Y eso que portarse bien con ellos se había portado. Nunca había dejado de pasar
su paga, y el piso se lo quedó ella. Que por eso estábamos donde
estábamos. Muy buen sitio, sí, pero una caja de cerillas. Lo único
que tenía de bueno es que no cabía nadie más en casa. No quiero
parecer egoísta, pero una pareja mayorcita como nosotros necesita su espacio. No es como si tuvieras un bebé tuyo.
Ya me puso bastante los pelos de punta Enrique al principio:
pretendía mover algunos muebles, cambiar alguna estructura,
¡hasta tirar un tabique! Y todo para que cupiera Quique en casa.
¡Por Dios Santo, con lo que me había costado tener un feng-shui
adecuado! Anteriormente, hasta que vino Honorato (un buenísimo amigo) con la bagua, había tenido una distribución totalmente errónea. Yo notaba que las cosas no iban del todo bien. No me
sentía a gusto. Hasta que no empecé a leer y entrar un poco en el
mundo del feng-shui no me di cuenta del porqué.
En la distribución anterior, por ejemplo, había tenido mi cama
en una zona 4, que es malísima para descansar. Percibía que algo
iba mal y no sabía qué era. Me levantaba molida, y eso que tenemos un colchón de látex fenomenal, que es una sustancia natural
del todo. Pero no era el colchón, simplemente que esa zona no
era la correcta. Enrique, luego, situó ahí su caja fuerte, ya que es
ideal para lo que tenga que ver con el dinero y la economía. ¡Y le
fue fenomenal en la bolsa! Es que para descansar es mejor una
zona 8 o 9, que son las de la iluminación y las de la contemplación. Son las del séptimo y el octavo chakra. Lo hicimos y fue la
solución perfecta.
El salón, aunque estaba correctamente situado en una zona 6,
al ser tan luminoso tenía un exceso de yang. Esto lo solucioné yo
enseguida, aconsejada por Honorato. Con objetos y colores yin, a
pesar de lo mucho que me gusta el blanco, pude equilibrarlo perfectamente. Puse alfombras y cojines con notas azules, verdes y
46
Observación
lilas; todo muy discreto y estratégico. Me quedó de maravilla, divino. Y, al contrario, el baño resultaba excesivamente yin, porque
es algo cerrado, sin luz natural. Me daba como ahogo, y mira que
es casi tan grande como la habitación. También ahí encontré la
solución: poniendo muchos espejos, que aportaron cantidad de
energía yang (y un montón de ideas a Enrique, por lo menos al
principio).
Al cambiar la cama de lado, pude salir de la corriente poco recomendable que se establece cuando dos puertas (la del baño y la
de la habitación) están enfrentadas. Desde que lo dispusimos así,
no volví a tener cistitis, que venían de la corriente del baño, que
nos daba encima. De esta manera, con esta distribución, existe en
mi casa un perfecto recorrido de la energía, con un buen equilibrio del yin y el yang.
Hubiera sido un gran error alterarlo todo de nuevo. Por Dios
bendito. Además, era muy mayor, podía tener su apartamento. Le
habíamos encontrado un estudio que tenía de todo. Hasta una terraza que compartía con el propietario, que era el vecino de al
lado. Aunque nos salía caro todo el montaje, valía la pena. Y él
tenía que estar contento con su propia casa, que le iba Charo, mi
chica, un día por semana. Porque Quique, limpiar, no limpiaba;
en eso era como su madre. Muy aseado para él, sí, pero de lo que
sucedía a su alrededor se desentendía. Decía Charo que iba
amontonando la ropa sucia en el baño hasta que llegaba ella y ponía la lavadora. Y los platos también se los encontraba amontonados. ¡Madre mía, los problemas que hubiéramos tenido!
Yo lo tengo que tener todo perfecto, sino no puedo. Venía
Charo cada día a casa, y eso que el apartamento mide noventa
metros cuadrados y no estábamos allí en todo el día. Y dos veces
al año llamo a una empresa de limpieza que recomiendo totalmente: La Brigada del Mocho. Geniales: me desmontan hasta las
lámparas. Yo soy así. De siempre. No se quejarán no, los del
apartamento donde vivía antes, que no tuvieron que dar ni un
brochazo cuando lo dejé.
47
Polvo de estrellas
Bien, como te decía, de repente, teníamos niño por un tubo. Yo
creo que venía por no cocinar. Le teníamos casi todas las noches.
Había descubierto otros mundos aparte de la pizza que le pedía su
madre al Pizza-Fast. Al principio hacía como si lo despreciase
todo. Le daba igual un jamón que otro y nos trataba de pardillos.
Le ponía platito para el pan, y me lo dejaba a un lado sin utilizarlo. Hasta un día, que teníamos marisco y puse boles con agua con
limón para lavarnos las manos, tuvo las santas narices de bebérsela para demostrar que estaba por encima de tantos refinamientos.
Hijo de su madre, mantenía el estilo a toda costa.
Pero no se perdía una cena, ya te digo. Al principio pedía
mantequilla y porquerías así, pero al final se fue acostumbrando
a las normas de mi casa y yo me fui acostumbrando a él. Y eso
que lo veía difícil al principio. Más que nada (y esto era lo peor),
por lo de poner los pies en el sofá, por dejar levantada la tapa del
inodoro –que, además de antiestético y maleducado, es un drenaje de energías brutal para una casa– y por lo de darle comida a la
gata, que es una princesa y sólo le sienta bien lo que yo le doy.
Adoro a Shalimar y la añoro muchísimo ahora. Para mí es
como una niña pequeña, tan cariñosa. Le puse este nombre porque es elegante, suave, redonda, blanquísima y me parecía que
olía como mi perfume favorito. Son increíbles los animales. Perros y gatos, además de ser simpáticos y buenos amigos, pueden
ayudar a detectar las corrientes magnéticas positivas y negativas
que hay en casa y que siempre es interesante conocer. Los beduinos lo saben desde siempre, lo he leído no sé dónde. Utilizan perros y gatos para saber en qué lugar están del desierto. Primero
sueltan a los gatos, que detectan las corrientes magnéticas negativas. Donde ellos se tumban, no montan las tiendas. Luego sueltan los perros, que detectan las positivas. En el lugar en que se
tumban, colocan las tiendas.
De ninguna manera quiero decir que los gatos sean malos,
¡ojo!, sino que están muy bien preparados para detectar las energías negativas. Un día tuve una experiencia muy curiosa con
48
Observación
Shalimar. Estuve cantando durante toda la tarde. A veces, me
gusta poner un disco de ópera, coger el libreto y cantar, aunque
no llego casi nada y tengo que forzar la voz. Como no estoy acostumbrada a hacerlo, me quedé ronca. Me fui al sofá a leer y a descansar y, mientras estaba sentada, la gata vino ronroneando y se
me subió justo hasta mi garganta. Y no había forma de que se quitase. Curiosamente, me sentí aliviada. Imagino que Quique se
reiría si se lo contase.
Quiero decir, si nos hablásemos aún.
*
Fueron pasando las semanas y yo me hice un habitual en la
casa de Conchita y de papá (bien, ¡aún es la casa de ellos!).
La primera fase fue dura pero, no sé por qué, aguanté. Y mira
que fue de poco que no lo enviase todo a la mierda. En realidad
iba por no hacerme la cena. Aunque allí todo era pollo o pescado
o verduritas o pijaditas. Pero lo fui resistiendo, ya que me compensaba (tenía siempre chocolate negro del que a mí me gusta).
Al fin y al cabo estaba solo y tampoco tenía ganas de salir. No sabía por qué, ya digo. Curiosidad por la extraña pareja, tal vez.
Y las charlas después de la cena se convirtieron en toda una
institución. Nada me sentaba mejor, tras una cena polivitamínica
y biológica, que intentar comprender cómo funcionaba la mente
de una terapeuta renacedora.
–¿Has leído este libro? –me dijo una noche.
Se refería al portentoso libro de monseñor Morera, el favorito
de mi madre también. El de los “cuantos”.
–Lo leí hace tiempo, y es un pestiño de cuidado –contesté quizá un poco petulante.
–Pues si lo hubieras leído con atención –siguió, repipi–, habrías
comprendido qué quiero decir cuando afirmo que la física cuántica
ha venido en apoyo de muchas cosas consideradas misteriosas, milagrosas o extraordinarias. Las verdades evangélicas, por ejemplo.
49
Polvo de estrellas
–Imagino que es de libros como éstos de donde sacas toda tu
confianza a la hora de meterte en camisas de once varas cuántico-metafísicas, querida –le dije–. Has de saber que este cura sabe
tanto de física como de vida marital.
–“Nada hay de contradictorio en que un cuerpo pase a través
de otro sin que choquen ni se confundan sus partículas” –leyó,
insistente.
–¡Joder! Claro, y dos nubes de abejas o dos galaxias colisionando tampoco. Pero él no está hablando de partículas, sino de
cuerpos más gordos, como el cadáver de Jesús y las paredes de su
tumba, oye –le contesté.
Menudo uno, ese tío. Con toda desfachatez intentaba explicar
los milagros evangélicos de un Cristo que atraviesa las paredes,
que aparece y desaparece instantáneamente, recurriendo al “efecto túnel” de la mecánica cuántica.
–Esto es, y no sé cómo no os dais cuenta de ello, amén de una
incorrecta extrapolación del fenómeno, una depreciación del hecho milagroso que, para cualquier creyente (y yo si lo fuera sería
lo menos que exigiría), consiste, básicamente, en saltarse por pelotas las leyes de la naturaleza por mandato y voluntad de la divinidad divina.
Puso un mohín enfurruñado. ¡Pues allá ella! ¡Cómo maneja a
su antojo las teorías cuánticas esa gente! Por más que el bueno de
monseñor Morera intentase justificar su salto en el vacío diciendo que «en el caso de los objetos macroscópicos, la teoría de la
relatividad parece llevar a la conclusión de que pueden darse túneles entre agujeros negros». Con este truco, según él, serían posibles viajes instantáneos de millones de kilómetros sin pasar
nunca por las posiciones intermedias. Y dejando a un lado las
cuestiones académicas, no deja de sorprender la noticia de la presencia de una oleada de agujeros negros, aparentemente necesarios, según el buen cura, para justificar los desplazamientos instantáneos de Jesucristo en aquellas tierras y en aquellos días.
Por lo visto, el que el librito de marras hubiera sido escrito por
50
Observación
todo un monseñor era crédito suficiente para aceptar ideas extravagantes. ¡Qué argumentos! Y que cómo podía yo ser tan “cerrado”.
–Monseñor Morera es un alto prelado del Vaticano cercano al
Papa y con acceso a la información más privilegiada y verídica
–aseguraba.
–A esto se le llama “argumento de autoridad”, y no es aceptable en ciencia –le espeté–. Él será lo que quiera, pero tiene que
demostrar sus afirmaciones como cualquier otra persona. Un argumento de autoridad no es válido como demostración de nada.
Ni siquiera sería suficiente en el caso de que fuera físico, que no
lo es. Además, en ciencia no existe “la información privilegiada”.
O dura menos que un caramelo a la puerta de una escuela.
Éstas eran mis conversaciones después de cenar: ella tratando de
convencerme a mí y yo a ella. Trabajo imposible: mi padre se había
casado con la mismísima Enciclopedia Ilustrada de la Respiración
Consciente y ¡la de la Magia y el Esoterismo! Todo junto.
Un día, hasta fui a una de las charlas de Conchita. Sí, esas que
daba sobre “renacer” y “conocer anteriores encarnaciones”; cosa
al alcance de todos por una módica cuota, que tampoco era tonta.
Ella no quería invitarme, fue idea de mi padre. Sin que pudiera
reaccionar a tiempo, tuvo que aceptar que asistiera por aquello de
“para que el chico te conozca mejor, mujer”.
Durante su charla, la tuve todo el rato acojonada. Pero me
porté bien, casi no intervine y me mordí la lengua un montón.
Conchita hablaba a un público variopinto: chicos y chicas jóvenes y con aspecto hippie, mujeres y hombres de mediana edad,
gente mayor. Un poco de todo.
–Si lo deseamos –decía–, podemos volver a nacer, y es nuestra propia alma la que lo decide, bien porque considere que su
misión está incompleta, porque sienta la necesidad de ayudar a
otras personas o porque considere que aún no ha evolucionado
bastante. Cuando regresamos no somos conscientes de haber tomado esta decisión, ni recordamos nuestras vidas anteriores. Sin
duda porque no estamos preparados para recordar todo cuanto
51
Polvo de estrellas
guardamos en nuestro interior, aunque, en determinadas circunstancias, afloren tímidamente algunos de los recuerdos o emociones de nuestras vidas anteriores.
Hizo una pausa técnica y prosiguió:
–Alguna vez os habéis hecho las eternas preguntas: ¿Quiénes
somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?
Su público asintió, encantado.
–A las que yo añadiría una cuarta, que sería: ¿Por qué estamos
aquí? A través de mi propio renacimiento os puedo contestar a las
cuatro, porque sólo tenéis que buscar en una sola para hallar la respuesta esperada. Para contestaros a la primera de las preguntas, os
diré que todos nosotros somos “luz” y formamos parte de esta
“luz”. Para contestaros a la segunda pregunta, os diré que venimos
de la “luz”, y para contestaros a la tercera os diré que cuando nos
vayamos de aquí volveremos sin duda a la “luz”.
¡Hombre!, temía que no fuese a hablar de la “luz”. Aún no se
lo había oído. Ningún esotérico que se precie puede dejar de hacerlo. Una especie de parabólicas ambulantes transmitiendo y recibiendo la señal. En el fondo todo quiere decir lo mismo: el
alma, esa cosa que se pierde y que hay que salir en su búsqueda.
Las dichosas correrías del espíritu ese.
Pero la gente, feliz. Una oleada placentera parecía recorrer a
los presentes. Algunas parejas se cuchicheaban cosas al oído.
–En cuanto a la respuesta de la cuarta pregunta, y que es sin
lugar a dudas la más importante, todos nosotros estamos aquí
para aprender y enseñarnos unos a otros, para transmitirnos nuestros conocimientos y nuestro amor. Esto sí, sin esperar nada a
cambio. Gracias a Dios, estamos evolucionando continuamente.
Y cuando digo que estamos evolucionando, me refiero a que el
hombre está cambiando, y está cambiando porque en muchos casos está aprendiendo a escuchar y a profundizar, y se está dando
cuenta de que dentro de nosotros existe una parte del ser importantísima: la parte espiritual que conecta directamente con la sabiduría.
52
Observación
Y bla, bla, bla. Un insufrible rollo místico. ¡Qué paliza de
conferencia! ¡Vaya peñazo! Pero estaba guapilla subida a aquel
estrado, la muy boba. Muchos tíos del público parecían pensarlo
también. ¿Ya he comentado que se parecía un poco a Michelle
Pfeiffer? Yo levanté la mano para intervenir, y ella me miró sin
poder disimular demasiado que se le fruncía el ceño.
–Doña Conchita –dije modoso–, ¿qué pruebas tenemos de
que hayamos vivido anteriormente?
–No todos hemos vivido anteriormente –contestó–. Es muy
posible que tú seas un alma joven.
Creí notar un retintín despectivo. Como si me llamase “crío”
o algo tristemente detenido aún entre lo animal y lo humano.
–Quiero decir, la gente como usted que ha “renacido”, ¿qué
pruebas comprobables tiene de ello?
–Se tienen muchas. Te daré bibliografía sobre ello. Desde sueños, a reconocer lugares, a reconocer personas… Muchas.
–Y ¿cómo sabe que no son jugarretas de la mente o malas interpretaciones?
–Se sabe, simplemente. Es algo que cualquier renacido ha podido comprobar. Son experiencias idénticas las que comparten.
–Quizá los renacidos sepan previamente qué deben experimentar para considerarse renacidos. Igual ha leído todos esos libros también –dije lo más venenosamente que pude.
Conchita se rió de una forma muy seductora, con muchas tablas. Arriba, en el estrado, parecía otra. Nada que ver con la Conchita de nuestras veladas nocturnas y que comía pipas en el sofá.
Irradiaba confianza y autoridad. Hasta a mí me la transmitía. Se
transformaba.
Era una sensación inquietante. ¡Resultaba que aquella tonta
tenía carisma! Al menos, en aquel ambiente, claro. ¡Quién lo hubiese sospechado! Ya no parecía del todo una descerebrada. Los
presentes en la sala parecían tenerla en muy alta estima. ¿Qué verían en ella? ¿De verdad pensaban que su discurso sobre “la luz”
tenía sentido? Era una cosa curiosa de verdad.
53
Polvo de estrellas
Alguien pensó que debía intervenir por ella. Un chico rubio y
con gafas se dirigió a mí con aires de superioridad:
–¿Y tú quién eres? ¿Qué sabes de todo esto? ¿Qué has publicado?
–¿Y eso qué? ¿Qué tendrá que ver? –le respondí con displicencia.
Este es precisamente el tipo de actitud que más detesto. Le
contesté de inmediato.
–Primero, que todos tenemos derecho a hablar de lo que queramos, y segundo, que el valor intelectual de una intervención depende de su contenido, no de la identidad de quien la hace, y mucho menos de sus títulos. Son mis argumentos los que valen, no
quién sea yo.
Él se dispuso a replicarme con cara de pocos amigos. Pero
Conchita no quería líos allí y nos cortó.
–¡Qué complicado es todo esto! ¿No te parece que es demasiado complicado? La verdad es mucho más sencilla –aseguró.
No entendí en absoluto qué quería decir con que la verdad era
“más sencilla”. Sospechaba sinceramente que lo que ella fuera a
entender por “verdad” y por “sencillo” iba a ser de una gran
complicación para cualquier humano sensato como yo creía que
lo era.
Pero aquello llegaba a su fin. Después de su réplica a mí, la
gente se rió calurosamente con ella, y cuando acabó la sesión, al
salir, todos, especialmente el de las gafas, me dirigieron miradas
desdeñosas. No les había gustado tener un crítico en la sala. En
cualquier conferencia que vayas sobre ciencias (física o matemáticas, por ejemplo) la gente se interesa por si tienes razón o
no, si el tema es interesante o no, o si es posible plantear las cosas mejor o no. La discusión se basa siempre en el tema, no en
tu derecho a tratarlo (vanidosos aparte). A medida que te acercas
a las disciplinas sociales, políticas o filosóficas, la agresividad
aumenta contra el profano y la exigencia de credenciales y formación especializada se agudiza. En un extremo, la gente se pre54
Observación
ocupa de lo que dices; en el otro, de tus diplomas, especialmente si te sales de los modos de pensar establecidos. Y no digamos
ya si se trata de “espíritus”, “esencias” o arte, entonces te pueden tratar muy mal.
Se diría que cuanto más rico es el contenido intelectual de una
materia, menos se preocupan de tus títulos y más se interesan por
el contenido de lo que dices; cuánto más esotérico, por tus credenciales.
Y yo allí sólo había sido un aguafiestas… Pero Conchita les
dijo a algunos con simpatía:
–Es el hijo de mi marido.
–¡Aaah! –condescendieron.
Y esto pareció explicarlo todo para ellos. Hasta una alumna
suya me sonrió. Una chica hippiosa, con una trenza muy larga.
Bastante mona por cierto.
**
Se burlaba de todo lo mío. De mis creencias, de mis libros, de
mi profesión… Hasta de mis costumbres dietéticas. Me acuerdo
que entraba en mi cocina y creía que estaba en la cocina de un
chamán. Todo le hacía gracia; se burlaba de mi tofu, mi polen, el
kéfir, el muesli. Con mi muesli tenía obsesión. Él y Enrique
siempre se quejaban de él diciendo que me engañaban y que me
vendían virutas de carpintería. Precisamente, por esta época empezaron a comportarse con una especie de complicidad “de machitos” y disfrutaban poniéndose, en broma, en contra de mí. Estuvieron muchas veces a punto de pasarse de la raya.
Recuerdo un día, por la mañana, en que estaban los dos –Quique también estaba allí porque tenían que ir a no sé qué recado
juntos– desayunando. De repente, Enrique tomó su cereal y, a la
primera cucharada, escupió violentamente.
–Coñe, Conchita –dijo entre toses, indignado–, vale que no
podamos tener cruasanes, ni mantequilla, ni ensaimadas, porque
55
Polvo de estrellas
todo lleva colesterol y qué sé yo, pero, puñeta cariño, compra
algo comestible de vez en cuando que esto es incomible. ¡Hasta
pincha y todo!
Me acerqué y ya vi que había gato encerrado porque Quique
se ahogaba de risa en un rincón de la cocina tratando de disimular. Estaba empezando a descubrir en él una vena pesadamente
graciosa: una afición irrefrenable por las bromitas a costa de los
demás.
–Te estás comiendo las cáscaras de mis pipas, Enrique –dije
yo en plan digno y señalando al culpable.
Enrique miró con furia a su hijo. No era para menos, casi vomita. ¡Podría haberse tragado alguna cáscara y hacerse daño!
Yo pensé que iba a armarla, pero se le pasó enseguida. Y es
que cada día estaba más contento con Quique. Le encontraba tantas virtudes, estaba tan encantado con él que se puso a reír también a pesar del bromazo.
–Pues no te creas que había notado tanto la diferencia –decía
con guasa–. Siempre son leñosos estos mueslis, ¡pero hasta ahora no me habían pinchado nunca!
–Pues tendrías que haber leído antes lo que pone en la caja,
papá –dijo Quique cogiendo la caja del cereal–. A ver… ¡Qué
fuerte, Conchita! Fíjate los peligros que acechan al pobre consumidor que tiene que vivir en un universo cuántico. Mira, mira:
«AVISO AL CONSUMIDOR: a causa del “principio de incertidumbre”, es imposible que el consumidor sepa al mismo tiempo de
forma precisa dónde se encuentra este producto y con qué velocidad se mueve. Además, hay una posibilidad muy pequeña de
que mediante un proceso conocido como “efecto túnel”, este producto desaparezca espontáneamente de su situación actual y reaparezca en cualquier otro lugar del universo, incluyendo la casa
de su vecino. El fabricante no se hace responsable de cualquier
daño o perjuicio que pueda originar». –Quique fingía una cara de
preocupación–. ¡Madre mía! Tan posible es que un fantasma traspase estas paredes gracias a las leyes sobrenaturales de la física
56
Observación
como que suceda algo de lo que se advierte aquí. Y a ti te preocupan más los espíritus que la cesta de la compra. ¡Vaya ama de
casa…!
Enrique se seguía riendo. No es que él supiese un pimiento de
física cuántica: estoy segura de que el “efecto túnel” para él era
todo lo más algo relacionado con un embotellamiento en el túnel
de Vallvidrera. ¡Qué iba a saber si sólo leía libros de guerra!
Nunca le había convencido para que leyera a monseñor Morera,
por ejemplo. Pero, así y todo, se reía como si entendiera de qué
iba la cosa. ¡Me daba una rabia!
Y Quique seguía desbarrando con sus idioteces. Había dado
con un filón, iba lanzado. Cogía los paquetes y latas de mi despensa y después “leía” barbaridades en ellos. Me lo estaba desordenando todo, parecía un poseso.
–¡Hostia, Conchita, fíjate qué pone en las lentejas: «LEA ESTO
ANTES DE ABRIR EL ENVOLTORIO: según ciertas versiones de la gran
teoría unificada, las partículas primarias constituyentes de este
producto pueden desintegrase y desaparecer en los próximos
cuatrocientos millones de años». ¡Habrá que comerlo ya, digo
yo! –gritó.
–¡Ya lo estás ordenando todo! –exclamé yo medio enfadada.
–¡Mira, mira el Bio-manán!: «ESTE PRODUCTO ES 100% MATERIA: en la improbable situación de que esta mercancía entre en
contacto con antimateria en cualquiera de sus formas, ocurrirá
una explosión catastrófica». ¡Qué horror! Guárdalo con cuidado.
Mejor con la lejía, bajo el fregadero.
–¡Déjalo donde está, oye! –corría yo tras él.
–¡Mira, mira este chocolate! ¿A ver qué pone?: «ADVERTENCIA: algunas teorías mecanocuánticas sugieren que cuando el
consumidor no observa este producto directamente puede dejar
de existir o existe solamente en un estado vago e indeterminado».
¿Lo ves? Me acusáis de que me pillo todo el chocolate para mí y
resulta que sólo está en un estado “indeterminado”.
Y luego iba y me cogía la gata. La pobre, en aquella época,
57
Polvo de estrellas
dejaba que Quique le hiciese de todo. Le aguantaba que la levantase, que le tocase las orejas, todo. Le tenía cariño la inocente.
–Shalimar –le decía Quique–, recuérdame que te explique un
día la historia de cierto lindo gatito como tú. Es una historia de
miedo, pero muy bonita.
Estaba como una chota. Le daban ataques de hilaridad y decía
cosas inconexas. Shalimar movía la cabeza de un lado a otro siguiéndole con la vista. Enrique y yo le mirábamos también pasmados. No era la primera vez que lo hacía: a veces tenía unos
arrebatos en los que disertaba para él y se reía solo.
–Ooooh: «AVISO DE EQUIVALENCIA DE COMPONENTES: las partículas subatómicas (electrones, protones, etc.) de que consta este
producto son exactamente las mismas, en cada aspecto medible,
que aquellas que se usan en los productos de otros fabricantes, y
no es posible expresar legítimamente ninguna reclamación en
sentido contrario».
Y así siguió el chico durante un rato. Se reía de mí, de mis opiniones en física cuántica y de mis alimentos ecológicos. Todo a
la vez. Enrique, cuando le entendía algo (o eso creía él) se carcajeaba también muy colega. Como de “enterado”.
Y no tenía ni flores, desde luego.
*
Fue al cabo de un tiempo cuando las cosas empezaron a ponerse feas. Parecía que bromeábamos, que todo eran pullas intrascendentes y pequeños intercambios de opiniones contrapuestas después de cenar. Una natural época de ajuste por la que todos
tenemos que pasar antes de conocernos mejor. Pero no era nada
de esto. Mi padre no podía entender cómo, en vez de fumar la
pipa de la paz de una vez por todas, aquello amenazaba cada día
más en acabar en una guerra. No comprendía que nos tomásemos
“esas tonterías” tan en serio.
Recuerdo el día de lo de «El espejo del alma». Éste era el tí58
Observación
tulo de la conferencia que Conchita había insistido en que fuéramos a escuchar todos juntos. La daba un abogado amigo de mi
padre –de los favoritos de ella, y pronto descubrí por qué– que se
dedicaba profesionalmente a la selección de personal. Según ponía en los programas tenía diplomaturas en psicología, alta dirección de empresas y, agárrate, grafología superior. Según mi padre, era algo así como “el hombre de moda en el mundo
empresarial”, aparentemente por ser pionero en las técnica de
“leer” en el rostro de los candidatos “su perfil psicológico y anímico”. Sus tendencias, puntos positivos y negativos, virtudes y
traumas: todo lo leía. Este portento “extraía” la personalidad del
candidato en pocos segundos, partiendo básicamente de la información que, según él, proporciona la cara.
El conferenciante daba su charla en una venerable sala del colegio de abogados. Estaba abarrotada de público: jefes de personal, abogados como él y gente de empresa. El señor Toribio, que
éste era su apellido, salpicaba su disertación con anécdotas que
fueron tiernamente recibidas por el público.
–Hace poco me presentaron a un futurólogo –decía– bastante
famoso. Nos sentamos y, por así decirlo, nos echamos las cartas
el uno al otro –risas cómplices del público–. Él me contó unas cosas sobre mí y yo le conté otras sobre cómo era él de carácter. «Y,
además, puedo ver que estás pasando en este momento por uno
de los mayores traumas anímicos de tu vida», le aseguré. Se quedó de piedra. Pero ¿eso se puede ver también en el rostro? ¡Claro
que sí!
Yo también me quedé de piedra, como el futurólogo. ¡Las teorías de Lombroso revividas de nuevo! Debe ser un fenómeno cíclico. Son unas ideas decimonónicas que mantienen que la morfología de la cara y del cráneo es una expresión de las facultades
subyacentes de la mente. En psicología se comentan de pasada
como los humores y tal. Como no podía faltar, se apresuró a negar
de modo terminante que esta disciplina no estuviese apoyada en
otra cosa que no fuera el puro trabajo científico.
59
Polvo de estrellas
–Hacen falta tres años para estudiar morfopsicología, e incluso con eso no es suficiente porque la morfopsicología se aprende,
poco a poco, por ósmosis. Tienes que ir verificando y constatando lo que estudias. Se afina muchísimo, más que en cualquier
otra técnica de conocimiento.
Yo le pregunté por lo bajo a mi padre qué tenía que ver el trabajo científico con estudiar un número determinado de años. Yo
tengo un primo que ha tardado diez años en acabar medicina, ¡y
esto dedicándose a tiempo completo! No creo que se le ocurra
poner en su currículum que sabe más medicina que nadie porque
le ha costado el doble aprenderla que a cualquier otro estudiante.
¿Y qué querrá decir “aprender por ósmosis”? Esto es lo que le falló a mi primo, no conocer el estudio “por ósmosis”.
Pero mi padre me pidió silencio.
–Llevo dos años usando la técnica como complemento en mis
entrevistas de trabajo –siguió–, y me parece muy complicado poder generalizar que todos los rasgos comunes determinan una actitud, pero hay resultados, sobre todo en selección de personal,
que avalan que se ha acertado a la hora de combinar determinados rasgos físicos con estas actitudes. Buscando rasgos físicos
complementarios, se han conseguido crear equipos de trabajo
eficaces. Para hacer el retrato de la psicología y la personalidad
de un sujeto, un morfopsicólogo perfectamente formado sólo necesita un par de fotografías (de frente y de perfil) de la persona a
evaluar, una prueba grafológica y una breve entrevista.
–¡Hostia, Conchita –le dije en voz baja–, como tus videntes!
Con una fotografía “de frente y de perfil”, una mágica prueba
grafológica y una “breve” entrevista ya tiene una idea de la “psicología y la personalidad” de un sujeto. No sé para qué se estudia
psicología. Sólo tienes que ser un “morfopsicólogo perfectamente formado”. Y si te falla, es que no estás “perfectamente formado”, ya verás.
Algunas personas de nuestro alrededor sisearon molestas y yo
me callé.
60
Observación
–Estos tipos –seguía– serían el punto de partida ya que es imposible que una persona responda plenamente a uno de ellos. Las
personas no somos blancos o negros, tenemos un montón de grises, una composición de varios efectos. Y todo influye: el entorno, la educación, las experiencias, el clima. Hasta la nutrición.
Claro, claro, pensaba yo, y lo bien que va esta ambigüedad a
una disciplina absurda que se pretende científica. ¿Por qué mecanismo se explica la supuesta conexión de algo como la forma de
la cara o los rasgos físicos con algo psicológico, la personalidad?
Además, el tío introducía la deliberada confusión entre rasgos físicos y expresión facial, que evidentemente no son lo mismo,
cuando esta última sí podría remitir a una idea sobre el estado
emocional del individuo si es muy acentuada.
Vamos que olvídate de buscar rigor “científico” por aquí. Las
posibilidades de que veas esos “estudios” son muy bajas. Y ya te
dice que ahí influye todo: el entorno social, la educación, las experiencias… ¡hasta el clima y la nutrición! Igualico que la astrología: si el cliente no encaja con ningún signo, la culpa es del ascendente, de que a veces falla o de que “esto no es Lourdes”.
Vamos, que “depende”. ¡Viva la ciencia!
–Hace poco entrevisté a una persona que estaba destinada al
puesto de responsable de compras en una empresa. Hay que tener
en cuenta que una persona con una tendencia natural a la apropiación indebida, a la que la pongas en una caja, la estás poniendo en el sitio más adecuado para que algún día se pueda llevar
algo. Pero también puede hacerlo una persona sin tendencia a la
apropiación. Imaginemos que no tengo esta tendencia, pero tengo una situación donde necesito dinero urgentemente, una enfermedad de mi hijo o algo así. Entonces yo veo allí normalmente
dinero todos los días, y como mi mente está perturbada por esa
situación, echo mano del dinero. Mi tendencia natural no es ésa;
se ha producido esa situación.
Pero ¿qué estaba diciendo el fulano éste? ¿Que existen personas con una “tendencia natural a la apropiación indebida” y que
61
Polvo de estrellas
si no lo sabes leer en su rostro lo puedes poner en la caja y que se
lleve algo? Increíble. ¡En nuestros días! Aunque, el muy zorro se
curaba en salud y decía que otro sin esos rasgos también podía
coger dinero aunque no fuera “su tendencia natural”. ¡Joder!
–Imponderables aparte, la información que proporciona un
rostro puede arrojar mucha luz sobre muchos aspectos del comportamiento de su dueño. Y no sólo en el ámbito empresarial. Estaba el caso de un niño que en el examen de abril tenía ocho asignaturas suspendidas; pertenecía a eso que llamamos “dispersos
reaccionarios”: ojos muy grandes, nariz importante y boca muy
grande. Son personas que tienen poca capacidad de concentración. Entonces se sentaba allá en la última fila. Me costó, pero
convencí a una profesora para que lo pasaran a la primera fila y
lo sentaran entre dos compañeros del tipo concentrado. Al final
del curso lo aprobó todo en el último parcial. ¿Por qué? Porque al
estar detrás lo veía todo y, al mismo tiempo, no veía nada. Delante, los concentrados le servían de orejeras.
Yo cada vez estaba más cabreado. Para “diagnosticar” que un
niño es distraído o está poco atento y decidir que sería bueno sentarlo en primera fila donde lo pueda vigilar el profe, es algo para
lo que ningún maestro con un mínimo de competencia ha necesitado jamás la morfopsicología, vamos. Encima, esta frase acojonante: «Eso que llamamos dispersos reaccionarios». Se creerá
que por ponerle un nombre a una manera de tener nariz está descubriendo un tipo psicológico. Pobre chaval…
–El rostro de una persona (y de ello dan prueba los exámenes superficiales de personas famosas que vamos a ver) indica pues muchas cosas: sus tendencias vitales, su trayectoria vital, sus éxitos y
sus fracasos. Al final, ¿acaba todo el mundo con la cara que se merece? Mas bien por un lado es como se merece y, por otro, como le
ha ido la vida. Y a veces hay cosas que nos vienen con el nacimiento o no sabemos con qué. Ahí está una parte del libre albedrío que
la psicomorfología afortunadamente no puede predecir, porque sino
seríamos como magos algo que por fortuna no somos.
62
Observación
El discurso más incoherente del mundo. ¡Qué sintaxis! ¡Qué
afirmaciones!
Salté:
–¡Papá, coño, ya está bien! Esto es una conferencia para retrasados mentales ¿Tú has oído lo que ha dicho?
–Te juro, Quique, por mis muertos que no vienes más conmigo.
–Cállate que ahora acaba –me exigió Conchita, molesta.
Era verdad, menos mal. El señor Toribio estaba terminando.
–Y el modelado del rostro –finalizó Toribio– representa la superficie donde las fuerzas procedentes del organismo se enfrentan con las procedentes del ambiente. Indica, por tanto, la capacidad de adaptación a las presiones y contactos del mundo
exterior. Los principios básicos de la morfopsicología toman
como campo de estudio el marco del rostro, que revela las capacidades físicas y de realización del sujeto y los receptores sensoriales que nos conectan con la realidad externa. Cuando la relación entre marco y receptores no es armoniosa, ello indica falta
de equilibrio en la estructura de la personalidad. Estos rasgos físicos permiten determinar si el sujeto pertenece al tipo dilatado o
al retraído, las dos categorías básicas del carácter.
»Muchas gracias.
Por fin acabó la farsa y se abrió el turno de preguntas. Mi padre y Conchita estaban acojonados por la cara que ponía yo. Imagino que me habían llevado para algo, así que pensaba dar mi
opinión. Y la di, desde luego.
–Señor Toribio, he creído entender que la morfopsicología
nos permite sacar conclusiones sobre la personalidad de, pongamos por caso, un candidato a un puesto de trabajo.
–Así es, efectivamente.
–Incluso ha mencionado que da pistas hasta de pautas de conducta o inclinaciones concretas como, por ejemplo, y cito el caso
que ha mencionado, a la “apropiación indebida”. Vamos, si no he
entendido mal, usted u otra persona “perfectamente formada” en
morfopsicología podría desestimar a un candidato a cajero en fun63
Polvo de estrellas
ción de unos rasgos físicos que le cataloguen como poco de fiar
si hay dinero por medio.
–Bien, sí. Ya he comentado que no hay blanco y negro, que
hay circunstancias que modifican estas tendencias naturales…
–Sí, sí, pero si la morfopsicología es cierta, y usted lo afirma,
existen unos tipos y existe gente que puede encajar en ellos, luego si le llega un candidato con estos rasgos usted siempre, en
buena lógica y debido a su responsabilidad con su cliente, preferirá presentar para el puesto a candidatos con una morfología más
adecuada.
–Desde luego, eso es.
–¿Se da cuenta de que, con ello, estará discriminando a la gente en función de unos estereotipos y que, además, como usted deberá justificar sus motivos y elaborar informes sobre los candidatos, estará estigmatizando a personas inocentes que van a cargar
con sambenitos totalmente injustos por lo que posiblemente verán
afectadas de forma negativa sus carreras profesionales?
–¡Oiga, joven! Usted no tiene ningún derecho a poner en entredicho mi profesionalidad, ni la discreción de mis informes, ni…
Mi padre y Conchita estaban abochornados, y yo lo sentía por
ellos pero me parecía tan injusto y monstruoso su selector de personal que no podía pararme.
–Un trato prejuicioso que atente contra la imagen y el derecho
al trabajo de un candidato debería estar penado por la ley, oiga.
–¡Ya le he dicho que son casos extremos! La realidad siempre
se sitúa en un punto medio.
–Entonces, si la realidad está en puntos medios, ¿a qué vienen
estos “tipos” arbitrarios, fundados en ideas decimonónicas y superadas hace siglos que sólo fomentan el estigma y el racismo?
–Vale ya, Quique, para de una vez –dijo mi padre disgustado.
–¡Yo conozco a José Luis y es incapaz de esto que dices! –exclamó Conchita.
–¡Son tipos estudiados científicamente! –gritó Toribio dando
saltos–. Además, nosotros somos los primeros en preocuparnos
64
Observación
por que estos conocimientos sean llevados a cabo por profesionales. Sepa que una vez descubrimos que se habían apuntado dos
que pertenecían a una secta, e inmediatamente, ¿me oye?, inmediatamente los despedimos. Al instante. Soy el primer preocupado por el potencial negativo que este conocimiento encierra si se
aplica con intenciones poco rectas.
–¿Qué diferencia existe entre usted y una secta? Son igual de
oscurantistas y persiguen el poder o el lucro en base a ideas totalmente irracionales…
–¡El día que le conocí y sin conocerme de nada, me hizo una
descripción interna de mi personalidad y de mi pasado totalmente sorprendente! –me cortó el presentador del acto, enfadado por
el giro de la conferencia y dando su apoyo a Toribio.
–¡Y del Rappel ese del tanga de tigre también pueden decir lo
mismo muchos! –aún pude exclamar.
Fue lo último que dije. Conchita y mi padre me arrastraron literalmente fuera de la sala de conferencias. Estaban enfadados
conmigo. Cabreadísimos de verdad. Opinaban en voz más que
alta que mi comportamiento había sido impresentable. ¡Y yo sólo
puse reparos obvios! ¿Para qué me llevaban entonces? ¿Para que
callase como un borrego? ¿No entendían el trasfondo fascista de
aquella sarta de afirmaciones pseudocientíficas? No, no lo veían,
decían con indignada sorpresa. No pensábamos lo mismo, desde
luego.
En el coche, me dijeron de todo.
–¡A mí no me vuelves a dejar en ridículo delante de mis amigos! –proclamó mi padre
–Hay que ver, hay que ver, ¡qué desastre! ¡Pobre José Luis!
–se lamentó Conchita, llorosa.
–¿Qué pobre ni qué niño muerto?, ¿qué no veis el cuento que
se trae? A mí me da igual que les tome el pelo a esas multinacionales a las que les sobra pasta para encargar selecciones exóticas,
¡pero sus tipos, por los clavos de Stoitxkov, atentan contra los derechos humanos!
65
Polvo de estrellas
–¡Pues has de saber que lleva años estudiando y que ha corrobado sus conclusiones científicamente!
–¿Y tú te crees que esto es ciencia? –exclamé yo, escandalizado.
Inútilmente. Estaban los dos de morros y se cerraban en banda. Un fabricante de productos farmacéuticos que pusiera en el
mercado un píldora anticonceptiva que no tuviera el menor efecto demostrable sobre la fertilidad sería procesado conforme a las
leyes del comercio y demandado por las clientas que quedasen
embarazadas. No puedo entender por qué un astrólogo o un morfopsicólogo no es procesado por fraude e incitación a la discriminación. Hace cien años que se sabe que la personalidad no viene indicada por el desarrollo cerebral, debido a que el cerebro no
funciona de ese modo, al menos no del modo y hasta el extremo
requerido por la frenología. Los supuestos de la frenología son
falsos.
¿Por qué tendría que haberme callado? ¿Eh?
**
Un día fuimos a una conferencia que dio un amigo nuestro y
nos llevamos a Quique. Fue realmente horroroso, le puso a caldo.
No veía muy claro que Enrique fuera a recuperar la amistad de
José Luis después de lo sucedido. ¿Qué le pasaba a este chico?
¿A qué venía tanto discutir? ¿A qué tomárselo todo tan a la tremenda? Todo era “fascismo” y barbaridades así.
En parte estuvo bien. Que viera, que viera Enrique qué vena
agresiva tenía su hijito adorado. Que abriera un poco los ojos.
Empezó una etapa muy dura para todos. Especialmente para
mí, que era su víctima favorita. Yo le veía cada día más peleón y
con más necesidad de demostrarnos lo mucho que estaba por encima de nosotros. ¿Para qué venía tanto a casa si no estaba a gusto? No tenía ninguna necesidad, ni de venir a cenar cada día, ni
de ir a las conferencias de nuestros amigos.
66
Observación
Estaba, realmente, alterando nuestra vida, fastidiándonos, y él
seguía del todo ignorante, como si tal cosa. Como si fuera el niño
mimado y respondón de la familia. No se daba cuenta de nada y
seguía con su venita bromista y absolutamente fuera de lugar. A
veces hacía gracia. Otras, ofendía sin más. Y otras muchas, simplemente lo hacía por hacerse notar. Como cuando me pidió prestado un libro de acupuntura y luego me trajo esta especie de folleto de propaganda:
REPARACIONES HERMANOS. WANG
Se reparan toda clase de electrodomésticos, automoción, etc.
Lampistas-acupuntores. Máxima seriedad.
Todos los seres de la tierra, animados o inanimados, son
energía, que no se crea ni se destruye. Esta energía (Qi) fluye por
unos trayectos energéticos o canales internos (los meridianos de
la acupuntura, cuando se trata del Qi humano). Esta visión global y asociativa del concepto de lampistería y reparación del hogar trasciende toda “tecnología”, que, aunque también útil, está
siempre inscrita en el tiempo y, por lo tanto, puede caducar y ser
superada con facilidad.
La tierra es como un gran imán. El magnetismo terrestre
ejerce una fuerza sobre los átomos de las moléculas de los electrodomésticos que también son como un imán. Desde el punto
de vista científico actual, este campo de fuerza telúrico (toma de
tierra) proviene básicamente de tres sustancias terrestes: las ferromagnéticas, como el hierro y el níquel, las paramagnéticas,
como el aluminio, y las diamágneticas, como el zinc, el mercurio y otros.
El magnetismo se forma a partir de corrientes eléctricas naturales que circulan por la superficie del planeta a partir de los
propios metales o minerales que lo componen; estos elementos
tienen unas cargas eléctricas específicas en su composición mo67
Polvo de estrellas
lecular, que generan también una carga magnética, puesto que
toda electricidad genera un campo magnético a su alrededor. Así
pues, existe un campo electromagnético terrestre, cuya energía y
su armonización con los objetos metálicos de nuestro hogar, son
la causa primordial de una buena o una mala armonización de
nuestro hábitat, por lo tanto deberíamos saber distinguir la naturaleza de dicha fuerza.
Hermanos Wang reparan su aparato dañado a través de la armonización de sus canales energéticos sea con la aplicación de
agujas (en objetos blandos, llantas, colchones de agua, etc.), con
las moxas (no recomendado en reparaciones de gas) o con presión digital (todos los objetos) y, en nuestro caso y como novedad, también con el color y una concentración de “fotones” de
platino aplicados al punto de acupuntura en cuestión (todos los
objetos).
Advertencia: “Funcionamiento” es un término occidental y
materialista que admite diversos grados de aproximación y que debemos desterrar como medida absoluta del concepto reparado.
Muy chistoso…
68
PREPROCESO
*
Cuando acabé física, me dieron una beca para hacer el doctorado en astrofísica en Estados Unidos. Pero no me sentía del todo
bien allí y decidí regresar a España. Desde entonces he estado haciendo chapuzas sin cuento. Dar clases, publicar articulillos sobre ciencia en algún periódico o en nuestra revista de ciencia, trabajar con los de rayos X de Santander y cosillas así.
Luego me vine a Barcelona porque me hablaron de una posibilidad interesante en una empresa. Si vine a vivir a Barcelona
fue por eso. O fue en teoría por eso.
En parte, sólo en parte, fue porque necesitaba saber más cosas
de mi padre. Mi madre y yo habíamos hecho una piña de tal
modo que cualquier motivo mío para venir a Barcelona que no
fuera insoslayable lo hubiera interpretado como una traición. Mi
padre no tiene ni idea de cómo llevamos el que nos dejase colgados. Él dice que no nos abandonó, que siempre quiso mantener la
relación conmigo y que mi madre fue la que puso obstáculos.
Pero lo que está claro es que, en determinado momento, algo (alguien) fue mucho más importante que nosotros. Y mira que mi
madre lo puso difícil. Hasta amenazó con matarse. Y esto que,
más católica que ella, ninguna. El escándalo fue mayúsculo. La
familia, los amigos, todo el mundo le giró la espalda a mi padre.
Mi madre se encargó de ello. Sólo mi abuela se mantuvo al margen. Mi madre ya la detestaba de antes; pero, a partir de entonces,
le hubiese hecho vudú si su religión se lo hubiera permitido. Un
69
Polvo de estrellas
parentesco difícil. La una, fanática religiosa, y la otra, atea militante. Casi nada.
Fue la guerra. Por eso, él prefirió cambiar su residencia a Barcelona. Un bufete importante le hizo una oferta y la aceptó. Se
fue sin nada. Cerca de los cuarenta y a empezar de cero. Creo
que, en realidad, fue la oposición tan dura y las amenazas lo que
le llevaron, en última instancia, a marcharse. Si ella hubiera contemporizado un poco más se le hubiera acabado pasando. Si le
acosas, se pone chulo, ya lo he visto. Se crece.
Dice:
–Si tu madre hubiera sido un poco más lista y hubiera esperado a que se me pasara el sarampión…
¡Qué morro! Además, mi madre no es de ésas. Hirió su orgullo en lo más profundo. Si alguien tiene las ideas claras, ésa es
ella. La palabra “flexibilidad” no existe en su diccionario. Ni mucho menos “ser un poco más lista”. Es que estaba enamoradísima
de mi padre. Creo que era su cruzada particular, su razón de vivir.
Más que yo, desde luego. No creáis que mi madre concentró todo
su amor, su vida y el rollo ése en mí después de que la dejaran.
Nada de eso. Nunca le pude sustituir.
Bueno, mejor para mí: vaya infierno hubiera sido. Creo que
yo sólo le he interesado luego como posibilidad de chantaje emocional: «Tu hijo ni siquiera te conoce», «Las fulanas antes que tu
hijo» etc., y como aliado frente a él. Se dedicó a su profesión y a
sus clases. Como si ya no esperase nada más, ni de mí, ni de cualquier otro hombre. Nada.
Y él, en Barcelona, de “separado de oro”, seguro. ¡Y casándose al final con una mujer que podría ser su hija! ¡Renaciendo con
una terapeuta! ¡Y vaya terapeuta! Nada que ver con mi madre;
como la noche y el día. Conchita es “la alegría de la huerta”.
Todo es divino y fenomenal. Mi madre es del tipo “espartano”,
por decirlo de algún modo. Ni le da importancia a su aspecto, ni
al de su hogar. Sólo lee cosas cultísimas, y no oirás, precisamente, La Pastoral en mi casa. Conciertos de cámara, cuartetos de
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Preproceso
Shönberg. Un funeral. A mí ya me iba bien: pasaba de mí y no se
quejaba de que estuviera todo el día en mi cuarto con el ordenador en marcha y con los cascos puestos.
Me ha llevado toda la vida a colegios del Opus. Para mí que ella
lo es, pero nunca me dice nada. Debo de ser su gran fracaso. Su segundo gran fracaso. Casi se muere la primera vez que le dije que
era ateo. Y eso que hasta hice la confirmación. Se la cargó mi abuela, desde luego. Al final “me infectó”, que dijo mamá. Pero no es
cierto. Sólo que un día empecé a pensar y a pensar… y se acabó la
religión. Debo ser un caso atípico. La mayoría de mis compañeros
de toda la vida, incluso los que han hecho ciencias, se las arreglan
para conciliar una cosa con otra. Hay quien incluso lo justifica con
unas filosofías complicadísimas. Prefiero a tipos como mi amigo
Carlos, que simplemente dice que son ámbitos distintos y que cree
en Dios porque le da la gana, pero que no se puede demostrar su
existencia de ninguna manera. ¡Ni su no existencia! Para mí el
Dios católico, el Ratoncito Pérez o Santa Claus son mitos similares. No puedes demostrar la falsedad de ninguno de ellos, que es el
primer requisito para empezar a discutir la realidad de algo.
Dice mi madre, ahora que se lo toma con más filosofía, que
eso lo digo porque soy joven y estoy sano. Puede ser. Se consuela pensado que son cosas de chicos. Que se me pasará. ¡Lo que le
costó digerir que viniera a Barcelona! Siempre me había pintado
a mi padre como un tarambana, un tenorio o poco menos. Tenía
una idea muy clara de él. Nunca, nunca le perdonó sus infidelidades. Él iba de “progre” en la época que vivieron juntos. Era un
“niño pera” de Madrid, pero como su padre había sido un exiliado republicano… ¡El jugo que le sacó! Pero mi madre no se tragaba el anzuelo. Decía: «Se cree que es un progre y es sólo un
adúltero miserable». Será del Opus, pero no es la típica mujer
que aguanta por el matrimonio o por los hijos o por la sociedad o
por lo que sea. En esto la admiro y me identifico con ella. Yo también soy de o blanco o negro. Si crees en algo, lo defiendes. Se
parece a mí. Menos en la religión, se me parece bastante.
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Polvo de estrellas
Ella ha sacrificado mucho en este altar. Estoy segurísimo de
que no ha vuelto a acostarse con nadie en su vida, y se separó a
los cuarenta, que se dice pronto. Mujer de un solo hombre, mi
madre. Estaba muy enamorada de él. Loca por él, no vivía por
nada más. Le mimaba como a un crío. Me acuerdo incluso de que
le pelaba las uvas. Sí, las uvas: les quitaba las semillas y la piel y
se las ponía en un plato. Aún me acuerdo. ¡Y a mí no me las ha
pelado jamás! Y eso, cuando había uvas en mi casa, que ella no
se preocupaba mucho de lo que vivía en la nevera.
Mi padre es un señor que sólo quiere que le dejen tranquilo. Si
mi madre le hubiera permitido tener amantes, si se hubiera comportado como la clásica esposa que calla y va a la suya, él lo hubiera aceptado como lo más normal. Estoy seguro de que él no se
hubiese separado nunca. Pero se le descontroló el asunto. Acabó
casándose con otra. Había salido con otras mujeres después de
dejar a mi madre y nunca había querido casarse.
Y mira que con la anterior a Conchita vivió bastantes años. Y
con su hijo, además, que mi padre no soporta a los niños, y menos si son hijos de otros. Recuerdo a mi padre diciéndonos: «No
me voy a casar con ella, no pienso divorciarme». Como si esto
nos solucionase algo a nosotros, como si esto hiciera más leve la
humillación y el abandono de mi madre. Nos ofrecía este tributo
a cambio de su libertad. Como un asesino que les dice a los familiares del muerto: «Tranquilos, que el entierro lo pago yo».
Como si hubiera roto un jarrón.
Debe de pensar que los demás somos tontos. Vive tan centrado en sí mismo que no nos ve realmente a nadie. Ofrece cosas
como quien ofrece la hostia. Y son cosas que a él le sobran o que
a los demás ni nos van, ni nos vienen. «No os preocupéis que no
me casaré con ella». Anda ya. ¿Qué le solucionaba eso a mi madre? Y lo ofrecía como el sacrificio del siglo. No os preocupéis
que nadie tendrá vuestro estatus, venía a decir. Un degüello compensatorio. ¡Mentira! Es que a él lo único que le interesaba era
dormir y vivir con aquella mujer. No tenía ningún interés en ca72
Preproceso
sarse. Pues, encima, es creyente. No sé exactamente en qué, pero
lo es. Así que no nos ofrecía en prenda nada que le interesase a él
sino a la otra. Nos ofreció la cabeza de la otra. Qué genial maniobra. Increíble abogado, qué pirueta. Con esta excusa hacía lo
que le daba la gana con las dos. Y lo vendía como un sacrificio de
él. Increíble el tío.
Conchita es otra cosa. Aunque se notó –esto lo dijo mi abuela– que buscaba en él “una seguridad emocional, un protector,
una relación sin altibajos”, le supo poner las cosas claras de buen
principio: o lo tomas o lo dejas. Mamá no pudo evitar el divorcio.
Para entonces, ya había superado lo más duro. No es que le
concediera el divorcio fácilmente, pero, perdido por perdido, le
sacó el dinero y el piso. Actuó con la cabeza. Pero la nulidad que
quería Conchita era imposible. ¿Para qué se puede querer eso?
En el fondo es una acomplejada.
Más lista que mi madre, Conchita. Más inteligente no sé, con
los disparates que llegaba a decir. En realidad, en los disparates
era en lo único que coincidían. Las dos tenían en común el más
allá. Mi madre no cree en historias paranormales, pero es muy,
muy creyente. En esto coinciden. Y en el amor por monseñor
Morera, ¡qué tendrá el tío! A mi madre tampoco le hizo gracia
que le desmontase el libro; era uno de sus favoritos a pesar de la
manera interesada y sesgada en que abusaba de la ciencia. ¡Y
mira que ella es profesora de matemáticas! Pero da igual: cuando
eres creyente, eres como ciego.
También coinciden en lo obstinadas que son. “Sostenella y no
enmendalla” podría ser un lema para las dos. Tozudísimas. Y aún
quería Conchita que mi padre pidiera la nulidad. Antes viene mi
madre y le pega un tiro. Ahí si que pinchó en hueso.
Por aquella época, cuando iba por casa de ellos, no le quitaba
el ojo de encima a mi padre. Es que no le entendía.
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Polvo de estrellas
**
Fue un día de tantos que vino a cenar. Cuando terminamos,
nos sentamos en los sofás para ver un rato la tele. Quique tenía
ganas de maraña y de tirarme de la lengua.
–¿Algún caso interesante hoy? –preguntó con aire juguetón.
–Tal vez –contesté. Aún se creería que iba a hablarle de mis
cosas por las buenas.
–Venga, cuenta. No te hagas la dura.
–Ni hablar.
–Venga –me animó Enrique–. Si nos lo cuentas, mañana te
lleva él al mercado ése, que yo estos días madrugo.
Ya estábamos. Un día por una cosa, otro día por otra, Enrique
no quería salir nunca de noche. Y mentira que madrugase especialmente, mentira. Unos días antes, había pasado lo mismo con
unas entradas que me habían dado para un estreno. Y ahora con
el mercado de Sant Ponç. Ya se rajaba; ya estaba liando a Quique
para que me acompañara él. Tenía un chollo con su hijo, no era la
primera vez que lo hacía. Nos peleábamos a muerte, pero al final
acabábamos haciéndonos compañía.
–No necesito que nadie me lleve a ningún sitio, ya sé llevarme yo sola –dije de malhumor.
–Venga –insistió Quique–, de verdad que me interesa, no lo
digo por fastidiar.
Parecía que hablaba en serio y que no preguntaba para burlarse de mí, como siempre. Estaba tumbado en uno de mis blanquísimos sofás como si estuviera “en casa del suegro”, que se dice
aquí. Mejor que en su casa, vamos. Y menos mal que de motu
proprio se había sacado los zapatos, que en su casa no lo debía de
hacer nunca, seguro.
Decía que todos los jamones eran iguales, pero se había llevado un platito con un poco más de Jabugo para comerlo mientras
veíamos la tele. ¡Y después del postre!
Me miraban fijamente los dos y ponían cara de interés total en
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Preproceso
mis asuntos. Desconfiaba un poco pero, como tenía más ganas de
charlar que de ver la película, accedí.
–Si lo cuento es porque me parece bien a mí –puntualicé.
Pensé: «No sé para qué me molesto». Creo que empezaba a
tener una relación algo retorcida con Quique. Era una sensación
muy particular. Detestaba que intentase siempre desmontarme
los esquemas, pero, en parte, era como adrenalínico; como si en
el fondo desease la confrontación. Ya se había convertido en un
hábito echarnos un “pulso” cada noche por el menor motivo. Y
aquel día, además, yo estaba especialmente motivada para hablar
más de la cuenta. Había vivido una experiencia que me había impresionado mucho. Algo muy especial. Algo que había pasado en
mi consulta y que sucedía sólo muy de vez en cuando.
–No tiene nada de especial lo de hoy –dije como quitándole
importancia–. Son cosas que me han pasado un montón de veces.
Me reafirman simplemente en lo que ya sé.
Me acomodé bien en mi sillón mientras me escuchaban con
aire benévolo.
–Bien –continué–, cualquier suceso traumático debe ser integrado, sea de esta vida o de otra –hice una pausa para mirar a
Quique a los ojos a ver si se reía; pero seguía serio–. Si esto no se
hace, influye en nuestra vida actual. Esto lo cuento por lo que me
ha pasado hoy. Tengo un cliente que lleva tiempo angustiado por
su incapacidad para aceptar trabajos que impliquen desplazamientos lejos de su casa y de su familia. Esta parálisis le estaba
impidiendo prosperar en la empresa en la que trabaja y amenazaba su vida profesional. Hoy –y lo recordaba más conmovida de lo
que quería exteriorizar– hemos tenido una sesión profundamente
reveladora. Con mis técnicas de regresión hemos logrado averiguar qué es lo que estaba bloqueando a este chico. Ha sido un día
muy importante para mí.
Y añadí, retadora:
–Me da igual lo que pienses, Quique.
–¡Pero qué he dicho yo! –protestó, sorprendido.
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Polvo de estrellas
–¡Por si acaso!
–¿Qué ha pasado? –preguntó Enrique que estaba realmente
intrigado.
–Bien –proseguí muy firme–, ha resultado ser un bloqueo de
una época muy anterior. Una antigua encarnación.
Hice una pausa. Los dos estaban muy callados. Mudos, diría
yo. Shalimar, sensible al ambiente, se acurrucaba contra Quique.
Me daba no sé qué que abrazase a mi gata. No parecía un chico
muy afectuoso. A Enrique no le tocaba nunca. Siempre se mantenía físicamente alejado de él. En el fondo, me alegraba por ello,
creo. No sé si estaba preparada para competir por mi marido en
mi propia casa.
En cuanto a mi gata, casi podía sentir la caricia de su mano en
su lomo sedoso…
Dos pares de ojos me seguían con atención. Mi vida profesional no era ningún secreto, así que yo no tenía inconveniente en
hablar de ello. Eso, si no se cachondeaba nadie y había un respeto, claro. Como se estaban comportando como personas civilizadas, proseguí.
–Hemos descubierto que en otra época fue un soldado que
murió en el campo de batalla. Tenía esposa e hijos pequeños. Se
alistó a una guerra dejándolos solos en casa. Murió mientras pensaba: «Jamás debí abandonar a los míos por esta guerra». Por eso
se angustia cuando tiene que viajar; o cuando su mujer se va a ver
a sus padres, que viven en otra ciudad, y se lleva a los niños con
ella. Teme que nunca les vaya a volver a ver.
Todos nos quedamos en silencio. Yo estaba muy emocionada
y tenía ganas de llorar. Era algo que me había conmovido profundamente, y entonces, al contarlo, lo reviví con fuerza. No hay
nada comparable a poder ayudar a una persona angustiada a identificar sus traumas y a solventar su vida. A mí eso me llena de felicidad, y en este sentido había sido una sesión realmente importante. Son momentos en los que comprendes por qué estás en el
mundo y cuál es tu papel en él.
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Preproceso
Quique no decía palabra. Hacía como que jugaba con Shalimar, mientras ella olfateaba con delicadeza el aroma a jamón de
sus dedos. Sólo me miraba. Pero Enrique seguía interesado. Hacía rato que había olvidado en la mesita el Oporto que estaba tomando. El sí que creía en mí. Era un comodón, pero creía en mí.
Sentí como una ola de amor que me embargaba. ¡Cariño!
–¿Y ahora qué va a hacer? –dijo, intrigado.
–Una vez integre los elementos de su vida pasada, evitará que
le controlen en ésta y podrá aceptar el empleo o hacer lo que mejor le parezca con su vida –contesté sonriéndole.
Enrique se quedó pensativo un momento, pero luego se giró
hacia Quique.
–Y tú, ¿qué dices? –le preguntó como esperando su veredicto.
¡Pues no faltaba más! De repente, teníamos en casa al Papa de
la Ciencia. Ya no se creaba una opinión propia en estos temas si
no la aprobaba el niño. Estaba siempre que se le caía la baba con
su hijo. Pensaría que era un pozo de sabiduría, ya ves tú. Una paternidad tardía y apasionada era la suya. Así ya se pueden tener
hijos, oye. ¡La paciencia que tenía yo!
Bobo, que era un bobo.
–Que ella cree que es verdad –contestó Quique, magnánimo.
–Es que lo es –aseguré, tajante.
Y me encogí de hombros algo cansada, pero excitada en el
fondo de discutir con él. Si tenía que defenderme de los dos, lo
haría.
–Está metida en un marco de creencias y todo lo interpreta en
función de él. Quien cree que nos visitan extraterrestres, cuando
ve una luz en el cielo lo primero que piensa es que es una nave intergaláctica. Quien cree en los fantasmas, cuando oye un ruido
por la noche piensa que son ellos. Con un poco de fantasía, luego
le dan forma y ya tienen la historia.
–Tú no sabes nada de esta gente ni de sus problemas. Yo hago
que las personas recobren la confianza y retomen las riendas de
su vida –le contesté sin permitir que me acobardara.
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Polvo de estrellas
Seguía sintiendo su mano por el lomo de Shalimar. A contrapelo. Podía sentir sus dedos calientes en mi piel y me removía en
mi asiento, incómoda.
–Estoy seguro de que consigues eso y mucho más. Está claro
que cuando se usa la, ejem, terapia renacentista…
–Renacedora. Renacedora si no te importa –le corté. Bromitas, no.
–… la videncia o la astrología de este modo terapéutico pueden
resultar valiosas sin necesidad de ser ciertas. Tú eres muy inteligente y perspicaz; lo digo de verdad, Conchita. Un comentario
sensible y penetrante sobre el comportamiento humano o una sugerencia que una persona atenta y experimentada como tú pueda
ofrecer es una gran ayuda. Tus mancias, y perdona, siendo incluso
mistificaciones, actúan como un instrumento para estudiar la enorme amplitud de la experiencia humana, muy difícil de abarcar de
todas formas. Yo te admiro, créeme; a mí me desborda completamente todo esto. Soy un inútil para esas descargas emocionales,
esas catarsis. Pero esto no tiene nada que ver con la reencarnación.
Ni siquiera con el alma. Tú tienes unas grandes cualidades, Conchita, y las vehiculas a través de tu marco de creencias.
Confieso que me sentí halagada. Ya le había oído, ya, lo de
que eran “mistificaciones”, pero lo dejé pasar. Era la primera vez
que admitía que yo tenía algo de positivo y era toda una novedad.
Quizá por la caña que me había dado durante tantas semanas, me
sentí repugnantemente agradecida. Asco me da de acordarme. Y
total para lo que vino luego. Me confié, en una palabra.
–Es como cuando mi abuela, una vez que me pillé el dedo con
una puerta, me dijo que con un beso se me curaría la herida. Me
besó el dedo y me sentí mucho mejor. Y hasta creo que cicatrizó
bastante antes. Es el famoso efecto placebo, que tiene múltiples
facetas. Ya ves, yo creí que era el beso lo que curaba. Ahora ya sé
qué es lo que me curó…
Se puso de golpe muy triste y Enrique le miró bastante incómodo. «A este chico le faltó cariño», pensé yo. Sé que la madre
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Preproceso
de Enrique fue muy importante para él. Una mujer muy rara, todo
hay que decirlo. Una señora mayor con mechas verdes en el pelo.
Había sido atea y comunista. O lo es, no sé. Afortunadamente, no
la he tenido que tratar casi nada. En la boda, la puse lejos de mis
padres, por si acaso.
Quique tuvo mucha relación con sus abuelos, pero él murió
cuando Quique tenía quince años. Debía arrastrar un montón de
traumas, pobre chico. Estaba segura de que, incluso, tenía algún
trauma de nacimiento. No me hubiera extrañado saber que le sacaron con fórceps o algo parecido.
No sabíamos cómo romper aquel silencio. Enrique se pone de
los nervios cuando otea algún drama. Sobre todo si sospecha que
alguien puede echarle la culpa de algo. Así que se apresuró a
cambiar de tema.
–Yo creo que los dos tenéis razón a vuestra manera. Hay muchas cosas que no sabemos…
–¡Vale, de acuerdo! –le interrumpió Quique, que se estaba enfadando–. Hay muchas cosas que no sabemos. Y como hay cosas
que no sabemos, hay que tragarse que un señor en la consulta de
Conchita ha tenido una regresión a alguna guerra púnica o vete a
saber qué cosa y ha descubierto por qué no le gusta trabajar de
viajante de comercio.
–¡No era una guerra púnica sino la de las Navas de Tolosa! –le
contesté puntualizando. Ya se ponía tonto.
–¡Faltaría más! ¡Seguro que no se sabe otra el viajante! No
creo que sacase buenas notas en historia de pequeño.
–Te crees muy gracioso –le reconvine, molesta–, y no entiendes nada. Si fuera la primera vez, podría estar de acuerdo contigo y tener mis dudas. Pero me ha pasado muchas veces y luego,
cuando hemos trabajado la integración de esa experiencia, ha
coincidido con la recuperación del cliente. Así que, ya ves, todo
encaja, es coherente con la hipótesis de la regresión.
–Querida –dijo Quique con voz falsa–, tú les sugestionas, les
orientas, saben perfectamente que van a que tú les regreses. Si no
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Polvo de estrellas
creyeran en la regresión pero fueran igualmente unos crédulos en
astrología pensarían que son cosas de su signo o de su ascendente, por ejemplo, que es de tierra y les coarta viajar en avión; o si
se tragaran la basura psicoanalítica-renovadora, creerían que de
pequeños vieron por el ojo de la cerradura follar a sus padres y
que eso les afectó de alguna manera que, sin duda, alguien que
cobre por ello les sabrá explicar como mejor convenga.
–¡No es verdad! Si trabajas correctamente, utilizas lo menos
que puedes la inducción, y entonces sale todo de la manera más
natural. Puedes ver si se trata de una regresión a la infancia, al
parto, a una vida pasada, animal o vegetal, o incluso en otro planeta.
Quique puso una cara muy alarmada y empezó a gesticular
profusamente. Pero no le hice caso y seguí.
–La inducción es muy parecida a la sugestión hipnótica que
usan mucho los terapeutas de vidas pasadas. Además, no soy partidaria de utilizar técnicas de regresión exclusivamente y…
–¡Altoaltoaltoalto! –me cortó Quique con gran impertinencia–. A ver: puede que no haya oído bien, ¿me estás diciendo que
hay regresiones a vidas animales, vegetales y, deja que me agarre
al sillón, a vidas “en otros planetas”?
–Bien, yo he tenido pocas de éstas… –balbuceé–. ¡Se han
dado casos, Quique, y están muy bien registrados!
–¡Eres la polla, Conchita!, ¡jodeeer!
–Ya vale, tú –dijo Enrique, que no le gustó que le dijeran que
yo era “la polla”–. Y no grites tanto, malhablado.
Pero él ya estaba lanzado.
–¡No me jodas!, ya me lo imagino, te viene un tío que se ha
querido suicidar poniendo la cabeza en la espita del gas, tú amorosamente le “regresas” y… resulta que había sido un alienígena
que respiraba gas natural en su planeta y lo encontraba a faltar en
Hospitalet de Llobregat, por ejemplo.
Estaba realmente borde. Ya no estaba tumbado en el sofá sino
sentado en su extremo, tenso. Se había olvidado de Shalimar que
80
Preproceso
estaba medio incorporada a su lado mirándole interrogante y esperando recolocarse. Pero él estaba concentrado en su batalla y
pasaba de la pobre. Se veía clarísimo que tenía muchas más cosas por decir.
–O detienen a un pervertido en un parque masturbándose delante de los críos y… ¡resulta que es un pobre hombre que fue
planta en algún planeta y que simplemente sale al parque a “polinizar”! ¡Cómo van a condenar a nadie! ¡Si es un chollo!
Enrique me miraba a mí y luego a él y no sabía que partido tomar. No sabía si debía tomárselo en broma o en serio. Y al final
decidió, muy equivocadamente, que sólo estábamos jugando. Y
se unió a la juerga.
–¡Quizá fue una mata de algo!, ¡una patatera, por ejemplo!
–dijo satisfecho.
“¿Una patatera?” ¿Había oído bien? ¿De veras había dicho
“una patatera”?
Enrique se burlaba de mí. ¡Se ponía de su lado! ¡Y yo que sólo
un momento antes me había enternecido al ver cómo creía en mí!
¿Cómo podía hacerme esto? ¡Mi marido! Era idiota, idiota. Le
fulminé con la mirada.
Pero ni se enteró. Es un hombre que no tiene la menor sensibilidad. No capta en absoluto las emociones de los demás. Ni las
mías ni las de nadie. No lo iba a olvidar, no.
–Muy bien: esto me pasa por contaros nada. Yo soy una profesional y no llego a conclusiones a tontas y a locas. Lo menos
que merezco después de tantos años es un respeto. Si afirmo lo
que afirmo y creo en lo que creo es porque está muy bien fundamentado.
–Es que tú, por un lado, sin darte cuenta induces a tus”pacientes”, o ellos te inducen a ti, vete tú a saber, a llegar a conclusiones descabelladas –seguía Quique.
–¡Vaya! –dije yo, furiosa.
–Sin contar que ves conexiones por todas partes. Crees que la
gente se comporta de una manera determinada, no sólo por un
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Polvo de estrellas
trauma extravagante, sino porque está escrito en alguna parte.
Crees en la videncia, crees en el horóscopo. Crees en todo. Dime
en qué cosa no crees, Conchita.
–No tengo ninguna explicación que darte. Y menos a ti que
ves casualidades por todas partes. Te cierras tanto que no puedes
interpretar nada más allá de una vulgar coincidencia. Si hubieras
vivido lo que yo he vivido, no hablarías así.
–Mira –dijo en tono doctoral–, te lo voy a explicar…
–¡Ni hablar! Que es la una y ya estoy harta de vosotros.
Y le dije a Enrique con retintín:
–Y tú, ¿no madrugas mañana?
Pero no lo captó. No se daba cuenta de nada. Ni de que yo estaba enfadada con él, ni de nada.
–Mujer, cómo estabais tan animados… –respondió benévolo
y relajado.
Ya ves; se lo tomaba todo como una simpática discusión más.
En absoluto percibía lo que yo me estaba jugando allí. No me lo
podía creer, qué zoquete de hombre. Estaba muchísimo más indignada con él que con Quique. Al fin y al cabo, bastante desgracia sufría el pobre chico con el bloqueo emocional que tenía, que
era patético de ver.
–Bueno, me voy a dormir –dije dignamente rabiosa.
Ya tenía bastante. No me importa explicar las cosas, soy muy
paciente y lo puedo hacer cien veces, pero no iba a tolerar que se
me burlase un escéptico que no sabía nada de mi experiencia de
años y de toda la literatura que existe sobre el tema. Y aún menos,
el memo de su padre. Hasta ahí podíamos llegar. Ni un minuto
más pensaba aguantar yo que se me rieran.
Les dejé plantados y me fui a mi cuarto a dormir, que ya era
hora. Quieren que les cuentes, cedes porque eres buena y luego
se burlan de ti.
–Ahí os quedáis –les dije.
82
Preproceso
*
Una noche, Conchita nos contó una historia increíble sobre un
paciente suyo y una reencarnación anterior. Algo demencial.
¡Había muerto en la batalla de las Navas de Tolosa, el tío! Y eso
afectaba su competencia profesional.
La pobre, además, me caía en las trampas como un pajarito.
Le expliqué el efecto que tuvo un beso de mi abuela en una herida que me hice de pequeño y, aunque era verdad, me vino muy
bien para disparar en ella sus más infames impulsos de terapeuta.
Seguro que le di tanta pena (¡era tan buena!, ¡estaba tan buena!)
que su mente empezó a computar rápidamente posibles traumas
infantiles para justificar el desastre emocional en el que yo me
había convertido. Y es que, la verdad, reconozco que tampoco
quería que me viera como un hijo de puta sin remisión. A veces,
la atacaba, pero otras veces quería darle pena, intrigarla. Necesitaba llamarle la atención.
Mi abuela… ¡qué recuerdos! Su besito en mi dedo… Auténtico “efecto placebo”, es verdad. Mi abuelo, que había practicado
la medicina durante su exilio en México, me contó muchas cosas
sobre esto. Le interesaba particularmente. Era una herramienta
que utilizaban los médicos –y la utilizaban mucho– para tranquilizar al paciente cuando no sabían cómo tratar la enfermedad. Tenían en su despacho píldoras de colores, o inyecciones de agua,
que administraban sin pensar que eso que hacían pudiera tener
una eficacia curativa o consecuencias en la mejora de los síntomas del paciente. Se buscaba la tranquilidad del paciente dándole “un placebo”. Ahora se especula que este efecto proporciona
una mejoría del estado inmunológico a través del sistema nervioso central. Y hay una cierta confusión entre los médicos.
El argumento viene a ser el siguiente: si la homeopatía cura es
a través del efecto placebo, entonces ¿por qué diantres la medicina “ortodoxa” no utiliza también ese efecto placebo? Se tiene la
idea de que los “alternativos” consiguen movilizar mucho mejor
83
Polvo de estrellas
que los médicos normales el efecto placebo, y que eso explica el
éxito de sus tratamientos. Es un tema complicado y no hay conclusiones claras, pero es el secreto del éxito de curanderos, sanadores, imágenes sagradas, homeópatas y todo eso. El problema
llega cuando el paciente tiene una enfermedad que no puede curarse con sugestión de ningún tipo. Un tratamiento irresponsable
puede conducirles a la muerte. Dejando aparte si es ético o no
que una especialidad que se considera científica como la medicina utilice trucos de sanador, claro.
Mi abuelo, aunque era un progresista y un liberal (estuvo exiliado y todo, casi le fusilan), era un machista como tantos hombres de su época. Me contaba que, cuando era un médico joven y
venían las señoras histéricas o las viejecillas aprensivas y con
molestias crónicas (siempre eran mujeres, claro; mi abuela siempre le reñía), a darle el turre, les recetaba un botellón con un jarabe llamado Recoponhostiógeno, con la indicación de que tomasen unas pocas gotas al día y que cuando se les acabase
volvieran. De esta manera, se libraba de ellas durante una larga
temporada. Decía que volvían mejoradas. Qué bruto. Tenía las
ideas claras sobre el placebo. No necesitaba la mística de los “alternativos”, no.
Lo curioso del caso es que, tanto mi padre como yo, siempre
creímos que era un medicamento real (Recoponhostiógeno Bayer, decía el viejo que se llamaba el producto). Hasta que un buen
día me di cuenta de la broma: el yayo republicano y ateo nos había tomado el pelo. ¡Qué sentido del humor! ¡Re-copón-hostiógeno! En cuanto “caes”, te parece mentira no haberte dado cuenta antes. Mi abuela, cuando lo adiviné, me dijo:
–Bienvenido al club.
Es el único rasgo “iniciático” que le he visto en mi vida, que
a ella le dan mucho asco. Lo curioso es que mi padre, que es creyente y tiene sus tabúes, no se lo cree en absoluto. No se lo quiere creer, más bien.
–A la “vieja verde”, ni te la escuches en eso –me dice.
84
Preproceso
Y a mí me choca un poco. Es cierto que mi abuela es algo extravagante y lleva mechas verdes en el pelo. Pero, a veces, habla
de ella demasiado duramente para mi gusto. No soporta que ni
ella ni yo le desmontemos viejos prejuicios e historias. Está convencido de que la Bayer tuvo un medicamento con ese nombre, y
siempre dice que consultará un vademécum y que tendré que tragármelo todo.
Me supo mal haber sido tan antipático aquella noche en que
nos contó lo de las Navas de Tolosa. No era maldad por mi parte,
quería que entendiese mis razonamientos. A veces, sin querer,
soy tan vehemente defendiendo mis ideas que soy brusco con la
gente. Sabía que Conchita era sincera y que creía firmemente en
lo que decía. La llenaba plenamente. Y lo que yo le ofrecía carecía de “morbo”. Es el problema de la razón y de la ciencia. Como
he leído no sé dónde, la gente desdeña las explicaciones racionales del universo porque son “incruentas” y se admiten provisionales. Carecen de dramatismo. No son románticas.
Ella detesta que hable de “azar” o de coincidencia; es demasiado vago y descorazonador. Prefiere seguir al que le hable “con
la verdad”, aunque sea falsa; a quien tenga recetas “infalibles” o
a quien la seduzca con su “autoridad”. Ya lo decía Charles Darwin: «… con frecuencia la ignorancia engendra más confianza
que el conocimiento». Es su mayor problema. Los enemigos de
la razón no son las personas crédulas, sino aquellas que se benefician personalmente de que los demás sean crédulos. Incluso algunos de estos embaucadores son, en su fuero interno, incrédulos, escépticos; pero promueven la credulidad ajena para obtener
más dinero con sus libros, tener sus consultas llenas de personas
con problemas, vender sus curas mágicas o cobrar por su participación en radio, televisión y prensa.
De esto se aprovechan los mercaderes de paraísos que alardean
de poderes extraordinarios, estos gurús llegan al extremo de expedir a los adeptos a otra dimensión mientras ellos se quedan en ésta
con toda la pasta. Los modernos charlatanes, como ese Toribio, se
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Polvo de estrellas
disfrazan a veces de científicos, visten sus patrañas de un lenguaje
exterior que remeda los modales y el lenguaje científico. Y eso no
es ciencia: es pseudociencia.
Pero había algo en ella que me hacía buscar el cuerpo a cuerpo. Me molestaba que siempre estuviera tan adherida a mi padre.
Demasiado mayores para ser tan tórtolos, joder. Yo tenía una
imagen más despegada de él. Más digna.
Me puso de malhumor, sí. Puede que el que fuera sin pintar,
con el pelo mojado de la ducha y con un albornoz con el que trataba con poco éxito de cubrirse los pies y las piernas desnudas
también influyera en algo.
La vida doméstica no tiene nada de inocente.
**
¿Conque una “patatera”, eh? Fue lo primero que me vino a la
cabeza al siguiente día. Me había sentado muy mal, francamente.
Seguía alineándose con Quique sin el menor recato. Desde que
teníamos a su niño por allí, no tenía ojitos para nada más. Le hacía la pelota de una manera rastrera.
