Inmunizarnos contra el fanatismo

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Inmunizarnos contra el fanatismo
Dr. Santos Javier Castillo Romero
Entendemos por “fanatismo” la defensa apasionada e irracional de una determinada
persona (generalmente un líder político o religioso), de un grupo o institución
(llámese partido, confesión religiosa, secta, etc.,) y, principalmente, de una doctrina.
El fanático, desde una perspectiva psicológica y del psicoanálisis, se mueve en el
umbral de lo patológico; distorsiona la realidad, la falsea, exagera los rasgos
positivos de aquello que defiende y considera negativo todo lo que se le opone. El
fanatismo es una forma de ceguera interior, un bloqueo de la mente que impide
conocer la realidad con objetividad. Es necesario aclarar que el hecho de defender
“con pasión”, o con ardor lo que se cree por convicción, no es algo negativo, sólo lo
es si esa defensa apasionada abandona el canon de la razón, dejando de lado toda
actitud crítica, propiciando la intolerancia. Las personas, indudablemente, tienen
derecho a defender “con pasión” sus principios o creencias, a lo que no tienen
derecho es a “ser irracionales” e intolerantes.
El fanatismo se presenta, fundamentalmente, en el ámbito de lo político y de lo
religioso. En el ámbito político conlleva a una visión dogmática y sectaria de una
doctrina o proyecto político, unido a la firme voluntad de imponer su ideología. Este
fanatismo político está muy presente en regímenes fascistas y totalitarios, sean de
derechas o de izquierdas. Los que participan de la ideología partidaria (o de grupo),
tienen la tendencia a creerse los únicos poseedores de la verdad y caen fácilmente
en la incomprensión e intolerancia, lo cual puede conllevar a la persecución y hasta
la eliminación de los que consideran sus opositores. En la historia política tenemos
numerosos ejemplos de caudillos que han arrastrado tras de sí a muchos seguidores
que confiaron ciegamente en sus ideas. Los defensores de sistemas totalitarios no
admiten la crítica, tampoco se hacen autocrítica, y ninguna postura disidente está
permitida.
En el ámbito religioso la posibilidad del fanatismo es mayor, pues la religión tiene
que ver con el destino final del hombre y la felicidad, a diferencia de la política que
se reduce a un proyecto puramente intramundano. Toda religión provee de
respuestas sobre el sentido de la vida y de la muerte, así como de la esperanza
ultraterrena. Por otra parte, todo aquél que profesa una determinada fe o creencia
religiosa considera, indudablemente, que su religión es verdadera o que, al menos,
es la que propone un camino más seguro y adecuado para alcanzar la salvación. El
sentimiento de identidad y pertenencia a un grupo o confesión religiosa es natural en
tanto no se convierta en una actitud irracional. Cuando el creyente se llega a auto
convencer que su religión es la única verdadera y que todas las demás están en el
error, entonces estamos en la vía del fanatismo.
Se parte del principio según el cual Dios, por definición, no puede engañarse ni
engañar, en consecuencia: lo que Él transmite en su revelación tiene que ser verdad
y no es posible ponerla en tela de juicio, sólo cabe acatarla. Esa verdad religiosa
viene a través de sus mensajeros, intermediarios o profetas, y está contenida en
libros considerados como sagrados (Biblia, Corán, etc.,). En principio este modo de
argumentar se presenta como válido; pero, el problema práctico consiste en saber
discernir ¿Cuándo algo que se nos propone como verdad proveniente de Dios
efectivamente lo es? ¿Cómo saber, en casos específicos, cuál es la voluntad de
Dios? También en el mismo Cristianismo se han presentado serias dificultades, por
ejemplo, al momento de discernir cuándo algo (determinada práctica, tradición o
concepción) responde a una cuestión meramente cultural o pertenece (explícita o
implícitamente) al contenido de la revelación divina. En la práctica, las relaciones
entre fe y cultura siempre han sido complejas, y ha llevado a malos entendidos. En el
pasado no han faltado misioneros que en nombre del evangelio han pretendido
imponer su propia cultura y tradiciones. Es cierto que el Evangelio debe encarnarse
en las culturas (inculturación), pero también se distingue de cualquier cultura en
particular.
