Basilio Un hombre con una radio en su cabeza

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Basilio
Un hombre con una radio en su cabeza
Daniel Flichtentre
Hacía más de cinco años que Basilio estaba internado en el instituto neuropsiquiátrico cuando yo
empecé a trabajar allí. Deambulaba de un lado a otro durante horas. Con pasos cortos pero
veloces, arrastrando los pies. El ruido de sus zapatos sobre el piso se le adelantaba a través de los
pasillos por los que caminaba sosteniendo siempre una pequeña radio pegada a su oreja. Alguien
lo había abandonado un domingo de Agosto en la puerta de la guardia varios años antes de que yo
lo conociera. Lo encontraron parado con una bolsa de residuos en una mano y la radio en la otra
tiritando de frío. Se quedó en la vereda sin animarse a entrar ni a irse hacia ninguna otra parte.
Pasaron más de dos horas hasta que las enfermeras –que lo miraban desde la ventana- lo hicieron
pasar. Su equipaje consistía en una muda de ropa vieja y la pequeña Spica cubierta por una funda
de cuerina marrón repleta de agujeros y manchas oscuras. Alguien había le adherido su
documento de identidad al bolsillo con un alfiler de gancho junto con la lista de los medicamentos
que tomaba.
Hablaba en una lengua incomprensible. Un idioma hecho de palabras sueltas que dejaba para
quien lo escuchara la tarea de organizarlas hasta encontrarles sentido. Me decía: “No ….. pilas
…radio, ¿…vos?” mirándome como si se tratara de la frase más clara del mundo. Tardé varios
meses en entenderlo y en acostumbrarme a la cadencia áspera y disonante de los sonidos que
producía.
Atrapado dentro de sí mismo, la radio lo defendía de los horrores del silencio y de sus
enloquecidas voces interiores. Cantaba o balbuceaba, se enojaba o se reía, siempre en respuesta a
lo que escuchaba o creía escuchar en la radio. Gesticulaba agitando su única mano libre. Se
golpeaba la frente y la cabeza que se sacudía como si estuviese sostenida por un resorte. Siempre
solo. No conocíamos su edad pero parecía rondar los cuarenta años. El cabello rapado y la cara
afeitada al ras. Cada mañana pasaba más de una hora concentrado sobre un pedazo de espejo
roto de forma triangular que apoyaba sobre la pared. La maquinita de afeitar iba desnudando
surcos de piel que aparecían entre la espuma blanca que le cubría la cara siempre en el mismo
orden. Después se lavaba con agua y jabón, volvía a esparcir la espuma y repetía el ciclo al menos
tres veces. Siempre igual, idéntico. Vestía una especie de mameluco de carpintero azul que se
ocupaba en mantener impecable lavándolo todos los días. Se sentaba en calzoncillos sobre una
enorme maceta de aricilla color terracota que alguna vez habría tenido flores hasta que el
mameluco se secaba sostenido por dos broches de madera y agitado por el viento desde la cornisa
de la terraza. En invierno se cubría con una frazada mientras esperaba bajo el tímido sol de la
mañana. Si llovía lo colgaba sobre las hornallas de la cocina. Vigilaba que el fuego no lo quemara
balanceándolo con un palo sentado a poca distancia.
A veces me detenía para observar a Basilio deambular por los pasillos sin ir hacia ninguna parte
pero respetando siempre el mismo circuito. Algo semejante a los movimientos que ejecutaba,
como una partitura de la que él era prisionero, cuando se afeitaba. Me concentraba en el
movimiento de sus pies y en cierta rigidez que el mínimo balanceo de los brazos no lograba
disimular. Es difícil de transmitir la idea que me aparecía en esos momentos mientras analizaba las
relaciones entre cada uno de los movimientos de su cuerpo. Había una torpeza que daba al
conjunto un aspecto que evocaba a una máquina, a un robot articuladotorpemente y sin
elegancia. Estaba convencido de que el trastorno motor era una prueba de que lo que sucedía en
la mente y lo que observaba en el cuerpo de Basilio obedecían a la misma causa. Algo, en su
cerebro, alteraba sus pensamientos y sus funciones cognitivas al mismo tiempo que perturbaba su
capacidad para desplazarse tanto como la coordinación de lo que ocurría en una parte de su
cuerpo con lo que sucedía en otra.
Durante sus primeros días en el instituto algunos enfermos más antiguos que lo amenazaron
varias veces con quitarle la radio en tono de broma. En cuanto Basilio advertía sus intenciones se
paraba frente a ellos y los miraba furioso. Se transformaba. Nadie podría decir por qué, pero todos
comprendían de inmediato que con ese tema no se podía bromear. Sus compañeros bajaban los
brazos y le mostraban sus manos vacías en señal de que no tenían intenciones de agredirlo. Se
miraban entre sí, incrédulos de que la persona tan pacífica y cordial que conocían fuese la misma
que ahora los enfrentaba sin necesidad de pronunciar ni una sola palabra.
El acceso al instituto era un largo camino de tierra que empezaba en un portón de hierro típico de
una estancia del siglo pasado al borde la ruta. Desde un puesto de guardia se manejaba una
barrera que controlaba quien ingresaba o salía del lugar. Unos mil metros más adelante, siempre
rodeado por un denso monte de árboles, el camino terminaba en una rotonda de unos cuarenta
metros de diámetro cubierta por malezas desprolijas y algunas cañas tacuara. Basilio recorría ese
camino en una y en otra dirección varias veces al día. Sus caminatas terminaban dando una
interminable serie de vueltas alrededor de la rotonda. Mientras lo hacía hablaba con las voces que
salían desde la radio. A veces alguna música lo hacían detenerse. Se sentaba sobre la tierra con las
piernas recogidas y parecía emocionarse con el sonido. No es que fueran visibles muchos indicios
de lo que sentía. Pero había ciertos sonidos que lo hacían romper la reverberación de sus
conductas repetitivas. Entonces su comportamiento estereotipado parecía detenerse y algo que
aquella música le provocaba lo sumía en una actitud contemplativa muy diferente de su incesante
movimiento. Varias veces me senté a su lado cuando advertía esa situación. Basilio ni siquiera
registraba mi presencia. Parecía abstraído y ausente. Noté que las canciones que escuchaba
cuando se producían aquellos cambios eran siempre fados u otras del folklore portugués.
Situaciones como ésta me hacían pensar que aún existía alguna actividad mental en Basilio. Un
residuo desorganizado y agónico de lo que alguna vez habría sido su vida, su historia. Por debajo
de sus actos absurdos y sus déficits manifiestos yo podía reconocer que algunos estímulos
despertaban los deshilachados jirones de la persona que había sido. La imposibilidad de recordar
las cosas más íntimas, excepto durante los pocos instantes en que algo las rescataba desde algún
sótano de su memoria, le impedían a Basilio saber quién era, pero también saber quién quería ser.