Además, por aquella época, como ya te he dicho, Enrique,
con eso de que Quique y yo nos conociéramos, intimásemos y
fuéramos todos una familia, aprovechaba la menor ocasión para
facturarnos por ahí. Era un continuo, oye.
Por ejemplo: yo quería ir al mercado de Sant Ponç y le pedí
que me acompañase. Es un mercado tradicional de productos naturales, hierbas y todo eso, que hacen una vez al año. Es muy bonito, está lleno de stands con miel de todas clases, que a mí me
pirra, y especias y plantas aromáticas. Lo instalan en Las Ramblas y tiene mucho encanto. Habíamos quedado que, como a mí
me hacía mucha ilusión, iríamos juntos por la noche. Cenaríamos
algo por ahí y nos daríamos una vuelta.
Bueno, ya has visto cómo se me escaqueó. No era la primera
vez que lo hacía. Con la excusa de que nos conociéramos mejor,
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Preproceso
se libraba de acompañarme a los sitios. Estaba de un pasivo escandaloso en aquella época. Su fin de semana ideal era alquilar
un vídeo o leer uno de estos espantosos best-sellers suyos de intriga o de guerra.
Estaba empezando a pensar que le sobraba. Yo tenía mis inquietudes, mis ganas de hacer cosas; pero él sólo quería tranquilidad y que no le importunara demasiado. Era un desespero. Creo
que si hubiera podido transformarme en perro, lo hubiera hecho.
Me hubiera tenido a sus pies, quietecita, y de tanto en tanto me
hubiera dado una palmadita en la cabeza. Una perrita buena y
tranquila, más pacífica que Shalimar, que también tiene sus arrebatos de locura y que, de repente, te puede aterrizar encima.
Y mira que yo daba poca guerra. Trabajaba mucho y en casa
siempre tenía mil cosas para entretenerme. Pero también me gustaba que mi marido “me sacase”, caramba. Pero a él, que no quería hacer nada de nada, tener a Quique le permitía quedarse en
casa por una noble causa. Así que aquel día nos enredó y al final
nos fuimos los dos a lo de Sant Ponç.
Quique, cuando estaba a solas conmigo, cambiaba bastante.
No estaba ni la mitad de agresivo que cuando estaba su padre delante. No podía imaginar qué creía él que tenía que demostrarnos cuando estábamos todos juntos. A la que yo hablaba de mis
cosas con ellos, saltaba como un muelle. Y yo no intentaba convencerlo de nada, era él quien se provocaba solo. Al mundo espiritual o místico sólo vas con el corazón. Ya estás convencido
antes de entrar.
Íbamos caminando entre los puestos, abriéndonos paso entre
chicos con aspecto progre, turistas, amas de casa y tranquilos matrimonios que compraban cosas olorosas. El ambiente, ya lo detectaba yo, le parecía algo risible. Iba bufando de tanto en tanto y
haciendo comentarios tontos, pero sin pasarse. Llevaba su uniforme reglamentario: vaqueros y camisa blanca. No era muy sofisticado, despreciaba las marcas y las cosas buenas, pero siempre iba muy limpio y con las uñas inmaculadas, que tengo mucha
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Polvo de estrellas
manía con eso. Yo también iba sencilla aquella noche, con un trajecito color crudo de algodón de Adolfo Domínguez con pantalón recto y sandalias. El Cartier lo había dejado en casa, que no
eran barrios.
Me preguntaba si la gente que nos veía juntos tendría muy
clara nuestra diferencia de edad.
Desde luego, como madre e hijo, de ninguna manera. Son trece años; no da para tanto. Quizá pensasen que era un ligue joven
que yo tenía. Esto me hacía cierta gracia. No cabe duda de que es
un chico con muy buena presencia. Yo caminaba a su lado con un
pelín de orgullo. Podía ser muy odioso a veces, pero, de tanto en
tanto, asomaba en él cierta sensibilidad. Recuerdo que sentía
como un cosquilleo cuando se rozaba conmigo. Miraba a la gente con la que nos cruzábamos a los ojos, intentando ver en ellos
algún reflejo de lo que les parecíamos. En el fondo, esperaba que
me reafirmaran en lo que quería aparentar: «Qué pareja tan atractiva…».
Me reí de mí misma un poco avergonzada, pero me dejé llevar… Empecé a sentirme como más sexy e interesante. Quizá es
esto lo que sienten los hombres cuando van con parejas más jóvenes. Más potentes y juveniles, supongo.
Qué tontería todo aquello. Le miraba de reojo y, la verdad, parecía tan tierno aún. La curva de sus labios era, no sé cómo definirla: pura tal vez. Creo que me hubiese gustado tocarla con la
punta de los dedos. Muy suave; sólo rozarlos. Cuando lo pensaba, sentía como un hormigueo en mis propios labios y recuerdo
que me los mordí algo nerviosa.
Estuvimos un rato deambulando por allí, compré alguna tontería que otra y seguimos andando por solitarias callejuelas sin
rumbo fijo y haciendo comentarios intrascendentes.
De repente, mientras íbamos caminando en dirección al mar,
Ramblas abajo, me dijo:
–Oye, no te vayas a pensar que me río de ti y que tengo mala
idea, ¿eh?
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Preproceso
–No, qué va, sólo me tratas como a una idiota, nada más –le
contesté, aprovechando la ocasión que me daba–. Eres agresivo e
intolerante, te lo tengo que decir. Deberías empezar por un buen
libro de yoga y aprender a relajarte. Yo misma no podría vivir sin
mis técnicas de yoga.
–Algún día –bromeó–. Venga, en serio. Lo que pasa es que
hay un tipo de pensamiento que es nuevo para ti.
–Ya ves tú, lo que me vas a enseñar a mí –dije yo, fingiendo
que estaba molesta.
–Nuestro cerebro es una máquina de buscar regularidades y
patrones –me informó–. Hemos logrado sobrevivir como especie
gracias a esto. Así que, dada la extraordinaria habilidad de la
mente humana para hallar el sentido a las cosas, es natural que
ocasionalmente se le dé sentido a cosas que no tienen sentido en
absoluto, ¿entiendes?
–No –respondí sólo por fastidiar.
–Que sí, que tratamos de buscárselo a todo de manera automática. Creemos que todo tiene una causa y, a veces, si no la encontramos o no tiene ninguna en concreto, nos la inventamos. No
podemos soportar que sucedan cosas “porque sí”.
–Algunas cosas son más que coincidencias.
–Pues claro, pero hasta que no sabes si están relacionadas o
no, no puedes lanzarte a conjeturas alocadas. Es lo que se llama
“suspender el juicio”. Es lo que debes hacer si te faltan datos concluyentes. Puedes ver una luz muy grande y muy inusual en el
cielo, pero antes de ponerte a dar saltitos y a decir: ¡un platillo
volante! ¡un platillo volante!, piensa en “suspender el juicio”.
Quedas mejor.
–Muy gracioso –murmuré.
«Quedas mejor.» Ya ves que malasombra. Yo no tenía que
“suspender el juicio” para ver que era un pedante hasta cuando
estaba de buenas.
–Una casualidad es una casualidad y ya está. La alternativa
que tú propones: que exista alguien o algo que ha diseñado el
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Polvo de estrellas
mundo, sean dioses o astros, es tan complicada, implica una serie
de presupuestos tan extraordinarios: que exista Dios, que exista
realmente una fuerza “desconocida hasta ahora” que atraviese
años luz y lo haga posible, etc., que la navajita de Occam no puede dejar de funcionar.
–¿Qué dices de una navajita? –pregunté sorprendida.
–Occam era un filósofo medieval. Decía, más o menos, que
entre varias explicaciones, el sentido común o la ciencia escogerá la más simple, la que plantee menos problemas que los que resuelve. Por ejemplo: si le dices a un niño que a los bebés los trae
la cigüeña no aclaras nada, sólo estás trasladando el problema
más arriba y, encima, tienes que explicar de dónde saca la cigüeña el crío, quién ha hecho este niño que trae ella, cómo puede llevar tanto peso desde París, etc. La falsedad, el mito, siempre conllevan estos problemas.
Vaya con la navajita, pues. Y qué tontería de ejemplo me estaba poniendo. Los niños aceptan lo que les dices sin chistar. Mis
alumnos, por ejemplo, y salvando las distancias, confían en mí
plenamente. No tengo este tipo de problemas, faltaría más.
Me pareció que exageraba bastante, pero me sentía a gusto,
tranquila. Tenía la guardia muy baja aquel día. No me parecía tan
crío ni tan repelente cuando hablaba sin alborotar. Se detuvo un
momento y me miró muy amablemente (¡qué novedad!) con sus
ojos oscuros. Sus pestañas eran muy largas, para ser un chico. Divinas. Se acarició el pelo con la mano y volví a sentir de nuevo
sus dedos en el lomo de Shalimar. Era como un escalofrío.
Y tenía unas manos muy bonitas…
–Hay una historia muy divertida. No sé si es real o apócrifa,
pero nos viene bien. Verás: daban una charla sobre el origen del
universo tal como cree en él el hindú practicante. El conferenciante que la daba empezó a contar que el mundo para los suyos
es una esfera que lleva cargada a sus hombros un elefante. Una
señora del público con curiosidad y sin ninguna malicia preguntó: «¿Y qué hay debajo del elefante?». El hindú dijo que, según
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Preproceso
su religión, el elefante estaba apoyado sobre una tortuga. Y ella
preguntó: «¿Dónde se apoya la tortuga?». Y él le respondió: «Sobre una gran roca». Y la señora, cada vez más intrigada, insistió:
«Bueno, pero ¿dónde se apoya la roca?». Y el hindú, ya cansado
de la señora, le respondió: «Señora, basta; hay roca hasta abajo».
A mí me entró la risa con esta historia, tenía gracia. A veces,
decía cosas que tenían sentido, lo admito. Cuando no estaba agresivo, se explicaba mucho mejor. Además, todo lo oriental me interesa mucho y me atrae especialmente. Quizá podría introducir
esa historia en alguna clase. Aunque no sabía si me la iban a entender. Mis alumnos tienen, como yo, un gran respeto por las filosofías orientales y no suelen bromear con ellas.
Quique meditó unos segundos y, frunciendo el ceño con cierta preocupación, se giró de nuevo hacia mí y me preguntó:
–¿Cómo puedes soportar todo este rollo del destino, de la predestinación? Yo, ya no es que no crea en que todo está determinado, es que las mismas coincidencias que a ti te vuelven loca de
ilusión y que te reafirman en que todo está escrito a fuego en las
estrellas o donde quieras a mí me causan pavor.
–Pues vaya… –respondí, incrédula.
–Sí. Cuando me encuentro inmerso en una de ellas («Oh, que
extraordinario, ¿tú también le pusiste Oloccip 435 a tu osito
cuando eras pequeño?»), por unos momentos vivo la acojonante
sensación de lo que sería vivir en un mundo ordenado, diseñado
y ¡gobernado! por algún “Alguien” del más allá…
–Tú nunca has tenido un osito. Naciste con un juego de química en la mano –me reí para molestarle.
Lo que tiene que ser duro es vivir en un mundo sin sentido,
caótico y sin creador, pensaba yo.
–… espera, espera, y sí que lo tuve. Imagínate un mundo en
que ese “Alguien” de tanto en tanto se permitiese la broma de dejarte ver, por unos breves y sorpresivos momentos, que no eres
más que una pobre marioneta que cree, la muy capulla, que vive
su propia vida; un “Alguien” que se divierte presentándote traba91
Polvo de estrellas
josos y arduos abanicos de decisiones, que laceran tu existencia
y te abruman de responsabilidad, cuando no haces más que seguir el plan que él tiene para ti de todas formas. Francamente, no
sólo no me da ningún miedo un mundo sin diseño, si no que prefiero pensar que todo es caótico, al azar, y que mis decisiones tienen un mínimo de sentido.
–¿Sentido? ¿El azar? –me sorprendí.
Nunca me lo había planteado de aquel modo. Me parecía bastante desagradable y descorazonador el hilo de su discurso y me
daba como angustia.
–Sí. Yo me alegro de saber que nadie ha escrito un guión en el
cual yo deba pasear por fuerza un día como éste por Las Ramblas
y con una mujer guapa como tú. Prefiero mil veces pensar que he
sido yo quien lo ha querido.
Me dejó de piedra. Que poco me lo esperaba. Me había estado
amargando el paseo con sus destructivos comentarios y va y me
sale con eso. La frase se quedó resonando en mi cerebro. Su barbilla se proyectaba ligeramente hacia delante, con cierto aire de desafío. Reconozco que encontré sobrecogedoramente hermosa esa especie de provocación “a los dioses” a pesar de mí misma y de mis
ideas al respecto. Instintivamente, miré hacia el cielo, temerosa de
que le enviasen algún rayo. No sé cómo puede decir estas cosas.
Y la verdad, que me llamase guapa me excitó de una manera
especial. ¿De veras me encontraba guapa? ¿Lo decía en serio?
¿Un chico tan joven? Yo tenía amigas o conocidas con novios
más jóvenes que ellas, no es tan anormal. Pero yo soy muy insegura para estas cosas, siempre temo decepcionar. Mi vida personal no ha sido exactamente un éxito. No debía ser tan guapa si me
habían dejado todos, pensaba…
Así y todo me sentí flotar. Íbamos andando y me daba la impresión de que los demás hombres que caminaban por Las Ramblas, jóvenes y no tan jóvenes, reparaban en mí mucho más que
un momento antes. Como si, de repente, yo irradiase otra luz más
sexual y ellos la advirtieran.
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Preproceso
Tenía miedo de que él notase lo mucho que me afectaba lo que
acababa de decirme. Me sentí confusa y puse cara de burla.
–Es así, Conchita. Tiene menos fantasía, pero por lo menos es
verdad –continuó él con un tono muy indiferente. Como si lo de
antes sólo hubiera sido un comentario cortés.
No comprendía esa frialdad.
–¡Ajá! –dije triunfante y atropelladamente. Y un poco sarcástica también–. ¡La verdad! ¿Así que crees en la verdad? ¿En algo
superior e ideal?
Me preocupaba poco la verdad en aquel momento. Mi corazón latía locamente y necesitaba hablar de cualquier cosa para
calmar mi agitación.
–La verdad absoluta, ideal, platónica, no –contestó, pensativo–. Es más una dirección que un final. Pero existen maneras
mejores que otras de acercarse a ella. La ciencia y el pensamiento racional, por ejemplo. Hasta el sentido común, dentro de su
marco.
–Mi sentido común me dice que las verdades nos son reveladas y que pasan cosas extraordinarias. Sólo necesitas estar abierto a ellas.
–No es lo mismo tener la mente abierta que un agujero en la
cabeza –dijo a bocajarro.
–¡Estupendo! Ahora me atacas –salté. Y sentí decepción, desengaño y ganas de pelea.
–No te ataco. Hay una bonita frase de Kipling: «Sueña, pero
sin dejar que tu sueño sea tu amo…».
Nos quedamos un momento en silencio. Por unos instantes, la
noche, Las Ramblas, la gente, los sonidos, se volvieron irreales.
Como si hubieran sido simplemente una invención mía y estuvieran a punto de desaparecer de nuevo. Solipsismo leí una vez
que se llamaba eso.
«Sueña, pero sin dejar que tu sueño sea tu amo…» Siempre
me salía con citas. Debía llevar un diccionario.
Pero me quedé absorta en la frase. Enganchada…
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Polvo de estrellas
–Por cierto: ¿recuerdas qué soñaste anoche? –preguntó Quique, despertándome.
No sé a qué venía aquello. Yo quería volver a lo de mi “agujero en la cabeza” y aclarar un par de cosas, pero ya había cambiado de tema.
La verdad es que sí me acordaba, y no era algo de lo que tuviera muchas ganas de hablar. Por cierto, qué “casualidad” que
me lo preguntase. Si es que a mí siempre me pasan estas cosas.
Pero para qué más comentarios.
Pues sí que había tenido un sueño, y como no escarmentaba,
se lo conté. Había sido horroroso. Tengo una amiga, Encarnita,
que acababa de casarse. Enrique y yo habíamos estado en su
boda quince días antes. En aquellos momentos, mientras Quique
y yo bajábamos por Las Ramblas, mientras soplaba una brisilla
fresca y sorteábamos bandadas de turistas, ella estaba aún de luna
de miel en Seychelles y Reunión (yo estuve allí con Álvaro una
vez, ¡ay!).
La noche anterior me había despertado bruscamente de una
desagradable pesadilla en la que ella era la protagonista. En el
sueño, no recuerdo por qué, varias amigas estábamos esperándola para darle un regalo. Creo que un bolso. Pero yo no sabía cómo
darles una malísima noticia. Lloraba y lloraba y no podía contárselo. Había visto cómo Encarnita trepaba por unas rocas que daban a un mar que, por estas cosas de los sueños, estaba enfrente
de su casa, de su hotel o de lo que fuera. Para mi horror, la pobre
chica se había caído y se había ahogado. Esto era lo que yo había
visto y esto era lo que, en mi sueño, debía comunicarles y no me
decidía a hacerlo. Estuve todo el día pensando: «A ver si le ha pasado algo».
Se lo conté a Quique tal cual. Como una tonta.
–Muy bien –dijo muy contento–. Ahora pueden pasar dos cosas: que tu amiga se haya muerto o que no le haya pasado nada.
Si ha muerto, tú tienes un disgusto, pero te marcas un tanto de
puta madre (era un asqueroso hablando), sobre todo si has habla94
Preproceso
do de ello antes. ¡Has tenido una premonición de la hostia! Te sobrecoges de lo lindo y tus amigas también. Vale. Pero si tu amiga
no ha muerto, tú te olvidarás de todo, especialmente si no se lo
has contado a nadie, y este sueño no será el efecto de nada. Ya
ves, el sueño es el mismo, y si da la remotísima casualidad, que
siempre es posible, de que a tu amiga le haya sucedido algo, le
podemos poner una nota.
Y se detuvo otro momento mirándome divertido.
–Verás, es como un juego. Si realmente se ahoga en el mar,
tendrá una nota de diez. Si se ha partido la cabeza en una roca,
tendrá casi un diez también, pues la ha palmado. Todo esto puede seguir, dependiendo de lo ancha que tengáis la manga tus amigas y tú.
Me miró con sonrisa traviesa y yo le respondí con un ademán
de reconvención. ¡Pobre Encarnita, vaya juego! Si supiera de qué
tipo de conversación era la protagonista, le hubieran silbado bien
los oídos. Le reñí por ello mientras esquivábamos a la multitud.
Las Ramblas estaban llenas de gente y muy animadas. Artistas callejeros pintaban retratos o vendían pulseras. Otros tocaban
el acordeón o realizaban alguna modesta actuación ayudados por
algún perrillo “patanero” (mil-leches, que dice Enrique). Había
echadores de cartas del tarot, con la cara apenas iluminada por
una vela, que susurraban secretos a clientes acongojados. Quique
los miraba como mi padre a los travestis. Pero me consta que no
todos son aficionados, ni granujas, y que los hay de geniales.
En algún momento, cuando nos cruzábamos con algún grupo
ruidoso, él ponía protectoramente la mano sobre mi hombro y
nos desviábamos de su ruta. Y luego me quedaba un buen rato
sintiendo aún la presión de sus dedos…
Me daba mucha rabia experimentar estas sensaciones. Se hubiera burlado de mí de haberlo sabido. Seguro. Además, no se lo
merecía para nada. ¿Cómo podía ser yo tan idiota, con lo mal que
se portaba con nosotros y con lo mucho que me mortificaba?
Pero él ni se daba cuenta, tan reconcentrado que estaba en su pro95
Polvo de estrellas
pósito de “convertirme”. Había dado con un filón gracias a mi
sueño y lo estaba explotando al máximo. Después de reflexionar
unos instantes, siguió ensañándose con mi amiga, pobre chica.
–Por ejemplo –decía, animado–, si se rompe la pierna en las
rocas, yo veo que cuela. Se le puede poner un siete. Si se ahoga
con un trozo de pollo y no se muere, tendrá nota pues es ahogamiento también. Si el pollo la mata, más alta. Si discute con su
marido en las rocas y están a punto de separarse y luego os lo
cuenta, también puede valer, ya que puede ser una muerte simbólica en las rocas; del matrimonio en este caso. Si sólo recuerda
un ataque de tos, dependerá de eso, de lo que te decía antes, de la
manga ancha que tengáis, y tendrá nota o no.
–Muy gracioso –dije yo.
Pero le veía el punto a pesar de mí misma. No me resultaba
extraña esa manera de ligar cabos y me sentía inquieta y algo
avergonzada, como si Quique me hubiera pillado haciendo algo
vagamente impúdico.
–Pues eso. Cuando tu vidente te dijo que conocerías a un Leo
“que te cambiaría la vida”, ¿te acuerdas?, seguro que te dijo eso
y veinte cosas más. Lo del Leo te encajó luego con lo que tú quisiste que encajara y te olvidaste de las otras veinte cosas. Y si las
olvidaste fue porque no encajaron en nada. O sea, porque como
predicciones fueron tan falsas como la del Leo “que cambiaría tu
vida”. El sueño sobre tu amiga igual. Si le pasa algo, tu sueño
será el efecto que ha tenido en tu sensibilidad paranormal…
–Menos guasa, Nicolasa –protesté yo. Qué memoria, el tío, se
acordaba de lo del Leo.
–… una causa, un suceso ocurrido a miles de kilómetros, que
de paso confirma un montón de creencias en lo extraordinario
por tu parte. Si no pasa nada, se quedará justo en nada. Y más si
no se lo has contado a nadie –y añadió con sorna–: Yo te prometo callarme para siempre.
Mentira, yo sabía que lo sacaría a relucir en cuanto tuviera
una ocasión. Estaba incómoda y llena de sentimientos ambiguos.
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Preproceso
–¿Te das cuenta de la cantidad de cosas que piensas o que recuerdas durante el día? ¿O que sueñas por la noche y recuerdas?
Quizá cientos, miles. De todas ellas, tú escoges aquellas que parecen coincidir con algo y olvidas el 99,999999 de las demás. Y
las personas que creen en la telepatía y en la premonición, como
tú, lo hacen de forma automática.
–Entonces: tú niegas que pueda haber sueños premonitorios
–le acusé.
No podía ser que creyera que todas estas cosas eran tonterías.
Con la cantidad de literatura y de testimonios que hay.
–¡No es eso! Mira…
¡Oh, no! ¡Otra vez no! Quique se apoyó en un árbol y extrajo
un boli del bolsillo de la camisa, una costumbre feísima que yo
les reprochaba a ambos, a su padre y a él, más una libretita del
bolsillo del vaquero. ¡Si lo sé me callo! Ya me ves a mí parada en
medio de Las Ramblas, molesta, perpleja y tal vez embrujada,
mientras él hacía número tras número apoyado en un árbol. Un
hombre vestido y pintado como una estatua de bronce nos miraba intrigado.
–¡Naturalmente que es posible soñar algo y que después suceda! –exclamó entusiasmado–. Pero es casualidad. ¡Y más que posible! Vamos a calcularlo. –Estaba requetefeliz, en la gloria–. Para
hacerlo lo primero que debemos definir es cuándo consideramos
que un sueño es profético. Pongamos el caso que sea cuando unos
cuantos detalles del sueño coincidan con lo que a los pocos días
sucede. Pues bien, supongamos que por casualidad 1 de cada
10.000 sueños lo podemos considerar premonitorio (como puedes
ver es una probabilidad realmente baja). Usando las sencillas reglas del cálculo de probabilidades se puede calcular la probabilidad para que se den coincidencias entre los sucesos de la vida real
y los detalles de un sueño para el conjunto de la población y a lo
largo de un año. Esto es muy importante: para el conjunto de la
población y a lo largo de un año. El número que sale es
(9.999/10.000) x 365, que con ayuda de la calculadora…
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Polvo de estrellas
¡Llevaba también calculadora: salió del bolsillo de atrás del
vaquero! ¿Qué podía hacer yo ante tal despliegue armamentístico?
–… tenemos que da, aproximadamente, 0,964. Esto quiere
decir que en un período de un año tendremos que el 96,4 por
ciento de la gente que sueña todas las noches tendrá sueños fallidos. Pero lo importante es que aproximadamente el 3,6 por ciento de la gente que sueña todas las noches tendrá por lo menos un
sueño profético durante este mismo período. Un 3,6 por ciento
puede parecer una cantidad muy pequeña, pero no lo es tanto si
la traducimos a un número de personas. Entonces se convierte en
millones de sueños aparentemente proféticos cada año. Por otra
parte, hay que tener en cuenta que el informe de un sueño, una
vez ocurrido el suceso en la vida real, es susceptible de lo que en
psicología se denomina “interferencia retroactiva”, que hace que
el propio sueño se evoque de forma inexacta después de ocurrida
la coincidencia, por el efecto de interferencia que ejerce sobre el
recuerdo del sueño la propia similitud de la situación finalmente
vivida. Por ello el informe de los sueños premonitorios, una vez
ocurrido el acontecimiento supuestamente idéntico de la vida
real, carece necesariamente de credibilidad, y no sólo de validez
científica, si es que se pretendía demostrar con ello la existencia
de sueños premonitorios.
Te juro que me soltó un discurso tal que así. La estatua de
bronce llegó a dar una cabezada y todo. Me vio con buena disposición y no se cortó, no. Si alguna vez me había parecido que me
“lavaba el cerebro”, no sabía aún la que me esperaba. Aquella noche sí que se explayó a gusto.
Y siguiendo alegremente con esa perorata, nos fuimos Ramblas abajo.
Creo que me dejé avasallar. Me iba a venir la regla y me sentía sensible y reflexiva. Y la luna llena también me vuelve fantasiosa y como sensual. Mal momento para la polémica intelectual.
No debí de habérselo contado. Lo de Encarnita, digo. En rea98
Preproceso
lidad tenía cierto sentimiento de culpa. Desde luego, en ningún
momento había deseado la muerte de la pobre chica, por Dios
Santo, pero sí había tenido la vaga ensoñación del drama y de
cómo yo lo contaba a mis amigos y de todo el follón que se armaba…
Me sentí muy, muy confusa.
*
¿Qué pretendía mi padre haciendo que acompañase a su mujer a todas partes? Por mí, dabuten, oye, pero no sé si no pecaba
de confiado, tan mundano él.
Una noche la tuve que acompañar a un mercadillo de esos
“naturales” cerca de Las Ramblas. Imaginaos de qué iba: hierbecillas que curan de todo, pomadas “del Tigre”, cosméticos peligrosamente caseros, quesos dudosamente artesanos… Lo de
siempre. Todo eso vendido por tipos enjutos con gorro peruano y
mujeres más que fondonas por culpa de los estragos de la dieta
macrobiótica. Muy parecida a la de las gallinas de una granja
ecológica, por cierto.
Conchita, cuando no estaba mi padre delante, se volvía muchísimo más razonable y hasta parecía que ponía voluntad en entender los argumentos que le daba. Y no era para menos: la verdad es que me esforzaba lo que podía, y si hacía falta sacar la
calculadora, la sacaba.
Lo bueno es que la tía me sorprendía continuamente. Veíamos
lo mismo, pero lo interpretábamos cada uno al revés que el otro.
Por ejemplo: un día nos pusimos a hablar de películas y resultó
que una de sus favoritas era Blade Runner; una de las mías también. Me sorprendió mucho. No iba nada con ella. Ya sé que son
prejuicios, pero no me encajaba con una tía vestida de Burberry
de arriba abajo. ¡Y con sus aficiones esotéricas! Algo fallaba.
¿Qué se le había perdido a ella en esa película? Si me hubiera dicho El secreto de la pirámide o algo así…
99
Polvo de estrellas
Pero que sí y que sí. Ya nos ves a los dos recordando, extasiados, las palabras del replicante Roy Batty cuando estaba a punto
de pasar a ser chatarra cyborgiana: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He
visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de
Tanhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como
lágrimas en la lluvia. Es hora de morir».
Precioso. Los dos de acuerdo. Ideal, divino, fenomenal. Pero
veamos: tenemos a unos “replicantes” que vuelven a la tierra
para obligar al hombre que les ha creado a alterar su fecha de caducidad, ya que saben que les lleva a una muerte inminente. Está
claro que se trata de una parábola que expresa la necesidad que
tienen los humanos de encontrar un dios que pueda evitarles la
condena inexorable de la muerte. Creo que es transparente, ¿no?
Pues para ella en absoluto. No se acercaba ni por asomo. Lo que
opinaba era esto, agarraos:
–El instinto religioso, situado en el hemisferio derecho, que es
holístico y no-verbal, nos lleva automáticamente al conocimiento
de Dios. Éste es el drama de los replicantes, que buscan a su creador y ven que sólo tienen a un señor que le gusta jugar al ajedrez.
¡Me dejó de piedra la tía! Nunca en mi puta vida había encontrado a alguien con una versión tan peregrina del significado de la
película. ¡Como si fuéramos de distintos planetas! Decía que la
religiosidad está inscrita en el hemisferio derecho y que por algo
será. Que está demostradísimo, vamos. Lee a cuatro gurús que interpretan a su modo los últimos conocimientos en neurociencias y
se los cree como a la Biblia. ¡La última moda new age!
Pues a esta mujer la tenía que acompañar yo a todas partes. Lo
hacía porque se empeñaba mi padre y porque no tenía nada mejor que hacer; que si no, a buena hora, con lo pesada que era. ¿Y
la manía que tenía con lo de la relajación? Que ella “no podría vivir sin sus técnicas de yoga”. Que si yo me molestase en aprenderlas, liberaría toda mi tensión y lograría desbloquearme emocionalmente.
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Preproceso
Decía:
–Tienes un problema de bloqueo, como tu padre.
–Ya ves.
–Es una lástima que no estuviera por la labor, lo intentó una
temporada y aún no había llegado al primer chakra que ya se había dormido.
–Ya.
–Así y todo, me dijo que prefería de largo la siesta.
–¡A ver!
Un cachondo mi padre a veces. Nada que ver con la imagen
que yo me había hecho de él. Y eso de que estuviera siempre enviándonos a pasear por ahí era demasiado. Un peligro, vamos.
Conchita era una tía que no estaba mal. No era de mi estilo, desde luego, pero no estaba nada mal. Y, claro, la ves un día y luego
otro…
No sé en qué estaba pensando. Al fin y al cabo, no era ni mi
prima, ni una pariente, ni nada. Y no nos llevábamos tantos años.
Nadie que nos hubiera visto se hubiese imaginado que era la mujer de mi padre. Y más que aquel día del mercado vino con una
ropa discreta y con poco adorno, que parecía una cría. Incluso en
algún momento le puse la mano en el hombro con alguna excusa.
Me dejé llevar. Hasta fui tan gilipollas de decirle que era guapa o
algo así. Gilipollas porque ni me oyó; continuó terca con lo suyo,
que estaba obsesionada con sus asuntos sobrenaturales.
Un gilipollas es lo que fui.
*
¿Casualidad? ¿El azar? Me hundió en la miseria la noche
aquella del mercado. Pero luego, con más tranquilidad, pude reflexionar y ver lo tonta que había sido dejándome atropellar de
aquel modo. Para él todo eran coincidencias y estaba muy equivocado. Algunos casos se podrían explicar con unos números y
una calculadora, pero muchos otros no.
101
Polvo de estrellas
Cómo conocí a Enrique, por ejemplo. Verás: fue un par de
años después de mi separación de Álvaro, cuando la representación de la obra Ángeles en tu neceser. Yo no tenía ni idea de qué
iba; no voy mucho al teatro. Encuentro que es un medio de expresión fantástico, muy artístico, pero voy poco. Que me falta
tiempo. Aunque creo que yo hubiera sido muy buena actriz. Conecto enseguida, sé meterme en la piel del personaje. Mis amigas
dicen que hubiera valido para todo lo que es arte. Soy muy intuitiva. Creo que soy inteligente, sino no hubiera podido hacer una
carrera, aunque sea de letras. Pero lo que sí tengo es “inteligencia
emocional”. Con los años he visto claramente que esto es lo más
importante que existe en la vida.
Si fui a ver la obra fue por lo de los ángeles, claro. Yo empezaba a estar muy metida en el rollo, digamos, “espiritual”, y conocía ya a cantidad de gente de este mundillo. Lo de los ángeles,
hasta que Lucía le dio tanta popularidad, en España había poca
gente que se interesase por ellos. Aquí siempre vamos más retrasados, siempre a remolque de los americanos. Pero, como yo decía en mi taller: «¡Si aquí hemos tenido ángeles desde siempre!».
Iba con Isabel García-Rubias, una gran amiga, mayor que yo,
pero una gran señora. Muy amiga de Pitita y de todas éstas. Enrique dice que, cuando llegó a conocerlas y saber de las cosas por
las que se interesaban y tal, se reía de ellas un poco. Pero cómo
calló cuando un día que, estando con el lumbago, Isabel le impuso las manos en la zona que le dolía. Sin tocarle, quiero decir. ¡Le
alivió enseguida! ¡Le encontró el punto rápido! Es que sabe un
montón, Isabel; tiene un don tremendo. Una de mis “brujitas buenas” favoritas.
Pues bien, estaba ella conmigo y, no sé cémo vino la cosa, que
conocía a alguien que le conocía a él. En fin que, como digo yo,
para bien o para mal, todo está escrito y acabaron presentándonos. Luego nos fuimos todos a tomar una copa a la fiesta de un
amigo común.
No me pareció mal. Mayor, pero bien. Divorciado de una ma102
Preproceso
drileña –profesora de matemáticas y un desastre en la casa, según
me dijo Isabel– y con un hijo de quince años. Un hombre muy relacionado socialmente y de una familia buenísima de Madrid. Un
poco más alto que yo, delgado. Por nada del mundo podría haber
imaginado cómo acabaría aquello. Estaba bien de físico, pero no
fue en absoluto un flechazo.
Diferente a lo de Álvaro. Con Álvaro fue la locura: nunca más
gracias. Me fugué con él siendo casi una cría; mis padres no me
lo perdonaron nunca. Diez años que me tuvo prometiéndome cosas. Que se separaría, que nos íbamos a casar y todo eso. Diez
años y yo loca por él. «Que estos hombres nunca se separan», me
decían mis amigas. Y, fíjate, fue dejarle, se separó y se casó con
otra. Es que aún no me lo saco de la cabeza y mira que han pasado años. ¿Qué me faltaría a mí? Yo era mucho más guapa, joven,
tenía más clase. Si no hubiera sido por María del Carmen no lo
hubiera aguantado. Estuve yendo a ella mucho tiempo.
Enrique tenía cuarenta y ocho años, veinte más que yo. Elegante, escurridizo y diplomático; qué diferente a su hijo que todo
lo suelta tal cual. En esto no se parecen en nada. El era un play
boy, un personaje de la jet de Madrid. El padre de Enrique, aunque burgués y de dinero, había sido una persona muy comprometida con la República y se había exiliado y todo. Enrique nació en México, pero, por culpa de desavenencias en el
matrimonio, con separación y todo, le enviaron de pequeño a España, y la familia de su madre, gente rica y de derechas, se encargó de él. Hubo una época en que con su ex mujer hacían mucha vida social. Hasta recuerdo haberle visto fotografiado en
¡Hola!
Aunque no sentí un flechazo, recuerdo aún cómo me sobrecogí cuando, en la fiesta, descubrí que él también cumplía años
igual que yo aquel mismo día. María del Carmen, que además de
ser mi vidente, me echaba las cartas genial, como ninguna otra
que hubiera conocido, me dijo una vez que un Leo como yo cambiaría mi vida. No se lo había querido decir nunca a Quique, pero
103
Polvo de estrellas
era a su padre a quien me vaticinaron. Mi gran secreto. ¡Y vaya
que tuvo razón! En aquel momento, no me acordé del vaticinio,
pero el que nos hubiéramos conocido el día de nuestros respectivos cumpleaños ya me puso en el buen camino. Cuando en las semanas posteriores empecé a atar cabos, todo cobró un significado preciso. Como un mensaje enviado desde otra dimensión:
¡aquel hombre me estaba destinado y yo tenía que luchar por él!
Tendría que haber estado ciega para no ver las señales.
Tú dirás si puede ser casualidad: nos conocimos un 4 de agosto, el día de nuestros respectivos cumpleaños. Y espera: exactamente el mismo día en que conocí a Álvaro, doce años antes.
¡Qué más se puede añadir! Está claro con eso que es una fecha
que marca las relaciones más intensas que he tenido en mi vida.
Encima, doce es múltiplo de cuatro. Entiendo un poquito de
Cábala, y, desde luego, creo en ella a pies juntillas. Los números
simples o compuestos tienen un significado. Yo estoy marcada
por el cuatro, que es mi número por fecha de nacimiento, y el siete, que es un número místico, espiritual y de crecimiento. Muchas almas eligen el canal cuatro u ocho para volver a la tierra, y
estaba convencida entonces de que había vuelto para ayudar y
canalizar. El cuatro es el número de la perfección, si bien unido
al ocho es el de la fatalidad; en mi vida hay muchos ochos y cuatros. Ocho años hacía también que no veía a Quique cuando vino
a Barcelona a quedarse a vivir cerca de nosotros. “Casualidad”,
supongo, claro.
Pero, ya te digo, volviendo al tema: no quería que se estropease el asunto antes de empezar. Tampoco hay que confiar totalmente en el destino. Está todo escrito, sí, pero hay que trabajárselo, que digo yo. Me propuse hacer lo posible para que fuera bien.
Así que fui a ver a Luisa, que era una amiga de nuestro círculo que
hacía unos “trabajos” impresionantes. Luisa se dedicaba profesionalmente –con consulta y todo y ganando más dinero que un abogado– un poco a todo: tarot, cartomancia, videncia; decían que era
muy buena sanando también. Sus “trabajos” tenían una fama tre104
Preproceso
menda. Salía por la tele (bueno y sale aún, claro) y es amiga de
mucha gente famosa: de la aristocracia, artistas y de toda la jet.
Todo el mundo hablaba maravillas de ella. Era cara, pero resultaba casi una garantía.
Yo no lo tenía muy claro, de todas formas. Ya me había fallado una vez. Fue con un chico que conocí antes que Enrique: el primer hombre que me gustó después de lo de Álvaro. Me gustó mucho, la verdad. Estuvimos saliendo unas semanas, y él insistía
todo el tiempo para que nos fuéramos a la cama. Yo detesto las relaciones de ahí te pillo y ahí te mato. Pero mis amigas me habían
advertido que era un soltero recalcitrante y que no era fácil de sujetar. Me decían que tenía todas las mujeres que quería y que si
me encantaba, si badaba, que dicen aquí, se me lo llevaría otra.
Así que al final, con ayuda de Luisa, tomé una determinación y
transigí un poco antes de lo que hubiera querido en lo de tener relaciones íntimas. Pasamos un fin de semana genial, romántico y
maravilloso. Todo parecía funcionar a las mil maravillas y fueron
tres días de ensueño. Yo me había llevado el “trabajo”, lo había
colocado debajo de la cama y todo parecía ir sobre ruedas. Pasó
el fin de semana y… nunca más le volví a ver. Es que ni me llamó. Aún me duele cuando lo recuerdo.
Se la cargó Luisa, desde luego. Y eso que me dijo que sería infalible y que me cobró cincuenta mil pesetas. Esto no se hace a
una amiga. Me enfadé muchísimo. Le dije que era una dejada y
que no había puesto interés. La puse de vuelta y media. Estuvimos meses sin hablarnos, pero, al final, cuando se planteó lo de
Enrique, mis amigas me convencieron para que probara otra vez.
Además, ella también le conocía. Poco, de las fiestas que hacíamos que habían coincidido alguna vez, pero suficiente para que
fuera una ayuda a la hora de preparar el “trabajo” adecuado.
Y tuvieron toda la razón: que fallara una vez no quería decir
que sus “trabajos” no funcionasen. Es verdad: a veces, hasta la
gente con más poderes se equivoca. Los escépticos se burlan
cuando ven que los videntes pronostican algo y no se cumple.
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Polvo de estrellas
Pero ¿y cuándo aciertan?, ¿es casualidad eso? María del Carmen
me ha acertado un montón de cosas que se han cumplido al cien
por cien.
Quique dice:
–Los videntes son personas normales que también aciertan
cosas algunas veces.
Qué sabrá el gato. Me lo va a decir a mí, que he tenido experiencias que le harían poner los pelos de punta. Que no me venga
con números ni con calculadoras. Quien no lo ha vivido, no puede hablar. Por eso nos entendemos tan bien mis amigos y yo.
Quien más quien menos ha tenido una experiencia que, ponle el
nombre que tú quieras si no te gusta éste, a mí me da igual, yo llamo “paranormal”.
Enrique y yo estábamos hechos el uno para el otro, había leído los signos claramente y aquella vez tenía que tener éxito. Luisa prometió que aquella vez no fallaría y que me devolvería el dinero si no funcionaba. Mucha confianza debía tener en ello, ya
que es una agarrada de cuidado. Me dijo que tenía que ponerlo en
algún sitio escondido pero no cerrado. Debajo de la cama sería
un lugar ideal. La verdad es que mejor no pudo resultar: ¡me casé
con él y nos quisimos muchísimo durante años!
El primer día que nos acostamos, al cabo de un par de meses
de salir, el asunto estaba debajo de la cama. Fue todo muy clásico y muy romántico. La cena, las velas, una música suave y pasión desatada desde la primera nota. Me dijo Isabel, esta amiga
que digo que es mi “brujita favorita”, que para la pasión madura
funciona muy bien Barry White. Me dijo que tenía “voz de polvo” (a veces, le gusta ser algo procaz). Y debió ser así, que fue
poner el disco y nos olvidamos de que lo habíamos puesto para
bailar. Por cierto que ya me pronosticó Isabel que iba a ponerse
de moda otra vez. Barry White, quiero decir. Hace diez años, ya
ves. Casualidad, que dice Quique. Todo casualidad.
Fue una locura. Estuvimos haciendo de todo en el sofá. Bueno, yo no bajo la cara más abajo de la cintura hasta que hay mu106
Preproceso
cha confianza; pero él sí. Tenía miedo de que no llegáramos a ir
para nada a mi habitación. ¡Y yo con aquello debajo de la cama!
¡Tendría que haberlo puesto debajo del sofá! La suerte fue que
resultó ser incomodísimo para hacer el amor. Nos hundíamos,
nos ladeábamos, me dolía la espalda, le dolía a él. Así que le
arrastré prácticamente a la cama, para que el “trabajo” hiciera su
trabajo, valga la redundancia, y para que, y la verdad, que en
aquel momento era lo más importante, que lo del “trabajo” se me
había olvidado, no se le pasara la buena disposición del momento. Vamos, el empalme estupendo que tenía, que un hombre de
casi cincuenta no puede jugar con eso.
Todo fue muy arrebatado. Yo creo que no se dio ni cuenta de
que estaba en la cama cuando acabó. Diría que hasta tuvo remordimientos por lo que acababa de suceder. En cuanto se recuperó,
empezó a ponerse como raro, como desconfiado; hasta un poco
pálido. Yo creo que se acordaba de su ex mujer, o de su hijo. ¡Me
pidió que abriera la ventana! Hasta el aire le faltaba. Y era un octubre nada cálido. Vi enseguida que era un hombre supersensible.
Hay hombres que se duermen enseguida o fuman o parece que no
ha pasado nada. Pero yo nunca había visto una reacción igual. No
es que tratara de llamarme la atención; al contrario, estaba realmente incómodo de que yo notase sus emociones. Disimulaba su
turbación pero no lo conseguía. Creo que esto me enamoró de él.
Sí, fue en aquellos momentos, cuando vi en sus ojos que estaba tan íntimamente alterado, cuando, cohibido, me pidió que
abriera la ventana, cuando me enamoré de él.
*
Conchita sólo veía en mí a una persona “cerrada de mente”
que tenía miedo a enfrentarse a lo mágico y sobrenatural. Ya veis.
Ya me gustaría a mí comunicarme con el más allá o que se paseasen los extraterrestres por mi barrio. ¡La de cosas que les iba a
preguntar!
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Polvo de estrellas
Simplemente, soy alguien que piensa que no se ha de aceptar
ninguna información sobre un fenómeno extraordinario, sea paranormal, sobrenatural, extraterrestre o, incluso, afirmaciones
científicas sorprendentes, solamente porque haya alguna persona
que lo asegure. Es mi derecho como ciudadano, incluso como
consumidor de información, dudar, desconfiar y exigir que quien
afirme algo asombroso sea capaz de probarlo. «Afirmaciones extraordinarias exigen pruebas extraordinarias.»
Por ejemplo, lo de los “dispersos reaccionarios” del Señor Toribio. Tiene cojones la cosa. Antes de discriminar a una serie de
pobres diablos por tener las orejas de soplillo y los ojos demasiado
juntos se tiene que demostrar muy claramente la validez de tan extraordinarias afirmaciones. Porque lo que está haciendo es atentar
contra los derechos elementales de una persona. Han sido siglos de
estigmatizar a individuos y colectivos a causa de sus rasgos físicos.
Por mi parte, me alegro en cantidad de que el tamaño de mis orejitas no pueda darle a nadie pistas sobre mi personalidad, ni de si soy
ateo o no, o de si prefiero follar de pie o tumbado.
Francamente, estoy harto de la basura paranormal y pseudocientífica que rezuman la tele, las películas y las páginas de los
periódicos y revistas irresponsables. Harto del papel de los medios que publican noticias sensacionales sin que quepa una explicación crítica, ya que el esperpento es más excitante, más comercial. Y luego, el desmentido, si es que llega, ocupa dos líneas
en la última página.
Creo que el método científico ha demostrado ser una útil herramienta a la hora de investigar los hechos empíricos y a la hora
de discernir si un fenómeno es real o no, y cuáles son sus causas
y sus consecuencias. Aunque suene rimbombante, el método
científico en su versión más usual, más casera (como aquel que
hablaba en prosa y no se había enterado) es el método que utilizamos todos, vosotros y yo, para ir por la vida con un mínimo de
sentido común, ya que emplea los mismos métodos de la inteligencia crítica de cada día.
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Preproceso
Utilizamos el “método científico”, por poner un ejemplo, cuando vamos a comprar un coche de segunda mano y no tenemos bastante con que el vendedor nos diga que es un coche “buenísimo” y
no se hable más. No: intentaremos comprobarlo y no hacer el primo como unos capullos. Examinaremos el motor, las ruedas, la carrocería, y lo que sea que haya que mirar. Daremos por sentado que
el vendedor del coche no va a ser imparcial del todo y que, aunque
sea una persona honesta, no estará de más realizar alguna comprobación y pedir opinión a otro mecánico, por ejemplo.
Considero que no es legítimo, sino una gran inmoralidad social, abusar de las creencias de la gente ingenua, ignorante o crédula, y hacer negocio fabricando mentiras. Habitualmente, los
farsantes disfrazan su discurso esotérico con parrafadas pseudocientíficas carentes de sentido que pretenden hacer pasar por
ciencia, y que no son sino montajes para confundir y estafar al
público. Bernard Shaw decía «La ciencia es siempre profunda y
simple. Son las verdades a medias las que son peligrosas».
Por eso, toda afirmación de un fenómeno físico («Estas píldoras curan el asma», «Naves extraterrestres aterrizan en tal sitio»,
«La Virgen se aparece en la copa de este algarrobo») debe ir corroborada por las oportunas demostraciones científicas del mismo, para que una persona se pueda pronunciar acerca de su realidad. Mientras no haya pruebas que demuestren un fenómeno, no
se puede asegurar que dicho fenómeno exista, ni tampoco lo contrario. Las visitas de extraterrestres, las apariciones marianas y la
existencia del Ratoncito Pérez no han sido verificadas hasta ahora, pero tampoco se pueden negar.
Disparates y estupideces de este tipo, quizás expresadas de
una manera aparentemente más seria, aparecen continuamente en
los medios de comunicación. Ya son habituales los programas de
televisión que cuentan como estrella invitada con algún astrólogo o vidente. O los reality shows que nos ofrecen curaciones milagrosas y reencarnaciones en directo. Puede parecer que esto no
es más que otra forma de basura televisiva, ofensiva para poco
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Polvo de estrellas
más que el buen gusto; pero nada más lejos de la realidad. El sensacionalismo en la noticia, el morbo de presentar a personajes extraños o estrafalarios que hacen afirmaciones extravagantes, en
algunos casos es cruel y, en general, desinformativa para los telespectadores que tienen a estos programas como fuente básica
de información.
Y no sólo la gente modesta o ignorante es víctima de la charlatanería. “La cultura” es también un arma de doble filo. Por
ejemplo: Conchita y sus amigos son universitarios, de clase social media o alta y con una formación bastante amplia, ¡y son
más crédulos que un analfabeto! Pertenecer a una familia de clase alta, estar “próximo al Papa”, o ser un superprofesional de alguna cosa no es, a pesar de lo “divinos” que sean sus personajes
más admirados, un motivo que pueda dar validez a sus argumentos.
Muchas, muchas veces vale más el sentido común de un campesino que el de una estrella de la televisión. Y ni la izquierda ni
la derecha se libran de la irracionalidad. Algunos progres de izquierda, además de haber comulgado en una época con las inmensas ruedas de molino del marxismo-leninismo (verdadera religión en la tierra, que dice mi abuela, que abandonó el partido a
la vez que Semprún), comulgan ahora con orientalismos estrafalarios, exóticas filosofías new age y con relativismos culturales
llevados al absurdo. La derecha, por su parte, tiene una larga tradición tanto en lo confesional como en la afición de algunas élites por ideas esotéricas y ocultistas que les otorgan un barniz de
espiritualidad y superioridad.
Ya sabemos que actores y hasta presidentes de países poderosos toman sus decisiones previa consulta astrológica. Y, desgraciadamente, en el siglo XXI todavía se cometen crímenes intentando expulsar demonios en burdos rituales de exorcismo. Nos
venden agua magnetizada que lo cura absolutamente todo y sistemas infalibles para adelgazar sin dietas ni ejercicio. Nos venden predicciones infalibles, nuestro futuro está determinado por110
Preproceso
que está escrito en los astros, y nosotros no podemos hacer nada
por cambiarlo…
La credulidad, el fanatismo y la irracionalidad fomentan la intolerancia, impiden el acuerdo y el consenso y, por ello, destruyen los fundamentos de la convivencia en libertad y de la democracia. El siglo XX ha estado marcado por personajes que
sedujeron a su pueblo con teorías pseudocientíficas sobre la raza
o la etnia, o con mistificaciones históricas para justificar un nacionalismo excluyente y agresivo. Y es un peligro abierto. Tendría mal pronóstico una sociedad que siguiese a un político mesiánico (¡y lo que es más triste: en un país democrático!) que
apelase a las “esencias” de la nación o al “espíritu” del pueblo
para animar a sus paisanos a un paso cruento o desgarrado: no
hay libro de reclamaciones si no existe el paraíso. Nadie se va a
hacer responsable.
Las esencias y los espíritus son un chollo, porque ofrecen la
gran ventaja de ser un objetivo en sí mismos ya que, por alguna
razón que no interesa explicar bien, todo se les debe a ellos. Al
carecer de entidad, es decir, al no tener existencia “real”, no pueden hablar, y deben hacerlo a través del gurú, del sacerdote o del
líder milenarista que les interpreta. Son muy útiles.
Los valores de la ciencia y los de la democracia son concordantes y en algunos casos indistinguibles. La ciencia y la democracia empezaron en el mismo lugar, y no es casualidad. La ciencia democratiza porque confiere poder a todo aquel que se toma
la molestia de estudiarla y prospera con el libre intercambio de
ideas. La irracionalidad, las afirmaciones inverificables que apelan a misteriosos poderes fuera del control humano, son la antítesis de la democracia, ya que no permiten la comprensión cabal y
el entendimiento razonado entre las personas. Como dijo C.F.
Volney: «Debe eliminarse todo efecto civil de las opiniones teológicas y religiosas».
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Polvo de estrellas
**
¡Qué enamorada había estado yo de Enrique! Qué recuerdos
tan bellos tenía de nuestros comienzos y cómo me los estropeó
Quique con su escepticismo, su racionalidad y su mala leche.
Hubo una vez especialmente que se pasó a tope.
Fue un día después de cenar. Aquella noche emitían un ciclo
de Alfred Hitchcock y la película que ponían era El hombre que
sabía demasiado. En un momento de la película, Doris Day, una
actriz elegantísima y con un tipazo impresionante, que tiene a su
niño secuestrado por una banda de malvados, canta la famosa
canción aquella del «Qué será, será, lo que tenga que ser será, el
futuro no es algo que podamos ver, lo que será, será».
Quique, que le saca punta a todo y que estaba especialmente
pedante, dijo:
–Apúntatela, Conchita. Esta señora tendrá cara de tonta, pero
es una escéptica. Doris Day dice que no podemos conocer el futuro, ¿qué más quieres? No todas pensáis que todo está escrito y
que alguien lo puede adivinar, ya ves.
Yo no dije nada, ni ganas. Me sonaba algo impertinente. ¿Me
comparaba con Doris Day? Si fuera por lo del tipazo o por tener
las dos el cabello rubio, fenomenal. Pero ¿y si era por lo de la
cara de tonta? No me fiaba un pelo de él.
–Yo no veo el futuro, sólo el pasado –respondí muy digna.
–Ah, ya sé: tus “renacidos”.
–Voilà –dije yo.
Me estaba buscando las cosquillas. Empezó a llevar el tema
hacia lo de siempre: lo sobrenatural y todo eso. Mi marido, Enrique, aquel día tenía ganas de charlar. Pero quizá por lo de mi enfado con lo de la “patatera” le tenía muy suave, muy de mi parte.
Una mujer tiene maneras para hacer entender a su pareja que espera más de él, y yo me había aplicado bien en todas ellas durante unos días. Así que, aquella noche, se estaba portando como debía y me había dado la razón en casi todo.
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Preproceso
–De todas maneras, Conchita, hay mucha tontería en todo
eso. Y mucho loco suelto, como esa amiga tuya, Luisa.
–Es amiga tuya, también. Y, perdona, si fuera tan loca no le
iría todo el mundo. Hasta amigos tuyos van. Ejecutivos, empresarios y todo eso.
–Pues a mí me parecen mariconadas.
–No empieces con palabrotas, como tu hijo.
–¡Vaya mundillo! –prosiguió Enrique–. Hasta van a rituales
de esos en que se visten de blanco y bailan dando vueltas.
–Pues a mí me encantaría ir a uno.
–¡Conchita, no me asustes! Ni se te ocurra ir a una cosa de
ésas.
Me dejó un poco cortada porque, como tú bien sabes, tenía
toda la intención de hacerlo. Con su conocimiento o sin él. Y fíjate que no tuve el menor presentimiento. Me decía a mí misma:
«Que te lo creerás tú». Como una travesura ¿sabes? Y ya ves, al
cabo de unos meses acudí a una de ellas, que acabó… Bien, de alguna manera acabó hasta con mi matrimonio. Pero no adelantemos acontecimientos. Estábamos en que él me advertía en contra
de las ceremonias vudú.
–¿A que todo eso son burradas? –saltó Quique aprovechando
la ocasión de arrimar el ascua a su sardina.
Yo miré a Enrique fijamente. Era entonces o nunca. Que decidiera de qué lado estaba de una vez. Menos ambigüedad y peloteo con su hijo y más coherencia, que a mí me ponía una cara y a
él otra.
–Todo, todo, estoy seguro de que no –contestó muy formalito–. Pasan cosas extraordinarias muchas veces.
Bueno, no estaba mal. Por lo menos no me había lanzado a los
leones, como la otra vez. Sabía lo que le convenía. Pero iba a durar poco la paz.
–Además, Conchita y yo –dijo de golpe–, hemos vivido sucesos extraordinarios y sé bien lo que me digo.
«¡Anda! ¿Pero qué dice este hombre?», pensé yo. Tenía su
113
Polvo de estrellas
Oporto delante y estaba cómodamente apoltronado en su sofá. Le
miré la cara de arrobado que ponía y empecé a alarmarme. Por
desgracia, con toda la razón, pues acerté de lleno en que se preparaba para meter la pata.
¡Ya sabía yo que aquello iba a acabar muy mal! Para un día
que se portaba como debía… Si es que lo veía venir… Hubiese
sido mejor que no me ayudase, desde luego.
–Estoy de acuerdo con Quique en que muchas cosas son supersticiones y fantasías. Y cosas de brujas –añadió, guiñándome
un ojo.
–¡No sigas! –le exigí yo que presentía por dónde iba.
–Aunque haberlas, hailas –dijo en un dechado de originalidad. Y me cogió la mano y me la besó.
Y antes de que pudiera impedírselo exclamó:
–Un día conocí a una brujita encantadora y auténtica y me
casé con ella. ¿Sabes?, nuestro encuentro fue “brujeril”.
Y va y lo cuenta. Sí, nuestra historia. La que he contado antes.
Menos la parte del sexo, toda. Yo alucinando con la boca abierta.
Aunque Enrique no creía demasiado en muchas de las cosas que
le contábamos mis amigos o yo, lo que nos sucedió a nosotros,
nuestro misterioso encuentro, lo tenía como un artículo de fe.
Siempre había estado de acuerdo conmigo en que conocernos fue
algo predestinado, sagrado; era algo intocable para nosotros. Lógico: podría haber habido alguna casualidad, pero, vamos, es que
tantas, tantas no podían ser y hasta él reconocía que había algo
anormal, extraordinario –o mágico, que digo yo– en nuestra historia.
Pues vaya, ¡qué fue a contar! Su hijo saltó como un resorte,
que cuando estaba su padre delante era implacable con los dos.
¡Si es por eso que no quería que Quique lo supiera! Yo intuía que
se cebaría en una historia tan personal como aquélla si tenía ocasión. Lo único que faltaba era que se lo contase, con lo fanático y
prepotente que estaba. Ya hacía tiempo que tenía ganas de meterse con alguna de nuestras “burradas”, que decía él.
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Preproceso
¡La que se montó! ¡Nos tiró la caballería encima!
Dijo que la culpa era nuestra por ser unos ignorantes en cálculo de probabilidades. Eso nos dijo. No nos llamó catetos pero casi.
Nos llamó “anuméricos”, fíjate. A mí, el cálculo de probabilidades me trae sin cuidado y totalmente al fresco, pero a Enrique no
le gusta que le pillen en falta. Y menos su hijo, que a veces parece que compitan. Así que, ante mi horror, poco a poco vi cómo le
iba dando la razón. Además, como ya he dicho, se le caía la baba
con él por aquel entonces.
–Vais a ver como lo entendéis –nos dijo, hablando ex cátedra
como siempre–. En una reunión donde haya veintitrés personas
las probabilidades de que dos tengan el mismo signo del zodíaco
es prácticamente del cien por cien. Y lo más sorprendente: la probabilidad de que haya dos personas que hayan nacido en el mismo día y el mismo mes es del 50%.
Lo calculó allí mismo sacando del bolsillo de la camisa su
inevitable y perpetuo bolígrafo. Y no sólo dijo esto sino que, a
posteriori de un vaticinio, se puede hacer encajar cualquier cosa.
Que era “una profecía que se cumple a sí misma”, una de sus frases favoritas además, que me la tuve que oír un montón de veces
por aquella época. Que la vidente me dijo solamente que un Leo
cambiaría mi vida y que yo luego me acordé y lo encajé con Enrique.
–Un Leo pudo haber sido el ginecólogo que te recetó anovulatorios –sugirió para apoyar su hipótesis.
–¡Si yo no tomo, ya ves! –le contesté cortante.
–Es un decir, oye –prosiguió–. O el abogado que tramitó el divorcio de mi padre o cualquier otra persona que, de la manera
que sea, tú puedas atribuirle si te interesa la responsabilidad del
momento del cambio decisivo.
–Pues en cierta manera… –empezó a decir Enrique. Yo le taladré con la mirada y calló.
–Cualquier decisión que tomemos –seguía Quique–, y las tomamos continuamente, seamos conscientes o inconscientes de
115
Polvo de estrellas
ello, nos cambia el futuro. Nos fijamos en ellas cuando son dramáticas. Por ejemplo –dijo–, ese avión que no llegamos a coger
y se estrella.
–¡Dios nos guarde! –exclamé yo, que me iba a Madrid al día
siguiente en el puente aéreo. No me vuelve loca volar, aunque
deba hacerlo a menudo.
–Pero siempre, siempre, cada paso que damos es un futuro
que se inaugura –afirmó.
Me acuerdo de eso, del futuro que se inaugura, porque, de alguna manera, y aunque estaba, con perdón, cabreada, me pareció
una idea fascinante. A pesar de mi sofoco, me acordé de Borges
y de lo de “el jardín de los senderos que se bifurcan”, una imagen
y una frase que me impresionó mucho cuando la leí. Hay frases,
títulos de libros o ideas que me dejan colgadísima, y ésta consiguió atascarme por unos segundos
Una imagen poderosísima pero, desde luego, falsa del todo.
Mi experiencia estaba muy clara; yo había vivido lo que había vivido, y no me iba aquel chico a hacer cambiar de opinión. ¿Una
“profecía que se cumple a sí misma”? ¡Vamos! ¿Que yo oí que
habíamos nacido el mismo día y que era Leo y que me sentí predestinada? ¿Que a partir de entonces hice lo posible por amoldarme a lo que creía era mi destino? Vamos, anda.
–Vamos, ¡ya ves! –respondí–. ¿Y que le hubiera conocido el
mismo día en que conocí a Álvaro?
–Casualidad –dijo él, claro.
Que había una probabilidad más alta de lo que yo me suponía
también para eso. Ya iba él a sacar el boli otra vez, cuando le interrumpí como un rayo.
–No hace falta, guapo, no hace falta –dije con sorna–, no necesitamos ni tanto número, ni tanto boli, que ya me tienes harta. La
ciencia sólo sirve para medir, cortar y pesar. Porcentajes y porcentajes que explican, ¿qué? Si crees en el destino, lo compruebas
cada día como yo; no hace falta tanto porcentaje. Una casualidad
es una casualidad; que tampoco somos tontos. Pero tantas, no.
116
Preproceso
Él se reía como diciendo: «Os dejo por inútiles». Lo malo es
que Enrique ya dudaba y le descubrí asintiendo con la cabeza a
algunas de sus barbaridades. ¡Volvían a hacer piña contra mí!
¡No me lo podía creer! Es lo típico, es algo que suelen hacer los
hombres, que nos dejan de tontinas y son felices. Siempre se
unen contra nosotras.
Y Quique seguía:
–Es que lo complicáis todo. Ya te lo dije la otra noche y creí
que lo entendías. El cálculo de probabilidades da una explicación
más sencilla de todas las coincidencias que se dan en, uuuh, pongamos –vaciló–, un encuentro como el vuestro. La solución que
vosotros proponíais, el destino, la predestinación, etc. implica
que existe “alguien” que ha escrito un guión y que, encima, otra
persona con poderes inexplicados (o inexplicables) tiene este
tipo de intuición. Es demasiado para la navaja, ¿te acuerdas? Es
un problema que se puede solucionar con un boli y echando unas
cuentas.
–Ya. Dale con el boli –repetí yo. No me iba a hacer callar
como la noche de Las Ramblas–. Pero ¿y qué sucede con toda la
magia, con toda la poesía de nuestro encuentro? Me dirás que tiene la misma gracia para una pareja que contempla arrobada una
puesta de sol rememorar un primer encuentro lleno de misterio
que sacar del bolsillo una hoja llena de porcentajes.
–Chica, dices unas cosas –exclamó Quique. Y se detuvo un
momento, ceñudo–. ¿Y no te parece igual de bonito recordar
cómo te miraba, cómo se acercó a ti, cómo fue el primer beso y
todo el rollo?
¿Qué? Sentí un embarazo tan grande como si me confesara
algo que había visto por el ojo de la cerradura. Me dejó congelada con lo del “primer beso”. ¿Cómo podía mencionar intimidades así? ¿Cómo se atrevía a hablar de besos? ¡Besos! ¡Labios que
se juntan y todo eso!
A mí me daba igual, pero ¿no entendía que Enrique podía ponerse violento? ¡Era su padre! Miré temerosa a Enrique.
117
Polvo de estrellas
Pero él… ¡tan tranquilo! Pero qué ingenua, yo también. Vaya
por lo que me preocupaba. Y yo, colorada, que me sentía la cara
toda caliente. ¿Enrique violento? Pues en absoluto. ¡Qué pachorra! Hablando su hijo de besos (¡de los nuestros!) y él como si
nada.
Pero aún no había llegado lo peor.
–Eres una mujer “apañada”, Conchita. Seguro que mi padre
se puso a dar vueltas alrededor de ti como un setter atolondrado
–dijo de malhumor.
¿“Apañada”? ¿“Apañada”? ¿No quedamos en que era guapa?
Me dijo guapa cuando bajábamos por Las Ramblas, que lo oí
muy claro. Yo me había acordado más de una vez de estas palabras. Alguna noche, en la oscuridad, habían resonado en mi cabeza y me había estremecido con ellas. Y ahora me llamaba “apañada”.
Mira, me ofendió profundamente que pareciera desmentir mi
recuerdo. No sé por qué me enfureció de esta manera. No puedo
soportar que donde me dijeron “digo”, luego me digan “Diego”.
Que yo tendré otros problemas, pero de oído ando divinamente.
Y si a eso vamos, lo único salvable de aquella noche fueron sus
palabras de halago.
Pero me descentró tanto que empecé a desconfiar hasta del
mismo recuerdo. ¿Y si no le oí bien y en vez de “guapa” me dijo
realmente cualquier otra cosa aquella noche? “Apañada” no fue,
seguro; lo hubiese captado de inmediato. No es exactamente un
piropo, la verdad.
Me subió desde lo más adentro una ola de calor tan intensa
que creí que me ahogaba. Lo veía todo turbio. Perdí el control
lastimosamente. Oí que mis labios se entreabrían y emitían algo
así como “imbécil”. Sí, eso dijeron mis labios. Ciega de decepción, me dispuse a marcharme a mi cuarto.
Pero cuando me levanté, con un gesto rápido, Quique me cogió de la muñeca. Sentí sus cinco dedos que apretaban mi carne.
Me quedé como electrizada. Era la primera vez que me tocaba
118
Preproceso
más allá del besito de saludo y de algún roce inevitable. Mi corazón empezó a latir y no me atreví a mirarle a la cara para que no
me lo notase. La corriente me fluía por la piel y me quedé aturdida. «Ahora sí que voy a quedar en evidencia», pensé. Lo último
que deseaba en este mundo era que se diera cuenta de hasta qué
punto me había alterado emocionalmente. Me quedé en un estado de total confusión.
Besos…
–No te vayas –dijo él soltándome despacio–. Déjalo, va. Estaba bromeando. Tú lo crees, pues venga. Si te parece bien, piensa
en lo que te he dicho. No tengo más que decir.
–No te vayas Conchita, venga –me pidió Enrique también,
algo perplejo y sin entender nada.
Había oído mi “imbécil” y estaba sorprendido. Yo nunca insulto ni me enfado con nadie. ¡Y el objetivo de aquel “imbécil”
era su querido hijo! ¿Qué me podía haber hecho?
Y como si pensase que, en buena lógica, él había tenido que
decir algo feo que se le había escapado, añadió:
–Y tú, cuida tu lengua, chico.
Quique se le quedó mirando, esta vez siendo él el sorprendido.
No entendía nada tampoco. Le llamaban “imbécil” y le reñían a
él. Era un diálogo de besugos. Todos nos estrujábamos la cabeza
intentando rememorar el momento anterior, a ver qué nos habíamos perdido. Y no dábamos con nada, claro.
El problema era que lo realmente importante de lo que sucedía no sucedía en el exterior. Y Enrique no estaba entrenado para
ver lo que sucedía en el interior de nada ni de nadie. Y Quique tenía mis dudas. Estaba furioso y con los ojos brillantes, pero ya le
había visto antes así. Se apasionaba y se indignaba casi siempre
que hablábamos de estas cosas. Miraba la mesita del café como
si se la quisiera comer.
Mucho mejor para mí, que no sabía cómo reaccionar. Sólo
pude decir en el tono más mordaz y despectivo que pude improvisar:
119
Polvo de estrellas
–Pensaré mucho en lo que me has dicho. Seguro, Quique, ya
verás. Como no tengo nada mejor que hacer, me voy a dedicar a
ello…
Pero, como una tonta, volví a sentarme. Como una tonta, ya
digo. Seguía sintiendo sus dedos en mi muñeca y la resaca de
aquella descarga me impedía tomar decisiones sensatas. Como
irme a mi habitación de una buena vez, tal como había pensado.
Quique estaba obviamente enfadado con nosotros. Le vi las
ganas de volver a la carga.
–Pero sois la polla –insistió implacable.
–Prou –dijo Enrique. Y le dio un capón–. Eres muy sarcástico
y no te das cuenta de que…
–¡Pues mira que tú! –le contesté rápida y rencorosamente. No
se me había olvidado lo de “la patatera”, no. ¡Vaya traidor!
Pero no, tenía que continuar. La mirada entre furiosa y sorprendida que le dedicó Quique ante el caponcillo que le acababa
de dar le resolvió a ser salomónico.
Salomónico a su manera, desde luego… ¡Le entregó mi cabeza!
–Eso sí: los números son los números –dijo el idiota–, y éstos,
por lo menos dan que pensar, ¿no, Conchita?
Ya lo ves: Enrique prefirió a su hijo, se puso de su parte. Bien,
había perdido. Había perdido. Me habían echado la red encima y
me habían clavado el tridente. Por los suelos. Mordiendo el polvo. Ya sólo era una pobre tonta, más o menos “apañada”, que había albergado alguna vez extravagantes ilusiones sobre la excepcionalidad de su historia de amor con su marido.
¡Cómo me hirió todo aquello! Yo compartía unos orígenes poéticos y mágicos con Enrique, y a partir de ahí –para él, no para mí,
que quede claro– se convirtieron en probabilidades vulgares y hasta predecibles. Algo que hacía que nuestra relación fuera especial
y distinta se había ido al traste. Su hijo, ese pobre “traumatizado”
que debíamos integrar en nuestras vidas para ser una familia, ese
que había venido a Barcelona no se sabe a qué puñetas, con sólo
un vulgar bolígrafo le había hecho un agujero a nuestro romance
120
Preproceso
y nos lo había deshinchado. Había conseguido que Enrique y yo
ya no compartiéramos un bello recuerdo, el germen de nuestra
historia de amor. Ya sólo era un globo pinchado que siseaba con
furia chocando por las paredes mientras Doris Day, con su cara
de tonta, posiblemente parecida a la mía que ni siquiera era guapa como la de ella, seguía cantando «qué será, será».
Ésta fue la triste consecuencia: de alguna manera me había
quedado sola.
121
PARA REDUCIR
A UNA DIMENSIÓN
*
Hacía un día de la hostia. Para ser mayo, hacía casi calor. Iba
bajando por la calle Balmes, que siempre parece un avispero de
gente con prisas y de malhumor. Pero aquella mañana me daba la
impresión de estar paseando por un lugar de veraneo. Venía de
vuelta de unas pruebas de selección para una empresa que me interesaba mucho. Estaba cerca de conseguir un buen trabajo, pero
prefería no contarle nada a mi padre.
No por nada, pero es que las relaciones con él eran cuanto menos confusas. Me sorprendía verle tan obsesionado con que fuéramos una familia. ¡No parecía que la hubiera encontrado a faltar
hasta entonces! Hasta jugaba a ser un “papá”. Incluso se permitió
un día darme una colleja delante de Conchita, que por poco le
mato. Tuve que apretar los puños para no devolvérsela. Me quedé mirando la mesita del café como si fuera a comérmela. Y era
a él a quien quería comerme. Qué tío, qué poca cabeza.
Luego, no sé por qué, se puso de mi parte en una discusión
que habíamos tenido con Conchita. Ella se puso hecha una furia,
pero le obligué a replantearse mitos, especialmente los de “sus
orígenes” con mi padre. Vaya par de simplones, las burradas que
llegaban a decir. No pude más y les solté por las buenas mi opinión. Creían que su primer encuentro había sido “mágico” y
“predeterminado”. ¡A saber por quién! Con un boli y un papel
122
Para reducir a una dimensión
les hice abrir los ojos. Conchita se enfadó bastante. Mucho, diría yo.
Él sabrá por qué la desafió, con el carácter que tiene. Yo no
necesitaba de su ayuda para nada. Ya era tarde para eso. Cuando
realmente le necesité, él no estuvo. No estuvo.
Pero ya ves, en aquella época, le dio por darme coba. Un día
salió con que yo era “sangre de su sangre”, cosa que me pareció
una gilipollez y que le daba un toque de aceptación fanática, fatalista. No es la “sangre” la que hace un buen padre, si lo sabré
yo. En esto le doy la razón a mi abuela, que siempre me ha insistido en el tema. Qué cosas tenía el tío, sería que se hacía mayor.
Conchita no podía tener hijos por culpa de no sé qué operación
sufrida cuando era muy joven y, claro, como detesta cualquier
cosa que no sea “natural” o “alternativa”… Pero no creo que mi
padre desease más críos, desde luego.
Ni ella parecía quererlos. Sus intereses estaban centrados en
su vida profesional y social. Creo que la mayor aportación de mi
padre eran sus apellidos: Espinosa de los Monteros SánchezAsiaín. Cuando Conchita se empezó a mover entre “gente de alcurnia” (eso dijo mi padre con retintín), llamarse Pérez Pérez era
un problema. Ni poniendo un guioncito o un “de”, que en Madrid se hace mucho. Pérez-Pérez no era mucho mejor que Pérez
Pérez. Y no te digo Pérez de Pérez. Así que se convirtió en Concepción Espinosa de los Monteros. Aquello era peor que una hipoteca, aunque ella no se diera cuenta. La ataba a mi padre de
por vida. Si se divorciaba, perdía su imagen de marca. En su tarjeta ponía: «Concepción Espinosa de los Monteros, terapeuta renacedora».
“Terapeuta renacedora”… ¡El cabreo que cogió aquel día la
renacedora! Aunque yo no pretendiera eso. Sólo quería que reparase en el error de ver significado en lo que sólo eran coincidencias. Me ponían enfermo los dos con tanta tontería.
No sé cómo me atreví a cogerla de la muñeca. Se levantó
para irse a dormir y la sujeté. Fue sin pensar; de repente, me vi
123
Polvo de estrellas
agarrándola. Fue un gesto temerario: sentí una descarga que me
hizo poner, para mi horror, como un tomate. Menos mal que ella
no se dio cuenta, que no se fijó en mi cara.
Y con mi padre no había problema. Nunca se enteraba de
nada. Pero de nada, ¿eh? En algún momento, había tratado de
abrirme, de contarle qué había significado para mí todo de este
tiempo sin él. Qué había sido para mí criarme sin padre. Pero decía enseguida: «Te entiendo, te entiendo», y sentía que yo le violentaba emocionalmente, que le parecía como “poco de hombres” llevar la conversación por ahí.
–¿Necesitas dinero? Venga, dímelo, que a tu edad siempre os
hace falta –acababa diciéndome.
“Os” es su forma favorita de dirigirse a mí.
Vine –en parte sólo, que quede claro– a encontrar respuestas,
y me encontré con que “a un tío” como yo ya soy no le van según
qué debilidades. Que para qué remover, todos hemos sufrido.
Ahora, sé un adulto, pórtate como un chico de tu edad y no me
des la chapa.
Creo que, si pudiera, me tendría a sus pies mientras lee un libro y suena su música favorita. Yo sería un perrito y él me daría
palmaditas en la cabeza. ¿Algún pipí? ¿Algún almohadón desgarrado? Así son los cachorros. Nada anormal. No busquemos problemas donde no los hay.
Iba pensando en todo eso cuando tronó de repente una masa
que casi me aplasta:
–¡Hombre, Quique!, ¿qué haces aquí?
¡Hostia!: fui a darme de bruces contra mi padre. Precisamente mi padre. Qué hermosa casualidad, cuánto le hubiera gustado
a Conchita. Y pensando en él, en que era su cachorro y en que me
meaba a sus pies. ¡Qué susto!, casi le ladro. Salía el tío del banco
leyendo unos papeles y por poco no se me echa encima. Estábamos cerca de su oficina, no me había fijado. Como no tenía intención de contarle nada por el momento, me hice el loco.
–Ya ves, ¿y tú? –contesté displicente
124
Para reducir a una dimensión
–¡Ah! Mírala, ahí está –señaló. Su atención ya estaba en otro
lado.
Miré donde él dirigía la vista y vi que Conchita venía hacia
nosotros en su “Golfito” plateado. Le llamaba “Golfito”. No sé
por qué no lo podía llamar Golf como todo el mundo. Tenía cosas así que me sacaban de mis casillas. A veces, imaginaba que la
sacudía fuertemente de los hombros y le decía:
–¡No digas más tonterías!
Y ella, curiosamente, siempre estaba medio desnuda y me seguía el juego. Cosas de las ensoñaciones de un asceta sexual.
Paró en el chaflán. Hacía unos días que no la veía. Desde la
discusión aquella de “sus orígenes”. Vamos, desde que nos enfadamos tanto. Me sentí algo incómodo y sin saber qué hacer.
Mira por dónde, ya estábamos todos reunidos.
–Me recoge Conchita y nos vamos para casa. ¿Tú te vienes o
qué? Te dejamos en el apartamento, venga.
–Venga –repetí yo. Total, ¿qué más me daba? Mejor ser natural, tampoco iba a pegarme.
Nos subimos al coche, pero evité, despistando, el beso de rigor. No me sentía con ánimos. Ella tampoco me buscó. Indiferente. Como si subiese mi padre con un paquete.
No hacía ni un segundo que me había sentando cuando empecé a notarlo. Era un olor acre, a bomba fétida, a huevo podrido,
a… ¿pedo?
Conchita conducía inocentemente como si aquello oliera normal. Mi padre ponía cara de preocupación.
–Papá, ¿tú no hueles algo malísimo?
–Yo no. Nada de nada.
Y me miraba frunciendo el ceño. Yo no entendía un pijo.
–Pues aquí alguien se ha echado un pedo que te cagas.
–Pues habrás sido tú, guapo –me dijo Conchita volviendo la
cabeza, airada.
Vaya, ya la había vuelto a liar. Cabreada que estaba conmigo,
y yo quejándome del mal olor de su coche. Decirle que su coche
125
Polvo de estrellas
olía a pedos no iba a ser el medio más rápido de reconciliarnos.
Mi padre me hacía señas disimuladamente para que me callara y
me miraba con mala cara.
No, si aún pensarían que había sido yo. Se ve que estaba feo
hablar de olores allí. Tuve que aguantar el viaje callado sin saber
por qué.
Pero olía a rayos. Lo juro.
**
Estaba que no sabía qué partido tomar. La situación era insostenible para mí. Quique estaba destrozándome la vida y ni siquiera parecía darse la menor cuenta. A Enrique mis quejas le parecían chiquilladas y me decía que no me preocupase, que él no
había cambiado en nada sobre lo que sentía por mí y que nuestros
recuerdos eran hermosos se mirasen como se mirasen.
Pero es que su hijo no me daba tregua y yo empezaba a perder
la seguridad en mí misma y a estar siempre en guardia. Y no sólo
eso. Sentía que había una corriente subterránea de lo más retorcido entre todos nosotros. Pensándolo bien, entre Quique y yo, y entre ambos y Enrique; pero con Enrique sin enterarse de nada, en
las nubes como siempre. Notaba que los dos bajábamos a la arena
para entablar un combate que, en realidad, discurría dentro de nosotros. Y todo a la vista de mi marido con los ojos vendados.
Y lo más terrible: por aquella época me parecía que Enrique
no me hacía mucho caso. ¿A quién le puede extrañar? Se ponía
claramente de parte de Quique y, a la que podía, decía que estaba
cansado o me enviaba a algún sitio con él. Parecía que me había
puesto un canguro. Y su hijo, que no se movía de nuestra casa. Su
padre se creía que aún era un crío, pero era un hombre hecho y
derecho que me ponía muy incómoda. Mucho.
