Evangelización y generaciones intermedias

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Evangelización y generaciones intermedias
Angelo Scola
Cardenal, Arzobispo de Milán
traducción de María Eugenia Flores Luna para Kaire
Contribución en Milán 2013, el reporte sobre la ciudad promovido por la Fundación Ambrosianeum con la
contribución de la Fundación Cariplo y publicado por Franco Angeli, dedicado este año al tema
Treintañeros en busca de autor.
Al encuentro con las generaciones intermedias
En la Carta pastoral Alla scoperta del Dio vicino (Al descubrimiento del Dios cercano) he podido
recordar cómo en nuestra sociedad se encuentran y a veces chocan diferentes mundovisiones que
buscan un rumbo en el trabajo de la transición al Tercer milenio. Nuestro tiempo está marcado por
fenómenos más inéditos que epocales. Van desde los sorprendentes descubrimientos de las
biotecnologías, de las neurociencias y de la física, a las complejidades sociales de la relación
política, economía y finanza, al carácter virtual difundido en las relaciones sociales, al macizo
fenómeno del “mestizaje de culturas y civilizaciones” debido, no sólo, a la inmigración y a la
compleja civilización de las redes, intensamente invasiva.
¿En un contexto símil aún es posible proponer, sin titubeos y reticencias y en el pleno respeto de
todos y de cada uno, que Jesucristo es El que desvela plenamente el hombre al hombre, (cfr.
Gaudium et spes 22) y que fuera de Él no hay salvación (cfr. He 4, 12)? ¿La Iglesia, herida por el
pecado de alguno de sus miembros, es creíble aún hoy a nuestro ojos y a aquellos del sofisticado
hombre post-moderno? (1).
Estas preguntas se hacen aún más urgentes si consideramos la dificultad en que se encuentran las así
llamadas “generaciones intermedias”, aquellas personas que, incluso no siendo normalmente
contrarias a la Iglesia, sin embargo en gran parte parecen desaparecidas de la vida eclesial. No
podemos olvidar que este grupo de edad representa el “corazón” de nuestra sociedad en términos de
responsabilidades personales y sociales. Es en efecto la edad que debería marcar la plenitud de la
madurez adulta, con la realización de la familia y la consolidación de la propia actividad laboral. Es
raro que nuestras comunidades eclesiales no intercepten justo estas generaciones y no tengan para
ellas propuestas atentas a su vida. Estas generaciones están encontrando objetivas dificultades
personales determinadas sobre todo por el ámbito laboral, con solicitudes de empeño cada vez más
apremiantes, en los horarios y en los tiempos de trabajo, cada vez más fraccionados y poco
respetuosos de los ritmos familiares, con una más elevada movilidad, a la cual se acompaña la
incertidumbre por el futuro, desilusiones, el delinearse de riesgos ocupacionales, y para muchos el
concretarse de la desempleo o el quedar en situaciones de precariedad. Junto al trabajo se verifica
una experiencia afectiva a menudo frágil, cansada y con frecuencia afectada, a la cual se suma la
carga de la tarea educativa. Sintéticamente es posible describir la situación en que se encuentran
muchas de estas personas afirmando que están agobiadas por la “profesión de vivir”.
Para poder interceptar realmente la necesidad-deseo que vive en el corazón de las generaciones
intermedias es necesario retomar con decisión sea los ejes de la evangelización, tal como han sido
evidenciados en la última Asamblea del Sínodo de los Obispos, sea las preguntas en las que se
expresa tal necesidad-deseo.
Los ejes de la nueva evangelización
Ante todo la precedencia de Dios. Ella puede ser también descrita hablando del acontecimiento
trinitario de Jesucristo en términos de “sujeto” y, al mismo tiempo, de “contenido” de la nueva
evangelización (2). En este sentido el Mensaje al pueblo de Dios de parte de los Padres Sinodales
de la última asamblea se ha referido al contenido de la nueva evangelización en términos de
encuentro personal con Jesucristo en la Iglesia. A este tema central hace referencia el célebre
exordio de la encíclica Deus caritas est: «Al inicio del ser cristiano no hay una decisión ética o una
gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da a la vida un nuevo
horizonte y con eso la dirección decisiva» (3).
