Estudios de exilio y post-exilio en América Latina

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Seminario de Investigación #11: 9 de mayo de 2014
Luis Roniger
EXILIO Y POST-EXILIO: UN CAMPO DE ESTUDIO TRANSNACIONAL E HISTÓRICO EN EXPANSIÓN
Luis Roniger ∗
Wake Forest University
[email protected]
Abstract
Este trabajo describe líneas de investigación en un campo de estudio que ha cobrado creciente ímpetu en
décadas recientes, impulsando nuevas visiones analíticas para el tratamiento de un fenómeno cuyas raíces
históricas e impacto transnacional se proyectan muy atrás en el tiempo. Este trabajo introduce elementos para
entender la lógica interna del exilio político, destacando asimismo distintos enfoques y avances en el estudio
transnacional e histórico de este campo en expansión.
Key Words: destierro, exilio, autoritarismo, identidades colectivas, efectos transnacionales.
∗
Luis Roniger: Sociólogo político comparativo. Argentino nativo, actualmente ocupa el cargo de catedrático de
ciencia política y Profesor Reynolds de Estudios Latinoamericanos en la Wake Forest University de Estados Unidos. Roniger
es autor de 18 libros y más de 150 artículos académicos, entre ellos los libros Patrons, Clients and Friends; Globality and
Multiple Modernities; El legado de las violaciones de los derechos humanos en el Cono Sur; y The Politics of Exile in Latin
America (Cambridge University Press, 2009).
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Luis Roniger
El destierro, en sus variantes de exilio forzado y expatriación, es una práctica política y de control
cultural que todos los Estados latinoamericanos adoptaron a lo largo de 200 años de vida independiente y
cuyas raíces se remontan aun a la época colonial. Recientes avances en el análisis de esta práctica han revelado
el carácter generalizado y recurrente del destierro como un mecanismo de exclusión institucionalizada y su
impacto como un factor transnacional, persistente aunque variable, en la historia de América Latina. Este
trabajo introduce elementos para entender la lógica interna del exilio político, destacando asimismo distintos
enfoques y avances en el estudio transnacional e histórico de este campo en expansión. Constituirá el primer
capítulo en el libro Destierro y exilio en América Latina: Nuevos estudios y aproximaciones teóricas, que la
Editorial EUDEBA de la Universidad Nacional de Buenos Aires publicará en 2014.
Todos los países de América Latina – a pesar de exhibir trayectorias institucionales diferentes –
incorporaron al destierro, en sus variantes de exilio forzado y expatriación, como una práctica política
importante. Una primera aproximación es constatar la persistencia y amplia difusión del destierro como
mecanismo de regulación de las esferas públicas, reconocido en los evidentes paralelos que ponen en
evidencia miradas diacrónicas sobre la historia nacional de los distintos países iberoamericanos, así como
miradas comparativas que permiten observar el paralelismo en el uso del exilio en distantes sociedades en la
región.
Paradigmático del primer eje es, entre otros, el caso argentino, donde, como afirma Silvina Jensen en
un trabajo sobre las representaciones del exilio en la historia argentina, la última dictadura militar (1976-1983)
produjo un exilio que destacaba
debido a su contundencia numérica; su extensión en el tiempo; su transversalidad social – aunque con
grados de incidencia por sectores muy dispares; el haber afectado mayoritariamente a las organizaciones
armadas que ya habían emprendido el camino de la clandestinidad, a sus frentes de masas y a una amplia
militancia social, profesional, sindical y barrial más o menos ligadas a estos proyectos de cambio
revolucionario y no principalmente a militantes de los partidos políticos del arco parlamentario; y, finalmente,
porque asumió una forma de diáspora, en tanto dispersó argentinos por todos los continentes. Sin embargo,
si todas estas características permiten calificar al de 1976 como un fenómeno inédito y singular, no es menos
cierto que la historia de los exilios en Argentina se remonta a los orígenes mismos del país, en la coyuntura
de su independencia de España (Jensen 2009: 19-20
El segundo eje no es menos notorio. Por ejemplo, refiriéndose a la época rosista en el Río de la Plata,
el historiador argentino Félix Luna evaluó que el destino de quienes se oponían al “Restaurador de las Leyes”
había girado en torno a las siguientes alternativas: el encierro, el destierro o el entierro (Luna 1995: 202). A
miles de kilómetros, en Centroamérica, una de las víctimas de la persecución política del gobierno de Tiburcio
Carías Andino se refería de manera casi idéntica a la suerte de los disidentes hondureños en los años 1930s y
1940s, que se vieron obligados a huir de las garras de la represión autoritaria:
El hondureño que no estaba de acuerdo con la dictadura podía escoger entre el encierro, el destierro o el
entierro; esas eran las alternativas. No se podía resistir, protestar o incluso criticar. La estupidez mental era
tal que la gente no podía distinguir entre el bien y el mal. Los derechos humanos no eran respetados; las
viviendas eran profanadas a cualquier hora, las personas eran puestas en prisión sin motivo, quien no se
ponía del lado del gobierno no podía encontrar un trabajo, sus hijos eran objeto de acoso y humillación en
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las escuelas públicas. En suma, los que no prestaran a la corrupción despótica eran tratados de una manera
inhumana (Bomilla 1989, cit. en Barahona 2005: 101).
Podríamos reproducir por decenas los ejemplos anteriores. Los que incluimos son representativos y
testimonio de un corpus inmenso de casos que destacan la ubicuidad del fenómeno a través del tiempo y en
todas las sociedades iberoamericanas. Tal coincidencia de perspectivas en distintos períodos y tan distantes
comarcas no es casual, e invita al análisis sistemático, desafiando al mismo tiempo al historicismo naïve y a las
grandes teorías des-contextualizadas.
Sin embargo, a pesar de su centralidad como un mecanismo institucionalizado de exclusión política, o
justamente a raíz de su amplio uso y abuso, por largo tiempo se consideró al exilio como un fenómeno que no
requería una seria indagación sobre su desarrollo, causas y consecuencias. A menudo, el exilio fue visto en el
continente como un fenómeno casi “natural”, una dimensión que quienes participaran en la política en
nuestros países deberían anticipar y a menudo sufrir, sin mayor significación sistémica más allá de la periódica
promulgación de leyes de amnistía, a las que sumaron en épocas más recientes políticas de reparación (sobre
dichas leyes y políticas de estado véase Loveman 1993; Lira y Loveman 2004).
Tal vez, ello derivaba del hecho de que, en efecto, históricamente, las raíces del fenómeno de destierro
se remontan muy atrás en el tiempo, no siendo privativo de una región geopolítica determinada, tal como
atestiguan claramente trabajos como los de Paul Tabori (The Anatomy of Exile, 1972), John Simpson (The
Oxford Book of Exile, 1995) o Maria José de Queiroz (Os males da Ausência, 1998), para mencionar algunos de
los estudios trans-temporales más destacados.
Igualmente, en lo que a América Latina se refiere, el uso del destierro estaba ya difundido mucho antes
de la independencia. En la época colonial, el destierro o degredo, tal como se lo conocía en el dominio brasilero,
había sido ampliamente utilizado contra la desviación social o como un instrumento de poder al desplazar
individuos de una localidad a otra. Se usó este mecanismo especialmente en contra de marginales, rebeldes y
delincuentes, así como una práctica de refuerzo del componente humano en la defensa de las fronteras
coloniales en expansión. El destierro a los confines del imperio para fines de defensa o bien la expulsión de
delincuentes sociales hacia lugares donde se podría controlarlos fueron usados amplia aunque selectivamente
en la época colonial (véase entre otros Urquijo 1952; Herzog 1995; Scardaville 1977 para el ámbito hispanoparlante y Pieroni 2000a y 2000b para el área luso-americana. Para un análisis detallado véase Roniger y
Sznajder 2008: 31-51).