Desprovisto de aquellas señales durante su vida cotidiana no tenía otra alternativa más que hacer
de sus días una monótona repetición de conductas automáticas que no conocían más tiempo que
el presente ni otro proyecto que lo inmediato. Sin registro del pasado tenía vedada la idea de
futuro. Me pareció que la respuesta que había observado cuando sonaba aquella música podría
tener algún valor. Tal vez me permitiese encontrar una vía de acceso a sus emociones más
antiguas, a sus recuerdos. Su apellido era Rocha lo que estimulaba mis asociaciones entre su
posible origen en una familia de inmigrantes portugueses y la conducta que observaba cuando
sonaba la música de ese país.
****
En aquella época yo estaba apasionado por las historias que me contaban los pacientes. Pocos
años más tarde perdí aquella aptitud para escuchar sin hacer un diagnóstico. El entrenamiento
profesional se apoderó de mí hasta impedirme volver a sentir aquella fascinación por sus relatos.
Desde entonces he adquirido la aptitud para entender y clasificar lo que me dicen pero nunca he
dejado de añorar el momento en que todavía era capaz de internarme conmovido en aquellos
pequeños mundos tan alejados de la razón. Siempre que me resultaba posible incitaba a los
enfermos para que me contaran sus historias. Procuraba escucharlos sin cuestionar su
verosimilitud. Me abandonaba a sus fantasías sin la obligación de formarme sobre ellas más juicio
que el del placer que me producía escucharlas. Pasaba muchas horas conversando con algunos de
ellos mientras Basilio me seguía de cerca. Otras veces me encerraba en el cuarto de médicos a
estudiar, él se acercaba, me pedía permiso con la mirada para acompañarme mientras yo leía y
tomaba apuntes. Nunca me decía una palabra pero los dos nos sentíamos bien sabiendo que el
otro estaba allí. Yo le convidaba mate y bizcochitos. Él vigilaba que nadie hiciera ruido en las salas
vecinas mientras yo estudiaba. Cuando alguien lo hacía, Basilio salía a toda velocidad y, con gestos
enfáticos y sonidos guturales, lo obligaba a retirarse del lugar.
Pasaba dos días por semana en el instituto. Lo que comenzó siendo un modo de solventar los
gastos durante mi época de formación como especialista se fue convirtiendo poco a poco en un
momento que esperaba con ansiedad. Contaba las horas que me faltaban para volver. La noche
anterior preparaba mi bolso con los libros que esperaba leer durante las largas noches de guardia
y varios paquetes con pilas para la radio de Basilio. Algo extraño me sucedía en ese lugar. Podía
leer durante horas y escribir hasta que el sol se asomaba detrás de la ventana de la habitación. El
silencio era tan intenso durante la madrugada que a veces creía percibir el sonido de mis propios
latidos. No era raro que se escucharan las voces de algunos enfermos que deliraban o que tenían
alucinaciones. Cuando algún paciente se excitaba sus gritos me guiaban en la penumbra hasta su
cama. Al llegar, Basilio ya estaba allí esperándome. Se quedaba cerca observando lo que hacía
para calmarlo. Volvíamos juntos a la habitación. Nos quedábamos durante un largo rato mirando
la noche a través de la ventana. Un zumbido que se repetía a intervalos regulares delataba el vuelo
rasante de los murciélagos entre las copas de los árboles. Basilio los señalaba con el dedo, los
seguía con la mirada dando gritos contenidos y saltitos de alegría aunque yo nunca logré ver nada.
Ni siquiera estoy seguro de que él lo hiciera.
Escribía desde la adolescencia pero no encontraba a nadie que leyera mis textos. El mundo en el
que vivía no tenía a la literatura como una de sus prioridades. Basilio, que me veía escribir durante
horas, tomaba las hojas y las ponía en mis manos haciendo gestos animándome para que le leyera
en voz alta. Se sentaba sobre la cama con la radio apoyada en la oreja pero con su mirada atenta a
los movimientos de mi boca. Estoy seguro de que él seguía las historias. A veces lograba registrar
una desmedida apertura de sus párpados o la forma en que se mordía el labio inferior en los
momentos de mayor tensión. Parecía disfrutarlo. Si hacía una pausa para poner a prueba su
atención, él se enojaba y me obligaba a seguir leyendo. Más de una vez tuve que confesarle que el
relato estaba inconcluso. Entonces me empujaba hasta el escritorio y se sentaba a esperar que
escribiera para poder conocer cómo continuaba la historia interrumpida.
Comencé a escribir sólo para él. Algunas veces apuraba la escritura para llegar al día de la guardia
con algo que pudiera leerle. Los textos eran inmaduros, despulidos y urgentes. No había tiempo
para corregir o para rectificar el rumbo una vez que la historia estaba lanzada. Empecé a no poder
estudiar ni hacer ninguna otra cosa mientras esperaba con ansiedad el momento en que los pasos
de Basilio me anunciaran su llegada resonando por el corredor. Por primera vez tenía a alguien
que se interesaba por lo que yo escribía. Algo en lo que nunca había pensado. La satisfacción que
me ocasionaba leerle mis trabajos era incluso superior a la que sentía al escribirlos. Basilio, un
hombre casi privado de lenguaje y que ni siquiera sabía leer, se había convertido en mi primer
lector. Experimenté una excitación intensa y desconocida. Una felicidad que no tenía prevista y
que me confirmaba que lo que verdaderamente deseaba era escribir. Nunca volví a sentir aquella
sensación que me hacía leer atento a los más mínimos gestos de Basilio. A los sutiles cambios de
su postura. A la tensión de sus manos que se apretaban entre sí o frotaban sus muslos cuando
esperaba un desenlace que el relato demoraba.
Todas las semanas intentaba que tuviésemos una verdadera entrevista médica. Nos sentábamos
en el consultorio separados por un escritorio de madera tan deteriorado que se movía apenas la
tocábamos. Alguien había dejado debajo de una de sus patas un ejemplar del Antiguo Testamento
encuadernado en cuero azul. Basilio lo miraba cada vez que llegaba. Me miraba a mí, sorprendido,
interrogándome acerca de cómo un libro podía estar en un lugar como ése. Se agachaba y me lo
entregaba conmovido como si acabara de rescatar a un niño de las aguas de un río. Limpiaba la
cubierta con la manga de la camisa y soplaba el polvo de las páginas. Estoy seguro de que no lo
hacía porque se tratara de un texto religioso -no sabía leer- y el libro estaba carcomido por el
tiempo y por el agua hasta convertirse en un montón de papel húmedo e irreconocible. Era un
homenaje. Él había percibido mi amor por los libros y suponía que de ese modo hacía algo que yo
hubiera querido hacer. Se lo agradecía, yo también lo frotaba contra mi ropa para limpiarlo y lo
guardaba en uno de los cajones. Pero la mucama volvía a colocarlo bajo la pata del escritorio con
lo que esta ceremonia terminó por convertirse en una rutina semanal. Después le servía un vaso
de agua fría y le regalaba caramelos de leche que le gustaban mucho y que yo robaba
sistemáticamente de la oficina del director.