Me intranquilizaba que Enrique siempre pareciese pensar lo
mejor de mí. Nunca se molestaba en buscar esa parte secreta que
todos llevamos dentro. ¡Y yo no cesaba de buscarla en él y en to126
Para reducir a una dimensión
das las personas que me interesaban! Yo no digo que en mi interior hubiese nada que valiese particularmente este esfuerzo. Quizá, de entrar en él, sólo hubiera encontrado un compartimiento
vacío o lleno de humo.
O de fantasías, que decía Quique. Porque, y volviendo a este
chico, al menos él se interesaba por lo que ocurría en mi cabeza. No
sé si dentro de mí, en mis sentimientos y tal; pero en mi mente sí.
En realidad, él era, la verdad y a pesar de todo, el único que podía
entenderme, pues veía que, de una manera harto retorcida para mi
gusto, era alguien que “buscaba”. Él, en conceptos, ideas, abstracciones; yo, dentro de la gente. Y la máxima diferencia entre unas
personas y otras no está en esos secretos que guardan dentro de sí,
sino entre quienes buscan y los que se conforman con ignorar.
Pero tendría que haber estado saliendo con gente de su edad y
no todo el día con nosotros. Había hecho lo posible por alterar
nuestra vida. Quizá sin querer, pero lo había logrado. ¿Para qué
le había contado Enrique nuestros orígenes? ¿Para qué ser tan
franco? ¡Y sabiendo la mala idea que tenía! Eran cosas nuestras,
privadas. Que nuestra vida en común ya no era lo que había sido
por su culpa. Una pareja se construye a base de unos recuerdos
compartidos, una leyenda propia, una historia romántica. ¿Que
tienen parte de imaginario o de idealizado? Pues sí, ¿por qué no?
Un matrimonio bien avenido va creando una especie de “mitos
fundacionales”. Se cohesiona a base de estas cosas. Se crea una
unidad, de alguna manera, enfrentada al resto del mundo. Una especie de fortaleza a defender. Esto le da su fuerza. Y los orígenes
son sagrados. Es como el tótem en una tribu.
Desde que llegó Quique no cesó de desmitificarlo todo. Lo
volvió ridículo y cursi. Yo adoraba nuestros recuerdos de antes y
creía en ellos. Sigo creyendo en general, pero ¿de qué me valen
si Enrique ya no se los cree? Se unió a Quique para reírse de mí.
Con cariño y de buen rollo, pero era lo que hacían. En apariencia
sólo un juego de hombres. Se reafirmaban como machitos y se
apoyaban en sus propias creencias machistas. Ahora lo veo: fa127
Polvo de estrellas
bricaban su propio mito para sentirse hombres y unidos. Pero fue
a costa de los míos. De los nuestros: de mi marido y míos.
¿Por qué Enrique se había entregado tan fácilmente? Que
Quique se burlase de mí era una cosa. Al fin y al cabo, era un
hombre joven y con problemas emocionales muy gordos. Pero
¿mi marido? Había pasado de creer firmemente en nuestra historia a reírse de ella. No encontraba normal aquella insensibilidad.
No es que yo notase que no me quisiera, al contrario, continuamente decía que me amaba. Hasta le extrañaba que a mí se me
pudiera ocurrir que no fuera así.
Pero ¿puedes amar a alguien si no tratas de entenderle en lo
más profundo? Quizá simplemente Enrique no sentía esa inquietud. O puede que en realidad sucediera otra cosa horrible.
«¿Existirá otra mujer?», pensaba yo. No podía soportar la idea de
otro abandono. Ya había sufrido mucho una vez y me resultaba
una idea intolerable. La vieja inseguridad volvía a atacarme.
¡Y cómo se pondría mi padre si me separaba otra vez! ¡Su hija
abandonada dos veces! Eso sin contar a aquel horrible chico, Rafael…
No dejé pasar el tiempo y aquella mañana de mayo fui a visitar a Luisa. Si funcionó tan bien la primera vez con Enrique y las
otras posteriores, también podía ayudarme entonces. Fui a su
casa y se portó de miedo, atendiéndome con muchísimo cariño e
interés. Tomamos té en su saloncito y me pidió que le contase
con toda confianza lo que me sucedía. ¡Qué alivio tener amigas
así! ¡Y con esa clarividencia! No se le escapó ni una. Luisa fue
muy dura y tajante: me dijo que Quique ejercía una mala influencia entre nosotros y que tomase distancias. Y que no, que no
creía que hubiera otra mujer.
Me sacó un peso de encima. Me propuso fabricar un nuevo
“trabajo” para que Enrique se fijara más en mí y para que Quique
se buscase la vida en otro lado. Y eso que ella no sabía hasta qué
punto aquel chico me estaba complicando la vida, que todo, todo
no se lo había contado.
128
Para reducir a una dimensión
Un poco cara me costó la broma. Desde la última vez, Luisa
estaba en la cresta de la ola. Le iban todas las artistas, toda la gente de las revistas, de la jet y de la aristocracia a que les hiciera
“trabajos” y les orientase. Hasta gente de empresa. Pero de arriba de arriba, no lo podrías creer. Hay mujeres como ésta (y hombres también) que mueven la bolsa. Yo le llevé una vez una cartilla con un fondo de inversión que estaba de capa caída, y en dos
días volvió a subir. Y no digo más.
Escondí el “trabajo” en el coche y me dirigí a buscar a Enrique, ya que había quedado luego con él. Y, fíjate, de pasada, recogimos a Quique que, casualmente, bajaba también por Balmes.
Seguía insoportable conmigo, buscando maraña. Criticando mi
coche y si olía así o asá. ¡La cara que hubiera puesto de saber qué
clase de “paquete” llevaba yo en el portamaletas! No hubiera entendido nada. Para mayor seguridad, lo dejé dentro del coche por
la noche.
Por la mañana temprano, entré en la habitación para colocar el
asunto debajo de nuestra cama. Pero ¡mecachis!, Enrique estaba
en el baño. Se había ido, pero mientras yo bajaba al parking a
buscar la bolsa, había vuelto a entrar. Ventajas de vivir con un
solo baño. ¡Que desastre de apartamento!
Tenía que darme prisa, podía salir de un momento a otro y pillarme con las manos en la masa. No era una cosa que pudiera
soltar de cualquier manera debajo de la cama. Luisa me había hecho hincapié en que debía poner las velas en triangulación y otros
detalles.
–Cariño, ¿tardas mucho? –pregunté.
–Ya, ya, enseguida –respondió desde las profundidades del
baño.
–Vale, vale. No hay prisa –contesté. Aún había tiempo.
Deshice la bolsa, coloqué el recipiente y arreglé todo el contenido como me había dicho Luisa que hiciera. «¡Hum! Las velas, ahora las velas.»
–¿Vas a salir? –dije para calcular el tiempo que me quedaba.
129
Polvo de estrellas
–Ahora, ahora –contestó algo irritado.
Oí descargarse la cisterna, grrrrrrrrrrr. Pero ya estaba todo
arreglado. Se sostenían bien las velas encima de aquel engrudo.
Cogí el bolso y me fui corriendo.
–Adiós, cariño. Da igual, no corras –le pedí.
*
Al día siguiente, me encontré a Conchita que salía escopeteada del portal de su casa. Nos dijimos adiós un poco distantes y se
fue corriendo. Se le hacía tarde para no sé qué y andaba muy deprisa y con el bolso medio abierto. Cuando llegué a la puerta del
piso, vi que se le había caído algo. Era una barra de labios. Un cilindro dorado, muy coqueto. La guardé para dársela luego.
Yo había ido aquella mañana a ver si mi padre me dejaba algo
de dinero prestado. A final de mes siempre se me acababa la pasta antes de tiempo y tenía que sablearle a él o a mi madre.
Aún estaba metido en el baño.
–¡Que estoy aquí! –grité.
–Ya salgo. Un segundo. ¡Pasa! –contestó.
Entré en su habitación. Su dormitorio era muy amplio y con
una cama de esas king-size. Con muuuuchos angelitos por todas
partes. Angelitos de cerámica, de madera, de papel maché, de lo
que fueran; en los muebles y colgados de las paredes. Había láminas de reproducciones clásicas de ángeles: Fra Angélico y pintores así. Y, como colofón, una serie de imágenes de la Virgen.
Sobre todo esa de Garabandal, donde la llevaba su madre de pequeña. No sé cómo se podía sentir mi padre en aquella habitación. Conociéndole como le conozco, le debería dar hasta corte
quedarse en pelotas con tanto ángel mirando.
Pero, joder, ¡qué peste! Me quedé chocado al entrar. Un olor
acre, profundo, lo impregnaba todo. Era un olor como de ácido
sulfúrico. ¿Huevos podridos? Pensé en el metilmercaptano y el
escatol, que dan aroma a las heces. ¿Un desagüe atascado? Posi130
Para reducir a una dimensión
blemente. O la cadaverina, por ejemplo, que está presente, cómo
no, en los cadáveres.
Me dio un escalofrío. Mira tú si… No. No podía ser que tuvieran allí un fiambre. No podía acabar mi historia con ellos
como en Pulp fiction. Pero pasan cosas…
Ya desvariaba. Me monto películas enseguida. Más sensato
sería pensar en la prutescina, por ejemplo, que se genera en la
carne corrompida. Igual se había estropeado el congelador.
Bien, alguna cosa de ésas. Un producto químico apestoso de
este tipo. Todos resultado del metabolismo bacteriano, por cierto.
Habitualmente anaeróbico.
Asqueroso de todas formas. Se hacía extraño ver tanto ángel
y tanta Virgen entre aquel hedor increíble. Según Conchita, se supone que huelen a flores y a santidad. Claro que ella no huele un
pijo.
Mi padre salió del baño.
–Oye, ¿no huele raro aquí? –pregunté, intrigado.
Él se detuvo y olfateó el aire como un perro pachón. Me miró
preocupado y le noté un cierto punto de alarma. De repente, reconocí el “aroma”.
–Mira, huele como ayer en el coche de Conchita. Cuando me
dejasteis los dos como a un pedorro –le reproché.
–No es lo que tú te crees –contestó mi padre muy serio.
–¿Que me creo qué? –respondí. Parecía una película de intriga.
Me miró apoyado en la puerta del baño valorando la posibilidad de compartir información confidencial conmigo. Llevaba
sólo unos calzoncillos. Se había descubierto una mancha en el
pantalón cuando estaba a dos manzanas y había vuelto, me dijo,
para cambiarse la ropa. Toda. Él es así.
–Mira, Conchita es estupenda, pero tiene este problema. No te
creas que siempre. De hecho es muy poco, de uvas a peras –cambió de postura algo incómodo–. Chico, no sé qué come a veces
que… Sólo a veces. Y mira que me he roto la cabeza. Que si es la
131
Polvo de estrellas
comida china. Pero luego, que no, que quizá son los espárragos.
O que está nerviosa. Y, claro, como tiene anosmia. Es que ella no
nota nada, ¿sabes?
–Pues huele que mata, oye. Lo habrá comido otra vez esta mañana –apunté yo.
–Es difícil seguirle la pista. Siempre trae las cosas más raras
del mundo para que las probemos. Todo biológico y ecológico.
Leche de soja, tofu, polen, lo que quieras. Pero hay algo que debe
ser una bomba en su intestino.
–Pues entonces metilmercaptano o escatol –afirmé, satisfecho.
–¿Cómo?
–Nada, nada… Pues, vaya, ¿no?
–Sí, pobre chica. Me sabe mal por ella –dudó unos momentos
mientras se acercaba un pantalón limpio para ponérselo–. Aquí,
entre nosotros, mira, no pasa nada. Pero cuando va por ahí con
sus amigas, alumnos o lo que sea… No quiero pensarlo.
Ponía cara de franca preocupación. Parecía una cuestión sobre la que hubiera reflexionado a menudo. Qué problemas tan raros que tenían. ¡Qué par de dos!
De soslayo, examiné su cuerpo semidesnudo. No estaba mal
conservado para tener casi sesenta años. Pero estaba más estrecho de hombros de lo que recordaba, su cintura se había ensanchado y ni con lupa le encontrabas un músculo del ombligo para
arriba. Y su coronilla cada día se despejaba más. No sé qué le encontraría Conchita. La Bella y el Yayo, ¡qué bonito!
–Pues tendrías que hablar con ella. Es que canta, canta, oye
–dije disimulando cierta irritación.
–Suerte que es pocas veces. Tres o cuatro con ésta –afirmó resignado.
–Pues es inenarrable. Como una bomba fétida –aseguré.
Y sí que lo era. Olía de una forma increíble de lo apestoso.
–Jé, pues la primera vez que le pasó fue la primera noche que
nos acostamos. En nuestra noche de bodas, por decirlo así. Le
132
Para reducir a una dimensión
tuve que decir que abriera la ventana. Es que me daba algo, oye.
¡Qué ahogo! Fue un momento crucial, ya me entiendes. Y eso
que me gustaba tanto y estaba tan excitado que no me di cuenta
hasta que acabamos. Aunque, en el fondo, lo había notado hacía
rato. –Lo primero es lo primero –dije por decir algo.
No me gustaba nada que me contase eso. Nada. ¡El viejo verde! Él sí que era un viejo verde, y no mi abuela. Me dio como un
retortijón por la parte del hepatopáncreas. Solté una risilla de
compromiso. Me imaginé a mí mismo tirándole por la ventana,
incluidas la camisa y la corbata a juego que estaba valorando ponerse con el pantalón. Eso mejoró inmediatamente mi estado de
ánimo.
–Sí –contestó sonriendo y sin sospechar mis sentimientos. No
era un hacha en eso de todas formas.
Lo gracioso es que aquélla era la primera conversación entre
hombres y de nuestras cosas que teníamos. E imagino que sí, que
era algo que, en el fondo, siempre había deseado. ¡Pero no hablando de aquello! A veces, me parece que en mi vida todo llega
a destiempo. Deseas algo y, cuando pasa, no es ni el momento
adecuado, ni la mejor manera posible de que ocurra.
–Lo curioso es que viene de algún lado. Da la impresión de
que viene de alguna parte –dije yo.
Era mejor dejar de pensar en tonterías. El viejo espíritu investigador venía en mi auxilio y yo me lancé de cabeza.
–Sí, pero es que se acaba de ir. Ya la has visto. Además, la pobre, quería entrar en el baño. Ha estado preguntándome si salía
durante un buen rato. Es que no puede ser, este piso con un baño
sólo…
Pero yo soy un inquirer y algo allí no me cuadraba. No soy alguien que se conforme con conjeturas si puede ponerse manos a
la obra. Nada me motiva más que un desafío, un misterio. Aunque fuera escatológico y doméstico como aquél. La peste venía
de la cama. Para olfato fino, el mío. Me agaché y miré debajo.
–¿Y esto qué es? –pregunté sorprendido.
133
Polvo de estrellas
–¿Qué? –dijo mi padre. Vino hacia mí y se puso de cuatro patas también.
Había una especie de bandeja, un taper de esos con una sustancia apestosa, como alquitrán, y unas velas. Mi padre lo miró atónito.
Yo también lo estuve, de entrada, pero rápidamente se me encendió la bombilla. Nunca había visto nada igual, pero me lo
imaginé enseguida. Pura intuición lógica, se me representó claramente.
–Que os hacen magia negra, tío –afirmé riendo–. Y de la más
apestosa. –Y añadí–: –Hay algún brujo por aquí.
Mi padre sacó aquella porquería y la miró en silencio, sentado en el suelo. Su mente luchaba con alguna idea.
–¿Sabes? Huele idéntico a las otras veces –reflexionó.
–¿Que la primera noche de amor y todo eso? –pregunté yo
dándome con el látigo. No pensaba dejarme vencer por unos celos tan idiotas.
–Sí. Son cosas que no se olvidan –me contestó suavemente
irónico.
–Veo que no sólo vestís y desnudáis ángeles, ¿eh? No os estáis de nada… –me aproveché yo, tocándole las pelotas.
–¿Qué dices, hombre? Eso son tonterías de ella que…
–¿Y Conchita hace esto? Brujería, quiero decir –seguí atacando yo sin permitir que se me escabullera.
–Pues…
–Vaya chapuzas, tu mujer –insistí despiadadamente. Estaba
lanzado. Tenía una pequeña oportunidad de atormentarle y la disfrutaba como un miserable–. ¿Y no sabe hacerlo inodoro?
Mi padre, de repente ,me miró con ojos de loco. Se puso sofocado hasta las orejas. Pensé: «Ahora me he pasado y el tío se
me muere aquí mismo». Estaba rojo de rabia. Al ver la cara que
ponía, creí que le había fundido los plomos.
Pero como si se le encendiera una bombilla en la cabeza a él
también, se levantó de un salto. Para ser casi un anciano, aún se
movía ágilmente el cabrón.
134
Para reducir a una dimensión
–¡Luisa! –dijo en voz alta.
¿Qué dice este tío? Le miré perplejo. «¿Luisa?»
–La madre que la parió –exclamó sin más explicación.
Y empezó a hablar y a despotricar contra una tal Luisa. «La
madre que la parió.» «Si es que Conchita es una inocente.» «Que
la culpa es mía por no haberle dicho nada.»
Y venga frases así. Se fue a la basura con paso enérgico y lo
tiró todo.
–Si es que a mí me tienen harto con tanta tontería y tanta leche –iba farfullando. Estaba que se lo comían los demonios–.
Mira –me dijo–, ella no sabe que yo tuve un asuntillo con Luisa
y que acabamos mal. Me la presentó, antes que a ella, Isabel García-Tapias, la mujer de un notario amigo mío. Como sabían que
estaba separado… Luisa es una vidente forrada de pasta que hace
guarradas de éstas a mil el gramo. Además, sé que detesta a Conchita; cree que la dejé por ella y no es verdad.
Me quedé con la boca abierta.
–Hos…tia… Ya lo entiendo… –farfullé–. Qué tías… Son la
polla…
De repente, me vi sumergido en un universo de magia negra,
de mujeres intrigantes y de separados golfos. ¡Menudo ambientillo se buscó mi padre en Barcelona! Y no del más intelectual, por
lo visto. ¡Y qué gente! Como un programa telebasura de esos tan
increíbles. Sólo faltaba el padre Apeles asomando por la puerta.
Nos quedamos los dos en silencio sin saber qué decir. ¡Lo que
son capaces de hacer las mujeres! Mi amigo Paco siempre me lo
repite: «Recuerda siempre que las más idiotas nunca son tan idiotas como parece. Nosotros sí». Y éstas ni siquiera eran idiotas.
Locas, lo que tú quieras. Pero idiotas, nada. Un peligro, es lo que
eran.
¿Cómo queríais que dejara de ir por aquella casa? Cada día
era una sorpresa y aquella historia era divina-divina.
Lo más divino es que mi padre se había enamorado de ella “a
pesar” de sus “trabajos”. Y no es fácil enamorarse de una mujer
135
Polvo de estrellas
que parece que se pedorrea como si estuviera descomponiéndose
por dentro. Es que Conchita era mucha Conchita para reparar en
detalles así.
También me entristeció pensar en qué quedaría de su “historia
de amor” si supiera también esto. En cuántos errores más estaría
basada su vida y sus apreciaciones. Me propuse ser más comprensivo y dialogante cuando hablase con ella. Quizá también darnos
un descanso y no ir tanto por su casa. Había perdido un poco los
papeles y tampoco tenía ganas de buscarme problemas.
Pero no olvidaba la loca noche de amor de mi padre con ella, tan
caliente el tío que no olió ni aquella peste. Aquello echó gasolina a
la quemazón que ya tenía. Es que la imaginación se me dispara enseguida y toda la historia aquélla tenía un morbo de la hostia.
Además, ¿por qué le habría colocado a mi padre un trabajo
entonces?
**
Enrique me encontró el “trabajo”. Resulta que olía mal. Me
dijo:
–No vuelvas a hacer una cosa así, Conchita, que me has dado
un susto de muerte.
Bueno, no era para tanto. Además, le contesté que la culpa había sido de él, por traicionarme de aquella manera. Y me pareció
que entendía el mensaje, aunque yo dudaba que de verdad aquel
hombre tuviese remedio.
El que debió morirse de risa fue Quique. Me dejaría como
hoja de perejil, seguro. Bien, espero que, por lo menos, le aprovechase. Ya no venía de aquí. Poco podía hacer yo para mejorar
mi imagen y me daba igual. Me sentía un poco más tranquila en
mi relación con Enrique y durante unas semanas pude reflexionar
y relativizarlo todo. Quique estuvo muy ocupado también y mi
enfado y mi incomodidad con él se apaciguaron un poco.
No todo había sido tan malo después de todo. Quique llegó
136
Para reducir a una dimensión
como una cruz a mi vida; desagradable como él solo. Y que, además, no es fácil hacer sitio para otro en una pareja. Muy complicado, tanto para mí como para Enrique. Pero luego me dio un
montón de marcha. Era un pedante, no tenía experiencia de la
vida y se metía en asuntos que no conocía para nada. Vale. Pero,
a veces, también decía cosas que me hacían pensar.
No es que yo hubiera cambiado en mi forma de ver las cosas.
En la cuestión más de fondo, quiero decir. Pero me obligaba a
plantearlas mejor y, siendo prácticos, lo podría utilizar para los
cursos, que siempre podía venir algún follonero que otro.
Pocos venían, la verdad. A veces me daba grima tanta unanimidad y asentimiento por parte de mis alumnos. Te daba la impresión de que, dijeras lo que dijeras, estaban allí para creerte. Es
como en esos conciertos de rock en los que el cantante sabe que
no tiene que hacer nada de nada, que están todos tan borrachos
que le aplaudirán haga lo que haga. Que, en el fondo, no están ahí
por él sino por otros motivos.
A veces tenía que contenerme porque me daba cuenta de que
podía ir mucho más allá de lo conveniente. Si yo hubiera querido, podría haber hecho cualquier cosa con algunos de ellos. No
me sorprende que haya gente que los engañe. Yo nunca daría
consejos muy arriesgados de tipo personal, como hacen muchos
de mis compañeros. O interferiría con algún tratamiento médico,
que también he visto hacerlo. Pero sí que es cierto que mucha
gente te viene rendida de antemano. A veces, parece como si quisieran poner en tu regazo toda la responsabilidad de su vida.
Quieren que tú decidas por ellos y te lo darían todo a cambio. No
me extraña que algunas personas cedan al vértigo. Es un poder
que puede emborrachar. Yo lo he comprobado.
Cuando Quique decía que estas cosas –las mancias, lo paranormal– “atentan contra la libertad humana”, me hacía enfadar.
Yo no atentaba contra nada y todo se puede utilizar para el mal.
Pero algo de razón tenía, ya que es gente que se entrega a otro y
ese otro puede ser una mala persona.
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Polvo de estrellas
–Sí, pero, eso también puede pasar con un médico, un abogado o con cualquier especialista en algo que el cliente no domine
–me quejaba yo
–Vale, tienes razón, ahí también habría mucho que hablar, y yo
se la tengo jurada a algunos economistas, pero la diferencia fundamental es que si su especialidad está dentro de lo objetivo, de lo
racional, el cliente, si quiere o si tiene tiempo, puede acceder a
ello por sí mismo. Lo que no le ocurriría si se tratase de energías
que nadie ha visto ni medido nunca o de poderes indemostrables
que solamente tiene él. Eso es lo que define a un gurú o a un sacerdote, y estoy hablando de la fe y del mito.
Bien, podía entenderlo. No me gustaba que mezclase los gurús y los sacerdotes, pero tenía sentido. Sin embargo, había otras
muchas cosas que Quique no sabía porque le faltaba experiencia
vital y tenía muchos problemas emocionales que resolver. Él decía que el hecho de que la astrología tuviera más de cinco mil
años no tenía por qué otorgarle validez científica. Cierto; venga,
es verdad. Pero sí que demostraba, a mi entender, que hacía más
de cinco mil años que la gente necesitaba cierto tipo de compensaciones en su vida. Es el otro lado de la cuestión, el que conocen
terapeutas como yo.
Para gente con problemas que rehúsa aceptar la responsabilidad personal de su vida, tanto un buen psiquiatra como un astrólogo pueden serles muy útiles. Según Quique, la diferencia entre
un astrólogo y un psiquiatra es que éste puede librarles de verdad
de sus paranoias, pues focaliza el problema en ellos mismos o en
sus mentes, pero que un astrólogo desvía el foco a los astros o al
destino, que está fuera de nuestro control, y les hurta la posibilidad de ser autores de su propia curación.
Puede ser, pero olvidaba que mucha gente tiene miedo al estigma que representa un psiquiatra, con toda la carga de “enfermedad” socialmente señalada que eso significa, y se siente más
cómoda situando sus defectos en unos signos que son comunes a
un grupo, cosa que les salva de la “anormalidad”. Los clientes, los
138
Para reducir a una dimensión
alumnos, reciben empatía, consejos, cumplidos, lo que incrementa su autoestima y comentarios positivos sobre posibles futuros
traumas, todo lo cual forma parte de la psicoterapia de apoyo.
A ver si me entiendes: con unos signos, unas cartas, unas regresiones –reales o no– se marca un punto focal de discusión,
provocas al cliente a hablar de sí mismo. Además, el hecho de
compartir contigo su interés en una actividad, digamos, poco
convencional (y la regresión o la astrología lo son, ya lo sé) crea
–cómo diría yo– una cercanía, un entendimiento que, estoy segura, un psiquiatra tarda muchas más sesiones en conseguir.
Por otra parte, destacarle a un cliente unas cualidades particulares, aunque les lleguen de las estrellas, es mucho mejor que
todo ese galimatías de los cuestionarios psicológicos, tan neutros
ellos. De esta manera, haces que el cliente se sienta “especial”, y
eso es la clave de la cuestión. Y algo que es también muy importante: yo no soy una persona pedante ni agresiva, jamás me pongo por encima de nadie; la gente nunca tiene miedo de mí.
¿Y el amor? Todos buscamos el amor. Quique también lo buscaba, y si no, preguntémonos para qué vino a Barcelona y para
qué se pasaba el día observando a su padre. Mis clientes también
buscaban amor. O algo parecido. Te entregaban sus vidas para
que tú te fijases en ellos. Para importarles a alguien, para que les
vieras como personas “especiales” por un momento.
A veces, eso sí, se me hacía muy pesado. Quieren que les veas
“únicos”, o con problemas “únicos”, y tú, que llevas años en ello,
sólo ves un desfile de casos calcados. Aún no han abierto la boca
y ya sabes todo lo que te van a contar. En este sentido sí que es
verdad que, si tienes experiencia, sensibilidad e inteligencia, da
igual que seas astrólogo, terapeuta o que les eches las cartas; con
un vistazo ya sabes qué tipo de carga vienen a echar a tus espaldas. No me extraña que, a veces, los más reputados les cobren
una barbaridad. Es que es muy cansado.
Antes de conocer a Quique ya me había planteado si la atracción por la astrología, por ejemplo, no vendría por el hecho de
139
Polvo de estrellas
que es la única noticia en los periódicos que alguna gente cree
que está dirigida a ellos en particular. Las demás noticias hablan
de los otros, en cambio en ese signo, que es el de mi nacimiento,
el periódico habla de mí, de mí en particular.
Pero tal vez eso sea de mi parte un psicologismo barato, que
diría él.
*
Bien, sí, supongo que me pasé un pelo. Me consta que, durante una época, la sometí a una presión muy dura, no le daba tregua.
Es que Conchita tenía algo que no podía soportar. No era sólo su
credulidad, que me ponía enfermo; era otra cosa. Recuerdo que,
a veces, de repente la miraba y me entraba un ataque de pánico.
Un detalle, un gesto, una palabra de ella y me embargaba la desazón. Sé que más de una vez me puse colorado, que es lo que me
da más rabia en este mundo. A veces quería estrangularla. Me parece increíble que sobreviviéramos a todo ello sin echarnos las
manos al cuello.
Ahora que ya soy un chico maduro y “capaz de enfrentarse a
sus emociones” (gracias, Conchita, estoy puteado pero madurando) puedo ver con claridad que lo que tenía entonces eran unos
celos furibundos. Los celos eran una experiencia nueva para mí y
los tenía por partida doble: de él y de ella. No podía soportar tanto achuchón, tanto rollo, tanto besito en la mano, ni tanta hostia
en vinagre. ¡Y yo qué! ¿Cuándo me iba a tocar a mí algo de ello?
Mi padre tuvo los mimos de mi madre, su uvita pelada, sus atenciones y todo lo demás; y luego los de una rubia alocada que, no
sólo le tenía montada una escenografía “divina” alrededor, sino
que estaba bastante más que buena. Y mientras tanto yo criándome en Esparta. No era justo: ni tenía a mi padre totalmente para
mí, ni la tenía… ¿a ella?
El único consuelo era que parecía que mi apostolado empezaba a dar, por fin, algún fruto. Ella, salir de sus trece, para nada.
140
Para reducir a una dimensión
Mucha Conchita era aquélla. Pero, por lo menos, entendía mis argumentos y empezaba a reflexionar sobre sus creencias anteriores.
Y yo también era menos intransigente. Desde hacía un tiempo
había empezado a darme cuenta de hasta qué punto había estado
patinando sobre hielo quebradizo en mis relaciones con los demás. Dividía el mundo entre los que pensaban como yo y los que
estaban simplemente locos. Un poco simplista quizá.
Todas las historias increíbles que contaba Conchita sobre sus
clientes, toda esa frondosidad, ese barroquismo de sentimientos y
sensaciones me hacían ampliar mi comprensión de la aparatosa
complejidad de la experiencia humana. Nada hay más enriquecedor que ponerse en frente de lo extraño, de lo exótico. De alguna
manera, yo era como un explorador en una selva virgen; un explorador virtual que navegaba por el desconcertante mundo de
Conchita. Cada anécdota, cada experiencia que nos transmitía en
aquellas veladas después de cenar, abría cauces, creaba grietas en
mi interior también. Nunca en mi vida aprendí tanto sobre mí
mismo como con aquellas estrafalarias personas que atendía
Conchita en su consulta.
Personas que, yo intuía claramente, la adoraban y confiaban
en ella.
Un día le dije:
–Conchita, esa gente, tus alumnos, tus clientes, vienen a buscarte a ti, no a la terapeuta renacedora. Les da igual lo que les
cuentes, creerán lo que tú quieras.
–Que equivocado estás, chico. Si yo no tuviera un conocimiento real y objetivo de lo que estoy trabajando, me quedaría
sin clientes en una semana. El problema es que tú no crees que lo
mío sea serio ni que mis alumnos sean personas intelectualmente
capaces. Estás lleno de prejuicios, lástima.
Era una vieja discusión, y ella se molestaba muchísimo cuando le salía con lo mismo. Era un tema recurrente de las sobremesas nocturnas.
141
Polvo de estrellas
Un día, después de hablar de paranormalidades diversas, tuve
una inspiración. Hacía rato que habíamos cenado, mi padre escuchaba una zarzuela con los cascos puestos y nosotros estábamos
sentados en el sofá haciendo ver que nos interesaba la tele, pero
chinchándonos como siempre. Shalimar, después de un ataque
de locura en el que había saltado inconexa de un mueble a otro,
estaba repantingada encima de mí ronroneando como si tuviera
un motorcito dentro, indicando claramente que me había adoptado. Conchita lo interpretaba como una señal muy positiva de tener algún fondo a pesar de mi mal carácter y de mi inmadurez.
Los gatos no engañan y, como creía que mi caso tenía algún arreglo, estaba de cierto buen humor y con espíritu receptivo. Así que
le propuse:
–Te desafío a que les cuentes disparates a tus alumnos. Bueno
–proseguí mordaz–, disparates ya les cuentas. Me refiero a cosas
que sean disparates incluso para ti.
–Vale, chico, el día que quiera cargarme la consulta te lo diré.
Y siguió con sus pipas.
Yo me sonreí con suficiencia; ya sabía que nunca haría tal
cosa. No sé si por inseguridad o por exceso de confianza, pero
era imposible.
De todas maneras, ¡qué experimento tan cojonudo hubiera
sido!
**
Ya he mencionado que Enrique estaba con su hijo que se le
caía la baba. Eso, en general. Menos en una cosa: a él no le gustaba que tocase el tema de la religión. Porque ¿a qué no sabíais la
última noticia de Quique? Nos confesó sus opiniones en esta materia. Ya no es que no fuera creyente, ¡es que no creía en que tuviéramos un alma las personas! Igual que su abuela, que es atea.
Le debió contagiar. Que no creía en la dualidad cuerpo-alma, decía. Que la mente es una función del cerebro.
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Para reducir a una dimensión
Le tendría que haber respondido lo mismo que Isabel GarcíaTapias le respondió a la mujer de un primo suyo, una sabionda
también de ésas, que le dijo algo parecido: que si ella (la mujer
del primo) no tuviera alma, ella (Isabel) no la respetaría como ser
humano. Eso le dijo. Y es que es verdad, si no tienes alma, ¿en
qué te diferencias de un animal? La dejó cortada. Que buena respuesta.
Además, ¿acaso no conocemos todos aquella frase que dice:
«Si Dios no existe todo está permitido»? Está claro que si no tienes ningún motivo “trascendental” para controlar tus impulsos, si
no tienes una moral religiosa o un temor de Dios, ¿qué te puede
frenar?
Pues no, Quique le da la vuelta al asunto y dice que es al revés: «Si Dios existe todo está permitido». Que la ética es fundamentalmente una cuestión laica y que él es un humanista comprometido con unos valores. Que no hay barbaridad que no se
haya podido cometer en nombre de Dios o de alguna ideología
milenarista o mesiánica, incluido el nazismo, el marxismo-leninismo o el nacionalismo extremo.
De acuerdo con lo del comunismo, el nacionalismo y el nazismo, pero ¿en nombre de Dios? No puede ser. Cierto que se ha
usado el nombre de Dios como pretexto para grandes bajezas,
pero no es lo mismo. Pero él insistía en que sí y que sí.
Estas discusiones no gustaban nada a Enrique y le pidió que
dejase la religión tranquila, que una cosa es la superstición y otra
la religión. Y tenía toda la razón.
–No puedo creer que te cierres a la emoción de lo trascendental, a la fascinación de lo misterioso. No sabes qué significa una
experiencia religiosa –le dije un día.
–Qué sabrás tú de mí –me contestó con cierta altanería.
Bueno, era bastante inútil discutir con él. Yo, por mi parte, me
estaba volviendo cada vez más tradicional en estos temas. También tenían que ver con ello las nuevas amistades que estaba haciendo. Gente interesada en experiencias marianas, católicas. A
143
Polvo de estrellas
mí me parecía perfectamente compatible con mis experiencias en
el mundo místico y espiritual en el sentido más amplio.
Yo me consideraba profundamente religiosa y mi amor por La
Virgen crecía cada día.
144
AJUSTE DEL CONTINUO
**
Yo también había sido una escéptica. Se cree Quique que él es
el único en aplicar el “pensamiento racional” a las cosas que pasan a su alrededor, en ser crítico.
En mi caso, mal aplicado, desde luego; me podría haber ido
de este mundo sin enterarme de nada. Por eso ahora ando con
cuidado. No pierdo nada por creer y mucho si no creo. Sabré yo
lo que me digo. Es como aquello que dijo Pascal, algo así como
que sale más a cuenta creer, pues si te mueres y Dios no existe no
pasa nada, y si existe, ya estás preparado y vas al cielo. Y, encima, tienes ilusión, esperanza.
O como yo que no creía en el orgasmo de clítoris. En eso tiene que haber tenido mi madre parte de culpa. No es que ella y yo
hablásemos de sexo de forma personal. De eso nada; me daba horror tocar el tema con ella. Pero es que decía tantas veces que
todo eso eran marranadas y exageraciones, y lo decía con tal seguridad y firmeza, con un desdén, que yo lo daba por sentado y
no me lo planteaba más.
Cuando aún era muy jovencita, trece años más o menos, e iba
a las monjas, me enteré de que habían expulsado a una niña,
compañera de clase pero no de las más íntimas, porque había hecho algo muy feo. Nunca supe qué era, ni lo sospeché. No fue
hasta que me hice mayor y empecé a salir en pandilla y todo eso
que otra amiga, que también había sido compañera suya de clase
y que la había conocido más de cerca, me lo contó. Me dijo que
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Polvo de estrellas
la habían echado del colegio porque le había contado a una compañera, que resultó ser una chivata y se lo dijo a una monja, que
se tocaba “ahí”. En mi colegio, se repetía mucho una frase que
hacía referencia a “las manzanas podridas que corrompen al resto del cesto”. Pues esa niña era una manzana podrida y por eso la
expulsaron.
Pero me enteré muchos años después. Ni en mi colegio, ni en
mi mente, ni en la mis hermanas, ni, que yo supiera, en otras
mentes de niñas como yo, aparte de la manzana mala, existía la
masturbación. Me chocó que me contara esa anécdota, pues yo
nunca lo había hecho y no recordaba que jamás ninguna otra niña
me hubiera comentado nada.
En realidad, para mí “ahí” era un sitio para hacer pipí y nada
más. Luego ya supe de eso. No por mis amigas, pero sí por algunos libros que no debía leer. Naturalmente, cuando empecé a salir con chicos, y luego cuando me escapé con Álvaro –gran escándalo en mi familia, aún “se palpa” cuando estoy con ellos–,
me encantaban las caricias “por todas partes”. Pero todo eso que
contaban del clímax clitoridiano, como de una especie de éxtasis
agudo, yo no lo había experimentado jamás.
Recuerdo que, alguna vez, estando sola, o al leer alguna cosa
que me hubiera excitado, lo había intentado con buena voluntad.
Pero me aburría y lo dejaba. Digo yo que, al no saber qué buscaba, pues no lo encontraba. Como no sabía dónde estaba el clímax
ni cómo era, no llegaba nunca a él. ¡Era una auténtica escéptica!
Miraba con benevolencia a mis amigas cuando me contaban maravillas de lo que hacían con sus novios o de lo que hacían en solitario. Me parecían unas simplonas, y yo, desde luego, no pensaba pasarme las horas muertas sentada a horcajadas en el bidé
haciendo el tonto. Cuando me hablaban de “orgasmo” decía: “Sí,
que estupendo», pero pensaba: «Qué infantiles, no es para tanto».
¡Yo sé también qué es tener la seguridad y la superioridad del escéptico! Que no creía, vamos. Me pasé una barbaridad de tiempo
sin creer y, por tanto, sin ver ni sentir.
146
Ajuste del continuo
Pero al cabo de los años, una noche, sucedió. La cosa fue
como sigue, verás. Enrique y yo acabábamos de hacer el amor.
Enrique es algo rápido, si entiendes lo que quiero decir. Cada vez
le ha ido pasando más a menudo; cada día acaba un minuto antes.
Así que me quedé yo algo como mustia. Vamos, la palabra exacta es insatisfecha, la verdad.
Era viernes de madrugada y en el Canal + a estas horas ponían películas porno. A Enrique no le gustaba nada que yo las viera o que me interesase por ellas. Notaba que le inquietaba, como
si asomara en mí otra persona que él prefiriera ignorar. Pero
aquel día se quedó dormido como un ceporro. Puse la tele sin voz
para que no se diera cuenta, y me la quedé mirando mientras él
roncaba y roncaba.
No sé de qué iba la película, no suelen tener mucho argumento, pero en la pantalla salía un chico joven y guapo. Iba desnudo
y llevaba en el pene ¡un piercing! Te lo juro. En la punta, el prepucio o como se llame la piel ésa. Bailaba él solito una música
lenta y suave. La melodía era sugerente y se balanceaba y se balanceaba. Su pene, que estaba medio tieso, se balanceaba también.
Algo me afectó aquello. En teoría, los hombres desnudos y
provocativos no nos gustan. Por lo menos, eso es lo que decía yo
entonces, y creo que era cierto. De tanto decirlo y que te lo digan,
te acostumbras a sentir lo que debes sentir. Aunque será mi generación, que las chicas de ahora tienen otra frescura. Léete Cosmopolitan alguna vez y entenderás lo que digo. Pero aquel día
pensé: «voy a probar». Y mientras Enrique dormía, empecé a
acariciarme sin moverme mucho, no se fuera a despertar y le diera un patatús. Le conoceré yo.
Me acariciaba, me acariciaba y notaba que me estaba poniendo turgente y húmeda. El chico bailaba morosamente y su pene
iba de un lado para otro con su piercing plateado. De pronto vi
que iba por el buen camino. No era como las otras veces. Supongo que porque siempre me había puesto a hacerlo en plan experi147
Polvo de estrellas
mentación; por si acaso tenían razón mis amigas, pero sin un estímulo concreto. Pero entonces fue distinto. Todo se condensaba
en un punto y yo aprendía cuál era el ritmo adecuado. Tuve paciencia y me concentré. El chico silencioso del piercing ayudaba
mucho, francamente.
Cuando sucedió fue como un milagro, una revelación. Mis
piernas se pusieron rígidas y sentí un placer agudo y compacto que
me cortó la respiración. De repente, todo se llenó de una luz clara
y me sentí ligera, muy ligera. Me invadió una sensación muy intensa de amor por todo el mundo, y era tan honda, tan embriagadora, que me puse a llorar. Era un llanto de alegría, de paz. Lo veía
todo bañado de una luz resplandeciente y pura. Fueron unos momentos intensísimos. Me sentí feliz, como una niña pequeña.
Yo me lo había pasado siempre muy bien con el sexo. Me gusta hacer el amor, y Álvaro había sido, aparte de una mala persona, un muy buen amante. Pero nunca, nunca había experimentado algo tan extremo. Además, yo sola, sin necesidad de nadie. Un
chico en la pantalla de un televisor, un marido dormido y yo con
mis medios. Creo que fue una de las sorpresas más maravillosas
de mi vida. Además, vi que aquello me iba a dar, a partir de entonces, una autonomía con la que nunca hubiera podido soñar.
Fue un momento de los que cambian la vida; una caída del caballo en plan Saulo, que Dios me perdone.
Ya sé lo que opina la Iglesia de todo eso. Ya sé lo que opinaría mi madre. Pero yo me sentí transportada, me sentí elegida.
Todo en unos segundos, mientras mi sangre se inundaba de una
sensación como si hubiera bebido. Sin saber por qué, giré la cabeza y mis ojos se fueron a posar en una imagen de la Virgen de
Garabandal, de la que soy muy creyente y que siempre tengo en
mi tocador. Me miraba con tanta bondad… La felicidad que sentí fue tan grande que los ojos se me llenaron de lágrimas. Abrí los
labios y proferí: «¡Santa María!».
Nunca ha habido un momento más bello en mi vida. Nadie
podrá entender jamás lo que pasó en aquel momento. No me sen148
Ajuste del continuo
tí manchada, ni podrida como la niña aquélla, ni en pecado. ¿Qué
daño podía haber en aquella emoción tan hermosa, sin nadie más
que yo misma, sin ningún hombre? Todo es de Dios, mi cuerpo
es de Dios, siento lo que Dios quiere que sienta. Soy sólo su instrumento.
En medio de aquella beatitud, de aquella feliz relajación, la
imagen de la Virgen se me quedó grabada de tal manera en el cerebro que nunca más ha dejado de estar presente en situaciones
parecidas. Quiero decir que, si mi marido estuviera al corriente,
que no lo está, que no se lo tomaría bien, sabría que cuando en la
cama digo «Dios mío, Dios mío» es una cosa y que cuando digo
«Santa María, Santa María», es otra. Pero un poco le choca, lo sé.
A pesar de no tener nada en contra de la religión, ni mucho menos,
tanto «Dios mío» como «Santa María» me da la impresión de que
le parece demasiado solemne. Le trastorna algo, yo lo veo.
Así que, para escepticismo estoy yo, que descubrí la masturbación con treinta y pico. Anteayer, como quien dice. Y todo por
no creérmelo. Media vida perdida. A ver a quién le puedes contar
una cosa así. A nadie. Ni a mis amigas, ni a mi marido. Ni a Quique, por Dios bendito.
Aunque debería hacerlo. Sería una obra de caridad. Vete a saber qué placeres, qué sabiduría se está él perdiendo por ser tan incrédulo. Quizá la emoción del misterio. Quizá la esperanza en un
más allá. Quizá la seguridad de que siempre le importará a alguien: a un ser superior que le salvará de la muerte.
Vete a saber. Yo me lo perdí media vida; esto no se recupera
nunca. Aunque mira que he aprovechado el tiempo. Ahora ya sé
qué tengo que hacer si Enrique es demasiado rápido. O cuando
estoy sola o estresada. O cuando me apetece, oye.
Claro que, no todo son flors i violes, que decimos aquí. Mis fijaciones particulares no carecen de riesgo. Igual que es tener un orgasmo y ver el rostro de la Virgen, lo contrario es cierto también.
El yin y el yang, que digo yo siempre y no me cansaré nunca de hacerlo. La sabiduría tremenda que tienen los orientales.
149
Polvo de estrellas
A veces, me resulta difícil manejar todo esto. Es una experiencia de “doble dirección”. Efectivamente, es algo que circula
en los dos sentidos. Tengo un orgasmo y me viene la imagen de
la Virgen a la mente. ¡Pero es ver la imagen de una Virgen cualquiera y tener un orgasmo también! Es algo terrible. No se lo deseo a nadie. Es la otra cara de la moneda.
Cuando me pasó por primera vez en una iglesia, pensaba que
me moría. Creía que todo el mundo lo iba a notar. Era una sensación tan urgente e imperiosa. Recuerdo perfectamente la iglesia,
las velas, el incienso y aquel rostro maravilloso. Me invadió tal
dulzura, una comprensión tan absoluta, una sensación de ternura
tan intensa y de tanto amor. Me sentí tan pura que fui absolutamente feliz por unos minutos. ¿Cómo explicarlo? Debe ser algo
parecido a cuando se mueve dentro de ti un bebé y sientes cómo
te deshaces de amor, libre de malos pensamientos, de malos rollos. Sería esta sensación elevada a la millonésima potencia.
Pero ha llegado ya a un extremo que puede conmigo. Y es que
no necesito nada para provocármelo. Simplemente, sujetar el
bolso contra mi cuerpo, apoyarme en el reclinatorio, cualquier
cosa. Y cada vez necesito menos apoyos. Es casi automático. Los
cirios, el incienso y ese rostro tan bello y con tanto amor hacia
mí. No necesito más.
Las primeras veces estaba asustada. Si se hubieran dado cuenta mis amigas, vaya corte. Qué ridículo y qué vergüenza. Pero no
se daban. Al contrario, poco a poco fui constatando que lo interpretaban de una manera totalmente contraria a lo que era.
Al principio, pensaban que quería hacerme notar. Todo ese
pasmo que me daba, ese sofoco. Es que me quedo, que me da un
poco de corriente de aire y me caigo. Es un éxtasis que me obnubila. Luego se fueron acostumbrando y no hacían más que tratar
de ayudarme. Como me veían tan asustada, pidiendo tantas disculpas y procurando pasar inadvertida, vieron enseguida que no
había fingimiento por mi parte.
A partir de aquel momento, todos empezaron a respetarme
150
Ajuste del continuo
una barbaridad. Hasta la gente fuera de los más íntimos empezó
a fijarse en mí y a mirarme con gran deferencia. Donde iba yo,
todo eran atenciones, y gente muy importante que no me había
hecho antes ni caso quiso conocerme. Yo no era nadie para ellos.
Eran personas que veía muy lejos de mí, inalcanzables. Desde
entonces, todos saben más o menos quién soy.
Me refiero, en este mundillo nuestro.
*
Me aburría y pensé en dejarme caer por casa de ellos. Recuerdo que llegué un poco pronto y aún no había vuelto nadie.
No tenía llave, pero no me importaba; al fin y al cabo no vivía
allí. Aunque, prácticamente, no saliera, eso sí. Charo, que había
venido aquella tarde y ya se iba, me dejó entrar. Me quedé esperando que llegasen.
En casa de papá y Conchita todo era paz y armonía, casi como un
templo. Su biblioteca siempre me alucinaba: por un lado toda la colección de best-sellers de mi padre, que lo tenía todo y, por otro, los
libros horribles de ella. En otro estante, las zarzuelas con las que, en
cuanto Conchita le dejaba el reproductor libre, mi padre nos torturaba de forma inclemente, qué obsesión. ¿Pretendía crear una isla de
casticismo en un barrio convergent? A veces me parecía un crío.
Ya sé que no hice bien, pero me di un paseo por la casa con
todo el morro y para fisgar. En la incursión, me acompañaba Shalimar enredándose entre mis piernas. Era una gata de lo más cariñoso, me caía bien.
Había una moqueta muy clara en el suelo, casi blanca; te sentías culpable de andar por ella. Todo relucía en aquella casa. «Soy
feticihista –me dijo una vez–, los amuletos y el cristal me encantan. Tengo mucho cuarzo en casa, lo cargo en luna llena y los limpio con sal. Además de ser hermosos, los cuarzos absorben las
malas vibraciones». Es la clase de cosas que decía ella y, desde
luego, tenía pedruscos por todas partes.
151
Polvo de estrellas
Su dormitorio era como una iglesia barroca, llena de ángeles
e imágenes, con la Virgen de Garabandal en la cumbre de la jerarquía. Le tenía gran devoción. La Señora me miró de reojo y
con aire circunspecto mientras yo me echaba de espaldas en la
blanquísima cama para valorar su confort. No quedaba ni rastro
del hedor de días atrás y flotaba en el ambiente un aroma a incienso de jazmín mucho más adecuado para un lugar sagrado
como aquél que el de carroña en avanzado estado de descomposición.
En el baño, había mogollón de velas. Por toda la casa las había, pero en el baño, más. Y era mayor que todo mi apartamento,
casi. Tenía una zona “discreta” con el váter y el bidé, y otra con
una bañera redonda enoooorme y con más velas alrededor. Había
espejos cubriendo todas las paredes y se me ocurrieron toda clase de guarradas que podrían reflejar. ¿Lo harían en la bañera?
¿Frente a los espejos? ¿Con algún angelito travieso? No me imaginaba a mi padre haciendo eso para nada. Conchita era otra
cosa. «No te fíes del agua mansa», dice mi abuela.
En los estantes del baño había tarros y cajitas de cremas con
anuncios de lo más alucinante. Me acuerdo que pensé: «¿Qué
será eso del “ADN marino”? ¿Semen de marinero?». ¡Cielos! En
el estante de mi padre había un tónico “para evitar la caída del
pelo” elaborado con… ¡“placenta vegetal”! ¡Caramba! De una
marca de productos “biológicos”. Genial. Apuesto a que se lo había comprado ella. Debía ser la hostia. Si habían conseguido crear “placenta vegetal”, no habría problema en hacer crecer pelo de
cualquier sitio. Hasta de páramos tan renuentes como la coronilla
de mi padre. «Espero que no le salga verde», pensé. ¿Te imaginas
que acabase como la abuela? Con la poca simpatía que le tiene a
ella y a sus lianas capilares. Ella siempre dice que lo del color ha
sido irremediable. Que antes que todas las progres, ella ya lo llevaba rojo. Pero que ahora, con su crisis ideológica, no tiene muchas opciones. Que no se lo va a poner azul como algunas “señoronas místicas”. Sólo le han dejado el verde. Ya ves qué excusas.
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Ajuste del continuo
Volvamos al estante del baño. Sigamos. Había “Nanocápsulas
de proteínas”. “Choques de vitaminas.” ¿Se creerán todo esto las
mujeres? ¡Cómo les toman el pelo! Un tónico «para cuando la
piel necesita una ola de energía». Talmente. «El doctor Mazato
de Hungría ha separado las cargas positivas y negativas de sus
moléculas asumiendo una potencia más distintiva y poderosa». Y
las moléculas son todas neutras. ¡La hostia! En la fórmula decía
«se han utilizado moléculas de carga positiva, que eliminarán las
impurezas de la piel sin necesidad de frotación ni de irritación,
con turmalina magnetizada». Ya ves, molestarse en magnetizar la
turmalina para tan poco. La rehostia, oye. De la misma marca
también había cremas «con agua con moléculas de carga negativa que penetran en la piel y actúan como antioxidantes ayudando
a neutralizar los oxidantes». Deconstructed Waters, se llamaba el
invento.
Vi recortes de curas en centros de belleza. No os lo creeréis pero
en uno ponía: «Hidroterapia de…¡colon!. Esto es lo que ofrecía:
Se trata de un lavado completo y profundo del intestino grueso que permite una limpieza de colon. ¿Qué se siente después de
una hidroterapia del colon? Siempre se siente la mente muy lúcida, aumento del tono vital y un gran cambio en la piel.
«La muerte del cuerpo se encuentra en el intestino», Hipócrates.
¡Joder! ¿Le darían por el mismísimo a Conchita en nombre de
las modernas ideas de Hipócrates para que pudiera tener una
“mente muy lúcida”? ¡La hostia, qué tía! Que mundo tan fascinante el suyo. Claro que tengo amigos que van al gimnasio y les
venden unas cosas increíbles también. Pura magia. Y se lo compran todo.
Cuando me repuse, seguí fisgando entre sus cosas. «¿Qué más
hay por aquí?» Decenas de potecitos de crema, de barritas de labios y de frascos de perfumes.
153
Polvo de estrellas
Y entonces lo vi. «¡Coño! ¿qué es esto?» Era un frasco bastante bonito. Lo cogí. ¿Shalimar? ¿El perfume de la gata? «¿Es
tuyo esto, Shalimar?» La gata me miraba enigmática encima de
la inmensa plataforma del lavabo, dos bolitas negras en una bola
blanca. «No, no puede ser. ¡Ah! Le ha puesto a la gata el nombre
de un perfume. A ver.»
Lo destapé y lo olí. Un aroma intenso me inundó la nariz.
Nunca debí hacerlo. De improviso, fue como si se activase algún
tipo de mecanismo en mí. Como un amnésico que de golpe recobra la memoria. Como cuando se te destapan los oídos en el
avión y te das cuenta de que realmente no estabas oyendo bien.
Como un conserje de hospital jordano al descubrir que la gorda
que quiere entrar con un cesto es el mismísimo rey Abdallah.
Aquel olor era exactamente el olor que tenía en algún sótano oscuro y viscoso de mi cabeza, en mi sistema límbico, en mi amígdala, en mi cerebro reptiliano, o en sitios peores que pueda haber
más abajo. Ahí, ahí debía estar ese perfume pegajosamente adherido desde hacía qué sé yo el tiempo. Me di cuenta de golpe.
Como un papel de caramelo (o peor, un trozo de papel higiénico)
pegado a la suela del zapato, o una de esas cancioncillas adhesivas y decididamente imbéciles que alguien te contagia y que permanecen días y días como una nota fija en alguna parte de tu pensamiento. Aquél era el olor de Conchita y aquello era la respuesta
a una sensación de angustia y de ansiedad que llevaba conmigo
desde hacía días.
Había llegado a traición, de golpe. Eso si que era pasar a “un
nuevo plano de realidad”, que diría ella. O bajar del “cuerpo astral” de una hostia mordiendo el suelo. Estaba sorprendido, como
cogido por un descuido. Como si me hubieran birlado la cartera
sin saber cómo ni en qué momento. ¿Se me habría colado dentro
aquella mujer? Horrible inquietud.
¡Claro que me gustaba Conchita! Más de una vez me había encontrado “valorándola”. Pero eso era distinto. Como si otra parte
de mi cerebro hubiera estado trabajando el tema por su puta cuen154
Ajuste del continuo
ta. Una parte consciente tomaba medidas físicas y calculaba oportunidades desapasionadamente. Y otra parte inconsciente abría
mansamente un orificio para que le dieran por él sin rechistar.
¡Qué gilipolleces pensaba! ¡La culpa la tenía ella con tanto
rollo sobre los hemisferios cerebrales, el yin y el yang y pollas en
vinagre! De todas maneras, ¡qué desagradable sorpresa! Había
entrado subrepticiamente en el piso y, de repente, el cazado iba a
ser yo. ¿Qué porquería de colonia era aquélla? Claramente: una
trampa feromonal. ¿Cómo se llama eso que les funciona tan bien
a los roedores cuando están en celo? ¿O será a los gamos?
«Almizcle, eso es. ¡Seguro que se pone colonia con almizcle!», pensé yo. Un golpe bajo donde los haya. Encima, eso lo sacan del culo del bicho, tengo entendido. ¿“Hidroterapia de colon” había leído? ¡Aquel perfume sí que me había dado a mí por
el colon! Me convirtió en una “mente lúcida” por la fuerza y sin
vaselina. Aquel olor me llevó a un estado especial de conocimiento: conocimiento de que mi estado empezaba a ser especialmente peligroso.
Y entonces tuve la alucinación. Bueno, parecido. Se me fue la
olla. Quizá fue por la impresión, porque soy alérgico al incienso
con jazmín, o porque ella tenía un agujero negro con efecto túnel
justo delante del lavabo; pero me pasó algo raro. ¡Conchita! Su
imagen era tan poderosa que me parecía verla reproducirse como
en un caleidoscopio por todos los espejos de aquel maldito cuarto de baño. Juro que la veía desnuda en la bañera y reflejándose
en ellos. Decenas de Conchitas en pelotas repartidas por las paredes. Tenían el pelo recogido con una pinza, pero les caían algunos mechones rubios sobre los hombros. A su alrededor, flotaba
la espuma de un jabón perfumado que no ocultaba unas tetas redondas, blancas y con los pezones rosados medio sumergidos en
el agua. Las Conchitas se recostaban en la bañera y me decían todas a la vez:
–La respiración nos llevará delicadamente a las profundidades de nuestro ser. ¿Entiendes?
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Polvo de estrellas
Y sonaba de lo más procaz.
¡Jodeeer! Sentí flojera en las piernas y apoyé mis manos en el
mármol del lavabo. ¿Qué coño me estaba pasando? ¿Cómo podía
sucederme aquello a mí? ¿Cómo había llegado a perder el control?
Bien, mejor largarse; ya lo pensaría otro día. El instinto de
supervivencia me impulsaba a huir y lo mejor era obedecerle.
Me dispuse a irme del apartamento lo antes posible y reflexionar
sobre todo el asunto lejos de allí. Borraría aquella aventura con
los perfumes del gato, las Conchitas bañándose y las hidroterapias de colon. Demasiado para el cuerpo. Ni siquiera volvería
para cenar.
Pero, por desgracia, aquél no iba a ser el único problema de
aquella tarde. Estaba tan gilipollas y desconcertado con el ataque
de las Conchitas que no oí para nada que alguien había entrado
en el piso. Y ya debía hacer algún rato de ello.
¡Me cagüen la hostia puta! ¡Sólo me faltaba eso! Del salón venía una de las musiquillas orientales que tanto le gustaban. ¿Quién
debía ser? Seguro que ella, como si lo viera. ¡Y no quería que me
atrapase curioseando! Y menos en mi estado de confusión.
–Abre tus chakras y deja que la luz violeta penetre dentro de
ti –decía la voz de algún devoto descerebrado–, déjate llevar por
la belleza de sus dieciséis pétalos mientras te dejas inundar con
su paz.
¡Conchita! Ya estaba claro: no podía ser más que ella. No me
imaginaba a mi padre relajándose y dejándose llevar por los dieciséis pétalos de nada. Ni mucho menos, facilitando la apertura
de sus chakras. ¡Un homófobo como él!
–Tómate tiempo para llevar la consciencia a tu primer chakra,
el del perineo. ¿Sientes que responde suavemente a tu respiración? ¿Está cómodo? Si no es así, ¿está todavía conectado con
las personas que has conocido, los lugares a los que has ido o los
sentimientos que has tenido durante el día? Integra lo que sea necesario y deja pasar lo que no te pertenezca.
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Ajuste del continuo
Yo lo veía todo entreabriendo la puerta del baño. Como estaba la puerta del dormitorio de par en par, la vista era excelente.
Con el chakra del perineo ya se había despojado ella del pantalón
y de la camisa, y parecía que aquello iba a seguir. Estaba preciosa. ¿Ya he comentado que se parecía a Michelle Pfeiffer que te
cagabas? Yo no hubiera debido estar atisbando, pero ¿qué podía
hacer?
«Tómate tiempo para prestar atención a tu segundo chakra,
que está justo encima del hueso púbico. ¿Lo sientes cómodo?…»
¡La madre que la parió! Ella ya se había desnudado casi toda,
tumbado en el suelo y había empezado a acariciarse el hueso púbico antes de que se lo sugiriera la voz. ¡A mí se me salían los
ojos de las órbitas! ¿Es que no había nadie para parar aquello?
«…Si no es así pregúntate que significa esta incomodidad.
¿Está conectado con otras personas del modo que sea y contiene energías ajenas? ¿Contiene energía creativa o sexual que no
has podido utilizar durante el día? Suelta todo lo que no te pertenezca.»
¡Pero qué maldito coño era aquello! ¿Era yoga? ¿Era tantrayoga? ¿Iba a soltar su energía sexual e iba yo a estar mirando por
la puerta del baño? ¡Por san Carl Sagan! Su piel era blanca y destacaba poco en aquella moqueta, pero no se me escapaba un detalle. ¡Ah!, y no era tan rubia después de todo. Yo ya lo había sospechado antes, no sé cuándo; me habría venido a la cabeza en
algún momento. Aunque ni siquiera sé si Michelle Pfeiffer es rubia natural, tampoco.
«Tómate tiempo para prestar atención a tu tercer chakra, que
está encima del ombligo. ¿Qué sensación te produce; fuerte e
irradiante o bloqueada? ¿Está conectada a los deseos que hayas
tenido durante el día? Toma decisiones claras respecto a esos deseos. Cuando hayas tomado decisiones justas, sentirás que esta
zona queda abierta y liberada.»
¡Y un cuerno! Conchita se había desnudado por completo y
aún iba por el segundo chakra. Mi cabeza estaba en varios sitios
157
Polvo de estrellas
a la vez: calculando mi escape, siguiendo las cortas evoluciones
de su mano derecha e intentando recordar a qué hora volvía mi
padre. Pero sólo en la corteza más superficial. Todas las neuronas
de más abajo estaban ocupadas en tomar buena nota de aquella
piel nacarada, de sus largas piernas, de su pelo suelto… En fin, y
de todo el resto. Yo temblaba como una hoja sin saber qué determinación tomar.
«Tómate tiempo para prestar atención a tu cuarto chakra, en
el centro de tu cuerpo y a la altura de tu corazón. ¿Qué sensación
te produce: segura y abierta o dolida y cerrada? ¿Sigue tu chakra
conectado con otras personas o lugares? Repasa el día y date
cuenta de cómo se ha sentido tu corazón a lo largo de él. Perdónate y perdona a todos los que te hayan ofendido. Mañana es el
primer día del resto de tu vida.»
Eso, mañana sería otro día. Seguía la tía en el segundo chakra pasando de todo y, ¡horror!, ¿eran gemiditos eso que estaba
oyendo?
Alguna vez mis amigos me habían propuesto ir a algún sitio
de esos de sexo en vivo, en directo, a echar unas risas. Pero al final nunca lo habíamos hecho. Ahora que podía hacer de voyeur
en una situación privilegiada, sentía más deseos de huir que de
otra cosa. En casa es como si no pegase. Es mi sino que suceda lo
que deseo cuando no lo deseo.
«Tómate tiempo para prestar atención a tu quinto chakra, en la
parte superior de la garganta. ¿Cómo lo sientes? ¿Está bloqueado?
Repasa el día y encuentra los pensamientos y sentimientos que no
hayas expresado a lo largo de él. ¿Sigue tu chakra conectado a la
energía de otras personas? ¿Qué aspectos de tus pensamientos y
sentimientos continúan pegados a tu garganta? Suéltalo todo.»
A su garganta no se le había pegado nada de nada, evidentemente, y de ahí no tenía nada que soltar. Ella estaba tan feliz en
su segundo chakra y no tenía ninguna prisa. A mí se hacía todo
aquello eterno. Un gran espectáculo, no lo niego, pero tampoco
lo recomiendo en esas condiciones. Se me dormía un pie y me
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Ajuste del continuo
sentía como un capullo. ¿Cuántos chakras debía tener esa mujer?
Yo ya no podía más.
«Presta atención a tu chakra tercer ojo. ¿Está suficiente abierto o tal vez demasiado?…»
–Oooh, ¡Santa María! –susurró Conchita.
¿Santa María? ¿Decía Santa María en un orgasmo? Porque
aquello era claramente un orgasmo. Vamos, sin posibilidad de
duda. A mí ya no me extrañaba nada de aquella mujer. Doña Concepción Espinosa de los Monteros, terapeuta renacedora, se había corrido en la moqueta ante los ojos de su hijastro. Bien, era el
final. Yo también sentí una descarga, un alivio infinito. Un infinito que duró poco pues pensé con alarma: «Ahora es capaz de
venirse al baño».
¿Y yo qué iba a hacer si venía? Además, vendría en pelotas,
claro.
«… ¿Qué sensación te produce cómoda o incómoda? ¿Sientes
que estás suficientemente informado del «mundo de la energía”,
el mundo de las intuiciones y sensaciones sutiles o te sientes invadido por él? ¿Has prestado atención a sus mensajes a lo largo
del día? Si no es así, repasa el día y préstale atención ahora.»
Se había quedado como muerta y no le prestaba atención a
nada. Estaba despatarrada y feliz, ajena a todo. Quizá, si se dormía, podría pasar yo de puntillas sin hacer ruido. Como todo era
moqueta, tal vez.
«Presta atención a tu chakra corona. Conecta todos tus chakras con la respiración. Inspira hacia el chakra corona y espira
por el chakra raíz. Deja que el chakra corona se conecte con el
Ser Superior, sea cual sea el nombre que le des. Ábrete a él y confíale tu descanso nocturno.»
Muy apropiado; ¡que se durmiera!. Pero, ¿qué excusa podía
dar si me pillaba? ¿Que había ido al baño? ¿Tiraba de la cadena
y me hacía el loco? ¡Pero si estaba tumbada en la moqueta en pelota picada, me cagüen la hostia! Imposible. Si el perfume había
resultado ser una especie de misil contra mí, su estilo de relaja159
Polvo de estrellas
ción era un golpe tan traidor que me sentí más trastornado y acorralado que ninguna otra vez en mi vida. ¿Conque así se relajaba
ella, la muy zorrita? Ya me extrañaba a mí tanto rollo con la relajación. Ni yoga ni nada, al estilo cañí, el de toda la vida. ¡Y aún
quería que me comprase un manual de yoga! ¿Para qué?, ¡si yo
también sé relajarme de la misma manera que ella! Vamos, qué
cuento… Para hacer eso no necesito ningún manual, que yo manualmente me las he arreglado siempre muy bien. ¡Qué tía! Ya no
volvería a fiarme de ella. Ni volvería a mirarla otra vez de la misma manera que antes…
Eso, si salía vivo de allí.
Pero es en momentos como ésos cuando la solución viene por
el camino más insospechado. Uno no tiene nunca que perder la
cabeza.
Podría haber encontrado alguna solución más adecuada, pero
aquello era una emergencia: no se me ocurrió otra cosa que coger
a la pobre Shalimar, que hacía un rato que roncaba plácidamente
en la alfombrilla del baño, y utilizarla para facilitar mi escape. Se
quedó tiesa cuando la agarré por los pelos y la levanté. Ni tiempo la di a reaccionar. Cuando abrió los ojos, ya volaba. La tiré
como un almohadón peludo del baño a la entrada del dormitorio,
lo más lejos que pude. No era una gran idea, pero era la única que
se me ocurrió.
No sé bien qué pasó. Yo confiaba en la agilidad de la gata para
no romperse una pata; le tenía cariño al animal. Oí durante un
tiempo cierto barullo de maullidos y grititos de sorpresa. Pero el
alboroto se fue atenuando y finalizó con esta frase:
–¡Shalimar, loquita mía! ¡Si estás sin comida!.
Conchita se debió vestir como un rayo, ya que salió pitando
hacia la calle al cabo de un momento. Sonó un portazo que significó mi regreso a la libertad. Como un cañonazo. Yo no podía ni
creerme la suerte que había tenido.
Aproveché para escapar mientras Shalimar, desde detrás del
sofá, me miraba aturdida pero sin rencor aparente.
160
Ajuste del continuo
**
A principios de junio, nos fuimos un fin de semana todos a la
playa. Todos quiere decir papá, mamá y el niño. Yo hubiese preferido que nos hubiéramos ido los dos solos a ese hotel divino
que tiene Lucía en Segovia o algo así. Un antiguo convento donde ha expuesto todas sus cosas de los ángeles. Me han dicho que
aún se respira allí el espíritu místico del lugar. Incluso que el comedor mismo está en la capilla. ¡La ilusión que me hacía!
Pues no, “que estaba muy lejos”, me dijo, y que quería que
fuéramos los tres a un sitio más cerca. Adiós fin de semana romántico. Y, encima, como siempre tiene “imprevistos e imponderables”, aquel viernes volvió tardísimo del trabajo. Cuando llegamos a Cadaqués era ya de noche.
Y no tenían habitación para todos. Enrique no había reservado porque era junio y le pareció que no hacía falta. ¡Y eran más
de las once! Al final, después de mucho discutir y ante mi alarma,
aceptó una suite grande que tienen, con un saloncito aparte, y
puso a Quique en un plegatín. ¡Es que él aún creía que su hijo tenía diez años! Sitio había, que esa suite del Rocamar es amplia,
pero no dejábamos de estar en la misma habitación y compartir
baño, que es lo que menos me gusta a mí.
Y era algo promiscuo, si quieres mi opinión. Yo pienso que
Enrique se comportaba como si tuviera dos hijos: una chica, ya
mayorcita, y el pequeño, el chico. Como Quique y yo siempre
andábamos discutiendo por todo, él, que era papá, ponía paz. Y ni
hablar, claro, de hacer el amor. Una semana con la regla, otra que
él no estuvo, otra que no estuve yo. Y aquel fin de semana: a tres.
Que se nos estaba olvidando, yo ya lo veía.
Cómo cambia todo. Al principio, ni regla, ni nada. Y eso que
Enrique me lleva unos años. Que él puede decir lo que quiera o
creerse lo que quiera, pero no son lo mismo los cincuenta que los
treinta. En ningún momento me llamé a engaño, desde luego.
Después de la primera vez, ya vi que todo iba a ser más calmado.
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Polvo de estrellas
Con Álvaro fue muy distinto: lo mejor de nuestra relación había
sido el sexo. Pero no fui feliz. Fui muy infeliz. Prefería este amor
pacífico a aquello. Además, Enrique se conserva muy bien, huele siempre de miedo y es un amor. De verdad que es un amor.
Me molestaba ligeramente lo bien que asumía nuestra diferencia de edad, como si fuera lo más normal. Realmente, es un
hombre de los que piensan que las mujeres no tenemos las mismas “necesidades” que ellos. En cierto modo es así, no te digo yo
que no. Valoramos otras cosas. Prefiero estar con un Cary Grant
en suave declive que con un Richard Gere que va a la suya.
Pero yo no comprendía aquel comportamiento. Llámame puritana, pero está claro que yo nunca hubiera dejado que mi marido compartiera habitación con una hija mía de veinticinco años.
Es que es lógico, ¿no? Yo creo que él estaba convencido de que a
las mujeres se nos desencadena el instinto maternal con cualquier
hombre que tenga aunque sea un par de años menos que nosotras.
¡Qué inocentes, Dios mío!
Tampoco estoy diciendo que, ya tan al principio, compartir
habitación con Quique me afectase, que no era eso. No creo que
sintiese nada aún, me parece. Algo fuerte, quiero decir. Alguna
fantasía en algún momento tonto, pero nada más. Y es que era difícil: con su padre delante se esforzaba tanto en hacerse el mayor,
en demostrar que era más listo que nadie, que se te caía a los pies.
La verdad es que eran unas sensaciones confusas: yo le veía infantil e inmaduro pero, a la vez, en ciertos momentos, un hombre.
Recuerdo que pensaba en la ambigüedad y la insensatez de
esa situación, allí en la playa. En junio, en la Costa Brava, aún
está el agua muy fría para que Enrique y yo, que somos frioleros,
nos bañemos; pero yo disfruto especialmente con el sol de primavera, cuando aún hace un poco de fresco y lo aprecias más.
Quique sí se bañó, ¡a ver!, tenía que demostrar que estaba por
encima de cualquier debilidad. Se lanzó al agua como un atleta
mientras le mirábamos escandalizados y estremecidos. Le veía
de espaldas corriendo hacia el mar y admiraba aquel torso tan
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Ajuste del continuo
triangular que tenía. Un triángulo perfecto. Y sus nalgas tan redondas y sus piernas tan finamente musculadas. Me sentía segura y relajada, pues sabía que le observaba desapasionadamente,
con distancia: puro goce estético y nada más.
Cuando salió del agua, temblaba como una hoja y su piel mojada tenía el vello erizado. Tenía que estar helado por fuerza,
vaya tontín. Las puntas de los dedos de las manos y de los pies se
le habían quedado blancos. Se sentó en una toalla, no muy lejos
de mí, y se cubrió los hombros con otra. Yo le miraba con disimulo. Gotitas doradas recorrían su cuerpo hasta caer a su alrededor empapando la toalla. No dirigió ni un momento su vista hacia
mí. Todo lo que hacía era mirar obstinadamente el mar que tenía
delante como si se hubiera dejado algo olvidado en él. Enrique
leía tumbado al otro lado. Éramos una familia ejemplar descansado en la playa. Como un cuadro de estos de Hockney que vimos
Isabel y yo en la Miró.
Hacía un día maravilloso. El cielo estaba azul oscuro, el sol
brillaba sin sombra de nubes y hacía hasta calor. Todo estaba
quieto y en calma. Yo me puse un protector buenísimo de La Vallée a base de oligoelementos de plancton que hacía furor entre
mis amigas. Me lo extendí con cuidado por todo mi cuerpo friccionando mucho la piel para que penetrase muy bien. No me
pongo protector en los labios porque siempre los llevo pintados.
Me hubiera quedado mucho mejor mi pintalabios naranja con el
tono gris de mi biquini, pero no sabía dónde puñetas había ido a
parar. Y mira que me gustaba. Me retoqué con el Hot Coral de
Shiseido, que tampoco quedaba mal. Quique seguía temblando a
un metro de mí. Su vista continuaba fija en el mar; nada la desviaba. La toalla cubría su espalda y con los brazos se rodeaba las
piernas. Tenía unos brazos muy bonitos, con músculos que se le
marcaban suavemente.
Yo, de repente, me vi como “expuesta”. Fue algo que me
vino de golpe. Sin saber por qué, me sentí muy consciente de mi
pequeño biquini. También de mis pechos, de mis piernas, y de si
163
Polvo de estrellas
mi vello púbico estaba suficientemente oculto. Me sentí así durante un buen rato. Enrique leía una novela mientras su hijo y yo
no perdíamos detalle de la falta de noticias que acontecía entre
el mar y el horizonte. Me empecé a sentir incómoda. Tenía mucho calor. Daba vueltas y más vueltas a mis pulseras tibetanas.
La rosa, la del amor, y la de ojos de tigre, que son los de la suerte pero yo les llamo “de la sabiduría”. Como creo en el destino,
no confío realmente en la suerte, en el frío azar. Suerte es aquello que con ayuda del conocimiento consigues que suceda. Es
como yo lo veo. Así que llevo puestas las del amor y la sabiduría. Siempre.
Unos niños lanzaron una pelota que vino a caer entre los dos.
Cayó tan de improviso que pareció que nos venía un meteorito
desde el cielo. Quique y yo dimos un salto tremendo, desmesurado. Estábamos en la luna y bajamos de golpe. Automáticamente,
ambos fuimos a darle un manotazo y nuestras manos se golpearon a la vez. Entre una cosa y otra, se me puso la piel de gallina y
empecé a transpirar. Sentí una gota de sudor que se deslizaba entre mis pechos y me pareció que crecía y crecía y que todo el
mundo iba a fijarse en ella.
Especialmente Quique.
–Perdona.
–No, perdona tú.
Nuestras miradas se cruzaron fugazmente y alcancé a ver la
sombra de sus pestañas en su mejilla. Yo pensaba que aún estaba
muerto de frío porque continuaba temblando, pero tenía el labio
superior perlado de sudor.
¿Fue realidad o no la nota de intención que creí ver en sus
ojos? ¿Me había mirado como un hombre justo en aquel momento de antes? Me quedé alelada por unos instantes, sintiendo mucho más calor del que es razonable experimentar una mañana de
junio en una playa de la Costa Brava. ¿Estaba soñando? ¿Por qué
me preocupaba tanto todo el asunto? ¿Por qué transpiraba así?
Empecé a obsesionarme con la presencia de Quique. Me pa164
Ajuste del continuo
recía que le sentía físicamente y eso que estaba casi a un metro.
Vi que el vello de mi brazo y de mi pierna derecha (él estaba a mi
derecha) se dirigía hacia él, igual, igual que si estuviera cargado
eléctricamente. Como cuando frotas un plástico o una prenda sintética y se te levanta el pelo. Tenía piel de gallina en la mitad del
cuerpo. En uno sólo, el de su lado. Qué fenómeno tan extraño,
¡Dios mío! Sentí como un desmayo. Estuve un buen rato en este
trance.
No sé lo que duró. Sólo sé que, no mucho después, pasó una
chica muy bonita en top-less por delante de nosotros. Enrique
dejó caer el periódico y Quique levantó la cabeza y se le deslizó
la toalla. Sus hombros quedaron al descubierto. Ya no parecía tener frío. Los dos se quedaron embobados mirándola.
Me dieron una rabia enorme. Yo profundamente preocupada
un momento antes, que si el vello, que si la gota de sudor, y, luego, tener que verlos a ellos de esta manera, babeando. Me parecieron tan cretinos, tan rematadamente mentecatos que, de golpe,
me sentí mal. Deprimida y todo, oye. Y mira que cuesta que yo
me deprima. «Que se vayan a la porra los dos», pensé. Todo mi
vello volvió a su sitio y la piel de gallina desapareció. Me levanté, les dije que tenía frío y me fui para arriba.
El día transcurrió sin incidentes y aquella noche durmió la familia juntita en la suite.
Todo por no reservar habitación.
*
Aquello se estaba poniendo feo. La madre Conchita de Calcuta, terapeuta renacedora, aquella que iba a misa todos los domingos, aquella que le rezaba a la Virgen de Garabandal, aquella
que soltaba con ayuda del chakra del hueso púbico todas las
energías que no había podido utilizar durante el día, aquella que
dormía con mi padre con un camisón de seda con unos tirantillos
que no eran tirantes ni eran nada, aquella que se ponía protector
165
Polvo de estrellas
entre los muslos, donde no daba el sol, aquella que regresaba
agentes comerciales desde las Navas de Tolosa, aquella que se
bañaba en una bañera redonda que reflejaban mil espejos por las
paredes, aquella que me había regalado un robot de cocina con
cinco posiciones porque era muy práctico, aquella que lanzaba
jaculatorias cuando tenía un orgasmo en la moqueta, aquella…
¡aquella tía!
Mi padre estaba loco. No sabía lo que tenía en casa, menuda
una. ¡Qué elemento, la hostia! No tenía idea tampoco de quién era
yo. ¡Vaya infeliz! ¡Y qué tortura en el hotel aquel de la playa que
fuimos un fin de semana! Para llevar un biquini así, mejor quedarse en pelotas, la verdad. Yo, que soy friolero y detesto el agua helada, me tuve que lanzar al mar varias veces durante el fin de semana. Y eso que mi bañador era de esos anchos y me llegaba por
las rodillas. Pero daba igual. Una tienda de campaña parecía.