Más aún, con la independencia, el destierro adquiriría un carácter político, persistiendo a través de una
larga serie de transformaciones desde inicios del siglo XIX hasta nuestros días. Su ubicuidad llevaba a muchos
observadores a asumir que el exilio sería una variable constante y dependiente, de poco peso explicativo en la
política de las naciones iberoamericanas.
En décadas recientes, varios procesos convergieron para producir una profunda transformación en la
aproximación analítica de este fenómeno. Por un lado, en las últimas dos décadas se produjo un cambio
sustancial en el tratamiento del fenómeno a partir del interés por la historia reciente, en particular en torno al
estudio de las olas de destierro, exilio y expatriación que recrudecieron en la segunda mitad del siglo XX y al
análisis de los desterrados en términos de redes internacionales y transnacionales (véase vg. Franco 2008;
Jensen 2007; Yankelevich y Jensen 2007; y trabajos detallados más adelante).
En forma paralela, historiadores y otros analistas de las ciencias sociales empezaron a mostrar un
profundo interés por los fenómenos transnacionales en general y, en particular, por los grandes movimientos
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migratorios y especialmente las redes políticas, sociales y culturales que la migración y otros procesos
transnacionales han generado en América Latina, más allá de las fronteras nacionales (Roniger 2011: 6-16; Carr
2012).
Consecuentemente, se produjo una confluencia de nuevas aproximaciones al fenómeno del destierro y
exilio. En lugar de seguir percibiendo su dinámica en el marco de testimonios personales y aproximaciones
biográficas, importantes en sí aunque consideradas aleatorias en la vida de los protagonistas, su carácter
masivo y proyección internacional en las últimas fases de la Guerra Fría llevó a los investigadores a analizar la
profundidad histórica, la funcionalidad represiva y la diversidad contextual del fenómeno tanto en relación con
los países de origen así como en relación con los países de residencia y la esfera transnacional.
Estos cambios analíticos permitieron percibir el carácter generalizado y recurrente del fenómeno como
un mecanismo de exclusión institucionalizada y analizar su impacto como un factor transnacional en la historia
de América Latina. Aunque históricamente, como indicábamos, las raíces del fenómeno se remontan muy atrás
en el tiempo, fue a principios del siglo XIX, tras la independencia, que el fenómeno del exilio empezó a
desarrollar el perfil político particular que conocemos y asumió el papel que, aunque con transformaciones,
persistió a lo largo del siglo XX.
Tras la independencia, en los nuevos Estados el destierro se convirtió en un mecanismo ampliamente
usado y abusado en el ámbito de la política y la vida pública, un complemento al encarcelamiento y las
ejecuciones. En el imaginario colectivo y en las esferas públicas de los países de América Latina, el exilio se
convirtió en un modo central de “hacer política”. Entender tal modo de “hacer política” permite asumir nuevas
ópticas sobre el carácter y la evolución de las sociedades y estados iberoamericanos en el ámbito internacional
y global. Al mismo tiempo, la complejidad y diversidad del fenómeno ha sido base de variadas aproximaciones
teóricas y disciplinarias. En la siguiente sección, presentaremos algunos de los aportes al análisis, para pasar
luego a definir con mayor precisión su lógica socio-política en general y su especificidad en América Latina.
1. Acepciones y perspectivas de análisis
Las raíces históricas del destierro han creado un complejo universo semántico. En el ámbito ibérico,
desde los tiempos de la Roma Imperial, el destierro adquirió el significado del alejamiento de un individuo por
un determinado período de tiempo -corto, largo o permanente- a una cierta distancia de su lugar de residencia.
Las variantes implicadas incluían la “deportación”, es decir, la expulsión que tenía lugar a través de un puerto a
un lugar al otro lado del mar, o la “relegación”, es decir, un traslado terrestre a un lugar determinado. Aunque
tales figuras jurídicas, presentes en códigos penales y reglamentos, se reconocen claramente desde tiempos
remotos, en forma creciente y en particular con la modernidad, el destierro abarcó también una decisión
voluntaria, la expatriación (“Desterrarse” en Covarrubias Orozco, 1943).
A menudo, el fuerte sentido de la coacción proyecta una sensación de alienación hacia el contexto
sociopolítico que forzó el alejamiento, que genera la tendencia a usar el término también en forma metafórica.
Así por ejemplo, no es inusual encontrar expresiones como la de la rebelión de 1809 encabezada por Pedro
Domingo Murillo en La Paz, que en su proclama intentó justificar la rebelión como el medio de corregir
injusticias, declarando en su manifiesto que “hasta ahora hemos tolerado una especie de destierro en el seno
de nuestra propia patria” (Gisbert 1999: 309). No es por acaso que al destierro cum exilio, los estudios
culturales suman a menudo la figura del exilio interno o insilio.
Tradicionalmente en el ámbito ibérico fue ‘destierro’ el término preferido para describir la migración
forzada o la fuga producto de una situación opresiva y/o el ostracismo. La expatriación sería una variante
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donde el individuo retendría un mayor control sobre la decisión de dejar la tierra patria, aunque sin restar
importancia al contexto socio-político que condujo a tal decisión personal. Sophia McClennen (2004) nos lleva a
reflexionar sobre la transformación de la terminología usada en el ámbito hispano-parlante. McClennen cita el
escritor cubano exiliado Guillermo Cabrera Infante, quien señaló que hasta 1956 la palabra exilio no fue
incluida en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Cuando se la incluyó finalmente, se
refirió a la condición de exilio y no a la de un individuo exiliado. Aunque las raíces de este sesgo semántico irían
muy lejos en el tiempo, a los usos lingüísticos del español desde la Edad Media, tal vez la explicación de
Cabrera Infante de que la dictadura del general Franco ignoró la condición de los excluidos de España por
razones políticas (Cabrera Infante 1990: 36-37), tiene un núcleo de la verdad. Gobernantes autoritarios suelen
hacer caso omiso de los exiliados como interlocutores políticos legítimos.
La línea de investigación sugerida en el párrafo anterior, a saber, la conducción de investigaciones en
torno a la contextualización social y política de los términos empleados se ha venido conformando en una veta
promisoria para quienes estén dispuestos a discriminar y comprender los matices en el universo semiótico de
exilio. Aun reconociendo la importancia de la veta investigativa del análisis semiótico, debemos tener presente
que su valor central se revela sólo cuando el estudio semántico se liga a estudios contextuales e históricos que
permiten apreciar el significado de las transformaciones semióticas que los acompañaron y permitieron su
legitimización (en esta línea de análisis, véase el artículo de Jensen 2009).
A los fines de este trabajo, usaré ambos términos en forma casi indistinta, aunque reconociendo tres
aspectos diferenciadores: uno, la diferente profundidad histórica a que hacía referencia anteriormente; dos, el
hecho de que el término de destierro es en principio más abarcador, pues permite integrar en su marco la
tajante diferenciación entre el exilio forzado stricto sensu y la expatriación; y, por último, el hecho de que el
concepto de ‘destierro’ alude expresamente al desgarramiento del individuo de su territorio patrio, mientras
que el concepto de exilio condensa una alusión a la residencia fuera de tal territorio, vale decir en tierras
foráneas.