-Basilio, contame cómo estás. Me miraba, imperturbable, con la radio apoyada en su cabeza. ¿Escuchás voces? ¿qué te dicen? No reaccionaba ante ninguna de mis propuestas. Ajeno a mis
esfuerzos susurraba cosas que yo no podía comprender. -Ahora te voy a mostrar unos dibujos y
vos tenés que decirme qué ves. Eso lo entusiasmaba más que conversar. Acercaba la silla al
escritorio -siempre con la radio sobre su oreja- y observaba como mezclaba las tarjetas de
cartulina como si fueran naipes. –Elegí una, la que quieras. Basilio dudaba. Estiraba la mano y
tomaba una de las tarjetas que apoyaba sobre la mesa. Eran dibujos sencillos con siluetas de
animales u objetos comunes. Si había seleccionado un elefante dibujado con trazos infantiles
sobre una cartulina sucia con marcas de dedos, yo le preguntaba: -¿Qué es esto Basilio? Entonces
se llevaba la mano libre a los labios y pensaba durante algunos segundos. -¡Perro! Exclamaba y
daba saltitos de alegría sobre la silla. Siempre respondía perro o gato no importaba de qué animal
se tratara. Si eran objetos contestaba casa o silla aunque le mostrara mesas, autos o aviones. Todo
me hacía pensar que padecía una forma grave de demencia fronto-temporal. Siempre intentaba
alcanzar algún grado de acercamiento personal con él. Algo que, como la música, me abriera las
puertas de su memoria y de sus emociones más antiguas. Aquellas que la enfermedad aún no
había logrado desorganizar. Pero nunca pude lograrlo. –Basilio, ¿hay algo que te preocupe, que te
asuste y que quieras decirme? Entonces volvía a quedarse callado. Cuando su silencio me
resultaba intolerable, me ponía de pie. Basilio daba por finalizada la sesión. Se levantaba y
comenzaba a caminar hacia atrás haciéndome reverencias. Nunca supe qué me agradecía.
Recordé el efecto que la música portuguesa le producía a Basilio. Pensé que tal vez podría ser un
recurso para acercarme a él. Una paciente muy anciana, a quien conocía desde hacía muchos
años, me había regalado alguna vez un CD que había guardado en un cajón sin haber escuchado
jamás. La semana siguiente lo busqué, la puse en el bolso antes de salir hacia el instituto. Muy
tarde, cuando todos dormían y yo me disponía a escribir en la habitación puse el disco que iba a
escuchar por primera vez. Una voz de mujer quebró el silencio de la noche. La acompañaban unas
guitarras rítmicas. La música era un lamento desgarrador y melancólico cantado en una lengua con
una sonoridad que estremecía. La música me acorraló contra la silla. No pude hacer nada más
hasta que las canciones finalizaron. Me levanté conmovido para leer en la etiqueta el nombre de
aquella mujer. Se llamaba Amalia Rodrigues. Retuve la caja del disco en mis manos mientras lo
ponía nuevamente. Necesitaba volver a vivir esa experiencia que me había emocionado tanto.
Mientras volvía hacia la silla descubrí a Basilio sentado en el suelo con las piernas recogidas tal
como lo había visto tantas veces en la rotonda de ingreso al instituto. Nunca supe en qué
momento había entrado a la habitación. Me resultó algo natural y no tuve ninguna curiosidad por
averiguarlo. Hice sonar la música y me senté a su lado. Repetí esa operación tres o cuatro veces en
las que escuchamos las doce canciones completas. No nos dijimos nada. Desde aquella noche
supimos que nos unía algo que su lenguaje destrozado ya no podía nombrar pero que mi jerga
arrogante y universitaria ni siquiera me permitía imaginar. Tardé muchos años en conocer la
explicación minuciosa que la ciencia tenía para aquellos fenómenos. Pero creo que fue aquella
noche cuando de verdad lo aprendí. Pude sentir lo que sucedía en mi cuerpo perplejo y en la
presencia muda de Basilio a pocos centímetros de distancia mucho tiempo antes de que los libros
se ocuparan en explicármelo. Pensaba frecuentemente en el efecto que el fado le producía a
Basilio. Me gustaba creer que aquella música eran sus “magdalenas de Proust”.
Manuela, la enfermera del pabellón, era una mujer morocha, obesa, con rasgos indígenas, a quien
yo quería mucho. Algunas tardes tomábamos mate y conversábamos en la cocina. Ella me ponía al
tanto de las novedades del instituto. Estaba preocupada porque se anunciaba la llegada de un
nuevo director ante la inminente jubilación del anterior. Los cambios la asustaban ya que su
familia dependía de su escaso salario y de los trabajitos que hacía en su barrio dando inyecciones,
tomando la presión o asistiendo a personas postradas o convalecientes. Yo conocía la historia de
Basilio por su relato. Fue ella quien me contó que las asistentes sociales habían podido averiguar
que tenía una hija. La habían citado muchas veces hasta que sus reiteradas falsas promesas de
venir al instituto desalentaron la iniciativa de traerla para que visitara a su padre. Durante muchos
días me quedé pensando en aquella joven y en lo que sentiría por Basilio. Pero me intrigaba más
averiguar lo que él podría sentir él por su hija. Era posible que los recuerdos más intensos de su
vida anterior, aquellos íntimamente ligados a las emociones más básicas, estuvieran preservados
en algún lugar de su cerebro al que la enfermedad todavía no hubiese afectado.
Pensaba que Basilio necesitaba hacerse algunos estudios cerebrales. El instituto no contaba con
los medios para hacerlo y mis reiterados pedidos de que se lo trasladara a otro hospital para
realizarlos fueron siempre desoídos. Sabía que conocer el estado de su cerebro era algo que no
podría modificar su pronóstico. Pero sentía que debíamos darle esa oportunidad. La mayoría de
mis compañeros eran psicoanalistas. La sola mención de la palabra “cerebro” les erizaba la piel.
Mónica, una de las psicólogas con la que mantenía una relación crispada por violentas discusiones
era, sin embargo, alguien con quien también habíamos establecido un extraño vínculo. Era una
mujer bella de unos treinta años. Descendiente de una familia de origen árabe, con ojos y cabellos
de un color negro tan intenso como nunca he vuelto a ver. Habíamos acordado no hablar jamás de
nuestras vidas personales fuera del instituto. Compartíamos un espacio y un tiempo privado,
aislado de todo lo demás. A los dos nos convenía ese acuerdo. Nos protegía de nuestros propios
juicios y del remordimiento por lo que hacíamos. Necesitábamos separar a ese lugar del resto de
nuestras vidas. Construirnos una isla secreta donde no nos alcanzaran las reglas que
transgredíamos con tanto placer. Creo que fue un buen trato. Era apasionada y verborrágica.