En segundo lugar hace falta subrayar que la Iglesia es realmente la “con-agonista” de la nueva
evangelización. Esta, junto a la missio ad gentes y al cuidado pastoral del pueblo cristiano, hace
parte de la dimensión misionera de la Iglesia que, sobre la estela de la enseñanza del Vaticano II,
debe ser reconocida como una dimensión esencial y permanente del camino histórico de la Iglesia:
«La Iglesia durante su peregrinación en la tierra es por su naturaleza misionera, en cuanto es por
la misión del Hijo y por la misión del Espíritu Santo que ella, según el plan de Dios Padre, deriva
su propio origen» (AG 2). A este propósito es oportuno declinar este argumento insistiendo en la
clave que podríamos llamar “antropológica” de la Iglesia, y es decir poner en evidencia cómo la
Iglesia vive su naturaleza misionera justo en cuanto ella sucede en la vida de los fieles cristianos (se
recuerde el reclamo de Guardini al “renacer de la Iglesia en las almas”). Por esta razón hace falta
insistir sobre el hecho de que la misión concierne a cada cristiano en cuanto tal, o para decirla de
otro modo, la misión mana esencialmente de la iniciación cristiana, de la identidad cristiana. Sigue
que la nueva evangelización concierne a cada estado de vida (ministros ordenados, vida consagrada,
fieles laicos) y condición (hombres y mujeres, jóvenes, adultos, migrantes, enfermos...).
En tercer lugar podemos localizar la “figura” propia de la misión y de la nueva evangelización. Me
refiero a la figura del “testigo”. La nueva evangelización es ante todo cuestión de “testimonio” o,
mejor dicho, de testigos en un mundo secularizado. ¿En qué forma los cristianos viven en primera
persona su ser testigos? Benedicto XVI ha descrito tal forma a partir del binomio confessio-caritas.
El testimonio es confessio porque Dios mismo es en cierto sentido el contenido de la fe, El que nos
pide la disponibilidad a entregar la vida justo en el dar testimonio a Él. Merece la pena, acerca de
esto, citar las palabras de Benedicto XVI: « Aquí es importante observar también un pequeña
realidad filológica: «confessio» en el latín precristiano no se diría «confessio» sino «professio»
(profiteri): esto es el presentar positivamente una realidad. En cambio la palabra «confessio» se
refiere a la situación en un tribunal, en un proceso donde uno abre su mente y confiesa. En otras
palabras, esta palabra «confessio», que en el latín cristiano sustituyó a la palabra «professio»,
lleva en sí el elemento martirológico, el elemento de dar testimonio ante instancias enemigas a la
fe, dar testimonio incluso en situaciones de pasión y de peligro de muerte. A la confesión cristiana
pertenece esencialmente la disponibilidad a sufrir: esto me parece muy importante. En la esencia
de la «confessio» de nuestro Credo, está siempre incluida también la disponibilidad a la pasión, al
sufrimiento, es más, a la entrega de la vida. Precisamente esto garantiza la credibilidad: la
«confessio» no es una cosa que incluso se pueda dejar pasar; la «confessio» implica la
disponibilidad a dar mi vida, aceptar la pasión. Esto es precisamente también la verificación de la
«confessio». Se ve que para nosotros la «confessio» no es una palabra, es más que el dolor, es más
que la muerte. Por la «confessio» realmente vale la pena sufrir, vale la pena sufrir hasta la muerte.
Quien hace esta «confessio» verdaderamente demuestra de este modo que cuanto confiesa es más
que vida: es la vida misma, el tesoro, la perla preciosa e infinita. Precisamente en la dimensión
martirológica de la palabra «confessio» aparece la verdad: se verifica solamente para una
realidad por la cual vale la pena sufrir, que es más fuerte incluso que la muerte, y demuestra que es
la verdad que tengo en la mano, que estoy más seguro, que «guío» mi vida porque encuentro la
vida en esta confesión» (4).