De manera similar, en la interfaz entre las definiciones lingüísticas y los procesos sociales y políticos se
sitúa Amy K. Kaminsky, quien señala la estrecha relación del exilio con el espacio y con el movimiento en el
espacio, una experiencia mediada por el idioma, mientras que destaca la coerción que el destierro
desencadena. “El exilio como lo estoy usando en este caso es, como el nomadismo, errante… [...] el cruce de
fronteras, un proceso de movimiento y cambio, no únicamente un desplazamiento más allá de una frontera
(aunque también es eso).” Kaminsky considera al exilio voluntario (la ‘expatriación’) como un oxímoron
(Kaminsky 1999: xvi y 9). En The Oxford Book of Exile, John Simpson indica que “la experiencia definitoria del
exilio es ser arrancado del hogar, de la familia, de todo lo agradable y familiar, y por la fuerza ser arrojado a un
mundo frío y hostil, ya sea que el agente de la expulsión fuere un ángel de Dios o la NKVD de Stalin. La palabra
en sí conlleva connotaciones de dolor y de alienación, de la entrega de la persona a la abrumadora fuerza de
años de infructuosa espera. Fue Víctor Hugo quien afirmó que el exilio es “un largo sueño de [retorno a] la casa”
(Simpson 1995: 1). Hamid Naficy también afirma que “el exilio está inexorablemente vinculado a la patria y de
la posibilidad de retorno”, aunque hoy es posible incluso el exilio en el hogar, conformado por un sentido de
alienación y la añoranza de otros lugares e ideales (Naficy 1999: 3).
A menudo, como puede verse, existe una tendencia en particular entre quienes se aproximan al tema
desde la perspectiva de los estudios culturales a generalizar sobre la condición humana a partir de la situación
exiliar. Aun reconociendo la importancia de tales análisis a nivel de la experiencia exiliar, poco dicen sobre la
singularidad del exilio como un fenómeno socio-político e histórico.
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Otro aspecto a tener en cuenta es el universo de fenómenos cercanos al exilio y en cuyo marco éste
emerge. En efecto, el fenómeno del exilio existe dentro de un espectro más amplio de fenómenos de
individuos y grupos en desplazamiento. Los seres humanos se desplazan a través del espacio, del tiempo y la
cultura. La dinámica de tal traslado ubica a los exiliados cerca de una serie de otros tipos humanos, como son
los migrantes, los nómadas, los refugiados, los beneficiarios de asilo, los cosmopolitas errantes, los gitanos, los
turistas, los vagos y las redes que forman las diásporas. A menudo es difícil separar el exilio de estos otros
fenómenos. Sin embargo, el exilio propiamente dicho tiene una connotación, génesis y consecuencias sociopolíticas, que discutiremos a continuación.
Incluso si las distintas categorías de individuos ‘en desplazamiento’ se confunden a menudo en la
realidad, desde el punto de vista analítico es posible diferenciarlos siguiendo la óptica de las ciencias sociales.
En efecto, varios analistas se han abocado a la tarea de identificar las distintas connotaciones y una serie de
características solo parcialmente compartidas por el exilio y los otros distintos fenómenos de desplazamiento
humano.
No sorprende por tanto cuan difundida es la perspectiva de análisis que sugiere elaborar la
especificidad del exilio y los exiliados, al distinguirlos de fenómenos cercanos, categorizándolos en forma
clasificatoria al estilo de lo que una de las figuras de la sociología clásica, Max Weber definió como ‘tipos
ideales.’ Por ejemplo, el intelectual uruguayo Ángel Rama hizo la distinción entre el exilio, un período dominado
por la precariedad y la intención de retorno, y la migración, que alude a un horizonte de asimilación más
definitiva a la sociedad de acogida y su cultura (Nueva Sociedad, mencionado en Ulanovsky 2001). Los exiliados
difieren de los migrantes en que, al sufrir un destierro, los individuos se ven forzados a abandonar su país,
mientras que los migrantes deciden salir a fin de resolver una situación económica difícil. Además, los exiliados
tienen prohibido volver, mientras que prácticamente en todo momento los migrantes tienen la posibilidad de
regresar. Muchos migrantes no tienen los medios para volver, pero no les es formalmente denegado el derecho
a hacerlo. La posibilidad del retorno predetermina los términos en que los individuos se perciben a sí mismos y
perciben la patria, separando los proyectos personales de cada uno y encaminándolos a distintos ejes (Vásquez
y de Brito, 1993: 51-66).
En la misma línea y siguiendo un enfoque cultural, Sharon Ouditt construye la misma distinción entre
las personas desplazadas: “Las condiciones del exiliado y el inmigrante se diferencian por el hecho de que el
exiliado atraviesa una no deseada ruptura con su cultura de origen, mientras que el inmigrante la ha dejado
voluntariamente, con el deseo de ser aceptado como miembro de una nueva sociedad” (Ouditt, 2002: xiii-xiv).
De manera similar, Edward Said distinguía en sus trabajos entre exiliados, refugiados, expatriados y
emigrantes. Según Said, el rótulo de refugiado
... sugiere grandes olas de personas inocentes desconcertadas que requieren urgente asistencia internacional.
Los expatriados son personas que viven voluntariamente en países extranjeros, por lo general debido a
razones personales o sociales. Los migrantes [...] disfrutan de un estatus ambiguo. Técnicamente, un
migrante es todo aquél que emigra a un nuevo país, teniendo en principio posibilidad de elección. Aunque
no fue desterrado, y siempre puede volver, todavía puede vivir con un sentimiento de exilio. Los exiliados
[propiamente dichos]... son personas que se vieron obligadas a abandonar sus hogares, su tierra, sus raíces y
se ven separados de su pasado (Said, 1984: 49-56, citado por Shain, 1988: 9).
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Otra clasificación la sugiere la escritora argentina Luisa Valenzuela, al distinguir entre exilio y
extrañamiento o expatriación. Según Valenzuela, ella hubiera podido elegir seguir viviendo tranquilamente en
la Argentina bajo el régimen militar, pero se habría transformado entonces en una persona a la que le han
robado su país, es decir, en una expatriada (Kaminsky 1999: 9-10).
Luis Miguel Díaz y Guadalupe Rodríguez de Ita distinguen entre los beneficiarios de asilo y los
refugiados políticos. Los primeros son perseguidos políticos que pidieron protección en una sede diplomática
[o al entrar al país de asilo] y, como tales, no están sujetos a la extradición, mientras que los segundos son
personas expulsadas o deportadas o que huyeron de su país de origen o de residencia, como las víctimas de la
guerra, las catástrofes naturales, la agitación política o la persecución por diversas razones, incluyendo factores
étnicos o religiosos (Díaz y Rodríguez de Ita, 1999: 63-85).
Frente a ambas categorías, las de los asilados y los refugiados, se levanta la figura desafiante del
exiliado, como bien lo destaca Ariel Dorfman en su reflexión autobiográfica Heading South, Looking North
(1998). Al definirse como un exiliado y no como un refugiado, desechaba los beneficios – la protección, las
garantías, los recursos – que la comunidad internacional y el país de acogida le podrían brindar, pero al mismo
tiempo retenía su absoluta libertad, su sentido de estar en control de su destino y rechazar un futuro de
víctima, por el contrario reteniendo la capacidad de desafiar desde el exterior al gobierno que lo había obligado
a salir del suelo patrio, a dejar Chile. En sus propias palabras:
“No soy un refugiado”, le dije a la mujer [representante de la ONU]…”Soy un exiliado”. …Quise ver mi
emigración como parte de otra tradición – una tradición más literaria tal vez. Ser un exiliado implicaba algo
al estilo de Byron, algo desafiante e inmensamente más romántico y prometeico que el destino condensado
en aquella palabra recientemente forjada de refugiado que el siglo XX se vio obligado a oficializar como
resultado de tanta masacre y experiencia errante. Por supuesto, yo era una víctima tan condenada como los
otros, como los seres anónimos que me habían precedido, pero al rechazar el término pasivo y optar por el
más activo, sofisticado y elegante, yo estaba proyectando mi odisea como algo que se originaba en mí y no
en fuerzas históricas fuera de mi injerencia. En lugar de formular mi futuro en términos de lo que buscaba,
un refugio, me concebía como un ex-cluido, un echado afuera, un ex-iliado, como si habría de tener absoluta
libertad de elegir a qué país de los muchos del mundo mi libre persona peregrinaría… Iría al desierto como
un ángel rebelde, solitario y perseguido (Dorfman 1998: 238-39).