Sentía un desprecio extraordinario por los médicos y la medicina. Nos irritaban mutuamente
nuestras diferencias de marcos teóricos. Éramos intolerantes y agresivos en la controversia. En esa
época yo todavía pensaba que podía aprender algo de personas como ella. Hacía esfuerzos por
comprender sus delirios sistemáticos. No discutíamos, peleábamos. Pero sentíamos una atracción
que nos electrizaba el cuerpo. Una fuerza primitiva a la que no podíamos sustraernos. Nuestras
disputas siempre terminaban en la cama.
No tardé mucho en comprender que una disciplina tan encerrada en sí misma no quería enseñar
nada porque no tenía nada que enseñar. Todo se reducía a un dialecto de secta actuado con la
arrogancia de los ignorantes. Un repertorio de fundamentos sui generis que se aplicaban a
cualquier cosa y que no admitían que se los sometiera a prueba o que se los cuestionara. Una
religión disfrazada de pseudociencia. Entonces me abandoné a sus caderas y dejé de esforzarme
por aprender de ella lo que no podía ni quería enseñarme.
Una madrugada, desnudos sobre la cama, le conté lo que me ocurría con Basilio. Le confesé que
quería sacarlo a escondidas del Instituto para llevarlo hasta otro lugar donde pudiese hacerle
algunos estudios. Le dije que no animarme a hacerlo me hacía sentir culpable y traidor. Le pedí
que me ayudara. Ella se rio a carcajadas. Me gustaba ver el modo en que sus tetas se sacudían
durante los espasmos de risa y la expresión incrédula con que escuchaba mi propuesta. -¿Una
tomografía del cerebro a “Radiohead”?- me decía a punto de ahogarse con su propia risa. -¿Cómo
podés ser tan boludo?- Le gustaba llamar a Basilio “Radiohead” por su manía de llevar la radio
pegada a la cabeza y porque era precisamente ese grupo de rock el que escuchábamos juntos
desde nuestro primer encuentro. Tal vez haya sido la devoción por aquella música dramática una
de las pocas coincidencias entre nosotros. De pronto se subió a horcajadas sobre mi cuerpo y nos
olvidamos del cerebro de Basilio. Ella continuó riéndose durante algunos minutos hasta
transformarse en al animal salvaje que yo conocía. Antes de dormirse, agotada, de espaldas y con
la cara cubierta por el cabello estiró su mano y me acarició el cuello. –No te preocupes- me dijo.
Fue lo último que le escuché decir hasta la mañana siguiente.
****
Mónica me ayudó a sacar a Basilio una noche de manera clandestina. Los tres escuchamos música
reunidos en mi habitación hasta que no quedó nadie despierto en el Instituto. Ella abrigó a Basilio
con una bufanda de lana con los colores de Boca Juniors y una campera enorme que le había
traído desde su casa y que sospecho pertenecían a su marido. La noche era oscura y helada.
Salimos por la parte trasera del edificio atravesando a tientas la cocina. Un tufo a comida en
descomposición y el ruido de las gotas que caían desde una canilla hacia una pileta metálica nos
envolvieron por completo. Nadie hablaba. Tomados de las manos caminamos en fila tropezando
con mesadas y sillas. Reconocíamos el terreno por el tacto como si fuéramos ciegos.
Adelantábamos una mano que buscaba a tientas algún elemento que nos orientara como antenas
locas que no lograban fijar el rumbo. La luz de un farol del patio se balanceaba movida por el
viento a través de la ventana.
Basilio arrastraba los pies a toda velocidad tratando de seguir a Mónica que tiraba de su brazo
apurándolo. Sus movimientos eran torpes y rígidos como los de casi todos los pacientes que
recibían antipsicóticos en altas dosis. Llevaba la radio apoyada sobre la oreja. Abrimos la puerta
trasera. El impacto del frío sobre nuestras caras nos paralizó por un instante. Las copas de los
árboles se agitaban pero no podíamos verlas. Un rumor de hojas en movimiento nos hacía suponer
lo que sucedía en el parque que era para nosotros una mancha negra repleta de sonidos.
Mónica había estacionado su auto a unos cincuenta metros de allí. Caminamos endurecidos por el
frío pero estimulados por una extraña felicidad de niños que se escapaban para explorar los
misterios de la noche. Antes de alcanzar el auto nos rodeó una manada de perros. Podíamos ver
los círculos perfectos y brillantes de sus ojos y el resplandor intermitente de la luz del farol
recorriéndolos como una línea horizontal. Eran cuatro o tal vez cinco. Creo que esperábamos que
de un momento a otro se desatara un estruendo de ladridos. Anticipábamos las luces
encendiéndose desde las ventanas y las cabezas curiosas procurando averiguar el motivo de la
agitación de los perros. Después la llegada de la guardia anunciada por las linternas que vendrían
desde el monte de eucaliptus. Y por último, la vergüenza de encontrarnos descubiertos en plena
huida. Uno de los perros olfateó el pantalón de Basilio. Otro se paró delante de mí y emitió un
gruñido apenas audible mientras me mostraba los colmillos abriendo sólo uno de los lados su
boca. La situación era absurda pero muy atemorizante. Mónica y yo nos apretamos las manos.
Basilio se soltó. Se puso en cuclillas frente al perro que me amenazaba. Le acarició la cabeza
durante algunos segundos mientras hacía un chistido suave y repetitivo. El animal se calmó, movió
la cola y lamió su mano mientras un hilo de saliva se le escurría desde la lengua que colgaba afuera
de la boca temblando con la respiración agitada. De un salto puso sus dos patas delanteras sobre
las piernas de Basilio. Jugaron como dos buenos amigos que se encuentran por casualidad en
plena madrugada. Avanzamos. Los perros nos seguían caminando en círculos alrededor nuestro.
El auto estaba al lado de unos enormes containers verdes donde se guardaba la basura. Algunas
bolsas de plástico y papeles de diario flotaban suspendidos en el aire. Los perros se reunieron
alrededor de los restos de alimentos que se esparcían por el suelo. Se olvidaron de nosotros.
Mónica abrió la puerta y ayudó a Basilio a sentarse en el asiento de atrás. Rodeamos el auto para
abrir la puerta del acompañante. De pronto ella me empujó y me abrazó con una fuerza
desconocida. Apoyó una de sus piernas sobre el paragolpes trasero rodeando mi cintura caída
sobre el baúl con lo que me inmovilizó por completo. Me tomó de las orejas congeladas
haciéndome gritar de dolor. Me arrastró hacia ella. Nos besamos. El calor de su lengua contrastaba
con el frío de la noche. Cuando nos separamos, emitíamos un vapor espeso por la boca –¡Esto es
grandioso!- dijo antes de subirse al auto.