Estaba loco el tío. Recordé que, de pequeño, leí una historia
referente a un rey, un Trastámara o algo así, que estaba tan orgulloso de la belleza de su concubina favorita que, a la hora de su
baño, obligaba a estar presentes a algunos de sus cortesanos y
luego les hacía beber un vaso del agua donde la belleza había hecho sus abluciones. Estaban todos con los cojones por corbata.
Hasta que un día el más valiente le dijo:
–Majestad, perdona mi atrevimiento, pero es mi deber decirte
que si me sigues obligando a beber el caldo algún día no muy lejano no podré evitar desear probar la perdiz.
No sé cómo acabó aquello. Si yo hubiese osado decir algo así,
el rey me hubiera cortado el cuello. No le veía solución inmediata a todo el asunto. ¿Cómo podía ser que yo, que tampoco se me
daban tan mal las chicas, hubiera llegado a una situación en la
que sólo tuviera ojos para la mujer de mi padre? Patético. Y todo
por pasar de hacerme la cena. Vas un día, vas otro, y al final se te
queda grapada una mujer vete a saber en qué repliegue viscoso
del cerebro. Incluso, una noche, me pinté los labios con el pintalabios naranja que perdió, y luego, me avergüenza (muy poco)
166
Ajuste del continuo
reconocerlo, me relajé con mi segundo chakra, el del hueso púbico, ¡que también lo tengo! Lo que se aprende en casa…
Una vez, un amigo con más mundo, en una temporada baja,
me dijo que probara suerte con mujeres mayores que yo. Que él
desde que se había decidido, ya no sufría ninguna carestía. Que
era una mina.
No se refería, sin duda, al sexo en familia. Seguro. Debería
haberme vuelto a Madrid cuando aún estaba a tiempo. O por lo
menos, haber aprendido a cocinar algo.
Pensaba en ella y me daba vértigo. La veía diciendo chorradas
místicas increíbles, haciendo removerse en sus tumbas a Einstein
y a Darwin. Hasta a Newton. Creaba nuevos paradigmas científicos entre capa y capa de laca de uñas. ¿Por qué se pintaría tanto
las uñas de los pies? ¿Por qué llevaría estos zapatos tan absurdos
que se le caían continuamente, y un día se iba a matar? Muls, decía que se llamaban. Estaba loca. ¿Y qué cojones me importaba a
mí cómo se llamasen aquellos zapatos?
Lo más terrorífico era que era la mujer de mi padre. Claro que
¿por qué debería actuar en mí el tabú? ¡Yo no me había criado
con ella! Si por lo menos se la hubiera buscado mi padre de su
edad. Son los padres los que nos buscan problemas a nosotros.
¡Y, encima. duerme con ellos en un plegatín cuando vas a la playa! El que está loco es él.
Lo que no entiendo, tampoco, es cómo una mujer puede casarse con un hombre veinte años mayor que ella. Saquemos un
boli: tener una pareja veinte años mayor es asumir que tu vida
sexual siempre acabará veinte años antes que la de tu pareja. A
menos que se trate de una pareja muy liberal, y mi padre no lo
es. Haciendo un cálculo simple: si mi padre empieza a no levantarla, pongamos, a los setenta, Conchita dejará de follar a
los cincuenta. Que es justamente la edad en que mi padre la conoció a ella. Para mi padre los cincuenta significaron el principio de una fiesta y para ella significarán el adiós a la vida. No
parece muy justo. No sé cómo lo veré a los cincuenta. Tal vez
167
Polvo de estrellas
volviéndome cínico. O creyente. Creyendo en lo que me convenga, claro.
Lo tienen mal las mujeres. Sigamos con números: con esta
idea de que una mujer debe emparejarse siempre con hombres
mayores que ella y los hombres al revés, nos encontramos con
que una mujer de veinte tiene un territorio de caza masculino con
tíos de hasta treinta o cuarenta años por delante de ella, y un tío
de veinte, un territorio de caza de dos o tres por detrás. Pero
cuando ellas llegan a los sesenta como mi padre, hay pocos hombres por delante que no tengan artrosis, ¡y para nosotros el campo de caza se extiende hacia atrás hasta el horizonte! Qué barbaridad. La diferencia es que a los veinte no eres tan listo como a
los sesenta. Y es ahí donde a ellas no les salen los números.
Claro que, aquí no incluimos a mujeres como “la vieja verde”,
mi abuela. Ella es de otro tipo. Al cabo de unos años de la muerte de mi abuelo, se juntó con un señor, más o menos de su edad
(más menos que más). Quizá por eso mi padre la llama “la vieja
verde”. Sospecho que va más allá del pelo. Que tenga ochenta tacos y novio, no lo acaba de asimilar. Creo que se siente amenazado por ella. Sobre todo ahora con Conchita, que puede ponerse
a reflexionar.
Y falta que le hace. Ya se puede volcar en la religión, ya. Eso
es lo que empezó a hacer por aquella época. ¡Que se fuera entrenando a rezar para cuando ya no pudiera follar más! Al fin y al
cabo, la religión y sus arrebatos siempre han sido un sustituto
para la falta de sexo.
**
Algo nuevo y turbulento se estaba gestando en mi vida por entonces. Tal vez Quique y los sentimientos confusos que sentía por
él tuvieron que ver con el asunto. Quizá, por su culpa también, yo
me había vuelto más insegura respecto a mi trabajo. Me sentía
menos anclada, como si se abriera el suelo bajo mis pies. Me pe168
Ajuste del continuo
dían respuestas, y yo era demasiado pequeña e ignorante para poder ofrecerlas. Ni siquiera María del Carmen, que tan importante
había sido en una época, me daba el apoyo y la fortaleza que yo
necesitaba. Notaba que estaba en una nueva fase de mi vida. Había ayudado a los demás durante un tiempo y, puedo jurarlo, lo
mejor que sabía. Pero entonces era yo la que iba a la deriva. Empezaba a cuestionarme mi trabajo e, incluso, mi vida.
Fue una transición suave, casi imperceptible. Por aquella época había empezado a tener contacto con “cenáculos” y reuniones
marianas. Duró días, tal vez semanas. El inicio fue mi conocimiento directo de los fenómenos marianos de Collejón de la Vieja, que yo apenas había tenido presentes hasta entonces. Me
acuerdo que Isabel me trajo un día un escrito en el cual la Virgen,
a través de Teótima, la vidente de Collejón, se manifestaba a los
creyentes. Fueron palabras que me llegaron a lo más profundo y
que empezaron a desenterrar antiguas emociones. Fueron para
mí el principio del cambio. Decían así.
Yo, María, la madre de Jesús, estoy viva y me preocupo por
todos vosotros. Mi mensaje va dirigido a todos vosotros. Mi
mensaje va dirigido a todos los hombres, a los no católicos para
que se conviertan y a los católicos para que vuelvan al camino
que abandonaron. Escuchad y prestad atención al mensaje que
os ofrezco a través del alma de esta mujer buena. Mi ruego para
todo el mundo es que inicie una transformación antes de que
todo sea demasiado tarde. Hay que recorrer este camino y pedir
que Dios llene su ser con una sensación de paz y plenitud. Mi deseo es que todo el mundo regrese a las lecciones espirituales de
antes. Estéis dónde estéis, seáis ricos o pobres, hombres o mujeres: tended vuestra mano al único Dios del universo, que es el
Creador de todo.
No dejaba de meditar estas sabias y claras palabras. Con inocencia, en su sencilla manera, la vidente conseguía infinitamente
169
Polvo de estrellas
más que yo tras tantos años de estudio. Me sentía muy humilde y
pequeña cuando leía aquellos mensajes.
Compartir este tesoro, hizo que mi amistad con Isabel y su
amiga Paz se hiciera más profunda e intensa. Precisamente, por
aquellas fechas, Paz nos invitó a Enrique y a mí a Campoamor,
una urbanización de Murcia muy elegante donde tenía una finca.
Allí tendría ocasión de hablar con ella de la vidente y de sus palabras, pues Paz la conocía bien. Además, me iba a presentar a
sus amigos. Me sentía contenta, pues iba a ver a personas con las
que hacía mucho tiempo que deseaba encontrarme.
Este mundo nuestro puede ser muy cutre a veces, pero también está metida la flor y nata de la sociedad. Aristócratas, diplomáticos, gente muy alta en la Iglesia, órdenes, hermandades. Paz
incluso va a Roma con regularidad. Tiene amistades allí, en el
clero más alto. Sin contar con que me ha dicho Isabel que tiene
una amiga que es íntima de la mismísima reina. Lo que oyes. ¡La
reina! Me da una envidia sanísima, de verdad. Vamos, yo no me
atrevo ni a soñar con que algún día me suceda algo así. Es que
Paz es una mujer superinteresante; muy especial.
Lo peor del caso es que Enrique se había empeñado en que
nos llevásemos a Quique con nosotros. Ya no nos peleábamos
tanto y, en las últimas semanas, daba la sensación de que podíamos hablar tranquilamente sin enfadarnos en nuestras veladas
después de la cena. Me sentía mucho más próxima a él, y para mí
que Shalimar estaba celosa: saltaba como un rayo en cuanto le
veía y no se quería separar para nada de mi lado si andaba por
allí. Tengo que admitir que Quique estaba cambiando mucho
también, que captaba por fin el “sustrato” del mundo en el que yo
me movía. A mí, nuestras conversaciones no me llevaban a dejar
de valorar ni un ápice los temas místicos o no materiales de la realidad externa, pero los iba viendo con una luz nueva.
Esto no significaba en absoluto que yo desease llevarlo con
nosotros. ¡Qué se le habría perdido a él allí! No tenía ocho años
y podía quedarse perfectamente solo el fin de semana. Además,
170
Ajuste del continuo
conociéndole como le conocía y sabiendo el tipo de ambiente que
se iba a encontrar, no me fiaba un pelo. No tenía la menor duda
de que podía meter jarana y dejarme mal. Desde luego, me las iba
a pagar si lo hacía; yo tenía mucha ilusión puesta en aquel viaje.
Pero Enrique ya se lo había dicho y lo había liado todo.
Pensé: «Le tengo que avisar bien avisado. Y a su padre también».
*
Habían decidido llevarme a mí también a un viaje que hacían
a Murcia. Un lugar del que Conchita nos había hablado varias veces. La verdad es que yo ya estaba un poco intrigado. Mi padre
no lo estaba en absoluto y se le daban una higa las amigas de su
mujer, sus fantasías y sus pretensiones místico/mágicas, que él
calificaba de forma muy predecible como cosa de la menopausia
en sus versiones pre y post.
Campoamor parecía un hito en la escalada iniciática y social
(o social e iniciática, quizá) de Conchita y estuvo exultante durante todo el viaje que hicimos en el 4 x 4 de mi padre, que se lo
tomaba como una visita al campo.
Para él, una visita al campo implicaba tonos caquis y verdes y
su eterno chaleco de cazador, ahora escasamente usado ante el escándalo y la alarma que Conchita exhibía en cuanto insinuaba la
posibilidad de ir de caza. Había llegado a sentirse culpable. Según
me dijo, se le había quedado grabado una vez que habían ido de fin
de semana a la casa del pueblo del padre de Conchita –sí, su padre
es de pueblo y, encima, ex guardia civil, aunque ella siempre dice
que es militar–. Le dio por llevarse la escopeta “por si acaso” y,
disparando contra lo que él creía que era “una paloma”, mató una
abubilla, que es un ave protegida, y su propia mujer le quería denunciar a la Guardia Civil, cuerpo al que pertenece su suegro y anfitrión que se opuso acaloradamente a ello. Para más agravio, los
viejos la disecaron y está encima de la chimenea de la casa para ad171
Polvo de estrellas
miración despiadada de los visitantes. Eso me ha dicho. Y que a él
también se le encoge el estómago ahora cuando la ve.
Conchita estaba ilusionadísima con su viaje. Me daba la impresión de que iba a algo así como a una puesta de largo. Su admirada amiga Paz la había invitado al corazón mismo –por lo
menos, uno de ellos– de sus aspiraciones. Pititas, duquesas y la
crème de la crème que dice mi padre, tenían allí residencia de verano. Conchita se había vestido con toda la parafernalia de alterne versión sencilla, como de retiro espiritual, que no de campo;
esto motivó una discusión entre mi padre y ella. Para mi padre salir de la ciudad era como ir de caza y se había empeñado en llevarse al perro –que, como es incompatible con Shalimar, está
desterrado en casa de un amigo que tiene una finca– y el Land
Rover. A Conchita le mortificaba que, siendo Enrique tan mundano y de familia tan “fina”, tuviera arrebatos tan garrulos.
Nos llevamos el Land Rover pero nada de perros y mi padre
fue instado a cambiar su chaleco cinegético por ropa sport tipo
inglés.
Conchita se quejaba por enésima vez de no jugar al golf, y se
lamentaba con amargura de que la iban a dejar de lado en Campoamor todas las mañanas.
–Te dije que nos apuntáramos al de Sant Cugat, que había
oferta –dijo mi padre.
Pero parece ser que tenía que ser El Prat y sólo El Prat.
La vaga impresión de mareo que sentía desde hacía días me
embargó durante aquel viaje de forma extraordinaria. Era una
sensación extraña, como de un vacío dentro de mí que iba creciendo. Me daba la sensación de poder ponerme a levitar en cualquier momento. A la vez, sentía unos deseos irreprimibles de soltar la risa tonta y temía que lo empezaran a notar. Desde luego,
sabía de sobra que esto me sucedía a causa de Conchita, de su
perfume, de sus espejos y de sus chakras.
Podía racionalizarlo perfectamente: iba mal follado. Mal follado era poco: justo no follaba. Esta parte de mi vida no era muy
172
Ajuste del continuo
espectacular. Objetivamente, sabía que era joven y guapo. Hacía
gimnasia, nadaba, jugaba al tenis (por lo menos en Madrid), pero
para llegar donde había llegado, o sea, a ser un pequeño cerebro
de la astrofísica (encima, en España), o sea, a tener un presente
malo y un futuro de hambre, había tenido que sacrificar mucho.
Entre ello, tiempo para las chicas.
Me encantan las mujeres y, no sólo estoy en plena forma físicamente, es que mi cuerpo anda por delante de mi mente en eso.
Por ejemplo: estoy tan abstraído por mis estudios y mis líos que,
de repente, en casa o simplemente sentado en el autobús, me doy
cuenta de que estoy caliente, que igual hace rato de ello y que no
sé si existe una causa objetiva, externa para ello. Algo que lo
haya provocado, una palabra, una falda corta, un olor corporal,
algo; una señal que no haya registrado, lo que sea. Y me siento
como me sentía entonces, justamente como entonces, en el coche, sin saber tampoco cómo cojones había llegado a ello justo
en aquel momento.
Sí, era patético pero, allí, en el asiento de atrás, estaba brutalmente empalmado y por las buenas; estaba tan etéreo, tan embriagado que, si no hubiese sido por la erección tremenda que actuaba
como anclaje, hubiera salido volando por la ventanilla. Ventanilla
que Conchita había tenido a bien abrir porque, como siempre, la refrigeración no funcionaba y «este coche es un trasto, Enrique».
El aire soplaba con fuerza y sus cabellos se alborotaban esparciendo unos elementos volátiles que me aturdían y embriagaban. Aunque no se han descubierto en los humanos más que posibles indicios de mecanismos activos de comunicación por
feromonas, tengo planeado para cuando muera dejar mi cuerpo a
la ciencia para que alguien se lleve un premio Nobel gracias a él.
El olor de algunas mujeres dispara lo más primitivo e instintivo
de mí de una forma tan extraordinaria que no tendrán más que
abrir y seguir la flecha. Con células de mi nariz y de mi cerebro
se fabricará el Viagra del futuro.
«¡Conchita, te voy a legar la patente!», pensaba yo, agazapa173
Polvo de estrellas
do en el asiento trasero como un mutante lúbrico y rijoso. Su aroma me mareaba y su pelo reflejaba la luz del sol en un juego de
tonalidades, en un espectro tan alucinante que lo que decodificaba, en vez de cifras, eran visiones de besos, gemidos, pechos duros, sexo húmedo y pozos sin fondo.
Parecía que, como el día en que descubrí que Shalimar era
más que una gata, la revelación me llegaba de las alturas y comprendía cosas extravagantes como por qué coño experimentaba
como un misterio insondable su curioso balanceo cuando caminaba o por qué me sentía especialmente miserable y capullo
cuando últimamente la veía pintarse las uñas de los pies.
También me parecía entender por qué cuando más tonta y absurda la veía más loco me volvía a mí y…
–Voy a echar la pota –dije mareado.
–Creo que dice que vomita, Conchita.
–Para, para, Enrique, que le tengo encima de mi espalda, por
Dios.
–Pero dónde, dónde, si no hay ni arcén aquí. ¡Espera, hijo!
Les di el viaje, pero fue sin querer
**
Fue un viaje espantoso: ¡tuvimos que ir en esa porquería de
Land-Rover! ¡Y Enrique vestido de Capitán Tan! Es que es un
caso, no le entiendo. Tanto apellido y tan aristócrata que se cree,
y te sale con cada una. Porque Enrique está convencido de que
tiene sangre noble en sus venas. «De la pata el Cid», le digo yo.
Un día, yo me partía de risa, Quique le hizo unos cuantos números y le desmontó todo el cuento. Me alegré un montón porque
siempre se estaban metiendo conmigo, aliados contra mí. Pues
ese día le tocó a él. ¡Já!, le estaba bien merecido. Allí o recibíamos todos o ninguno.
Está orgullosísimo de ser descendiente del duque de Montemayor, Enrique Espinosa de los Monteros y Sáenz de Braganza,
174
Ajuste del continuo
nada menos. Dice que fue virrey o valido del rey en el siglo XVIII.
No sé. El tatarabuelo de su tatarabuelo.
Pero Quique también tuvo algo que decir:
–La relación genética que puedas tener con un “tío” que vivió
hace trescientos años y con el que te llevas ocho o diez generaciones es más o menos la misma que con el señor Adolfo, el portero de tu casa.
–Pero qué dices, qué dices –le contestó ofendido.
–Sí, o con el chico negro que barre la calle. Con cualquiera.
Enrique no es racista-racista, pero tiene sus preferencias en
cuanto a linajes y razas.
–Yo, que trato de transmitirte esta tradición, esta historia familiar, este orgullo, y tú vas y… –farfullaba Enrique sin poderse
creer lo que estaba oyendo.
–Espera –dijo Quique. Y sacó el boli–. Mira: tus padres eran
dos; tus abuelos, cuatro; tus bisabuelos, ocho; tus tatarabuelos,
dieciséis; los padres de tus tatarabuelos treinta y dos; sus abuelos
sesenta y cuatro y sus bisabuelos, ciento veintiocho. Cierto que
pueden haberse dado matrimonios entre primos y hay familias
muy endogámicas. Pero en el momento que llegas a la época del
duque, puedes tener a varios cientos de personas con tanto derecho como él a reclamarte como su descendiente. ¿Por qué tendrías tú que reclamar solamente al duque como ancestro?
–¡Bueno! ¿Tú le oyes, Conchita? Es que vamos… –resoplaba.
En los últimos años, le habían salido unas venitas rojas en los
pómulos que se le ponían moradas cuando le sacaban de sus casillas. Como en aquel momento.
–¿Y si fueras descendiente del mozo de las caballerizas? –se
aprovechaba Quique, sin piedad–. Tenemos a una bella y fogosa
duquesa con el marido en la guerra. ¿Cómo sabes tú que no se beneficiaba al servicio cuando el duque andaba lejos?
Eso, ¿cómo? Ahí se puso al borde de la congestión. La verdad, no sé por qué le dio tanta importancia. Pero, mira, disfruté.
Vigilaba que no se saliese de la carretera, pero sin meterme en la
175
Polvo de estrellas
conversación. ¡Já! Por una vez, estaba él al otro “bando”, ya era
hora. Y muy merecidamente. ¡Al mozo de las caballerizas! Muy
bien. Por eso se viste de pena, sin duda, que cada vez pasa más de
todo. Si no lo impido, se pone el chaleco de ir a cazar. ¡Y llevarse ese trasto de coche! ¡Y el perro! Quería ir a buscar a Román,
con los pelos que deja por todas partes. A mí me gusta ese perro
pero Shalimar se pone de los nervios en cuanto lo ve. Además, él
necesita del campo, del aire, que es un perro cazador. Shalimar
sólo necesita de su casa, de su comida y de mis achuchones.
El viaje, aparte de alguna anécdota como ésta, se me hizo larguísimo. No funcionaba el aire y nos asábamos de calor. Quique
estuvo rarísimo todo el viaje. Se ahogaba y se acercaba a mi ventanilla. Sentía prácticamente su aliento en mi nuca y pasó algo extraordinario, de eso que no existe y sólo me pasa a mí. Esas coincidencias y misterios que sólo lo son para personas crédulas e
ignorantes como yo, ya sabes. Estaba, como he dicho, Quique casi
todo el rato pegado a mi cogote (qué fea palabra), ignoro si dormido o qué y, de repente, con un hilo de voz que nadie más que yo podía oír, empezó como a jadear las siguientes palabras:
–¡Santa María! ¡Santa María! ¡Santa María!
Yo me quedé helada. Hacía un calor mortal y yo me quedé
como un cubito de hielo. Bien, el chico no tenía manera de saber
qué significado podían tener para mí aquellas palabras, pero las decía de una manera… Yo no sabía qué hacer, ni cómo sacármelo de
la espalda. No me hubiera quedado más perpleja si me hubiera descrito exactamente cómo era yo desnuda. Había momentos que ese
chico me hacía sentir como si penetrase en mi mente. Posiblemente había un flujo telepático entre los dos. ¡Y con un escéptico!
Fue extraordinario lo que pasó; me dio el viaje. Al cabo de un
rato, tuvimos que parar porque quería vomitar. Un poco más y
me lo echa encima.
Llegué a Campoamor en un estado de alarma total. “Atacá”,
que dice una amiga mía.
176
Ajuste del continuo
*
Cuando llegamos a nuestro destino exclamé: «¡Qué pasada de
parador!». Pero no era un parador, era la casa.
–Pórtate bien –me advirtió Conchita.
Si estaba allí era contra su voluntad. Lo último que quería era
tenerme allí con ellos, aunque viste mucho que sea astrofísico y
que hable tan bien inglés. Tenía miedo de que la comprometiera:
no tengo el talante adecuado para un lugar así y no está hecha la
miel para la boca del asno. Y, además, tenía razón en desconfiar:
yo sabía que me iba a portar mal. Necesitaba algún tipo de sucedáneo para el sexo violento que, más claro el agua, cantado que
no iba a tener.
Un filipino intentó coger mi maleta y yo me negué diciendo
que podía yo mismo. No soporto el esclavismo. La señora de la
casa era muy bella y distinguida, frase de mi padre, que les perdona la vida a todas. Era una mujer madura con hijos de mi edad
y mayores que yo. Nos recibió con mucha simpatía (trátame de tú
por favor) y nos condujo a la zona de invitados explicándonos
donde ella había proyectado al principio acomodar su propio dormitorio, por la espléndida vista desde la terraza. Pero, pobrecilla,
no pudo hacerlo porque sabía que jamás lograría dormir tan cerca de una inoportuna torre de alta tensión que estaba como a cincuenta metros, un poco más allá de los lindes de la propiedad.
Era tremendamente sensible la señora aquélla. Demasiado miedo
era aquél. No creo que te vengan más de cincuenta hertzios si te
pones debajo, ya ves.
Yo comenté que nunca se había probado que fueran realmente perniciosas para la salud y que ni mucho menos uno pueda,
con datos objetivos, y más estando tan lejos, ver alterado su sueño por ellas. Pero todo lo que recibí fue una sonrisa indulgente
por parte de ambas damas. Supe que, a partir de aquel momento,
iba a ser el científico, o sea, ese ser que no se entera de nada a
causa de alguna tara en su sensibilidad y una consecuencia triste
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Polvo de estrellas
de su profesión, que tiene unos efectos tan perversos como la maléfica torre como mínimo.
–Muy sensible, pero a los invitados nos pone con vistas a la
torre –protestó mi padre
–Imagino que ese señor que le hace el feng-shui (tiene un señor que le hace el feng-shui como a Conchita) no quiso ni entrar
en esta habitación –me uní yo.
–Sois muy poco educados y muy poco agradecidos. Además,
alguien tiene que ocupar esta parte de la casa, y lo normal es que
la ocupe la gente de paso, que tiene menos posibilidades de sufrir
una mala influencia de forma continua. Me parece muy razonable, ¿eh?
Se estaba enfadando. No éramos la clase de coro que ella hubiera querido llevar. Lo entiendo muy bien. La gracia del asunto
es que, como había muchos invitados y a mí no me esperaban, se
decidió que el chico durmiera con ellos en un plegable. ¡Hala!,
venga plegables.
Y a mí no se me quitó de la cabeza desde que lo oí.
Luego, más tarde, nos duchamos, nos pusimos lo que Conchita quiso que nos pusiéramos y fuimos hacia el salón donde otros
invitados ya estaban tomando una copa, haciendo tiempo para la
cena.
No había nadie de mi edad. Ni siquiera de la edad de Conchita. Entre mi padre que es mayor y entre que ella sigue la estrategia de hacerle la pelota a las señoras bien, generalmente viudas,
separadas o meramente “distanciadas”, que se entregan a sofisticados desvaríos paranormales, siempre va con gente mayor que
ella.
Los invitados eran variopintos:
–¡Hombre, el famoso padre Pelón! –dijo mi padre dirigiéndose directamente a un cura con sotana, jesuita, según me dijo por
lo bajo, que estaba sentado displicentemente en una butaca.
Mi padre no lo había visto anteriormente en persona, pero
desplegó el encanto mundano que le ha hecho famoso y que le
178
Ajuste del continuo
lleva a meterse a la gente en el bolsillo a base de autoridad profesional con mezcla de campechanía rural. Él siempre ataca primero tratando a todo el mundo de tú y siendo exquisito con las
señoras.
El padre Pelón, que yo había visto alguna vez por televisión,
era un cura con mucha cara que iba a su aire, experto en radiestesia y otras cuestiones paranormales. Un fulano que insistía en
que la policía suele solicitar ayuda de él y otros videntes para encontrar desaparecidos. Sé de buena fuente que la policía nunca
pide ayuda a estos farsantes. Si les hace caso alguna vez es porque tiene la obligación de atender cualquier información que les
proporcione un ciudadano. Este personaje era un habitual de la
casa y había casado y bautizado a media familia de la señora Paz.
Aparte del filipino uniformado, ahora se dejó ver un nativo murciano, también uniformado, sirviendo copas con guantes blancos.
Me presentaron a una pareja madura en la que él era químico,
según me dijeron. En realidad, me enteré luego, había estudiado
peritaje químico en su juventud y no se dedicó nunca a la química, pero me saludó efusivamente alegrándose de tener a otro
“científico” como él el fin de semana. Había un señor que venía
solo: un médico medio pariente de Paz. Y dos mujeres más y un
hombre, todos ellos grafólogos, vete tú a saber el porqué de tanta concentración de ellos.
Conchita estaba feliz. Paz le había dicho que por la mañana le
presentaría a unas amigas suyas y que, aunque no jugase, podía ir
al golf con ellas, que no iban a jugar todos los hoyos y que se estaba muy bien tomando el sol en la terraza de la casa-club. Estaba implícito que mi padre y yo nos íbamos a quedar abandonados
a nuestros medios mientras tanto; perspectiva que le llenaba de
satisfacción a él y que a mí me sumía en una cierta desazón, ya
que no dominaba mucho el asunto del campo y no quería que
Conchita se fuera.
Cómo no, para romper el hielo, tocaron el tema del horóscopo. Resultó que, de los diez, cuatro eran Aries y dos de los Aries
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Polvo de estrellas
encima habían nacido un 16 de abril. ¡Menudo alborozo! Naturalmente, no podía ser casualidad. La mujer del químico dijo algo
de las claras señales de no sé qué cambio de era. A nadie le importó que yo dijese que era Ofiuco, y se lo tomaron como una extravagancia de criatura. Cuando descubrieron que tenían un montón de conocidos comunes fuera de España casi se corren de la
satisfacción. ¡No podía ser casualidad, tampoco! ¡Qué extraordinario!
–Hay una teoría –dije en tono seco–, que se llama “de los seis
puentes”. Según el llamado Fenómeno del pequeño mundo, cualquiera de nosotros, de promedio, está separado únicamente por
seis “puentes” (un conocido que conoce a otro que conoce a otro
que…) de cualquier persona.
Me miraron con relajada curiosidad, echándose vistazos comprensivos los unos a los otros y esperando educadamente que yo
acabase con aquella aburrida historia. Yo no me dejé desanimar y
proseguí.
–Se hizo un experimento muy interesante en los años sesenta
en el que un investigador envió una carta a varios residentes de
una ciudad de Nebraska escogidos aleatoriamente. En ella les pedía que enviasen la carta a residentes de Massachusetts con la
única condición de que fueran conocidos suyos. Éstos, a su vez,
debían enviarla a otros conocidos de modo que al final le llegase
a él la carta de vuelta. El número medio de pasos fue seis y es el
famoso concepto de los “seis grados de separación”, que sin duda
ya conocen.
Y una mierda lo conocían. Aquéllos no leían mucho más que
la revista Karka. Mi público bostezaba sin disimulo, aprovechaba para ir al baño o para servirse más bebida. Estaba claro
que deseaban pasar a cuestiones más estimulantes. «¿Ah, sí?»,
decían. O: «Vaya, fíjate».
Lo que más me molestó fue que me tratasen como a un criajo.
En aquellos momentos, yo ya había decidido llamar la atención
de Conchita, aunque fuera fastidiándola. Es más, quería especial180
Ajuste del continuo
mente fastidiarla. Así que comenté que me parecía muy extraño
que alguien que presumía de ser químico ignorase de una manera tan flagrante lo más básico en física, matemáticas y cálculo de
probabilidades como para dar apoyo a pseudociencias tan ridículas como la astrología, y no digamos encontrar tan milagroso que
en una reunión varias personas coincidan en la fecha de su cumpleaños o que tengan amigos comunes en otros países. Que no
había nada de lo que habían dicho hasta entonces que no se explicase sin tener que recurrir a milagros.
Diez pares de ojos me miraron con diversos grados de reprobación. Un par en concreto, con mucha reprobación y otro par
con falsa reprobación. Alguien dijo aquello de que la astrología
era una ciencia con más de tropecientos años de antigüedad y
otro que cómo explicaba yo que todos los Aries tuvieran rasgos
comunes. El químico se apresuró a manifestar que él era el primero en exigir pruebas rigurosas y científicas de cualquier cosa y
que estaba demostradísimo que la astrología era una ciencia. De
golpe, me vi en medio de un buen tiberio. Los grafólogos, como
urracas, coreaban lo de que “hay que abrir la mente”.
¡En menuda olla de grillos me había metido! Mi intención era
contraatacar y decirles aquello que me gusta tanto de que “no es
lo mismo tener la mente abierta que…”, pero Conchita estaba tan
desolada que lo dejé correr.
Empezó entonces otra curiosa pantomima. El médico, que venía solo, extrajo a una señal de doña Paz una carta con una firma.
Por lo visto, tenía mucho interés en que los grafólogos le ayudasen a aclarar, o, como me di cuenta enseguida, a corroborar ciertos prejuicios que sentía por la autora de la firma, que, previsiblemente, al final resultó ser una ex esposa de cuya fidelidad,
durante su matrimonio con ella, dudaba.
La unanimidad en el diagnóstico fue absoluta. Estaba en el aire
que se estaba juzgando un caso de adulterio. Teníamos una especie
de “prueba de Dios”. Hasta un ajusticiamiento en efigie, vamos. A
los grafólogos les faltó tiempo para detectar toda clase de vicios en
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Polvo de estrellas
la autora de aquella firma. No sólo veían claramente que era una
persona muy egoísta quien había firmado aquello, es que también
precisaron que “había tenido por lo menos tres amantes”.
Me pareció indignante todo aquel oscurantismo revanchil
contra una persona que no podía defenderse, y no sólo porque no
estaba presente, que en estos casos es lo de menos, y la elegancia
esta gente se la pasa por el forro cuando conviene, sino porque
¿cómo puede defenderse uno ante argumentos de tal irracionalidad? Si hubiera estado allí, dijera lo que dijese, no habría habido
apelación posible: la firma decía eso, tres grafólogos estaban de
acuerdo y ella siempre mentiría. Para esta gente la prueba no recae en quien afirma algo de alguien, como en este caso. La pobre
víctima hubiera tenido que demostrar que no mentía. ¿Y cómo
demuestra uno que no ha hecho algo?
Justamente ahí, en este tipo de farsas, estaba la esencia misma
de lo que yo más detesto: la indefensión ante la irracionalidad y
el fanatismo, ante la prepotencia de los que afirman tener un poder o un conocimiento que no puede humanamente demostrarse.
El poder del que nigromantes, tiranos e iglesias han abusado tanto en la mísera historia de la ignorante soberbia.
Pues no me callé. Y todo esto que acabo de decir se lo dije a
ellos con éstas o peores palabras. Mi padre salió con su vena de
abogado dando detalles que no venían al caso y Conchita diciendo que nadie acusaba a nadie de adulterio, faltaría más, sino que
podrían haber detectado en la firma alguna deslealtad. ¡Por favooooor! Todo vomitivo, qué gente tan espantosa. A Conchita se
le iba de nuevo la olla con aquellos chorras. La odiaba.
A partir de aquel momento, el grupo me dejó de lado y sólo se
dirigía a mí para perdonarme la vida. La señora de la casa no dejaba de decirme que ella había estudiado mucho estos fenómenos, que llevaba años en ello y que, aunque había mucho fraude
y ella era la primera en denunciarlo y que me daba la razón en
parte, sabía distinguir muy bien entre lo que era real y lo que era
un cuento.
182
Ajuste del continuo
Mucho debía estudiar la señora: camino del comedor para la
cena, eché un vistazo a la biblioteca donde la señora estudiaba.
Autores poco exigentes en sus “investigaciones” y una buena colección de revistas como Karka o Más Pallá me daban una idea
del nivel de estudios de la distinguida señora. Varios de ellos tenían como autores ¡al padre Pelón y al mismísimo químico! ¡Se
leían entre ellos! Era el colmo.
Mi posición inmisericordemente minoritaria (y bastante de alcohol en sangre) les había envalentonado y mi cena transcurrió
entre tal orgía de esoterismos y disparates pseudocientíficos que
daban ganas de gritar. Un grafólogo se explayaba con los ovnis y
con los misterios del cosmos:
–¡Cuánto me gustaría ver uno! –decía–. Cuando voy conduciendo y hay niebla pienso: «Mira que si se produjese ahora un
salto en el tiempo y apareciera en México».
Brutal, qué nivelazo. Me daban ganas de enviarlo a México
de una hostia. Y el peor de todos era el otro científico: cada vez
que yo intentaba rebatir alguna cosa, me daba la razón en plan
pelota, pero añadía alguna coletilla que salvaba de la quema algunos casos extraordinarios. Para qué seguir. No tenía ni dinero
para largarme ni deseos de perderme lo que fuera a ponerse la estúpida de Conchita para dormir. En el patio de atrás de mi cabeza había algo así como una oscuridad bendita, el perfume de la
noche serrana y, tal vez, el excesivo calor de agosto que, sin darte cuenta, hace apartar las ropas de cama.
–A mi marido le regalaron una cabeza egipcia réplica de las
originales –ésta que hablaba era Conchita, con una nueva historia mágica de las suyas–. Era realmente hermosa y le encantó,
pero en cuanto yo la vi, sufrí un rechazo enorme y supe, al instante, que había algo muy negativo en ella. La colocamos en el
salón ymuy pronto tuvimos una racha rarita. Nada salía bien, las
cosas no cuajaban sin un motivo claro, todo se retrasaba, se enturbiaba. Y, el colmo de los colmos, pusimos parquet en una zona
donde no pasaba ninguna tubería, no había desagües y no podía
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Polvo de estrellas
aparecer humedad. Además era verano y hacía calor. Pues inexplicablemente el parquet (entonces teníamos parquet) se levantó
cinco o seis veces. Los albañiles estaban como locos. No conseguimos averiguar el motivo de aquel desastre. En pleno verano
tuvimos que secar aquella humedad con calefacción. Yo estaba
segura de que aquella cabeza y sus funestas energías eran las causantes, así que la puse de cara a la pared. Poquito a poco los percances fueron aminorando. Un día vino a casa una amiga y se
quedó prendada de la cabeza egipcia. Le dije que se la regalaba,
advirtiéndole de los problemas que causaba. Me dijo que eran
bobadas y se la llevó. Poco después me llamó para contarme lo
que ya sabía. En su casa surgían mil pequeños inconvenientes,
pero se negaba a admitir que fuera por la influencia de aquella
cabeza maldita.
–Es que hay objetos cargados con malas energías y quienes
los poseen pagan las consecuencias –añadió alguien.
–Pero esas energías perversas pueden purificarse con la buena energía propia y con el fuego, la sal y los colores –metió baza
el químico–, pero a veces no es suficiente y hay que acudir a los
expertos…
–Eso se llama “fenómenos de agua” –se oyó decir a doña Paz.
–¿Fenómenos de qué? –dijeron un par de voces.
–De agua, de agua.
Yo estaba puzzled, no entendía de qué hablaban.
–Que le contaba a Conchita que en esta casa suceden extraños
fenómenos relacionados con el agua. Como lo de tu parquet.
–Fenómenos de agua –insistió satisfecho el químico, encantado de tener el tema tan localizado.
–Yo tendría miedo, Paz –dijo Conchita dando coba.
–Ay, hija, una se acostumbra y vive con ello.
–¿Y dices que en el sofá? –preguntó el químico.
–Sí, sí, en el sofá una vez también. Tu mujer es testigo. Hasta
se subió a una silla para ver mejor el techo.
–Sí, es verdad. Estaba aterrorizada yo. Y en el techo, nada.
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Ajuste del continuo
–Como si hubieran echado un vaso de agua; y en la casa, yo
estaba sola –se estremeció nuestra anfitriona.
–Ya sería un gato –dije yo, pero mirando al filipino que servía
la mesa, inescrutable como un ladrillo.
–Pues mira, “escéptico”, yo no tengo por qué darte explicaciones pero, una vez, vinieron del súper con una caja de Vichy y
al chico que la llevaba al hombro, de repente y conmigo delante,
le estalló una de ellas. Así, de golpe. Se quedó de piedra. Y sin
haberlas tocado. Chorreando se quedó. Yo le dije: «No te preocupes, que no es culpa tuya».
–Dios mío –exclamó Conchita, y mi padre se la quedó mirando con interés.
Yo también me la quedé mirando con interés. Estaba realmente fascinada con los fenómenos de agua. Hasta yo estaba fascinado. Estábamos la mar de a gusto fascinados; que no decayera. Fue entonces cuando se empezó a cocer el plan. Aunque yo
era vagamente consciente de ello.
**
Las vueltas que di aquella noche sin poder dormir. Me había
impresionado mucho lo que oí en la cena. Especialmente, los sucesos misteriosos que le habían tocado vivir a la pobre Paz. En su
casa sucedían “fenómenos de agua” y me había impresionado.
Lo que más me admiraba de ella era con qué talante tan sereno lo
asumía todo. Cuando explicaba estas cosas me recordaba una
santa. Qué paz en su mirada, qué sabiduría. Esos ojos tan claros,
esa frente despejada, esa nariz tan recta. Su rostro lo decía todo.
¡Y aún se burlaba Quique de José Luis! ¡Qué sabría él!
Y qué bien tenía montada la casa. Ese estilo entre barroco y
rústico, con tapicerías con grandes estampados de flores y frutas
en tonos apagados, es lo que queda mejor en el campo. Es una
mujer con gusto. Y qué anfitriona tan magnífica. Qué bien lo tenía todo organizado; qué clase la suya.
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Polvo de estrellas
Me habían gustado mucho sus amigos. Ya había oído hablar
de ellos, pero no los conocía personalmente. Quique se había pasado mucho. Conste que algo de razón tenía. Quizá sí que era un
poco injusto el asunto de la firma y los grafólogos. Un invitado
que era médico había traído una carta de su ex mujer y los grafólogos habían dado su opinión. Paz me había asegurado que, si
bien era cierto que el doctor se separó de su esposa por cruzarse
una tercera persona, los grafólogos, al principio, no tenían ni
idea. Que esto de que “estaba en el aire” lo diría Quique, pero que
ella ponía la mano en el fuego por sus amigos. Que si veían algo,
algo habría, que de su competencia y profesionalidad ella daba
fe. Que era un chico extraño y agresivo y que su padre tendría
que tomar alguna medida, pues podía resultar grosero. Que si ella
decía que en esta casa pasan cosas extrañas, lo decía por algo. Y
que ella no tenía ninguna necesidad de convencer a nadie.
Toda la razón. Las cosas habían ido ya un poco lejos. Quique
no tenía la culpa, de todas formas. Se había criado sin padre y sin
autoridad. Y era una pena porque era buen chico. Cuando le conocías un poco, no era tan prepotente. Te dabas cuenta de que era
alguien que estaba solo y sin rumbo.
Todo esto me tenía preocupada y me costaba dormir. Me sentía excitada y, a la vez, entre amigos, entre los míos. Quique
siempre me hacía sentir insegura, pero estando con gente inteligente y culta como aquélla me daba cuenta de que la única equivocada no podía ser yo.
No paraba de dar vueltas y más vueltas, menos mal que Enrique y yo dormíamos en dos camitas separadas; hubiera acabado
despertándole. A veces me pasa. La noche siempre ha sido muy
especial para mí: tengo el sueño ligero y a veces me despierto sobresaltada con la sensación, casi palpable, de que me están mirando. Sé con seguridad que a nuestro alrededor hay muchos
misterios que no queremos ver, a veces por temor. Cómo los fenómenos estos de agua y muchas más cosas.
Yo prefiero saber. En mi casa, la que tuve cuando acabé con
186
Ajuste del continuo
Álvaro, hubo una presencia benigna. Me di cuenta de lo que pasaba porque en una de las habitaciones había algo que impedía
dormir bien. Cuando instalé allí la cama para cuando venía mi
madre, seguía sin estar tranquila y traté de limpiarla para solucionarlo. Después de varios intentos llegué a un acuerdo con
aquella presencia. Se quedó a vivir dentro de una cajita de música que me enviaron por mi cumpleaños. Llegó de una forma un
tanto extraña, sin tarjeta, cosa que me sorprendió y me intranquilizó, no sólo por el hecho de no saber quién me la enviaba, sino
porque percibía en ella una sensación de amenaza. A todo el
mundo le encantó, pero a mí me inquietaba. Al final la presencia
se instaló en la caja y se fue tranquilizando. Creo que acabó marchándose, porque las cosas volvieron a la normalidad.
Sé que estuve largo rato dando vueltas y más vueltas en mi
cama pensando en la noche, lo misterioso y esas cosas. Y para
mí, que la torre de alta tensión tenía también algo que ver. Me parecía que la oía, zizz, zizz, así, todo el rato, como de fondo. Tanto
Enrique como Quique estaban como ceporros. Enrique, porque
no es realmente una persona sensible, esto está claro. Con todo lo
que tiene que ver con la religión, lo mismo. Cree y no cree. Para
mí que hace que se interesa, pero qué va. Y creyente, lo es, si no,
no llevaría tantas medallas colgadas del cuello. Especialmente
una que le regaló su ex mujer, de san Enrique, que un día de éstos se la tiro. Quique dice que no me confunda, que más que católico, es supersticioso en general, que lleva las medallas igual
que no quiere pasar por debajo de una escalera. Eso opina.
Pero bueno, me centro. Decía que estaban los dos dormidos.
Quique estaba tan dormido que, el pobre, me sabe mal decirlo,
estaba en la cama totalmente destapado abrazado a la almohada,
y porque no quise mirar mucho, que se le veía todo. Pues eso que,
de repente, una sensación extraña y me despierto (al final, parece
que me había quedado algo traspuesta).
Me sucedía algo extraordinario. Yo estaba medio dormida y
notaba aquella sensación como de fresco y, con el aire de la ven187
Polvo de estrellas
tana abierta, más bien de frío y… de húmedo. Sí: sentía frío y humedad en el pecho. Aún no estaba consciente, pero supe enseguida qué había pasado. Era una seguridad pasmosa, y sin haberlo
comprobado aún físicamente. Lo sabía pero no me lo podía creer;
pensaba que era parte del sueño.
Terror, terror fue lo que sentí cuando me di cuenta de que estaba empapada. Si no grité fue porque aún creía que dormía y me
daba vergüenza que se rieran de mí. Me levanté y me fui temblando como una hoja al cuarto de baño. Ni siquiera pensé en ponerme la bata. No daba pie con bola; tropecé incluso con la cama
de Quique.
El baño estaba a la entrada de la suite, entre la habitación y la
salida a la terraza. Entré, abrí la luz, me miré en el espejo y vi
todo mi pecho transparentándose bajo mi camisón por efecto del
agua.
Pero vi algo más. Aún lo recuerdo y revivo el pánico. Como
en una pesadilla, se me ha borrado la secuencia exacta de lo que
pasó. No sé si vi primero mi barra de labios perdida tirada en el
lavabo, el escrito naranja en el espejo o a Quique detrás de mí en
la puerta del baño. Sé que fui a gritar y que él me puso la mano
en la boca. Se había despertado al pasar yo y darle un golpe en la
cama. Parecía muerto de sueño y abría unos ojos como platos, tan
sorprendido como yo. Se quedó atónito cuando leyó el escrito en
el espejo y vio la cruz pintada en su propio pecho. Yo le miré con
terror. Él rápidamente me abrazó y me llevó a la terraza para que
tomase el aire.
Cuando empecé a besar su pecho llorando, a él, de repente, se
le cambió la cara y me apartó diciéndome:
–No hagas eso, Conchita, perdóname por favor, perdóname.
*
¡Que mal rollo todo! Nunca me había sentido tan hijo de puta.
No entiendo cómo pude hacerlo. Una mezcla de hormonas en
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Ajuste del continuo
efervescencia y un empacho de disparates paranormales. ¡Pobre
Conchita! La verdad es que le hice pagar a ella la frustración del
acorralamiento que sufrí durante aquella cena. Quería que viviera
ella también una experiencia paranormal. Mezclado con la excitación de compartir la habitación con ella, me pareció una buena
idea. Tal vez estaba bebido, aunque creo que es una excusa.
Estaba colgado de ella, eso es. La palabra es colgado. Hacía
tiempo que no estaba con una mujer y ella estaba muy cerca. Una
especie de fijación por proximidad. Porque ella, gustarme, de verdad de verdad, para nada. Me repateaba la mayoría de las veces.
No era mi tipo. Muy guapa, pero no me hubiera acercado a ella en
un sitio de copas, por ejemplo. Bueno, creo que no. En fin, no sé.
Estaba todo mezclado. El psicoanálisis no tiene nada de ciencia ni
me interesa, pero eso del complejo de Edipo igual tiene sentido.
Perdí un poco los papeles. No valoré el factor hormonal.
No estuvo bien lo de Campoamor. No sé cómo se me ocurrió
la inocentada. Se la merecía, seguro, pero luego me sentí tan mal
que casi me vengo abajo. Fue un poco infantil. Si haces algo, lo
haces. Tendría que haber mantenido la broma. Al fin y al cabo
hubiera sido un punto en los curriculos de las señoras. Un nuevo
fenómeno de agua en la casa. ¿Y lo del mensaje en el espejo?
Brutal: «Besa la cruz». Una idea brutal. Mojarla con agua tibia
fue una de las mejores bromas de mi vida.
Una de las más arriesgadas, también. A ver que hubiera dicho
mi padre si se despierta y me ve vertiéndole a Conchita, que estaba sobando como un leño, el agua tibia de un vasito de plástico. Cuando Conchita –qué crédula es, la pobre– empezó a besarme el pecho casi me vuelve loco. Y es que yo soy gilipollas; a
saber qué hubiera pasado si la dejo seguir. Pero no, me tuvo que
dar pena. Estaba tan furiosa que no le salían las palabras. Por
suerte me la llevé a la terraza, y al otro lado de la casa no nos
oían.
–¡Cómo se te ha ocurrido! ¡Cómo se te ha ocurrido! ¡Se lo
voy a decir a tu padre! –me decía fuera de sí.
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Polvo de estrellas
–Era una broma, perdona, de veras que era una broma. Es que
no me pude resistir.
–Tú eres un cerdo, ¿eh? Que tu padre no se ha dado cuenta,
pero yo sí. Que yo te he visto venir, que no soy tonta.
–Que no, que no. Es que me habéis puesto de malhumor allí
dentro. Que os reíais todos de mí. Mira, oye, no te enfades: fue
una inocentada inocente. De veras, Conchita.
–De inocentada, nada ¿eh?, y eso de “besa la cruz”, ¿eh?, ¿era
inocente eso? ¡Eres un chico vicioso y retorcido!
– Oye, que no, que no era eso. Que era broma. Ya ves que no
te he dejado besarme más que un poco.
–¡Ni un poco ni nada! Te creerás que no me he dado cuenta
enseguida de la broma. ¡Yo no te he tocado a ti, cerdo!
Estaba tan indignada que me asustaba, nunca la había visto
así; y me sentía miserable por tanto “cerdo” como me decía.
–¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo! –escupía. Tenía un fulgor de furia
en los ojos que no le había visto jamás.
En vez de aguantar, de reírme de todo, notaba que me descontrolaba. Tartamudeaba y me sentía como un menesteroso que
roba unos mendrugos de magreo a la mujer de su padre. Algo medieval, tercermundista, casposo. Un buitre, una hiena, un carroñero. En una palabra: un cerdo. Tenía razón ella.
¡Qué mala idea! Estaba casi acojonado. Todo me daba vueltas
y me senté en un rincón del suelo con la cabeza entre las rodillas.
No sabía qué decir, así de estúpido estaba.
–¡Ahora hazte la víctima! ¡Aún vas a llorar y todo! –exclamaba sin piedad.
Yo no decía nada. Es que no podía.
–¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Eh? ¡A ver, dilo! –insistía.
–Que ya te he dicho que era broma. Pero no importa, oye. Ves
y díselo a mi padre, ya me da igual.
– ¡Idiota, eres un chico idiota! Te crees muy superior y eres un
crío. Un crío con mala idea.
–¡Ves! ¡Ves y díselo! Acaba ya –dije. Ya no aguantaba aquello.
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Ajuste del continuo
Me miró, rabiosa, desde arriba. Pareció por un momento que
se iba a buscar a mi padre, pero se lo pensó mejor. Miró a la casa,
dudosa, dio varias vueltas por la terraza y, al final, se sentó en el
suelo también. Se puso a un metro de mí, agitada y ceñuda, en un
silencio inquieto que duró poco.
–¡“Besa la cruz”! ¿Pero tú qué te piensas? ¿Será posible? ¿Y
por qué no te la besa tu madre, la cruz? O tu novia, guapo.
–No era ésa la intención, oye. Eres una malpensada. Además,
no tengo novia.
–Pues a ver si te buscas una, que estás siempre metido en casa
y eso no es normal.
Me dolía que me reprochara que estuviera siempre en su casa.
Me sentía rechazado y despreciado. Yo pensaba que estaban a
gusto conmigo y resultaba que no, que les estorbaba cuando iba.
Bien, yo tampoco les necesitaba. Había vivido siempre solo y podía seguir haciéndolo.
–Ya no iré más. Os dejaré tranquilos y no me volveréis a ver.
–Tonto, más que tonto. ¿Acaso no ves que te estás portando
como un niño mimado? ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo te dan estos
ataques? ¿Estás chalado o qué?
Estaba adoptando un tono más conciliador. Peligrosamente
maternal, incluso. Y no le iba nada. Es que la perdía la compasión. Yo empezaba a relajarme. No era tan cretina después de
todo. Otra más loca va a buscar a mi padre y se arma.
Nos quedamos en silencio. Sólo la oía a ella que jadeaba aún
del disgusto. No había luna, estaba muy oscuro y soplaba una brisa cálida y con olor a hierbas desde el bosquecillo de enfrente.
–¿Pero qué te pasa a ti? –repetía.
¡Y dale con lo que me pasaba! ¿Qué le iba a decir? ¿Qué me
ponía caliente?
–Nada, de verdad. Que no conozco a casi nadie en Barcelona.
Será eso.
Con la mano, me limpiaba la cruz color naranja que llevaba
en el pecho, como para borrar lo sucedido.
191
Polvo de estrellas
–Eso, quítatela. Para cruz, la que tengo contigo. No tienes ni
idea de lo insoportable que eres… Qué idea…Ya ves…
Seguía murmurando cosas, irritada, mientras yo continuaba
con la vista fija en el suelo esperando que amainase.
–Pues sí qué… Estamos buenos… Anda que…
Ella continuaba con lo suyo, pero cada vez menos. Respiraba
profundo, pero se iba calmando. Nos quedamos bastante rato callados y tensos, metabolizando lo que había pasado. Francamente, era un estorbo en su vida. De improviso, había llegado yo y no
le daba más que disgustos. Y era buena chica. No era mi estilo,
pero era una tía estupenda. Y no cabe duda que había intentado
que nos llevásemos bien. Había sido siempre muy cariñosa. No
todas las madrastras se tomarían tantas molestias. Además de
guapa, era una buena tía. ¿Qué más me daba si creía en eso o en
lo otro? Me sabía mal por ella y era una cuestión de principios,
pero ¿valía la pena mi “cruzada”?
Me daba igual cómo fuera, quería ser su amigo y ya está.
Siendo la mujer de mi padre, no había otra opción, además.
Me enternecía verla tiritando a mi lado. Súbitamente, se estremecía y su camisón blanco refulgía, mórbido, entre las sombras. Era una noche oscura, negra, negrísima. De la espesura,
frente a nosotros, surgían gritos de pájaros nocturnos y croar de
ranas. De tanto en tanto, nos mirábamos por el rabillo del ojo sin
saber qué hacer. Transcurrió un rato que se hizo eterno.
De improviso, exclamó señalando arriba:
–¡Ooooh!, ¡mira!
Alcé los ojos y aún alcancé a ver la estela de una estrella fugaz cruzando todo el cielo. Era una estela espléndida. En la noche sin luna, dejaba un rastro de purpurina casi de lado a lado.
Y luego otra y otra.
¡Perseidas! No me acordaba. El año pasado, por estas mismas
fechas, estaba de observación con los amigos de la Asociación
Astronómica. Estaban en su apogeo.
–¡Son Perseidas! Estamos en los días de máxima actividad.
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Ajuste del continuo
–¡Mira, mira! –dijo ella de nuevo.
Estaba embobada mirando al cielo. Aparentemente, ya se le
había pasado el enfado. Con la cabeza girada hacia arriba, abría
la boca y señalaba entusiasmada cada nuevo meteorito.
–¡Qué barbaridad! Nunca había visto tantas estrellas fugaces.
La verdad es que era cierto, yo tampoco. Parecía que nos hubiesen preparado un festival de fuegos artificiales para nosotros
solos. Era una pasada. A mí me han fascinado siempre, desde pequeño. En casa de mis abuelos, en el campo, subía a la azotea por
la noche cuando se suponía que tenía que estar durmiendo, y pasaba horas observando el firmamento. Con la ayuda de mapas y
de una linterna con un filtro rojo, me aprendí casi todo el cielo.
Las estrellas fugaces eran como un premio especial, uno de los
recuerdos más bellos de mi infancia. Creo que estudié astronomía por ellas.
–Son restos de un cometa, ¿sabes? Cada determinado tiempo,
la Tierra pasa por el lugar donde se desintegró y caen sobre ella.
Esto que ves son pequeños fragmentos que arden al entrar en la
atmósfera.
Conchita estaba muy atenta a lo que le estaba explicando.
Más que atenta: concentrada.
–A mí siempre me han impresionado mucho el cielo, las estrellas, esas distancias, ese misterio.
–¿Sí? –dije animado por la coincidencia.
–Por eso estudié astrología, para comprenderlo mejor –añadió.
Pues nada. Resulta que estudió astrología por eso, para “comprenderlo mejor”. Sí que estábamos buenos ¡Astrología para
“comprender” el cielo! ¡Joder! ¿Y qué podía decir yo ante tamaña revelación? En peor forma no podía estar. No me quedaban
ganas de discutir, era cosa de aguantarse. Ya me daba igual.
Buscando la parte buena, desde cierto punto de vista, nos
emocionaba lo mismo. Llegábamos por sendas diferentes, eso sí.
¡Joder qué diferentes! Lo encontraba insultante, pero mira por
dónde, en aquellos momentos, hasta tierno y todo.
193
Polvo de estrellas
No me preguntéis por qué.
–Bueno… bien… Es sobrecogedor, sí. ¿Sabes? Isaac Asimov
lo ilustra de una manera espectacular. Dice que el universo es
como un grano de arena situado en el centro de una habitación
vacía de treinta y cinco kilómetros de longitud, treinta y cinco kilómetros de altura y treinta y cinco de anchura. Pero, al mismo
tiempo, es como si este grano de arena estuviera pulverizado en
mil millones de millones de millones de fragmentos, ¿sabes?,
que es precisamente el número de estrellas que hay en el universo. ¿No es una pasada?
Me miró, supongo que valorando si era “una pasada” o no
para ella lo que le acababa de contar.
–Entiéndeme, en fin, y sin afán de discutir, ¿eh?, la astrología,
en comparación, es como un insulto, no sé si me comprendes.
Para mí que no me escuchaba. En fin, yo lo intentaba, como
siempre. Ella ya estaba acostumbrada a mi manera de ser y me
hacía un caso relativo. Vamos, que no me hacía ninguno. Miraba
cautivada hacia arriba, y lo que le entraba por un oído le salía por
el otro.
Lo que estaba era impresionada mirando al cielo. Conchita es
una entusiasta nata y a todo le pone mucha ilusión, pero en aquel
momento estaba transfigurada. Y yo lo entendía muy bien, pues
lo sentía como ella. Estaba sucediendo algo que nos sobrecogía a
los dos por primera vez. Juntos. Después de meses de peleas, había una novedad. Era como si después de darle miles de vueltas a
un cubo de Rubrik encontrásemos una relación adecuada. Entre
todas nuestras llaves y nuestras cerraduras, había un juego que
encajaba. ¡Y con aquella tía! Un milagro…
Se me estaba quedando el cuello echo polvo. Llevábamos rato
mirando hacia arriba con una postura muy forzada.
–Ahora, no vayas a pensar mal, pero si te tumbas de espaldas
en el suelo, lo vas a ver mejor. Esta postura te destroza las cervicales.
Me escudriñó desconfiada.
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Ajuste del continuo
–Vamos. No soy cómo te piensas. No soy un “cerdo”, por más
que tú lo creas –dije muy digno.
Me miró con desdén, pero nos deslizamos con alivio y acabamos los dos acostados boca arriba en el duro suelo de aquella terraza tan grande y tan bonita.
Enseguida se relajó. Era noche cerrada. No había luces molestas de casas o de farolas que restaran brillo a una Vía Láctea
que refulgía allá arriba, en un fondo oscurísimo.
–Es increíble, ¡cuántas estrellas! –susurró.
El camisón aún lo llevaba mojado y se le pegaba un poco, y,
de tanto en tanto, temblaba. Pero cualquiera se acercaba a ella.
De todas maneras, el suelo aún conservaba el calor retenido durante el día tan soleado que habíamos tenido.
Se estaba muy bien.
–Nunca había visto las estrellas así, tumbada en el suelo.
–Pues es fantástico –dije yo–. De pequeño, te vas a reír, me
tumbaba como estamos ahora y me imaginaba que estaba pegado
de espaldas arriba, a una especie de techo, y que las estrellas estaban abajo, al final del abismo. Acababa volviéndome loco por
el vértigo, de verdad.
–¿Cómo?
–Sí, fíjate. Pégate con los brazos y la espalda y piensa que el
cielo está abajo. Piensa que, si te sueltas, te vas a caer. Vas a caer
hacia las estrellas. Concéntrate y sentirás cómo te atraen.
Ella levantaba la barbilla y pegaba sus manos al suelo. Su cara
y sus ojos reflejaban la tenue luz del cielo.
–¿Lo sientes?
–Sí, sí. Parece que te caigas. –Se reía suavemente, divertida y
admirada–. ¡Qué bueno! Se llega a sentir vértigo, tienes razón.
Nunca había compartido una tontería así. No me había tumbado para caer a las estrellas con nadie en mi vida. Me sentía
como cuando era pequeño y mostraba a alguien mis Airgam
Boys. La miraba de reojo y me alegraba inmensamente al ver
que ella lo sentía también. Podría decir, y perdonad el comen195
Polvo de estrellas
tario facilón, que su placer aumentaba el mío. Estaba bien capullo.
–¡Ooooh, caemos, caemos! –me encontré diciendo yo como
un gilipollas.
Era una embriagadora sensación de caída libre, de total abandono de mí mismo. Abajo, en el vacío, nubes de estrellas brillaban como luciérnagas. Creo que me sentía feliz.
–Mira cómo brilla esa estrella de ahí.
–No es una estrella, es Júpiter.
–“Es Júpiter” –repetía ella como una niña pequeña–. ¿Cómo
lo sabes?
–Bueno, los planetas tienen una luz fija, ¿sabes? No parpadean como la de las estrellas. ¿Ves? Aquella de allá es una estrella,
¿ves su luz como parpadea? Es Antarés, una gigante roja. ¿No ves
que su luz es rojiza? Además, lo sé por el brillo, por el lugar del
cielo donde está, por la hora. Está en Escorpión, que es una constelación que ves en esta época del año. Y aquello es Andrómeda.
Es una galaxia del mismo grupo local que la Vía Láctea. Está a
dos millones de años luz.
Y entonces se volvió hacia mí abriendo mucho los ojos. Se
giró y me miró de una forma rara. Había una mezcla de dolor y
de infinito placer en sus ojos.
–¿Por qué será que me sobrecogen estas distancias, esta inmensidad? Estoy aterrorizada. Y no es miedo, es… fascinación creo.
–A mí me pasa lo mismo –le confesé.
–¿Por qué será?
–¿Será qué?
Pero la había entendido, claro que sí. De repente, me vino a la
cabeza la canción que oímos meses antes en casa de mi padre.
Bajando mucho la voz, canturreé algo burlón: «Qué será, será,
what ever will be, will be. The future is not us to see, qué será,
será». Parecía la canción más enigmática del mundo en aquel
momento. Que será, será. Era una canción sobre la incertidumbre y la pequeñez de unos minúsculos seres extasiados ante unas
196
Ajuste del continuo
estrellas insensibles, grandiosas y mudas. ¿Fue aquello un momento “mágico” de esos que dice Conchita?
¿O era sólo resaca?
–¿No podemos ver el futuro en las estrellas? –preguntó Conchita, sabiendo la respuesta.
–No. Sólo el pasado me temo –le contesté–. Como tú con tus
“regresiones”.
Y nos reímos los dos. Ya éramos otra vez amigos. O algo por
el estilo.
–Verás, debido a la velocidad finita de la luz, cuando miramos, por ejemplo, la nebulosa de Andrómeda, que hoy se ve muy
bien, mira, allí, a la derecha de esa estrella, es muy tenue… Sí,
¡justo!, muy bien. Pues eso, que cuando la miramos la estamos
viendo tal como la veían nuestros antepasados australopitecus
allá en la sabana del África austral. Estamos mirando al pasado,
Conchita. Además de la gigante roja que te he mencionado antes
(eso, muy bien Antares), hay otra, Aldebarán, que se ve en invierno, preciosa, y que la verás tal cual era hace unos setenta
años; sobre el 29 o el 30. Cuando lo de Wall Street y cuando mi
abuelo se unió a la República. Fíjate tú. Yo siempre me acuerdo
cuando la miro. Y el Sol está a ocho minutos del pasado. Pero si
dirigimos un telescopio a la galaxia del Sombrero podemos verla
tal como era cuando la India colisionaba con Asia y se creaba la
cordillera del Himalaya.
–Qué será, será –bromeó con un punto de tristeza pero con
cierto desafío–. Es tremendo, apasionante, maravilloso todo esto,
pero tengo a mi alma perdida en un cubo de 35 x 35 x 35 con un
vacío pavoroso dentro de él.
No sé si se me guaseaba o qué. Me sonrió de todas formas. Y
mira que estaba tontolaba yo entonces que hasta me dolió y todo
su fragilidad. En aquel momento hubiera querido contestarle otra
cosa, leerle las líneas de la mano, abrir la Biblia al azar y realizar
una interpretación muy libre y confortante de lo que fuera. Darle
un dios o cualquier cosa que necesitase para sujetarse.
197
Polvo de estrellas
Deseaba dárselo de todo corazón.
Algo estaba cambiando entre nosotros. Ya no había enfado y
una cálida complicidad se estaba estableciendo. Tenía la sensación de participar con ella de un misterio más allá del juego de las
estrellas fugaces. Se estaba creando un clima como de comunión
espiritual, quizá bajo el único pretexto que en realidad podíamos
compartir, y me dejaba llevar por él. Parecía que estuviéramos en
misa, pero no tenía ganas de fastidiarlo. Deseaba aquella fusión
entre ella, yo y el cielo. Si no vas a tener sexo, confórmate con
sexo sublimado, qué remedio.
Y me gustaba y no me gustaba.
–¿Sabes? No te creas que no te entiendo cuando hablas de la
emoción de lo trascendental o de la experiencia religiosa. Yo sé
que estoy muy cerca de lo que tú sientes cuando visito un planetario, por ejemplo. O cuando contemplo esta bóveda parpadeante encima de nuestras cabezas.
–Chico, qué poético –se burló–. Aún vas a tener corazón y
todo.
–Corazón lo tengo. Alma es otra cosa –le contesté.
–No lo puedo entender. Me rindo.
–Hay cosas maravillosas y enigmáticas que no dependen del
mito. A mí la ciencia me da ese misterio y fascinación que tú encuentras en la magia o en la religión.
–¿Por ejemplo? Necesito que me digas algo bello ahora.
–Ahí va… vaya un compromiso –dije.
Toda la reputación de la ciencia estaba entonces sobre mis
hombros.
–Veamos… –me animé–. Hay un gusano que vive exclusivamente bajo los párpados de los hipopótamos y que se alimenta de
sus lágrimas. Nunca se le ha visto en otra parte, sólo allí.
Ella enarcó las cejas y escudriñó mis ojos buscando una burla
que no existía. Seguía desconfiando y, definitivamente, no le interesaban los hipopótamos en aquel momento.
–Pues a mí me emociona, ya ves –me dolí–. Vale, pruebo otra
198
Ajuste del continuo
cosa: el cerebro es una masa de un kilo y cuarto que uno puede
sostener en una mano y que puede concebir un universo de cien
mil millones de años luz de diámetro.
–Mucho mejor. Más –susurró mirando al cielo.
–El sistema solar es el producto de la explosión de una supernova. Cada átomo de carbono que te forma, cada célula de tu sangre, de tu piel, tiene un pedigrí tan antiguo como la Vía Láctea.
Estás hecha de la misma sustancia que las estrellas.
Y tan preciosa como cualquiera de ellas. Sonrió con emoción.
Sus ojos estaban un poco húmedos. Tumbada a mí lado, tenía que
hacer un esfuerzo enorme para no tocarla. Sentía un deseo tremendo de acercarla a mí y besarla. Me quemaban los labios y
temblaba mirando la curva de su pecho a través de su camisón
blanco. Cerraba los ojos y me imaginaba que me giraba hacia
ella, que la miraba a los ojos y a la boca mientras deslizaba el tirantillo de su camisón hasta descubrir su pecho redondo y su pezón color de rosa. Podía sentirlo ya bajo mi mano y…
–¿Qué es aquello? –preguntó bajándome de la nube.
–Es Sagitario –carraspeé yo, volviendo en mí–, señala el centro de la galaxia; la constelación más bella del cielo. ¿Sabes?, de
pequeño, cuando no sabía nada de astronomía, creía que las había descubierto yo. Las veía en el cielo tan agrupadas y tan brillantes, y estaba convencido de que era el primero que las había
visto. Les puse mi nombre: Constelación Espinosa de los Monteros. Un poco largo, pero yo estaba muy orgulloso del asunto.
¡Qué gracia! ¡Qué casualidad! Constelación Espinosa de los
Monteros se parecía a Concepción Espinosa de los Monteros. La
terapeuta renacedora. La chalada. La misma que tenía tan cerca,
confiada y atenta.
Quizá sí fue un momento mágico después de todo.
–Mira, eso de ahí, sí, entre esas dos estrellas, a la derecha. Sí,
ahí. Es una nebulosa. La del Saco de Carbón. Sí, de carbón, ya
ves…
199
Polvo de estrellas
**
¿Sabes qué es el Saco de Carbón? Una nebulosa. Te lo juro.
Me la señaló Quique la noche que pasamos en Campoamor. Yo
no vi gran cosa, sólo una manchita, pero me fascinó. Tengo esta
capacidad. Me pasa como con los olores. Yo no tengo buen olfato, pero puedo recrear intensamente casi todos los aromas. Menos algunas cosas que huelen mal, suerte que tengo.
Al final no le dije nada a Enrique de la peripecia que tuve allí
con su hijo. Me tomó bastante el pelo, pero ya lo he olvidado
¿Para qué desorbitarlo? Al fin y al cabo me pidió perdón, y luego
casi se comportó como un ser humano normal. Puedo decir que
estuvo, incluso, encantador.
Eso no quita, desde luego, que me hiciera una buena trastada.
¡Mira que estaba verde aún aquel chico! Muy inteligente y muy
leído, pero a medio cocer. Una parte de él estaba por desarrollar
y me tocó a mí la china. Pero le veía cambiar día tras día. A mi
costa, es verdad, pero mejoraba. La noche de las estrellas había
resultado una noche muy hermosa después de todo. Además, no
tenía tiempo para decidir si debía haberme enfadado más con él
o qué: no dejaba de recibir invitaciones para todo, ¡era una vorágine! De repente, yo estaba de moda. Y eso me encantaba, desde
luego.
Y fue cuando me llegó la invitación de Totón. ¿Te acuerdas?
La de la fiesta aquella que fui y no te acabé de contar. Lo del pollo aquel que degollaron. ¡Dios mío! Si lo sé no voy. Una experiencia espantosa, aún sueño con ella. Es ver un pollo vivo y
echarme a temblar.
Era una ceremonia vudú o algo así. Una especie de candombe. ¡En casa del marqués de Llofriu! ¡Uno de los personajes más
importantes de la sociedad catalana! Aunque ella no me aclaró
qué tipo de ceremonia iba a ser la cosa, yo fui sin dudarlo; Totón
era de toda confianza. O eso creía yo.
Había visto en vídeos y por televisión hermosas ceremonias
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Ajuste del continuo
en las que unos nativos vestidos de blanco danzan, se ponen en
trance y tienen visiones y comunicación con los espíritus. Me hacía una gran ilusión ya que, además, habría gente importante en
ella. Yo estaba tan emocionada que me temblaban las piernas.
Acepté inmediatamente y, cuando llegó el día, allá que me fui.
Aproveché que Enrique estaba de viaje para asistir. Así me evitaba explicaciones de cosas que ni le iban ni le venían, y que no hacían daño a nadie.
Totón y yo coincidíamos al cien por cien en todo. Teníamos
una sensibilidad igual por cualquier cosa que no fuera el materialismo de la sociedad actual. Ecología, misticismo, religiones
orientales. Hasta era vegetariana. La pobre no podía sufrir la manera en que acaban con la vida de los animales en el matadero.
Decía que, si yo pudiera verlo una sola vez, tampoco podría volver a comer carne nunca más.
Y desde luego nada de pieles: se había deshecho de sus abrigos de piel y los había regalado. A mí también me había convencido, yo tampoco llevaba pieles jamás. Y mira que me resultó
duro; había tardado años en convencer a Enrique para que me
comprara el visón. Black Gamma, pero de granja gallega; nada
de piel salvaje, que no soy tan bruta. Pero, vamos, tú no verás a
la reina con abrigo de pieles. ¿La has visto alguna vez en alguna
foto? No, ¿eh? Pues a Totón y a mí tampoco.
No había encontrado sitio para aparcar y había tenido que dejar el coche en el parking que más odiaba de Las Ramblas. Para
mí un parking inteligente es aquel donde le das las llaves al encargado y te lo aparca él mismo. Eso es inteligencia, lo demás es
tocar la moral. Y en éste tienes que ser ingeniero si quieres dejarlo allí. Si puedo evitarlo, no voy nunca. De todas maneras, no había encontrado otro y me quedaba a un paso.
El piso, señorial, señorial. Todo el edificio había sido un palacio. El de los marqueses de Llofriu, encima del cine Llofriu. Lo
que quedaba, después de que sus descendientes hubieran ido vendiéndolo a trocitos, era un piso que el actual marqués reservaba
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Polvo de estrellas
para sus reuniones privadas. Totón, que había sido alumna mía y
me apreciaba mucho, era prima de una cuñada del marqués. Y me
había invitado, precisamente, a un tipo de ceremonia que yo siempre había deseado conocer. Cuando llegué, ella ya estaba allí y me
presentó a todo el mundo como “una de sus mejores amigas”.
También al marqués. Luis Milà y Pantanals, marqués de Llofriu, era un señor imponente de unos sesenta años. Yo sólo le conocía de vista, pero me causaban mucha impresión su porte serio
y distinguido y sus modales tan estrictos. Todo un caballero. Se
dirigió a mí y me dio un beso tan ceremonioso e intenso en la
mano que me la tuve que secar disimuladamente en una de las
cortinas de terciopelo rojo que allí cubrían todas las ventanas.
La gente que encontré en el salón, muy distinguida, muy culta. Las conversaciones, de mucho nivel. Todos habían viajado
una barbaridad y tenían un montón de contactos interesantes a escala internacional. Me refiero a ese tipo de cosas que nos interesan a nosotros, claro.
Un mayordomo uniformado trajo cócteles y cosas para picar.
La comida y la bebida, muy exóticas. «Estilo caribeño», me dijo
Totón. Las bebidas debían de tener ron o algo fuerte, y yo, que
bebo muy poco alcohol, tenía sed y no veía agua por ninguna parte. Pero la comida era especiada y parecía como si apeteciera beber
aquello. Al cabo de un largo rato de charlar con la gente y de ir comiendo y bebiendo, unos criados fueron encendiendo las velas.
Estaba lleno de velas. Cuando las encendieron todas, fue impresionante. Soy una fan de las velas, las tengo de todo tipo; me
las pongo hasta cuando me baño. Me relajan, me apaciguan, sin
contar con lo buenas que son para limpiar las casas de malos rollos. Pero allí había demasiadas, francamente.
Me picaba la nariz y sentía ganas de estornudar. No sé a qué
olía aquello. Totón decía que a selva, a salvaje, y yo enseguida
empecé a notarlo y a sentirme eufórica. La verdad es que las velas soltaban ya una cantidad de humo considerable. Se me iba un
poco la cabeza y empecé a acordarme de La semilla del diablo.
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Ajuste del continuo
Es que la gente, realmente, mirándola de más cerca, era en conjunto bastante rara. Además, poco a poco me iba entrando la neura de que con tanta vela se podrían prender las cortinas, que colgaban de todas partes. Pero enseguida empezó a sonar una
música tan obsesiva y tan fuerte que ya me aturdí del todo y no
pude pensar en nada más.
El ron hacía su efecto entre la gente en general, y el marqués,
en particular, empezaba a soltarse. Me sorprendió que se quitara
la chaqueta habiendo señoras (Enrique no se la quita ni que se ase
de calor). Una mujer más bien gruesa y con muchas joyas empezó a bailar una danza que a mí me pareció más rapera que de ceremonia vudú.
Tal como yo lo entiendo, claro.
Y a partir de aquí fue todo un desastre. Bebí como nunca había bebido en mi vida, pero la culpa fue de la comida, que picaba
un montón. ¡Y de que no había agua por ninguna parte! Nadie tenía otra cosa para beber que no fuera ron. Así estaban de borrachos que, en un abrir y cerrar de ojos, se quedaron todos sin ropa.
Y a mí me quitaron el vestido, que te juro que yo no fui. Iba abrochado por detrás y aquella chica del collar de perlas me desnudó
a traición. Me dejó en bragas y sujetador. Un conjunto muy bonito que tuve que tirar a la basura, por cierto.
Y todo por culpa del marqués. Totalmente desnudo le cortó de
un cuchillazo el cuello al pollo. Como lo oyes. Salió un chorro de
sangre que casi me tumba. Y le excitó tanto que se corrió y todo,
ya te digo. Me dejó como un eccehomo. Todo por acercarme a
impedirlo.
Grité como una loca. Totón trató de hacerme callar; pero le
dije clarito lo que pensaba. La gente me increpaba como zombis
enfurecidos. Eché a correr como alma que lleva el diablo.
No sé ni cómo bajé las escaleras. Me parecía que estaba en
una película como La noche de los muertos vivientes, con tantas
manos tras de mí para atraparme. Sé que me tiraron del pelo y
todo, porque luego me dolió el cráneo. No veía nada claro que
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Polvo de estrellas
pudiera salirme con la mía. De repente, sentí que me sujetaban
con fuerza de la muñeca.
–¡Ya la tengo!
¡Cielos, el marqués! Me tenía bien agarrada, en una especie
de llave de la que no podía desasirme. Pero saqué fuerzas de flaqueza y le di con energía en el pecho con la otra mano.
No creo que le empujase con tanto vigor como para tirarle,
pero Luisito cayó sentado en los escalones. Más que por mi fuerza, supongo yo que se habría quedado flojo del mismo correrse
de antes, que el marqués de Llofriu te impone cuando lo ves, que
es un tiarrón.
Eso sí, me arrancó de cuajo una de mis pulseras tibetanas: sus
cuentas empezaron a saltar por las escaleras como si fueran canicas, con tan buena fortuna para mí que mis perseguidores iban
resbalando en ellas y cayendo. Clinc, clinc, clinc, saltaban como
pulgas, y ellos también. Vi pasar de refilón un cuerpo con unos
pies por delante que identifiqué como los de Totón, pues llevaba
unas mules divinas que habíamos ido a comprar juntas unos meses atrás. Muy monas, sí, pero para caminar malísimas, aunque
yo también tengo las mías, claro.
Todo esto me dio unos segundos de margen para llegar a la
puerta. Suerte que de allí no pasaron. Corrí por la calle del Pino,
por la de Portaferrisa y bajé a todo correr por Las Ramblas. Era
de madrugada y aún había noctámbulos por la calle. La ventaja
de que hoy en día la gente vaya medio disfrazada por todas partes es que, en casos como este mío, no se sorprenden demasiado
de nada. Estoy segura de que en época de mi madre yo no hubiera llegado así al parking, semidesnuda, en ropa interior y chaqueta, y llena de flujos variados a cuál más escandaloso. Pero llegué
sin despertar mucho interés.
El parking estaba solitario. Me temblaban tanto las manos que
no podía ni sostener el bolso, ni las llaves, ni las monedas, ni
nada. Ahí empezó realmente mi desgracia. Lo que me había pasado hasta entonces no fue nada con lo que vino a partir de ese
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Ajuste del continuo
momento. La mierda, y perdón por la palabra, de los parkings inteligentes y la madre que los parió. Me cagüen la Domótica y
toda su familia. Perdona, por favor, el vocabulario, pero es que es
un recuerdo de pesadilla.
La lié. No me preguntes cómo lo hice. Sé que mi coche debía
haber descendido dentro de su plaza. Quizá algo que hice mal.
Quizá algo que no funcionó. La cuestión es que la que acabó dentro y encerrada a oscuras fui yo. No te puedes imaginar el ataque
de pánico que me dio. Me abalancé contra la puerta y empecé a
golpear y a gritar con todas mis fuerzas.
–¡Socorro! ¡Socorro!
Creo que estaba fuera de mí. Soy algo claustrofóbica y mil
imágenes me venían a la mente. Que “había regalado sus abrigos
de pieles”. ¿Será posible? ¡Cínica!