Distintos observadores han intentado, en forma paralela, de diferenciar el exilio de otras nociones
afines en la compartida movilidad espacial, como el concepto de diáspora. Para John Durham Peters, ambos
conceptos incluyen un fuerte componente de desplazamiento variable que puede implicar medidas de coerción
y elección. Sin embargo, la diáspora alude a redes de compatriotas en el extranjero, aunque en principio detrás
de ellas existe una imaginada relación con un centro de pertenencia simbólica. El exilio, a su vez, sugiere una
conexión con el hogar, un fuerte componente de pathos, que no aparece tan a menudo en la diáspora. El autor
también afirma que el exilio es siempre solitario, mientras que la diáspora implica una dimensión colectiva, por
definición (Peters, 1999: 19-21). A mi parecer, esta distinción binaria entre un supuesto exilio solitario y la
sociabilidad de las redes de la diáspora es demasiado esquemática en su contraste. El exilio puede ser
construido a través de las redes y la construcción de la comunidad de desterrados, y puede ser construido en
pos del fortalecimiento de la lucha por el regreso. En forma paralela, la diáspora puede incluir fuertes
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elementos y niveles de alienación, tanto hacia el país de origen y de acogida, así como fuertes sentimientos de
soledad.
Una caracterización más equilibrada de la diáspora ha sido elaborada por Thomas Tweed en su libro
sobre la religiosidad de los cubanos en Miami. Según Tweed, el evento codificado en la definición de la
identidad colectiva y la memoria es la dispersión de un centro primigenio. Desde esta perspectiva, la diáspora
se puede definir como:
Un grupo de cultura compartida que vive fuera del territorio que considera su lugar nativo, y cuyos vínculos
de continuidad con la tierra de origen son cruciales para su identidad colectiva... Los migrantes construyen
simbólicamente un pasado común y un futuro, y los símbolos que comparten hacen de puente entre la patria
y la nueva tierra (Tweed, 1997: 84.)
Algunos estudiosos del tema categorizan a las diásporas en términos étnico-nacionales, haciendo un
llamado a diferenciar entre éstas y las redes transnacionales ligadas a los exiliados (por ejemplo, Sheffer 2003).
De hecho, la formación y el desarrollo de las diásporas aparecen a menudo ligados a la experiencia de los
exiliados. En muchos casos, el exilio supone el desplazamiento forzado, pero ello puede convertirse en borroso
en los casos de quienes optan por salir de un país debido a restricciones de carácter institucional. En general,
los exiliados también mantienen “contactos regulares u ocasionales con lo que consideran su patria y con las
personas y los grupos de los mismos antecedentes que residen en los países de acogida”. Para los exiliados, el
mantenimiento de una identidad común es una condición sine qua non de su existencia, ya que vacilan entre su
pasado y un posible regreso a casa y su presente en el extranjero. Los exiliados tienden por tanto a establecer
redes transnacionales con otros exiliados y ciudadanos, con diversos grados de solidaridad social y política
(Hechter, 1987; Banton, 1994: 1-19).
A pesar de estas similitudes, debemos ser conscientes de que los procesos migratorios han creado
múltiples escenarios transnacionales y han complicado la posibilidad de definir al exilio político y las diásporas
en términos étnico-nacionales. Esto es especialmente cierto en las Américas, en el marco de la migración en
masa, tanto aquella que coincide con la consolidación de los Estados como las olas migratorias más recientes.
En consecuencia, en muchos casos - como los creados por la dinámica política institucional de la exclusión en
América Latina- el exilio pasa a estar centrado en un hiato en las relaciones entre ciudadanía y nacionalidad.
En forma paralela, el exilio puede ser precursor de la creación de nuevas diásporas, como en el caso de
Paraguay y Cuba, donde incluso la migración por motivos económicos está impregnada de color, estrategia e
imágenes del destierro. En la medida en que regímenes autoritarios crean situaciones de exclusión
institucionalizada, es probable que un gran número de migrantes utilice reflexivamente las estrategias de
supervivencia de los exiliados y las imágenes del exilio para defender sus intereses. Bajo tales condiciones, se
genera a menudo una participación social y política pro-activa afín a la de los exiliados, orientándose
principalmente hacia el país de origen, mientras que las actividades en las esferas públicas del país de acogida y
la esfera transnacional servirían para promover cambios en el país de origen.
Por otra parte, hay muchas gradaciones de exilio. En su libro sobre gobiernos en el exilio, Alicja Iwanska
identifica tres grandes círculos dentro de una diáspora nacional, de acuerdo con el papel activo o potencial en
las acciones de grupos de los exiliados. En el primero se hallan los miembros activos de las organizaciones del
exilio. En el segundo círculo están los “miembros de retaguardia”, que participan menos o no participan
activamente como resultado de la falta de tiempo, energía o de acceso a un entorno ideológico. Por último, el
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círculo externo está compuesto por otras personas que comparten antecedentes culturales, cierta solidaridad
derivada de un patrimonio cultural común “y, al menos, algún latente patriotismo que los miembros activos
asumen podría ser despertado y movilizado” (Iwanska, 1981: 44). Estas redes pueden incluir, por supuesto, no
sólo a personas desplazadas por la fuerza, sino también a los inmigrantes y sus descendientes, así como a
residentes y estudiantes extranjeros. Desde nuestra perspectiva, tal diferenciación interna en las comunidades
de expatriados, migrantes y exiliados es fundamental para evaluar la distinta fisonomía y dinámica de las varias
comunidades de exiliados y su relativa capacidad de afectar a los Estados y espacios transnacionales en que se
activa.
Para el desterrado, salir de la patria o lugar de residencia no suele ser resultado de una elección
personal. Incluso en los casos en que el exilio ha sido producto de una decisión personal, tal decisión suele
estar estrechamente relacionada con una amenaza de coacción o un marco institucional que dejó poca
elección al fugitivo. En cambio, el trabajador migrante se percibe a sí mismo -con justicia o injustamente- como
el único responsable de su salida. Habiéndose desplazado lejos de la patria, los exiliados se sienten obligados a
permanecer allí tanto tiempo como las condiciones que los llevaron al escape persistan. Los migrantes sienten
que pueden regresar a voluntad, mientras que los exiliados esperan que cambien las condiciones de exclusión
o el gobierno o régimen que los impulsó al destierro. Esto significa que, analíticamente, la residencia en el
extranjero es diferente como experiencia en cada una de estas situaciones (Vásquez y Araujo, 1988).
Martin A. Miller distingue entre refugiados, expatriados, exiliados y émigrés. Los refugiados están
dispuestos a reasentarse; los expatriados se han desplazado en el extranjero por propia decisión; los exiliados
se han visto obligados a desplazarse, y en su mayoría no se asientan permanentemente, pero al mismo no
pueden volver mientras tanto a su patria; por último, los émigrés son exiliados que participan en la política
(Miller, 1986: 6-8). Relacionado con esto, el sociólogo Lewis A. Coser distingue entre los refugiados que tienen
residencia permanente en su nuevo país y aquellos que consideran su exilio como temporario y viven en el
extranjero hasta el día en que puedan retornar (Coser, 1984: 1). Yossi Shain ha conceptualizado esta distinción
en los siguientes términos: “Yo defino como expatriados exiliados políticos a quienes participan en la actividad
política en contra de las políticas de los gobernantes en el país de origen, contra el propio régimen en el país de
origen o en contra del sistema político en su conjunto, a fin de crear las circunstancias favorables para su
regreso.” Shain también ofrece una caracterización psicológica, al afirmar que “lo que distingue al exiliado de
los refugiados, es, ante todo, un estado de ánimo... el exiliado no busca una nueva vida y un nuevo hogar en
una tierra extranjera. Él considera que su residencia en el extranjero es estrictamente temporal y no puede
asimilarse a la nueva sociedad” (Shain 1989, esp. p. 15). El exilio es concebido por los que lo experimentan
como una fase transitoria, una “vida entre paréntesis”, situada como fuera de la “vida real” que el desterrado
mantuvo en su patria (Vásquez y Araujo, 1988).