El que combate en una “Guerra Santa”, por ejemplo, estará totalmente convencido
(poseerá certeza interior) que Dios le pide eso, incluso que mate a los considerados
como “infieles” o enemigos de su religión; nos encontramos ante lo se suele llamar,
en algunos casos, una conciencia invenciblemente errónea. Algo semejante ocurrió
en el pasado en las religiones que practicaron sacrificios humanos, inmolando
incluso a sus primogénitos para complacer o aplacar la ira de sus dioses. La falsa
conciencia religiosa puede llevar a torturar y hasta “matar en nombre de Dios”.
Encontramos en la historia de las religiones prácticas aberrantes que,
definitivamente, no pueden ser expresión de la voluntad de Dios, sino consecuencia
de una fatal “conciencia errónea”. No se puede llevar a la práctica el falso principio
asociado al fideísmo: “Credo quia absurdum” (“Creo porque es absurdo”). El acto de
fe, aunque se funde en la autoridad de Dios, no es renuncia a la razón, aun
reconociendo los límites de la misma. El creyente está llamado también a dar
razones de su fe y esperanza a quien le pida explicaciones (Cf., 1Pe 3, 15). Confiar
en la autoridad de Dios no nos exime del esfuerzo reflexivo, del discernimiento.
Los fanáticos suelen ser, muchas veces, personas inseguras con sentimientos de
inferioridad. El fanático busca compensar su necesidad existencial de seguridad,
puesto que no es capaz de manejar la incertidumbre, le resulta imposible vivir lleno
de dudas; tiene, por otra parte, una especie de “pereza intelectual” para escrutar la
verdad, bajo el pretexto de que confía en la “autoridad de Dios” o de sus líderes; por
ello es fácilmente captado por quienes le ofrecen la respuesta a todas sus dudas e
interrogantes, con mayor razón si le dicen que esas respuestas provienen de Dios a
través de sus mensajeros. Esto explica también la existencia de grupos
fundamentalistas que dicen profesar una fe religiosa, como por ejemplo la rama
radical del Islam Suní que pretenden expandir el llamado Estado Islámico (EI), esos
grupos radicales desatan una “Guerra santa” con atentados terroristas; para ellos
“morir por la causa de Dios” (que en muchos casos resulta ser la “causa de un líder
desquiciado”) es algo deseado y buscado, pues están absolutamente convencidos
que si mueren en esas circunstancias tienen asegurado el paraíso. Desde luego, el
fanatismo intolerante puede venir de diversos lados, también del mundo occidental.
Nos encontramos ante personas que han renunciado a toda crítica de sus
postulados religiosos, tienen la certeza interior de estar en posesión de la verdad
absoluta, y están dispuestos a morir por eso. En ese caso la religión se ha
convertido en una ideología generadora de una “falsa conciencia” o “conciencia
alienada”. La respuesta puramente militar por parte de los países afectados con los
atentados terroristas, como los bombardeos, no es eficaz por sí misma, resulta
totalmente inadecuada, pues las armas no sirven para combatir las ideologías, ni
para aplacar los anhelos de justicia. Las ideas no se exterminan eliminando a
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quienes las poseen, aun cuando se pretenda justificar un nuevo holocausto o
genocidio.
Tengamos presente que certeza no es sinónimo de verdad. La certeza es propia del
sujeto, es una actitud, un estado de la mente según el cual tenemos la seguridad de
algo y, como tal, puede ser una “falsa certeza” cuando no se corresponde con la
verdad y la realidad. La verdad y el error se producen al momento de afirmar o negar
algo. Si lo que afirmamos se corresponde con la realidad entonces decimos que hay
verdad (verdad como afirmación) y si no se corresponde entonces decimos que es
falso. Como ya lo hacía ver el mismo Aristóteles: hay verdad cuando afirmamos que
algo es y efectivamente es o que no es y efectivamente no es (verdad del juicio). Lo
ideal es que tengamos certezas fundadas en la verdad real. La historia demuestra
que con frecuencia los hombres han vivido de certezas que luego se demuestran
como falsas; y, esto sucede en todos los ámbitos del conocimiento. De ahí que
nuestras certezas deban ser sometidas a algún tipo de control (además del canon de
la razón). Un antídoto contra los fanatismos es cultivar el espíritu crítico de nuestras
propias convicciones y saberes; así mismo, una buena dosis de duda metódica
resulta siempre muy saludable.