De golpe, me acordé del degüelle del pollo y me dio tal grima
y tal miedo que no lo pude soportar. Empecé a aporrear la puerta
aún con más fuerza y a aullar:
–¡El pooollo!, ¡El pooollo!
Fue gritar eso y abrirse la puerta. Aún estaba yo gritando «¡El
pollo!, ¡El pollo!» cuando cuatro tipos raros con pinta de travestis, de diferentes edades y estaturas que estaban detrás de ella esperando su coche, más asustados, hubiera dicho, que yo misma,
empezaron a gritar también.
¡Casi les da un infarto!
–¡Aaaaaaah! –chillaron.
Me miraron presa del pánico.
–Cagundeu!, què diu d’un pollo? –dijo uno.
–Què fa aquesta dona en pilotes? –preguntó otro.
Los demás se habían quedado mudos. Se miraron entre sí y
luego me miraron a mí, estupefactos. Viendo la sangre y la porquería que manchaba mis bragas y mis piernas se hicieron, como
te imaginarás, una idea muy equivocada de la situación.
–Cagundeu!, què t’hi jugues que l’han violat?
–Hosti sí, mira com va!
205
Polvo de estrellas
–Vès!
–Què t’ha passat, noia?
Se me acercaron alarmados y me rodearon cosiéndome a preguntas. ¡Todos encima de mí tratando de ayudar! Y yo sólo quería mi coche. Eran una gente horrorosa. Deseaba que se fueran y
me dejaran en paz.
–¡Ha sido un pollo! –les dije yo, que no estaba muy lúcida,
para tranquilizarlos.
–Això és un estat de xoc! Un company meu a la mili es va posar igual en una travessa per la muntanya.
–L’hem de dur a l’hospital! –corearon al unísono
¡Ni hablar de hospitales! Estaría algo bebida, pero aún era capaz de imaginar la cara de Enrique si me veía así. ¿O era la de mi
padre? Ahora que lo pienso: para mí como si se fundieran ambos
en el recuerdo…
No sé; era una mezcla de los dos. Nada que me apeteciera
afrontar en aquellas condiciones, de todas maneras. Traté de meterme en mi coche y escapar, pero se empeñaron en socorrerme.
«¡Dejadme, estúpidos!», decía. Estaba muy nerviosa y aún muerta de miedo; sólo me faltaban ellos.
–¡El pollo! –gritaba yo.
Era como una obsesión.
–Cagundeu! Creu que l’ha violat un pollastre! –exclamó uno
perplejo.
¡Y les dio la risa! Como lo oyes. Era una gente muy rara, pintados y vestidos de mujer. Había un travesti como de sesenta
años, dos como de cuarenta y un chico joven de unos veinte.
Unos borrachos impresentables, vaya lo que fui a encontrar. ¡Qué
suerte la mía!
–Això de les calces és sang i alguna cosa més.
–Cagundeu!
–Vès!
–Agafeu-la, que vol marxar!
–A l’hospital!, anem!
206
Ajuste del continuo
–¡Nooooooo! –me negué yo gritando. Pero nada, me agarraron entre todos y, aunque me resistí y les di de patadas, me introdujeron en su coche a la fuerza.
–¡Dejadme ir a casaaaaaaaa! –aullé.
No hubo manera, eran cuatro contra mí. Me metieron en el
asiento de atrás entre el más viejo y otro de ellos y arrancaron. El
joven era el que conducía, si es que se puede llamar así a lo que
hacía el muy bestia. Subió Ramblas arriba entre acelerones y frenazos. Parecía como si justo un momento antes hubiera cambiado el carro y el burro por aquel Supermirafiori tronado. El trasto
más cutre del mundo.
En el coche desvencijado, todo eran trompicones. Vaya salvadores que tenía: no eran más que unos borrachos que iban dando
bandazos. Y de cerca eran peores. ¡Qué ropa! ¡Qué maquillaje!
¡Qué pintas!
–¡Soltadme, guarros, sois unas drag queens!
–Cagundeu!, senyora, sense insultar! Que nosaltres no l’ha
hem ofès en res.
–Vès!
–Venim d’una “despedida de solter”. Del cunyat d’aquest,
que es casa.
¿Una despedida de solteros? ¡Acabáramos! ¿Por eso iban de
aquella manera? ¡Y yo que pensé que eran travestis! Era mucho
peor: ¡eran unos horteras! Considero de un gusto horroroso esas
despedidas de soltero de hoy en día donde parece que los hombres se vuelvan locos de atar. ¡O locas!, que las chicas no digamos. Y Las Ramblas es uno de sus lugares favoritos. Me han dicho que alquilan boys o girls y les hacen todas las marranadas
que quieras. Y de una de ésas venían aquellos impresentables, sin
duda.
Encima ellos, ¡venga reírse!, ¡vaya turca que llevaban! Y yo
cayéndome de un lado a otro.
–¡Si me vuelves a tocar las tetas, te doy una hostia!
Estaba enfadada de verdad yo.
207
Polvo de estrellas
–Cagundeu, senyora!, que jo no la he pas faltada! S’ha assegut vosté a la meva falda!
–Quina nit, quina nit, Senyor Deu meu. Si ja deia jo de fer-ho
al mateix Tàrrega –protestaba el más viejo.
–Si no fan res a Tàrrega, tiet! –aseguró el más joven
–Vès!
–Que no ni poc! Aquelles noies del bar de la carretera, allà a
Las Cocodrilas si que…!
¡Encima venían del pueblo! Ya me lo imaginaba yo. Acababan de aparcar el tractor. Y, como para confirmarlo, de repente el
descerebrado que conducía cogió una curva tan cerrada que me
caí encima de la drag-queen tiet.
–¡Aggg! ¿Qué es esto? –exclamé yo, pensado lo peor.
–Es una polla! –me confirmó el vejete. Y extrajo alegremente una polla enorme de caucho que llevaba en el bolsillo–. En tenim una cada un!
Y van y sacan todos unas pollas enormes, de goma y con la
punta como de color rojo, que daban un asco increíble. ¡Y vaya
ataque de risa que les dio!
–¡Y más cosas que nos han hecho! –dijo el vejete en un castellano horrible–. Se han puesto unas titis debajo de las mesas
mientras estábamos cenando y nos la han…
–Calli, tiet! –chilló el joven, que era el que conducía
¡Guarros! ¿Ves? ¿Ves como te lo decía? Yo ya no pude más.
Aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso. Empecé a gritar y a
darle en la cabeza al conductor y todos los demás. Con todas mis
fuerzas. El coche zigzagueaba de un lado a otro y nos esquivaba
todo el mundo. No sé por dónde podíamos estar. Sé que íbamos
hacia el Valle de Hebrón, pero ni idea de por qué lado.
Y, previsiblemente, ¡la debacle!, el coche que derrapa o algo
así y nos salimos de la calzada dando tumbos. Si lo veía venir,
conduciendo de aquella manera. Y en medio de un batiburrillo de
codos, de piernas, de gritos y saltos acabamos chocando contra
una tapia. Porque íbamos a veinte, sino nos matamos.
208
Ajuste del continuo
Entre un gran guirigay, salimos del coche tambaleándonos,
empezando enseguida a pelearnos y a empujarnos en medio de la
oscuridad. Nos gritábamos los unos a los otros en una maraña
confusa en medio de un descampado infecto. Parecía una película absurda de cine mudo, acelerados y en una nube de polvo. Sólo
que chillando. Ellos, vestidos de mamarracha, y yo, en bragas.
Con la polla en la mano, se defendían de mi Vuitton que pesaba lo suyo, que llevaba dentro Las 7 revelaciones, un libro indispensable, por cierto, que estaba leyendo entonces; cuando, de
repente, por detrás, en la oscuridad, se oyó una voz como un trueno que exclamó:
–Vaya, vaya. ¿Qué pasa aquí?
Nos quedamos petrificados por la sorpresa. Nos volvimos todos a la vez y, adivina qué vimos. Peor imposible. Un grupo de
skins con cadenas, collares de perro, todo, todo.
–Atila, travestis –dijo un skin pequeñajo que llevaba el susodicho al lado. Eran una pareja chocante. Parecían una ballena y
un pez piloto de ésos.
–Ya veo, ya. ¿Y esa tía del bolso? –preguntó Atila, que claramente era el jefe
Y el tiet, con una pinta horrorosa, en short, peluca rubia medio de lado como una boina y con la pintura rosa de los labios
toda corrida, no se le ocurrió otra cosa que contestar, para aclarar
las cosas:
–¡Violada! –dijo con voz triunfante y señalándome con la
polla.
Se quedaron los skins pasmados. Miraban al tiet con los ojos
muy abiertos, sin creer lo que estaban oyendo. Esperaron la reacción de Atila que vino de inmediato:
–¿Violada, hijos de puta? ¿La violáis con una polla de goma,
so maricones? ¡Manda huevos, no te jode! Como si hubiera tantas tías para violar por ahí, para que vengan encima los travestis
y se las follen ellos.
¡Y dale! Otros que no entendían nada, oye. Yo tendría la ca209
Polvo de estrellas
beza espesa, pero ellos es que eran idiotas rematados. Los travestis y los skins. Todos. ¡Si a mí no me había violado nadie! Ya estaba bien de violaciones.
Ofuscada de indignación grité:
–¡El pollo, el pollo!
Atila se me quedó mirando de arriba abajo. Esperaba otro comentario de mi parte y se decepcionó mucho. Me reconvino de
inmediato diciéndome:
–¿El pollo? ¡Será una polla, nena, una polla bien gorda!
–¡«Un pollo, un pollo», diu ella! –dijo el tiet, asustado.
Atila se puso en jarras y se le marcaron unos bíceps como toneles. Parecía que reventaba debajo de la camiseta. La cruz gamada del pecho le crecía por momentos. Se estaba cansando del
tiet y de los demás cuñados. El resto de los skins también se envalentonaba a ojos vista.
–¡Basta ya! ¡Os vamos a dar una tanda hostiones que vais a
llamar a la mama, travestis de mierda!
Fue como si diera una orden. No te puedes imaginar cómo cayeron encima de ellos. Cadenas, patadas, golpes. No veas cómo
gritaban. Me daban pena y todo.
–¡Noooo, noooo! –lloraba yo.
–¡Defiéndelos, tú, anda! Cómo sois las tías. No os va la marcha ni nada –me reprochaba Atila.
Y luego, imprevisiblemente, con aquella pinta de bestia que
tenía, con aquella carota que parecía un bull-dog, le da como un
ataque de pena y me ordena:
–Tú, al hospital.
De eso, ni hablar. A mí no me volvía ningún cretino a arrastrar
hacia ningún hospital. Ya había tenido bastante con el tiet y su
colla de retrasados. Yo me iba a casa, faltaría más.
–No hace falta, gracias, cojo un taxi y ya está.
–¿Cómo vas a coger tú un taxi ahora, de noche aún y con esa
pinta? –dijo Atila como si fuera mi padre–. Te vienes conmigo y
a callar.
210
Ajuste del continuo
–De eso nada –contesté muy chula.
Pero el tío bestia me agarró del brazo y empezó a arrastrarme.
–¡Suelta, animal!
–¡Encima animal, dice esta loca! –protestó Atila. Y se tiró a
por mí.
Yo no seré muy fuerte, pero ágil lo que tú quieras. Que ha sido
mucho yoga el mío. Me escurría de sus brazos que no podía sujetarme.
–Quítale el bolso y verás cómo te sigue.
Eso lo dijo el pequeñajo. Porque sería enano, pero yo ya le vi
enseguida una astucia maligna. Mala idea. Es lo que pasa con los
pequeños, que ya lo tienen. Además, con aquellos ojos diminutos
y sin barbilla. De cobarde y chivato, que la cara lo dice todo, diga
Quique lo que diga. Me acordé de mi amigo, el que hace selección de personal. Dice que con estudiarles el rostro, ya lo sabe
todo. «Casi no miro el currículum», dice siempre.
¡Ya me ves corriendo detrás de Atila y de mi bolso! No sólo es
que fuera un Vuitton auténtico, que me costó un pastón, ¡es que
llevaba dentro mi pintalabios naranja! El de Campoamor. El de la
cruz dichosa. No estaba dispuesta a perderlo otra vez. Lo compré
en Sacks, y nunca, nunca he encontrado otro del mismo color
idéntico. Ya no lo hacen. Siempre lo llevo por si acaso encuentro
otro y sólo me queda un culín, entre una cosa y otra. Si lo pierdo,
nunca sabré el color que era.
–¡Trae aquí enseguida! –grité yo dando zancadas tras él.
Para convencerle, empecé a contarle lo que me había pasado
con el pollo, pero todo inútil, no me dejó ni hablar. Como si fuera un fardo, me agarró en volandas y me subió a la moto. Acabé
sentada detrás y el delante con mi bolso. No pude hacer nada de
nada. Arrancó en medio de una nube de humo y sentí detrás de mí
los gritos de los de Tàrrega cada vez más lejanos. No tuve tiempo ni de empezar a insultarle que ya estaba en urgencias del Valle de Hebrón. ¡Si es que habíamos estado al lado mismo todo el
tiempo!
211
Polvo de estrellas
¡Menudo revuelo en urgencias! Atila llevándome a rastras, yo
llena de mugre, en ropa interior, con sangre y qué sé yo qué más,
arrastrando el bolso y con la chaqueta medio puesta. ¡Un espectáculo!
El médico de urgencias era un señor mayor, bigotito fino tipo
Jorge Sepúlveda y de una edad en la que ya no se deberían hacer
guardias. Nos miró con la boca abierta sin dar crédito a sus ojos.
Atila se sentía Bruce Willis salvando a la chica. Me empujó
hacia él y exclamó, heroico :
–¡Violada!
Todos se quedaron sin habla. El médico, los administrativos,
las enfermeras. Todos. Un grupo de celadores y enfermeras patidifusos, se acercaron a mí consternados y con la idea de llevárseme a no sé dónde. Las miradas se dirigían acusadoramente a Atila, que se veía muy satisfecho de sí mismo.
Mientras se me llevaban, aún vi que el médico, con las manos
en la cintura y levantando la ceja, le preguntaba:
–Oiga, pollo, ¿no la habrá violado usted?
Y Atila que rugía:
–¡Me cagüen tus muertos! Cuando yo violo a una tía, la dejo
tirada en una cuneta. Aún te creerás que la traería aquí, ¡capullo!
No podía permitirlo. Era un bestia pero se había portado bien
conmigo. ¡Me había salvado de aquella amable familia beoda y
de sus batallitas con la polla!
Al límite de mis fuerzas y resistiéndome a entrar en la cabina
aullé:
–¡Nooooo, noooooo! ¡Ha sido el pollo!
Justo estaba diciendo eso, que ya me pareció que era lo indebido. Que podría crear un malentendido. Pero yo no tenía otra
cosa en la cabeza. Había sufrido un trauma muy fuerte, ¿qué iba
a hacer?
El médico vio con esto que se confirmaban sus sospechas.
–¡Ajajajaá! –gritó, victorioso–. Si ya lo sabía yo. ¡Segurataaaaaa!
212
Ajuste del continuo
El follón que se montó. Yo sólo oía a Atila dando gritos, repartiendo leña y berreando:
–¡No, si todo me pasa por bueno, me cagüen la hostia! ¡Soltadmeeeeeeeeeee!
213
CALIBRACIÓN DE LA LONGITUD
DE ONDA
*
Estaba en Marte o algo así. Era una misión muy peligrosa. El
planeta estaba habitado por una especie asesina y yo debía realizar mis experimentos sin llamar la atención. De repente, mi contador Geiger detectó una radiación extraordinaria, insospechada.
Empezó a sonar escandalosamente. Yo trataba de apagarlo, pero
él seguía y seguía. Oí pasos detrás de mí. O más bien algo que
reptaba. Todo mi cuerpo se puso en tensión. Y aquello seguía sonando, sonando…
No paraba. Estaba ya despierto y seguía sonando. Pero no era
el contador Geiger. ¡Era el teléfono! ¿A las seis de la mañana? En
mi cocina-salón-dormitorio apartamento con baño aparte, el teléfono estaba en la mesa del comedor-cocina. Demasiado pequeño
para tantos trastos. Llegué a él a trompicones con los muebles.
–¿Quién? ¿Conchita? ¿De veras eres tú? ¡Son las seis! –estaba muy excitada y decía cosas incoherentes–. ¿El hospital?, ¿qué
hospital? ¡Cálmate, ya voy!
¡Estaba en el Valle de Hebrón! ¿Qué podría estar pasándole a
esta mujer? Mi padre estaba fuera y yo tenía que hacerme cargo
de lo que, parecía, era el resultado de una alocada aventura nocturna que no había conseguido descifrar en absoluto por lo extravagante de lo que me contaba y de su estado histérico.
Bajé atropelladamente por las escaleras para ir a buscar el co214
Calibración de la longitud de onda
che. Me acordé de que yo no tenía coche. Ya iba a volver arriba
a llamar un taxi cuando vi dejar uno a un vecino que jamás había visto con luz diurna. Le dije que me llevase a toda prisa al
hospital. El recorrido se me hizo eterno. Cuando llegué, ya amanecía.
Conchita estaba vestida estrafalariamente y sentada en una
camilla en un cuartito de urgencias. Repartía improperios a una
serie de enfermeras quejándose airadamente por no sé qué inyección que le habían puesto e intentando hacer comprensible, entre
frases entrecortadas, algo sobre un pollo, palabra que ya me había parecido oírle pronunciar antes por teléfono y que había rechazado por incoherente, pero que, al parecer, sí oí y seguía fija
en su mente.
Yo, que siempre la había visto tan peripuesta, apenas la reconocía con el pelo suelto y alborotado, el rimél corrido, una especie de bata de esas que llaman “talla” y una chaqueta posiblemente blanca y llena de manchas en toda la gama de marrones.
Cuando se giraba, se le veían las bragas y su piel también tenía
manchas en las mismas tonalidades y texturas que las de la chaqueta. Fue llegar yo y calmarse, aunque luego me dijeron que
más bien fue por la dosis de Valium que acababan de chutarle en
la nalga. Dije que era un familiar y permitieron que me la llevase. Más que permitírmelo, me la dieron gustosos.
Así que, en medio de la curiosidad y de la sorpresa de la gente que aguardaba su turno en urgencias, me la llevé a rastras y
aturdida a un nuevo taxi cuyo conductor, viendo la que se le venía encima, puso algunos reparos al viaje.
–No taca de cul? –dijo al verla sin faldas.
–No, no. No mancha res –me apresuré a responder.
Y para que viera mi buena disposición, cuando nos sentamos,
puse mi chaqueta debajo de nosotros. Esto le tranquilizó algo,
pero la paz no duró mucho tiempo: en cuanto salía intermitentemente de su sopor, Conchita le escandalizaba con comentarios
absurdos y gimoteos ruidosos. No sabía cómo hacerla callar.
215
Polvo de estrellas
–Totón mentirosa… la sangre del pollo, del pollo, del pollo
–lloriqueaba.
–Vamos, vamos, qué dices –la calmaba yo.
–Sí, sí, mentirosa, mentirosa.
A pesar de mis esfuerzos, se alborotaba de nuevo, y el taxista
me miraba por el retrovisor poniendo una cara de enfadado tremenda, como si la culpa fuera mía. ¿Y yo qué podía hacer? Conchita, a quien casi nunca había visto beber más de una copita de
vino, llevaba un pedal de cuidado, y para colmo de los colmos, vi
con alarma que la había cogido tan gorda que no conseguía mantenerse erguida en el asiento. Por fuerte que la sujetase, se me
resbalaba poniéndome en una situación muy incómoda. La tía se
me deslizaba, se me deslizaba, hasta poner toda la cabeza en mi
regazo, como en las películas.
El taxista nos miraba con reprobación. Alguno de los pocos
peatones que encontrábamos en algún semáforo también se nos
quedaba mirando perplejo. ¡Menudo trajín en el asiento de atrás!
Realmente, dábamos el cante. Y mira que siempre había soñado
con algo así: una tía estupenda, en ropa interior, y bajando su cara
a la altura de mi bragueta dentro de un taxi era una de mis fantasías sexuales favoritas. ¡Por una vez que me sucedía, qué mala
suerte!
No tenía nada de oportuno aquello. En otro momento hubiera
sido la hostia, pero entonces no sabía cómo sacármela del regazo. Conchita tiene un aspecto esbelto y frágil, pero intenta sacártela de la bragueta y verás si puedes. Como un saco de patatas.
De repente, desde las profundidades del asiento, levantó la cabeza cómo si recordara algo.
–¡La polla! –gritó.
Oh, Diosss.
–Pero cállateeee –dije pasmado.
Nunca la había oído decir palabrotas como ésa y así se lo manifesté.
–¡No digo palabrotas! –se enfureció–. ¡La polla del tiet!
216
Calibración de la longitud de onda
Estábamos francamente consternados el taxista y yo. A mí me
daba vergüenza por ella. Si la hubiera visto su padre, el guardia
civil, se la hubiera llevado al cuartelillo de cabeza. ¡Qué espectáculo! Con grandes esfuerzos, intenté llevar su cabeza hacia mi
hombro y taparle la boca. Pero no se dejaba de ninguna manera,
la muy tozuda.
Ni Valium ni puñetas; ni sedada se la podía manejar a ella.
–¡La polla del tiet! –insistía.
–Vale, vale, Conchita –le rogué resignado y tirando la toalla–.
No sigas.
–De Tárrega –añadió, creyendo sin duda que lo aclaraba todo.
–Es vosté massa jove per enbolicar-se amb fulanes com
aquesta –creyó su deber comentar el taxista que se le notaba hacía rato que quería dar su opinión. Ya le había visto venir, ya.
–Ojo con lo que dice que es mi madre –me sorprendí diciendo.
No sé cómo se me ocurrió. Para darle un aire respetable a todo
el asunto, imagino. Pero, desde luego, no era el mejor comentario del mundo si lo que buscaba era mejorar la impresión que le
habíamos causado. El taxista se hundió de golpe en su asiento,
abrumado por la revelación.
–Bueno, no es mi madre exactamente –corregí yo a toda prisa.
Pero ya no había remedio. El taxista bufó y se encogió de
hombros. Nos miraba por el retrovisor y sacudía la cabeza con
indignación. Daba saltitos de irritación en su asiento. Llevaba un
apoyaespaldas de bolitas de esas de masaje que empezaron a hacer cric, crac, cric, crac de forma harto ominosa, y una señora
gorda y dos críos malcarados fotografiados en una cosa que ponía «No corras papá» me miraron santamente ofendidos.
¡Aquello era una madre y no la desnaturalizada sin faldas que
llevaba yo borracha y agarrándose de mi camisa para no caer en
las curvas! Para familia desestructurada la que formábamos Conchita y yo abrazados detrás.
Ya no me volvió a hablar. Mucho mejor. Me daba hasta miedo que nos hiciera bajar del taxi. En aquella madrugada desierta,
217
Polvo de estrellas
veía muy crudo tener que deambular por las calles buscando otro
con una tía en bragas que no se aguantaba derecha
–Jo que em creia que el torn del matí seria millor –musitaba
entre dientes.
¡Que se lo creía él! Haberse informado antes. Por fin llegamos
a casa y señaló el taxímetro con un dedo, con cara de perro y sin
despegar los labios. Pagué sin que nos cruzáramos ni palabra.
Cerré la puerta y cargué con Conchita como pude.
–Si la meva mare tingués un cul com aquest li compraria faldilles! –dijo mientras arrancaba a toda velocidad.
–¡Cabrón! –salté sin mucha convicción.
No podía culparle; no dejaba de tener razón. ¿Dónde coño tendría aquella mujer la falda? La arrastré hasta mi piso lo más deprisa
que pude para evitar más incidentes. Por suerte, no vimos ni un vecino. Yo cruzaba los dedos para no coincidir con mi arrendatario, un
sujeto con muy malas pulgas. Ya sólo faltaba encontrarnos con él.
Abrí la puerta a duras penas mientras la sujetaba por la cintura. La descargué en mi cama como un paquete y bajé la persiana
porque ya empezaba a entrar algo de sol. Allí se quedó en un sueño nervioso y ligero que no me daba tregua. Cada dos por tres se
despertaba gritando sus obsesiones favoritas que seguían siendo,
como no, “la polla” o “el pollo”.
Tuve que cerrar la ventana y ponerle la mano en la boca cuando la veía venir. Las paredes son como de papel de fumar y yo ya
había tenido problemas con el arrendatario, que era mi vecino de
al lado, por no tener nómina, que es un requisito para el alquiler.
Me tuvo que avalar mi padre, pero no le gusté nunca. Quizá por
poner la música algo fuerte, no sé. Y una vez, sin querer, ya sabéis que no soy muy ceremonioso, le eché a su señora a la cara la
puerta de entrada del portal. No me di cuenta de que venía detrás.
Se ve que esperaba que le cediera el paso. Aún se acordaba la tía;
ni siquiera me saludaba cuando coincidíamos.
Así que, para no buscarme líos, al final tuve que acostarme al
lado de Conchita.
218
Título capítulo
–¡La polla, la polla! –decía levantando la voz. ¡Qué obsesión!
–Sí, sí; pero habla bajito.
–¿Dónde estoy?
–En mi caaasa –le dije, y ella tomó conciencia de sí por un
momento.
–Dios mío, voy hecha un asco –y gritó otra vez: –¡La sangre
del pollo!
–No grites, no grites –le supliqué mientras trataba de taparle
la cabeza con la sábana.
Pero no había manera. Se incorporaba como un resorte y decía las cosas más extravagantes.
–Luisito tenía un cuchillo –continuaba la muy loca.
–Vaya, no me digas.
Joder qué pesadilla. Aquello no acababa nunca. Y encima, de
improviso, me agarró fuertemente de la camisa y balbuceó, presa
del llanto.
–La, la, larrr…
Llevaba un disgusto que ni le salían las palabras. Moqueaba y
farfullaba medio ahogada de pena. «La, la, larrr…» ¿Qué me
querría decir? Me acerqué a ella para oírla mejor.
Y arrancando con dificultad, me aseguró, destrozada:
–¡Larrr…rrreina tampoco lleva pieles!
Y se puso a llorar a moco tendido.
¡Cóño!, ¿que la reina no lleva pieles? ¿La Sofía? ¿Qué decía
aquella tía? Estaba loca perdida. ¡Y a mí qué me contaba si soy
republicano! Sería porque no quería llevarlas digo yo, que pasta
debe tener.
–¡Qué pena, pobrecita! Le compraremos unas, ¿vale? –le propuse yo para calmarla.
¡Qué pasada! Loca, loca… De la reina y todo se acordaba. Estaba bien cocida. Vaya trompa. ¡Y cómo olía a alcohol! Parecía
ron o algo así.
–¡Aaaagg, si estoy sucísima! –se asombró. Y se miró las manos, las piernas y la barriga cruzando los ojos.
219
Polvo de estrellas
–Tranquila, oye. Para sucia, mi cama mismo. Ya no viene de
ahí, de verdad.
–¡Quiero darme una ducha! –exclamó con determinación. Y
apartó las sábanas de un manotazo.
–Vale, vale, quieta. Yo te la preparo si me prometes que no
gritas.
Era mejor hacerle caso. Llevaba un pedo como un piano. Quité toda la ropa sucia que había en la bañera, abrí el grifo y fui a
buscarla de nuevo. Se me caía de los brazos mientras la llevaba
al baño. Pero estaba empeñada en quitarse toda aquella mugre de
encima. Y no me extraña; daba miedo verla. Rebozada en cosas
raras. Como si se hubiera caído en la casquería de un mercado.
La ayudé a sacarse la chaqueta, el sujetador y las bragas, y
ella, tan pudorosita siempre, como si nada. Ni se daba cuenta de
que la desnudaba yo. Ni caso.
Y a mí ni siquiera me gustaba cuando la ayudaba en la tarea.
Y eso que reconozco que había fantaseado con ello en más de un
momento. ¡Qué un momento! ¡Un montón de veces! Incontables
noches, me había imaginado a mí mismo despojándola lenta y
sensualmente de su ropa interior. De algo bonito que llevase
puesto. Suave, de encaje, mínimo, transparente. Sin preferencias
de color, mientras estuviera limpio.
Pero así no había manera. No eran las circunstancias adecuadas, lo que me pasa siempre. La pobre, además, resultaba patética. Mirando su cuerpo, me sentía como un enfermero de psiquiátrico: profesional y distante. La observaba desapasionadamente,
como si fuera un objeto, un trozo de carne sucia sin más interés.
Para nada me atraía.
El agua corría por su cuerpo llevándose toda aquella porquería sospechosa que la cubría. Ella se restregó la cara con tanta furia que le quedó sonrosada y reluciente como el culo de una criatura. Cuando acabó su ducha, la ayudé a volverse, ya limpia, a la
cama, envuelta en una toalla. Una vez allí, entre hipos y pucheros, me contó la historia más absurda del mundo. Pero ¿en qué
220
Calibración de la longitud de onda
clase de fregados se metía aquella mujer? ¿Una ceremonia
vudú?¿Una especie de candombe en el casco antiguo? ¡Caramba!
Barcelona era como Nueva York, por lo menos. Un excitante
mundo de misticismo exótico y canalla. Y mi padre había tenido
también su dosis tiempo atrás, por lo que me había contado.
¡Y mis amigos madrileños que me decían que era una ciudad
aburrida! ¡Sabrían ellos! Rascabas un poco el seny y te salía un
marqués en pelotas cortándole el cuello a un pollo. Qué locura…
Poco a poco, Conchita fue recobrando el sentido. Se fue sintiendo mejor y relajando. Acordamos que era mejor que mi padre
no supiera nada de toda la historia.
–No lo va a interpretar bien –lloriqueaba. Y a fe mía que tenía
razón.
Mientras acordábamos todo esto, hacía rato que habían empezado nuestros besos. Sí, vale, ya sé que acabo de decir que estaba patética y que no me atraía, pero el enfermero profesional de
un momento antes había ido perdiendo gradualmente profesionalidad en beneficio de un hombre joven y sin novia a quien le va
el amor de la vida de familia. Conchita volvía a ser Conchita, su
carne volvía a ser su carne y yo volvía a pensar que estaba muy
buena. Mucho.
Tanto tiempo deseándola y de la forma más absurda la tenía
desnuda y en mi cama. Y había venido ella solita. Nada extraordinario: una ceremonia vudú que se te va de las manos, unas
drag-queens que te secuestran de madrugada y un skin con collar
de perro que te arrastra hacia un hospital. ¿A quién va llamar toda
madrastra que se precie en un caso así? Al hijo de su marido, faltaría más. Alguien dispuesto a socorrerla, entenderla, ducharla y
acostarla con él para consolarla. Alguien que sentía despertar,
como el vapor de una caldera, todo el ardor, todo el calor que había ido acumulando por ella.
Y Conchita parecía muy agradecida por el rescate. Y tan anhelante como yo lo estaba. Besaba mi cuello con ansia, mojándome con su pelo húmedo, y deslizaba sus manos por todo mi cuer221
Polvo de estrellas
po, entre mi cuello y mi camisa, metiendo sus dedos entre los botones y tocando mi pecho, levantándome la camisa y acariciando
mi espalda, el principio de mis nalgas, tentativamente por mi
vientre, demasiado, ¡ay!, demasiado lejos aún.
Su exploración me dejó como un tizón. Sintiéndome morir,
arrojé la toalla que aún la cubría para besar sus pechos calientes,
los que vi en los espejos de su baño, los que se acarició aquella vez
en la moqueta, con sus pezones rosados y erectos, y acaricié con
avidez su estrecha cintura y su vientre en tensión. La curva de su
cadera era lunar, me acordé de golpe del brillo de la luna cuando se
ve tan cercana por el telescopio, pero con iluminación plana, despojada de sus cráteres, lisa como un metal fino y blanco.
Gracias a su relajante yoga doméstico ya no había muchas
sorpresas para mí; pero, en aquel momento, estaba sobrecogido
por su belleza. Le hubiera dicho chorradas. «Eres preciosa, eres
preciosa», le susurraba mentalmente, y casi no podía controlarme. Desnuda, despeinada, sin osos. Sólo una pulsera de piedras
rosadas que aún la hacía más sexual. Del mismo color exacto que
sus pezones. El roce de su piel contra la mía era electrizante, y
era tan sedosa y cálida que sólo quería comérmela con mis labios. Bajé con mi boca por sus muslos, inquietos y pálidos, hasta
unos pies lejanos, al final de unas piernas muy largas, que deseaba que no acabaran nunca. Un final suave, delicado y carnal de
un cuerpo anhelante que empecé a morder y chupar, mientras subía hacia ella y se perdía mi rostro entre sus ingles.
Su sexo estaba fijado en mi cerebro como la flecha de una brújula. Un norte ciego, un polo que me arrastraba y donde hundí mi
cara con deseo, mientras ella decía cosas raras, que sonaban como
palabras de amor, palabras que yo detesto y desprecio, pero que
allí parecían exactas, como una fórmula precisa, única y ancestral,
para disparar resortes en la piel de todo mi cuerpo, en las puntas
de mis dedos, en mis labios y en el centro de mi cráneo.
La penetré y sentí que me perdía, que iba a estallar de un momento a otro. Hasta estuve a punto de gritar «¡Conchita!». Pero
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Calibración de la longitud de onda
me callé para no fijarla en mi cerebro, para evitar que pudiera
quedarse, protegiéndome, a pesar de todo, de ella, ahogando palabras de las que sabía que me tendría que arrepentir.
No tenía otra obsesión que no correrme. Demasiado tiempo
esperándola. Las cosas no tendrían que pasar así. Sus uñas se clavaban en mi espalda. Si la miraba a la cara, se me iba la cabeza.
Traté desesperadamente de pensar en algo que retrasase la catástrofe inminente de mi orgasmo. Como un recurso extremo, se me
ocurrió recitar la tabla periódica; pero casi me cuesta muy caro.
Besándola en la boca, pensé: litio, sodio, potasio, rubidio, cesio y
francio, valencia 1. Pero su imagen fosforescente no me distrajo
en absoluto; me excitó aún más. Berilio, magnesio, calcio, estroncio, bario y radio, valencia 2. Lancé un gemido de angustia.
Casi lo echo a rodar. ¡Ooooh!, me voy… Inmediatamente, me
acordé del catálogo Messier y eso fue mi salvación. M8, nebulosa Laguna, en Sagitario… Ella gritaba y gemía de placer. ¡Cielos!
Me acordé de mi arrendatario y volví a apretar mi boca contra la
de ella. ¡Ooooh…! A una distancia entre 5.000 y 6.500 años
luz… ¡Ah! El viejo juego de llaves, el de siempre, el mejor. El
que siempre encaja… Me gusta… Presenta nubes oscuras conocidas como glóbulos que corresponden a nubes protoestelares…
¡Ooooh! ¡Me voy, me voy…! Descubierta por Flamstedd en…
¡Mierda, mierda! 16-no sé-qué… Casi me iba, pero no me iba. La
nuestra era una danza extraña e intoxicante… Tiene un cúmulo
abierto de estrellas asociado, el NGC 6… ¡Joder, otra vez!…
¡Ah!… Posee entre 50 y 100 estrellas y la más luminosa es de
magnitud… ¡Oooh!… ¡Sieteeeee!… ¡Siete!… Oh, sí… siete…
si… e… te…
Al final estalló el NGC 6 y yo con él, mientras Conchita decía
cosas aún más raras que antes… Nunca había hecho el amor con
tantas jaculatorias. Que si “Dios mío” que si “Santa María”. Una
locura.
Cuando acabamos, nos tumbamos abrazados, jadeantes, derrotados, y yo la besé de nuevo, para que no dijera nada y para no
223
Polvo de estrellas
tener que decir nada yo. Estaba conmocionado. Luego hicimos el
amor varias veces más. Y no me volvió a hacer falta el catálogo
Messier. Yo me sentía fresco cada vez y sé que la dejé colmada y
feliz, y no lo digo por alardear, que se notaba.
Se fue porque se tenía que ir. Era media mañana y mi padre
volvía a la hora de comer. Se vistió con un vaquero mío y una camiseta. Tal vez hubiera debido acompañarla a buscar un taxi o
hasta la puerta. Pero le dije adiós con la mano mientras ella me
lanzaba un beso al salir.
**
¡Qué hice!, ¡qué hice! ¡Me acosté con Quique! ¿Cómo pude
meter la pata de aquella manera? Y estaba claro que tenía que pasar. Desde la noche aquella de las estrellas, fue como bajar por un
tobogán: todo llevaba al mismo sitio y deprisa.
Pero podía haberlo evitado, lo sé. Todo está escrito y todo
ocurre porque está en la mano de Dios, es cierto. Pero él nos da
para eso el libre albedrío, para que disciplinemos nuestra vida
conforme a lo que nos ha enseñado. El destino está prefijado, de
acuerdo, pero de alguna manera misteriosa somos libres para elegir y yo me metí sola en el embrollo. O sea que nada: no tenía excusa, ¡había cometido adulterio! ¡Y con el hijo de mi marido!
Cierto que no era un matrimonio ante Dios, pero dudo que esto
me diera pista libre para serle infiel a Enrique y hacer el amor con
su propio hijo. Sabía que se me iba a castigar por ello, lo sabía.
¡Dios mío!
De momento había perdido toda mi paz, mi pureza, mi armonía, mi tranquilidad de espíritu y… ¡mi pulsera de la sabiduría!
Precisamente la de la sabiduría, oye, es que no falla. Y yo que llegué a pensar que toda la historia del marqués persiguiéndome por
las escaleras había sido una pesadilla y, ¡qué va!, ya lo creo que
sucedió. Cuando llegué a casa después de aquello, sólo llevaba
puesta una pulsera de las dos. ¡Era cierto que Luisito me la había
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Calibración de la longitud de onda
arrancado! Hice memoria y recordé mis ojos de tigre saltando por
los escalones en aquella oscuridad.
¡Si es que tenía que pasar! Me quedé sólo con la del amor, y
¿qué es el amor sin sabiduría? Pasión desatada, irreflexión adúltera. Mi perdición, en una palabra. Mis ojos de tigre por el suelo,
y yo, en la cama, desnuda con Quique, piel contra piel y llevando sólo la rosa. ¡La del amor! ¡Más expuesta, imposible! ¿Qué
otra cosa se podría esperar? Me la quité corriendo, me deshice de
ella enseguida, pero ¿qué más me daba?, ya la había liado.
Además, era doblemente desgraciada.
Porque encima eso. No es que yo esperase flores o un regalo.
Ni siquiera un costurero, como en el romance de Lorca. Por favor, si nunca ha traído a casa ni un brazo de gitano para el postre
de un domingo. Detalles, nunca ni uno. Y no es tan pobre; que le
envía dinero su madre y le da Enrique bastante más. Pero es que
es así. No cae.
Pero eso no se hace. ¿Cómo me pudo dejar de aquella manera? Yo esperaba algo, algún contacto. Una llamada al móvil, que
no compromete. Sabía que me fui en taxi aún aturdida. Sabía la
noche de locos que pasé, que tomé tranquilizantes en el hospital,
que había bebido. ¡Podría haberme pasado algo! Lo normal hubiera sido llamar. Sólo para ver si estaba bien. ¡Un gesto!
Además, no aparecía por casa desde hacía días. Nada anormal
por otro lado; ya había pasado antes. De repente, sucedían cosas
más importantes y simplemente desaparecía, dejaba de venir a
vernos. Qué le íbamos a hacer, este chico era como era.
«¡Vale, me dije, ya está bien de quejarse!» Estaba desorbitando las cosas. Tenía que calmarme. Además, era mejor así, desde
luego. No tenía por qué juzgarle mal. ¿O no era más sensato de
aquella manera? ¡La mujer de su padre! Era normal que procurase no comprometerme. A veces, te traicionas con una mirada, con
un gesto. Era algo muy arriesgado; mejor ser prudentes.
Podría ser que hubiera tenido miedo, que estuviese turbado.
Quizá estaba tan asustado de sus sentimientos como yo lo estaba
225
Polvo de estrellas
de los míos. Mucho más sensato, más “racional”. Era mucho más
frío que yo, para qué vamos a decir otra cosa. Había que aceptarlo como era: estábamos hechos de otra pasta.
¡Pero podría haberme llamado al móvil! No para decirme
nada especial. Lo que pasó, pasó. Somos un hombre y una mujer,
se nos ha hecho diferentes y nos atraemos. Dios nos ha concebido así y tendrá sus razones. Si no hubiera querido que nos atrajésemos, no habría creado el sexo. Nadie tiene la culpa. Pero ¡por
Dios bendito!, sólo para ver si había llegado bien. Esto no hubiera costado nada.
¡No hay excusa! Ni asustado, ni racional, ni peras en vinagre.
Como dice mi amiga Encarnita: «Cuando le empiezas a buscar
excusas al comportamiento de un hombre es que estás colgada. Y
que el tío pasa de ti y no lo admites».
Pasaba de mí, esto es lo que había. Yo no dejaba de pensar en
él y él a sus cosas. Es que era de hielo ese chico. En la cama, tremendo, eso sí. Que no me lo quitaba de la cabeza. No dejaba de
pensar en el sexo. Me convertí en una ninfómana, que Dios me
perdone. A Enrique le tuve que contar una película.
–Me pasa cuando ovulo –le dije.
Algo le tenía que decir. Se hacía cruces de la afición que le había tomado. Desde un punto de vista práctico, fue una inyección
de vitalidad para nuestro matrimonio. ¡Si yo hubiera sido algo
más cínica!… Pero no me salía. ¡Me sentía y me siento culpable!
Encima, Enrique es Enrique, y no me daba lo que necesitaba.
Es más, estuve a punto de abrumarle con mis demandas y casi
empezó a sospechar de aquellas “ovulaciones” mías tan explosivas. Menos mal que le vino a la memoria la frase que se le ocurrió lanzar a una amiga mía en una cena a la que acudimos una
vez: «Las mujeres nos volvemos calientes cuando llegamos a los
cuarenta». Pura frase de autopropaganda, lo sabré yo. Propaganda electoral, por si picaba alguien. Pero él siempre está muy dispuesto a creer cosas raras de las mujeres. Sobre todo si se acercan
a los cuarenta.
226
Calibración de la longitud de onda
Así que aquellas semanas, cuando hacíamos el amor y yo no
me sentía satisfecha –vamos, siempre– luego me encerraba a cal y
canto en el cuarto de baño. Total, él se dormía como un bebé en
cuanto terminaba… ¡Descubrí que podía darme placer a mi misma
tres o cuatro veces seguidas! Antes, con una tenía bastante. Si probaba más, no podía. Pero en aquella época, me avergüenza decirlo, era como una furia. ¡De la excitación que llevaba encima!
Me estaba poniendo enferma entre una cosa y la otra. Era
morboso. Me sentía sucia, culpable y en pecado. De alguna manera, en pecado ya estaba viviendo. Enrique era un hombre casado con otra mujer ante Dios.
¡Pero qué digo! Era él quien hubiera debido sentirse en pecado, que la casada no era yo. Alucino siempre con mi marido: nunca se crea problemas. «Que Dios lo entiende», «Que la Iglesia se
equivoca en esto o se equivoca en lo otro». Y se queda tan fresco. Siempre se cree lo que le interesa creer. No he visto nunca
nada igual. Cuando algo le preocupa, se busca una respuesta que
le encaje, y luego se la repite tanto que ya es un dogma para él.
¡Qué suerte tiene!
Pero crecía el mal dentro de mí. Lo notaba. Además, hubiera
tenido que estar ciega para no ver las señales: se me coló el anillo de casada por el desagüe del lavabo (por suerte, no se perdió,
que lo vi desde arriba y Enrique me lo sacó), la gata estaba pachucha y tosía…
Y a mí no me venía la regla.
*
La verdad es que lo de acostarme con Conchita no fue muy razonable. No es que yo tuviera remordimientos ni escrúpulos morales. Aquello no fue incesto ni nada parecido. Ese tabú está en
gran parte relacionado con la necesidad de evitar enfermedades
genéticas que aumenten las posibilidades de producirse al tener
relaciones con parientes consanguíneos que lleven los mismos
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Polvo de estrellas
genes recesivos letales que tú. Y ni Conchita era una pariente
consanguínea, ni íbamos a reproducirnos juntos de todos modos.
Por lo que respecta a mi padre, tampoco lo lamentaba. No lo hice
contra él, a pesar de que tuviéramos asuntos pendientes. Y creo
firmemente que, en estas cuestiones, si el otro no se entera y eres
discreto, no haces ningún daño a nadie. De todas maneras, tenía
claro en aquel momento que era mejor dejarlo.
Tampoco sentía la necesidad de llamarla ni nada por el estilo.
No era que no me acordase de ella. De día, poco, la verdad.
De noche, era otro asunto, eso sí. Pero no iba a dejar que todo el
rollo alterase mi vida. Mejor olvidarlo; sólo podría traernos problemas. Además, Conchita me había dicho unas cosas que… Mi
amor, mi vida y no sé qué más. Imagino que lo decía por decir.
Porque estaba caliente. Bastante caliente, sí, jé jé. ¡Caramba con
Conchita! Qué tía… ¡Lástima la situación! Si no fuera la mujer
de mi padre…
¿Y si se lo contaba a él? Con eso de que era tan creyente…
Además, estaba como un cencerro. Lo que me contó de la fiesta
esa, la del marqués… Una pasada. Entendí poco, pero lo que entendí… ¡Jodeeer! Una bomba, Conchita.
Pero no dejaba de pensar: ¿y si le da por contárselo? Las mujeres son imprevisibles. Encima, se toman estas cosas de manera
diferente que nosotros. Las que he conocido estaban muy pendientes del amor y todo eso, y Conchita no debía de ser una excepción, no tendría esa suerte.
He tenido un par de novias y todas me hicieron alguna escena
de vez en cuando. Que no había llamado en una semana. Que me
había olvidado de su cumpleaños. Que qué menos que telefonear
para dar las buenas noches. Que si no digo nada en la cama. Que
si no soy tierno. Un agobio. ¡Y esos osos de peluche! Maldita la
moda de regalar osos de peluche a los tíos, que me iba con ellos
por la calle como un gilipollas y, cuando daba la vuelta a la esquina, buscaba un contenedor para tirarlos. Puede que esté feo,
pero ¿qué iba a hacer con ellos? ¡Ni siquiera tengo sobrinos!
228
Calibración de la longitud de onda
¡Qué forma de ver las cosas! Se imaginan lo que no hay. Hay
un chiste (algo durillo) que dice:
–¿A que no sabes por qué las mujeres se ven las películas porno hasta el final?
–¿No?
–Para ver si se casan los protagonistas.
Es broma, pero no sé… Mi experiencia no ha sido tan relajada y sabia como la de mi abuelita, por ejemplo. Una vez le pregunté a su novio si no le daba corte ir con una señora con mechas
verdes en el pelo. Y me contestó el tío:
–Con ochenta años que tiene, comprenderás que no estoy con
ella sólo por su cuerpo. Por mí como si sale a la calle con un loro
en la cabeza.
Joder con el novio… Pero, en general, las mujeres están mucho más pendientes de estas chorradas que los hombres, por eso
no llegan tan lejos en sus profesiones ni en nada. Para nosotros,
el trabajo, las aficiones, los estudios son lo primero. Eso sí, hay
que seguir algunas instrucciones para no perderlas. Aunque, a veces, las pierdes precisamente por ser considerado, que también
me ha pasado. No sabes nunca qué quieren. Cuanto más caña,
más te desean. Pero una cosa está clara: cuando se enamoran, es
prioritario.
Vaya aburrimiento.
**
Todo, todo iba mal. Encima, la carta que me llegó aquella mañana por correo. Eso sí que fue horroroso. Decía:
Querida señora Espinosa de los Monteros:
Mi hija, Mari Pili Viladesol, alumna suya desde hace años,
ha caído en manos de una farsante que dice que tiene poderes curativos y practica, dice ella, “terapias alternativas”. Yo creo que
algunas de estas terapias (y no digo todas, porque no estoy muy
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Polvo de estrellas
segura) pueden provocar la muerte de los incautos que crean en
ellas.
Mari Pili tiene cáncer desde hace tiempo (dos años). Le detectaron unos quistes en el ovario izquierdo y al principio acudía
normalmente a la consulta para hacerse radiografías, biopsias,
etc. Los médicos dijeron al principio que eran tumores benignos
pero que debían extirparse para estar completamente seguros.
Mi hija es terriblemente aprensiva y la idea de entrar en el quirófano no le hacía gracia, así que dio excusas a los médicos y les
pidió un par de meses para pensarlo. En este tiempo conoció a
una mujer mexicana, que tenía un grupo de “sanación” a las
afueras de Madrid (no sé más datos, nunca me contó cómo se conocieron) y comenzó a frecuentar sus reuniones. La convencieron de que los quistes eran problemas “mal aspectados” y que
sólo una “renovación del espíritu” la curaría íntegramente “en
cuerpo y alma”. A partir de aquí, todo fue una sucesión de excursiones al campo los fines de semana para “captar las energías
de la madre tierra”, realizar “movimientos de poder” y una serie
de estupideces que la han conducido al estado en el que está. Por
supuesto, abandonó el seguimiento de la medicina tradicional
porque esa bruja la convenció de que el cuerpo es un don natural y las enfermedades son “ocasiones para el crecimiento espiritual”. Mi hija ha perdido veinte kilos en dos años, y últimamente pasa todas las noches en vela a causa de los dolores, pero
insistiendo en que no quiere ir al hospital, porque eso pondría fin
a su “búsqueda espiritual”.
Querida señora: yo también siento gran admiración por usted
y he estado en algunos de sus cursos (aunque no tantos como mi
hija). Sé que usted ha hablado muchas veces de que la enfermedad tiene un aspecto espiritual, y que muchas veces reajustando
nuestro equilibrio, podemos curarnos. Éste es uno de los motivos por los que mi hija no quiere ir a un médico “tradicional”.
Por favor, ¿podría usted ayudarme y hablar con ella?
Una madre desesperada.
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Calibración de la longitud de onda
¿Cómo me podía pasar aquello a mí? Yo sólo digo lo mismo
que dicen médicos alternativos muy reputados y las medicinas
orientales. El Ayurveda, por ejemplo, define el estrés y la enfermedad como una “presión indebida de la experiencia”. Esto se
produce cuando el sistema mente-cuerpo se enfrenta a sucesos
para los que no está preparado y que no puede manejar de manera equilibrada e integrada. La presión de esta experiencia tiene
una influencia arrolladora sobre la fisiología. Más claro el agua.
Pero ¿desde cuándo le he dicho yo a nadie que abandone la terapia médica convencional? La medicina convencional es un gran
complemento para una terapia alternativa y, cuando la cosa es
grave, no hay color.
¿Tan difícil era que entendieran esto? Es que la gente es tonta, tonta, oye. Y empezaba a estar harta de mis alumnos, también.
Unos borregos irreflexivos, eso es lo que eran. Les fui cogiendo
manía a los pobres. Ellos no tenían la culpa de que yo estuviera
como estaba, pero no podía evitarlo. Todo me ponía de mal humor. Me sentía destructiva y autodestructiva, todo a la vez. En
clase, todas las cosas que decíamos me recordaban a Quique.
¡Tantos meses lavándome el cerebro! Natural.
Un día que estaba especialmente deprimida, me acordé del
desafío que me lanzó una vez que estábamos cenando en casa.
Dijo algo así como:
–Aceptarán como válida cualquier cosa que les cuentes.
Pues mira: ¡ya veríamos! Era el momento de hacer la prueba.
Jorobar (o jorobarme) era justo lo que me apetecía en aquel momento. Aprovechando que tenía que dar un curso sobre energías,
decidí dar el paso.
Y lo hice. Vaya si lo hice. Estaba arriba en el estrado, con el
aula llena hasta los topes cuando, en medio de mi disertación,
solté sin venir mucho a cuento:
–Somos capaces de sanar porque canalizamos las energías
diacrónicas y holísticas que nos llegan de Júpiter.
Eso dije. Vaya barbaridad. ¡Energías de “Júpiter”! ¿A santo de
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Polvo de estrellas
qué de Júpiter, precisamente? Me había guardado siempre mucho
de situar las energías en un lugar concreto. Es que iba en contra
de todo lo que había sostenido hasta entonces. La energía está en
cualquier ser, vivo o no vivo, como había insistido toda la vida.
No van a estar sólo en Júpiter. Y ni siquiera me acordaba en aquel
momento de lo que significaba “diacrónico”. Sincrónico es cuando ocurre una cosa a la vez que algo. Pero diacrónico lo tenía que
mirar, se me había olvidado ¿Y “holístico”? Está muy bien holístico, pero ¡ahí no pegaba con nada!
Me quedé acojonada por haber hablado a lo tonto. Es que no tenía la menor relación con el discurso anterior. No podían dejar de
verlo, era como un exabrupto. Esperé su reacción encogiendo un
poco el cuello. Me iban a coser a preguntas o, peor, se me iban a
echar encima. Aguardé unos minutos preparándome para lo peor.
Pero no decían nada. Silencio. Tal vez estaban rumiándolo.
Yo tengo un prestigio, y no es fácil reunir valor y discutirme, ya
lo sé. Tampoco es que lo hicieran muy habitualmente; mis explicaciones siempre han sido muy coherentes, no he lanzado nunca
cosas al buen tuntún. No he dado nunca motivos. Y, además, la
gente suele venir de buena fe y no a polemizar. Pero lo de “holístico”, “diacrónico” y “de Júpiter”, me lo acababa de inventar. Y
por las buenas.
Pero nada. Pasó el rato y nada. Para mi sorpresa, llegué sin
más novedad al final de la clase. Se lo habían tragado todo sin rechistar. Qué cosas…
Al salir, Oriol, un chico rubio y con gafas que estudiaba ingeniería, se me acercó y me dijo muy sonriente:
–Muy interesante lo que has dicho sobre Júpiter. No cabe
duda que un planeta tan enorme debe irradiar una energía poderosísima. Es maravilloso que podamos aprender a usarla y a canalizarla.
Me quedé de piedra. Pensé: «Me toma el pelo y ahora empezará a reñirme y a señalarme contradicciones». Pero no, no se trataba de eso. Pues qué va. Me miraba con total adoración.
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Calibración de la longitud de onda
¡Se me cayó el alma a los pies! No podía aceptar que la profecía de Quique se cumpliera. Eso sí que no. Sobre todo porque
no era, precisamente, ninguna profecía, ¡que era un escéptico!
Sentí que la tierra cedía debajo de mí. ¡Hasta en esto tenía que
fastidiarme! Me entró tal arrebato de furia que estuve a punto de
gritarle al niñato aquel: «¡Pero, retrasado, ¿acaso no sabes que el
Tibidabo ejerce sobre ti una fuerza gravitatoria mucho mayor que
el maldito planeta ése? ¿Y tú estudias ingeniería?».
Pero no dije nada. Le atravesé literalmente con los ojos. ¿Sabes eso que dicen de miradas que parecen cuchillos?; lo mismo.
El pobre se llevó una mano al cuello como protegiéndose. Le
miré con desdén y me marché.
Se quedó triste y desolado, pero, a partir de entonces, le vi
siempre en mis clases en la primera fila. Más entregado que nunca. No se perdía ni una. Arrobado delante de mí.
Es que no entiendo a la gente, oye.
*
Por si acaso, decidí no ir por su casa. No es que me diera corte, es que era mejor desligarse un poco. De tanto en tanto me venía algo así como un flash y me quedaba agarrotado pensando en
aquella mañana. Si me hubiera dejado llevar, podría haber acabado llamándola al móvil o cualquier chorrada así. Además, estuve
demasiado ocupado para ir por allí. Había novedades importantes por entonces. Parecía que mi futuro laboral se iba aclarando:
tenía una propuesta de trabajo interesante. No quería acabar haciendo sustituciones en un instituto como tantos de mis amigos,
o tener cuarenta años y seguir pidiendo becas de miseria.
En mi vida pensé que acabaría haciendo aquello, pero esperaba que me contratase un banco para hacer análisis de riesgos en
el mercado de futuros. Casi nada. Parece lejos de la física pero,
en el fondo, es trabajar con las ecuaciones de la termodinámica
de los procesos fuera del equilibrio, sólo que, en lugar de usar la
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Polvo de estrellas
presión, se usan las variables económicas. En fin, no quiero resultar pedante, pero se trata de aplicar la ecuación de FokkerPlanck a la economía. Nada más, ¿entendéis?
También empecé a salir por las noches. Los pocos conocidos
que tenía en Barcelona se sorprendieron y todo; no estaban acostumbrados a que fuera con ellos. Debían de pensar cualquier cosa
rara de mí…
Una noche, acodados en la barra de un bareto, alguien bromeó
sobre “eso” que algunos llaman amor y yo, muy seguro de mí
mismo, les dije:
–Lo que llamamos amor es el resultado de la impresión que
deja en un área de tu cerebro algo o alguien cuando esa zona está
bañada de sustancias relacionadas con el sexo. Digo algo porque
hay gente que puede quedarse colgada de una fotografía, de una
voz o, en el caso de un fetichista, de un zapato rojo.
–Con unos cubatas más, os contaría un par de cosas muy, muy
asquerosas –metió baza un amiguete.
–La intensidad de esa “huella” –proseguí yo sin hacerle
caso–, dependerá de la calidad del objeto del amor: los ojos más
bellos, las tetas más grandes, la conversación más inteligente, las
circunstancias más inusuales; y del reforzamiento en la impresión: la distancia sí es el olvido, tíos. Todo ello revestido según
los usos y mitos de la cultura donde suceda el flechazo.
–Amén… –asintió otro
Si me ponía a racionalizarlo –y más valía que lo hiciera en
aquellos momentos– el asunto debía ir más o menos por ahí.
Como cuando grabas en un disquete: la marca queda impresa
hasta que grabas otro archivo encima. Borra el anterior. Es parecido a aquello de «Un clavo quita otro clavo», pero biológicamente hablando. Y yo debía buscarme otro archivo como fuera;
uno menos jodido que Conchita, desde luego. Una tía de mi edad,
una que no se acostase también con mi padre. Y cuanto menos
“reforzamiento”, mejor: no pensaba ir por su casa.
Así que seguí saliendo algunas noches por ahí a buscarme un
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Calibración de la longitud de onda
archivo nuevo. Pero los que parecían con posibilidades de gustarme, que eran poquísimos, siempre llevaban al lado otro archivo macho.
**
–Vente que te presentaré al padre Vespucci.
Eso me dijo Paz por teléfono un día por la mañana. Iban a organizar una cena en su honor. Lástima que no podía ir. El padre
Vespucci estaba causando sensación entre mis amigos del cenáculo. Yo aún no había coincidido con él, y lo estaba deseando. Él
también había oído hablar de mí, de mi colaboración y de cómo
me sentía implicada en todo el movimiento mariano.
Este padre estaba muy interesado en las apariciones de la Virgen en Collejón de la Vieja y en aquel portento que era la señora
Teótima. Collejón es un pequeñísimo pueblo en Los Monegros,
de apenas cien habitantes. No hubiera merecido nunca la atención pública de no contar entre sus paisanos con una mujer vulgar y semianalfabeta que, sin embargo, tenía un don absolutamente divino y maravilloso. Después de haber estado años en el
extranjero, como tantos otros emigrantes de la posguerra, desde
hacía cuatro o cinco años, al jubilarse, se había vuelto a establecer en su pueblo natal, donde se reveló, al cabo de un tiempo,
como una importante sanadora y vidente. Poco a poco, y al amparo de la Virgen del Pilar, acabó creándose una gran fama. Mis
amigas me habían dicho que era de total confianza.
Yo no cesaba de leer los mensajes que transmitía la Virgen a través de ella. Aquellos escritos me estaban dando la paz que en aquellos duros momentos tanto necesitaba. Me parecían mensajes enviados directamente a mí. Dios me estaba probando muy
dolorosamente con mi caída en el adulterio. Y también con mis tremendas dudas sobre la autenticidad y corrección de mi vida personal y profesional. Pero tenía que sonreír, olvidar mis penas y seguir
adelante. Leyendo mensajes como éste, me daba cuenta de ello:
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Polvo de estrellas
La alegría es otra forma de oración. La alegría pura. La felicidad y la alegría son formas que tiene la gente de orar sin saber
que oran. Cuando se está feliz se está agradecido. Cuando hay
alegría y buen humor en la vida, se elimina la tristeza. Hablo del
humor que no está dirigido contra los sentimientos de nadie o a
expensas de ninguna otra persona. Al mirar la vida con buen humor se muestra la confianza en el cuidado de Dios. Es fácil estar
despreocupado cuando no hay nada que molesta y en realidad no
hay nada que produzca preocupación cuando se reconoce la conexión con Dios y con su amor. Al mantener alegría y felicidad
dentro de sí, están creando de acuerdo con el plan de Dios.
El plan de Dios para cada uno de nosotros es el BIEN. Nosotros somos los que vemos la vida como difícil. Nosotros somos
los que tenemos una visión tenue de la vida. La gente se apega a
sus problemas como si fuera un premio añorado. Suelten sus
problemas y permítanle a la alegría y al buen humor entrar en
sus vidas. Cuando abren su mente al buen humor, a la alegría y a
la felicidad, se están poniendo al lado de Dios.
A lo largo de las edades la gente ha tratado de traer alegría a su
vida mediante influencias externas: bebida, drogas y todo tipo de
preparados. Estas aplicaciones externas no dan resultado. La verdadera alegría es una cualidad interna alcanzada al estar SINTONIZADOS con Dios. Cuando uno está verdaderamente conectado con
Dios, se encuentra la alegría interna que eleva y es curativa.
Esforzaos en estar con Dios, que éste sea vuestro objetivo.
Estar sintonizados con Dios es estar en alineamiento completo
con él. Estar alineado es estar en línea recta con Dios, con su poder y su amor. No habrá ángulos que obstruyan su conexión con
Dios a través de la oración.
La oración es colocarse en alineamiento directo para recibir
el flujo de toda la esencia de Dios.
¡Sí, eso era! Reconocía esas palabras en lo más íntimo. «En
alineamiento con Dios», me parecía una expresión portentosa;
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Calibración de la longitud de onda
parecía hablar de astrología pero sin caer en la superstición. Era
un estilo sincrético con el que yo me sentía identificada. Entendía plenamente su significado más oculto. Sólo cuando leía aquellos textos encontraba la paz y me olvidaba de aquel chico. Eran
milagrosos y lo había comprobado por mí misma. No podía creer que fuera sólo por casualidad el que alguna vez me hubiera encontrado como testigo de los sucesos maravillosos de aquel pequeño y humilde lugar, ni pensaba desaprovechar la oportunidad
que se me brindaba desde algún lugar misterioso. Yo había estado presente alguna de las veces en que aquella mujer relató lo
que veía durante las apariciones. Verdaderamente, ponía la piel
de gallina escucharla. No dejaba de recordar la cara transfigurada de la señora Teótima cuando contaba de qué manera se quedó
maravillada cuando vio a la Virgen con su “radiante e insuperable belleza”. Decía que «sus vestidos brillaban al sol, y que las
piedras de la colina, los caminos, reflejaban el brillo de su luz, y
que parecían de oro». Decía «que un arco iris que la acompañaba
teñía los matorrales, los olivos, todas las plantas de manera que
parecían celestiales», que «todo brillaba como oro y que su rostro era tan bello que le dolía».
¡Qué hermoso! ¡Qué maravilla estar iluminado así por la gracia! Caer en éxtasis como los de ella. Éxtasis verdaderos, no
como los míos, que no eran éxtasis ni eran nada. Me sonrojaba
cuando mis amigas osaban compararme con la mujer que yo tenía como a una santa. Si ellas hubieran sabido qué clase de atormentado ser humano era yo, qué persona tan confundida…
Ellas y yo, cada vez que podíamos, nos escapábamos allí y vivíamos momentos de auténtica emoción. Yo no había experimentado algo así desde que de pequeña mi madre me llevaba a
Garabandal.
Hacía mucho tiempo que no tenía una sensación tan clara de
estar hallando por fin el verdadero sendero del que nunca debí
apartarme. Me tocaron vivir malos tiempos. Álvaro trastocó mi
vida. Me arrancó de mi familia y abandoné algo que nunca hu237
Polvo de estrellas
biera tenido que abandonar. Mi padre me desterró (¡y yo había
sido su favorita!), mi madre y mis hermanas me compadecieron
y casi seguro que me despreciaron. Fue una caída en todos los
sentidos: económica, moral y social.
Y luego, encima, me dejó. Le detesté tanto por aquello que
cuando tuvo el accidente hasta me alegré por unos momentos.
*
No, no tenía ningún remordimiento. La culpa había sido suya.
De mi padre, quiero decir. ¿Cómo se le había ocurrido que podíamos formar una familia normal? Resulta que deseaba una familia,
ya ves. ¿Y dónde estaba cuando la necesitamos nosotros? Nunca
pude contar con él. Y mi madre, menos, pobre mujer. Y mira que
le adoraba… Es que me indigna… ¡Pero si yo recuerdo que le
abrochaba hasta los zapatos! ¿Es posible o sólo es un sueño que
recuerde a mi madre, siendo yo pequeño, echarle desodorante a
mi padre, que se limitaba a levantar los brazos al salir de la ducha, como si tuviera un ayuda de cámara? Y ya he dicho que le
pelaba las uvas. No sé por qué cojones me tengo que acordar tanto de eso, coño. Quizá porque a mí, de crío, se me atragantaban
las semillas y no me hacía caso.
Si quieres mantener a tu marido a tu lado, ya se sabe: deja que
se le pase el “sarampión”.
Increíble: nunca pudo entender por qué mi madre no quiso
comportarse así. Él tenía un estereotipo de esposa y resultó que
no funcionó como debía. Ya ves: él solo quiere vivir bien, comer,
leer sus novelas de intriga, follar –eso sí– con una mujer que le
atraiga, sea la suya u otra, y que le dejen en paz. Tiene muy claro
qué es una esposa, qué es un hijo de su sangre, qué es un portero,
qué es un pasante; y espera que se comporten de acuerdo. Si no
lo hacen, es que no funcionan. Te le imaginas sacudiéndoles
como si les fallase la pila. Yo soy “el hijo”, que ha vuelto a casa,
que ha estudiado una carrera –todos los Espinosa de los Monte238
Calibración de la longitud de onda
ros son inteligentes y hacen carrera–, y que tiene los problemas
típicos de un joven. Y no le marees mucho más.
Él quiere un Hijo. No a mí.
**
Rezaba y me distraía como podía, pero la ansiedad me corroía
por dentro. Sólo me salvaba Collejón: a la que me alejaba de allí,
me comían los demonios. Me flagelaba mentalmente de forma
continua. Era una pecadora, una adúltera y una incestuosa. Y menos mal que me descargaba mucho con mis alumnos. Ya sé que
no estaba bien, que por un lado rezaba y por el otro hacía el mal.
Lo sé. Pobres. Yo seguía sometiéndoles a pruebas a cuál más estúpida.
Pero no se desanimaban en absoluto, tampoco.
Un día aparecí con el plato de una antena parabólica que habíamos descartado en casa al poner todos los vecinos una de comunitaria. Pues bien, les tuve una hora concentrados y en silencio, sentados en el suelo dándose la mano los unos a los otros en un corro y
conectados los de los extremos a dos cables que salían de la antena,
que no estaba enchufada ni nada. ¿No encontraban fantástica la
energía de Júpiter? Pues venga, a “canalizarla”. Y lo hacían con entrega.
El más entusiasta era Oriol, el ingeniero. Encontraba un sinfín
de justificaciones científicas a mis experimentos. No tenía ni que
inventármelos yo.
–Esta antena también nos permite captar las diferentes “energías errantes” que hay a nuestro alrededor. ¡Podemos utilizarlas
para cargarnos con ellas! –aseguraba.
Yo no sabía qué pensar. Dicho por él, ya no tenía tan claro lo
de las “energías errantes”. Sabía que era un idiota y que no hacía más que seguirme la corriente. Pensaba que yo era el Papa,
por lo menos, y repetía como un loro las cosas que yo había contado en mis clases. ¿De qué me servía estudiar y dar meditadas
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Polvo de estrellas
explicaciones de las cosas si ellos absorbían por igual las tonterías que las verdades? Sentía que allí había habido siempre un
error, algo que había fallado en mi vida profesional. ¿Cómo hacerles entender las diferencias entre la verdad y la invención?
Debía reconocer que nunca en las clases se había mostrado nadie muy exigente con “las pruebas”. Se había basado todo tanto
en su confianza en mí que daban por buena cualquier cosa que
yo les dijera. No me creían por los argumentos que yo les daba;
me creían a priori. Sabían de sobra que yo era honrada y que tenía una reputación.
Y que tampoco les gustaba demasiado polemizar, desde luego.
De hecho, me acordaba de la vez en que Quique vino a una de mis
charlas: me pidió que demostrase lo que afirmaba y a la gente no
le cayó bien su exigencia. Simplemente, querían creerme.
Era una situación molesta.
–La energía, ni se crea, ni se destruye, siempre está ahí –seguía diciendo.
Estupendo, una frase preciosa, también. Le sonreí enigmática
y se sonrojó de puro placer. ¿Así que eso es lo que siente un
gurú? Poder, desprecio, vértigo, impunidad…
No era para mí.
–¡Mira, Conchita! –me dijo una chica muy bonita, con una
larga trenza morena, alumna de toda la vida–, se me han curado
las verrugas que tenía en la mano, ¿te acuerdas? Me dijeron que
visitase a un sanador muy bueno, pero con la antena me ha ido
perfecto. ¡Funciona! Estoy curada.
Pues nada, magnífico, no le había hecho falta ningún sanador.
Con la parabólica de Enrique se las había arreglado. ¿Ves que fácil? «Funciona», decía.
Quique, que es ateo, una vez se había burlado de mí diciendo
que la Virgen de Lourdes, igual que la astrología, también “funcionaba”. Yo, porque soy católica, sé que la Virgen “funciona”
seguro y no me impresionaban sus ironías, pero ¿la parabólica de
Enrique? ¿Ese trasto que no estaba ni enchufado a nada? Vamos,
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Calibración de la longitud de onda
ni hablar; ¡qué más! Ni sanadores, ni antenas: «El beso de la
abuela», que dijo él, y para de contar. El principio debía de ser el
mismo, imagino. El placebo ése. ¡Qué barbaridad!
–Es cierto, la respuesta está en Júpiter, como tú dijiste –insistió Oriol, maravillado–. La energía que recibimos es brutal.
Yo permanecía callada y sin decir ésta boca es mía. Ellos estaban muy inquietos por mi silencio e inexpresividad y daban
vueltas a mi alrededor nerviosamente. Había tres o cuatro alumnos míos de siempre y tres o cuatro caras nuevas que habían aparecido hacía poco. Amigos de ellos, según dijeron.
–Es increíble –seguía el muy pesado–, y aún hay gente que no
cree en el poder de los planetas y de las estrellas. Y eso que muchos grandes científicos han asegurado que la astrología es una
ciencia.
¿Qué tendría eso que ver con la parabólica? Ya me tenían harta.
–Y que la tierra es plana –contesté en tono antipático.
¡Ahí va lo que dije! Se quedaron callados y asombrados. Mis
palabras retumbaron por la sala. Hasta yo estaba algo sobrecogida. No se lo podían creer. Ya que la Tierra no es plana, era como
decir que la astrología no era cierta. ¿Cómo podía decir algo así?
Se miraron perplejos los unos a los otros. ¿Insinuaba de golpe
que ahí había una mentira? ¿De verdad estaba dudando de la astrología, con lo bien que les había hablado siempre de ella? ¿Y de
la energía de Júpiter? No fastidiemos. ¿Esa que es diacrónica y
holística, todo a la vez? ¿Quería yo sembrar la duda sobre su autenticidad?
Escrutaban mi cara buscando ansiosamente una señal. Me entró la risa. Sentía la fuerza de su concentración y el desamparo de
su inseguridad y me parecían risibles. Como unas calculadoras,
estaban valorando todas las posibilidades de escape. Todo menos
la verdad. Eran incapaces de pensar que yo les vacilase. Y así fue:
llegaron a una curiosa conclusión de forma unánime. De una manera, fíjate, que yo entendí como inevitable, no sé por qué.
Sonrieron: lo sabían. De una forma instintiva y colegiada; no
241
Polvo de estrellas
tuvieron ni que hablar entre ellos. Sin duda, yo no quería decir lo
que parecía que quería decir. Si yo hablaba así era para que ellos
se esforzaran en adivinar lo que de verdad quería decir. Lo que
había detrás de la apariencia. No, no había duda: detrás de mi comentario, había un enigma. Un enigma, un esfuerzo, que era
exactamente el camino que les llevaría a la sabiduría
Mira que lo vi claro. Me sentí como madame Blavatsky. Una
semidiosa. Estaba en la cumbre y les movía de los hilos como si
fueran marionetas. Les había hecho “míos”. El misterio era más
grande de lo que suponían. Y yo, muchísimo más interesante.
Fascinante. Qué cosas. Sólo tenía que hablar con autoridad.
Cuanto más absurdo, cuanto más irracional, más poder para mí.
Aunque, y eso también lo intuí, soy muy sensible yo para esas
cosas, ¿quién tenía en realidad el poder allí? Ojo con eso. No estaba tan claro, no creas. En realidad, yo ya podía decir lo que
quisiera que ellos me iban a interpretar justo como les conviniera. No querían encontrar más que lo que buscaban. Como en
esos conciertos de rock, daba igual lo que les ofrecieras: ellos ya
venían borrachos.
Eran felices. Había hecho lo correcto: les había dado caña.
Poquita, pero caña. Y aún me adoraban más.
¿Hasta dónde querían que llegase? ¿Hasta dónde quería llegar
yo?
Definitivamente: no era para mí.
¡Dios mío, qué pesares! ¡Qué momento crítico en mi vida!
Muy duro, ¿eh? Menos mal que tenía mi religión y sabía que contaba con algo firme. Daba gracias por ello cada día. No todo el
mundo sigue una vida rectilínea, me consolaba pensando. Quizá
a mí se me había destinado un camino menos directo para llegar
a la meta. Y tenía claro qué meta era ésa. De alguna manera, estaba dando una vuelta completa para volver al punto de partida.
Y ese punto de partida era el catolicismo más ortodoxo, el que
me inculcaron de niña. Sin duda alguna. El camino había sido
tortuoso y volvía con un montón de errores a mis espaldas, pero
242
Calibración de la longitud de onda
sabía que la Virgen estaba al final del túnel abriéndome sus brazos. Allí, al final, me esperaba la paz.
Pero al final, digo, ya que yo por desgracia aún estaba en el
túnel. En medio de él… Y en un túnel bien oscuro, porque yo seguía de los nervios… Collejón y mi reputación mariana eran una
gran oportunidad para mí en todos los sentidos, y yo estaba perdiendo el tiempo obsesionada por otras cosas. Es que mi mente
estaba en otra parte. Siempre lo estaba. ¡Era un desespero! ¡Tenía
que encontrar una solución! Alguna manera de olvidarle y de poder concentrarme en lo que realmente me interesaba en aquel
momento. No dejaba de darle vueltas a mi cabeza. Dale, dale, y
venga con ello. Es que me volvía loca.
Y eso es lo que pasó: volví a tropezar con la misma piedra;
volví a caer en lo mismo. Al final se me ocurrió telefonearle yo.
Como lo oyes. Más atontada, imposible. Pensé: «Vale, le llamaré
al móvil o quizá pasaré por su casa». No quería nada de él, que
quede claro. Nada sexual, quiero decir. Sólo saber, ver por mí
misma que le importaba un pimiento. Creía que era la única manera de curarme. Pensaba que iría allí con algún pretexto y que,
con sólo cruzar unas palabras, me convencería de la tontería que
había sido todo. Quizá una buena idea sería mostrarle la carta de
la señora aquella con la hija enferma.
Que iba a gustarle, seguro. Le iba a dar ocasión para regañarme y decirme algo sobre “la irracionalidad y la ambigüedad” del
mensaje que transmitimos los que estamos en este mundillo. ¡Pobres de nosotros!, aún vamos a ser los malos de la película.
Pensaría que iba a su casa porque estaba preocupada –bueno,
y lo estaba, y mucho– por la salud de aquella chica que, por otra
parte, no recordaba en absoluto. Me propondría soluciones, podría hacer de sabiondo y, supongo, y eso era lo importante, me
daría alguna explicación por no haberme dicho ni mu durante dos
semanas. Era un poco humillante para mí, pero era una excusa
muy buena. O eso creía yo.
Parecía un buen plan.
243
Polvo de estrellas
*
¡Conchita vino a mi casa! Me pilló por casualidad. Estaba con
el papeleo del contrato y ya no pasaba tantas mañanas en mi estudio como antes. Me dejó de “pasta de boniato”, que dicen aquí.
Yo no me lo podía creer, porque justo en aquel momento tenía un
ataque de añoranza. Añoranza de ella, quiero decir. Me había venido pasando últimamente, pero lo llevaba muy bien. Todo bajo
control. Pero llamaron a la puerta y abrí. No desde la calle, no por
el portero electrónico; directamente a la puerta. Yo creía que era
el propietario que llamaba para quejarse de algo. Me tenía harto
el hijo puta. Abrí de mala leche, y era ella. Que «alguien salía y
he aprovechado para entrar». Que «ya sabía que tenía que haber
llamado desde abajo para no asustarte».
¡Asustarme! Qué idea. No estaba asustado, estaba estupefacto. Me había quedado mudo. Que «había ido al dentista y, como
caía cerca…». Y el dentista lo tiene a ocho manzanas más abajo
por lo menos, que tenemos el mismo.
Y no sé qué de una carta. Dale con la carta. Me la agitaba bajo
la nariz como si fuera una factura. Yo no podía ni abrir la boca.
Para qué abrirla. Bueno, sí. Para qué, sí.
Simplemente, me eché encima de ella. Sin preámbulos, sin
avisar. Sin escuchar qué decía. La apreté contra la pared y la besé
en la boca hasta quedarnos sin respiración. Ella se colapsó inmediatamente. Se entregó del todo, se dejó hacer. Sólo decía: «¡Oh,
mi amor!, ¡oh, mi amor!». Pero esto me ponía aún más frenético.
Tenía los ojos cerrados y las aletas de la nariz dilatas. La besé en
el cuello, le apreté los pechos y recorrí sus muslos con mis manos. ¡Conchita! Empecé a desabrochar con urgencia su blusa, su
falda, le arranqué la ropa interior.
No sé ni cómo caímos en mi cama. Ella me cogía del pelo y
apretaba su boca contra la mía. Sus besos eran tan largos y rabiosos como los que yo le daba. Me emocionaban tanto que cerraba
los ojos y me parecía caer a un pozo con ella. A un abismo verti244
Calibración de la longitud de onda
ginoso. «¡Oh, caemos, caemos!» Le sujetaba con fuerza los brazos a ambos lados de su cabeza y ella se retorcía y gemía debajo
de mí. La deseaba locamente. ¡Cuánto la había echado de menos!
¡Conchita!, ¡Michelle!, ¡Conchita/Michelle! «Ven, quiero estar
dentro de ti –pensaba–. No hay otro lugar para mí.» Me dolía intensamente el tiempo perdido. ¿Cómo pudo haber sucedido?
¿Cómo había podido ser tan capullo? ¡Conchita! Sentía cómo se
estremecía, cómo murmuraba palabras que casi no entendía. Pero
cuando decía mi nombre, parecía que me quemaba. Sólo quería
hacerle el amor, tenerla.
Entré en ella para apropiármela y para perderme para siempre.
Y fue intenso, embriagador. En un delirio de imágenes insensatas, me encontré pensando, como en un sueño lejano y nebulosamente perverso, que allí donde estaba yo había estado antes mi
padre y que allí volvería a estar. Y sentí una absurda ternura por
nosotros tres. Me sentí insensatamente superior, como un dios
distante, benevolente, dionisiaco, ajeno a absurdos pesares humanos.