Le pedí a Basilio que se recostara en el asiento para evitar que lo vieran al atravesar el puesto de
guardia antes de salir hacia la ruta. El vigilante se asomó al escuchar el motor del auto. Nos
reconoció de inmediato. Me guiñó un ojo y elevó el pulgar. Fue un gesto de solidaridad masculina
ante lo que imaginaba como una escapada mía con una mujer. La ruta estaba desierta. Basilio
permaneció en silencio mirando a través de la ventanilla las sombras de la noche. Mónica propuso
que cantáramos. Le dije que prefería dormir un rato pero no me escuchó. Probó con dos o tres
canciones muy conocidas para ver si Basilio las sabía pero él negaba con la cabeza. –¡Ésta sí que la
vas a conocer!- le dijo dándose vuelta y soltando las manos del volante. Estaba excitada y eufórica.
Comenzó a cantar la marcha de San Lorenzo a los gritos. Basilio se sumó con su lenguaje hecho de
retazos de palabras pero respetando la musicalidad pese al fraseo escandido con el que hablaba.
Movía el cuerpo como si fuese un soldado marchando y se reía a carcajadas sin dejar de sostener
la radio sobre su cabeza. Me sumé casi sin proponérmelo. Al cabo de unos minutos el auto
circulaba a toda velocidad por una ruta abandonada y oscura con tres exóticos personajes que
salían –literalmente- de un hospicio y cantaban una marcha militar como si se tratase de una
verdadera nave de los locos o una nueva Armada Brancaleone.
****
Fuimos hasta el hospital donde yo trabajaba el resto de los días de la semana. Antes de ingresar
compré dos pizzas y varias botellas de cerveza que me servirían como un pasaporte capaz de
abrirnos todas las puertas. La excusa de compartir una cena una vez realizado el estudio me
garantizaba la complicidad de todos. Entramos en la sala de diagnóstico por imágenes gracias a un
amigo que tenía permitido el acceso a horas inusuales para casos de emergencia. El cuarto era
enorme y estaba iluminado con tubos fluorescentes de gran potencia. Todo era blanco y brillante
hasta herir los ojos. El tomógrafo era un cilindro enorme al que ingresaba una camilla deslizante a
través de un túnel semicircular. Desde una ventana de vidrio los operadores se comunicaban con
el paciente empleando altavoces. Tardamos más de media hora en convencer a Basilio para que
dejara la radio por algunos minutos para permitir que su cabeza pudiese ingresar en el equipo.
Tuve que quedarme durante todo el estudio a su lado para que pudiera ver que yo estaba
cuidando su radio. Le realizamos una tomografía computada encefálica procurando obtener la
mejor calidad de imágenes posible y los cortes específicos que nos dieran la información que
buscábamos. Mónica me miraba trabajar y me hablaba por el micrófono desde la sala de
comandos donde yo la había ubicado para no exponerla a las radiaciones. –¡Así que éste era tu
diván de análisis!, me gritaba mientras su voz salía a través de los parlantes amplificando el sonido
de su risa lo que producía un efecto muy extraño en ese ambiente. –¡Buscá doctor, seguí buscando
allí adentro lo que está en la historia del pobre Basilio!- Yo permanecía de pie procurando que
Basilio pudiese ver que cuidaba su radio, escuchaba a Mónica decir tonterías y reírse a todo
volumen al tiempo que intentaba mirar las imágenes del cerebro en los monitores para solicitar
nuevas posiciones si lo consideraba necesario. Sabía que era una situación grotesca pero no
encontré ninguna forma razonable de disimularla.
Una hora más tarde nos sentamos a comer pizza y a tomar cerveza con mis compañeros y
cómplices mientras discutíamos los resultados del estudio. Basilio padecía una forma muy
avanzada de demencia fronto temporal. Esta enfermedad afecta los lóbulos frontal y temporal del
cerebro que se deterioran de modo progresivo e irreversible. A medida que el proceso avanzaba
ciertas funciones se pierden para siempre. En la modalidad semántica el lenguaje se encuentra
especialmente comprometido. Las palabras pierden su capacidad de conectarse con las
representaciones mentales y, por lo tanto, de designar a los objetos. No se pueden relacionar los
conceptos con los hechos. Los enfermos sufren una profunda alteración del significado de las
palabras. No logran comprenderlas ni nombrarlas. El habla se torna desordenada, llena de
circunloquios y paráfrasis semánticas y muy repetitiva. El vocabulario se empobrece pero
conservan la sintaxis y la fonología. Se pierde también la ayuda del lenguaje no verbal que refuerza
el significado de lo que se dice. Yo estaba convencido de que Basilio tenía todos los signos de esta
enfermedad. La tomografía confirmó mis sospechas y aseguraba un pronóstico sombrío.
Volvimos al instituto antes de que las primeras luces del día aparecieran en el horizonte. Todavía
la noche era cerrada y el camino apenas se hacía visible iluminado por los faros del auto. Mónica
había tomado demasiada cerveza por lo que fui yo quien condujo. Basilio se durmió acostado en el
asiento de atrás. Ella me repetía que esa noche había sido maravillosa y que yo era un tarado que
pensaba que las personas eran cerebros con patas. No intenté responderle con argumentos. No
era capaz de comprenderlos cuando estaba sobria por lo que, confundida por el alcohol, mis
posibilidades eran nulas. Se durmió con la cabeza apoyada sobre el vidrio de la ventanilla. Estaba
bellísima. Subió las piernas al asiento y arrojo los zapatos al piso. Se acurrucó abrazando sus
rodillas. –No seas idiota – me dijo sin abrir los ojos- No puedo dormir mientras un hombre me
desnuda con la mirada. O dejás de mirarme así o me desnudás de verdad- Tenía razón. Esa noche
había sido maravillosa, yo era un idiota, y quería desnudarla de verdad.
Sin abrir los ojos estiró la mano y abrió la bragueta de mi pantalón. Me acarició durante un rato en
el que excepto su mano toda ella parecía estar dormida. –Pará, ahora mismo, al costado de la
ruta- me dijo en un tono imperativo como si algo súbito e impostergable la hubiese despertado.
Basilio dormía con la cabeza apoyada sobre la ventanilla. Roncaba con un sonido burbujeante,
sereno. –Bajá del auto- me ordenó mientras ella ya estaba afuera esperándome. Bajé.
Veía el brillo de sus ojos sobre la oscuridad de la noche del mismo modo en que unas horas antes
había visto el de los perros que nos rodeaban en el parque. Se puso de espaldas a mí inclinada
sobre el capot. Tomó mi mano y la apoyó sobre su sexo. –No voy a esperar a que lleguemos al
Instituto- dijo antes de comenzar a gemir primero y a gritar después mientras yo ingresaba en ella.