En general, las líneas anteriores de análisis llevan adelante una discusión destinada a definir la
especificidad del exilio y los exiliados en forma de categorías. Paradójicamente, en la realidad, las categorías se
confunden en el seno de las comunidades desplazadas, pudiendo cada individuo atravesar distintas etapas en
su derrotero forzado fuera de las fronteras de la patria. Además, tal realidad a menudo torna inútil la supuesta
fácil identificación de exiliados, refugiados o migrantes como grupos separados; es más bien la observación de
su interacción específica en el seno de las comunidades de la diáspora, y las relaciones entre su situación en
sitios de translocación y las redes transnacionales la que puede ayudar a definir su carácter particular en cada
caso. Para sobreponerse a dicha dificultad se han sugerido aproximaciones –pocas, debo confesar– a partir de
la filosofía política y la política comparativa que nos acercan aún más al centro de nuestro análisis.
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2. La singularidad socio-política del exilio
El desplazamiento fuera del territorio patrio y la exclusión de la comunidad política de un estado, activa
una serie de cuestiones de vital trascendencia personal y colectiva. Como dijo Hannah Arendt perceptivamente,
La privación fundamental de los derechos humanos se manifiesta en primer lugar y sobre todo en la
privación de un lugar en el mundo que hace que nuestras opiniones tengan significación y nuestras acciones
puedan ser eficaces. Algo mucho más fundamental que la libertad y la justicia, los derechos de ciudadanía,
están en juego cuando pertenecer a la comunidad en la que uno nace ya no es una cuestión rutinaria y el no
pertenecer a ella ya no es una cuestión de elección (Arendt 1968: 296).
Hasta hace poco, se podía observar la muy escasa elaboración teórica del tema del exilio en la filosofía
política y el análisis comparativo, al menos en relación con el número de trabajos producidos a partir de la
literatura y los estudios culturales. Entre los pocos trabajos existentes se destaca la obra de Judith Shklar,
donde poco antes de fallecer la filósofa política analizaba el exilio en términos de la ruptura de las obligaciones
políticas de los gobiernos hacia sus ciudadanos, y los lazos paralelos de lealtad, fidelidad y acatamiento
voluntario (loyalty, fidelity and allegiance), que los exiliados podrán mantener aun fuera del Estado de origen,
base de la ciudadanía. En las obras publicadas póstumamente (Shklar, 1998a y 1998b), Shklar propuso un
programa de investigación sobre las repercusiones públicas del exilio, indicando que su singularidad se deriva
de una reflexión existencial y política, que al desterrar al ciudadano, anula las obligaciones de los expulsados o
forzados por sus gobiernos a escapar al extranjero:
Los exiliados no pueden hacer lo que la mayoría de la gente -aceptar sus obligaciones y lealtades políticas
como simples hábitos. Desplazados y desarraigados, deben tomar decisiones acerca de qué tipo de vida
dirigirán ahora. Como agentes políticos, deben por lo menos reflexionar sobre esas decisiones y [elaborar
cómo] resolver sus diferentes e incompatibles derechos políticos y vínculos (Shklar, 1998: 57-8).
Vale decir, Shklar analizaba el exilio en términos de la ruptura de un compromiso político tácito entre
gobiernos y ciudadanos, generando en forma paralela un corte en las obligaciones cívicas de quienes son
expulsados o fueron forzados por sus gobiernos a escapar al extranjero. Es entonces que se abre para los
exiliados un campo de reflexión y acción en ámbitos más amplios que aquellos asumidos hasta entonces en la
perspectiva de la ciudadanía y residencia en el país de origen. Shklar indicaba que los desterrados deben
reformular los lazos paralelos que mantienen en el sitio de asilo: lazos de lealtad, fidelidad y asociacionismo.
Mientras muchos exiliados tienden a mantener viejos lazos, al mismo tiempo se ven impulsados a elaborar en
nuevas formas tales lazos, ahora que se hallan fuera del estado de origen, base de su ciudadanía y cuyo
usufructo pleno les ha sido negado por quienes detentan el poder.
Otra contribución relevante es la de Yossi Shain, quien ha estudiado el exilio político en el marco del
estado-nación, sugiriendo como argumento central que los exiliados cruzan la frontera de la lealtad en el
extranjero, en su interacción con sus compatriotas en la diáspora y en el interior del país de origen, así como
con la comunidad internacional (Shain, 1999; Simpson, 1995).
Estas aproximaciones teóricas constituyen un avance significativo más allá de las definiciones
clasificatorias que he analizado anteriormente. En su conjunto, permiten entender la dinámica de la expulsión,
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el ostracismo y el destierro en sus consecuencias no sólo para los individuos desterrados, sino también a nivel
macro-sociológico y político.
Aun así, los estudios mencionados tienen sus limitaciones, que el estudio del destierro en América
Latina lleva a reconocer y permite superar, al menos en dos planos sumamente importantes: el plano del
impacto constitutivo del exilio y el plano de su importancia transnacional. En efecto, muchos y valiosos
estudios han analizado al exilio básicamente como una variable dependiente, prestando poca atención a su
impacto como variable independiente, vale decir a la configuración de procesos de transformación política y
cultural operados por el destierro, o bien la formación de “culturas de exilio,” que pueden llegar a redefinir las
reglas de la política en planos tales como la esfera transnacional o el ámbito continental. Una excepción en el
área de los estudios latinoamericanos son los trabajos de Brian Loveman sobre los regímenes de facto en la
región, en el que muestra cómo el exilio político está relacionado con la legislación de emergencia, destinada a
excluir a las oposiciones del juego político en todo el continente iberoamericano (Loveman, 1993,1999).
Entender el exilio político como una variable independiente, con efectos constitutivos de orden
transnacional sobre las sociedades, los sistemas políticos y el imaginario colectivo de determinadas sociedades
–en nuestro caso, las latinoamericanas, pero de igual forma la irlandesa o la tibetana– es uno de los mayores
desafíos que deben asumir la historia y las ciencias sociales contemporáneas en el campo de investigación al
centro de este trabajo.
3. El destierro y exilio político latinoamericano: enfoques prevalentes y avances teóricos
Como un rasgo generalizado en la política iberoamericana, el exilio no pudo ser ignorado ni por los
participantes en la acción política ni por los estudiosos de la política. El destierro, conocido ya en la época
colonial como un instrumento de poder contra delincuentes sociales, marginados y rebeldes y así como un
mecanismo de reclutamiento forzado de mano de obra para la defensa de las fronteras imperiales en
expansión, adquiriría un perfil político con la independencia. Tal como indicábamos arriba, tras la
independencia, el destierro se convirtió en un mecanismo ampliamente usado y abusado en el ámbito de la
política y la vida pública, un complemento al encarcelamiento y las ejecuciones. En el imaginario colectivo y en
las esferas públicas de los países de América Latina, el exilio se convirtió en un modo central de “hacer política,”
algo que todo político debía contemplar como una posibilidad al decidir tomar parte en el ámbito público.
Tampoco quienes se aproximarían a analizar la vida de los próceres o el derrotero de las nuevas naciones
podrían hacer caso omiso de su omnipresente uso y abuso.
Sin embargo, por décadas y décadas, la mayoría de los políticos y académicos que abordaron el tema,
lo hicieron a menudo en el marco de las historias nacionales de cada país. Por consiguiente, hasta hace poco
había pocos estudios que abordaran el exilio ya sea en macro-regiones (vg. América Central o el área andina), o
bien en todo el continente o desde una perspectiva comparativa. Asimismo, hasta años recientes había pocos
planteamientos destinados a explicar su recurrente emergencia en la región desde una perspectiva de long
durée, de largo plazo. Volveré a ello más tarde.