Ella nombraba según su estilo a todo el panteón católico y
aquel sinsentido me excitaba locamente. Cuando llegó el clímax,
el orgasmo, el momento cumbre y vi sus ojos, creo que perdí del
todo la cabeza. ¿Dije «Te quiero» o sólo estalló algo en mi cráneo,
como un cohete pirotécnico, como las estrellas fugaces de aquella
noche, como meteoros que caen en un dibujo organizado?
No, no lo dije. Me mordí los labios y no lo dije. Me abrumaba una ola de emoción, de ternura y de indefensión. Fue un momento de felicidad máxima y de terror. No sé por qué, no puedo
recordarlo, pero cuando acabamos, al cabo de unos minutos de
descansar destrozado encima de ella, me deslicé y me giré de espaldas. No me sentía bien. Ella seguía agarrada como una lapa a
mí, tierna y apasionada, en una meseta alta llena aún de posibilidades.
¡Mierda! Si yo pudiera rebobinar. Pero nunca se puede. Voló
la mariposa, pero abrió el paso equivocado. No era el de la bue245
Polvo de estrellas
na suerte. Abrí un camino nuevo con un gesto y llevaba directo al
huracán. No estuve a la altura. Era el momento crítico, la prueba
de fuego, el instante en que se rompe el puente entre los sexos: el
momento de la madurez que yo no tenía.
–¿Tienes sueño? –me dijo mimosa y anhelante.
–Un poco.
–Me ha gustado mucho, de verdad. –seguía–. Creo –y se
acurrucó contra mí–, que me ha pasado algo que hacía mucho
tiempo que no me pasaba. ¡Eres tan apasionado! Y yo que te
veía como un chico helado, seco, sin emociones. ¡Un frío racionalista!
¡Un frío racionalista! Qué boba. ¿Por qué frío? Si lo hubiera
dicho antes de hacer el amor, me habría parecido una tontada y
no habría hecho caso; pero en aquel momento, un tópico así me
parecía excesivo. Y eso que su voz era tan musical, tan feliz. Y se
reía. Charlaba y charlaba. Estaba encantadora. Sé que lo estaba,
pero a mí, de golpe, me agobiaba. Las mujeres tienen estas cosas.
Mientras tú desciendes a plomo, ellas planean y planean como
cometas chinas, animadas y vibrantes.
–¿Sabes? Es como un milagro. Nunca pensé que fueras así,
¿sabes?… ¿Duermes?… Hay que ver cómo quedáis de agotados.
¿Estás agotado? ¿A ver?
Sonreía y empezó a acariciarme, de nuevo y yo la volví a desear. El pelo le caía por la cara y su boca me buscaba. Sus pechos
estaban tensos bajo mis manos. Suspiraba profundamente mientras nos besábamos y abrazábamos.
–¡Háblame, cariño, dime cosas!
–Yo no sé decir cosas –dije atrayéndola hacia mí.
–Si, sabes, amor mío.
–No creo en palabras de éstas –contesté–. Cállate, cállate y
ven. No soy romántico.
Ella estaba muy excitada y creía que la provocaba, como en
un juego.
–Sí sabes: me has dicho “te quiero”.
246
Calibración de la longitud de onda
Tenía una voz ronca y la deseaba intensamente, pero aquello
me hizo parar.
–No te he dicho nada de eso –respondí bruscamente.
Me miró con ojos incrédulos, dolidos, profundos.
–Yo no digo que estés enamorado de mí, sólo que… –musitó
defendiéndose absurdamente.
–Mira, Conchita –la interrumpí–, antes de que haya malos entendidos: para mí esto es estrictamente sexo y, a veces, dices cosas porque te salen, por mimetismo, porque son culturales, por la
excitación del momento. Igual que segregas semen y jugos, segregas palabras, pero es puramente físico.
Todas estas estupideces dije. Era innecesario todo aquello.
Conchita no era estúpida, sólo quería que aquel instante fuera bello, yo lo sé ahora. Que hubiera ternuras y gestos. Que no fuera
sólo un “sórdido revolcón”. Era su modo de enfocar las cosas,
muchas mujeres lo hacen, qué le vamos a hacer.
Vi el relámpago de dolor en sus ojos. Quise atraerla hacia mí
otra vez para terminar lo que habíamos empezado. Pero fue peor.
Estaba alarmada y hundida.
–Me miras como si fuera un alienígena que te hubiera “abducido” –me oí decir.
Y le sentó como un tiro. Pero como un tiro, ¿eh? Yo ya sabía
que se lo iba a tomar mal, pero no pude evitarlo. En situaciones
de ansiedad, noto que se agudiza en mí la tendencia a la broma
pesada, fuera de lugar. «Tu sentido del humor suicida» que dice
mi padre. Cuanto más hablo, más la cago. Me veía desde fuera,
desde una especie de cuerpo astral de los que le gustaban a ella,
diciendo cosas cada vez más estúpidas y desagradables, cayendo
por una espiral que no controlaba. Me sentía acorralado y agresor
a la vez.
Si hay pecados, si hay crímenes, ésos son los del amor. Lo
comprendí entonces, pero no supe evitarlo. Ella en pocos segundos recuperó toda su ropa y se vistió. Luego cogió el bolso y desapareció por la puerta.
247
Polvo de estrellas
De todo lo que tuve aquel día, no quedó nada. Qué rápida puede venir la catástrofe en un instante. Porque yo, que me sentía un
dios muy poco antes, ya no era más que un miserable. Supe que
era un miserable, y que había perdido algo bello en un momento.
Que lo había hecho yo solito, y que me lo había ganado a pulso.
Que era irremediable. Que se había ido para siempre.
Sólo quedó una estela amarga, como una sombra, como el espectro de un momento mágico y fugaz, de una luz que ya no iba
a recibir nunca más.
Creí que ya no volvería a tocarla.
248
CÁLCULO DE LA VELOCIDAD
**
Orad, limpiad vuestras mentes de todo temor, envidia, celos,
malicia y desesperanza. Traed al altar del Dios Único del Universo una convicción renovada de su Poder. ¡Creed en estas palabras, creed en el Poder de Dios para que os acompañe cada
momento! Renovad vuestra fe en el bien y en Dios. Buscad en
vuestro corazón para que encontréis respuestas que vendrán a
vuestra mente en el momento apropiado. Tened fe en vuestra habilidad de oír la verdad a medida que sea dicha.
¡Sí, Dios mío! A mí una vez me hirieron de muerte, no sé cómo
pude sobrevivir. Álvaro me clavó una vez –en sentido figurado, claro–, un puñal. Hay momentos en la vida en que se te viene encima
algo y sabes que te va a marcar para siempre. Lo estás viviendo y
dices: es ahora. Como un animal en el campo, en la sabana, donde
sea, sobre el que cae de improviso una sombra y sabe con total certeza que puede darse por muerto. Puede ser la de un oso, la de un
águila, la del animal que quieras, pero él sabe que lo va a matar. Él
sólo ve la sombra y sabe que es su fin. Dicen que la gente que tiene
un accidente de coche se ve a sí misma desde fuera. Se observan.
Son testigos de su muerte. Van dando vueltas de campana o cayendo por un barranco, se distancian y dicen: «Me voy a morir».
Esto me sucedió a mí una vez. Un momento antes estaba viva
y tenía por delante toda una vida. Y luego estaba muriendo y
nada podía impedirlo. Estuve muerta mucho tiempo.
249
Polvo de estrellas
Imploro a toda la gente de la Tierra para que dedique tiempo a
la oración por sus seres queridos y por el mundo. La oración es
algo que cada persona puede hacer. La oración es urgente. Rezad
vuestras oraciones como os fueron enseñadas cuando niños. Una
y otra vez Dios ha dicho que orar es simplemente hablarle a él.
Oro y te pido que me ayudes. Escucha: cuando conocí a Enrique pensé: «Aquí tengo un refugio». Tal vez nunca hubo pasión,
aunque el sexo, Señor, siempre estuvo bien. Tranquilo, confortable, seguro. Casi santo. Enseguida vi que no iba a ser como con
alguien más joven. No era lo mismo. Al principio, él se daba
cuenta y me decía, algo inseguro: «He estado muy rápido, ¿verdad?». Pero yo quería quitarle importancia. Me convencí a mí
misma de que con el tiempo nos conoceríamos mejor, nos estabilizaríamos, no tendríamos tanta necesidad de demostrar nada.
Hay mucha presión al principio, pobres hombres, y luego pareció
que algo sí que mejoraba. Nos fuimos adaptando. Prefería menos
fuego y más lealtad. No que me “transportasen”, sino que me
quisieran, que me cuidaran. Ya me transportaría yo.
Viví varios años en un puerto, Señor. De repente, de la manera más absurda, salí a navegar con un inmaduro y me encontré
zozobrando. ¿Por qué tuve que complicarme la vida?
¿Qué es lo que teméis? ¿Qué es lo que necesitáis? ¿Cómo deseáis ser? ¿Cómo deseáis ser tratados por los demás? ¿Sois sanos? ¿Estáis viviendo armoniosamente? Todas estas necesidades
y deseos deben ser traídos a Dios con el corazón y con la mente.
¿Que no lo entendéis?
Sí, es cierto, no entiendo nada: ¿por qué Enrique me lanzaba
continuamente a su hijo? ¿Qué creía, que éste es un mundo de
fantasía, un mundo como las películas de Walt Disney? Es muy
cómodo decir: «Mira, mejor te vas al cine con Quique, que no
hace nada hoy»; «Venga, Quique, acompáñala tú al mercado ése,
250
Cálculo de la velocidad
que mañana madrugo». Y todo eso. Por pura comodidad. Que yo
tenía más ganas de salir y de hacer cosas que él. Es el problema
de la diferencia de edad. Como cuando me dio por montar y tuve
aquel caballo tan joven, ¿te acuerdas?, que me volvió loca. Cuando él empezaba a calentarse, yo empezaba a agotarme. Llegaba
un punto en que él no quería parar de galopar, y yo ya no podía
con mi alma. Vivíamos tiempos distintos.
Y, luego, ha subestimado mi sexualidad, Señor, la que tú me
diste, que yo soy lo que tú has querido que sea. Al principio, le
preocupaba si era muy rápido. Después, ya entramos en un período en el que él me daba todo lo que podía y yo no le pedía más que
lo que podía darme. Parecía una adaptación.
Pero nunca hemos sido iguales. Que son veinte años. Ya sé que
dicen que la Virgen era mucho más joven que san José; pero ellos
eran santos, Señor. En la tierra, las cosas son más complicadas.
Enrique está tan convencido de que, porque me acerco a los cuarenta, se van a borrar las diferencias, que pierde de vista la realidad. Es como si para una mujer acercarse a los cuarenta fuera
como lo que vemos en las películas donde aparecen naves intergalácticas que pasan a la velocidad de la luz. «Capitán, nos acercamos a los cuarenta», dice un piloto y, de repente, ves que la
nave pasa instantáneamente a la cuarta dimensión y en la pantalla
aparecen millones de estrellas abriendo paso. Y ya eres mayor.
Mayor y sensata. Mayor y asexual.
A las mujeres no nos gustan los hombres más jóvenes. A las
mujeres no nos afectan las revistas porno con hombres desnudos.
Pues has de saber que esto no está tan claro. Depende de cómo estés educado o del momento que vivas. De si te lo crees o no.
¡Ya no sé qué es el sexo! ¿Qué es la atracción? Era un crío y luego ya no era un crío. Cuando caíamos hacia las estrellas debería habérmelo imaginado. Donde hay una caída hay una torta. No falla.
Si es beneficioso entrar en una iglesia y orar, entonces por todos los medios habéis de hacer esto. Si os resulta mejor orar hin251
Polvo de estrellas
cados de rodillas, entonces hacedlo. Usad cualquier posición,
cualesquiera palabras o lugares que os capaciten para orar. Los
lugares, palabras, las cuentas del rosario y las iglesias no son lo
importante; lo que es de la mayor importancia es vuestra voluntad de comunicaros con el Dios Único.
Sí, Dios mío, compréndeme: ¿cómo puede esperar alguien
que no me afecte caer hacia las estrellas con un chico joven y
guapo que sólo lleva un calzoncillo? Llevaba un bóxer de algodón azul muy discreto y elegante, ¡pero un calzoncillo de todas
maneras! Cuando dijo «Gigante Roja» no sé qué me pasó. Es que
son los nombres de las cosas los que me afectan mucho a mí. En
esa oscuridad, en este vacío, en ese silencio del cielo, a esas distancias monstruosas, hay algo que es una Gigante Roja, que se
expande y se traga lunas y planetas y que se llama Antares o Aldebarán. ¡Y tú ya sabes lo mucho que me conmueven el cielo y
los nombres enigmáticos, Dios mío, no lo puedo evitar! Y Aldebarán tiene las dos cosas además, ¿qué hubiera podido hacer?
Aquello marcó mi ruina, lo sé. Allí empecé yo a despeñarme, a
caer al vacío. A girar hacia el sumidero.
Y aquí estoy, Señor, hecha polvo, hundida en la miseria y
¿embarazada? ¡Es que no me viene! Ya sólo me faltaría esto.
¿Qué me puede estar pasando? ¡Si yo no puedo tener niños, es lo
que me dijeron siempre! Pero ¿qué es imposible para un Dios que
me quiere castigar? Nada, yo sé que nada. Pero, ¡cielos!, espero
que no. A ver que le digo yo a Enrique, ¿cariño, vamos a tener un
nieto?
Durante los azarosos días que se os avecinan la oración os
dará calma, valor y esperanza a medida que establezcáis las vías
de comunicación con Dios. Venid con vuestra oración. Recordad
siempre que lo más importante es vuestro deseo de orar en vuestra propia forma y manera.
252
Cálculo de la velocidad
Azarosos son los días que se me avecinan, sí, porque, encima,
he cometido incesto. O parecido al incesto. ¿Y cómo vuelvo yo a
la vida de antes? Porque yo no voy a olvidar enseguida de qué
manera hicimos el amor. La emoción de acariciar un cuerpo tan
bello. Creo que tiene el cuerpo más bello que he visto en mi vida,
y perdóname Señor. Antes, no le daba ninguna importancia. A la
belleza del hombre quiero decir. Tampoco era aquello de “el
hombre y el oso y tal”. No. Pero me educaron de otra manera.
Las novelas que leí, las películas que vi de adolescente, hurtaban
la belleza masculina. Quizá porque las elaboraban hombres y
sólo querían complacerse a sí mismos. Ahora las vuelves a ver y
te haces cruces de lo feos y viejos que eran todos, y de lo jóvenes
y guapas que eran ellas. Pero hemos cambiado, Señor, ahora todo
es más democrático, ya ves. Me emocionó su piel, tienes que saberlo: tan suave, tan firme. Y sus besos; esa lengua fresca y dulce. El tenue brillo de su vientre plano, esos brazos. Esos abrazos… ¡Ah!… ¡Perdóname, por favor! Tú pides comunicación, y
yo me comunico.
La sinceridad es vital para orar. Dios conoce las más profundas añoranzas y los deseos mejor guardados de cada uno. Él conoce cada pensamiento que la mente esconde. No hay nada escondido para Dios.
Pues, sinceramente: no sé cómo volver atrás.
«Él conoce con qué sinceridad lo buscáis. Con persistencia y
sinceridad rogad al Dios Único del Universo para que os ayude a
establecer las líneas de comunicación con él.»
¡Qué palabras tan reveladoras! ¡Qué vidente, qué santa! Parece
imposible que una mujer tan rústica, una fregona emigrada a Francia después de la guerra, pueda decir las mismas cosas que filósofos, teólogos e intelectuales pronuncian con ésas o muy parecidas
palabras. Son como un oráculo, una guía. ¡Hablan de mí!
253
Polvo de estrellas
Dios conoce las más profundas añoranzas y los deseos mejor
guardados de cada uno. Él conoce cada pensamiento que la mente esconde. No hay nada escondido para Dios.
Sí, Dios mío, no tengo nada que esconderte, me he abierto a
ti. Estaba enamorada de alguien a quien no debía amar y lo he admitido. Estaba que ni dormía por el hijo de mi marido, por un
ateo que no se me merecía, por un ser sin corazón ni sentimientos. Y tú me has castigado por ello. ¡Y con justicia!
Rezad vuestras oraciones como os fueron enseñadas cuando
niños.
¡Qué maravilloso consejo, qué gran verdad! Sé que sólo encontraré la paz volviendo a mis raíces, a las enseñanzas de mi
Iglesia, a la inocencia de mis oraciones de niña.
Sí, sé que va a ser duro, sé que voy a sufrir para renacer de
otra manera, para dejar atrás mi vida pasada y todo lo que era importante para mí. Y si Enrique lo entiende, mejor, y si no, caminaré sola.
¿Sois sanos? ¿Estáis viviendo armoniosamente? Todas estas
necesidades y deseos deben ser traídos a Dios con el corazón y
con la mente.
No, no estaba sana. Cuando sucedía lo que acabo de relatar,
cuando rezaba en la oscuridad de aquella bendita iglesia, cuando
leía y volvía a releer los textos transmitidos por la Virgen a la
santa, no estaba sana. Estaba sucia, estaba confundida, estaba poseída. Algo malo anidaba dentro de mí.
Tal vez el demonio…
254
Cálculo de la velocidad
*
¡Por fin empecé en el curro nuevo! Fueron unos meses de
agonía y de puteo continuo; ahora habla con éste, ahora habla
con aquél. Casi lo envío todo a tomar por saco. ¡Y menos mal que
no tuve que pasar psicotécnicos ni pollas en vinagre! Cuando ya
pensaba que lo perdía, cuando creía que se quedaban con el otro
candidato, van y me escogen.
Pero así son las cosas: a mí, entonces, ya me importaba un huevo. Recuerdo aquella frase en inglés que dice: «When you get what
you want, you don’t want what you get». «Cuando tienes lo que
quieres, ya no quieres lo que tienes.» No es que ya no lo quisiera, es
que ya no estaba con el estado de ánimo adecuado para valorarlo.
Meses de ir tras el asunto y cuando lo tenía no era el momento oportuno. Siempre igual. Debo tener un sino después de todo. Hay un
proverbio que dice algo así: «Estamos condenados a obtener lo que
deseamos». Uno de los favoritos de la abuela. Igual tiene razón.
No sé qué tipo de sustancias fluían en aquella época por mi
sangre. Serotonina, dopamina, noradrenalina. Vete a saber. Todas
maléficas, todas corrosivas. Por lo menos en aquellos momentos.
Me entretenía analizándome. O eso creía yo. Había conseguido
una lista de alimentos ricos en triptófano que suprimía de mi dieta en cuanto notaba que me subía la mala leche. Y entonces me
amuermaba. Igual salía a la calle con ganas de partirle la cara a
un neonazi, que me quedaba clavado en mi cama horas y horas
sin ánimo para levantarme.
Pero no podía seguir así. Tuve que echarle un par de huevos,
¡qué remedio! Hice lo que pude para controlarme y poner la mejor cara posible. Jamás me había pasado algo así. Aquella mujer
había conseguido metérseme bien en la cabeza. Desde aquel maldito día no había vuelto a verla. No sólo porque iba poco por casa
de ellos, sino porque Conchita estaba casi siempre de viaje. Cursos por aquí, cursos por allá y mucha estancia en el Collejón de
los cojones, en la Feria-Mariana-Permanente aquélla.
255
Polvo de estrellas
No podía entenderlo. Conchita mejoró mucho con nuestras
conversaciones. Sufriría alguna crisis, pero todos las sufrimos.
No se aprende, no se progresa sin revisar creencias, sin cambiar
la piel. Cuando pareció que se curaba y que empezaba a distinguir entre fantasía y realidad, se nos vuelve una integrista religiosa. Bueno, era un final previsible: empezó a dudar y se agarró
a la ortodoxia.
Yo había reflexionado mucho sobre lo sucedido y había llegado a mis propias conclusiones. Desde luego, yo no tenía ninguna
culpa. No digo que hubiera estado bien mi comportamiento. Claro que no. Pero ella tampoco era ninguna cría y también sabía
dónde se metía. Además, ¿quién fue que vino a mi apartamento?
Porque yo, si me hubiera dejado una temporada tranquilo, hubiera podido atenuarlo. Olvidarla, incluso… Posiblemente. Casi seguro, vamos.
Así que, de remordimientos, ninguno.
Mi padre no recibía más que escuetos mensajes de ella, que,
cuando salía por ahí, no se comprometía en una fecha de vuelta a
casa. Estaba enfadadísimo. Sabía más de sus aventuras por lo que
le llegaba a través de amigos comunes, que por lo que le contaba
ella, que era bien poco. Venía de sus cursos, pasaba velozmente
por casa y se marchaba otra vez. O se quedaba en un hotel. Le había dicho que “deseaba reflexionar sobre su matrimonio” y que
“no se veía capaz de vivir con un hombre casado ante Dios con
otra mujer”. ¡Otra vez con la nulidad! Aparentemente, había
vuelto a la carga. O sólo buscaba pretextos para abandonarle. Le
veía tan perplejo que me daba pena. Nuestras cenas en su casa
parecían velatorios. Deprimidos como dos viudos.
Me daba rabia notar que, a pesar de saber que no tenía culpa
de nada…, me sentía culpable. Cosas de la educación judeocristiana ésa, que te empapa hasta el fondo y no puedes hacer nada.
Porque, a ver, ¿tan grave fue lo que le dije? Siempre habíamos
bromeado con las abducciones y los extraterrestres, ¿o no? Es
que se lo toman todo a la tremenda. Tampoco digo que fuera co256
Cálculo de la velocidad
rrecto, ojo. No fui oportuno. Pero no tuve mala idea. Mala idea
no fue.
En fin, que me hacía la picha un lío.
La cuestión es que no sólo no me sentía a gusto en mi trabajo,
sino que no me sentía a gusto en ninguna parte… donde estuviese también yo mismo.
Mal asunto. Mi cabeza iba a cien y no me concentraba en
nada. Me repateba la hostia, pero decidí llamarla.
**
Quique se atrevió un día a llamarme por teléfono. Con todo el
morro. Que «si llovía por Madrid», vaya cosa de preguntarme.
¡Que mirase el telediario como todo el mundo! Indignante, vamos. Qué tacto…
Desde luego, había algo profundamente distinto entre él y yo.
Nos atrajimos a pesar de todo, pero lo había. Era un chico que tenía algo malo dentro: incapacidad para entender a los demás o
algo así. Lo de la empatía no era su fuerte, eso dicho como mínimo. Yo ya le dije un día: «Quique, tú sabrás mucho de cómo funcionan las cosas, o eso te crees, pero yo sí sé seguro cómo funcionan las personas».
Yo no quiero caer en eso que dice él de “las profecías que se
cumplen a sí mismas” o encajar sucesos donde me convenga,
pero creo que tenía razón Luisa cuando me dijo que Quique era
mala influencia para mí. Ya no es sólo lo que pasó entre los dos.
Horroroso del todo, pero fueron cosas de la vida. Pero si me pongo a pensar, acuden a mi mente cientos de detalles que debí atender en su momento y no lo hice. Señales en las que no reparé o no
quise reparar. Una, por ejemplo: lo que voy a contar me puso en
su momento la piel de gallina y todo. Es cierto.
Verás, un día dejé al lado de mi gata un jersey que Quique se
había olvidado en casa, ¡y la pobre pegó un salto espantoso! Fue
olerlo y salir disparada. Y eso que, al principio, estaba tan a gus257
Polvo de estrellas
to con él. Fenomenal. Pero a partir de un momento que no puedo
precisar, noté que no se le acercaba. No le di suficiente importancia cuando empezó a suceder. A la que él iba a agarrarla, Shalimar salía corriendo. ¡Con lo que le había querido! Y lo del jersey fue espeluznante; no exagero nada. Tener un gato es como
tener un radar para los malos rollos. Si lo sabré yo.
Y como éste, un montón de indicios más. Para bromas estaba.
Con este estado de ánimo, me decidí por fin a hablar con el
padre Rafael Vespucci, que pasaba mucho tiempo en España, especialmente por todo lo que estaba ocurriendo en Collejón de la
Vieja. Estaba muy interesado en lo que sucedía allí. Convencidísimo de que la señora Teótima era una santa, se había tomado las
apariciones de Collejón de forma personal.
Me recibió gracias a la intercesión de la condesa de Vilamuertillos, una mujer impresionante, gran amiga de Paz, muy relacionada con la curia de Roma. Era un hombre de cincuenta y
cinco años, que, como estaba muy grueso, aparentaba algunos
más. De porte autoritario, serio y elegante. Y vestido de cura,
como debe ser. Impecablemente. La sotana, según María Agustina, la condesa, se la cortaba un sastre buenísimo de Roma. ¡Hablaba el castellano mejor que nosotras! Yo sabía que había sido
designado por un cardenal, vicario del Papa en la diócesis de
Roma, a dedicar todo su tiempo a exorcizar a personas afectadas
por Satanás. Y, francamente, yo, con todas las cosas espantosas
que me habían pasado, había llegado a convencerme de que tenía
precisamente este problema y que sólo él podría ayudarme. Era
un padre Paúl, un hombre cultísimo, licenciado en derecho y
miembro de la Pontificia Academia Mariana Internacional. Había oído hablar de mí a algunos conocidos comunes y me enorgullecía saber que admiraba mucho los artículos que yo escribía.
Sólo con verle supe que mi sufrimiento había terminado y que
aquel hombre sabio podía sacarme del pozo de mal donde había
caído. Sus ojos eran inteligentes, agudos, a la vez que infinitamente bondadosos.
258
Cálculo de la velocidad
Me recibió en casa de la condesa, en Madrid. Yo estaba en
aquella ciudad por unas charlas que tenía que dar y aproveché la
oportunidad. El piso de Serrano, inmenso: un tríplex de seiscientos metros cuadrados. Una maravilla, lleno de obras de arte y antigüedades.
Después de una breve introducción, María Agustina nos dejó
a solas discretamente. No me atrevía a ir al grano de entrada, así
que le hice preguntas relacionadas con mi fe.
–Padre, ¿cómo puede saberse si una aparición, por ejemplo,
las de la señora Teótima o de otra vidente, nos la provoca la Virgen o el diablo?
–Amiga mía. Muy fácil. No tiene más que mirarle a los pies.
Si es una aparición satánica, usted verá que en vez de pies la aparición tiene pezuñas. Las apariciones marianas auténticas siempre, siempre tienen pies de mujer.
Bien, era un poco gordo. No me esperaba aquello de las pezuñas. Por unos momentos pensé: ahora se reirá y me dirá que es
una broma. Pero no, me miraba de una forma muy seria. Yo sabía
de sobras, que la ortodoxia católica da por buenas estas afirmaciones, claro. Me acordaba perfectamente de cuando era pequeña, de las monjas y del Garabandal de mi madre, pero, así y todo,
me sorprendió. Entonces me di cuenta con tristeza de hasta qué
punto la insistencia y el hostigamiento de Quique habían dado su
fruto. ¡Había perdido la inocencia! ¿Por qué no podía aceptar con
sencillez las amables explicaciones de un sacerdote culto y mundano, que tenía por fuerza que saber mucho más que yo de los
misterios del mundo y de la religión?
Decidí aparcar momentáneamente cualquier resolución sobre
aquello. Quizás hablase de una forma simbólica y yo aún no le
conocía lo suficiente. Pensé a regañadientes: «Voy a suspender el
juicio sobre el asunto de las pezuñas». ¡Acordarme entonces de
eso! ¡Madre mía! ¿Me estaría volviendo escéptica? No lo iba a
consentir. ¡Qué me había hecho aquel chico! ¡Había sembrado la
semilla de la duda en mí!
259
Polvo de estrellas
En fin, si por lo visto no podía librarme de ella, utilizaría de
la duda, del escepticismo, lo que me fuera útil. Qué le íbamos a
hacer.
Pero también notaba que, a medida que él hablaba, iba retomando la confianza en mí misma. Progresivamente se iba haciendo más clara la convicción de haber elegido el camino correcto. Cualquier vacilación que pudiera haber tenido sobre el
sentido común de lo de “las pezuñas” iba siendo neutralizado por
sus ojos claros y transparentes.
Nadie que mirase así podía mentir.
–Padre, ¿usted cree que hoy en día hay gente poseída por Satanás?
–Querida señora, por supuesto que sí. El maligno no se ha tomado ningunas vacaciones, aunque la gente cada vez crea menos
en él. Yo recibo en la sede Paulina de Roma a un ingente número
de personas de Francia, España, Austria, Alemania e, incluso,
América para ser exorcizados.
Y muy amablemente, me puso en antecedentes de todo ello.
Se me erizaron todos los pelos cuando me contó hasta qué punto
están en auge los rituales satánicos. Recuerdo perfectamente sus
palabras: «La gente cree que todo esto es una fantasía y cosa del
pasado. La realidad es que Internet, por ejemplo, incluye casi un
centenar de direcciones dedicadas a Satán y a su culto. La adoración al diablo no ha desaparecido: Satán utiliza todos los medios
a su disposición para darse publicidad, incluso las páginas web».
–Aunque son casos excepcionales –prosiguió–, representan
un diez por ciento de las personas que recibo. El demonio actúa
de forma habitual y normal sobre todos los hombres a través de
las tentaciones. Pero en ocasiones interviene de forma extraordinaria con hechizos o posesiones y ahí es donde entra la labor del
exorcista. Siendo enorme el poder de Satanás nunca ataca el alma
porque no puede. Sólo se adueña del cuerpo. El diablo no conoce nuestros pensamientos ni nuestros sentimientos. Por eso, sólo
puede dominar el cuerpo, pero no el alma o la mente.
260
Cálculo de la velocidad
–Pero, padre, ¿funcionan los conjuros, maldiciones o los males de ojo? –pregunté, inquieta.
–La inmensa mayoría de las veces no –contestó–; proviene de
gitanas locas o de chalados. Pero si se realizan en serio por un auténtico brujo, entonces sí. La mayoría de la gente que trato llega
aquejada de enfermedades inexplicables o dramas familiares persistentes o extraños. Antes o después acabamos encontrando una
muñeca con alfileres clavados o mechones de pelo junto con
amuletos escondidos en algún lugar. Siempre advierto de una
cosa: no hay magia blanca y negra. La magia sólo es negra, y la
buena no es magia, es cosa de Dios.
Yo pensé en Luisa y otras amigas y empecé a verlas bajo una
nueva luz. Me sobrecogió con lo que dijo. Sin lugar a dudas, mis
sospechas habían dado en el blanco. Me di cuenta de que mi vida
hasta entonces, hasta vivir más de cerca el catolicismo ortodoxo
y las apariciones marianas, había sido un mundo dudoso y quizá
más cercano al demonio de lo que yo me pensaba. La carta de
aquella madre había sido un aviso. Hice bien en exigirle que obligase a su hija a volver con su médico de siempre.
–Las tres características más comunes de un poseído son la
fuerza sobrehumana, el habla de lenguas desconocidas y el conocimiento de información oculta –me dijo el padre Vespucci, que
seguía con su charla relajada y amable.
¡Menos mal! Sabía que a mí no me ocurría nada de eso y me
dejó mucho más tranquila. ¡Aunque era cierto que el empujón
que le di al marqués inexplicablemente le había hecho sentar en
los escalones! ¡Un señor de un metro noventa! Claro que no estaba el hombre en muy buenas condiciones.
Y de lenguas nada: seguía sin hablar ni catalán después de
treinta y cinco años en Cataluña. Por lo que respecta a “información oculta”, pues no sabía qué pensar.
También es verdad que me sentía algo inquieta recordando
cómo muchas veces mis pacientes habían “regresado” a épocas y
lugares extraños y me habían hablado en lenguas desconocidas.
261
Polvo de estrellas
Me dio un escalofrío. ¿Habrían estado poseídos por el diablo?
Empecé a ver que había estado jugando con fuego siendo terapeuta renacedora.
Aun así, la curiosidad podía conmigo. ¡Deseaba saber tantas
cosas! Le pregunté si había conocido poseídos como en las películas, esos que gritan, blasfeman y demás.
–Sólo recibo en casa a los que no gritan –contestó–. A los demás los llevo a la Basílica de San Paulo, allí cuento con un grupo de oración.
Yo había gritado y blasfemado mucho últimamente. ¿Y si estaba poseída de verdad?
–Padre, ¿cuánto tiempo dura un exorcismo? –inquirí.
–Hija mía, mucho tiempo: durante años: un mínimo de cuatro
a cinco. Has de saber que la persona afectada siente una profunda y exagerada aversión por lo sagrado. Hay quienes van a misa
y se desmayan; otros incluso se ponen furiosos si escuchan rezar
a sus familiares en casa; algunos, cuando reciben bendiciones o
se reza con la mano en su cabeza, se retuercen y revuelcan por el
suelo. Todo eso es significativo, pero ni siquiera es suficiente. La
única fórmula para llegar a la certeza es practicar el exorcismo.
Durante el ritual, al diablo le resulta muy difícil esconderse y
acaba manifestándose. Sólo entonces se puede diagnosticar una
presencia maligna.
No parecía ser mi caso, menos mal. Empecé a analizar todo lo
que había pensado y sentido durante las últimas semanas. Había
pecado, eso sí. Mucho. Pero no había experimentado ninguna
aversión por la religión. Más bien al contrario.
–Luego están las sectas satánicas –siguió el padre totalmente
a lo suyo, viviendo el tema–. En Italia las conocidas son cuatro,
pero hay más de seiscientas en funcionamiento. Pequeños grupos
de personas que se reúnen y disuelven con facilidad. El hombre
por naturaleza necesita creer en algo, y en el momento en que
disminuye la fe, aumenta la superstición. Y el número de brujas
y hechiceros. Se abandona a Dios y aparecen los ídolos de cual262
Cálculo de la velocidad
quier tipo: dinero, sexo, fama o poder. Se abandona la práctica
religiosa y aparecen los cultos a otros dioses o ídolos. Su objetivo esencial es dar a Satanás el culto que se practica a Dios, aunque se entremezclan con bacanales y orgías sexuales. Ellos tienen sus templos y una jerarquía muy rígida en su interior:
nombran papas, obispos, cardenales y sacerdotes. Los sacerdotes
de Satanás son terribles.
–Dios santo, ¿cómo puede ser esto posible? –me horroricé.
–Con esto se ve la necesidad de retomar la práctica del exorcismo, que estaba quedando en desuso en la Iglesia. Mucha gente no cree en el demonio ni en el infierno. Es una parte de la religión que la gente ha preferido ignorar. Se ha sustituido al diablo
por una idea abstracta del mal. Pero te alegrará saber que en los
años ochenta había veinte exorcistas en Italia y ahora hay más de
trescientos.
Estaba aterrada. Se estaba abriendo un mundo ante mí que yo,
en mi ignorancia, en mi ceguera, había negligido y olvidado. Yo
soy una mujer muy creyente. Quien no es cristiano no tiene ninguna razón para creer en las verdades de la fe: en la inmortalidad
del alma, los ángeles, el paraíso o el infierno.
Pero seguía intranquila. No estaba aún segura de no estar poseída por el diablo. Tenía que saber más cosas antes de llegar a
conclusiones precipitadas.
–Satanás es la criatura más perfecta salida de las manos de
Dios –prosiguió el padre–, pero se rebeló contra él. Estaba dotado de una reconocida autoridad y superioridad sobre los demás
ángeles, y ahora es una criatura mucho más inteligente que nosotros, que trata de acercarse a las personas para que también renieguen de Dios. El puro odio, la auténtica perfidia diabólica, es
realizar el mal por el mal. Un día estaba practicando un exorcismo a una persona y le dije al demonio que tenía dentro: «Te conviene irte cuanto antes porque cuanto más haces sufrir a esta persona tanto más aumenta tu castigo eterno». Y él me respondió:
«No me importa nada. Lo único que me interesa es hacer sufrir a
263
Polvo de estrellas
esta persona». Cuando él golpea a una persona, cuando logra
apoderarse de su cuerpo, resulta muy difícil echarle porque quiere demostrar que es más fuerte que Dios. Las acciones buenas, la
oración y el ángel de la guarda que cada uno tenemos son un auténtico muro para él.
Dios mío. Los ojos del padre Vespucci trasmitían firmeza y
seguridad. Tenía la mirada de un hombre que ha visto mucho más
de lo que hubiera querido ver. ¿Cómo había podido dudar de él ni
un instante? Estaba claro que era mi ángel de la guarda quien me
había llevado hasta él, quien me había protegido del maligno y de
sus malas artes. Y aún le parecía a Enrique que tenía demasiados
ángeles en el dormitorio. Que «me da corte cuando me bajo los
calzoncillos», decía. Menos mal que nunca le hice caso.
–Entonces, padre, ¿cómo defenderse del maligno y saber
identificar la magia negra?
–El ocultismo y la magia están de moda. La televisión necesita espectáculo y los magos lo dan. La inmensa mayoría son personas con una enorme habilidad para convencer, sugestionar, interpretar las señales que da el cliente y, también, para cobrar.
¡Caramba! Justo lo que me había estado diciendo el mismo
Quique. Se ve que en eso tenía razón. Me parecía curioso que un
religioso hablase con idénticas palabras que un ateo como él. El
padre Vespucci también odiaba a los brujos y a los de las mancias. Claro que, visto de cierta manera, la religión y el esoterismo
se disputan al mismo público. No me entiendas mal, ¿eh?
–Lo peligroso es que alguno para progresar en su profesión
puede haber hecho un pacto con Lucifer –continuó el padre–. Por
eso recomiendo que nunca se les den objetos personales (fotografías, cabellos, ropa) cuando los pidan.
Me acordé de inmediato de Luisa y de todas las porquerías
que había llegado a darle. Hasta tampones manchados, me avergüenza reconocerlo. No me extrañaría que hubiera estado aliada
con el diablo; en el fondo algo raro había notado yo siempre en
ella. Y Enrique tuvo razón de enfadarse conmigo cuando encon264
Cálculo de la velocidad
tró el “trabajo”. Se asustó mucho y lo tiró a la basura. Setenta mil
pesetas que me cobró, la muy bruja, que tampoco es normal que
una colega te dé estos palos.
–Todos los exorcistas acaban enfermando del corazón porque
la fatiga puede ser enorme. Muchas veces los demonios me han
amenazado, pero nunca han conseguido nada.
Aquel hombre me tenía hipnotizada. De qué manera hablaba
de experiencias espeluznantes y, a la vez, tomaba el chocolate
con pastas que le había servido la doncella con toda naturalidad
y, yo diría, que con delectación muy humana. ¡Qué hombre!
–¿Cómo se lleva a cabo el ritual? –dije. Tenía miedo de preguntar demasiado y de que se cansara de mí.
–El exorcista habla primero con el párroco que conoce al
afectado y luego pide un informe psicológico. Síntomas y causas,
posibles enemigos (casi siempre se encuentra un muñeco con alfileres clavados, una caja con mechones de pelo u objetos personales con amuletos). El exorcista coloca un crucifijo ante la víctima y le posa la mano en la frente. Pregunta al maligno su
nombre, si es uno o son muchos, y el momento en que entró para
saber con quién se enfrenta. Utiliza agua, aceite y sal bendita. Y
si es violento, pide ayuda a un equipo.
Yo me estaba poniendo pálida, y el padre, por fin, reparó en
mí por primera vez. Estaba tan entusiasmado con su relato que no
se daba cuenta de lo afectada que yo estaba.
–Pero, hija, cuéntame. María Agustina me ha dicho que querías consultarme un asunto particular. ¿En qué puede ayudarte un
viejo cura como yo?
No sabía cómo encarar el tema ni en qué orden. Con buena
voluntad intenté encontrar un modo correcto para introducirle en
mi vida privada lo más suavemente posible.
Pero no supe. No estaba en mi etapa más serena.
A bocajarro, le conté todo: cómo descubrí el autoerotismo y la
vocación mariana más o menos a la vez, y qué tipo de éxtasis
eran en realidad los míos en cualquier lugar que hubiera una ima265
Polvo de estrellas
gen de la Virgen. La pura y cruda verdad. Era el momento de hacerlo. Para un hombre que había vivido lo que el padre había vivido, aquello serían menudencias, imaginaba yo. Y también pensaba contarle luego lo de Quique. Todo.
Pero cuando vi que los ojos estaban a punto de salírsele de las
órbitas y aquella explosión de chocolate por la sotana, por la preciosa alfombra china y por la cortina, decidí ahorrarle mi episodio
con el incesto. Subestimé el horror de mi pecado, pobre padre.
Recuerdo que leí una vez la historia de un niño que no se atrevía a contarle sus actos impuros al cura que le confesaba. Así que
se inventó que le robaba a su madre del bolso. El castigo que le
impuso el sacerdote por esa falta era muy grande, y el niño calculó que era del mismo o más nivel que el que le hubiera impuesto por la falta real. Y su espíritu quedó por fin en paz.
Dudo que la explosión de chocolate hubiera sido menor con
mi historia con Quique solamente. Aún ahogándose le dijo a la
atribulada María Agustina que había tenido un mareo y nos pidió
disculpas a las dos.
Me quedé muy compungida, pero al menos me había confesado algo. Un poco de peso sí que me saqué de encima.
*
¿Por qué coño no respondía a mis llamadas? Desde que me pegó
el corte cuando la llamé a Madrid, que me colgaba de inmediato.
Así que le dejaba mensajes en el buzón de voz. Al principio eran
más o menos neutros: «No sé nada de ti», «Papá está preocupado»,
«¿Cuándo vas a volver?». Luego, al no tener resultado, fueron más
comprometidos: «Me sabe mal lo que pasó», «Creo que no entendiste lo que quería decir», «Me asustaba un poco por mi padre». Y
más tarde, a medida que me iba obsesionando por ella, se me fue
yendo la olla y empecé a soltarle unas cosas que nunca pensé que
pudiera decirle a ninguna tía: «Perdóname, Conchita, no sé cómo
pude, te añoro», «Llámame, por favor, no dejo de pensar en ti».
266
Cálculo de la velocidad
Y no sólo eso; ¡peor!: lo hice. Lo admito; el día que vino a mi
casa no se lo quise decir y luego le acabé balbuceando varios “te
quiero” a su contestador. Siempre me había resistido a la frase de
marras, y acabé diciéndosela cien veces. Supongo que porque
aquella vez era verdad. Pero me sentía tan sorprendido e incómodo con mi claudicación que una parte de mí se distanciaba y
no podía dar crédito a sus ojos. Ni a sus oídos. Oía mis “te quiero” como extraños fenómenos físicos. Sonidos que abandonaban
el auricular como fluctuaciones analógicas en la presión del aire
y que iban traduciéndose digitalmente a impulsos discretos. Era
como una pesadilla. Encima, quedándose grabados para siempre
en algún superordenador planetario para escarnio mío.
No había vuelta atrás, estaba sucediendo. Veía mi romántica
confesión, con todos sus matices, temblores de voz, suspiros apasionados y tono anhelante, transportada en forma de números a lo
largo del cable. Números que, si tenía suerte y si, además, eran codificados y descodificados con la suficiente rapidez, quizá podrían
arrancarle a ella alguna lágrima y forzarla a contestarme.
Pero nada: no había respuesta. ¡Era el colmo! Esto me pasaba
por hacer el imbécil y declararme.
Conchita estaba casi siempre en Collejón. Había hecho el
equipaje y le había dicho a mi padre que “necesitaba encontrarse
a sí misma” por una temporada. Por esta forma de expresarse vi
con consternación que había vuelto a las andadas. Por lo visto
seguía “buscando su alma”, qué manía; había recaído en sus delirios. Y la culpa había sido mía; había acabado convenciéndome
de ello. Aunque pocas alternativas me hubieran quedado. Está
claro que, de haber seguido, de no haber ocurrido lo que pasó, se
hubiera montado el Cristo igualmente. ¿O no? ¡A ver que hubiera podido hacer yo con ella! ¿Fugarme?
–Mira, papá, me gusta tu mujer y nos vamos a vivir juntos.
¿Cómo? Eh… bien, tú dejaste a mi madre, ya sabes que son cosas que pasan…
267
Polvo de estrellas
**
No dejaba de pensar en la impactante sensación que sentí
cuando vi al padre Vespucci aquella primera vez en casa de María Agustina. Nada más verle tuve la certeza de que le conocía
muy a fondo. La sensación de déjà vu era clara y rotunda, y me
invadieron una tranquilidad y una alegría indescriptibles. Mira si
fue impactante que sólo salir de allí ya noté algo húmedo entre
mis muslos. ¡Me había venido la regla! ¡Por fin, qué alivio! Todo
había sido de los mismos nervios. Pero estoy segura de que la influencia benéfica de aquel hombre y la seguridad que me dio
ayudaron a “desbloquearme”.
No era la primera vez que me sucedía algo así, he tenido este
tipo de experiencias dos o tres veces en toda mi vida. Cuando
ocurre esto, pueden pasar diez años antes de que vuelvas a ver a
la persona en concreto, pero el contacto está hecho y sabes a
ciencia cierta que es para siempre. La misma sensación he tenido
con niños, con mujeres, pero nunca tan rotunda como con el padre Vespucci.
Solemos tener bloqueados los canales de lenguaje intuitivo
por el ritmo de vida desenfrenado que nos imponemos, sin ser
conscientes de ello. Esas facultades innatas del ser humano que
no dejamos aflorar pueden ayudarnos en muchas ocasiones. Desde que –cuando me recuperé de lo de Álvaro– conseguí abrir mis
canales, tengo sensaciones de aviso, recibo con facilidad estos
mensajes tan útiles que nos regala la vida a todos y que, generalmente, no sabemos interpretar. Mi intuición está tan tremendamente desarrollada que, antes de mediar palabra con el padre
Vespucci, ya había tenido una visión clara del importante papel
que iba a tener a partir de entonces en mi vida.
Necesitaba un guía, necesitaba una luz que me enseñase el
camino en aquellos momentos de confusión. La urgencia del
cambio era imperiosa. Nada de lo que había hecho anteriormente me interesaba ya lo más mínimo. Me sentía tan insegura sobre
268
Cálculo de la velocidad
mi utilidad real como terapeuta que trataba con todas mis fuerzas
de zafarme de mis clientes y alumnos.
Al principio, había sido como una reacción negativa: me quedé de tal forma alterada con lo de Quique que, injustamente lo
sé, había descargado parte de mi frustración en aquella pobre
gente que no tenía culpa de nada. Pero más que destrucción, era
autodestrucción. Ir contra ellos era ir contra mí misma. Recoger
el desafío de Quique era beber hasta el fondo el cáliz de mi humillación. Pero cuando conocí al padre Vespucci y me sumergí
de lleno en los apasionantes acontecimientos de Collejón, experimenté auténticos deseos de sacármelos de encima de una vez
por todas. Y no fue tan fácil como había imaginado.
Con ellos, mis alumnos, había empezado a notar una cosa curiosa. Cuando comencé con mi estrategia terrorista y me puse a
inventarme ideas y “talleres” estrafalarios, vi con alivio que algunos de ellos iban desapareciendo de mis cursos. Sin discutir,
sin hacer ruido, pero de forma clara se esfumaban. Se sentían
confusos y preferían marcharse. Pero también advertí con sorpresa que los que iban quedando se comportaban de una forma
mucho más entusiasta y entregada que ningún alumno mío de talleres anteriores. Parecía que cuanto más disparatadas e irracionales, cuanto más inverificables eran las afirmaciones que sostenía y más extravagantes las propuestas que les hacía, más me
veneraban y me seguían en mi locura. Y si les daba caña, si les
atormentaba un poco, mejor. ¿Era aquello el fanatismo?
Quique, en la época de su campaña (hasta el final, en realidad), me había repetido muchas veces que el fanatismo, la militancia, la entrega, eran proporcionales a la insensatez del postulado. Que la mayor atracción, la mayor adhesión en una secta (o
en un grupo terrorista), se conseguía con el objetivo más irracional, la causa más de antemano perdida. La gente no parece ser
capaz hoy en día de autoinmolarse o de asesinar por una idea de
Dios un poco abstracta como tienen los católicos “normales”, los
más ligth, por poner un ejemplo. Pero sí lo hacen entusiástica269
Polvo de estrellas
mente en casos como el suicidio colectivo aquel de los adeptos
de la secta Puerta del Cielo, que creían que el cometa Hale-Bopp
ocultaba una nave alienígena que se los iba a llevar después de
su muerte a otro mundo mejor que la Tierra.
En mis alumnos, y salvando las obvias y enormes distancias,
podía ver algo que lo recordaba. Parecía como si el hecho de haber tenido que tragarse un sapo muy gordo con lo de la antena y
todo lo demás (y quizá, en el fondo, de ser conscientes de ello y
de la humillación y autonegación que suponía) les hiciera adoptar mis fantasías con más ardor.
Y porque quedaban los más chalados, también.
A veces pienso que la adoración y la entrega que al principio
provocó en mí el padre Vespucci fue una consecuencia de mi trágala inicial con lo de “las pezuñas”. Como una violación simbólica, como una posesión que tratas de justificar por unos ideales,
unas creencias o por la infalibilidad de la persona que admiras.
Esto lo pienso ahora, que vuelvo a ser un mar de dudas, pero entonces, que disfrutaba aparentemente de una recobrada “seguridad”, era algo que estaba solamente en mi inconsciente.
No estaba previsto, pero mis alumnos se convirtieron en un
problema añadido a los que ya tenía. Las últimas veces, cuando
estaba peor de los nervios, les salí con que era una enviada de
Dios y que ellos eran unos miserables pecadores y unos tarados
que no iban nunca a entender nada. Y que se fueran, que les devolvía el dinero del curso y que no les quería volver a ver jamás.
Me avergüenzo de ello, pero es lo que hice. Traspasé mi local
a una amiga y me fui. Les dejé colgados.
Lo curioso es que, al cabo de varias semanas, me pareció verles por Collejón de la Vieja. Allí, en Los Monegros. Yo flipaba.
Veía fugazmente un rostro y me decía: «Qué curioso, cómo se
parece a tal». Estaba con la mosca tras la oreja. Tenía la inquietante y creciente sensación de que estaban por allí y que era por
mí.
Hubiera podido jurarlo.
270
Cálculo de la velocidad
*
Estábamos muy preocupados. Me dijo mi padre que unos días
atrás habían ido a casa unos tipos estrafalarios que se presentaron
como alumnos de Conchita preguntando dónde estaba. Papá se
quedó intranquilo porque se le escapó sin querer que estaba en
Collejón.
Y no le gustaban nada sus pintas.
Yo, que quería hacer las paces y hablar con ella, adapté este
cuestionario, que vais a ver y que corría por Internet, a la actualidad de nuestro país. Me pareció divertido, supuse que ella lo entendería y que desdramatizaría un poco las cosas. Se lo envié a
Collejón con un paquete de pipas, para que viera que me acordaba de nuestras veladas, para que recobrase el sentido del humor y
me contestase al teléfono.
Pero podía haber esperado sentado.
CUESTIONARIO DE GESTIÓN DE CALIDAD DE DIOS
Dios le agradece su creencia y patrocinio. Para poder servir
mejor sus necesidades, él le pide que se tome unos minutos para
contestar a las siguientes preguntas:
1. ¿Cómo se enteró de la existencia de Dios?
a. Periódico.
b. Televisión.
c. Comentarios de la gente.
d. Revista del corazón.
e. Biblia.
f. Corán.
g. Otro libro.
h. Inspiración divina.
i. Experiencia cercana a la muerte (túnel y luz al final).
271
Polvo de estrellas
j. Arbusto en llamas.
k. Otro (especifique):
2. ¿Qué modelo de Dios adquirió?
a. Yaveh.
e. El trío Padre, Hijo y Espíritu Santo.
b. Jehová.
f. Jesús.
c. Alá.
g. Satán.
d. Dios.
h. Ninguno de los anteriores, fui engañado por un dios falso.
3. ¿Dios le llegó a usted sin daños, con todas sus partes en orden y funcionamiento y sin roturas evidentes o atributos ausentes?
a. Sí.
b. No. (Por favor, describa los problemas que encontró
inicialmente.)
4. ¿Cuáles fueron los factores relevantes en su decisión de tener un Dios? (Por favor, marque las respuestas que correspondan.)
a. Adoctrinado por los padres.
b. Adoctrinado por la sociedad.
c. Un amigo imaginario mayor.
d. Conocer chicos/as.
e. Fastidiar a mis padres; son ateos/otra religión.
f. Necesidad desesperada de certeza.
g. Necesidad de sentirse moralmente superior.
h. Necesidad de una razón para vivir.
i. Necesidad de definir a quienes despreciar.
j. Odio pensar por mí mismo.
k. Miedo a la muerte.
l. Necesidad de un día libre sin trabajo.
m. Afición por la música de órgano.
n. Un arbusto se prendió fuego y me conminó a hacerlo.
5. ¿Había usted adorado a un Dios con anterioridad? Si es
272
Cálculo de la velocidad
así, ¿de qué falso dios estuvo colgado? (Por favor, marque las
respuestas que le correspondan.)
a. Odín.
e. Cthulhu.
i. El ratóncito Pérez.
b. Zeus.
f. El vil metal.
j. El Sol.
c. Apolo.
g. La nación.
k. Figo.
d. Ra.
h. La raza.
l. La Luna.
6. ¿Usa actualmente cualquier otra fuente de inspiración
además de dios? (Por favor, marque los que le correspondan)
a. Tarot.
n. Dianética.
b. Astrología.
o. Revistas porno.
c. Líneas de la mano.
p. Mítines de Arzallus.
d. Libros de autoayuda.
q. Ruta del bakalao.
e. Biorritmos.
r. Alcohol, drogas.
f. Posos de café.
s. La bolsa.
g. Mantras.
t. Espiritismo.
h. Pirámides.
u. Gran Hermano.
i. Pólizas de seguro.
v. Flores de Bach.
j. Lotería Naciona.l
w. Defensa de valores patrios.
k. Televisión.
x. Defensa de la raza.
l. Boris Izaguirre.
y. Otros.
m. Ninguno.
7. Dios emplea un grado limitado de intervención divina
para preservar el equilibrio entre presencia percibida y fe ciega.
¿Qué es lo que usted prefiere? (Marque sólo uno.)
a. Más Intervención Divina.
b. Menos Intervención divina.
c. El nivel actual de Intervención Divina es correcto.
d. No sé… ¿qué es la Intervención Divina?
8. Dios también intenta mantener un equilibrio entre el nivel
de desastres y milagros, por favor, puntúe en una escala de 1 a 5
(1: insatisfactorio; 5: excelente):
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Polvo de estrellas
Desastres
Inundaciones
Hambrunas
Terremoto
Guerra
Enfermedades
Plagas
Telefónica
Salvadores de la patria
Motoristas con escape libre
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Milagros
Rescates
Remisiones espontáneas
Andar sobre las aguas
Arbustos flamígeros parlantes
Imágenes que lloran (sangre, etc.)
Apariciones
Convertir el agua en vino
Llegar a final de mes
Que vuelva a ganar algo el Barça
Que te quieran para siempre
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Quique me humilló de una manera que pensé que nunca volvería a experimentar de nuevo. Nunca. Ya viví una vez un trago
muy gordo y me prometí que no me volvería a pasar jamás una
cosa parecida. Pero ¿cómo saber qué nos reserva el futuro? Infeliz… «Quien con críos se acuesta mojado se levanta». ¡Qué gran
verdad!
Había momentos que me sentía curada de él, pero no lo estaba en absoluto. Aún sufría de añoranza y de deseos de verle, de
tocarle. Así que sólo me faltaba que me hiciera llamaditas tontas
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Cálculo de la velocidad
o que me enviase cosas, sobre todo si eran infames y sacrílegos
escritos. Como un blasfemo Cuestionario de gestión de calidad
de Dios que me llegó por correo. ¡En Collejón! ¡Donde la Virgen
estaba apareciéndose un día sí y otro no!
Seguía burlándose de mí. Era un chico sin corazón. Por una
vez le dejé yo un mensaje en su buzón de voz. «Satanás», le dije.
Mira, me salió así. De la misma rabia que sentía.
Allí en Collejón había encontrado un lugar de paz espiritual y
de reposo donde refugiarme cuando no podía más. Pero pasaba
muy malas noches cuando iba. A veces, me despertaba, abría los
ojos y veía luces y cosas extrañas. No sabía si eran sueño o realidad. Todo por su culpa, que me había trastornado hasta el dormir,
que yo suelo hacerlo como un leño. Tenía pesadillas donde le
veía, como la primera vez, en aquella granja de la Villa Olímpica, sentado frente a mí. Iba tocado con un cucurucho de mago y
esgrimía en una mano su famoso bolígrafo como si fuera una varita mágica, y me alargaba la otra mostrándome, con mucho misterio, su puño cerrado. Yo me acercaba intrigadísima para ver qué
había y Quique lo abría con cuidado enseñándome un pequeño
objeto que brillaba en él.
¡Qué belleza! ¡Qué cosa tan extraordinaria! ¡Era una galaxia
en miniatura! Una en espiral, que son mis favoritas. Como la Vía
Láctea, cuyo rastro fulgente cruza el cielo por la noche. Le miraba y estaba muy guapo, con una luz poderosa y deslumbrante tras
de sí. Veía sus largas pestañas sombreando su cara a contraluz y
sus labios –esos que recuerdo aún todas las noches, no lo voy a
negar– que se movían y murmuraban palabras misteriosas:
–Reduzco espectros de estrellas.
Al decir esto, un chorro de luz irreal, de estrellas azules y de
purpurina de colores invadía todo el espacio. Yo avanzaba mi
mano, maravillada y sobrecogida, y la giraba y ahuecaba para
que depositase en ella aquella preciosidad, con el temblor emocionado de cuando recogía un pollito de los que regalaban con
una docena de huevos cuando era pequeña.
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Polvo de estrellas
Miraba lo que había puesto en mi mano y sólo veía en ella
unas cenizas brillantes. Él me susurraba, sonriente y seductor:
–Es polvo de estrellas.
«Polvo de estrellas»… Así que era eso… «Polvo de estrellas.» Qué bonito… La verdad es que era bonito. Mucho. Como
el título de un libro o de una película. Uno de esos nombres que
me hacen soñar.
Así y todo… Algo no me encajaba. Dirás que soy desconfiada y que una frase neutra (¡y hasta bella!) la interpreto de la peor
manera posible. Que, puestos a analizar, no tenía por qué. Pero a
mí, en sueños y todo, me entró un mosqueo considerable. Es que
ya le conocía las bromas. La malasombra ésa suya. Volví a sentir
lo mismo que cuando le oí por primera vez lo de que “reducía espectros de estrellas”. Clavadito, oye.
Y ahí se estropeó toda la magia. Me quedé mirando la mano
con una gran desilusión. Con “escepticismo”, vamos.
Una galaxia incinerada. Ni más ni menos. Pobrecita. Eso es
lo que había quedado, en resumidas cuentas, de las estrellas y
de todo lo demás. Ni siquiera “polvo enamorado”, como el del
poeta.
Un “polvo” de estrellas. Pura y simplemente, un “polvo”.
*
¿Qué coño es eso del amor? Si lo racionalizo, veo que debe
tratarse de una especie de impronta que deja una experiencia concreta en el cerebro. Algo físico, algo químico: hormonal, por
ejemplo.
Una putada, sea lo que sea, joder… Una fuente de problemas
nada más. La culpa es de la tonta manera que tenemos algunos de
reproducirnos. No todo el mundo funciona así. Las amebas, por
ejemplo, no necesitan conocer a nadie para aumentar su población. Se dividen y ya está. Ya son una familia. Así, limpiamente.
Os cuento un chiste de amebas (es mi manera de “liberar la
276
Cálculo de la velocidad
ansiedad”, que diría Conchita). ¿Sabéis cómo se multiplican las
amebas? Dividiéndose. Se multiplican dividiéndose. ¡Ja!
Sí, así lo hacen ellas: solitas. ¿Para qué más? Se inventó la
reproducción sexual y ¿qué pasó?: que al final de una larga y accidentada cadena se podía encontrar a un capullo como yo obsesionado por una chalada que deambulaba por las noches sin falda y que encima le daba calabazas por teléfono. ¡Menudo
invento! ¡A qué precio nos salen los malditos polvos! Salgamos
de la ignorancia: por si no lo sabíais la muerte es la primera enfermedad de transmisión sexual. Eros y Thanatos. Mucho peor
que el sida.
Siempre se las había arreglado muy bien la naturaleza para reproducirse y perpetuarse por división. Los seres vivos eran virtualmente inmortales. Y mira ahora: por lo que respecta a nosotros, los humanos occidentales, la reproducción sexual significa
un rato de diversión y nuestra muerte estadística alrededor de los
ochenta años.
¿Valió la pena? ¿Tantos problemas para follar y acabar luego
en un hoyo? ¿Morirse para esto? ¿Valía la pena palmarla por tenerla debajo de mí gritando como una loca aquello de «¡Dios
mío! ¡Dios mío!» y «¡Santa María! ¡Santa María»?
Bien, sí, pensaba yo. Puesto que no se podía hacer nada por
cambiar el sistema, sí. Ya que estaba definitivamente estropeado,
adelante con todo.
En resumidas cuentas: digamos que la quería. Simplemente
digamos que la quería. Fuera lo que fuese eso. Fuera lo que fuese, sólo me encajaba “amor” con ello. Sería químico, físico o
cuántico, pero no me importaba. Ni si era mayor que yo, ni si era
la mujer de mi padre, ni si era mi madrastra, ni si estaba como
una cabra, ni si era terapeuta renacedora o integrista mariana (y
esto, por mis muertos, que aún era peor).
Sólo sabía que la quería otra vez a mi lado, que quería verla,
que quería tocarla. Que quería decirle en persona y no vía satélite que la quería. Que era verdad: que sí que le había dicho “te
277
Polvo de estrellas
quiero” aquella vez en la cama. No sé cómo se me escapó, pero,
hostia, sí lo dije. Y lo dije porque lo sentía.
¿Y si me padre se daba cuenta de que pasaba algo? Yo no cesaba de preguntar por ella. Llamaba a casa y siempre estaba de
viaje. Mi padre daba brincos con el rollo mariano que llevaba.
Decía: «Se ha liado con un grupo de fanáticos» o «Le diré a su
padre que vaya a buscarla con la Guardia Civil».
Yo la llamaba al móvil y, a la que veía mi número, lo apagaba. La llamé un día desde otro teléfono y, en cuanto oyó mi voz,
me colgó de nuevo. La única vez que me dejó un mensaje fue
para llamarme Satanás. ¡Satanás! ¡A mí!
Ya no sabía qué hacer.
**
Yo, por aquellas fechas, pasaba bastante tiempo en Collejón.
El padre Vespucci también iba mucho por allí, pero no me atrevía
a hablarle después de mi confesión. Después de ver su reacción
cuando le expliqué mi secreto, estaba segura de que nunca, nunca querría volver a saber nada de mí. Y con toda la razón. No era
fácil de digerir mi historia.
Y eso que no la sabía entera. Pero ya no era necesario. Le conté
la otra parte a mi confesor de siempre. Se echó las manos a la cabeza pero, cuando le dije que me había apartado de Quique y que estaba en Collejón como una peregrina más, me dio la absolución. Cada
uno me perdonó una cosa; luego estaba libre. No he leído en ninguna parte que este sistema de confesión no fuera correcto. Así que…
Pero un día sucedió algo extraordinario que marcó por completo nuestra futura relación.
Verás: la iglesia de Collejón había sido prácticamente reconstruida del todo; se había volcado económicamente mucha
gente en su rehabilitación. Según Isabel, «Había sido profanada
por los rojos» en la guerra civil. Eso me dijo. Aunque añadió que,
eso sí, ella ni entraba ni salía en estas cosas. Pero yo tenía mis du278
Cálculo de la velocidad
das. Siempre ha tenido un ramalazo algo facha, según Enrique.
Tiene un hermano sacerdote que es doctor en filosofía, licenciado en teología, vicepresidente de la Magnífica Hermandad Sacerdotal Española, capellán de la Real Maestranza de Caballería
de no sé dónde, alférez capellán castrense de la Legión, Escudo
de la Orden de Malta y barón de no sé qué más. Se me quedó grabado cuando me lo dijo. Se lo conté inmediatamente a mi padre
y subí un montón de puntos. Tú verás.
Bueno, lo que decía. La torre del campanario había sido lo
primero en reedificarse y, mientras la campana tocaba las doce, la
gente del pueblo la miraba orgullosa y emocionadamente. Quedaban por reconstruir un par de capillas laterales, muy antiguas y
con las paredes bastante desconchadas y sucias.
Era el primer día que habría sus puertas para la celebración de
una misa y se había congregado un auténtico gentío. Era un pueblo con mucha emigración. Muchos de sus hijos estaban repartidos por Madrid, Barcelona, el País Vasco y también mucho más
cerca, en Zaragoza. Por las fiestas acostumbraba el pueblo a llenarse de sus antiguos habitantes, más sus hijos y sus nietos nacidos fuera de él.
Pero en los últimos años eso había cambiado. Como por milagro,
el pueblo empezaba a ver cómo sus viejos desertores habían vuelto
atraídos por la nueva prosperidad y cómo devenía él mismo un foco
de atracción para la inmigración. Casi había doblado su tamaño en
viviendas y por lo menos multiplicado por diez el número de sus
habitantes. Podían verse edificios nuevos, otros a medio construir y
enormes naves y barracones con servicios de todo tipo.
Aquel día el sol de otoño caía como sólo sabe caer en Los Monegros y la gente sudaba apelotonada en la entrada mientras una
nube de pájaros grandes de los que hay por allí, buitres o algo así,
sobrevolaba en lo alto. Me acordaba de mi Garabandal cuando
era pequeña. Pero la gente había cambiado mucho en estos pueblos de Dios y apenas se veía alguna de aquellas viejecitas típicas
todas de negro y con el pañuelo atado bajo el cuello.
279
Polvo de estrellas
Cada vez que en Collejón había una novedad, el pueblo se llenaba de autocares y autocares de peregrinos y de gente que venía
por su cuenta.
Era una locura.
Por culpa de Isabel, que tiene su hijo haciendo un master no sé
dónde y tuvo precisamente que llamarle aquella mañana justo antes de salir, habíamos llegado tarde. Conseguimos entrar por los
pelos y quedarnos al final, al lado de una de las capillas viejas.
El ambiente era de suma religiosidad. Qué belleza, qué maravilla, qué paz. Desde que me había volcado en la vida espiritual
me sentía realmente protegida y liberada. Mi mundo eran ya los
cenáculos y la vida mariana. No me interesaba nada de lo que había dejado atrás. Enrique era mi marido, pero no lo era ante Dios.
Nunca quiso pedir la nulidad, no era culpa mía. Así que no podía
enfadarse porque pasase tanto tiempo fuera de casa. Yo no había
dejado de quererle, pero había cosas que no compartíamos.
En la iglesia atestada, en los bancos de atrás, me sentía mareada de calor. Isabel no cesaba de quejárseme por lo bajo de lo tremendo que olía aquella gente empaquetada allá dentro y sudando
la gota gorda. «A choto», decía, y yo ya empecé a enneurarme y a
oler fuerte a cabra.
La gente cantaba y rezaba. Habían traído una Virgen provisional, un cuadro copia de un Murillo de buen tamaño que habían sacado de alguna parte. Era una imagen particularmente hermosa.
Sus ojos eran tan dulces, ¡me emocionaba tanto su rostro! Empecé a conmoverme y, a la vez, a relajarme. Sentía como una languidez en todo mi cuerpo. No quería mirarla, pero se me iban los
ojos hacia ella. Además, estaba justo enfrente, qué iba a hacer.
Aquello llevaba malas trazas. Se me puso la piel de gallina y
mis pezones apuntaron erectos bajo mi jersey de punto. Yo veía
con alarma que entraba en uno de mis “trances”. Sentía que desde un punto mágico de mi cuerpo se expandía el amor y la felicidad a oleadas. Me estremecía, asustada y transportada. Apoyada
fuertemente en el reclinatorio, trataba de hacerme pequeña y de280
Cálculo de la velocidad
saparecer. Sentía frío en la nuca y mi respiración se volvió entrecortada y jadeante.
De improviso, la gente cayó ante la Virgen. No me di cuenta
de que se arrodillaban. Desaparecieron todos de delante. No supe
qué hacer: me había quedado expuesta en mi éxtasis y a la vista
del público. Me encontré indefensa ante la multitud. Capté algunas miradas de reojo y un codazo de Isabel. Sentí murmullos de
sorpresa y de escándalo a mi alrededor. Desesperada, traté de
apartar las miradas de mí y de mi orgasmo incontrolable. Mis labios musitaron con voz apenas audible: «¡Santa María!».
En el apuro, dirigí mi mano hacia un lado señalando la pared
desconchada de la vieja capilla. Fue un gesto inconsciente. Lo
hice para despistarles, sin pensar; pero resultó una mala ocurrencia. Se hizo un silencio a mi alrededor que me pareció de siglos.
La gente más cercana miró indecisa al muro sucio, lleno de pegotes y pintura vieja. Los cuchicheos avanzaban de oreja en oreja y los dedos de la gente señalaban la capilla. De repente, un clamor, una especie de ola atravesó el gentío. Empezó como un
murmullo en no sé qué extremo que fue creciendo hasta llegar
hasta mí.
–¿Qué puñetas dice esta gente? –pensé, inquieta.
Mientras me recobraba, se iba afinando mi oído. Fue grande
mi sorpresa cuando alcancé a entender lo que decían:
–¡La veo, la veo!
–¡Santa María, Santa María!
–¡Allí, allí está la Virgen!
Yo no veía nada de nada, pero todos los demás, al parecer, sí.
Aún peor: mucha gente decía que “olía” a la Virgen, que notaban
que estaba allí su inconfundible aroma sobrenatural. Y yo no podía oler nada. Isabel se me agarró llorando a moco tendido y,
como yo no comprendía por qué, intentaba sacármela de encima
con alarma. Fueron unos momentos de auténtica histeria.
Al final, aterrorizada, me di cuenta de la que había armado sin
querer. Por un instante, estuve a punto de decir: «No, no hay nada
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Polvo de estrellas
allí; sólo señalé hacia esta pared por casualidad». Pero ya estaba
hecho. La gente sollozaba y se abrazaba emocionada. Mis amigas habían formado un círculo alrededor de mí y estaban al tanto
de mi más ínfimo gesto.
Mientras, en el banco de la primera fila, la vidente, Teótima,
sufría un furioso y extraño ataque. Empezó a gritar con violencia.
Aullaba como una loca, se tiraba al suelo y se retorcía.
Yo me desmayé.
*
Estuve en Collejón, donde Conchita iba tan a menudo. Era un
pueblo muy pequeño, pero sus habitantes estaban haciendo lo
que podían para no dejar escapar sin sacarles el dinero a los curiosos, creyentes, periodistas, enfermos y a todo el que llegase
hasta allí atraído por las noticias que leían en la prensa. Parecía
Roswell; un pueblo americano donde intentaron colar unos burdos monigotes por cadáveres de alienígenas. Pero les salió bastante bien: al final se convirtió en un lugar de peregrinaje para
ufólogos y paranormales en general. Y se están forrando.
Un tal padre Vespucci también había sentado sus reales en Collejón y dirigía un sinnúmero de actividades frenéticas. Había albañiles en casi todas las casas y, a las afueras del pueblo, estaban
construyendo un hotel, un supermercado y una gasolinera.
También se había improvisado un restaurante que ofrecía menús nada baratos y las eras vecinas eran auténticos parkings. Familias enteras con los niños circulaban por los monótonos alrededores asomándose a los ventanucos de las granjas de cerdos
que aún apestaban el pueblo. El padre Vespucci no paraba de bramar desde el púlpito por la blasfemia que significaban aquellas
oleadas de peste de mierda en un lugar milagroso y bendecido
por el cielo.
Todos los políticos se habían volcado allí y se felicitaban por
la prosperidad que esto podría llevar a una zona tan deprimida y
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Cálculo de la velocidad
poco turística. Sería un nuevo Lourdes. O, por lo menos, un nuevo Garabandal.
Cerca de la iglesia, se levantaba un edificio que, a pesar de estar medio en obras, ya funcionaba activamente como tienda de
recuerdos e imágenes religiosas. Allí vendían Vírgenes de todas
clases: del Pilar, del Carmen, y santos diversos: santa Prudenciana, san Damián y otros. Pero, sobre todo, copias de todos los tamaños de una especie de iconos representando el muro con los
rostros tipo Bélmez de la Virgen con los santos. La famosa Virgen del Muro, que grupos de visitantes hacían cola para comprar.
La que decían que se había aparecido a Conchita a través de la
pared de una de las capillas viejas, qué pasada. Lo oí en el autocar y aluciné.
Los collejonenses se dividían entre los que se iban a ver beneficiados por la riqueza que se les venía encima y los que, no
viendo el modo de acceder a ella, abominaban de toda la feria.
Aquello era un negocio como otro cualquiera. Algunos familiares de la vidente estaban haciendo una fortuna con los visitantes
que, por cierto, llegaban de todo el mundo, principalmente de Estados Unidos e Irlanda. Era un pueblo de unos cien habitantes
con más de ciento cincuenta camas hoteleras. La mayoría eran
pensiones, pero muy bien dotadas, me dijeron. Y el pueblo vivía
ya prácticamente de ello.
En un banco donde me senté, unos vecinos hablaban entre
ellos:
–Pos pa mí que hay un pique entre la Teótima y esa Conchita.
No sé pa qué tenía que venir esa mujer de Barcelona a hacerle
sombra a nuestra vidente –se quejaba uno.
–Pos, mira, alegra mucho más la vista que la Teótima –contestó otro.
–Es mucho mas simpática y está más buena –añadió un tercero.
–Mira: yo preferiría que esto fuera más auténticamente aragonés y que no vinieran los catalufos éstos por aquí, que ya tenemos
muchos en verano.
283
Polvo de estrellas
–Pos pa mí que está celosa. En cuantico la rubia tuvo la revelación ésa del muro (que, por cierto, siempre había tenido unas
manchas que parecían caras, que de zagales ya íbamos a jugar allí
y a darnos miedo), la Teótima tuvo la aparición última de la Virgen, esa en la que le pedía una estatua.
–Perdonen, ¿qué estatua? –pregunté yo, metiéndome en la
conversación.
«Soy de Madrid», aclaré, para que vieran que no era catalufo.
Esto les pareció algo mejor. Cuando comprobaron que tampoco
era periodista me respondieron.
–La señora Teótima tuvo una aparición, días después que la
vidente Conchita tuviera la suya, en la que la Virgen del Pilar le
pedía que le construyera una imagen a semejanza de la Virgen de
Murillo que tenía en su cuarto.
–El problema son las medidas –dijo alguien.
–Esto ya está arreglao. El padre Vespucci lo ha dicho.
–¿Qué medidas?, ¿qué problema? –pregunté yo.
– Nada, que la Virgen pidió una estatua de granito rosa con
unas medidas muy raras. Todas muy detalladas, pero una de ellas
no encajaba para nada.
– ¿Cuál? –pregunté.
–Son raras todas, pero la altura es imposible. Quiere una estatua de 30 metros de alta. Tú dirás, maño, si no los tiene ni la iglesia. La Virgen hubiera tenido que sacar to el melón por el tejao.
– Pero el padre Vespuci dio la solución. Dijo que la Virgen se
había equivocado en la coma. Que no son 30,00 metros sino 3,00
metros.
– Que ya están bien. ¡Jodó!
– Sí.
Traté de disimular mi ataque de risa. ¡La Virgen se equivocó
en una coma! Si es lo que mi amigo Paco ha dicho toda la vida:
¡las mujeres no entienden de números! Si el padre Vespucci no
llega a ser consciente de esta particularidad, la Virgen tiene que
sacar la cabeza por el techo de la iglesia.
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Cálculo de la velocidad
Estaban todos locos (menos los que regentaban las pensiones
y tiendas). Me sabía mal por Conchita: aquello era caer muy
bajo. Había pasado de ser “autónoma”, de tener su consultorio,
sus cursos, sus alumnos; de ser una bondadosa, modesta y pacífica “líder” espiritual; a caer en las garras de un sacerdote siniestro que se las sabía todas. Un sacerdote integrista (¡un exorcista!) y tan aficionado al chocolate de las marquesas como el
padre Pelón.
Mi plan era acercarme por la tarde a la casa donde solía quedarse cuando estaba allí y hablar con ella.
**
Desde lo de la Virgen del Muro, estaba en un estado de nerviosismo continuo. Yo sabía qué clase de experiencia tuve allí en
realidad, pero todo el mundo daba por sentado que fue una aparición, un milagro. Y ya me estaban haciendo dudar, tanto insistir.
Encima, mis experiencias nocturnas. Continuaba viendo visiones. Me ocurrían fenómenos extraños de los que no había querido hablar con el padre Vespucci hasta estar bien segura. Seguía
durmiendo mal y viendo luces por la noche. Eran unas curiosas
manchas luminosas que se desplazaban por la pared como cuando, de pequeña, mis hermanas me hacían “la ratita” con un espejo. Si era la Virgen, era una forma atípica de comunicarse con un
creyente. Suponiendo que en esto haya formas normales, ya me
entiendes, que las he visto de todas las maneras. Pero por culpa
de Quique, me había dado por racionalizar las cosas y hacerme
preguntas. Me extrañaba que la Virgen, estando en el cielo, me
proyectase unas luces que parecían venir más bien de la casa de
enfrente. Igual no era la Virgen y eran fantasmas. O el diablo.
Esto es lo que más terror me daba.
O que aquel chico me había vuelto loca y alucinaba galaxias
de esas que analizaba y desmontaba. ¿Era su recuerdo lo que no
cesaba de perseguirme como un fantasma?
285
Polvo de estrellas
Pero ¿cómo iba a olvidarle si no me dejaba en paz? Me había
llamado por lo menos cien veces al móvil en aquellos últimos
meses. Tanto como deseé una vez una llamada suya y, cuando tenía cien, no le respondía. Es que era ver su número y colgar yo.
En ocasiones, varias veces al día
Isabel pensaba que no me funcionaba el teléfono ya que, según creía ella, la mayoría de veces que recibía una llamada se
cortaba. Así que un día me dijo algo que me dejó primero intrigada y luego furiosa:
–¡Qué suerte! Si se nos estropea la tele o lo que sea, aquí delante han puesto un taller de reparación de electrodomésticos.
Como parece que arreglan antenas y he visto que tu móvil no
funciona, se lo he bajado. No te sabrá mal, supongo…
Estaban siempre pendientes de mí; me adoraban. Se pasaban,
obviamente. ¿Quién era ella para coger mi móvil? ¿Y qué era eso
de una empresa de reparación de antenas? ¿En un pueblo con
cuatro gatos? No era normal algo así.
Sólo por aburrimiento (en Collejón no había mucho que hacer
y yo soy de ciudad) me asomé a la ventana para verlo. El cielo estaba muy azul y la luz del sol reverberaba en las paredes encaladas de las casitas del pueblo. Un objeto redondo y cegador parecía flotar frente a mí como si fuese de otro planeta.
¡Dios santo! Los ojos se me salieron de las órbitas cuando vi
qué cosa tenía delante y qué tipo de taller era aquel. Del balcón
colgaba la parabólica de Enrique, la que solía usar con mis alumnos en el asunto aquel de la “conexión con Júpiter”. La reconocí
enseguida, era un modelo muy viejo y poco corriente.
Madre mía… Ni taller, ni nada; ¡eran ellos! ¿Qué estarían haciendo allí? No me los había podido sacar de encima después de
todo. ¡Ya decía yo que me había parecido verles por Collejón!
No pensaba dejar pasar ni un minuto más sin aclararlo. Bajé
las escaleras como una exhalación, salí a la luz cegadora de la calle y me dirigí al “taller”.