Todo era negro. Yo actuaba a tientas, ciego, como si jamás hubiese visto, como si no fuera
necesario. Concentrado en el tacto, el olor y los sonidos. Mónica gritaba. Me decía que lo iba a
seguir haciendo hasta que salieran de su pecho todos los alaridos que nos habíamos tragado para
no despertar a nadie durante nuestras noches en el Instituto. Yo miraba a Basilio a través de los
vidrios empañados del auto. Iluminado durante algunos instantes por la luz de la luna que aparecía
cuando encontraba un hueco entre las nubes que corrían a toda velocidad en el cielo. Dormía
ajeno a lo que hacíamos a pocos centímetros de su cabeza. Sostenía la radio con ambas manos
sobre su abdomen.
Cuando la tensión sexual aflojó Mónica me tomó de las solapas y me sacudió varias veces. –¡Gritá!
¡Gritá ahora que nadie puede escucharte! – parecía fuera de sí, descontrolada. Daba alaridos
prolongados hasta que su voz se agotaba en una serie de ruidos intermitentes y ridículos. Luego
volvía a prepararse y a gritar con toda su potencia. -¡Gritá te digo, no seas idiota, gritá!- me decía
con la cara pegada a la mía aunque yo casi no podía verla. Un par de rayos lo iluminaron todo y
segundos más tarde llegó el estruendo que se diluyó en la el campo como un eco sombrío. Pude
ver a Mónica bajo esa luz explosiva que parecía derramar un día luminoso y aterrador que
interrumpía la cerrada oscuridad de la noche. Pensé que iba a pegarme. Me sacudía cada vez con
más fuerza. Quise gritar para que se tranquilizara. Lo intenté. Junté aire en los pulmones, contraje
los músculos del cuello y del tórax. Puse toda mi voluntad, pero ningún sonido salía de mi boca.
Nada. Parecía imposible, no podía hacerlo. No pude. Mónica me abrazó, apretó mi cabeza contra
su pecho. Yo temblaba. Me acarició como si quisiera consolarme de algo. Aún tenía su bombacha
arrollada a la altura de las rodillas. Lloró. –Pobrecito, no te preocupes, yo te voy a proteger- me
decía una y otra vez. No me animé a preguntarle de qué, o de quién. Cuando volvimos al auto
Basilio seguía en la misma posición. Mónica no permitió que yo condujera. Me obligó a sentarme
en el asiento del acompañante. –Ahora dormí y escuchá como suena adentro tuyo el grito que no
pudiste sacar ahí afuera. Regresamos sin decirnos nada más.
****
Durante las semanas siguientes escribí una historia cuyo personaje era Basilio aunque nunca
aparecía su nombre. Describí su vida en el instituto, su forma de caminar, la radio pegada a su
oreja, su relación con un médico y la felicidad que le producía al leerle sus cuentos. El relato
narraba algunas de los sucesos que él había vivido. Se lo fui leyendo despacio, en tramos breves
que contaban un episodio por vez. Cuando le conté los intentos de sus compañeros por quitarle la
radio se puso de pie, me escuchó caminando de un extremo a otro de la habitación como una fiera
enjaulada. Una noche le describí a una joven, que era su hija, a la que él no veía desde hacía
mucho tiempo. Inventé recuerdos que el padre guardaba borrosos en algún lugar de su memoria y
el deseo secreto de volver a verla. Basilio permaneció parado detrás de la silla donde yo estaba
sentado hasta que terminé de leer. Pude sentir la tensión de sus manos apretando el respaldo y
las pausas de su respiración cuando la hija contaba cuanto extrañaba a su padre. Cuando terminé
me abrazó. Apoyó su cabeza sobre mis hombros. Después se fue caminando hacia atrás haciendo
reverencias mientras sostenía la radio pegada a su cabeza. Me quedé solo, con las hojas
temblando entre las manos. Pensé en lo absurdo que había resultado escribir durante tantos años
entre la clandestinidad y la vergüenza. En lo que significaba comprobar que lo que escribía le
producía cosas a otra persona.
Decidí ir a ver personalmente a la hija de Basilio. Vivía en un barrio de monoblocks al costado de la
autopista en la zona sur de la ciudad. Se llamaba Isabel. Me recibió con desconfianza en la puerta
del edificio.
- Soy el médico que atiende a Basilio en el Instituto y me gustaría conversar con usted.
- En este momento estoy muy ocupada atendiendo a mi hijo.
- No le voy a hacer perder demasiado tiempo, serán apenas unos minutos.
Me hizo pasar. Recorrimos tres pisos por escaleras y un laberinto de pasillos internos. El
departamento tenía un solo ambiente donde se distribuían tres camas y dos colchones sobre el
piso. Varias sogas con ropa colgada lo atravesaban de pared a pared. Un olor a humedad y a
pañales sucios lo invadía todo.
- Me gustaría conocer la historia de Basilio, cómo era su vida antes de internarse.
- Yo no recuerdo mucho, era muy chica…
- Me ayudaría mucho saber cómo empezó su enfermedad, qué hacía, qué cosas le gustaban, cómo
era su vida.
- Trabajaba como albañil, casi nunca estaba en casa. Salía de madrugada y volvía de noche.
- ¿Cómo era la familia?
- Mi mamá y mis dos hermanos mayores. Ellos volvieron a Tucumán hace dos años por falta de
trabajo.
- ¿Alguna vez notaron algo extraño en su conducta?
- No sé, lo único que recuerdo es que siempre fue muy callado. Casi no nos hablaba. Pero…
Se quedó callada mirándose las manos. Las uñas eran muy cortas. Tal vez se las comiera. Un olor a
lavandina se desprendía de sus manos cada vez que las movía.
- ¿Qué Isabel? ¿En qué piensa? Cualquier dato me puede resultar útil. Lo que sea.
- Bueno, los últimos años se puso muy gracioso, charlatán. Hacía chistes incluso decía cosas que
antes nunca hubiese dicho. Todos nos divertíamos mucho pero nos parecía raro. Mamá decía que
algo no andaba bien. Pero hasta los vecinos le decían que papá estaba mejor que nunca, que por
fin se animaba a reírse, a bailar, a hacer chistes subidos de tono. Pero mamá estaba convencía de
que algo no andaba bien.
- Gracias Isabel, lo que me cuenta es muy importante para mí. Tal vez si usted pudiera visitar a
Basilio alguna vez, eso le haría muy bien.
El bebé que dormía en una cuna improvisada con maderas de cajones de manzanas empezó a
llorar. Ella lo levantó en brazos y lo acunó.
- ¿Ve lo que le decía? No puedo atenderlo ahora.
