Mi primer beso

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Mi primer beso
Me siento extraño. Sentado al borde del sofá
con los brazos estirados para
llegar hasta la mesa. Desdoblo los folios y me preparo para escribir la carta
apoyándome en
la mesa de formica del salón. Esta mesa suele estar
ocupada por ancianos jugando a las cartas y al dominó pero ahora luce blanca
y despejada. Ha sido un buen acierto el de organizar en la Residencia un
concurso de cartas de amor. Los está manteniendo ocupados a casi todos
incluso a mí que solo estoy de visita. Cuando Carmen —una de las cuidadoras
más simpáticas de la Residencia— ha ido anunciado el concurso se han oído
risas, cuchicheos y miradas de reojo entre los ancianos. Después todos se
han desperdigado por los rincones y se han puesto a escribir sus misivas de
amor. Pocos hemos quedado en el salón principal. Resulta extraño ver las
pantallas de televisión encendidas sin conseguir que ningún anciano deposite
su atención con la mirada perdida en ellas. ¡Qué revuelo con las cartas de
amor!. Me pregunto cómo puede florecer el amor en las postrimerías de la vida
en un lugar así pero Carmen —mientras me daba los folios— me asegura que
el amor en contra de lo que pueda parecer es como la hierba que a la más
mínima oportunidad crece desafiando a todo. A mi lado, muy atenta a mí,
tengo a Margarita que me ha pedido el favor de que le escribiera su carta. Dice
que su pulso tembloroso no le permite escribir con buena caligrafía. Le he
guiñado un ojo en señal de complicidad y he aceptado. Ella, agradecida, ha
dicho que parezco un señor muy educado y todo un caballero y que sabía que
aceptaría.
La noto agitada, suplicándome con los ojos
que empiece a
escribir. <<! Que afortunado debe sentirse el destinatario de la carta!>> le digo
y me aclara que se llama Florencio y que lo ha conocido en la Residencia.
Pobre Margarita lleva en la residencia casi un año y aunque no es muy mayor
(tiene 75 años) consideraron que lo mejor era internarla. Hace poco más de
año fue incapaz de regresar a casa desde el centro comercial. Un itinerario
que hacía a diario para hacer algo de ejercicio desde que se jubilara como
profesora de latín. La escruto de reojo mientras escribo y se me llenan los
ojos de lágrimas que rebosan y me resbalan por las mejillas. Si no tengo
cuidado van a caer sobre el papel. Levanto la cabeza y me sorprendo al ver a
otros con pulso tembloroso, algunos sacando la lengua esforzándose en
escribir con caligrafía vacilante unas líneas dedicadas al amor. Lo mío, ya
ven, es un encargo. Le pregunto a Margarita por el ínclito Florencio. Es cierto
que en todo este tiempo que llevo viniendo a la Residencia los he visto pasear
a menudo a los dos, por la arboleda de álamos y robles que rodea al edificio y
que desde aquí a través de la enorme cristalera del salón principal puede
verse. Siempre que vengo me los encuentro caminado juntos por los jardines
si el tiempo lo permite o hablando de sus cosas en el salón y cuando me
marcho siguen juntos animadamente jugando a las cartas o viendo la
televisión <<¿Le conocías de antes?>> pregunto en un intento de pergeñar
una historia coherente en forma de carta. Margarita se me queda mirando
pensativa y hace amago de levantarse para ofrecerme una taza de café. <<No
es muy bueno el de las máquinas de aquí, pero si quiere le traigo una taza
mientras me escribe la carta>> me dice. Sonrío (me habla de usted) y ladeo la
cabeza. No tolero el café. Nunca lo tomo. Asiente sorprendida y vuelve a
sentarse. Me cuenta que a Florencio lo conoció hace mucho tiempo, cuando
estaban en el colegio. Lo recuerda perfectamente. Estaban sentados en el
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poyete de un muro con vistas a un descampado que hacía las veces de campo
de fútbol. Los chicos acaban de terminar el partido y todos se habían
marchado: futbolistas y público. Solo quedaban ellos. El cielo se encapotaba
vertiginosamente y empezó a hacer frío; él se quitó su cazadora y se la dio sin
decir una palabra. Justo después comenzó a llover con fuerza y se marcharon
corriendo. La acompañó hasta su casa y se despidió diciéndole: <<Que le
esperaría toda la vida>>. Una de las cuidadoras (esta no sé cómo se llama)
con uniforme blanco y rayas dobles azules en las mangas y que antes había
repartido cubiletes con bolígrafos entre las mesas me ha pedido —llevándose
el dedo índice a los labios— que guardáramos silencio para no desconcentrar
al resto. Margarita con una sonrisa pícara baja la cabeza y me sigue hablando
con voz queda. Vuelven a brotarme lágrimas en los ojos y le digo que tiene una
memoria de elefante maravillado de cómo se pueden recordar cosas así al
detalle después de tanto tiempo pasado. Margarita con indulgencia me sonríe.