El problema de las relaciones entre fe y razón sigue siempre vigente. Los católicos
sostenemos que la razón y la fe se distinguen, pero eso no significa que están en
oposición. Razón y fe, finalmente, tienen un mismo origen. El Papa Juan Pablo II, en la
Encíclica “Fides et Ratio” (“La Fe y la Razón”, 14 de septiembre de 1998), ha señalado
con meridiana claridad la relación entre ambas. Allí se nos dice, de entrada, que “La fe
y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se
eleva hacia la contemplación de la verdad”. No puede haber contraposición entre fe y
razón sino complementariedad, lo cual es expresado en la antigua máxima: “Fides
quarens intelectum, intelectus quarens fidem” (“La fe busca ser inteligida, y el intelecto
busca la fe”), o en palabras de San Agustín: “Credo ut intellegam, intellego ut
credam” (“Creo para entender, y entiendo para creer”). Dios no puede pedirnos algo
absurdo o contradictorio, o que anulemos nuestra razón para creer, porque eso sería
negar nuestra propia condición humana como seres inteligentes.
La fe no puede ser nunca contraria a la verdad. De ahí que, como bien señala el
Papa Francisco, escrutar la realidad en toda su riqueza nos lleva a encontrarnos con
la verdad, que es fuente de unidad para todos los hombres; “la fe ensancha los
horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios
de la ciencia” (Lumen Fidei, 34). En ese sentido - dice el Papa - “la fe despierta el
sentido crítico”, llevando al científico a ir más allá de sus propias fórmulas e hipótesis
de trabajo, pues la realidad no puede reducirse a las posibilidades del conocimiento
científico; así mismo, no se puede hacer teología sin fe, pero tampoco al margen de
la razón y de una actitud crítica. Cuando la religión pierde el sentido autocrítico
entonces se cae en el fanatismo e intolerancia religiosa. Por otra parte, también el
hombre de fe tiene que aprender a lidiar con la incertidumbre, con las dudas, como
dice el Papa Francisco: El creyente debe tener presente que “La luz de la fe no
disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en
la noche, y esto basta para caminar” (Lumen Fidei, N.° 57).
En el ámbito religioso no se trata de dudar de la autoridad de Dios sino que, en
ciertas circunstancias, hay que tener una actitud crítica ante quienes dicen obrar con
“la autoridad de Dios” o ser sus portavoces. La obediencia ciega e irracional a los
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líderes religiosos puede resultar sumamente peligrosa. El problema aquí no consiste
poner en duda la revelación divina y los designios de Dios, sino en identificar que tal
o cual cosa sea realmente un “designio de Dios” o expresión de su voluntad.
¿Cómo evitar caer en el fanatismo religioso? El asunto pasa por la educación, por el
cultivo de capacidades fundamentales tales como el “pensamiento crítico”, el
“pensamiento complejo y sistémico” y el “manejo de la incertidumbre”. El
pensamiento crítico es un antídoto contra los fundamentalismos e irracionalismo de
todo tipo. El que ha desarrollado el pensamiento crítico tiene la capacidad de
cuestionar, poner en duda (duda metódica) lo que se presenta como verdad
incuestionable. Es cierto también que no podemos tener una excesiva confianza en
la razón, como en la época de la Ilustración, pues la razón tiene sus propios límites.
Ya el filósofo E. Kant nos ha hecho ver los límites de la razón pura. Es necesario
también saber delimitar los diversos campos del conocimiento (el ámbito de la
ciencia, la filosofía y la religión) con sus propios objetos de estudio y métodos.
Con respecto al “manejo de la incertidumbre” es necesario, como decía Edgar Morin,
enseñar estrategias que permitan afrontar los riesgos, lo inesperado (aprender a
“esperar lo inesperado”), lo incierto; aprender a lidiar con la incertidumbre: “Es
necesario aprender a navegar en un océano de incertidumbres a través de
archipiélagos de certeza” (MORIN, E.: Los siete saberes necesarios para la
educación del futuro. UNESCO, París 1999). Hay que tener presente que el
conocimiento humano está siempre amenazado por el error y la ilusión. Es necesario
abandonar los conceptos deterministas de la historia. “Es imperativo que todos
aquellos que tienen la carga de la educación estén a la vanguardia con la
incertidumbre de nuestros tiempos”(Ibid.,). El hombre – nos dice E. Morin-, está
enfrentado a la incertidumbre por todos lados. “Hay que aprender a enfrentar la
incertidumbre puesto que vivimos en una época cambiante, donde los valores son
ambivalentes, donde todo está ligado” (Ibid.). De ahí también la necesidad de
desarrollar el pensamiento complejo y sistémico.