La dimensión de la “confesión” es esencial en la nueva evangelización como testimonio de la fe.
Ella es llamada a conformar sea el primer anuncio que la catequesis, sea la educación católica en
todos sus niveles, sea la elaboración teológica. La confessio, además, es aplicada y alimentada por
la celebración litúrgico-sacramental, ámbito propio de la lectura orante de la Palabra de Dios.
De modo inseparable el testimonio también es caritas. Esta dimensión no se yuxtapone a la de la
confessio, sino constituye la verificación: la caridad legítima, por así decir, la verdad, la hace creíble
(5). La caridad, como forma propia de la vida cristiana, comunica en lenguaje accesible a cada
hombre, cualquiera sea la circunstancia en que se encuentra, la verdad del Evangelio. La caritas, de
este modo, manifiesta con claridad lo que podemos llamar la relevancia antropológica de la fe, la
“conveniencia” del encuentro con Jesucristo (cfr. GS 22).
¿Cómo el Resucitado en la Iglesia encuentra a través del testigo a los hombres y mujeres de las
generaciones intermedias con los que compartimos cada día trabajo, afectos y descanso?
Descubrir al Dios cercano
a) Desiderio de Dios y realidad
Ante todo es necesario reconocer un dato de la experiencia elemental, común precisamente a cada
hombre y a cada mujer, cualquiera sea la situación en que se encuentra viviendo. Al mundo real
cada uno de nosotros siempre e inevitablemente se relaciona según aquella dinámica, típicamente
humana, que podemos identificar con el término deseo. No se comprende la palabra deseo, tanto
menos si se habla de deseo de Dios, si ella no se concibe como el tender de todo mi yo al encuentro,
inevitable e insuperable, con el mundo real. En efecto, según la definición simple pero completa del
diccionario, deseo es el “dirigirse con afecto a algo que no se posee y que gusta”. Como en un imán
siempre están presentes dos polos. La dinámica del deseo implica siempre e inseparablemente la
cosa que no se posee y que gusta y el dirigirse a ella con afecto. Subrayo “con afecto”, vale decir
con la mente, con el corazón, con la totalidad de nuestro yo.
Esta dinámica ha sido descrita de modo insuperable por san Agustín en el libro de las Confesiones:
«Tú nos has creado para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti» (6). San
Agustín usa la palabra corazón para expresar el deseo en su amplitud total constituida por dos polos
antes identificados: el yo que anhela el infinito en el encuentro con la realidad total. El término
corazón es decisivo en toda la Sagrada Escritura y por tanto en toda la tradición judía y cristiana.
Desear a Dios es la gran aspiración del hombre: «tu rostro, Señor yo busco, no me escondas tu
rostro» (Sal 26, 8-9). Como ha afirmado uno de los más grandes filósofos vivientes, el alemán
Robert Spaemann (2008): aunque en todos los tiempos alguien o muchos piensan, teóricamente o
prácticamente, que Dios haya muerto, ¿por qué entonces la habladuría de Dios es inmortal? ¿Por
qué no se logra callarla? ¿Por qué la naturaleza del corazón, es decir el deseo profundo de cada
hombre y cada mujer, lleva dentro, como un diario, no eliminable ruido de fondo, esta presencia?
La respuesta se impone de algún modo por sí misma: cada hombre identifica con este vocablo el
término último del propio deseo, eso por lo que vale la pena vivir hasta el final, aun sólo por cinco
minutos, eso por lo cual la vida en el mundo real es un bien y no un mal.
b) ¿Cómo reconocer a Dios cercano?
Hasta hace cerca de quince años se hablaba del eclipse de Dios, llegando también a afirmar que la
esfera religiosa habría desaparecido completamente de la sociedad. Hoy, si se exceptúan tales
tentativas de elaborar un “nuevo ateísmo” (7), juzgados por los críticos como más extravagantes
que objetivamente pertinentes, estamos frente a una gran sorpresa: Dios ha vuelto. Más bien, el
sociólogo Casanova observa, «las religiones de todo el mundo», aquellas tradicionales antes que los
«nuevos movimientos religiosos», «están haciendo su entrada en la esfera pública» y participan en
las luchas por la redefinición de los confines entre esfera pública y privada, entre sistema y mundo
vital, entre legalidad y moralidad, etc. (8).