Estaba molesta y ya no quiso responder a ninguna de mis preguntas. Me pareció que mi visita la
ofendía. El tono de su voz dejó de ser impersonal para hacerse desafiante.
- Yo no puedo andar viajando.
- La comprendo, pero si usted quiere yo podría llevarla alguna vez.
Mientras el chico volvía a dormirse me prometió que iría el sábado siguiente a visitar a Basilio
siempre que yo pasara a buscarla ya que no tenía dinero para el viaje ni a nadie con quien dejar a
su hijo.
Pasé a buscarla muy temprano por la mañana. Me esperaba en la puerta del edificio con el bebé
en brazos. Durante el viaje no dijo ni una palabra. Miraba a través de la ventanilla los suburbios de
la ciudad y después el campo al costado de la ruta. Su hijo dormía acostado sobre sus rodillas.
Cuando le anuncié que estábamos a punto de llegar. Su puso inquieta. Comenzó a moverse sobre
el asiento. Lloró en silencio y aceptó un pañuelo de papel que le ofrecí. -¿Usted cree que se
acordará de mí?- me preguntó sin dejar de mirar hacia fuera. –Creo que sí- le respondí. –Ya casi
no lo recuerdo, no puedo imaginar su cara, ni su voz, nada...
Al llegar al instituto dejé a Isabel y a su hijo en el jardín bajo los árboles. Busqué a Basilio en su
habitación. Le dije que tenía visitas, que lo estaban esperando. Me miró con una expresión
incrédula sin moverse de la cama donde permanecía sentado con la radio sobre la oreja. Lo tomé
del brazo. Me acompañó dócil y sin separarse de la radio. Mientras caminábamos por los pasillos
se detuvo un par de veces obligándome a volver sobre mis pasos. Me miraba interrogándome
pero yo sólo le hacía señas con las manos para que se apurara. Entonces reanudaba la marcha
murmurando palabras incomprensibles hablando con él mismo o vaya a saber con quién. Las
enfermeras y algunos de los pacientes nos miraron pasar y corrieron a ubicarse detrás de las
ventanas curiosos por lo que estaba por suceder.
Lo conduje hasta el lugar en que lo esperaba su hija. Nos detuvimos frente a ella. Le dije: -Basilio,
ella es Isabel, tu hija, vino a visitarte. El chico es tu nieto, se llama Javier-. Basilio sostenía la radio y
amenazaba con volver al edificio. Tuve que traerlo casi a los empujones hasta que entendió que
debía quedarse allí. Los dejé solos y me dispuse a observar la escena desde cierta distancia.
Permanecieron de pie. Quietos. Mirando al piso. Esquivándose con los ojos. No se hablaron
durante varios minutos. Isabel sostenía al bebé y daba pasos cortos hacia adelante y atrás
acunándolo mientras le daba palmaditas sobre la espalda. Basilio continuaba con la radio pegada a
la oreja. La mujer estiró los brazos con el niño dormido ofreciéndoselo a su padre. Nunca logré
definir si ese gesto tenía la intención de permitir que pudiera observarlo con mayor detalle o era
una invitación para que él mismo lo sostuviera. Basilio se contrajo, tembló con todo el cuerpo.
Bajó el brazo con la radio y la dejó caer al piso. Una voz áspera cantaba un tango, creo que era
“Nieblas del Riachuelo” pero en una rara versión flamenca. Ella quedó petrificada con el chico
sobre sus brazos extendidos. Basilio se agitó con un movimiento espasmódico que comenzaba en
los pies y sacudía su cuerpo como un viento enloquecido. Isabel, asustada, regresó al niño hacia su
pecho. Lo cubrió protegiéndolo sin saber muy bien de qué. Basilio dejó de temblar. Se orinó. El
líquido bajó desde sus pantalones hasta formar un charco bajo los pies de ambos. La música
resultaba ahora aún más absurda en el interior de aquella escena. Basilio lloró o se rio de un modo
muy extraño. El sonido que produjo no me permitió distinguir entre una y otra cosa. Después
gritó. Un alarido breve de animal acorralado. Miró en todas direcciones. Tal vez me estuviera
buscando pero no me encontró. Recogió la radio del piso, la colocó sobre su oreja y se fue
caminado hacia atrás, húmedo, repitiendo una serie de reverencias más prolongada que lo
habitual. Desapareció detrás de los galpones en dirección a la intendencia.
Llevé a Isabel de vuelta a su casa. Viajamos inmersos en el mismo silencio que durante el viaje de
ida. No hubo preguntas. No hice comentarios. No supe qué decir. Nos despedimos. Le ofrecí algo
de dinero. –Es para la leche y pañales- le dije comprendiendo que sonaba ridículo. Tomó los
billetes y los tiró sobre el asiento del auto antes de salir con el bebé. Dejó la puerta abierta y no se
dio vuelta hasta que la perdí dentro del edificio. Hubiese querido agradecerle, preguntarle tantas
cosas. Pero no pude. Me sentí muy avergonzado.
Los días siguientes no mostraron ningún cambio en la conducta de Basilio. Nada parecía poner en
evidencia algún registro de ese acontecimiento. Aferrado a su radio marchaba por los pasillos
arrastrando los pies y haciendo ademanes como antes, como siempre.
***
Pocas semanas más tarde llegó el nuevo director al instituto. Era un hombre joven, autoritario e
ignorante. Un burócrata arrogante de esa especie que los médicos conocemos bien y
despreciamos tanto. Vestía siempre camisa clara y corbata oscura sobre la que usaba un
guardapolvo blanco impecable, almidonado, con su nombre bordado con hilo azul en grandes
letras góticas sobre el bolsillo delantero. Decidió que Basilio no podía resistirse al tratamiento.
Que su radio le impedía la comunicación y la posibilidad de una terapéutica efectiva. Afirmó que le
llamaba la atención nuestra incapacidad y nuestra desidia al tolerar una situación tan ridícula
durante tanto tiempo. Intenté explicarle que la radio era para él un sostén imprescindible. Que lo
protegía de un silencio que no podía escuchar. Que me parecía un acto de violencia innecesaria
quitarle ese aparato cuando no teníamos garantías de ofrecerle una alternativa mejor. Interpretó
la divergencia de opiniones como una disputa de poder. Clausuró toda posibilidad de discusión.
Ordenó que nadie permitiera que Basilio recibiera baterías para su radio. Él mismo informó a
todas las visitas de su nueva disposición.
Basilio comenzó a mostrar signos de intranquilidad. Deambulaba en busca de las personas que
habitualmente lo proveían de sus baterías. Los miraba con desesperación. Todos respondían
mostrando sus manos vacías y disculpándose mediante un movimiento de la cabeza que señalaba
en dirección a la oficina del director. Él miraba alternativamente a cada uno y luego al despacho
del jefe. La radio comenzaba a dar muestras de agotamiento. Dos o tres veces dejé
clandestinamente pilas debajo de la almohada en su cama sin que nadie lo notara.