Cuando entré, el contraste con la oscuridad interior apenas me
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Cálculo de la velocidad
dejó distinguir nada. Poco a poco, un bulto desdibujado fue tomando forma humana. Una forma humana radiante de felicidad,
por cierto. ¡Era Oriol, mi ex alumno y mi fan más entusiasta! ¡Me
lo tendría que haber imaginado! No se puede decir que el gusto
fuera mutuo, desde luego. El muy tonto, parecía como si me esperase. Me sonrió con adoración, pero yo no pensaba ablandarme
lo más mínimo.
–Ya me estás devolviendo el móvil –le espeté–. ¡Trae ahora
mismo!
Tímidamente, me lo alcanzó, embobado de verme. Algunos
más de mis ex alumnos empezaron a emerger desde el interior de
la casa para observar lo que sucedía. Por lo menos había cinco o
seis. Surgían de las tinieblas que parecían Los muertos vivientes,
película que por desgracia había recordado más de una vez en los
últimos meses. Si no fuera porque tenía clarísimo qué clase de
atontados eran todos ellos, me habrían dado hasta repelús. Me
miraban extasiados.
–Querida Conchita –dijo Oriol–, no queremos quitarte nada,
sólo darte. Darte a ti que nos diste tanto a nosotros. Toma el móvil. Ahora ya sabemos qué te ocurre. No temas, te salvaremos.
¿Qué diantres quería decir con aquello? ¿A qué venía tanto enigma? ¡Qué bien hice librándome de ellos! Desde luego, mira que estaban sonados. ¿De qué creían que iban a “salvarme”? ¿Eh?
Mecachis la mar, oye. Fue pensar eso y notar exactamente
como una bombilla que se encendía en mi cabeza. Como en los
cómics: amarilla y brillante. Rápido como una revelación, ahí sí
que vi la mano del Altísimo. Una certeza absoluta. Entendí completamente el concepto de “videncia”.
Se lo pregunté a bocajarro:
–No me estaréis haciendo lucecitas por la noche, ¿eh? –exclamé apretando los dientes de la rabia que me daba la idea.
Oriol me miró con cara de ratón asustado. Se llevó las manos
a una estúpida parabólica en pequeño que llevaba en el pecho
como para reunir fuerzas, y contestó:
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Polvo de estrellas
–Necesitas la ayuda de Júpiter para volver a ser tú misma. Nosotros te la enviamos juntamente con nuestro inmenso amor.
¡La madre que les matriculó! ¡Lo sabía! ¡Eran ellos! Y yo pasando las noches acojonada, y perdona la expresión, que yo si no
duermo bien mis ocho horas no soy nadie. ¡Casi se lo cuento al
padre Vespucci! El ridículo que hubiera hecho. Yo rompiéndome
la cabeza sobre si era la Virgen o si eran fantasmas, ¡y me estaban canalizando Júpiter a mí! Me invento un cuento para hacer
experimentos con ellos, y ellos me lo aplican a mí. Merecido me
estaba, por mala.
Como broma hubiera estado bien, ¡pero ellos se lo tomaban
en serio! Todos con su antenita colgada del cuello, los muy chalados. Si me estoy un rato más, les doy un bofetón a cada uno. No
valía la pena, ni discutir con ellos, ni darles un minuto más de mi
tiempo. Con gesto decidido, le arrebaté mi teléfono a Oriol y salí
echando rayos de su estúpido taller de reparación.
¡Mira que era tonta Isabel! ¡Le iba a poner los puntos sobre
las íes en cuanto la pillase!
*
–Oye, más vale que te vayas –dijo Paz, la señora aquella de
Campoamor.
Me miraba con franca antipatía y ademán peleón. Vi que, si
seguía insistiendo, la hija de puta era capaz de plantarme una
hostia. Le caí muy mal en Murcia, le deslucí el fin de semana. Así
que entonces aprovechó para vengarse un poco. Su chófer, el
criado “nativo” que conocí en su casa, trataba de apaciguar las
cosas. En el fondo, le notaba de mi parte.
–Déjalo chico,. Si no quiere verte, no quiere verte –me dijo,
colega.
Había estado llamando y llamando a aquella condenada puerta. Pero Conchita no quería que entrase, no quería recibirme.
Muy bien, ya encontraría la manera de verla. Que no pensasen
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Cálculo de la velocidad
que me había desanimado. Si creían eso, no me conocían. Estudiaría mejor la estrategia y volvería.
Me fui para casa con un cabreo total. En el autobús de vuelta
me fijé en un par de chicos que llevaban un curioso colgante en
el pecho. Tenía un aspecto parecido a una antena parabólica en
pequeñito.
Y debía de estar de moda, no eran los únicos que había visto
por ahí con ellas.
**
No me sacaba de la cabeza lo que me habían estado haciendo
aquellos locos del “taller de reparación”. Y por si no había tenido
bastante motivo de preocupación con eso, sólo me faltó lo que
ocurrió por la tarde. Sin duda, lo peor del día. Bastante temprano,
después de comer, desde la ventana, había visto a Quique en la
calle gritando mi nombre y pidiendo que le recibiera. ¡Me di un
hartón de llorar! ¡Hacía tanto tiempo que no le veía! No sé cómo
se le había ocurrido ir a buscarme allí. Muy difícil lo tenía; mis
amigos eran verdaderos guardaespaldas. Demasiado tarde para
todo, demasiado…
Con su insistencia había montado un buen escándalo allí en la
puerta. Fue duro dejarle ir sin hablarle, pero no podía arriesgarme a verle de nuevo. No le tenía totalmente fuera de mi cabeza.
Entre mi confesor habitual y el padre Vespucci, iba trabajando en
la curación de mis debilidades más persistentes, pero no estaba
en absoluto recuperada de ellas. De ninguna de ellas.
Además, mi vida había dado tal cambio que ya no me reconocía. Había pasado un verdadero calvario entre una cosa y la otra,
pero el padre Vespucci, sobre todo él, me había salvado la vida.
–Reza –me decía–, que las oraciones no se pierden nunca…
Y yo seguía su consejo y volvía a sentirme casi siempre una
mujer pura, honrada, decente y digna de Dios. Quería conservarme así evitando las tentaciones. Pasaba mi vida entre misas, ro289
Polvo de estrellas
sarios y vía crucis. A veces añoraba a Enrique y a mi Shalimar
querida, pero me pasaban tantas cosas que enseguida salían de mi
pensamiento.
El padre Vespucci tardó un tiempo en ponerse en contacto
conmigo. Al principio me evitaba como a un diablo; se ve que tenía presente aún nuestra conversación y me tenía miedo. Pero
cuando sucedió lo de la Virgen del Muro y todo aquello de Collejón se disparó, cuando vio cómo me quería la gente y cómo
acudían a verme peregrinos y enfermos, me mandó llamar. Después de pedirme que jamás de los jamases le contase a nadie lo
que le había contado a él, me habló como nunca ninguna persona
me había hablado hasta entonces. ¡Dios santo! El padre Vespucci afirmaba que yo era un instrumento de “Nuestra Señora”. Eso
me dijo. ¡Yo, una miserable pecadora! Admitía que los medios
habían sido extraordinarios pero, como también digo yo, todo
cuerpo es un recinto sagrado, el templo del Señor. Recordó, para
convencerme, que «Dios escribe recto con renglones torcidos».
Creo que lo dijo santa Teresa. También que «los designios del señor son inescrutables» o algo así. Ésta es una frase que se queda
corta, puedo dar fe.
Dijo, para convencerme, que los videntes reciben el don por
la vía carismática, que quiere decir de “gracias gratis”, no por
méritos especiales. Al contrario, alcanzan la altura de la mística y
son los elegidos de Dios casi siempre quienes el buen padre vino
a llamar cariñosamente “material de derribo”, o sea, personas sin
cultura, como la Teótima, o niños ignorantes, como los pastorcillos de Fátima.
–O entre grandes pecadores –añadió.
Y ahí entraría yo, se ve. Una gran pecadora. No sabía qué pensar de todo el asunto, me parecía que no había para tanto; pero no
podía olvidar con qué gran generosidad y corazón había perdonado mi extravío. Mi fe se fortaleció extraordinariamente gracias
a él. Lo único que me exigía –como condición para hacer borrón
y cuenta nueva de mi pasado– eran unas pequeñas charlas que
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Cálculo de la velocidad
debíamos tener a diario en las que tenía que contarle hasta la más
mínima ensoñación que pasara por mi mente.
En su compañía, volví a sentir la emoción y el sentimiento
profundo de mi primera religiosidad. La exaltación de cuando era
una niña, una jovencita: la esencia sublime de las flores de mayo,
el velo, el escapulario, las estampas bellísimas y el rosario que
rezaba cada tarde con mi madre. Hasta ese momento, nunca me
había dado cuenta de cómo añoraba yo aquel estado de gracia,
aquella inocencia feliz. Por culpa de Álvaro, mis padres me expulsaron del paraíso y yo, con mi rebeldía, hice de esta expulsión
una bandera.
Pero volvía a estar en “casa”. Mis padres también se habían
hecho unos habituales del fenómeno mariano de Collejón. ¡Estaban allí! Aunque es verdad que vinieron un poco en plan de “a
ver con qué nos saldrá ésta ahora”, alucinaron con la gente que
estaba a mi alrededor y las atenciones que recibían de todos. Y el
padre Vespucci les embelesó. En pocos minutos les tuvo entregadísimos. Les había enviado Enrique en mi búsqueda y, al poco,
anduvieron por el pueblo diciendo a todos los que les quisieran
escuchar que eran los padres “de la señora Conchita” y cómo,
desde pequeña, había habido una relación especial y privilegiada
entre Nuestra Señora y yo. Y se quedaron en el pueblo.
A mí esto me emocionaba y me embargaba una ola de satisfacción desde lo más profundo de mi ser. Era como si por fin hubiera obtenido algo que toda la vida había estado buscando sin ser
consciente de ello: la aprobación y el respeto de mis padres.
Pero ¿por qué latirá siempre en mí este impulso autodestructivo? ¿Por qué estoy siempre tan insatisfecha? Estaba encantada
con mis padres allí, sí, pero ¿por qué a la vez sentía unas ganas
locas de darles dos tortas bien dadas a los dos? Es que los veía tan
“ovejunos” de golpe conmigo que me daban ganas de gritar. Además, y eso era lo que más me fastidiaba, no dejaban de compararme con la Teótima y de animarme a una especie de competición con ella en plan: “pues mi niña, más”, ya me entiendes.
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Polvo de estrellas
Era una gran presión.
Menos mal que el padre Vespucci, que ya no ocultaba su “favoritismo” hacia mí, me animaba a perseverar sin preocuparme
por lo que dijeran. Siempre estaba de mi lado. Eso sí, me suplicó
que evitase mis éxtasis todo lo que pudiera.
Y, en último extremo, sin manos.
*
Mi padre estaba que se lo llevaban los demonios. Alternaba la
furia con la depresión más lamentable. Le dije que yo también
había intentado hablar con Conchita (sin contarle lo de mi viaje a
Collejón) y que no respondía a los mensajes que le dejaba en el
móvil.
–Cómo quieres hablar con ella si no me contesta ni a mí. Sabía yo que un día ésta me acababa en una secta. La gente más
loca del mundo está ahora en ese sitio. Mucha marquesa y mucho
conde, pero chiflados. Me llamó un tal padre Vespucci y me dijo
que Conchita era una santa y que tuviera un poco de paciencia.
¡Ah!, y envío a mis suegros y, ¿qué pasa?: que se quedan también. ¡Atrapados en la secta!
Era lo más loco que había oído en mi vida. Tanto discurso y
tanto pegarle la chapa para esto. Creo que vivíamos más tranquilos con la astrología y el tarot. ¿Cómo había podido suceder todo
tan rápido?
Me detestaba a mí mismo por sentir remordimientos. De tanto
en tanto, me sobrevenía el recuerdo de sus ojos dolidos el día que
se presentó en mi casa y echamos aquel último polvo. ¡Qué mal!
Sufría y todo, qué putada.
–Pero, papá, ¿tú no sabías nada de todo esto?
–Sabía que había abandonado sus historias de antes y que
ahora estaba en el rollo mariano ése. A mí me parecía mucho mejor. Me tenían bien harto todas aquellas brujas enloquecidas.
Pero, chico, esto es un desastre.
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Cálculo de la velocidad
Se aflojó la corbata y se tiró al sofá. Estaba agotado y perplejo. Yo me senté a su lado, imagino que sintiendo lo mismo que
sentía él.
–Qué lío… –dije yo.
–Parece que estas cosas están de moda y han encontrado hasta financiación. Y, oye, he visto una foto de esa Teótima y me ha
dado un mal fario que no veas: vieja, fea y toda de negro. Parece
una cucaracha.
–Vaya…
–Y no me preguntes por qué, pero parece que Conchita tuvo
una visión y, en una pared en la que nadie había reparado hasta
entonces, ahora resulta que se aparece el rostro de la Virgen rodeada de santos. Conchita fue la primera en señalar ese muro y
ahora la veneran casi tanto como a la vidente oficial.
Yo ya lo sabía casi de primera mano, pero no me parecía buena idea contárselo.
Cuando llegué a mi apartamento me senté en la cama y medité con el icono de la Virgen del Muro en la mano. ¡Qué puta locura! ¿De veras Conchita había creído ver algo en aquella pared de
los cojones? En el icono aparecía tenuemente dibujada la imagen
de una mujer con corona y la de unos sujetos con catadura alelada
detrás de ella y que debían de ser “los santos”. Pero, en la pared
original y según me habían dicho los collejonenses, no se veían
más que manchas y porquería. Por lo menos al principio. Lo “misterioso” del asunto era que poco a poco milagrosamente se iban
perfilando los rostros de un día para otro. Alguien estaba “ayudando” a las imágenes en su proceso de aparición. No me extrañaría que fuese alguien con una pensión o con una fonda.
La historia de las imágenes me recordaba aquel casposo “misterio” en plena España franquista: “las caras de Bélmez”. Yo no
había nacido aún, pero lo leí posteriormente en una revista-basura de temas paranormales. Ése también parecía un tinglado familiar y oportunista. Y con toda la razón: ¿quién querría ir a Bélmez
o a Collejón sin un motivo extraordinario? Ni siquiera pasaba el
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Polvo de estrellas
Ebro, como por Alforque, por ejemplo, un pueblo a veinte kilómetros, donde el río formaba unos meandros alucinantes. En resumidas cuentas, esas caras eran un recurso turístico desesperado
pero eficaz.
En mis sábanas había las manchas de un café que se me había
caído hacía unas semanas y, si ponía interés en ello y me concentraba, estaba seguro de que lograría ver a Conchita en alguna de
ellas. Sí, mira, ésa de ahí. Con un poco de voluntad, hasta le distinguía, colgado de la garganta, uno de sus queridos ositos.
¡Ay, Conchita! Te besaría el oso…
Las personas normales como yo (es un decir) no sólo reconocemos caras, parece que tenemos un ansia casi indecente por verlas, estén o no estén ahí. Vemos caras (u otras formas) en las
manchas de humedad de un espejo, en las nubes o en el relieve de
Marte. O en la pared de una capilla.
¡Qué importante es un rostro! Para los seres humanos las caras tienen un atractivo especial. Se ha descubierto que los cerebros de nuestros primos los monos poseen una clase especial de
células que sólo se disparan a plena potencia cuando se les presenta una cara completa. Estamos programados para dar a las caras una importancia básica en nuestra supervivencia. Hay personas con determinadas lesiones cerebrales que experimentan una
curiosa ceguera selectiva. No pueden reconocer las caras. Pueden
ver todo lo demás, aparentemente de forma normal. Pueden describir la nariz, los ojos y la boca. Pero no pueden siquiera reconocer la cara de la persona que más quieren en el mundo.
En aquel momento, pensaba: «Creo que Conchita es la persona que más quiero en el mundo». Pensaba en su cara y se me disparaban a plena potencia mis células cerebrales y las de mis gónadas. ¿Qué mayor prueba tenía de estar enamorado?
Miré la mancha de café que más se le parecía y le dije: «Mira
que eres rara, tía, y qué mierda de misterios esos que tienes tú en
Collejón. Para misterio, nuestro mismo cerebro que es capaz de
usar las neuronas para la física cuántica y también para perderse
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Cálculo de la velocidad
en un marasmo de autoengaño ilimitado. Esto es lo fascinante. El
cerebro está diseñado para la supervivencia, sólo para eso. Y, ya
ves, como efecto colateral, somos capaces de ciencia, de arte y de
religión. ¡Menudos “efectos secundarios”!».
Pero esta fascinante y culta reflexión se vio interrumpida bruscamente. Justo entonces sonó mi teléfono con un tono agudo que
me hizo dar un salto. Era alguien de una mensajería que me pedía
la dirección para traerme un sobre.
Pensé: «Deben ser los de Rayos X que me envían algo». Aún
tenía cosas pendientes con ellos. Les di los datos.
**
Conocí a tanta gente maravillosa que no tengo palabras para
describirlo. La condesa de Vilamuertillos, la querida María
Agustina, venía cada fin de semana. Una mujer increíble que
también es íntima de esa amiga de Paz que tanto conoce a la reina. Es una cosa emocionante. Vete a saber si yo un día… En fin;
vete a saber… Todo habría valido la pena, la verdad.
Pues lo que te decía, que la condesa estaba relacionadísima
con el clero y le habló a todo el mundo de mí. Me habían pedido,
incluso, que viajase a Roma. Varios cardenales querían conocerme, y podía ser que, incluso, llegase un día a ser recibida por el
Papa. Y es que en Roma tenían mucho interés puesto en Collejón
de la Vieja. Tanto interés tenían que enviaron a un delegado especial para seguir de cerca los acontecimientos.
Cuál sería mi sorpresa y alegría cuando me enteré de que la persona enviada iba a ser el autor de Los cuantos de Dios, uno de mis
libros favoritos; ese libro maravilloso en el que se demuestra la profunda compatibilidad de los últimos descubrimientos en el campo
de la física y los milagros más venerados por la cristiandad.
¡Todo un acontecimiento! El padre Vespucci estaba también
muy excitado por la llegada de tan eminente intelectual. Pero, a
la vez, le notaba cierta reticencia ante la visita. No cabía duda de
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Polvo de estrellas
que Collejón le debía muchísimo al padre Vespucci, que, hasta
aquel momento, había llevado la voz cantante en todo y había sido
el único interlocutor entre la jerarquía más elevada y la sociedad
collejonense. El nuevo enviado de alguna manera podía apartarle
de la dirección del proyecto y estaba inquieto por ello.
Estuvimos trabajando intensamente unos días para que monseñor Morera se llevase una buena impresión de aquel lugar y de
nuestra empresa. El padre Vespucci y todos nosotros teníamos
proyectos muy ambiciosos para Collejón, y de su visto bueno dependía una futura inyección de fondos. La iglesia no estaba del
todo terminada, la estatua carecía de patrocinador y había muchas instalaciones que mejorar.
Tengo el honor de decir que yo fui una de las personas a las
que se le permitió formar parte del comité de recepción y de las
conversaciones a puerta cerrada que a partir de entonces tuvieron
lugar. También, a partir de entonces, fui un testigo desolado y
sorprendido de el antagonismo que se fue creando entre ambos
sacerdotes. Estaba claro que partían de posiciones totalmente encontradas.
El padre Morera, con pocos preámbulos, fue directo al grano.
–Estimados señores: la gente está muy decepcionada con el
“tercer misterio de Fátima”. Resulta que el misterio de marras era
el atentado que sufrió el Papa. Tanto tiempo esperando para salir
luego con una revelación, digamos, tan sosa. ¡Vaya desilusión! La
Iglesia ha cometido muchos errores, entre ellos el de subestimar la
demanda insaciable de misterio y milagrería del pueblo. Aún estamos pagando todo el asunto de Fátima y lo que nos falta. Naturalmente, no cesan de surgir voces entre los fieles y, lamento decir, entre el propio clero, que afirman que existe una especie de
complot para hurtar el auténtico misterio a la opinión pública. Un
sector al que se le podría llamar “conspiranoico”. Ésa es la palabra. Como comprenderán, ya le gustaría a la Iglesia sacarse un
buen conejo de la chistera y dar satisfacción al público, pero no
estamos en condiciones de anunciar ninguna catástrofe que esté a
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Cálculo de la velocidad
la altura de las expectativas creadas. De un “tercer misterio” tan
cacareado no creo que se nos exija menos que una conflagración
mundial, que se nos caiga la luna encima o el desembarco de toda
la flota marciana al completo. Y estas maravillas, hijos míos, para
desgracia nuestra no las podemos garantizar.
Al padre Vespucci le dio un tic en el ojo. Tenía la tensión alta,
y cuando estaba nervioso, se ponía rojo como un tomate. Aquella
tarde oyendo tales palabras se estaba amoratando. Más de una
vez había insinuado su descontento, decepción e incredulidad
con la revelación del tercer misterio. Él era una parte del clero
que monseñor Morera, con asombrosa falta de tacto, menospreciaba tanto llamándolo “conspiranoico”. Ahora, no sólo no le
apoyaban sus tesis, no sólo las ridiculizaban, sino que, encima,
¡bromeaban con ello ante sus propias narices!
–No nos extraña nada –prosiguió monseñor–, que el búlgaro
ese, Ali Agca, el que le disparó, se haya apresurado a coger el rábano por las hojas y eludir sus responsabilidades diciendo que él
sólo es un instrumento más de la Virgen María. Porque será búlgaro, pero de tonto ni un pelo, ¿eh? ¿Quién de nosotros no haría
lo mismo?
Y nos guiñó un ojo.
¡Sólo le faltaba esto al padre Vespucci! Dio un salto en su
asiento y se le cayó el rosario. De tan enfadado que estaba no le
salían ni las palabras. Balbuceó por lo bajo: «En el infierno hay
vírgenes, pero no se encuentran humildes…». Y le fulminó con la
mirada.
Estábamos estupefactos. Tanta jovialidad y descaro habían
sorprendido grandemente a todos los reunidos. Y no de manera
muy grata. Se veían nubes de la tormenta que se aproximaba.
¿Qué clase de cura era éste? Cielos, ¡era un cura escéptico! Bueno, no “escéptico” en el sentido que le daría Quique, claro. A él,
que había leído su libro, le caía sumamente gordo. Decía que la física cuántica y la religión no tenían ninguna relación, que los curas no buscasen apoyos donde no los iban a encontrar y que mon297
Polvo de estrellas
señor Morera era un abusón por hablar de lo que no entendían, ni
sus lectores, ni él.
¡Pues tendría que haber visto cómo nos dejó a todos de pasmados en aquella conversación! Dijo que, consciente como era la
Iglesia de la necesidad de hablar a diferentes fieles con diferentes
lenguajes, a partir de entonces, gente como él iba a dirigir cualquier cuestión que tuviera que ver con apariciones, revelaciones
y fenómenos de masas en general.
–Si no se controla bien todo, la gente se desmotiva y se pierde
la fe –dijó–. La Iglesia no ha prestado suficiente atención a la necesidad de asombro, emoción y “representación escénica” –juro
que utilizó estas mismas palabras– que el devoto desea ver en su
religión. Nada que ver con el espectáculo, que quede claro. Sólo
que sin misterio y sin “sagrada dramatización” vienen los protestantes y se lo llevan todo. O, peor, las brujas, magos y los programas basura de la televisión.
Aunque me sorprendía y disgustaba ese tono tan alegremente
“profano”, como de ejecutivo de cuentas de una multinacional de
la publicidad, entendía muy bien lo que quería decir monseñor.
Bastante que lo había experimentado en mi vida anterior. Quiero
decir, en mi consulta y en mis clases. Hay unos mecanismos muy
humanos que cualquier desaprensivo puede manipular, y es mucho más seguro tenerlos presentes y utilizarlos para el bien.
Yo apreciaba esta vertiente más intelectual y psicológica de
enfocar los temas espirituales. El padre Vespucci también era una
eminencia, pero de corte demasiado tradicional. Además, yo había evolucionado un tanto y, supongo que, bien a mi pesar, Quique había tenido algo que ver con ello. Ya no lo aceptaba todo
con tanta facilidad. Tenía una especie de gusanillo crítico dentro
de mí.
Con monseñor Morera por fin podría hacer compatible mi fe
con una visión más filosófica e intelectual que la que me proponía el padre Vespucci. Un catolicismo sin “pezuñas”, si entiendes
qué quiero decir. Veía la luz a final de un túnel lleno de dudas y
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Cálculo de la velocidad
sobresaltos. Había una devoción para las masas y otra para una
élite con un concepto más metafísico, místico y ecuménico…
¡hasta cuántico! de la experiencia religiosa. Además, me tranquilicé, era de toda confianza: ¡le enviaban de Roma! Era un sacerdote perfectamente ortodoxo. Sólo que consciente de las necesidades del “vulgo”. Distinto, pero igualmente de fiar.
Entonces comprendí por qué, inexplicablemente para mí en
un primer momento, la señora Teótima se vio apartada de este
núcleo dirigente. Estaba claro que monseñor Morera no pensaba
que fuera a estar a la altura. Se le impidió asistir a las reuniones
con la excusa de no alterar ni estorbar la tranquilidad de ánimo
que necesitaba para proseguir con su santa actividad. Ni que decir tiene que no se lo tragó, y que se quedó mortalmente herida
por ello.
*
Habían pasado muchos días desde la última vez que vi a Conchita. Planeaba ir a verla el siguiente fin de semana. Salía un autobús charter el sábado por la mañana, y me iba muy bien porque así
no tendría que pedir ningún día libre en la empresa. Por mí, hubiera cogido el tren de inmediato y me hubiera presentado en Collejón. Pero tenía que esperarme si no quería perder mi empleo.
Es que las cosas no andaban bien y no estaba el horno para bollos. Al principio, estaban encantados conmigo. Les solucioné la
tira de problemas y me entregué a fondo sin protestar por el horario ni si salía a las tantas o qué. No se podían quejar de nada, al
contrario. Pero luego, aunque seguía trabajando como un burro,
algo cambió.
Una vez un amigo mío me dijo:
–Si quieres saber qué opinan tus jefes de ti, fíjate cómo te tratan sus pelotas oficiales.
Desde hacía unas semanas, los pelotas oficiales parecían hacer leña del árbol caído. Me daban un machetazo por aquí, ahora
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Polvo de estrellas
otro por allá. ¡La rehostia! No entendía qué pasaba, no paraban
de tocarme los huevos. Leí que a eso se le llamaba mobbing y me
tranquilizó relativamente saber que tenía un nombre. Acoso moral, auténtico acoso moral. ¡Qué infierno!
Así y todo, tenía otras prioridades. Pensaba volver a Collejón
y hablar con ella. Era mi obsesión. Había hablado con mi padre y
me jodía saber que a él seguía sin cogerle el teléfono. Como no
podía creer que ella le hiciera algo así, decía que estaba secuestrada. ¡Pero no puedes denunciar el secuestro voluntario de una
mayor de edad! Que no mayor de edad mental, desde luego. Se
había pasado de rosca totalmente.
Y si era por mí, yo estaba dispuesto a todo. Estaba seguro de
que si podía hablar sólo un momento con ella podría explicarle lo
de aquel día. Le diría que había sido un momento de pánico por
mi parte. Que ella era mucha Conchita para un tío como yo que
había rodado poco. Y, encima, ¡la mujer de mi padre! Que aquel
pánico, aquella locura, era amor; que quería decírselo y que fuera lo que el Gran Pitufo quisiera que fuera.
Y no sólo eso: también quería hacerle ver que, ¡cojones!, ¿qué
no veía cómo se aprovechaban de ella? Sólo la tenían allí para sacarle partido. No iba a consentir que la apartara esa gente de su
vida y de su familia. No cejaría hasta que viera claro que le habían
comido el tarro entre el cura ése y las marquesas.
**
La señora Teótima, desde que tuve la aparición en la capilla
vieja, la de la Virgen del Muro (bien, el mismo padre Vespucci
me convenció de que fue una aparición, un milagro y yo casi me
lo creí) mantenía un ritmo frenético de trances. Y después del feo
que le hizo monseñor Morera, los mensajes de la Virgen fueron
casi diarios y cada vez más apocalípticos. Recuerdo uno que representó el principio de un giro importante en los trances de la vidente. Decía así:
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Cálculo de la velocidad
Residentes del planeta Tierra, hagan caso de estas advertencias. Están viviendo tiempos peligrosos. Ahora es el momento
de devenir a Dios con un corazón y una mente abiertos, llenos a
toda capacidad con la esperanza de Dios. Ésta será la única manera de pasar por los tiempos duros que vienen. Durante demasiado tiempo han vuelto la espalda al elemento espiritual. Este
nuevo siglo traerá muchas sorpresas y muchos trastornos a los
habitantes de la Tierra.
¿Cómo llegar a sus corazones de piedra? ¿Cómo hacerles razonar con sus mentes cerradas? ¿Cuándo van a escuchar mis advertencias? Estoy apareciendo por todas partes del mundo. Seguiré
apareciendo en muchos lugares diversos. Estas apariciones tienen
el único propósito de advertirlos de los tiempos que vienen.
En los próximos pocos años verán la mano de mi hijo asestar
algunos golpes poderosos a la Tierra. Verán terremotos, erupciones volcánicas, muchas tormentas gigantes que causarán estragos, y maremotos de proporciones inauditas. Estén atentos a extraños acontecimientos en el cielo junto a extrañas apariciones
de estrellas. Las capas polares de hielo empezarán a desgajarse y
a derretirse.
En los últimos años de este siglo muchos se preguntarán sobre la razón de estos acontecimientos. Cada accidente servirá
para demostrarle su impotencia. Pronto se darán cuenta de que
deben buscar la ayuda de un Poder Superior para que les ayude.
Parecía verter su furia en estos trances y la gente empezaba a
asustarse. Yo también empezaba a asustarme: la Teótima me
odiaba. No me podía ver. Se refería a mí muy despectivamente
como “la Concha”, me hacía toda clase de desplantes y su parentela me miraba con mala cara. No paraba de hacer insinuaciones
desagradables y hasta tuvo una visión tremendista sobre “la gran
ramera rubia” que traería la desgracia al catolicismo. Si me llega
a señalar con el dedo, no lo ven más claro. El padre Vespucci, entristecido, me pedía paciencia.
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Polvo de estrellas
Yo me resistía a pensar mal de una mujer a quien todo el mundo veneraba –y yo la primera– como a una santa. ¡Qué vidente
tan extraordinaria! Una verdadera alma de aquellos lugares. Su
consulta era indescriptible. En el recibidor había un letrero que
ponía: «Guarden silencio por respeto a la Pasión de Jesús y a la
presencia de nuestra Madre Celestial». Colas y colas de gentes
que querían que les visitase y les sanase, a ellos o a sus familiares, aguardaban incansables. Las paredes de su casa estaban llenas a rebosar de fotografías de enfermos agradecidos por haber
recibido sorprendentes favores, y de ex votos de todo tipo.
Cuando entraba en trance, era inmune al dolor. Yo la había
visto con mis propios ojos lanzarse a una zarza y seguir rezando
y cantando sin que parecieran afectarla los pavorosos desgarrones de su piel, que dejaban su ropa empapada de sangre. Pensaba
en ello y me estremecía. Además, contaba con la visión a distancia, que la teología enseña que es una realidad, y que se trata del
mismo ángel de la guarda, que es quien se desplaza, pero que es
sentido por el vidente como si fuera él.
La gente la reverenciaba al máximo y llegaban a decir de ella
que tenía el don de la bilocación, es decir, que podía comprobarse su presencia en dos lugares a la vez. ¡Qué maravilla! ¡La bilocación! Monseñor Morera hablaba exactamente de lo mismo en
sus extraordinarios libros. La “bilocación” es algo que conocen
de sobra los físicos cuánticos. ¿Qué tenía de extraño?
Era portentoso: una mujer sencilla, de campo, y Ella la había
elegido para transmitirnos sus mensajes. ¡Increíble! Curiosamente estas experiencias les ocurren a las personas menos instruidas
o que tienen más contacto con la naturaleza, tal vez porque sus
mentes están menos contaminadas e influenciadas por esta sociedad tecnificada que sólo adora la ciencia y la razón. Teótima estaba más cerca de lo esencial, de esa parte instintiva nuestra que
hemos perdido y que ella aún conservaba. Por eso había sido la
elegida. Ya dice la Virgen en todas partes: «Los seglares serán los
llamados a salvar la Iglesia». Y por eso está concentrada en for302
Cálculo de la velocidad
mar la Legión de los Apóstoles de los Últimos Tiempos, que
cuenta con ellos muy especialmente.
No me podía comparar con la vidente en nada, ¡pobre de mí!
¡Ni siquiera era capaz de oler a la Virgen como la olía todo el
mundo! No me atrevía a pensar que fuera su inquina una cuestión
de celos o de territorio.
Pero yo, y me dolía en el alma, tengo mucho instinto y no
confiaba del todo en ella.
*
Un día, después del trabajo, subía tranquilamente pensando
en mis asuntos en el ascensor de mi casa. Qué poco me imaginaba la que me iba a caer en cuanto llegase al rellano. Nada más salir, brazos en jarras y con cara de pocos amigos, me esperaba mi
vecino, el dueño de mi apartamento.
Sin más introducción, me espetó:
–¿Qué has hecho con mi antena?
Yo le miré sorprendido a la cabeza, y seguía sin ninguna de
las dos, como siempre.
–¿Qué dice de una antena? –repetí con malas pulgas.
–Sí, coño, la parabólica –contestó con furia.
–A mí qué me cuenta de su parabólica. Yo no sé nada.
–Pues a ver quién ha sido. Eres el único con acceso a mi terraza.
–¡Déjeme en paz! ¡No te jode! ¿Cómo se le ocurre pensar que
yo pueda llevarme su parabólica?
–Pues volando no se ha ido –gritó el hijo puta.
–Pues igual sí y le cae en la cabeza, hombre. ¡No te jode! –repliqué. Y me metí en casa dando un portazo.
No tenía ganas de cuentos. Qué capullo, el tío. ¡Mira que pensar
que yo le había robado la parabólica de los cojones! ¿Para qué querría yo una parabólica si no tenía tele? Si ya lo había dicho yo siempre, que estaba sonado ese hombre. Mejor no hacerle ni caso.
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Polvo de estrellas
Desde el interior de mi apartamento aún le oía fuera murmurando contra mí. Como si se quedaba allí toda la tarde; me daba
igual. ¡Que tío tan chalado!
Recuerdo que me tumbé en la cama para descansar un rato.
Había quedado con los de la mensajería en que pasarían para entregarme un sobre. Aún les debía algún trabajo a los de Rayos X
y quería quedar bien con ellos. Más que nada porque no estaba
claro si iba a durar mucho en la empresa nueva. Estaba pero que
muy mal, ¿eh? Puro acoso era aquello. El ambiente de trabajo era
de mal rollo continuo. Tenía claro que si seguían puteándome de
aquella manera le iba a partir la cara a alguno. ¡Qué se podía esperar de una empresa en la que había crucifijos en los despachos
de la mitad de los jefes! «Al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios».
Justo entonces llamaron desde abajo. Eran ellos, los de la
mensajería. Que bajase yo, decían. ¡Qué morro! Curiosos tipos…
A mí me daba igual: tenía que salir de todos modos. Así que dije
que de acuerdo.
Cuando fui a coger el ascensor, ¡joder, oye!, salía también mi
arrendatario con la bolsa del pan. Su mujer siempre le enviaba a
buscar la barra de la tarde. ¡Vaya por Dios qué suerte! Parecía
que no hubiera otro vecino. No tuve más remedio que bajar con
él, que seguía como antes, despotricando con lo de la antena.
¿Cómo se le ocurría pensar que yo tuviera algo que ver con eso?
Pero afirmaba que sólo podía haber sido yo, qué cabrón.
Cuando fui a salir por la puerta de la calle, el hijoputa se puso
como una fiera. Se ve que esperaba que le cediera el paso. Le pareció mal al tío que pasara yo delante, fíjate. ¡Le iba a ceder el
paso, encima, después de lo borde que se me había puesto!
–¡Venga, qué más! ¿Vas a darme a mí también con la puerta
en las narices?
Lo decía por lo que pasó con su señora. Aquella vez no me di
cuenta, pero ésta sí que le hubiera dado con la puerta en la cara.
Por gilipollas.
304
Cálculo de la velocidad
Le dejé pasar, de todas formas. Por no pelearme con él.
Fue una suerte que perdiéramos unos segundos con que si salía él o si salía yo primero. Providencial. De no haber sido así, le
da en toda la cabezota. De un pelo, le fue.
Le ayudé a levantarse; el tío estaba echo un flan. Le había pasado rozando. Allá en el suelo, reventada, estaba su querida parabólica que casi le mata. A saber cómo la habría montado, el muy
ignorante. Debía ser de esos pepegoteras, aficionados a las chapuzas domésticas, que se lo hacen todo ellos mismos aunque no sepan. Casi le deja planchado. ¡Y desde un séptimo! ¡Qué pasada!
Se había congregado una nube de gente alrededor y se echaban las
manos a la cabeza imaginando lo que podría haber sucedido.
Con todo aquel lío, los de la mensajería debían de haberse
marchado. Allí ya no había nadie.
**
Un día, saliendo de misa el padre Vespucci y yo, un grupo de
gamberrillos de Collejón me llamó “tía buena”. ¡Se puso…!
Yo le dije:
–Padre, no haga caso que es de la misma edad, que son así.
Pero se quedó muy disgustado. Totalmente consternado diría
yo. Su cabeza no dejó de trabajar y, al final, se decidió a pedírmelo:
–Conchita, ¿y si cambias un poco tu forma de vestir?
–¿Yo? ¿De vestir? ¡Si voy bien!
Pero no paró hasta que lo consiguió. ¡No llevaba la ropa adecuada para una vidente por lo visto! Como iba a celebrarse en
unos días una importante ceremonia para presentar la nueva imagen de la Virgen, y ya empezábamos a hacer los preparativos y a
recibir personajes, no quería que diera motivos para que “nadie”
pudiera atacarme. “Nadie” eran la Teótima y su familia, claro.
¡Qué mal me lo estaba haciendo pasar esa gente! ¡Si no hubiera sido por el padre Vespucci! Se subía por las paredes cada
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vez que la vidente soltaba alguna andanada contra mí. De no ser
un hombre de fe diría que le cogió una tirria tremenda a esa señora. La verdad es que si alguien podía dañar el nuevo rumbo que
estaba tomando mi vida era ella. Un día llegó al extremo de comentar algo sobre «las mujeres que viven como prostitutas al
lado de hombres casados». ¡Por no tener Enrique la nulidad! Me
dejó hecha polvo…
Por su culpa, me vi obligada a dejar de llevar pantalones, de
pintarme los labios como a mí me gusta y a ponerme la ropa más
mustia y deprimente que hubiera podido imaginar. El Señor me
mandaba pruebas muy duras, pero aquélla casi no la podía soportar. Llevar ropa fea y por causa de unos intrigantes me tenía
destrozada. A mí siempre me han sentado muy bien los pantalones y, modestamente, tengo tipo para llevar la ropa un poco ajustada.
Pues nada, tuve que hacer una criba de todo lo que tenía. ¡No
había contado con algo así! Al padre Vespucci no le parecían
convenientes ninguna de mis faldas. La que no era corta, era ceñida. Y eso que hace siglos que no se llevan las minis y yo ya no
tengo. Pues bien: a él no le pareció correcta ninguna y, al final, le
tuve que pedir prestadas un par a Isabel que pesa veinte kilos más
que yo. ¡Me venían enormes! Las tuve que sujetar con un imperdible a la espera de tener ocasión de volver a Barcelona y comprarme las adecuadas. Me costaba de poner por lo grueso de la
tela y temía que se me soltara y que se me cayese la falda al suelo. ¡Pobre padre, hubiera sido peor el remedio que la enfermedad! Isabel me confortaba diciendo que «se llevan una barbaridad por debajo de la rodilla». ¡Vaya consuelo! Ya sabes que
queda fatal ese tipo de falda si no llevas arriba algo un pelín ceñido.
Parecía una monja. Y que me perdonen las monjas, que las
quiero y las admiro mucho, pero no es mi naturaleza. Pero ¡qué
le iba a hacer si me recomendaba el cambio de look el propio padre Vespucci!
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Cálculo de la velocidad
Me insistía:
–Sólo son unos días, mujer. Hasta que traigan la estatua nueva y se celebre la misa. ¡Si son diez días!
Nunca imaginé que me dejaría aconsejar y dirigir por un hombre en asuntos de ropa. A Álvaro no se lo permití nunca. Y a Enrique, ni te cuento. Pues a aquel santo, a aquel buen amigo empeñado en cuidar de mi imagen y protegerme, le consentí que
desterrase mis bonitas “mules”, mis tacones finos, mis preciosos
pantalones de cuero y ¡la cazadora negra de Loewe, la de las cremalleras!
–¿La cazadora también? –pregunté, aterrada.
Pues sí, especialmente ésa. Ni cuero, ni cremalleras en Collejón de la Vieja. Desterradas.
¡Qué triste que me sentía vistiendo de monja seglar! Una tremenda prueba para mi vanidad; la parte más frívola de mi naturaleza. Nunca le había dado mucha importancia al tema de la
ropa. Me refiero, como católica y tal. Pero, para él, para el padre
Vespucci, la tenía.
La verdad, no sé si había para tanto. Ni que estuviese purgando un asesinato. Y todo por aquella mujer. Definitivamente, la
Teótima estaba amargándome la vida. Tenía razón Enrique: era
como una cucaracha, Dios me perdone.
¡Y sus mensajes! ¡Apocalípticos de verdad!:
El planeta Tierra está siendo bombardeado por fuerzas que
harán que cambie su dirección en relación con el universo. A
medida que este universo crece y a medida que las galaxias crecen, hay una división y separación de las galaxias. Estos cambios son universales. Algunos de estos acontecimientos empezaron hace muchos millones de años terrestres. Ahora el
crecimiento afecta a nuestro sistema solar y los planetas se volverán a alinear en nuevos lugares y puntos. Durante este alineamiento la Tierra se verá inclinada y sacudida y tendrán efecto
muchos acontecimientos catastróficos a medida que el mundo se
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Polvo de estrellas
incline y cambie de dirección, muchos de los sucesos naturales
serán considerados desastres. Las montañas se moverán; los
mares se elevarán; nuevas tierras que ahora están habitadas serán inundadas y volverán al fondo del océano para que se les
permita renovarse. Estos desastres naturales ya comenzaron,
pero en el futuro ocurrirán más frecuentemente y con violencia
creciente.
Las corrientes oceánicas se están agitando y están sólo comenzando a cambiar su dirección. Las islas británicas probablemente serán las primeras en notar el cambio de las corrientes.
Los habitantes de estas islas experimentarán mucha humedad y
más frío que de costumbre.
Considerad el globo como una bola llena de agua. Si pudierais remover el agua de su interior podríais ver los cambios que
están ocurriendo en la Tierra, pues su corteza ha comenzado a
dar vueltas y a agitarse. Visualizad esta bola con su centro comenzado a girar. Al principio la superficie no se verá afectada,
pero a medida que el giro se haga más pronunciado podréis ver
cómo se bambolea la bola. Este bamboleo es lo que hará que las
corrientes oceánicas fluyan siguiendo distintos patrones. Cambios en las corrientes oceánicas afectarán todas las costas del
mundo. Los peces y los mamíferos se verán confundidos y algunos actuarán de manera distinta. Las mareas se desincronizarán.
Se sucederán tantos cambios en el clima y en los océanos que los
responsables políticos tendrán que hacerse eco de ellos.
En el invierno las auroras boreales serán avistadas más al sur
que de costumbre. Las señales y los signos del cielo incluirán
este fenómeno. También habrá informes de actividad solar inusual. Las estrellas emitirán diferentes radiaciones que serán captadas por los científicos. Habrá lluvias inusuales de meteoritos y
luces brillantes provenientes del espacio interior que no podrán
ser identificadas por los expertos.
Se verá cómo muchas religiones empiezan a desintegrarse y
se producirá un gran desconcierto entre los líderes de la Iglesia.
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Cálculo de la velocidad
La Iglesia católica comenzará a perder gran parte de su poder. Se
producirá un llamamiento general a la unidad de todas las religiones al comprobar los líderes religiosos el inexorable descenso de la fe religiosa. Muchos comenzarán a buscar el conocimiento a través de otros medios espirituales o mediante la
meditación y la introspección. Sólo crecerán aquellas Iglesias
que declaren ante el mundo la idea de Dios Único.
¿El globo una bola de agua? ¿Una bola que “se bambolea”?
Reconozco que esto no era más sorprendente o inusual que algunos mensajes que había leído publicados en María Mensajera o
en otras revistas de cuestiones marianas. Pero esa vez, no sé si
por verlos con una mente más crítica o porque estaba ya muy harta de la Teótima, me parecieron absurdos. No sólo a mí; incluso
monseñor Morera y el padre Vespucci vieron también algo extremos estos mensajes y trataron de calmarla.
Así que nos convocaron a todos, vidente incluida, en una sala
que nos prestó el ayuntamiento del pueblo. Era la primera vez
que yo iba a estar presente en una de esas reuniones. Nos sentamos alrededor de una mesa y, después de tocar un par de asuntos
menos urgentes, pasamos al tema principal.
Monseñor Morera, con mucho tacto, le sugirió a la Teótima la
posibilidad de que un estado de ánimo anormal, problemas personales o lo que fuera, pudieran llevarla en ocasiones a malinterpretar los mensajes.
–Querida señora, pocas veces la Virgen transmite unos mensajes tan detallados y apocalípticos, más propios de sectas protestantes radicales que de nuestro catolicismo –le dijo.
Ella callaba y ponía cara de no entender qué le estaban diciendo. Pero ya lo creo que lo entendía. Disimulaba, pero estaba
furiosa. No parecía dispuesta a permitir que nadie le discutiera
los mensajes de su Virgen.
Y yo, a quien había mirado con gran indignación nada más
entrar, sobre quien había efectuado mudas interrogaciones reco309
Polvo de estrellas
rriendo con sus ojos a todos los presentes como diciendo: «Y
ésta, ¿qué hace aquí?»; yo, a quien odiaba y de quien decía pestes sin cesar, fui tan insensata de añadir:
–Además, la alineación de los planetas, en ningún caso puede
crear ningún trastorno en el eje de la Tierra, ya que es una conjunción aparente que depende del punto de vista del espectador, Teo.
Ni Quique hubiera estado más pedante y “escéptico”. Se hubiera sentido orgulloso de mí. Hubiera dado por buenos todos sus esforzados discursos a la hora de la sobremesa nocturna de haber oído
mi objeción. De algo me habían tenido que servir tanto machaque y
tanta historia. Además, yo leía por entonces algún librillo de divulgación científica de tanto en tanto, y los había de muy bien escritos
y amenos. La verdad es que algunas cosas las ves de otra manera si
sabes cómo funcionan. Estaba segura de que tenía que haber alguna manera de conciliar la religión, el más allá, la vida extraterrestre
y todo lo demás con la ciencia, a pesar de lo que dijera él.
La Teótima se me puso pálida de indignación. Se quedó tan
sorprendida que no le salían las palabras. Su cerebro daba vueltas a la frase “conjunción aparente” como si fuera un artefacto
alienígena sin manual de instrucciones. Daba pena de verla, haciendo trabajar su mollera sin la menor esperanza de solución.
«Cateta…», pensaba yo.
¿No me tenía que vestir por su culpa como si no hubiera salido del pueblo en mi vida o como si hubiera perdido a todos mis
deudos en un terremoto? ¿No me obligaban a ponerme blusones
y cárdigans como si estuviera embarazada? Sólo podía darme
algo de brillo en los labios y debía llevar zapatos bajos y medias
gruesas. ¡Era horrible!
¿Había que fastidiarse? Vale, de acuerdo: pero no pensaba hacerlo yo sola. Había reunido valor y le había dicho lo que pensaba a la muy ignorante. Tenía su merecido y yo saboreaba mis segundos de gloria. Además, una cosa es tener la mente cerrada, y
otra ser tan burdo. Ella sí que tenía “un agujero en la cabeza” de
puro abierta.
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Cálculo de la velocidad
¡Pero casi me lo tuve que tragar. ¡Cómo se me puso! ¡Creí que
se me echaba encima! Se levantó hecha un basilisco y tronó:
–¡Maldita! ¡Un creyente no puede poner en duda la omnipotencia de Dios!
–¡Cálmese, por Dios! –suplicó el padre Vespucci, que temía
que fuera a arañarme.
–¡Y que no se te ocurra nunca más llamarme “Teo”, que no
hemos comido nunca sopas juntas! –chilló.
El padre Vespucci nos miraba entristecido por tirarnos del
moño de aquella manera. No podía evitar darle la razón a Teótima sobre lo de la “omnipotencia de Dios” y no entendía que yo
pusiera unos reparos tan poco espirituales al mensaje de la Virgen. Además, yo sabía que lo que le preocupaba de estas comunicaciones era el efecto que pudieran tener en la gente, no su autenticidad, que no dudaba en absoluto. A él, que podía hablar de
“pezuñas” con total convencimiento, que a la Virgen se le alinearan los planetas no le sorprendía especialmente. ¡Mi querido padre Vespucci, qué disgusto le estaba dando!
No cesaba de decirme:
–Pero, Conchita, mujer, abre un poco tu mente.
–No es lo mismo tener la mente abierta que un agujero en la
cabeza, padre –le aseguraba yo
–¿Un agujero, yo? ¿En la cabeza? ¡Aaaah! –gritó la vidente
¡Vaya jaleo! No sé cómo tuve coraje para continuar. Monseñor
Morera se reía como un crío. No creía en absoluto en extraterrestres y esoterismos. Sólo en la física cuántica. Y me consta que no
creía en que la Virgen se le estuviera apareciendo a la Teótima.
«No consta la sobrenaturalidad», nos decía, en privado, con gran
enfado del padre Vespucci. Y siempre la había tratado con gran
displicencia. El recuerdo de verle poniendo ostensiblemente los
ojos en blanco cuando leyó los mensajes me infundió algo de valor también. O que mi paciencia ya había llegado a su límite y
que la vidente, aquel día, me pilló cruzada.
Como ya estaba lanzada, le contesté:
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Polvo de estrellas
–Sí, tú. Y menos gritos, que tus mensajes se parecen cada día
más a los de Aramys Fuster.
–¿Mis mensajes? ¿Aramys Fuster? –farfulló echando rayos.
–Sí, sí, ésa. ¿Qué puñetas quieres decir con «se bambolea la
bola»? ¿Eh ¿Y con que «los peces y los mamíferos se verán confundidos»? ¿Eh? –remaché.
«Se bambolea la bola.» Ni en mi época de talleres locos se me
ocurrió decir algo tan cutre. Muy fuerte, oye.
Y añadí antes de que se recobrase:
–Y, por cierto, a mí tampoco me ha parecido nunca bien que
me llamases Concha, y ni mucho menos “la Concha”. No me ha
gustado nunca, para que lo sepas, y me ha tocado aguantarme. Y
otra cosa: no sufras, no, que sopas juntas no las vamos a comer
jamás, que aún hay clases.
Le dio tal soponcio que pensamos que le iba a dar un infarto.
¡Tuvimos que llamar a sus sobrinos! Vinieron a la carrera, ya se
olían alguna cosa. Me miraron venenosos en un ambiente de gran
tensión. La Teótima apretaba los puños. Yo creo que si hubiera
podido me hubiese pegado. La guerra había estallado. ¡Y yo teniendo que llevar horribles faldas! ¡Qué humillación!
¡Menuda reunión explosiva había resultado aquélla! Monseñor Morera y el padre Vespucci no sabían qué partido tomar.
Después de tranquilizarnos un poco a las dos, los sacerdotes
llegaron a una solución de compromiso y decidieron no transmitir este último mensaje hasta deliberar un poco más. Al final la vidente se marchó aduciendo que sentía “una llamada” dentro de
ella y nos abandonó dignamente dejándome a mí con un poco de
remordimientos por mi exabrupto.
*
El padre Vespucci y las marquesas la tenían controlada hasta
el extremo. Pero yo estaba tan loco que no desfallecía. Tan pronto como pude, aquel fin de semana, volví a marcharme para Co312
Cálculo de la velocidad
llejón. En el autocar me puse los cascos con Suede para no oír a
todos aquellos chalados que iban cantando como críos feos y
acromegálicos en una excursión del parvulario. Había allí monjas, sacerdotes, enfermos que parecían auténticos y enfermos que
no lo parecían tanto. Me recordaba mis excursiones con los curas
cuando era un crío. ¡Qué pesadilla!
Los seguidores de las apariciones marianas viajan en grupo y
en autobús, como las peñas de fútbol. Se parecen mucho. Hay una
diferencia: existe una mayoría aplastante de mujeres de mediana
edad y entradas ya en la vejez. Llevan vestimentas, medallas y
otros signos de fetichismo colectivo. Y, como en el fútbol, hay “enterados”que afirman que los mensajes de sus videntes son los verdaderos, y falsos todos los demás, aunque se parezcan como dos
gotas de agua.
Se mezclan creencias: junto con las cosas celestiales, se menciona un genérico “no es de este mundo”, donde caben espíritus,
ovnis, magos y brujas, curanderos, etc. Los milagros tienen casi
siempre que ver con curaciones sorprendentes que no explica la
ciencia y ante las cuales los médicos se quedan boquiabiertos.
Lo que a mí me choca es que a nadie se le haya ocurrido preguntar a esos portentos por alguno de los misterios y secretos por
los que se pirran y se devanan los sesos los científicos, y que nos
ayudarían a entender un poco mejor el universo que habitamos.
Si hubiera ido a la consulta de la Teótima, le hubiera preguntado,
entre otros asuntos, sobre el valor de la constante del espectro
fino del hidrógeno, por ejemplo. O si la vida se originó en la Tierra o llegó en un meteorito. O cómo era el universo antes del
tiempo de Planck. Misterios que se resolverían si alguien tuviera
ocasión de preguntarle a la Virgen por ello.
Pero ya había llegado a Collejón. Me quedé impresionado de lo
mucho que había cambiado todo en tan poco tiempo. ¡Aquello parecía un borrador de Port Aventura! En medio del desierto, en una explosión de actividad y bullicio humano, se construía una especie de
parque temático del catolicismo más castizo. ¡Estaba alucinado!
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Conchita, una vez más, se negó a verme y los adeptos me
echaron con cajas destempladas. Pero mientras rumiaba nuevas
estrategias, me di un paseo para ver las atracciones que ya estaban en marcha. Una de las más enternecedoras eran una especie
de casetas provisionales que funcionaban como confesionarios
para que los más pequeños pudieran ir acostumbrándose a la confesión. Los niños luego podían elegir dos tipos de castigo: o rezar las oraciones prescritas o, ¡qué guay!, subirse a unos trenecitos de feria que entraban en un recinto oscuro donde estaban
representadas diferentes escenas del Averno y donde unos diablos les asustaban y les daban blandamente con una escoba.
Todos parecían preferir esta opción. Algunos emergían de allí
llorando pero la mayoría quería repetir y cometían alguna simpática barrabasada para poder confesarse otra vez. Los adolescentes
tenían debilidad por las casetas de tatuajes donde les tatuaban estigmas. Salían alucinados con las palmas de las manos chorreando
sangre de heridas abiertas. En verano, con las sandalias, podrían
mostrar las de los pies.
–¡Cómo mola! –decían todos.
También vendían coronas de santo fosforescentes que familias enteras llevaban en la cabeza pareciendo, cuando oscurecía,
pequeños belenes andantes. Vi unas casetas de tiro llamadas
“cruzadas” donde se disparaban cañones con bolas contra figuras
de moros, judíos, comunistas, masones y ateos.
Había unos restaurantes alucinantes con nombres evangélicos
alusivos como La Última Cena o el sitio donde fui a cenar, la marisquería Los Panes y los Peces, Freiduría de Pescado; bastante
buena, por cierto. Después podías tomar unos chatos de vino, que
allí llamaban “canaanes” porque estaban hechos con el horrible y
áspero vino de la zona pero muy aguado. Una buena manera de
sacárselo de encima, desde luego.
Pero lo más impactante fue lo que vi en la tienda de souvenirs.
Tuve que frotarme los ojos para creerlo: camisetas con los rostros
de la señora Teótima y de Conchita. Juntas, por separado, en tran314
Cálculo de la velocidad
ce o arrodilladas. Incluso una de Conchita en una entrevista en
televisión en el programa de Ana Rosa no sé qué.
¡Qué camisetas! No había color. No debían vender ni una de
la Teótima. Más fea que un pecado. Entendí entonces por qué mi
padre la llamaba cucaracha. Era feísima y vestida de negro, gafas
y todo. Conchita parecía una estrella de cine: un rostro angelical
con unas pupilas muy azules allí donde siempre las había tenido
marrones. ¿Se habría puesto lentillas o era una libertad del publicista?
Me fui a buscar el autocar que salía para Barcelona no sin antes comprar una taza con el rostro de Conchita.
Parecía Lady Di.
**
Vivir es un aprendizaje constante. Descubrir cosas nuevas es
la razón de mi vida, por eso sigo estudiando y abriendo mi mente en el sentido más auténtico. La ciencia busca cómo funcionan
las cosas, y Quique no sólo se conforma, sino que se siente satisfecho con eso. Yo quiero encontrar el significado básico de la
vida. Dejar algo para la posteridad: que mi vida haya tenido sentido.
Quiero saber más de las energías en las que siempre he creído
y que siempre supe que venían de Dios. La religión es universal,
ecuménica, mística. El catolicismo, la filosofía zen y, estoy segura, no tienes ni idea de quién es monseñor Morera, la física cuántica, son formas similares de acercarse a Dios. Quiero aprender a
leer la vida en su más amplio significado, en todos sus signos y
señales. Quiero saber interpretar y sentir la energía de todo cuanto me rodea, saber escuchar e integrarme en la naturaleza, tan potente y tan desconocida a la vez, porque le prestamos muy poquita atención enganchados al coche, al ritmo frenético de la ciudad,
al microondas y a todo lo demás.
Sin darnos cuenta, se nos van atrofiando una serie de faculta315
Polvo de estrellas
des vitales valiosísimas y acabamos convirtiéndonos en extraños
en nuestro propio ambiente natural. No quiero que esto me suceda a mí. Deseo evolucionar hasta entender este lenguaje universal inaudible e invisible, que está constantemente latiendo y que,
desafortunadamente, se nos está escapando.
Sería magnífico que todos tomásemos conciencia de que en
nuestro interior hay un enorme potencial que debemos despertar
y activar para poder evolucionar espiritualmente y crecer como
seres humanos. Detesto los límites, soy una mujer que va quemando etapas pero que no tiene metas. Una meta es ya un límite
de por sí.
Sería fantástico que todos aprendiéramos a no poner límites a
nuestras múltiples facultades naturales, que nos dejásemos fluir,
que atendiéramos y nos tomásemos tiempo para descifrar y entender todas las maravillas que la naturaleza, creada por Dios,
maltratada y olvidada, nos ofrece generosa. Si lo consiguiéramos
aprenderíamos a curar las enfermedades más diversas, seríamos
mejores personas y le evitaríamos muchos problemas a nuestro
planeta Tierra y a la humanidad.
Allí, en Collejón, y con monseñor Morera y el padre Vespucci sentía que podía volar más alto que nunca en mi vida. Los dos
eran muy distintos pero complementarios. Lástima que no lo entendiesen así. La forma “moderna” que tenía monseñor Morera
de dirigir el nuevo rumbo de Collejón como lugar de peregrinación mariana y de recreo familiar no contaba con las simpatías
del padre Vespucci. Él era más tradicionalista y popular. Y algo
inclinado a lo dramático y a lo conspiranoico. Me dijo un día que
el propio Pablo VI ya había hablado de la “apostasía general” y
de la autodestrucción de la Iglesia. Que “el humo del infierno” se
había infiltrado dentro de sus filas y que estaban a punto de cumplirse los mensajes de Fátima que, según su propia convicción,
tenían que hablar por fuerza del enfrentamiento entre cardenales
y entre obispos y de cómo Satanás llegaría a ocupar la más alta
cima de la jerarquía.
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Me asustaba un poco cuando le oía estas cosas. No me las creía
del todo, ya que entendía muy bien también a monseñor Morera,
aunque fuera tan diferente. Pero él no podía sufrirle. Me supo mal
un día oírle murmurar por lo bajo “¡masón!”, después de escucharle algo que no le gustó. Pero yo estaba convencida de que era simplemente un problema de formas. A mí me maravillaban los dos.
Cada uno a su manera.
En lo único que estaban de acuerdo era en que la Teótima había perdido el juicio. Éste fue el mensaje del día:
Predicciones
Los campos magnéticos causarán estragos los últimos días.
Las máquinas fallarán y la ciencia no tendrá la respuesta. A medida que la onda de energía que está viajando en el universo se
acerque a la Tierra, una energía diferente entrará en la atmósfera. Ésta será una de las causas de los patrones cambiantes del
tiempo.
En medio de esos desastres, los líderes del mundo se agruparán y buscarán respuestas a interrogantes que deberían haber
sido tratados en el pasado. Los alienígenas se aparecerán de
pronto a los líderes mundiales y les ofrecerán ayuda. Será como
si el Ángel del Señor hubiera venido a ayudar. Pero seguramente, como los hombres creen tener el conocimiento de antemano,
no les oirán.
Éstos son verdaderamente los años finales, como ven, pero el
próximo gran acontecimiento será la inclinación del planeta Tierra sobre su costado, sacudiendo y haciendo malabarismos con
los océanos, sacándolos fuera de sus cauces y haciendo surgir
nuevas tierras desde las profundidades del océano.
La Atlántida emergerá y será por fin conocida.
Estábamos perplejos con la Teótima. Por un lado, no era normal que una mujer analfabeta, que siempre había trabajado de
chacha, tuviera estos conocimientos y este vocabulario. En parte,
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Polvo de estrellas
admitíamos, esos mensajes tan complejos y elaborados sólo se
podían justificar por intervención de “alguien más”.
–Dios elige sus instrumentos entre los más humildes e ignorantes –afirmaba el padre Vespucci–, y la explicación es clarísima: poner de manifiesto ante investigadores y fieles, el contraste
entre la pobreza del instrumento y las maravillas que nos transmiten y los portentos que vaticinan. ¿Cómo va a pensar nadie que
esta clase de mensajes tan elaborados puedan ser inventados?
–Se creerá usted que esa gente no ve la tele y que son analfabetos del todo –se burlaba monseñor.
–Como decía Pemán –contestó el padre, enigmático–, «de un
huevo nace un cóndor; de un portal y de un pesebre la redención
y la vida».
Monseñor sacudió la cabeza, despectivo, pero el padre Vespucci insistió firmemente en el trasfondo “real” de todo el asunto, inclinándose por mantener este explosivo material en secreto.
A mí me pedía “comprensión” y me decía que, algún día, me
contaría “algo importante”. Monseñor Morera, por su lado, pensaba que desbarraba. Era más desconfiado y creía que era influencia de la tele, de sus sobrinos, de Star Treck, de Expediente
X o vete tú a saber. Pero también votaba por mantener el secreto
para evitar el pánico.
Y estaba escandalizado por la alusión de los mensajes a los
ovnis.
–Monseñor, créame, infórmese bien. Yo, en fin, no estoy autorizado para hablar, pero sepa que en el Vaticano no se ven estos
temas como tan descabellados –machacaba el padre Vespucci.
–Quite, quite, padre. ¿No me estará diciendo que simpatiza
usted con esos sacerdotes que van afirmando, ¡hasta en programas de televisión!, que la Iglesia da crédito a unos supuestos encuentros con extraterrestres para lo que ha creado, incluso, comisiones de investigación? –exclamaba monseñor indignado.
–Yo no digo nada, yo no digo nada. Pero sepa que el propio
santo Tomás en la Summa theologica señala que la naturaleza no
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da saltos. Existe el reino vegetal, el reino animal, el reino del hombre y el reino de los ángeles, que son puro espíritu. ¿No le parece
demasiada distancia entre el hombre, atado a su cuerpo, y el ángel,
libre de los lazos de la carne?
–Y ahí entrarían los extraterrestres, ¿no? Seres sin cuerpo o
con un cuerpo ligth, ¿eh? Alien: el eslabón perdido entre el ángel
y el hombre. Quite, hombre, quite –respondió monseñor desdeñosamente.
Y siguieron peleándose un buen rato más con este tema. El
padre Vespucci se lamentaba de tener que llevar “un candado en
la boca y una mordaza” a causa de la obligación de su voto.
Decía, ominoso:
–También por loco tomaron a mi Hijo…
Yo, que había tenido gran experiencia en regresiones a otros
planetas, no me sentía nada sorprendida por aquella nueva revelación: ¡comisiones de investigación ovni en el Vaticano! Volvía
a ver los viejos temas que siempre me habían interesado con un
ánimo nuevo. ¡El mismo Vaticano! La Teótima era una grosera y
una analfabeta, pero el fondo de sus mensajes no me era nada extraño. Al contrario, pensaba que eran altamente posibles y que,
les echase imaginación o no, no eran para nada descabellados.
¡Con lo que yo hubiera podido ayudar! Pero me callaba para
no complicar más las cosas.
*
Cada día desayunaba con la taza de Conchita. Me había aficionado a sus mueslis y entonces era yo el que iba a comprarlos a
la tienda de tonterías biológicas. No eran tan malos si te acostumbrabas a un desayuno bovino. Y me iba estupenda aquella taza tan
grande para ello. Conchita Ojos-Azules ocupaba todo un lado y la
Virgen del Pilar, el otro. La miraba y no me lo podía creer. Mil pelas costaba. Menudo tinglado tenían montado en aquel pueblo de
los cojones. Algunos espabilados se estaban forrando con toda la
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movida collejonense, sin duda. En dinero o en prestigio y autobombo, pero aquello rendía.
Le conté a mi padre lo de la taza y, además de pedirme que le
trajese otra si volvía a ir, que él no pensaba poner los pies por allí,
me dijo:
–Si por lo menos exigiera derechos de imagen…
Ya ves qué ideas. Siempre tenía el tío una vis práctica enternecedora.
Yo, por mi parte, estaba entrando en una especie de paranoia.
Era estrés, seguro. Entre lo de Conchita y lo de mi empresa, iban
a acabar conmigo. Hasta veía visiones. Un día, en el andén del
metro, vi a un tío con una parabólica de esas que estaba de moda
llevar colgadas del cuello (antes eran collares de perro o piercings) y que me miraba fijamente. O era miope. Puede ser: tengo
un amigo que, a cierta distancia, te mira y no te ve. No sabes nunca si pasa de ti o no estás en su campo.
Pero aquel sujeto miraba fijamente hacia mí. Cegato o no, me
incomodaba.
La estación estaba atestada. Era hora punta y yo cogía los “ferrocatas” para ir a San Gervasio, donde vivía, para ir a comer.
Cuando ya estaba el metro entrando en la estación, noté una serie
de movimientos bruscos detrás de mí. Me giré y no vi nada pero,
de repente, me vi impulsado a lo bestia hacia delante. Alguien debió tropezar y me empujó con tanta fuerza que por poco me caigo
a la vía. ¡Y el tren estaba casi en frente de mí! Recuperé el equilibrio en el último momento; por segundos que no me mato.
No podía evitar cierto recelo. Una persona como Conchita
que en todo ve relaciones causa-efecto, ya habría dado por sentado que detrás de ello existía alguna voluntad cósmica de acabar
conmigo. ¿Las señales? Clarísimas, desde luego. Mis dos últimos encuentros con parabólicas de cualquier tipo habían puesto
mi vida en peligro. La parabólica era un clarísimo elemento común, ergo, los alienígenas, que usaban esa especie de antena para
comunicarse, respirar o lo que fuera, habían venido a la Tierra
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con un malvado designio. Su objetivo era yo, que en alguna otra
vida les habría hecho una putada en su planeta de origen y no me
la habían perdonado. Así que intentaban matarme. ¡Hasta lanzaron desde su nave una antena tamaño natural que casi me deja sin
arrendatario! Y luego en la estación: veo a un tipo con antena que
me mira fijamente e inmediatamente recibo un empujón de la
hostia que casi me tira a la vía. Si no era casual era causal. Y era
mucha casualidad ya.
Bien, seamos serios por una vez. Uno tiene que reprimir estos
impulsos. En el pensamiento mágico actúa algo que en estadística se llama “correlación espuria”. Se confunde mucho la mera
correlación con la relación causa-efecto. Por ejemplo, un caso típico: en, pongamos, León, aumenta un veinte por ciento la presencia de cigüeñas en los campanarios de sus iglesias y en la catedral. Por otro lado, aumenta el nacimiento de niños otro veinte
por ciento. Luego, la conclusión podría ser que eso demuestra
que a los niños los trae la cigüeña.
Esto es una correlación: dos cosas coinciden en el tiempo y en
el lugar, pero sin relación necesaria entre ellas aunque lo parezca.
No es una relación causa-efecto. Son cosas que suceden a la vez
y en este caso, en función del cuento de la cigüeña, alguien que
crea en él puede establecer demasiado libremente una relación
entre los dos sucesos.
Y yo estaba viviendo algo parecido. No necesitaba más que
dejar volar mi aprensión y mi imaginación, y ya tenía tras de mí
a una flota de platillos volantes con la encomiable misión de volatilizarme.
La verdad es que si yo hubiese sido creyente en estas cosas, si
hubiese estado convencido de que de verdad nos visitan extraterrestres, de que “los invasores” están ahí y que ya han llegado,
hubiera estado cagado de miedo.
Pero cagado cagado, oye.
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El tema ovni hizo que me acercase más al padre Vespucci. Sabía mucho más sobre la cuestión de lo que yo hubiera podido
imaginar. Las revelaciones de la Teótima le tenían profundamente fascinado. Le venía observando desde hacía unos días y se
comportaba como si algo excepcional le estuviera ocurriendo. Le
veía inquieto, excitado, como si guardase un secreto maravilloso
e hirviera en deseos de confesárselo a alguien. Quizá querría contármelo. «Si yo pudiera serle útil, –pensaba–, sería un gran honor
para mí».
No me atrevía a animarle, de todas maneras. ¿Quién era yo
para eso? Una pobre pecadora, una falsa vidente. Pero había sido
terapeuta demasiados años para que se me escapase una observación así. Otra cosa no, pero sé intuir la necesidad de comunicación de una persona. ¡Por fin podría ayudar a quien tan gran apoyo me había ofrecido en tan duros momentos!
Tal como esperaba, no tardó mucho en abrírseme. En realidad, y con toda modestia, había por allí poca gente con nivel suficiente para ser un confidente digno de un hombre tan extraordinario. Estaba monseñor Morera, sí, pero con él el padre Vespucci
mantenía el contacto indispensable, el mínimo. Le detestaba.
Así que, una tarde que estábamos tomando tranquilamente un
chocolate con galletas los dos solos en sus estancias, por fin, se
decidió a hablar.
–Sabes, sigo tus artículos desde hace mucho tiempo. Muy interesantes aquellos que escribías sobre ángeles.
–¿De veras? Me halaga usted, padre –dije, encantada.
Yo esperaba que siguiera, pero se calló como si me tocase a
mí decir alguna cosa. Me miraba, nervioso e indeciso dándole
sorbitos a su chocolate. Vi que no quería hablarme de ángeles,
exactamente. Allí había otra cosa. Yo estaba desolada porque no
le seguía. Pero al final se decidió y acercándose un poco a mí, susurró, enigmático:
322
Cálculo de la velocidad
–Los dos sabemos de qué hablamos, ¿verdad?
Pues la verdad: no. Yo no caía. ¿Debía? Me hacía sentir incómoda dándolo por sentado. Como si fuera “cortita”. Notaba que
deseaba hacerme partícipe de una confidencia trascendental y
que, por culpa de mis pocas luces, no sabía cómo empezar. No
quería desilusionarle, pero no tenía ni flores de qué me estaba hablando. Yo le miraba muy atenta e intrigada.
–Sí que lo sabes. Estamos hablando del “tercer misterio”,
Conchita. Nos lo están ocultando.
–Por Dios, padre, ¡qué me está usted diciendo!
–Dios nos está avisando de lo que va a venir; de lo que tenemos a las puertas: la esencia de la tercera parte del misterio de
Fátima, que es la apostasía general, la llegada del Anticristo, al
que van a recibir los judíos como el Mesías esperado, Conchita
–me informó con ojos brillantes.
–¡Dios mío!
Se me quedó mirando fijamente esperando que yo lo comprendiese todo de una vez. Pero estaba confusa… Moviendo la
cabeza como diciendo «No es tan lista como me creía», al final
se resolvió y me soltó de sopetón:
–Conchita: están aquí.
–¿Quiénes? –respondí muy sorprendida.
–Los extraterrestres. Los ángeles. Ellos. Son los emisarios
que envía Nuestra Señora antes de aparecerse en toda su terrible
majestad. Para que nos vayamos haciendo a la idea –dijo con mirada febril.
–¿Los extraterrestres? –exclamé asustada–. Pero, padre, ¡qué
me dice!
Yo estaba magnetizada por sus palabras y me preparaba para
la revelación más importante de mi vida. Mi mano temblaba y
apenas podía sujetar la taza.
–Creo que una noche fui abducido, Conchita. Estaba en la
cama, y, de golpe, me vi succionado hacia arriba. Contemplé la
Tierra como desde un avión.
323
Polvo de estrellas
Dios santo. ¿Abducido? Qué terribles ecos despertaba esa palabra en mí. La última vez que la oí, yo estaba triste, desnuda y desamparada. Y el papel de extraterrestre lo interpretaba un chico
guapísimo, desnudo y malvado. Nada de abducciones, pues. No
estaba de humor yo para abducciones. Nunca más. Me ponían enferma las abducciones.
–¿Y no sería una proyección astral o algo así? –pregunté a la
desesperada.
–Seguro que no. Seguro.
–Pues quizá fuera el sueño ése de la primera fase, que estás
medio dormido y parece que te caes…
–Que no, que no, oye –respondió, decepcionado.
–¿Y cómo está tan seguro?
–Porque sí, mujer.
Mira, en mi etapa anterior, que todo un padre Paúl, cultísimo,
licenciado en derecho y miembro de la Pontificia Academia Mariana Internacional, me hubiera dicho «porque sí, mujer» hubiera
sido argumento suficiente para creerle lo que quisiera. Yo era así
de respetuosa e inocente. Pero entonces, aunque inclinada a creerle, necesitando creerle –¡la sabiduría y la experiencia que debía
tener ese hombre!– me incomodaba. Era la misma sensación que
tuve con lo de “las pezuñas”. Los argumentos de autoridad así en
seco no me pasaban del todo. Quizá era mi castigo por haber comido del árbol del Bien y del Mal con Quique…
Estaba fuera del Paraíso, ¡qué pena!
–Se comunican conmigo, Conchita –afirmó estremecido y
emocionado.
–¡Santo cielo, Padre! ¿Cómo? –pregunté, ansiosa, esperando
un milagro que me regresara al Edén.
–Unas señales. Por la noche. El profeta Joel anunció: «Vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos sueños, y habrá
señales en el Sol, y en la Tierra sangre y fuego y columnas de
humo…».
Y se quedó en éxtasis. Me sentí sobrecogida. Aquel hombre
324
Cálculo de la velocidad
siempre me tenía en vilo. Siempre te salía con lo más insospechado. Ponía una cara como si estuviera ido.
Pero se repuso y continuó:
–Creo que ya las he descifrado: por lo que deduzco dicen que
están aquí, que han llegado. Que se han adaptado al aspecto humano. Y que de alguna forma, debo convencer a un mundo incrédulo… de que la maravilla ha comenzado –respondió como
recitando de memoria.
Aquellas palabras hicieron resonar ecos en lo más profundo
de mí, como en un viaje en el tiempo. Estaba sobrecogida. ¡Había descifrado las señales! ¡Sabía que el padre Vespucci era un
fuera de serie! ¡Qué hombre tan inteligente! Sentía recuperar mi
fe en él. Por cierto, ¿qué señales?
Se lo pregunté
–Luces, hija, unas luces por la noche. Apenas puedo dormir.
Recorren la pared de mi habitación y me producen todo tipo de
pesadillas. Es una tortura. Apasionante, pero una tortura.
Ayayay… ¿Luces por la pared de la habitación? Ayayay…Y
su habitación dando a la calle como la mía, dos plantas más arriba. Horrible sospecha… ¡Ayayay!
¡Mi gozo en un pozo! ¿No serían…? ¿Y si fueran…? ¿Podría
ser que…? ¡Mi madre! ¡No me podía pasar aquello a mí! ¡Oh,
no! Además de tontos, sin la más mínima puntería.
–Quiere decir, ¿cómo si le hicieran la “ratita” en la pared?
–me atreví a inquirir.
–¡Justo! ¡Justo! Sabía que lo entenderías. ¡Qué fácil es hablar
contigo! Eres un gran apoyo, hija –me contestó con calor.
¡Pues no lo iba a entender! ¡Los chalados de la parabólica!
Qué idiotas. Es que hasta en esto eran unos negados. Si eran
ellos, les iba a matar. Les iba a decir de todo. Ya verían, ya. En
maldito apuro me iban a poner.
Pegué tal bufido que dispersé chocolate por todo alrededor.
La falda, la cortina, todo. ¡Ayayay!
–¿Qué te pasa, querida? –me socorrió el padre Vespucci.
325
Polvo de estrellas
–De la impresión, padre –tosí yo.
–Como la primera vez que hablamos, ¿te acuerdas? Entonces
fui yo quien tosió –dijo entre afectuoso y picarón sonrojándose
como un pimiento morado.
–Jé, jé… Sí, eso, eso –apenas pude musitar yo.
Ya teníamos un pasado, el padre y yo. Conmovedores recuerdos compartidos. Y no de los que yo hubiera querido. La madre
que los trajo… ¡Le habían canalizado Júpiter al padre Vespucci!
¡Se habían atrevido a enviarle energía profana a aquel hombre
santo! ¡Les iba a denunciar! Donde fuera. A Sanidad. O por poner un taller de reparación sin tener permisos en regla. ¡Lo que
fuera!
¡El lío en que me iban a meter! Y demasiado tarde para avisarle. No estaba yo para darle más sobresaltos al pobre cura. Ya
tuvo bastante con lo de mis trances. Tendría que protegerle.
¡Vaya pareja, él y yo! Resulta que buscaba apoyo en un sacerdote para restaurar mi fe y era yo quien tenía que cuidarle. Me sentía como un marinero en alta mar descubriendo una vía de agua
en el bote. ¡Y con un cura de ciento veinte kilos sentado en él!
¿Es que no me podía fiar de nadie?
Bueno, bien, tampoco era tan grave que se creyera lo de las
luces. Al fin y al cabo, cosas más importante estaban ocurriendo.
La nueva imagen, los personajes importantes que vendrían a la
misa. ¡Hasta la mujer del presidente! Una perspectiva de lo más
excitante.
En pocos días, se le iba a olvidar todo. Mejor “enterrarlo”.
*
La imagen en granito rosa que decían que pidió la Virgen estaba ya construida e iban a celebrar una misa por todo lo alto.
Concelebraban varios obispos y la mujer del presidente del gobierno iba a estar también allí. Como estarían demasiado ocupados con las medidas de seguridad de la presidenta para estar pen326
Cálculo de la velocidad
dientes de Conchita, podría acercarme a ella con mayor probabilidad. Cogería otra vez el autocar y me presentaría en Collejón.
Esta vez con un plan infalible…
Mi padre estaba tristísimo, al borde de la depresión, pero ni
muerto se hubiera ido a buscarla. Para chulo, él. Y se negaba también a que fuera yo. Estaba en total desacuerdo con ello y empezaba a tener la mosca tras la oreja al ver mi militante interés por sus
asuntos. Creo que sospechaba que aquello no era sólo una cruzada
en defensa “de la libertad y del pensamiento crítico” que le decía
yo. Estaba bajando de la higuera. A regañadientes, pero bajaba.