Nuestra primera observación es que, a pesar de su ubicuidad en América Latina, el exilio político ha
sido hasta hace poco un tema poco investigado. Si bien fascinante, hasta hace poco se lo ha concebido como
bastante marginal para el desarrollo de estas sociedades y se lo ha estudiado en el marco de conceptos y
preocupaciones tradicionales tanto en la historia como en las ciencias sociales. Por lo tanto, no sorprende
encontrar numerosas monografías biográficas que mencionan el destierro como una experiencia formativa de
figuras políticas o intelectuales, desde los tristemente célebres casos de Bolívar o Perón a los innumerables
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casos de otras personas de mayor o menor renombre, cuyos testimonios son esenciales para (re)construir una
historia colectiva de las comunidades de exiliados y expatriados.
En forma paralela, las últimas décadas han sido testigos de la publicación de una amplia literatura
testimonial. Esta surge durante la última ola de exilio político, documentando en primer lugar las experiencias
de los brasileños que fueron obligados a abandonar su país a raíz de los 1964 de golpe de Estado y luego
ampliado a otros países en el Cono Sur, marcado una tendencia que se repite continuamente durante los tres
decenios posteriores. El número de estas biografías y testimonios ha florecido en la última generación, e
incluye algunas obras de reflexión penetrante, plenas de sugerencias teóricas (Cavalcanti y Ramos, 1978;
Jurema, 1978). Esos trabajos biográficos y testimoniales de exiliados y expatriados contribuyen importantes
bloques de construcción para la reconstrucción de las experiencias colectivas de exilio (entre ellos: Olivera
Costa et al., 1980; Gómez, 1999; Tavares, 1999; Ulanovsky, 2001; Guelar, Jarach y Ruiz, 2002; Trigo 2003;
Bernetti y Giardinelli, 2003; Roca 2005). Tales obras reflejan la ubicuidad y el profundo impacto del fenómeno,
resultado de la exclusión política y la persecución de las dictaduras militares de las décadas de 1960 a 1980. Sin
embargo, muchos de estos testimonios no tienen por objeto ofrecer un análisis sistemático del papel del exilio
en la política y sociedades latinoamericanas y no están orientados a explicar la recurrencia del exilio ni sus
transformaciones en el tiempo, desde comienzos del siglo XIX a finales del siglo XX.
Además, en los últimos años se ha producido una proliferación de análisis literarios y de crítica,
centrados en el significado universal de la experiencia del exilio en sus distintas formas, desde el destierro
forzado a la expatriación. Esta literatura se basa en escritos de las postrimerías del siglo XX, reflejando la
marcada incidencia de la represión política y las dictaduras militares de los años 1970 y 1980 en el exilio
(Además de las obras ya mencionadas, véase también Vásquez y de Brito, 1993; Rowe y Whitfield, 1997: 232255; Kaminsky, 1999; González, 2000: 539-540).
A menudo, estas obras ofrecen una profunda retrospectiva teórica de la experiencia existencial de
marginación y las tensiones que genera el exilio, especialmente para los escritores arraigados en la lengua de
las comunidades que fueron silenciadas por la represión y se sometieron a procesos de transformación cultural
en los que los exiliados sólo tuvieron un rol tangencial al estar radicados en el extranjero. La mayoría de
quienes trabajan en esta línea están fuertemente impregnados por el postmodernismo y han sido menos
propensos a contribuir al estudio sistemático del impacto y las repercusiones sociales del exilio en la política
latinoamericana.
Otro importante corpus de trabajo es el desarrollado por psicólogos, psicólogos sociales, trabajadores
sociales y psiquiatras sobre las dificultades que enfrentan muchos exiliados que fueron desplazados de su
patria, junto con sus relaciones de familia e hijos. Estas obras han elaborado, a menudo en forma penetrante,
los problemas de ajuste, desarticulación personal, el estrés mental, la desconfianza y el aislamiento, los casos
de suicidio, así como los altos índices de desintegración familiar y divorcio. Un trabajo pionero ha sido el
desarrollado por Ana Vásquez y Ana María Araujo, Exils latino-americains. La malediction d’Ulysse. En ese
trabajo, que se basa en la experiencia profesional de las autoras con los exiliados de América del Sur en Francia,
las autoras elaboran una teoría sobre las etapas adaptativas de los exiliados. Según su análisis, que también
recuerda los trabajos de los Grinberg, los exiliados viven una fase inicial de dolor y remordimiento, seguida por
una etapa de transculturación y una posible tercera fase de ruptura y un profundo cuestionamiento de las
ilusiones, visiones y proyectos de vida originarios (Véase por ejemplo Barudy et al. 1980; Grinberg y Grinberg
1984; Vásquez y Araujo 1988).
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En los últimos años, podemos identificar avances importantes en el estudio del exilio político de
América Latina. Un importante desarrollo en los últimos años es la emergencia de la historia contemporánea o
“del tiempo presente”, sustentada en testimonios orales y en la apertura de archivos sobre la represión, que
permiten entender en profundidad el entorno transnacional del asilo, la represión y los contactos entre
exiliados de distintos países. Estudios realizados desde esta perspectiva permiten nuevas aproximaciones y
facilitan pasos importantes hacia la sistematización de la pluralidad de experiencias del exilio, al tiempo que
proveen detallados informes sobre la mecánica de residencia fuera del país de origen, la vivencia exiliar, las
relaciones dentro de las comunidades de exiliados y los movimientos de solidaridad con las víctimas de la
represión (además de los trabajos ya citados, véase también Tucci Carneiro e Dos Santos, 1999; Viz Quadrat,
2004; Calandra, 2006; Yankelevich 2007a, 2007b; Viz Quadrat, 2008; Green, 2009; Macdowell Santos et al.,
2008).
Una línea central de avance se deriva de obras colectivas que, combinando los trabajos realizados por
profesionales que se quedaron en los países de origen y de profesionales que habían abandonado sus países de
origen años atrás, avanzaron en pos de la construcción de un enfoque global de las comunidades de
connacionales exiliados durante la última ola de dictaduras militares. En ese contexto, recientemente, se han
publicado estudios, en buena medida bajo el formato de obras colectivas, que conjugan el esfuerzo que
realizaron de manera aislada distintos académicos en el campo de las humanidades y las ciencias sociales.
Entre los trabajos comprehensivos de distintas diásporas de exiliados y emigrados publicadas en los últimos
años destacan Denise Rollemberg, Entre raízes e radares (1999); “Exilios. Historia reciente de Argentina y
Uruguay”, América Latina Hoy (2003); Pablo Yankelevich (coord.), Represión y destierro (2004); José del Pozo
Artigas (coord.), Exiliados, emigrados y retornados chilenos en América y Europa, 1973-2004 (2006); Silvia
Dutrénit-Bielous (coord.), El Uruguay del exilio (2006); Pablo Yankelevich y Silvina Jensen (coords.), Exilios.
Destinos y experiencias bajo la dictadura militar (2007); Luis Roniger y James Green (coords.), dossier “Exile and
the Politics of Exclusion in Latin America”, Latin American Perspectives (2007); Pilar González Bernaldo de
Quirós (coord.), dossier en el Anuario de Estudios Americanos (2007); Silvia Dutrénit Bielous, Eugenia Allier
Montaño y Enrique Coraza de los Santos, Tiempos de exilios (2008); Carlos Sanhueza y Javier Pinedo (coords.),
La patria interrumpida (2010); y Luis Roniger, James N. Green y Pablo Yankelevich (coords.), Exile and the
Politics of Exclusion in the Americas (en prensa, 2012).