Y yo tengo que llevarme los puños del suéter de lana a los ojos y cara para
enjugármelos.
Margarita desde que ha ingresado en la Residencia ha adelgazado. Su pelo
se ha vuelto más blanco cómo las cumbres de las sierras elevadas a medida
que pasa el invierno pero aún así guarda una parte de esa belleza que
iluminara su rostro antes. Miro de reojo a Florencio que está sentado en una
esquina del salón con otros amigos y la verdad no le encuentro ningún atributo
reseñable capaz de enamorar a Margarita. Tiene la cara abotagada, supongo
que por la fuerte medicación que recibe. No puede caminar solo. Necesita
andador o alguien que le ayude, que es Margarita la mayoría de las veces.
Margarita está infinitamente mejor que Florencio. Mucho más estilosa.
Florencio y yo no paramos de cruzarnos miradas furtivas. Creo que está celoso
de verme con ella y se hace el interesante. Si supiera que es el centro de
atención de Margarita y que le acabamos de escribir una carta de amor se le
hincharía el pecho de satisfacción. Margarita me toca con impaciencia en el
hombro y me pide que le lea la carta antes de entregársela a Carmen, cosa que
con voz ahogada y entrecortada hago:
<<Por la memoria quebradiza y caprichosa se nos cuelan
recuerdos
aflorando sólo algunos, quizás sueños, pero el amor es lo único capaz de fijar
nuestras evocaciones como los clavos la madera anclándonos a la vida,
alumbrándonos unas veces y cegándonos otras con esos fogonazos
desprendidos en la hoguera del corazón que nos mantiene palpitantes a
nuestro alrededor. Y con el paso del tiempo
en lo que ponemos más
atención son a las muecas y cicatrices que el amor nos deja como la navaja
del enamorado sobre la corteza del árbol. Y recordamos nuestra vida en
términos de nuestro primer amor, o el segundo, acaso el tercero o a lo mejor
de todos. De nuestros padres y los hijos. Pero cuando al amor se le une el
destino no hay nada que los pueda vencer. Tú, Florencio, me diste un beso. Mi
primer beso. Ese beso que aún noto tibio y vacilante en mis labios y que
cuando cierro los ojos y me llevo la mano a la boca me hace retroceder 60
años en un instante para verte delante de mí, completamente nítido en mis
pupilas. Tiritabas de frío y yo escuchaba el castañear de tus dientes mientras
el agua fría te caía a manta porque el tejadillo del portal de mi casa no era
suficiente para cubrirnos a los dos. Quizás con ese beso no sintieras el agua
fría caer sobre ti. Aún te veo, a pocos centímetros de mí, con tu camiseta de
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algodón y tu cabello empapados de agua y
esos ojos como espejos
refulgentes recorriéndome mis labios y mi cuerpo. A aquel día le siguieron
otros muchos más. Hubo otros besos, otros ojos y otras miradas, pero aquel
beso fue la llave que abrió mi corazón por primera vez y después de tanto
tiempo los rescoldos apagados en mi corazón se han reavivado con el soplo de
la brisa de tu presencia. Y ya que mi cabeza no anda bien al menos contigo mi
gastado corazón sí >>.
Margarita asiente complacida y acariciándome la mano en agradecimiento
coge la carta levantándose como un muelle para dársela a Carmen. Le dice
que está dedicada a Florencio y Carmen sorprendida me mira. Encojo los
hombros, con los ojos brillantes por las lágrimas y respondo que tal vez esa
carta no ganará el concurso pero lo importante es hacerla feliz. Su felicidad es
la mía porque Margarita es mi esposa. Aquella maravillosa mujer a quien yo di
hace mucho tiempo también mi primer beso.
Amapola
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