Pero no le hice caso. La oportunidad de aquel próximo fin de
semana era única y, cuando llegó el sábado, me fui para allí en
plan comando.
En el autobús fui sentado a lado de una chica que llevaba uno
de aquellos colgantes con antenas parabólicas que estaban de
moda. Aquellos que a mí, por culpa de mi nerviosismo y de mi
baja moral en aquella época, en mis peores momentos me habían
parecido indicios de una conspiración. ¡Qué locura! Paranoia se
llama a eso. En un momento de crisis, te bajan las defensas e
igual coges una gripe que una manía. Pero ya se me estaba pasando. Y no eran nada feas las antenitas aquellas; tenían su atractivo y todo. Hasta a mí, que no llevo más que el reloj y que nunca me cuelgo nada, empezaban a hacerme gracia.
Así que le pregunté:
–Perdona, ¿dónde lo has comprado? Me gustaría tener uno,
están muy bien.
Ella me sonrió muy amable. Me sonaba su cara. Era muy mona,
con una trenza muy larga. Todo el viaje había estado mirándome
de reojo. Le habría interesado o algo así. Si no hubiera sido porque
tenía ya bastante comido el coco con lo de Conchita le habría tirado algún tejo. Con el tiempo que hacía que no me comía un rosco,
no me hubiera costado nada. Tenía unas tetas grandes y bien formadas y yo noté que se me empezaba a empalmar.
Pero resultó ser bastante fantasma la tía porque me contestó:
327
Polvo de estrellas
–Déjalo. A ti ya no te va a hacer falta.
Me lo dijo sonriendo, como si tuviera un secretillo. ¡Vaya tía
burra! Quería quedarse conmigo, obviamente. Son las maneras
raras que tienen algunas de ligar. No tenía ningún interés en seguirle la corriente. Mi vida era ya suficientemente emocionante.
No, gracias. Hay tías como esa que les gusta hacerse las enigmáticas y van muy equivocadas. No es el rollo por el que me entraría una mujer a mí por buena que estuviera. Seguro.
Además, tampoco era tan original aquel colgante. Sólo una
antena parabólica como cualquier otra. ¡Bah!
Me recosté en el asiento y pasé de ella. Se estaba de puta madre en el autocar. No había dormido bien y me había levantado
temprano. Por la ventanilla veía pasar postes eléctricos a toda velocidad y un paisaje monótono y amarillento sirviéndoles de fondo. Íbamos en dirección a Fraga. El traqueteo del autocar me mecía suavemente y la calefacción estaba a la temperatura justa para
hacerme sentir como si estuviera en un capullo algodonoso. En el
monitor del vídeo, una mujer de aspecto angelical se arrancaba
con las manos la piel de su rostro descubriendo a un espantoso lagarto. Era una película de ciencia ficción que ya había visto. Cerré los ojos unos momentos. Tenía los párpados pesados y las endorfinas empezaban a aumentar en mi torrente sanguíneo.
El paisaje desde la ventanilla también había cambiado. En vez
de los ocres campos leridanos, contemplaba un mar muy azul con
grandes nubes en el cielo. Se veía claramente la costa de Chile y
la de Australia. Era el Pacífico, sin duda alguna.
¡Hostia! ¿El Pacífico? ¿En dirección a Fraga? No podía ser.
Quise levantar las manos y frotarme los ojos. Pero no podía. Tenía ambas muñecas atrapadas en una especie de esposas unidas a
la cama.
¿Cama? ¿Habían puesto camas en La Zaragozana? ¿En tercera clase? ¿Por lo del síndrome de la clase turista? ¡Ya era hora de
que tomasen medidas! Eso estaba bien, pero no entendía que tuviera que estar desnudo. ¡Porque estaba desnudo del todo!
328
Cálculo de la velocidad
Me giré. En medio de una especie de quirófano panelado de
blanco estaba mi compañera de asiento, la de la trenza. Iba vestida como de Cat Woman pero en gris metalizado, como el “golfito” de Conchita. Entre sus dos tetas muy ceñidas por aquel traje,
pendía la dichosa antenita, y en su mano enguantada brillaba un
escalpelo de aspecto poco tranquilizador.
¡La hostia! ¿Dónde estaba? Ya no estaba en el autocar. ¡Lo
que veía por la ventanilla era la Tierra! ¡Estaba en una nave alienígena! ¡Era cierto! ¡Me habían atrapado! Por fin habían conseguido abducirme. ¡No había sido una correlación espuria después
de todo! Empecé a tirar con fuerza de mis manos y mis pies para
escapar. Pero imposible, los cierres parecían ser de alguna aleación superconductora, que a temperaturas muy bajas, próximas al
cero absoluto, pueden tener una resistencia magnética casi nula.
Ella avanzaba hacía mí blandiendo el cuchillo amenazadoramente mientras su larga trenza se balanceaba detrás de ella. Una trenza larga, negra, acabada en una especie de flecha como el rabo de
un diablo.
¡El rabo de un diablo! ¡No era una trenza! ¿Quién era esa mujer? Se acercó a mí y empezó a arrancarse la piel de la cara. Entre los jirones sanguinolentos, vi aterrado cómo emergía el rostro
de Satanás. Era parecido al de una especie de saurio, pero con
cuernos. Me quedé horrorizado. Desesperado, volví a removerme y a saltar para intentar desasirme. Con las extremidades atadas, sólo podía mover el resto del cuerpo. Di varios saltos como
pude, sacudiendo las caderas mientras mi polla brincaba y se golpeaba contra mis muslos.
Para mi desgracia, eso le llamó la atención. Tendría que haberlo pensado antes. Es algo típico de los reptiles: distinguen de
preferencia el movimiento a la forma o el color. Tienen un encéfalo mucho más desarrollado que el de los anfibios, además de
doce pares de nervios craneales. Fatalmente atraída, giró de forma mecánica sus fríos ojos de lagarta en dirección a lo que más
se movía de mí. ¡Qué gran error había cometido!
329
Polvo de estrellas
Aullé:
–¡Nooooooooooooooooo!
Y ella, señalándola torvamente con el bisturí, fue y me dijo:
–Déjalo. A ti ya no te va a hacer falta.
–¡Aaaaaaaaaaaaaaaah!
Yo grité y grité con todas mis fuerzas. «¡Socorro!», chillaba.
Mientras me defendía como podía, la nave empezó a entrar en
desaceleración. La fuerza cinética me empujaba hacia delante
mientras, por la ventanilla, la Tierra había perdido el color azul y
se veía cada vez más amarillenta. ¿Estaríamos entrando en la atmósfera? Me esforcé por ver bien dónde estaba. Me dolían los
ojos del empeño que ponía. Al fin se aclaró mi visión. «Candasnos», se leía en un rótulo.
–¡Si esto es Zaragoza! –me quejé yo, que no entendía nada.
Y una voz cada vez más atronadora me suplicaba:
–Pero suéltala, chico, suéltala.
Mi compañera de asiento se unió a la petición con menos
amabilidad:
–¡Suéltame, coño!
La tenía agarrada de la coleta. Me encontraba en el suelo, entre los dos asientos y me aferraba con fuerza a ella. Maletas, latas
de bebida, niños pequeños… todo estaba rodando por el frenazo.
El autocar en pleno me miraba enojado.
–Ha sido una pesadilla –expliqué medio ronco de bramar.
Lo más dignamente que pude, me incorporé y me senté de
nuevo. La de la trenza me miró con más antipatía que nunca. Estaba muy enfadada y musitaba rencorosamente:
–Ya te vas a enterar, ya…
¡Qué viaje!
330
CORRECCIÓN HELIOCÉNTRICA
**
–¡Conchita! –dijo una voz detrás de mí.
Pegué un respingo impresionante. No debía haber nadie por
allí a aquellas horas. Me giré y era Quique.
El pueblo estaba en plena celebración de la fiesta de su patrona, Santa Prudenciana. Además, se presentaba la nueva imagen
de la Virgen de la Torre Caída. La estatua era preciosa. Algo rara
de proporciones pero bellísima, como bellísima era la Virgen de
Murillo en la que estaba inspirada. Tan bella era que yo no podía
dejar de mirarla, y aunque gracias al padre Vespucci yo ya no tenía tan a menudo esos trances míos, digamos, “paganos”, conservaba la devoción intacta y la mayoría de las tardes bajaba a rezarle unos minutos.
Todo hervía de actividad y de bullicio desde hacía meses. Incluso empezaba a insinuarse el proyecto más ambicioso de todos
los imaginados por mi visionario y querido monseñor Morera:
una especie de parque temático cristiano, el Catholic Park, del
que podían visitarse ya algunas instalaciones provisionales.
Era algo que se estaba financiando tanto con capital aportado
por fieles de a pie y personajes de la banca, como por empresarios y banqueros con conciencia de su obligación como cristianos. Se rumoreaba incluso que la Warner estaba interesada en entrar en sociedad.
Tampoco era algo que yo aprobase del todo. Me parecía que
331
Polvo de estrellas
tenía un punto de exagerada chabacanería. Ni Lourdes, ni Fátima
son monumentos al buen gusto, si te fijas sólo en estos detalles,
pero por lo menos tienen un aire inequívocamente popular y
como de más auténtico. En Collejón de la Vieja los aires eran,
¿cómo lo explicaría?… de “americanada”. Nada que pudiera relacionar con la religiosidad o la mística desinteresada que siempre me han conmovido. El padre Vespucci lo veía también con
gran desacuerdo.
Pero monseñor me tranquilizaba diciendo que era sólo una
etapa provisional. Que había que volver a atraer al fiel –que es
algo simple y primario en sus gustos y emociones– y llevarlo de
nuevo al redil cristiano. Que bastante se había alejado de él por
culpa de cantos de sirena que no habían hecho más que destrozar
la familia, la sociedad, la feligresía y la fe.
Si monseñor Morera tenía esta estrategia en mente, no cabía
la menor duda de que sería por algo. Semanas en su compañía,
largas veladas con conversaciones de las que marcan un antes y
un después en la vida de cualquier creyente, habían sido suficientes para saber que se podía confiar en cualquier proyecto
suyo. La fascinación, la admiración que yo sentía por aquel hombre no tenían límites.
La señora Teótima había empezado a tener unas visiones muy
particulares que hacían morir de envidia a mis padres y alarmar
grandemente a monseñor Morera. Eran unas visiones de la Virgen en las que veía a un “soldado” al lado de ella que no podía
identificar bien. Todo el mundo las seguía como quien sigue un
culebrón, si me permites la frivolidad. Poco a poco se fueron haciendo más claras, hasta que por fin logró identificar al “soldado”
en cuestión. ¿A que no sabes quién estaba a su lado vestido con
el mismísimo manto de la Inmaculada? Pues el general Francisco Franco, ni más ni menos.
Mis padres me lo contaban casi con lágrimas en los ojos.
¿Cómo podía ser que su niña no hubiera tenido aún un honor semejante? ¿Estaba segura de no haberle visto nunca en ninguno de
332
Corrección heliocéntrica
mis trances? Aquello se estaba poniendo de lo más feo, y el padre
Vespucci, aunque encantado por el nuevo cariz de las visiones,
estaba muy preocupado por mí.
Yo veía cómo mi estrella palidecía.
De alguna manera, lo entendía. Mi “producción”, por decirlo
así, dejaba mucho que desear. Además, yo sabía que los míos
nunca habían sido trances “normales” y que mi visión de la Virgen en la capilla fue falsa, dijera lo que dijese el padre Vespucci.
El hecho de no haber podido nunca “oler” la presencia de la Virgen era para mí una prueba muy importante de la falta de autenticidad de la Virgen del Muro. Tanto me atormentaba el tema que
decidí explicárselo también a monseñor Morera. Después de mucho circunloquio y de frases indirectas le abrí mi corazón y mi
oscuro pasado.
No digo que no se sorprendiera, aunque no le dio un ataque
como al querido padre Vespucci, pero, para mi sorpresa, después
de escucharme con mucha atención y cariño, me recomendó lo
mismo que él: no hablar jamás del asunto.
–Enterrarlo. Es lo mejor que puedes hacer con ello –me recomendó.
Y luego se perdió en disquisiciones sobre aquello famoso de
“escribir con renglones torcidos”. ¡Estaba estupefacta! ¡Les contaba la verdad y la rechazaban! «Enterrarlo», decían. ¡Los dos! Eran
enemigos declarados en sus formas, pero en el fondo, idénticos.
Aquello me hacía sentir incómoda. En otra época me hubiera
autoconvencido de que era una “elegida”. Pero ya no era la misma. Menos inocente, más resabiada. Era un mar de confusión.
Precisamente, aquel día en que me giré y vi a Quique, me había acercado a rezarle a la Virgen para pedirle que me orientase
en tan difícil momento. Fue tal el susto que casi me da un infarto. Estaba prohibido que nadie, salvo “nosotros”, entrase allí
aquella hora. La iglesia estaba cerrada hasta último momento de
la tarde, cuando se celebraría, a la vez que el inicio de las fiestas
patronales, la presentación de la nueva imagen.
333
Polvo de estrellas
Como venía la mujer del presidente, se había desplegado mucha gente de seguridad, Policía y Guardia Civil incluida, en los
alrededores de la iglesia del pueblo. Mi padre, aunque retirado,
se había unido para “ayudar”.
Justo hacía un momento, habían efectuado el último registro
por allí y por eso me quedé tan sorprendida al verle salir por detrás de una columna.
–¡Quique, por Dios bendito, casi me matas del susto! ¿Qué
haces aquí? Te la vas a jugar si te encuentran los de seguridad
–tartamudeé.
Me desconcertó su aspecto. Parecía haberse hecho algo mayor durante los meses transcurridos; como más maduro, más serio. Y estaba pálido y con círculos violáceos bajo los ojos. Llevaba su vaquero azul y algo blanco, una camisa, quizá, debajo de su
pelliza de ante.
Le vi igual o más de guapo, y, consternada, sentí una corriente de algo químico y brutal que inundaba de golpe mis venas.
Quique sin duda sabría de lo que estoy hablando; en vez de emociones siempre hablaba de adrenalinas, serotoninas y cosas así, y
a mí ya se me había pegado. Me empezó a latir tan fuerte el corazón que me di cuenta, abatida, de que sentía por él exactamente lo mismo que la última vez que le vi.
Tanta charla con el padre Vespucci para eso. ¡Qué decepción!
–He venido a buscarte Conchita –me dijo–. Ya está bien, ¿no?
Nos tienes a los dos que no hay derecho.
–¿Qué yo os tengo a los dos? Lo que hay que oír. ¡Sólo me faltaba eso! ¿Qué tengo yo? ¿Eh?, dime. Enrique no es realmente mi
marido y tú… No me fastidies, Quique. No me hagas hablar.
–Chica, que perra tienes con que no es tu marido, parece mentira. ¡A ver que pone en tu libro de familia!
–Ante Dios, a-n-t-e-D-i-o-s.
–Esto es fanatismo y malas excusas, tía.
–Bien, no es asunto tuyo –le contesté (encima llamándome
“tía”)–. Además, menudo tú también.
334
Corrección heliocéntrica
–Conchita, entra en razón…
–¡Tú y tus razones! Siempre serás igual. Razones, razones…
–¡Pero esto es una locura! ¿Te das cuenta de lo que haces?
–¡Tú no entiendes nada! No puedo vivir sólo de razones. La
gente como tú se conforma con saber cómo funcionan las cosas.
Yo necesito entender… –y vacilé, no encontraba las palabras y
temía que él se riera de mí.
Pero lo dije. En parte porque estaba alterada y en parte por
mostrarle mi rechazo, pero lo dije:
–Sí, eso es, necesito saber el significado básico de la vida. No
quiero rebajarlo todo a saber cómo funcionan las cosas, quiero
saber qué son.
–¡Joder!, el significado básico de la vida. Casi nada, chica. Siento no poder ofrecerte lo que necesitas, oye. Ni de largo, vamos. Pero
mira, pretender sólo saber cómo funciona algo es mucho más modesto, pero te permite seguir investigando, cosa imposible si ya
crees conocer su significado básico, ¿sabes? Tienes unas cosas…
–Escucha –ataqué yo sin piedad y sin querer oírle–: me horroriza que reduzcas espectros de estrellas. Te lo tengo que decir.
Me horrorizó ya aquel primer día. Me lo imagino como los jíbaros, que reducen cabezas. Tienes una digna cabeza humana y tú
vas y la reduces a una minúscula carita simiesca, con una mueca
espantosa congelada en ella.
–Por los clavos de quien sea, tía, ¡cómo desbarras! –exclamó
mirándome como si estuviese loca–. ¡No se parece en nada a lo
que yo hago! ¡No entiendes nada! ¡Lo malinterpretas todo!
–Tú sí que no entiendes nada. Y seguro que te estás perdiendo
alguna cosa importante. Yo también fui una escéptica una vez,
¿sabes? Y no quieras saber lo que me perdí. Si yo te contase…
–¿Qué?
–Nada, nada. Déjalo.
Desde luego, no iba a contarle mis inclinaciones más secretas.
Qué poco se hubiera imaginado que las tuviera. Como pensaba
que era medio tonta…
335
Polvo de estrellas
–Porfa, háblame claro, si quieres; no estoy para acertijos –me
dijo con voz cansada, apoyándose en un reclinatorio–. He tenido
un viaje en autocar que ni te cuento.
–Te lo explico. Mira –le respondí con voz dura. Era el momento de cantarle la cartilla– Quiero que todo sea ideal, ¿me
oyes? Quiero saber que todo esto tiene algún sentido y que me iré
de este mundo a un lugar mejor. Tú puedes vivir sin ello, pero yo
no. Necesito, ¿sabes?, esperanza. Tú no sabes qué quiere decir
eso.
–¿Y la vas a encontrar en medio de esta panda de chalados?
¿Sabes que me han contado en el autocar que esta Teótima empieza a ver al mismo Franco en sus apariciones? ¡Con el manto
de la Inmaculada! Esto es un circo tardo-franquista, Conchita.
Para eso, mejor tus “renacimientos”. De veras, chica.
Vaya, se había enterado él también. Hasta de lo del manto.
Cuando lo supiera Enrique vendría con un tanque. Es hijo de un
capitán médico del ejército republicano encarcelado por los nacionales y luego exiliado. Y no te digo la abuela, la del pelo verde. Sólo me faltaba ella en Collejón. Se iba a montar la gorda…
Me quedé muy compungida y sin saber qué decir.
–Conchita, lo que pasó aquel día… –empezó a decir. Y aprovechándose de mi momento de vacilación, avanzó hacia mí.
–¡Ni te acerques! ¡Ni se te ocurra acercarte! –dije elevando la
voz.
Y me acordé de aquella noche en Campoamor, la noche en
que me echó el agua encima aprovechando que dormía y se pintó la cruz en el pecho con mi pintalabios naranja. Le dije estas
mismas palabras y, como entonces, me venían ganas de llamarle
“cerdo” otra vez.
Pero era un pensar “cerdo” con cariño, en realidad. No lo podía evitar. Estaba menos enfada de lo que aparentaba. Si estaba
de tan malhumor era porque me había sobresaltado encontrármelo de sopetón allí, y notando, ¡encima!, que me seguía atrayendo.
Se me hizo vivamente presente aquella noche de las estrellas y
336
Corrección heliocéntrica
cómo estaba tan arrepentido de su gamberrada que casi parecía
que fuera a llorar.
Ahora no parecía que fuera a llorar precisamente, pero estaba
muy triste, nervioso y con unas ojeras que le hacían como más
hombre y… guapísimo. Tan deseable como entonces. Bueno,
más. Yo llevaba meses de abstinencia y eso se paga de algún
modo. Me acordé de todas las admoniciones del padre Vespucci
pero, en aquel momento, sonaban absurdas y risibles. Parecía
como si el buen padre estuviera muy lejano en el tiempo y absolutamente fuera de lugar.
Quique había retrocedido un poco con cierta prudencia. Sin
duda se acordaba igual que yo de aquella noche y de cómo me
enfadó cuando me enfado.
–No me quisiste contestar al teléfono ni recibirme en tu casa
de aquí –me reprochó.
–Pues claro que no, ¡después de cómo te habías portado conmigo! –le reñí.
–No sé qué me pasó. Estaba confuso –dijo. Y se acercó un milímetro–. Tú tenías razón: tengo problemas para manejar mis
sentimientos. No sé querer, no sé comportarme con naturalidad,
no me sé expresarme emocionalmente. Supongo que por eso no
acepto que me quieran o que me achuchen. –Hizo una pausa–. ¡Y
no estoy tan libre de prejuicios como me imaginaba!
–Sí, vale, lo que tú quieras. Pero por lo menos, aquella primera vez, hubieras podido hacer una llamada al móvil o tener algún
detalle, ¡lo que fuera! –contesté.
Estaba descontrolada y hablaba con voz de pito, con un tono
lastimero que me da mucha rabia. Me he delatado siempre por la
voz, y mira que me fastidia. Me sale un timbre raro, como de llorona, que no soporto. Allí en la iglesia, descentrada del todo, le
echaba cosas en cara. Mi amiga Encarnita siempre dice que cuando le haces reproches (sobre todo con voz de pito) a un hombre
es muy mala señal. Le demuestras que estás colgada. Eso es lo
que haces.
337
Polvo de estrellas
Como yo entonces, que seguía insistiendo.
–Y la última vez me hiciste daño. ¡Me hiciste mucho daño,
Quique! Mira: es mejor que te vayas y que no nos veamos más
–le pedí esperando que no me hiciera ningún caso.
Se quedó dolido y en silencio por unos momentos. Bajo su
flequillo oscuro, un poco largo, sus ojos parecían oscuros y líquidos. Su boca era tan joven y palpitante que me costaba dejar de
mirarla. Él parecía abatido y como si su cabeza luchase contra
algo. Por fin, se resolvió y exclamó muy serio:
–Conchita, he venido para decirte que te quiero.
¿Sabes cuando tienes un golpe de calor y de repente es como
si tuvieras agujitas de sudor por todo el cuerpo? Esto es lo que
sentí al escuchar aquello. Me pareció que mis oídos se bloqueaban como cuando subes en un avión y despega. Se hizo un silencio en la iglesia y puedo jurar que percibí extrasensorialmente
que la Virgen y todas las demás imágenes giraban sus ojos hacia
mí. El suelo de mármol y el aire, que habían estado helados un
momento antes, parecían repentinamente cálidos, como en una
iglesita tropical. Me entró una debilidad espantosa. Y él parecía
tan digno y sincero que me conmovió de la cabeza a los pies.
Me había trastornado profundamente que me dijese que me
quería. Es verdad que ya me lo había dicho por el móvil, pero no
es lo mismo. Y juro por lo más sagrado que también me lo dijo la
última vez que nos acostamos, que no estoy sorda. Mi olfato no
será muy bueno, pero del oído estoy fenomenal, y si hay una cosa
que no soporto es que donde me han dicho “digo” luego me digan
que “Diego”, costumbre muy fea de ese chico, por otro lado.
Este pensamiento me hizo volver en mí y recordé las cosas
horribles que me había dicho en pleno amor, desnudos el uno en
brazos del otro. Su piel contra la mía. Él sin nada de nada y yo
sólo con la maldita pulsera rosa, la del amor, la peor de todas en
estos casos. ¡Pobre inocente de mí!
No iba a dejarlas pasar así como así. Llámame rencorosa, si
quieres, pero que te digan: «Me miras como si te hubiera abduci338
Corrección heliocéntrica
do», sin tener en sí nada de reprobable, en un escéptico como él,
siempre tiene que ser mala idea, que es gente que no cree en
nada. Se burló doblemente de mí. Era la mala intención, más que
las palabras, lo que yo le reprochaba.
Y no se me había olvidado.
–Pues ¿por qué te burlaste de mí? ¿Por qué me dijiste aquellas
cosas tan feas?
–No lo sé, no lo sé, perdóname. Además –prosiguió–, ¡es que
eres la mujer de papá, Conchita! ¡Qué no es fácil, cojones!
–¡No digas palabrotas aquí, por favor! –me escandalicé–.
Siempre lo mismo, qué lengua; por cada palabra, un taco. Ya sabes que no lo soporto. ¡Y con la Virgen mirándonos!
Seguía siendo un malhablado, como antes. Parece mentira
que sea astrofísico y que tenga una educación. Sin embargo, mis
ruegos entonces aparentaron tener algún efecto. Dirigió su mirada a la Virgen y pareció que él también se daba cuenta de que estaba en medio de una iglesia, frente a una imagen sagrada, y del
respeto que se le debía. Nos miró a las dos y me dio la impresión
de que reflexionaba ante mis palabras. Quizá sí que había cambiado; se le notaba otra actitud.
–Vamos ahí detrás de ella y hablamos –dijo señalando la enorme imagen con ademán decidido–. No diré más tacos, te lo prometo.
Acepté la sugerencia. En realidad, era la mejor solución. Allí
detrás estaríamos más discretos y yo le haría comprender con firmeza pero con resolución que no había alternativa para nosotros.
Y que volviera a casa, que yo ya estaba bien como estaba. Si
hubo alguna vez un momento para un romance, éste ya había pasado.
Pero cuando nos pusimos detrás de la estatua de la Virgen no
sé qué ocurrió.
Estaba más oscuro, pero no fue eso. Estábamos más escondidos, pero tampoco fue eso. Estábamos más cerca el uno del otro:
eso sí que tuvo que ver. Me miró a los ojos como no hubiera de339
Polvo de estrellas
bido hacerlo jamás. Y yo tendría que haber huido inmediatamente al notar cómo languidecía todo mi cuerpo estando los dos tan
juntos y tan recogidos.
Pero no pude. O no quise. Sentí una emoción incontenible
cuando le tuve a mi lado. Su boca era tan atrayente como las otras
veces y yo la miraba fijamente y parpadeaba como si me deslumbrase. Él no parecía tener ya ganas de hablar tampoco. Alargó su mano y la puso con suavidad en mi mejilla, todavía con
miedo de que me revolviera.
Pero yo ya no pensaba en nada de eso. Su mano era muy cálida y sin darme apenas cuenta cerré los ojos y puse mis labios en
su palma. La besé despacio, aún sin abrirlos, y seguí haciéndolo
cada vez con más ardor. Luego nos miramos. Tiernamente me
atrajo hacia él y nos echamos el uno en brazos del otro. Nuestro
abrazo fue eterno, como si quisiéramos fundirnos. Nuestras bocas se buscaron lentamente por toda nuestra cara, por todo nuestro cuello. Cuando por fin se juntaron, yo perdí toda noción de lo
que sucedía a mi alrededor.
Como en un sueño a cámara lenta, mis manos se dirigieron
ansiosas a su torso tan bella y dulcemente torneado. Le despojé
de su pelliza y le abracé con sentimiento. Él me besó con tanta
pasión que sentí dentro de mí oleadas de amor y de deseo.
Imágenes extrañas invadieron mi mente: planetas, galaxias y
una caída al vacío estelar. Me sentía flotante, disgregada, abandonada a él. Su lengua recorría mi boca y su mano se deslizaba
por debajo de mi falda. Absurdamente, a causa sin duda del funcionamiento dual típico del cerebro, me encontré pensando en la
suerte que había tenido, después de todo, de que Isabel me hubiera prestado su falda. Era tan amplia que no iba a costar nada
subirla y bajarla. Además, no llevaba pantys, sino medias de ésas
con sujeción de silicona en el muslo, tan estupendas. Estaría mal,
pero no podía pensar en otra cosa. Deseaba intensamente hacer el
amor con Quique, sin reparar en la hora ni el lugar. Quería fundirme con él, sentirle en lo más íntimo.
340
Corrección heliocéntrica
Me subió la falda y sentí sus manos en mis nalgas y en mis
caderas, tirando de mis braguitas hacia abajo mientras me llevaba contra él. Me abrazó con fuerza, apretando su boca contra la
mía mientras sus dedos se perdían entre mis muslos.
De repente, sentí algo agudo, punzante, duro. Como una flecha que me penetrase. Era como un espasmo de gozo y dolor a la
vez que me cortaba la respiración. Como un dardo que se hundiese en mi corazón.
–¡Aaah! –jadeé, indecisa entre el dolor y el placer. ¿Qué era
eso?
Pues su maldito bolígrafo, ¿qué iba a ser? Sólo era su maldito
bolígrafo, en el maldito bolsillo de su camisa, lo que se me clavaba en un pecho. La manía esa que tenían los dos de llevarlo ahí,
con lo cutre que es.
–Me pinchas con el boli, amor mío –musité entrecortadamente mientras él apretaba con pasión su pelvis contra la mía.
Se quedó un segundo perplejo, sin saber de qué le estaba hablando. Luego, cuando cayó en la cuenta, sonrió y exclamó con
determinación:
–¡A la mierda el boli! No lo volveré a llevar, ¿me oyes, Conchita? Ya nos ha dado bastantes disgustos. ¡No nos molestará
más!
Cariño mío, mi amor, ¡pobre Quique! Eso fue lo penúltimo que
le oí. Se sacó el bolígrafo con rapidez y lo lanzó hacia atrás con la
mano. No le dio ni tiempo de volver a abrazarme; fue entonces
cuando pasó la desgracia. El mundo entero empezó a temblar,
como si algo tremendo se estuviera derrumbando. Mirábamos a
nuestro alrededor sin entender qué sucedía. Todo retumbaba mientras el sonido de una masa enorme silbaba en el aire. Él quiso protegerme con su cuerpo y, a pesar de la inminencia de la catástrofe,
aún alcanzó a calcular:
–Esto, por lo menos es un siete en la escala de Richter.
Luego sólo se oyó un grito infrahumano, infernal. Y un crujido pastoso, como cuando aplastas una mosca en un cristal.
341
CURVA DE LA VELOCIDAD
RADIAL
***
No vayan a pensar ni mucho menos que no iba a tener vela en
este entierro. Porque, sépanlo de entrada, aquí ha habido un
muerto y un entierro. Qué digo; ¡más de uno!: el de mis ilusiones
también. ¡A ver cómo digiero yo lo sucedido! No será fácil, no:
ha sido un mazazo.
Y más cuando, aparte de la desgracia, me he enterado de lo
que me he enterado. ¡Me ponían los cuernos! Ya ven: de golpe y
porrazo descubrirte cornudo, y en tu propia casa, tiene narices.
Saber que tu mujer y tu hijo han tenido un asunto es un golpe
muy duro, créanme.
¿Cómo me lo iba yo a imaginar? Es cierto que siempre vi a mi
hijo como poco más que un crío, no lo voy a negar. Imagino que,
al perderme parte de su niñez y toda su adolescencia, no tuve
ninguna sensación de continuidad. Me faltaba un tramo de experiencia, eso es lo que pasaba; y, encima, no estaba preparado para
aceptar a otro hombre en mi casa y en igualdad de condiciones.
Pero ¿y mi mujer? ¿Cómo me lo pudo hacer? Le di toda la libertad que me pedía. Toda. Nunca le puse pegas en que viajase y
pasara los días que hicieran falta fuera de casa. Y eso que ella no
tenía ninguna necesidad de trabajar, que yo me gano la vida. No
puedo comprar una casa más grande de momento, pero hubiéramos vivido muy bien de todas formas. Y ahora me sale con esto.
342
Curva de la velocidad radial
Entre otras cosas (¡vaya excusa!), con que yo subestimaba su sexualidad, que es lo que más me ha dolido. ¡Ostras, Pedrín!, que
desde el principio sabía muy bien lo que había. Además, yo le
preguntaba y me respondía que todo iba bien. ¿Por qué no hablaba cuando tenía que hablar?
Si hubiera tenido más confianza y me lo hubiese contado, hubiera podido probar con la Viagra o con cualquiera de los otros
chismes que hay y que utiliza más de un amigo mío, que hoy en
día un hombre puede ser como un chaval hasta vete a saber tú qué
edad. Totalmente comprobado. Es cierto que, con el tiempo, tienes menos ganas de salir y de perder el tiempo como un gilipuertas por ahí. Es natural. ¡Pero es que ella no es ninguna cría tampoco, por el amor de Dios! ¡Que en unos años la tengo en la
menopausia! La menopausia siempre ha sido algo muy importante, ¿o no? Es el final de las mujeres, seamos claros. ¿Qué más
quiere?: ella siempre tendrá a alguien que la adorará aunque se
haga mayor. Que no es moco de pavo.
No sé qué quieren las mujeres de hoy en día. Porque antes sabias a qué atenerte. Con mi ex mujer siempre me sentí seguro.
Cada uno tenía su papel y sus límites. Eran otros tiempos. Otro
tipo de mujeres. No lo digo por la del pelo verde, claro. Ésa es
una especie aparte. No me extraña los problemas que tuvieron en
México. Ella quería hacer la suya. Siempre peleados y siempre
juntos. O casi siempre. Yo no la hubiese aguantado ni un segundo. Y lo siento porque es mi madre. Pero no puedo con ella. ¿Saben qué me dijo un día? Estábamos conversando pacíficamente,
sacamos algunos temas a colación, cosa que no deberíamos haber
hecho jamás, y me soltó:
–Hijo, si yo sólo hubiese conocido un hombre, no sabría qué
es la vida.
Así de simple. Una cosa normal de decirle a un hijo. Me dio
un vuelco el estómago. No porque me sorprendiera lo más mínimo. Ya me sospechaba algo así. Pero no necesitaba que me lo
confirmase. Por lo menos, sigue usando palabras como “cono343
Polvo de estrellas
cer”. No como Quique, que es de su escuela. Y los “conocería” de
casada, o en alguna de sus varias separaciones, que se casó con mi
padre jovencísima. Un matrimonio peculiar el de ellos.
Nada que yo quisiera para mí. Creí que Conchita sería como
mi ex mujer. Hija de un guarida civil y todo… Pero, ya ven. Yo le
he dado lo que he podido. Insistió en el divorcio y divorcio tuvo.
Y ni siquiera hubiera hecho falta que nos casáramos, que ella ya
había estado viviendo antes con un señor y su familia estaba curada de espantos. Ni tampoco íbamos a tener niños: se había quedado estéril y era un alivio, para que les voy a decir otra cosa.
No soy hombre de críos. Con el hijo de mi anterior pareja
pasó lo mismo. Mientras estuvimos juntos, éramos una familia y
yo lo llevaba pero que muy bien. Pero cuando dejamos de vernos,
es que ni me acordé del chico. Y eso que vivimos ocho años juntos. Pero es así, sinceramente; no soy un padre vocacional. Es un
tipo de sentimiento que yo no necesito.
Eso no quiere decir que no adorase a mi hijo Quique. Me sentía muy orgulloso de él. Y lo estoy, a pesar de todas las putadas
que haya podido hacerme, porque, vamos a hablar claro, el chico
no dejaba de ser un crío, que aquí la culpable fue Conchita, ¡que
le llevaba trece años! ¿Dónde se ha visto nada igual? Él era joven, estaba en su plenitud y no tenía novia. Era normal que la
sangre le hirviera un poquito. La culpa fue mía por servirle las
tentaciones en bandeja. Él detestaría oírme esto, pero los Espinosa de los Monteros somos muy ardientes. Verdaderos machos, sí
señor, que a mí me gustaba todo lo que se me ponía por delante.
Y aún me gusta, qué caramba, aún tengo tentaciones de vez en
cuando.
Pero yo me he portado como un señor. Estoy casado, pues estoy casado. No es el momento para andar perdiendo el tiempo
por ahí persiguiendo mozas. ¡Claro que aún hay muchos de mis
amigos que lo hacen! Pero ellos no tienen en casa un guayabo
como Conchita. Ellos tienen a sus señoras: señoras de su edad, en
la decadencia de su vida, ¡qué van a hacer! Las mujeres se enfa344
Curva de la velocidad radial
dan, pero no somos iguales. Ya le pueden dar las vueltas que
quieran, y si no, miren, miren a su alrededor y ya verán.
Y mis amigos… Yo ya sé que me envidiaban. En realidad poca
vida social llevábamos con ellos. Las señoras como las suyas no
ven con muy buenos ojos a las parejas más jóvenes de los amigos
de sus maridos. Lo entiendo muy bien. «Cuando las barbas del vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar». Nos hicieron algún vacío, eso lo admito. Hubiera sido diferente si yo hubiera sido un
personaje con cierto poder: un político o el alto cargo de alguna
empresa. Iban a tragar con lo que fuese. Ejemplos de ello, los que
quieran. Pero yo soy un simple consultor. Siempre voy por libre y
no necesito que me dé coba nadie. Ni yo tengo nada especial que
ofrecerles, ni ellos nada que yo desee que me den.
Por eso Conchita ha ido siempre en pos de sus amistades.
Nunca se conformó con una vida tranquila de pareja como la que
yo le ofrecía. Antes sí que me gustaba conocer gente, la vida social y todo eso. Yo había sido, con mi ex mujer, la madre de mi
hijo, un socialite, alguien conocido en la jet madrileña. Íbamos a
todas partes y nos invitaban a todos sitios. Pero de eso hace mucho tiempo y no lo añoro para nada. No es lo mismo tener treinta que tener cincuenta años. Tus prioridades son otras. ¿Qué tiene de malo desear un fin de semana tranquilo con mi familia y en
mi casa?
Ella quiere ser alguien, tener éxito, y ve que a través de mí ya
no lo tendrá. En el fondo no es más que una trepa. Cuando la conocí llevaba aún bastante pelo de la dehesa. Hasta “rascaba” y
todo. Quería ser tan señora que se le veía el plumero. Conjuntada
de arriba abajo, la infeliz. En vez de ir al lavabo como todo el
mundo decía que “iba al servicio”. A mí me parecía una horterada, francamente. Como si estuviese pensando en ir a hacer la
“mili”, ya me entienden. ¿Y cuando se refería a la pobre Charo
como “la doméstica”? Me ponía los pelos de punta. Totalmente
sin pulir. Menos mal que se le pasó pronto: tiene unas antenas de
primera, eso sí.
345
Polvo de estrellas
Su madre se cree qué sé yo quién por ser la mujer de un capitán de la Guardia Civil. ¡Qué humos, la señora! Las machacó
desde pequeñas, a ella y a sus hermanas, conque no debían conformarse con cualquier cosa. Que ellas, las hijas de un militar de
alta graduación, merecían una buena boda. Su aventura con
Álvaro fue un resbalón en su estatus. Las otras se casaron con
notarios y farmacéuticos, y ella, que es muchísimo más guapa y
más inteligente, se escapó con un casado. ¡Aún tiembla la familia! Es que siempre ha sido muy impulsiva –aunque no me lo pareció en absoluto cuando nos conocimos, la verdad–. Sus padres
se negaron a verla durante años. Creyó que conmigo limpiaría
su pasado y que tendría algo especial que pasearles a los suyos
por las narices. Pero resultó que yo ya estaba “al otro lado de la
colina”.
Yo siempre he hecho lo que he podido para que ella fuera feliz. Demasiada buena fe la que he tenido. Cuando llegó Quique,
disfrutaba dejando que fueran juntos a sus conferencias y a sus
caprichos. Se tomaban muy en serio temas que, a mí, ni me iban,
ni me venían. Además, ella no iba sola y él tenía la oportunidad
de conocerla mejor. ¿Qué tenía eso de malo? Pues ya lo creo que
lo tenía. La manera en que llegó a conocerla, precisamente: el
pobre chico cayó de cuatro patas en la red de quien era mucho
más bruja de lo que yo me hubiera imaginado nunca.
¡Le sedujo! ¡Ella! ¡Y cómo me tuve que enterar! Me llamó el
padre Vespucci. Había habido un accidente y pensaron que “por
discreción” había sido mejor llevarlos a Barcelona.
–¿A quiénes?
–A su señora y a su hijo.
¡Sabía que era una mala idea! Mira que le dije que no fuera a
la misa ésa. ¿Qué habría podido pasar? Salí corriendo para el Valle de Hebrón. Era allí donde les habían llevado de urgencias el
cura ése. Cuando llegué, Quique estaba en una habitación, en la
cama, con la cabeza vendada y un brazo en cabestrillo. Estaban
también el médico que le atendía y el padre Vespucci.
346
Curva de la velocidad radial
Conchita tenía un aspecto rarísimo. Tan guapa como siempre,
pero extraña. Iba sin pintar y llevaba el pelo recogido en algo parecido a un moño. Estaba pálida y más delgada. No se atrevía a
mirarme a la cara. Yo tenía unas ganas enormes de arreglarle las
cuentas, pero al verla de aquella manera, vestida de monja seglar,
deprimida y flaca, me empecé a ablandar. Miren si estaba flaca
que se aguantaba la falda a duras penas por detrás con un imperdible. Le venía enorme.
Y a ese cabronazo del padre Vespucci, a ése, tenía que hacer
esfuerzos para no echarle las manos al cuello. ¡Secuestrador!
Estábamos en una habitación doble, moderadamente amplia,
y con una discreta cortina que nos separaba de otro accidentado.
Un taxista o algo así.
–¿Qué ha pasado?
–Tranquilícese, están bien –dijo el médico–. Su señora no se
ha hecho nada y su hijo tiene un brazo roto y un golpe en la cabeza. Una ligera conmoción y nada más.
–Se cayó la estatua… –informó compungido el padre Vespucci.
–¿Qué estatua?
–La de la Virgen ésa de los cojones –contestó mi hijo.
El padre Vespucci le miró con reconvención y Conchita hundió su cara entre las manos. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
–¡Se ha muerto la Teótima! –exclamó sollozando.
–¿La cucaracha?
–¡Ésa! ¡Justo! Por chafardera.
–¡Quique!
–Un poco de caridad, joven.
–¿La vidente? ¿Se le cayó la estatua? ¿La que le había pedido
la Virgen?
Todos asintieron con la cabeza menos Quique, que no la podía mover.
–Vaya vidente pues, ¿no? –me aproveché yo. Me había caído
muy mal la difunta, menuda pájara–. ¿Para qué quieres ser vidente si no ves ni eso?
347
Polvo de estrellas
–Usted también hace muy mal en bromear, ¿sabe? –dijo el
cura, rencoroso–. Que la tiró su hijo.
–¿Yo?
–¿Él?
–Fui yo, fui yo –intervino Conchita en plan mártir–. ¡La he
matado yo! ¡Siempre que odio a alguien se muere!
–No digas tonterías, hija, cómo vas a ser tú –la tranquilizó
afectuosamente el padre Vespucci.
Mucho mimo me parecía aquél. No me gustaba nada la manera que tenía de llamarla “hija”. Hacían una pareja extraña. Conchita estaba bien rara, vestida de aquella manera. A veces, se
pone cosas que le sientan como un tiro. O incomodísimas, como
los zapatos esos que siempre se le caen. Pero nunca me ha dejado ni chistar. Que yo de moda no entiendo, dice.
Pero aquella falda se las traía.
–Bueno, a ver, ¿quién? –pregunté, impaciente.
–Es que estábamos detrás… –dijo Conchita mirando al suelo.
Y ponía una cara sospechosísima. A mi mujer cuando tiene
algo que esconder se lo noto a la legua. O eso había creído yo
siempre, claro. Sentí una especie de mosqueo. Llámalo intuición.
–¿Puedo saber qué hacíais detrás?
–Fíjate, papá: un bloque, con la altura, ¡ya corregida!, de 1 x1
x 3 metros. ¿Cómo esperaban que se sostuviese aquello sin anclarlo? ¡Si no tenía base! La Virgen no se equivocó sólo en la
coma, padre Vespucci. Se equivocó en la coma y en todo el resto.
No es que la Virgen fuera demasiado alta, es que era descabellada en todas las demás proporciones. Se fijaron en la altura y ya
está.
–Sí, sí, ya veo, pero ¿qué hacíais vosotros detrás? –insistí. No
quería que se me escabullera.
–No la tiramos nosotros. Fueron ellos –dijo Quique a la suya.
¿Es que nadie iba a contestarme? Yo no había preguntado eso.
–¿Ellos? –preguntó el padre Vespucci
–Los alienígenas –afirmó muy serio mi hijo–, usan una espe348
Curva de la velocidad radial
cie de antena para comunicarse, para respirar y para un sinfín de
necesidades más.
¿Los alienígenas? ¿Me estaba haciendo un pase de muleta,
era una de sus bromitas o era algo más que “una ligera conmoción” lo que estaba sufriendo? Miré interrogante al médico, pero
él me miró interrogante a mí. No era de gran ayuda el tío.
El más contento de todos era el mariconazo del padre Vespucci.
–¡Cierto! ¡Cierto!, lo puedo corroborar –aseguró entusiasmado–. Durante días, trataron de comunicarse conmigo por medio
de señales luminosas.
¡Qué sorpresa!: el clero más ultramontano y delirante con el
ateísmo más montaraz. De la mano y a partir un piñón. Totalmente insano, si quieren mi opinión. Conchita se llevaba las manos a la cabeza.
–¡Que no, que no! –dijó, indignada–. Están pero que muy
equivocados.
–Hija, ¡qué cerrada eres! –se quejó el cura, afrentado–. Ya hemos hablado de esto mil veces. ¿Cómo puedes negar tú el fenómeno ovni de Collejón?
¿Ovnis en Collejón? Pero ¿no era la Virgen quien se aparecía?
¡Si se le había manifestado a través de una pared y todo! Ahora
tenían, incluso, extraterrestres; mira qué bien.
Y Conchita, que debería estar en éxtasis por eso, sorprendentemente estaba enfadada. Toda la vida contando las cosas más raras del mundo y, cuando le pasan unas tan asombrosas como
aquéllas, va y se cabrea. Me tenía pasmado.
Le dijo al cura, riñéndole:
–Padre, oiga, que quien lo ha de demostrar es usted. ¿O es que
no sabe que “el peso de la prueba recae sobre quien afirma algo
extraordinario”? Lo dijo Hume, ¿sabe?
–Ni en todos mis años en el seminario, ni en mi carrera de teología oí mencionar ese nombre –exclamó, dolido.
–¡No me extraña! –dijo ella.
349
Polvo de estrellas
–Un momento, un momento, que no me habéis respondido:
¿qué hacíais detrás de la estatua?
–Conchita: si tú no lo has vivido, no puedes hablar –se enfurruñó mi hijo sin hacerme caso.
–¡Pero bueno! ¡Si ya he contado lo que pasó! Es que no me escuchan, no hay derecho. Ya lo hemos discutido en el coche. Y tú,
Quique: ¿no te das cuenta de que dices esto por el golpe?
–Lo del golpe no tiene nada que ver, oye, que yo les vi, que
estaban por todas partes.
–Que no, oye, que ya te he dicho que era un alumno mío. Era
Oriol que…
–¿Y las luces en mi habitación? –protestó ofendido el padre
Vespucci.
–Eran ellos, padre, que con un espejito…
«Un espejito, un espejito», bufaba el padre por lo bajo y sacudiendo la cabeza. Con mano nerviosa, se expulsaba las migas de
unos bizcochos que picoteaba de una bolsa y que se le habían
prendido en la sotana. Mientras, Quique ponía los ojos en blanco
resignado a luchar contra una “escéptica”. Con lo tozuda que
siempre había sido Conchita, no era tarea fácil. El mundo al revés. Yo no entendía nada.
–¡A ver si alguien me explica eso!
–¡“Un fenómeno de luz”! –exclamó mi hijo–.Tiene que haber
sido un fenómeno de luz. Los hay de luz, de agua…
–Calla, calla, por favor –se indignó Conchita –.¿Tú me hablas
de “fenómenos de agua”? ¡A que se lo cuento a tu padre!
¿A mí? ¿Qué era eso que amenazaba con contarme a mí?
¿Qué habían estado haciendo con agua? ¿Detrás de la estatua?
–¿Qué agua? ¿Qué agua? ¡Exijo una explicación!
Pero si quieres arroz. Pasaban totalmente. Gritaban y discutían
entre ellos, y el médico, un señor algo mayor con bigotito tipo Jorge Sepúlveda, un poco viejo quizá para andar haciendo guardias,
empezaba a enfadarse. Se miraba a Conchita intrigado.
–Usted y yo nos conocemos, ¿no?
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Curva de la velocidad radial
Hasta ahí podríamos llegar. ¡Qué confianzas! Ya le había visto yo pinta de conquistador tronado al vejestorio aquél.
–¡Oiga! –salté–, ¿y a usted de qué le tiene que sonar mi mujer? ¿Eh?
–¡A mí también! ¡A mí también! –dijo otra voz de repente.
Eso sí que no lo esperábamos. Atónitos, giramos en bloque hacia
la cama de al lado. Era el accidentado. El taxista. Tenía una pierna
enyesada levantada en alto, y una señora gruesa y un par de críos
malcarados sentados a su lado. Nos miraban con desaprobación
–¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro? –exclamó
Conchita, despectiva.
Muy bien dicho. Sólo faltaba aquel señor escuchando nuestras intimidades. Qué se le habría perdido a ese tío con nosotros.
Me uní a ella.
–¡Métase en sus asuntos, por favor! –le dije con furia.
Se quedó el tío bufando y farfullando, con su señora diciendo:
«I tú, de què coneixes a n’aquesta, eh?»
La gorda le ponía cara de gran desconfianza y no parecía dispuesta a soltar el tema. Empezaron a discutir. Esto iba a darle un
rato de ocupación; lo sé por experiencia. ¡Vamos!, ahora mismo
me acuerdo de una vez en Madrid con mi ex mujer que…
Bueno, no viene al caso ahora. Volvamos a la pelea. Mi hijo
seguía con lo suyo
–¿Y que quisieran matarme? –se quejó a Conchita–. ¿Eh?
¿Sabes que quisieron matarme?
–Sí, sí. Pero eran ellos que…
–¡Bah! –la interrumpió–. Sé razonable, Conchita. ¿No ves
que es demasiado complicado? Unos chicos, que les gastas una
broma con una parabólica, que se van a Collejón, que oyen mi
mensaje en tu móvil… ¡Tía, qué pasada! Demasiado para la navaja, ¿recuerdas?
Conchita se quedó boquiabierta y perpleja con eso de la “navaja”. «La navaja, y ahora me sale con la navaja», decía desesperada mirándonos a los presentes.
351
Polvo de estrellas
Pero los demás también andábamos perdidos. Y no me extraña, ¿qué tendría que ver una navaja con el asunto? Le había saltado un muelle de la cabeza y no sabía qué decía, pobre chico. De
la misma conmoción, sin duda. Me sonaba un poco lo de la navaja. De alguna tontería de ellos. Conchita decidió seguirle la corriente y continuar hablando de “navajas”, quizá para tranquilizarle.
–Es con lo tuyo que habría que usar la navaja, Quique –le reprochó.
Ellos sabrían de qué iba. Dale con la navaja. Por unos momentos, pareció que pensaban dedicarse a hablar de cuchillería.
Habían pasado del agua al cuchillo. Ni el padre, ni el médico, ni
yo entendíamos de qué estaban hablando. El doctor del bigotito
me miraba haciendo girar el dedo índice en su sien. ¡Qué atrevimiento! ¿Insinuaba acaso que mi hijo se había vuelto loco? ¡Se
creería que así me tranquilizaba! ¡Qué profesional! Le tira un tejo
a mi mujer y luego me desahucia a Quique! ¡Vaya cabrón! ¡Pobre
hijo mío!
¿Pobre hijo mío? ¡Tendría que habérmelo tragado. ¿Dije “pobre hijo mío”? Pues esperen a saber la escena que se estaba desarrollando ante mis ojos incrédulos. ¿No va el tío y me coge a
Conchita de la mano? Sí, a mi mujer. Con todo el morro.
Y tiene los santos redaños de decirle con ojos tiernísimos:
–No te enfades. Dame un beso.
¿Dame un beso? ¡Dame un beso! ¿Por qué le pedía besos?
¿Eh? Conchita me miró poniendo cara de mosquita muerta, como
diciendo «¡qué diablo de chico!».
Pero a mí ya no me la daban. ¿Con qué detrás de la estatua,
no?
–¡Che, che, che! ¡Hasta ahí podríamos llegar! ¡Cuidadito con
esa mano, no te la vaya a romper yo también! ¡Hombre! ¿Será
posible?
–No le hagas caso, que es del golpe –me dijo Conchita, despistando.
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Curva de la velocidad radial
–Qué golpe ni qué cojones, oye. Aún creerás que estoy en el
guindo. A ver, ¿a ver qué estabais haciendo detrás de la estatua
ésa para que cayera? ¿Eh? ¡Dime!
–Estas cosas, hijo mío, es mejor discutirlas en la intimidad, en
familia, que aquí hay gente y…
–¡Y usted se calla, padre, que también me tendrá que explicar
un par de cosas, sépalo! –le interrumpí yo.
¡Coño con el padre! Encima, diciéndome a mí lo que tenía
que hacer y lo que no. ¡A mí con que “es del golpe”! ¡O que la tiraron los “extraterrestres”! ¡Del achuchón que se daban detrás de
ella, que no soy tonto! Me di cuenta claramente. Luego, cuando
me enteré de toda la historia, vi que me había quedado hasta corto y todo.
–Y tú te pones ahí –le dije a Conchita señalándole una silla al
lado del de la pierna rota.
Me miró ofendida y se sentó cruzando los brazos muy enfadada. Ya vería, ya, cuando saliéramos de allí. Le iba a aplicar el
tercer grado.
Mientras, el padre Vespucci, que no quería desaprovechar su
oportunidad, volvía a la carga. Me quería convencer a mí de sus
alucinaciones.
–En Collejón se vieron extraños fenómenos nocturnos durante días. Unas luces, ¿sabe? –me decía el muy loco–. Y unos enigmáticos jóvenes con una especie de colgante como una parabólica en pequeño, se paseaban por allí como si tal cosa. Ahora han
desaparecido pero no tengo la menor duda de que volverán.
–Oriol, Oriol –protestaba Conchita desde su silla.
–Callate tú, que estos tíos no te van a hacer caso. ¿No ves que
están chalados? –le ordené yo, tomando las riendas del asunto.
Se calló. Así tendría que haberla tratado de buen principio.
Todo esto ha pasado por llevarla tan suelta. Como vuelva conmigo, lo de la pata quebrada será una menudencia. ¡Por mis muertos! Ya verá, ya.
Quique, mientras tanto, se añadía a la conversación:
353
Polvo de estrellas
–Yo, en una anterior encarnación, viví en su planeta.
¡Hala, el otro! ¡Lo que faltaba! Conchita se levantó y se
echó a mis brazos llorando y diciendo: «¡No es verdad! ¡No es
verdad!».
Me enterneció. ¡Toda la razón! ¡Mi propio hijo! Ella, vale, pero
¿él? Le miré compungido y atónito. ¿Dónde estaba mi “escéptico”? Nunca pensé que le oiría una cosa así. Como si le hubieran
dado la vuelta como a un calcetín. No veía tan claro que se fuera a
recuperar como decía el médico. ¡Y seguía desbarrando!
–Un día, degollé un pollo sagrado y tuve que salir huyendo.
¡Eso! ¡Y qué más! ¡Ahora pollos! El padre Vespucci, a la que
oyó “pollo” se llevó, angustiado, un par de bizcochos más a la
boca. No debía haber cenado.
Conchita rabiaba a base de bien y empezaba a perder el sentido.
–Oye, tú, que el pollo era mío –dijo, desvariando. Y le murmuró por lo bajo: «Te advertí que no hablaras de ello».
Pero yo la oí. O realmente habían perdido la chaveta, o aquellos dos estaban hablando en clave. ¡Qué descaro! Cuchicheando
al oído delante de mí. ¿Qué coño querrían decir con aquello del
pollo?
–El pollo sagrado de la Virgen del Pilar. En Aldebarán. Una
Gigante Roja –aclaró Quique con énfasis.
Nos dejó mudos con esto. A todos. Hasta el taxista y su mujer
dejaron de pelearse.
–¡Ah! Está rememorando una encarnación anterior, ¿no Conchita?
–¡De eso nada, padre! No funciona así, perdone que se lo diga
–saltó picada en lo profesional.
–¡Tendrías que abrir un poco tu mente, Conchita!
–¿Yo? ¿Yo? ¡Y tú me lo dices! «No es lo mismo tener la mente abierta que un agujero en la cabeza», recuerda. Y eso es lo que
tienes tú ahora mismo, Quique, que se te cae el seso.
–Conchita, mujer… –le dije yo, alarmado–. ¡Qué es un enfermo!
354
Curva de la velocidad radial
Quique se quedó unos segundos concentrado, como si empezara a hacerse alguna luz en su mollera. Pero desestimó la idea,
hizo un gesto de desdén y nos miró a todos como diciendo: «No
entiende nada».
Y fue y extrajo de debajo de la sábana una antenita parabólica
y se la puso en el pecho. Todos miramos el aparatito sorprendidos. Yo fui a decir algo, pero el padre Vespucci, que vio otra
oportunidad de intervenir continuó:
–Pues, como le explicaba, la relación mariano-extraterrestre
es total. Yo creo que son como ángeles que anuncian a nuestra
Señora: «Y aparecieron dos hombres con vestidos refulgentes
que le dijeron: “¿Qué hacéis allí mirando al cielo?…”».
Y puso cara de iluminado sosteniendo un bizcocho en lo
alto. ¡Vaya mariconazo! ¿Y ése era el gran personaje? Vivir
para ver. Medio año que me había tenido a Conchita secuestrada y era un botarate. ¿Qué le habría visto ella? Ya vería, ya,
cuando saliéramos.
Mi hijo, por su lado, continuaba totalmente a la suya hablando a la vez que él:
–Se quieren vengar por lo del pollo, ¿sabes, papá? Pero no podrán. Yo soy físico y esta parabólica no sirve, ni para respirar, ni
para nada. Les doy poco para que se desintegren.
Aquello era el manicomio. Habíamos ido de mal en peor. Lo
de Conchita había resultado ser algo contagioso, después de
todo. Era una situación de locos. De repente, sonó otra vez la voz
del accidentado de al lado.
–Este chico también me suena, ¿saben?
Vale, ya estaba bien, qué manera de inmiscuirse. Qué cutres.
No se puede ir a hospitales de la Seguridad Social. Para una
emergencia, son lo mejor, pero a mí la empresa me paga un seguro privado, no sé qué hacíamos allí. Conchita también estaba
harta del señor de al lado.
–¡Pesado, oiga! –le espetó.
Y se levantó de golpe de su silla. Muy bruscamente. Con tan
355
Polvo de estrellas
mala suerte que se le enganchó la faldota aquella que llevaba. En
un abrir y cerrar de ojos, la tenía en el suelo. Llevaba una de esas
medias que se sujetan en los muslos, que a mí me encantan. De
color carne, con una banda de encaje arriba del todo.
¡Sopla! Me di cuenta, repentinamente, de lo mucho que la había encontrado a faltar. Para piernas, piernas, las de mi mujer.
Largas y esbeltas, como una modelo. Conchita, que suele ser
muy púdica, o eso había creído yo siempre, se dio la vuelta, aterrorizada y se agachó para recuperar su falda, consiguiendo con
ello mostrar sin tapujos un primerísimo plano de su estupendo
trasero enfundado en seda blanca. Nos quedamos todos mudos.
El padre Vespucci estaba de un color casi morado y le colgaba un
bizcocho de la boca.
¡Había que hacer algo! Me abalancé como el rayo para tapar
aquello cuando, de repente, el taxista empezó a gritar:
–¡Es ella! ¡Es ella! Ja la conec ¡La de la polla!
A lo que el médico se añadió rápidamente:
–¡Yo también, yo también! ¡Es ella!¡La del pollo!
Y empezaron los dos a discutir sobre pollos y pollas. Bien,
aquello fue la gota que me desbordó. Las cosas habían ido demasiado lejos. No sé cómo pude haber aguantado tanto.
–¡A la Teknon ahora mismo! –grité.
Ya tenía bastante de pollos, aguas, luces, ángeles y extraterrestres. Agarrando la falda de Conchita por detrás bien firme, les
ordené a ella y al cura:
–¡Se acabó! Fuera de aquí.
Al taxista y al médico les envié a tomar por el saco y salimos
todos de la habitación.
Allá se quedó Quique desbarrando solo.
Durante los días que le duró la conmoción, no dejó de afirmar
que habían sido “los invasores” quienes le habían atacado. Hasta
salió por la tele diciéndolo. Fue una maniobra del padre Vespucci, que decía que era el inicio de no sé qué “apocalipsis mariano”
que se estaba esperando. Sea como sea, Collejon se ha converti356
Curva de la velocidad radial
do en La Meca del peregrinaje mariano y de los avistamientos,
ovnis. Dos en uno, ahí es nada. Este pueblo se ha hecho más rico
que El Ejido. El más pobre de allí lleva un Porsche. Tal como lo
oyen. Imparable, vamos.
Pero no saben la impresión que da ver a un tipo como mi hijo,
todo un racionalista y con lo mucho que sabe de ciencia, afirmar
con gran autoridad y seriedad que los extraterrestres están entre
nosotros y que usan un aparato similar a una antena parabólica
para respirar, pero que tienen los días contados por no sé qué
principio de la física.
Decía en el vídeo que los extraterrestres tienen aspecto totalmente humano y que los hay con forma de hombre y otros con
forma de mujer.
–Y alguna bastante guapa –decía muy convencido.
¡Como una regadera! Conchita, a su lado, fruncía el ceño y se
lo miraba indignada negándolo todo con bravura. De golpe, la escéptica era ella. Se intercambiaron las locuras. ¡Y no por vía intramuscular, para mi desgracia!
No tardó mucho en sonar el teléfono de la emisora con las llamadas furiosas de los compañeros del grupo de ciencia donde
está mi hijo. De traidor para arriba le llamaban, y que le daban de
baja en la asociación y nombraban a Conchita “socia de honor”
por defender “el pensamiento crítico” al desmentirle públicamente.
Ya ven: toda la vida de escéptico y le dan un golpe a la cabeza y se vuelve creyente en los ovnis. Si es lo que yo digo: la frontera es muy tenue, no sé para qué se molestan en complicar tanto
las cosas.
Ahora que se ha recuperado, lo niega todo y jura que fue del
golpe. Y que en la estatua ni se apoyó. Ni siquiera recuerda que
le pusiera un dedo encima. Dice que, al tirar el bolígrafo, debió
de darle a la estatua. ¿Desde cuándo un bolígrafo puede derribar
una imagen? ¿Es eso razonable? ¿Cómo va a hacer esto un bolígrafo?
357
Polvo de estrellas
No se lo cree nadie.
Y si quieren mi opinión más íntima, más de dentro: yo tampoco. Digo yo que será una venganza de arriba, por lo de ser un
ateo. Le está bien empleado. Es que se te hiela la sangre cuando
en el mismo vídeo sale su arrendatario como testigo y afirma que
es cierto, que le desapareció un día la parabólica y al otro le cayó
del cielo. Que casi les mata a los dos. Y el arrendatario ése no es
un señor de muchas fantasías, que yo le conozco y es más bien
corto y primario. Así que algo raro sí hay.
Desde luego Quique se sube por las paredes negándolo. Y mi
mujer le apoya. Prefiere no verle (y pobre de ella que lo pruebe),
pero en esto le apoya. Y a ese Oriol que lo matan, dicen.
¡Qué desastre! Quique en el hospital y mi mujer en una casa
de salud. Cree que la culpa ha sido de ella, y eso que esta gente,
igual que yo, piensa que hubo intervención divina en todo ello.
Ella insiste en que es mentira, y que todo se puede explicar sin
apelar a lo “sobrenatural”. Pero no le hacen ni caso y dicen que
Conchita es la única vidente y que Teótima era una estafadora,
que se copiaba los mensajes de un libro sobre apariciones marianas escrito por una judía americana, y que por eso la Virgen se le
cayó encima.
Así que, tranquilos, que ella se va a recuperar. Si algo tiene
Conchita es que siempre cae de pie. De peores tragos ha salido
adelante. Como cuando aquel hijo de puta de Álvaro la obligó a
practicarse un aborto que la dejó estéril. Pero luego, Dios le castigó: se partió la cabeza en un accidente de coche.
Dice Isabel que no para de repetir que «¡Siempre que odio a
alguien, se muere!», y que está endemoniada. Le ha tenido que
prometer el padre Vespucci que le practicará un exorcismo.
¡Vaya atajo de locos!
El padre Vespucci tiene que ser un mariconazo de tomo y
lomo. Bueno, mariconazo tengo mis dudas: no se separa de las
faldas de Conchita ni de noche ni de día. Babea cuando está a su
lado, si lo veré yo. Se lo tengo que decir: «¿Pero no ves que este
358
Curva de la velocidad radial
cura con cara de meapilas está colado por ti?».¿Y monseñor Morera? Otro que tal.
Unos oportunistas, eso es lo que son. Se metieron en un lío
con lo del tercer misterio de Fátima y no saben cómo salir del
atolladero. La gente les pide más misterio, más emoción y sucumben a la demanda del público. Es que no escarmientan. Si tienen ejemplos a montón con sólo que se fijen un poco. A mí, por
ejemplo, me viene a la cabeza inmediatamente uno que conocemos de sobra los buenos aficionados a la zarzuela como yo.
Venga, se la voy a contar, va. Sucede en la zarzuela La alegría
del batallón, que está basada en un hecho real.
Hubo una vez (les recuerdo que es verídico) un consejo de
guerra contra un soldado que se había apropiado de una joya de
la Virgen. Este soldado de caballería, de la guarnición de Valencia, logró convencer al cura párroco de la iglesia donde se venera a la Virgen de las Angustias de que le permitiese acceder al camarín de la imagen. Aunque consiguiese la autorización “sólo
para rezarla”, al día siguiente se echó en falta una diadema de
oro, que lucía el Niño Jesús que portaba la Virgen. Tras el escándalo, el soldado fue detenido y sometido a consejo de guerra.
Pero todos se quedaron estupefactos cuando el soldado dio su
propia versión de los hechos.
–Yo no he robado la diadema del Niño Jesús; yo he sido siempre muy devoto de la Virgen de las Angustias, y el día que entré en
el camarín, cuando estaba rezando con el mayor fervor, vi que la
Virgen cogía la diadema del Niño y me la entregaba, diciéndome:
«Toma este regalo, véndelo; con lo que te den por él te redimes
del servicio, y con lo que te quede pones un estanco en tu pueblo».
No tengo más que alegar, sino que he dicho la verdad.
El consejo estaba por declarar culpable al soldado, cuando un
capitán, «hombre temeroso de Dios y creyente a macha martillo», entendió que nada debía resolverse sin consultar a las autoridades eclesiásticas, que «esperaban que el escarmiento fuese
duro, enérgico y rápido». El traslado de las declaraciones del reo
359
Polvo de estrellas
produjo estupor y confusión entre el clero que acababa de recibir
la castaña caliente del consejo de guerra. El propio general Bermúdez de Castro hace de la situación un análisis algo irreverente. «Afirmar que la Virgen de las Angustias era incapaz de hacer
un milagro, cuando las paredes de su camarín estaban llenas de
exvotos, cuando las ofrendas llovían, cuando su fama religiosa
era la mas próvida fuente de limosnas, dudar siquiera de la posibilidad de un milagro, era el descrédito de la fe, era condenar al
olvido aquella venerada imagen, era deshacer en una hora una labor de siglos.»
Naturalmente, el cabildo, y todos los párrocos, pidieron la absolución del soldado, sin entrar en el fondo del asunto. El consejo, pues, falló en este sentido, pero el capitán general –«firme y
astuto, espíritu socarrón, como machucho, y gran conocedor de
las truchadas y picardías de las gentes de armas»– mandó redactar
así el orden del día siguiente, para conocimiento de la tropa.
Orden de la Plaza
Artículo 1. El consejo de guerra, reunido para fallar en la
causa por robo sacrílego, instruida contra el soldado Pedro Gómez, ha absuelto libremente y con todos los pronunciamientos
favorables al acusado.
Artículo 2. En lo sucesivo, todo soldado que tomase regalos
de algún santo será pasado por las armas.
El Capitán General, ZAPATERO.
Historia tan hispánica tenía que terminar teniendo el debido
eco en una españolísima zarzuela. El maestro Serrano la trasladó
a La alegría del batallón, y desde que, en 1909, se estrenase la
obra, cada vez que se interpreta La canción del preso, los españoles rendimos homenaje a aquel pícaro que supo, como nadie,
dejar en evidencia, en su propio beneficio, los puntos flacos de
los diálogos de las Vírgenes con sus devotos. O, en este caso, en
Fátima, con pastorcillos más brutos que unos arados.
360
Curva de la velocidad radial
Quien no conoce la historia está condenado a repetirla y esta
gente no escarmienta. ¿No podrían creer en Dios como las personas normales? ¿Dónde estoy yo metido? Mi hijo dice que es ateo
y Conchita se comporta como una integrista fanática. ¿Por qué
no será la gente un poco más normal, más práctica? ¿Es que no
hay un término medio?
Yo creo a mi manera. Me hago mayor y empiezo a ver la corriente cada vez más rápida bajo mis pies. El otro día, un abogado amigo mío cayó muerto de un infarto. Ninguna broma eso del
corazón. ¿Qué daño puede hacer pensar que hay “algo” por ahí
arriba? Como mínimo, la duda. Con la duda yo ya me conformo.
Un tío normal, eso es lo que soy. Tuve que aguantar ángeles y
“trabajos” apestosos. ¡Hasta tenían su gracia todas esas brujillas!
Pero las apariciones y todo lo demás me han acabado de rematar.
¡Es que la están manipulando! Conchita se cree muy lista, pero
esa gente lo es más que ella. Está encantada con sus amistades,
sus marquesas e ir a Roma y conocer la gente más rancia del
mundo. Pero ella es, aparte de un putón verbenero, una buena
chica. No debería meterse en todo ese tinglado. Si no eres Rasputín, ahí tienes todas las de perder.
Es incapaz de aprovecharse de los demás. Implacable hasta
que se sale con la suya, eso también. Hasta que no me divorcié no
quiso ni que viviésemos juntos. Pero de la nulidad ni hablar. Yo,
a pesar de todo, soy católico y me casé con todas las de la ley.
¿Qué tengo que decir, que mi hijo fue un hijo fuera del matrimonio? Ya puteé bastante a mi ex mujer. Le juré por Dios que eso no
se lo iba a hacer jamás y no lo haré. No pienso ni discutirlo.
Quique tendrá todo el respaldo que necesite. Sé que a mi hijo
le fallé. Siempre pensé que no me había encontrado demasiado a
faltar. Los niños necesitan de sus madres; son ellas las que les
dan el cariño y el apoyo que necesitan cuando son pequeños o
adolescentes. Los hombres más bien sobramos. Pero es que mi ex
mujer no era una madre normal. Hasta diría que si quería a Quique era por ser mi hijo. Creo que, cuando yo me fui de casa, se
361
Polvo de estrellas
desinteresó de él. No es que no estuviera al tanto de sus notas o
de su educación. Eso sí que no. Ahí hizo un muy buen trabajo.
Pero no fue cariñosa con él. No me extraña que “alucinase” cuando conoció a Conchita.
Y acabó de cuatro patas, ya digo. ¿No era él un “frío racionalista” y Conchita la “idealista”? ¡Y un cuerno! ¡Qué “frío racionalista” ni qué niño muerto! Siempre fue un romántico, aunque
no lo sepa. El caballero cruzado era él, que siempre fue un defensor de causas perdidas. Por favor… ¡si salió a mis padres!,
¡clavadito!, ¡que convivió con ellos más que conmigo! Ellos sí
que eran unos cruzados: republicanos hasta la médula; veinticinco años en el exilio. A mis padres tuvo que salir Quique.
Sé que se enfada cuando digo que él es “hijo de mi sangre”.
Lo digo con cierta sorna, como bromeando. Pero, sí: yo creo en
la sangre. Y él se parece muchísimo a mí. Un hombre cuando se
hace mayor necesita de un hijo. Sobre todo de un hijo varón del
que pueda sentirse orgulloso y que lleve sus apellidos. Yo llevo
como un honor ser el descendiente del duque de Montemayor,
Enrique Espinosa de los Monteros y Sáenz de Braganza. El tatarabuelo de mi tatarabuelo.
Pero Quique tuvo que meterse también con esto. Un día me
dijo que:
–La relación genética con un tío que vivió hace trescientos
años y con el que te llevas ocho generaciones es más o menos la
misma que con el señor Adolfo, el portero de tu casa.
¡No se reía Conchita ni nada!
–De la pata el Cid –se burlaba.
Y para más inri, Quique añadió:
–Se calcula que un veinte por ciento de las mujeres engañan o
han engañado a sus maridos en la historia de la humanidad y han
tenido hijos ilegítimos.
¡Estupendo! ¿No? ¡Lo sabría con conocimiento de causa, que
él me estaba rondando la mía! Si no puedes estar seguro ni de tu
filiación, ¿qué tienes?
362
Curva de la velocidad radial
Y Conchita riendo: mis historias al agua. O eso creía la muy
boba. Era una revancha por el machaque de Quique y el dichoso
cálculo de probabilidades. Este chico haciendo números lo destroza todo. Tiene un bolígrafo que parece un puñal.
Aunque todo eso son tonterías. Me sé toda la historia del duque y me identifico por completo con él. Tengo yo más del duque
que el actual duque de Montemayor, que es un mariconazo impresentable de otra rama de la familia. ¡Si hasta está en una plataforma gay o algo así! Vamos, mucho que tendrá él del duque.
¡Si es un okupa! Es injusto.
¡Qué tiempos, de todas formas! Discutíamos como leones,
pero, ¡cómo nos reíamos! ¡Yo estaba tan feliz con mi nueva familia!
Y luego me salieron como me salieron… ¡Cómo me engañaron! Ella, una mosquita muerta, con una vida secreta plagada de
aberraciones místico/sexuales, y una asaltacríos. Y él quitándome lo que más quería en el mundo. ¡Totalmente en el guindo, estaba yo!
Y Quique, ¡ha perdido hasta el trabajo en el banco! Resulta
que fue a buscar empleo en la banca más confesional de España.
La mitad de las señoras de los “banqueros” estaban en Collejón.
Le localizaron enseguida. De patitas en la calle que le han puesto. Pero ni falta que le hace, ellos se lo pierden.
Ha vuelto a lo suyo, ¿saben? Es lo mejor que puede hacer.
Nunca entendí para qué fue a trabajar a una empresa que no le encajaba para nada. Toda la vida había deseado ser astrofísico y, de
repente, le da una ventolera y se vuelve a España. ¡A Barcelona!
¡A un banco! Imposible que le gustase eso, no es el tipo de persona. Nunca debió dejar ni la astrofísica, ni la beca, que todo le
ha pasado por idiota. ¿No era la ilusión de su vida?
Pues fíjate, por idiota tengo que venir aquí, a su apartamento,
en busca de ropa, libros y otras cosas que necesita. Llevo aquí
toda la tarde, pensando y pensando. Me parecía que les entendía
tan bien a los dos y, ahora, mira con lo que me encuentro: senta363
Polvo de estrellas
do como un capullo en una silla con un montón de ropa encima y
mirando la cama donde, sin duda, esos dos me traicionaron. En
esas sábanas sucias y revueltas, no sé cómo pudo Conchita, con
lo relimpia que es ella. Aún debe tener restos de lo que sea. No
quiero ni imaginármelo.
Quique me ha pedido que le haga llegar sus libros de astrofísica y sus papeles. ¡Y sus espectros!: eso que hace él con la luz de
las estrellas, que las descompone y las analiza. Lo saben todo de
ellas con estas técnicas. Es increíble. Por curiosidad, he estado
leyendo el informe de una de ellas y me ha dejado boquiabierto.
Lo tengo ahora en la mano. Dice así:
1. Observación
2. Pre-proceso
3. Para convertir a una dimensión
4. Ajuste del contínuo
5. Calibración de la longitud de onda
6. Cálculo de la velocidad
7. Corrección heliocéntrica
8. Curva de la velocidad radial.
Nombres aceptados: Sirio, La Estrella del Perro, Alpha Canis
Majoris.
Números de catálogo: Gliese (Gl) 244, Bonner Durchmusterung (BD) –16°1591, Henry Draper (HD) 48915, Aitken.
Edad: 300 millones de años.
Estrella binaria. Está a 8 años luz de distancia. Su densidad
media es 92.000 veces la del Sol.
Es impresionante. ¡Quién fuera científico! Una estrella que
está tan lejos y saben de ella hasta el número del DNI. Esto a mí
me parece una tremenda paradoja. ¿Por qué no será la gente tan
fácil de entender estando al lado? ¡Sería la forma de vivir tranquilos! Quique dice que no es una cuestión de distancia sino de
364
Curva de la velocidad radial
complejidad. ¡No te fastidia! ¡Pues preferiría vivir con globos de
gas que con personas! Un mundo absurdo éste, donde es más fácil realizar un trasplante que curar una gripe.
En fin, ya está hecho. Uno en el hospital y la otra reponiéndose. Ya no volverán a verse, me lo han prometido. Él piensa volver
a USA y ella ya veremos. Vete a saber qué piensa hacer; según le
dé. Me he quedado solo. Más vale solo que mal acompañado, por
supuesto. No necesito a nadie y menos con exigencias. Lo que es
yo, no pienso ni discutir lo de la nulidad. Ni hablar del tema. Está
lista si cree que la voy a pedir. Si piensa que no soy su marido ante
Dios, que se haga monja o que se case con el Vespucci ése.
Le he preguntado al compañero que lleva matrimonial cómo
funciona eso y es una barbaridad. Se lo he preguntado por curiosidad solamente, para estar prevenido si me viene ella otra vez
con alguna historia de las suyas. No está de más conocer los detalles técnicos y ponerle sobre el tapete todas las imposibilidades
e inconvenientes de su insensata imposición. Estoy seguro de que
un día de éstos me llama y vuelve a la carga.
No me ha vuelto a llamar pero sé que lo hará. Esta mañana ha
sonado el teléfono y mi secretaria es tan torpe que cuando ha llegado ya habían colgado. Es la mayor de la empresa, le faltan diez
años para jubilarse. Una herencia que me ha tocado, qué mala
suerte; con los bomboncitos que hay por aquí. Además, la tonta,
aún coquetea. La he sorprendido mirándome con ojos tiernos más
de una vez. ¡Y tiene casi mi edad! Indigno. Aunque “indigno” parece que ya no es un término negativo, como solía. ¿A qué no saben que le dijo mi madre a Quique delante de mí una vez?
–Cariño, la única manera que tengo de sobrellevar la vejez es
siendo “una vieja dama indigna”.
Ya ven; qué edificante. Cosas de ella, que no ha querido nunca conformarse con lo que le tocaba. Como mi secretaria. En fin,
como me incorporé el último, me la cargué. Le he pegado una
buena bronca; no soporto tanta ineficacia. Y si era Conchita, que
se fastidie, que yo no voy a estar pendiente del teléfono todo el
365
Polvo de estrellas
día. Y eso que, ahora, hace un rato, aquí en el apartamento de
Quique, me ha sonado el móvil de repente. Casi me escoño al ir
a cogerlo, con tanto trasto como hay por en medio. Se me ha ocurrido que podía ser ella, pero eran de una mensajería o algo así diciendo que me traían no sé qué cosa. Ni les he querido escuchar.
Me ha dado un cabreo tremendo. ¡A tomar por saco, oye, que yo
no he pedido nada! Les he enviado totalmente a la mierda, qué
inoportunos.
Y, ella, si quiere hablar de nulidad y de casarse por la Iglesia,
hablamos. Por hablar que no quede. Que no me diga luego que
“soy cerrado de mente” yo también. Pero, por mis muertos, que
nunca, nunca conseguirá que yo la pida.
Tendría que ponerse de rodillas y aún.
366
SUMARIO
Observación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Preproceso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
Para reducir a una dimensión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122
Ajuste del continuo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
Calibración de la longitud de onda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 214
Cálculo de la velocidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
Corrección heliocéntrica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 331
Curva de la velocidad radial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 342
367
Descargar