Otra línea de trabajo que también florece desde la década del ’80 en forma intermitente aborda el
exilio en términos más amplios que los de las historias nacionales o la biografía, analizando sitios de exilio o
lieux d'exil, como es París un centro de atracción para los latinoamericanos, pero también en relación a otros
polos de atracción de los exiliados en las Américas. Pioneros fueron los estudios realizados por Keith Yundt
(1988) y François-Xavier Guerra (1989: 171–182), seguidos por libros colectivos compilados por Ingrid Fay y
Karen Racine (2000) y por Pablo Yankelevich (2002).
Se han publicado asimismo excelentes trabajos monográficos sobre sitios de asilo y residencia, desde
los pioneros trabajos de Erasmo Sáenz Carrete, El exilio latinoamericano en Francia, 1964-1979 (Sáenz Carrete,
1995; escrito originalmente hacia 1980) y Paul Estrade, La colonia cubana de París, 1895-1898 (1984); libros
como el de Anne Marie Gaillard, Exils et retours. Itineraires chiliens (1997), hasta los más recientes trabajos de
Hebe Pelossi, Argentinos en Francia. Franceses en Argentina (1999); Marina Franco, Exilio. Argentinos en
Francia durante la dictadura (2008); y Silvina Jensen, La provincia flotante. El exilio argentino en Cataluña,
1976-2006 (2007). Es de destacar que, en su mayoría, se trata de trabajos que hasta hace poco se centraban en
sitios de exilio europeos y principalmente los exiliados cubanos o del Cono Sur. Sólo recientemente comienzan
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a aparecer trabajos sobre sitios de exilio relativamente ignorados como Mozambique, y sobre diásporas menos
trabajadas, como las de los peruanos, los centroamericanos o los paraguayos (para importantes contribuciones
en esta dirección véase Prestes Massena, 2009: 67-92; Bergel, 2009: 41-66; Luque Brazán, 2009: 93-116;
Melgar Bao, 2009; Topasso, 2009; Melgar Bao, 2012; y Carr, 2012). En este sentido, es importante destacar la
importancia de la publicación de números especiales sobre el exilio iberoamericano en revistas académicas,
tales como América Latina Hoy (2003), Latin American Perspectives (2007), Anuario de Estudios Americanos
(2007), Estudios Interdisciplinarios de America Latina y el Caribe (2009), y Pacarina del Sur (2011).
Los estudios de sitios de exilio son importantes ya que, entre otras cosas, permiten trazar la
ambigüedad en las políticas de asilo y el significado de los exilios en el contexto de los movimientos masivos de
población. Como ejemplo paradigmático tomemos el volumen colectivo compilado por Yankelevich, México,
país refugio, que es altamente inclusivo y abarca las múltiples experiencias de los exiliados republicanos
españoles, los argentinos, chilenos, alemanes, austríacos, rusos, franceses, norteamericanos, peruanos y los
refugiados judíos (www.lehman.edu/ciberletras/v10/calvoisaza.htm, acceso 12 de marzo de 2009).
Una tarea a emprender sería mover el análisis del exilio iberoamericano hacia el long durée, la “larga
duración”, al ámbito transnacional y a los estudios comparativos. En tal línea, en The Politics of Exile in Latin
America (2009), con Mario Sznajder tratamos de ilustrar las tendencias a largo plazo en las modalidades del
exilio con el objetivo de explicar su uso recurrente como un mecanismo institucionalizado de exclusión en
América Latina y de América Latina, sobre una base transnacional, así como sus profundas transformaciones a
través de los siglos. En el caso de América Latina, hemos empezado a desentrañar colectivamente las formas en
que se convirtió en una práctica política importante ya a principios de siglo XIX. En condiciones de montaje de
la violencia y de Estados autoritarios como regla general y comenzando con el ejemplo de los padres
fundadores de los Estados, el exilio se convirtió en una práctica política importante y un factor permanente en
la cultura política de América Latina.
A principios de siglo XIX y durante mucho tiempo después, el exilio político tuvo una dinámica regional
y transnacional, estando vinculado al nacimiento conflictivo de los distintos de Estados independientes, donde
el exilio fue instrumental en la definición de las nuevas reglas del juego político. Por consiguiente, podemos
analizar como el exilio –además de la confrontación política, que la literatura destaca– contribuyó a esclarecer
las definiciones nacionales, los borrosos límites territoriales y culturales compartidos y la institucionalidad
política. Más concretamente, hemos tratado de desentrañar este desarrollo a partir de varios ejes de análisis:
la tensión entre la estructura jerárquica de estas sociedades y los modelos políticos que predicaban una
participación política amplia, la tensión entre las ideas de unidad continental y la realidad de fragmentación y
conflicto territorial de las fronteras y la evolución de las facciones en la política moderna, que produjeron
guerras civiles, violencia política y polarización. En esta fase, fue característico del exilio poseer una estructura
tríadica, donde los exiliados, los países de origen y los países de destino se impactaron mutuamente (Sznajder y
Roniger, 2009, 2013).
Cuando la participación y movilización política se amplió y resultó masiva, el exilio evolucionó de su
fisonomía selectiva y elitista para transformarse en un fenómeno que afectó la vida de muchos individuos,
incluyendo personas de clase media y baja. Además, en esta etapa una nueva dinámica transnacional se
desarrolló para las comunidades de exiliados y expatriados, debido a la aparición de redes mundiales de
solidaridad, organizaciones no gubernamentales y asociaciones internacionales, a través de las cuales las
vicisitudes de los exiliados cobraron resonancia amplia. Se configuró entonces una dinámica de cuatro factores,
donde a la estructura tradicional de interacción entre los desterrados, los países de origen y los países de
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residencia, se suma la esfera pública internacional, que otorga a los exiliados un tipo diferente de proyección
política en el ámbito internacional. Siguiendo estos puntos de vista analíticos, sugerimos que es importante
llegar a la comprensión de los procesos tanto de cristalización como de transformación del exilio como práctica
política y mecanismo de exclusión, con un impacto propio en las esferas públicas de los países iberoamericanos.
Esa línea de investigación se ha basado en desarrollos recientes en la ciencia política y la historia, la
sociología, la antropología y las relaciones internacionales, con avances teóricos que han puesto de relieve la
centralidad de las diásporas y los estudios transnacionales, y la reubicación de la transitoriedad, la hibridación
cultural y las modernidades múltiples. A raíz de estos desarrollos analíticos, sugerimos que el estudio del exilio
de América Latina puede convertirse en un tema de preocupación central, en estrecha relación con problemas
teóricos básicos y controversias en estas disciplinas. En paralelo, se sugiere que el estudio sistemático del exilio
también promete dar lugar a nuevas lecturas de desarrollo de América Latina, lejos de las tradicionales lecturas
de las historias nacionales y hacia un plano más regional, transnacional o incluso de dimensiones continentales.
4. La lógica de un mecanismo de control político: Lecturas transnacionales
En el plano teórico, el estudio del exilio destaca la existencia de una tensión entre el principio de
pertenencia nacional y el principio de la ciudadanía. Una vez que una persona es empujada al exilio, él o ella
pueden perder los derechos ligados a la ciudadanía, pero al mismo tiempo, se puede llegar a generar una
adherencia más profunda a lo que el desterrado percibe como el “alma nacional.” Asimismo, tal identificación
nacional se torna más compleja, puesto que implica un desafío que proyecta la nacionalidad fuera de las
fronteras territoriales y, al mismo tiempo, liga la suerte de los desterrados a los vaivenes del ámbito
transnacional.
No es por acaso, que con el destierro – y más allá de los múltiples problemas personales de
supervivencia, adecuación cotidiana, traumas y aclimatación – se abren nuevos horizontes y se redefinen
proyectos colectivos, nacionales, transnacionales o universales. Al tiempo que se proyectan hacia la
redefinición de proyectos para la nación de origen, muchos exiliados redescubren también los lazos con
ciudadanos de territorios y naciones hermanas y postulan una identidad latinoamericana más allá de la
evidente pluralidad, en cuyo marco formulan a veces compromisos políticos transnacionales, mientras ellos
mismos u otros conciben futuros alternativos para las naciones de origen.