De muy pocas cosas en la vida puede el hombre tener certezas absolutas o
indubitables. Descartes, maestro de la duda metódica, pretendió sentar las bases de
todo su sistema filosófico sobre la base de lo que consideraba una certeza
indubitable, su célebre “Cógito, ergo sum” (“Pienso, luego existo”), pero le fue
imposible escapar al enclaustramiento del sujeto pensante y terminó sentando las
bases del idealismo posterior. Una de esas pocas certezas indubitables y
demostrables es la finitud de nuestra existencia terrena, la certeza de nuestra propia
muerte. Sólo la religión puede proporcionar alguna respuesta coherente sobre el
sentido de la vida y de la muerte y, en general, de la esperanza. La pregunta
kantiana “¿Qué nos cabe esperar?” sólo puede ser respondida desde la religión, la
misma que presupone la fe.
Nos enfrentamos ante lo incierto del futuro, de ahí que, desde los tiempos más
remotos, siempre ha habido personas que pretenden anticiparse al futuro,
“desvelarlo” (quitar el velo de lo que supuestamente está oculto) a través de
prácticas adivinatorias, consulta a oráculos, videntes, astrólogos, hechiceros, etc.;
pero esa actitud parte del falso presupuesto de que existe un futuro hecho o escrito,
el mismo que los mortales están obligados a cumplir; se trata de una visión fatalista,
negadora de la libertad, pues, en esa hipótesis, hagamos lo que hagamos no
podemos escapar de ese futuro, como la tragedia griega de Edipo rey. El hombre
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busca algún tipo de seguridad ante el futuro, pero el futuro no existe, todavía no es,
o existe como mera proyección del presente. El hombre no tiene un destino
determinado de antemano; Dios no ha predestinado a nadie a la condenación. El
hombre tiene que aprender a convivir con la incertidumbre, prepararse para lo
inesperado.
Es necesario también, para prevenir el fanatismo, cultivar valores fundamentales
tales como el respeto y la tolerancia. El respeto presupone el reconocimiento del otro
como persona y, si somos creyentes, miramos en el otro el rostro de Dios que nos
interpela. Sin ese reconocimiento del otro en su real dignidad, como hijo de Dios y
hermano nuestro, resulta muy difícil (y hasta imposible) construir una sociedad
democrática donde el recurso a la guerra se destierre definitivamente. La guerra,
como decía E. Levinas, supone el fracaso de la ética, la hace ineficaz. La guerra es
una consecuencia de considerar al otro no como el prójimo al que hay debemos
amar, sino como un enemigo que debe ser eliminado. Es necesario, por otra parte,
superar posturas etnocentristas y ególatras, “etnocentrismo y egocentrismo nutren
las xenofobias y racismos hasta el punto de llegar a quitarle al extranjero su calidad
de humano” (E. Morin, O. Cit.,). La incomprensión del otro produce embrutecimiento;
es necesario cultivar la ética de la comprensión para poder convivir con los
demás. “La ética de la comprensión pide argumentar y refutar en vez de excomulgar
y anatemizar” (Ibid.,).
Resulta blasfemo afirmar, en nombre de Dios, que hay que eliminar al que se lo
considera como hereje, infiel o enemigo de la religión. El respeto conlleva a la
tolerancia. Sin respecto no puede haber tolerancia. La tolerancia, desde luego, no es
ajena a la verdad, no es sinónimo de indiferencia. La tolerancia no es simplemente
dejar que el otro se exprese con un pensamiento diverso, no es solamente
resistirnos a la tentación de eliminarlo, sino de acercarnos a él, al que piensa distinto
de nosotros, superando los obstáculos de la incomprensión; es reconocer que la
diversidad no es una problema sino una oportunidad para enriquecernos
mutuamente y contribuir a la construcción de una sociedad abierta, inclusiva,
democrática, justa y solidaria. La tolerancia no es sólo a las ideas de un individuo, es
sobre todo tolerancia a la diversidad cultural, es comprensión entre pueblos diversos,
creencias distintas. La religión, finalmente, no puede ser motivo de guerras y
exclusiones sino, por el contrario, tiene que permitirnos acercarnos al otro, tiene que
ser factor de unidad y de paz.
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