El director se paraba en la puerta de su oficina extrañado por la inusitada duración de las baterías.
Desde allí observaba el itinerario ansioso de Basilio acompañado por los gestos desmesurados de
su mano derecha reclamando a cada uno que se cruzaba con él.
- Ese hombre tiene la cabeza anulada por la radio-. Me dijo sin dejar de mirar a Basilio.
- Eso es mejor que tenerla vacía- le respondí mientras sentía en el cuerpo una inquietud que
conocía desde mi infancia y que me anunciaba como un aura que estaba por cometer un acto del
que más tarde me iba a arrepentir.
- Creo que alguien le entrega pilas sin que yo me entere. Si confirmo lo que sospecho, ¡te vas! ¿Me
entendiste?
No dije nada. Tuve ganas de matarlo. No me sentía seguro de poder evitar una respuesta violenta.
Necesitaba el trabajo y sabía que tenía que cuidarlo aunque experiencias anteriores de mi vida
anticipaban que no lograría controlarme por demasiado tiempo.
Esa noche me quedé hasta tarde estudiando. Cuando me disponía a retirarme Basilio se asomó
por la puerta de la sala de médicos. Estaba feliz. Sabía que era yo quien le dejaba las baterías bajo
su almohada y eso nos unía aún más. Subió el volumen de la radio. Una música elemental y
pegadiza invadió el ambiente. Se acercó hasta ubicarse junto a mí. Pasé mi brazo sobre sus
hombros. Él hizo lo mismo con su único brazo libre. Bailamos. Una pantomima de danza griega al
ritmo de cumbia villera. Nos reímos de nuestra propia torpeza para bailar. Manuela llegó atraída
por el volumen de la música. Nos miró un instante y se unió aquel despropósito apoyando su
brazo sobre mi espalda. Después se separó hasta ponerse de frente a ambos y bailó sola. Se
transformó al ritmo de la danza hasta extraer una sensualidad extraordinaria de ese cuerpo
desmesurado. Agitaba sus pechos enormes como una ofrenda generosa y brutal. Se reía a
carcajadas.
De pronto Basilio bajó el volumen de la radio y salió caminando hacia atrás haciendo apresuradas
reverencias. Pasó de costado a través de la puerta esforzándose por no empujar al director que
nos miraba apoyado sobre el marco sin moverse un milímetro para facilitarle el paso. Junté mis
cosas y salí. Debí empujarlo con el hombro para atravesar la puerta. Su cuerpo golpeó contra la
pared. Nos miramos. -Ahora sí-, me dijo, -vos te lo buscaste-. No le respondí.
La mañana siguiente recibí un telegrama de despido. Por la tarde me presenté en el instituto.
Manuela estaba sentada sobre un escalón en la entrada del edificio. Lloraba. Intenté consolarla.
No me escuchó. La abracé y le acaricié la cabeza. Entré.
No logré que el director me recibiera aunque no insistí demasiado. Cobré, firmé papeles, busqué a
Basilio. Me observaba desde una de las ventanas que daban al jardín. Lo llamé con un gesto pero
comenzó a correr hasta que lo perdí de vista.
-Esta noche le quitarán la radio- me dijo la secretaria sin levantar la vista de la pantalla de la
computadora. -El señor director avisó que pasará la noche en su oficina para controlar todo
personalmente. Pasé por la habitación y volví a dejar cuatro pilas debajo de la almohada de Basilio
y una nota donde le escribí: -Cuidate Basilio, te quiero y te voy a extrañar mucho. Vendré a
visitarte, no te preocupes-. Firmé y anoté mi número de teléfono. Me fui.
Esa noche no pude dormir. Pensé en Manuela, en Basilio, en mi propia irresponsabilidad. Me sentí
culpable e imbécil. Tomé un whisky y luego otro. Salí a caminar. Volví sin que pudiera precisar
cuánto tiempo después. Logré dormir. Soñé algo que no recuerdo pero que me dejó perplejo y
angustiado.
Me despertó el teléfono. Nadie contestaba pero podía escuchar con claridad el sonido de la radio.
“Basilio, ¿sos vos? ¿te pasa algo?”, cortaron. Una hora más tarde el teléfono volvió a sonar. Esta
vez tampoco contestaron: “¡Basilio, hablame!”, el volumen de la radio era tan bajo que permitía
escuchar su respiración acelerada. Cortó.
Me quedé esperando un nuevo llamado. No quise encender la luz. Los primeros sonidos del día
llegaron con una regularidad que me espantaba. Todo seguiría su curso. La descarga del baño del
vecino, el sonido de la ducha y la radio dando el informe de tránsito en los accesos a la ciudad.
Alguien leía el pronóstico del tiempo: nubosidad variable y tormentas por la tarde noche.
Recién amanecía cuando volvió a sonar el teléfono. Manuela lloraba, apenas pude comprender lo
que me decía pero sabía que se trataba de algo grave. Decidí volver al instituto. Ingresé entre un
tumulto de ambulancias y policías. Muchas personas caminaban de un lado a otro acompañando a
los internados o dando explicaciones a las familias que preguntaban por ellos. Manuela me tomó
del brazo desesperada y me dijo –Él no tendría que haberle quitado la radio, nunca debió haber
hecho algo así.
Una camilla pasó a mi lado arrastrada por Farías, el jefe de mantenimiento del instituto.
Transportaba un cuerpo completamente cubierto. Se detuvo. –Con estos locos nunca se sabe- me
dijo. Corrió la manta y descubrió la cabeza ensangrentada del director. Lo volvió a tapar y siguió su
marcha. Un policía guardaba la Radio de Basilio en una bolsa transparente con la leyenda “Policía
científica”. Alguien sacaba fotos dentro del despacho del director cercado por unas cintas
amarillas y negras.
Corrí hacia la habitación a través de los pasillos desiertos. Mis propios pasos resonaban como un
estruendo de golpes sobre el piso. La puerta de la habitación estaba cerrada con llave. Logré
abrirla a patadas. Desde la radio, abandonada sobre la cama, una locutora susurraba palabras con
una voz ridículamente sensual mientras sonaba de fondo la introducción del tema “Exit music” de
Radiohead. Basilio tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Los dientes mordían su lengua que
asomaba unos centímetros de la boca y de la que partían dos hilos finos de sangre seca. La cabeza
caída, inclinada hacia la izquierda. Los labios azules, las manos moradas. Los pies todavía
conservaban la flexión de los dedos suspendidos en el aire a treinta centímetros del piso. El cuerpo
sostenido por una sábana anudada al cuello pendía de un gancho en la pared. Lo abracé. Apoyé mi
cara sobre su pecho helado. Creo que lloré. Le dije: "perdonanos, perdonanos”, muchas veces
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