En la ciudadanía existe una latente pero clara dimensión de identidad colectiva subyacente, que es
asumida sin reflexión en el quehacer cotidiano de quienes residen en un determinado territorio. Esa dimensión
de identidad es necesariamente cuestionada y reconocida en el destierro. En consecuencia, ha sido en el
extranjero que muchos de los desplazados han descubierto, re-descubierto o bien inventado el “alma colectiva”
de su nación en términos primordiales o espirituales. Aunque algunos residentes y migrantes transnacionales
han desarrollado orientaciones cosmopolitas y des-territoriales, muchos otros han tratado de reconstruir sus
lazos de solidaridad en términos de la identidad colectiva del país de origen, abriendo así un fascinante ámbito
de la política una vez que se produce un retorno a la democracia y se abren las esferas públicas al debate
público.
Tal debate en torno a las identidades nacionales y transnacionales suele abrirse en forma explícita
después de períodos de crisis que producen un gran número de exiliados. Con la esperanza de regresar algún
día a su país de origen, a menudo los exiliados tratan de redefinir los términos de la identidad colectiva frente a
quienes crearon las condiciones que los llevaron al destierro. Al abrirse la perspectiva del retorno, quienes se
quedaron en el país de origen y quienes debieron trasladarse al extranjero buscan hacer primar sus propias
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definiciones de cómo fue afectada y de cómo debe recomponerse la identidad colectiva nacional. Al mismo
tiempo, los desterrados pueden haber construido nuevos vínculos con los exiliados de “naciones hermanas”,
en refuerzo de una dinámica de reconocimiento mutuo y la identificación de problemas e intereses
transnacionales compartidos dentro del sistema interamericano.
En muchos casos, el exilio parece haber desempeñado un papel importante en América Latina en la
definición o redefinición de la identidad colectiva en torno a las incipientes nacionalidades así como en torno a
una identidad más amplia, pan-latinoamericana. La historia iberoamericana presenta innumerables casos que
convendría recordar. Ante todo, el caso emblemático los de los jesuitas expulsados de las Américas en la
segunda mitad del siglo XVIII; algunos de ellos escribirían tratados describiendo la tierra que habían dejado
atrás y defendiendo sus paisajes, su flora y fauna, su sociedad, frente a la denigración de los europeos, en
términos que luego servirían de aliciente a las nacientes nacionalidad. Aun un Rafael Landívar, escribiendo un
poema cuyo título (Rusticatio mexicana) no evocaba expresamente a su Guatemala natal sería luego una
fuente de inspiración para la conformación del sentimiento nacional, siendo reconocido como un poeta
‘nacional’. Pero más aún, en no poca medida fueron los desterrados dentro del área andina y dentro del área
centroamericana en la primera mitad del siglo XIX quienes, en su derrotero por tierras ajenas al terruño natal,
se vieron forzados a definir y ser definidos por otros en términos de las nacientes y divergentes nacionalidades
(Sznajder y Roniger 2013: 71-74).
Al mismo tiempo, el destierro permitió pensar a los países de origen desde lejos como parte de una
complementariedad y un ámbito pan-latino-americana. Así, al colombiano José María Torres Caicedo, exiliado
en París, se le atribuye la creación del término de América Latina; o bien el nicaragüense Salvador Mendieta, el
cubano José Martí, el portorriqueño Ramón Emeterio Betances, el portorriqueño Eugenio María de Hostos y
Bonilla, el salvadoreño Agustín Farabundo Martí, o el nicaragüense Augusto César Sandino, para nombrar solo
a algunos exiliados destacados que desenvolvieron banderas de lucha e identidad más amplias que las de su
tierra natal, al percibir la mancomunidad de intereses y desafíos de los exiliados de las distintas sociedades
latinoamericanas (vg. Carr 2012).
Una dinámica similar se reproduce en el caso de desterrados de menor renombre. A menudo, al ser
desterrados, tanto unos como otros pretenden constituirse en los verdaderos representantes de la Nación, del
pueblo. Pero al residir en el extranjero interactúan en la sociedad de acogida, deben aprender nuevos módulos
de comportamiento cotidiano y hacer frente a nuevos modelos de organización que los transforman
voluntariamente o inconscientemente. Esto plantea un gran dilema para todo exiliado a nivel personal,
psicológico, familiar y colectivo: ¿cómo relacionarse con la sociedad de acogida y la posibilidad de formar parte
de ella, más allá del nivel instrumental de la vida cotidiana, e incluso desarrollar identidades híbridas y nuevos
compromisos? Por otra parte, si se asientan en lo que perciben como una sociedad más desarrollada, que
presta mayor atención al medio ambiente o bien se regula de modo diferente, se enfrentan a este dilema de un
modo más acuciante. Cuanto más tiempo el exiliado pasa en el destierro más probable es que se produzca una
nueva amalgama o fragmentación de identidades, una heterogeneidad de visiones y una heteroglosa vivencia,
que algunos pueden celebrar y otros, lamentar.
Igualmente fundamental es el impacto del exilio en la reformulación de visiones de mundo y proyectos
de vida. La experiencia en el exilio obliga a las personas desplazadas a reconsiderar los ideales que trajeron
consigo de la patria que dejaron atrás, y/o actuar tácticamente para poder transmitir su mensaje en términos
de nuevos discursos que antes ignoraban o aun denunciaban desde el compromiso político. Un ejemplo
paradigmático es la adopción del discurso de los derechos humanos a través del cual podrían los exiliados
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denunciar la represión que, en términos del discurso revolucionario, era el precio que todo combatiente debía
poder enfrentar en su lucha por la revolución. Una vez en el destierro, los exiliados de la última ola represiva
descubrieron el poder movilizador del discurso emergente de los derechos humanos y, aunque no lo adoptaron
desde un principio en forma total sino de una forma táctica, con el pasar de los años y al tiempo que les
permitía reformular solidaridades y alianzas transnacionales, los derechos humanos se proyectaron como un
núcleo central en las estrategias de lucha y denuncia de los exiliados, como lo analiza por ejemplo Vania
Markarian (2005) para el caso uruguayo o bien Roniger y Sznajder (1999) o Thomas Wright (2007), para los
otros casos del Cono Sur. Se dio así un profundo proceso de redefinición de la diversidad cultural, social y
política, crucial para entender su contribución a las futuras transformaciones de sus países de origen y, en
algunos casos, de retorno.
Este enfoque lleva a sugerir que el exilio político es importante en varios sentidos. Es a la vez el
resultado de los procesos políticos y un factor constitutivo de los sistemas políticos. En términos de causalidad,
siendo un mecanismo de persecución política que no aniquila en forma total a la oposición, el exilio habla –en
términos gramscianos– de un modelo autoritario de la política y la hegemonía, con independencia de la
definición formal del sistema político. Estos patrones de la política se basan en la exclusión y son el resultado
de un compromiso entre una situación donde el ganador del juego político se lleva todo el poder y los peligros
de una lucha a muerte (de “suma cero”) en el juego ampliado de una posible o efectiva guerra civil.
Si bien como consecuencia de estas formas de competencia política, el uso recurrente del exilio se ha
instalado en la cultura política de estos países, lo que refuerza la exclusión son las reglas del juego político en
América Latina. En las etapas tempranas de desarrollo político, la práctica generalizada de exilio limitó la
institucionalidad democrática, aunque proyectó una mayor presión política más allá del territorio que sería
reclamado como nacional. En etapas subsiguientes, la democracia se vio afectada por la limitación de la
representación y el ostracismo político, lo que obstaculizó el alcance de la libertad de debate y la posibilidad de
impugnar el poder establecido por los canales abiertos de la participación democrática.
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