Aquella que era la cuestión central del fin de la época moderna, el binomio eclipsis/retorno de Dios
asume, en la post-modernidad, otra, quizás más adecuada, formulación. Hoy la pregunta crucial ya
no es: “¿Existe Dios?”, sino más bien: “¿Cómo tener noticias de Dios?” Y por tanto: “¿Cómo se
comunica Dios con nosotros de modo que se pueda narrar a Dios, y comunicarlo en cuanto Dios
vivo al hombre real que vive en el mundo real? ¿Cómo nombrar a este Dios para que el hombre
post-moderno, y en particular aquel de las generaciones intermedias, lo perciba significativo y por
tanto conveniente?” (10).
En la óptica occidental, influenciada radicalmente por el judaísmo y el cristianismo, Dios es El que
viene al mundo. Si viene al mundo es distinto de ello, pero eso no excluye la posibilidad de que los
hombres lo tomen como familiar. Entonces para hablar de Dios al hombre de las generaciones
intermedias, «se tiene que arriesgar la hipótesis de que sea Dios mismo que viene al mundo a
habilitar al hombre a hacerse familiar a él» (Jüngel, 1978). Es necesario preguntarse antes si hay
una familiaridad entre Dios y el hombre e interrogarse sobre ella para que Dios pueda ser realmente
conocido. Un problema de siempre, se ha puesto particularmente agudo en nuestro tiempo que,
como hemos dicho, no está interesado en los discursos sobre máximos sistemas, sobre los
mundovisiones, sino está siempre más lleno de problemas del vivir cotidiano. Para el hombre de
hoy la cuestión no es tanto si Dios existe, sino si existe qué tiene que ver conmigo cada día. ¿Me es
familiar?
Ahora bien la convicción de que Dios se ha hecho conocer y se ha hecho familiar porque se ha
comprometido con la historia de los hombres está en el DNA de la mentalidad occidental (Ibídem).
Si las cosas están así - y más allá de todas las apariencias que parecen contradecir esta afirmación,
están realmente así - entonces evangelizar a las generaciones intermedias no será más que descubrir
cómo la presencia de Dios se vuelve cotidianamente familiar, llegando a colmar, de modo
completamente gratuito, el deseo en sentido pleno, resolviendo la inquietud de la que hablaba San
Agustín. De este modo la palabra deseo adquiere todo su espesor, que no se deja reducir, como casi
siempre nosotros arriesgamos con hacer, a una pura aspiración subjetiva, sino vive en su plenitud
bipolar, como el tender con todas nuestras fuerzas a lo real, cuyo horizonte último es el infinito y,
específicamente hablando, Dios mismo.
c) La familiaridad de Dios al hombre
La posibilidad de tener noticias de Dios y de narrar de Él está en el escuchar de cuanto Él ha
querido libremente comunicarnos. Y conviene decir enseguida que la comunicación gratuita y plena
del Dios Invisible tiene un nombre propio, es una persona viviente: Jesucristo, el Intérprete de Dios.
El Evangelio de Juan lo dice desde el inicio claramente: «A Dios, nadie lo ha visto nunca: el Hijo
unigénito que es Dios y está en el seno del Padre, es él que lo ha revelado» (Jn 1, 18).
En Jesús, muerto y resucitado, Dios nos viene al encuentro en cuanto Dios. La tradición teológica
recuerda que «Dios ha hecho breve su Palabra, (Verbo, Hijo), la ha abreviado» (Is 10,23; Rom
9,28) (9). El Hijo mismo que es «el Logos eterno se ha hecho pequeño… Se ha hecho niño, para
que se vuelva aferrable para nosotros», (11). En caso contrario habría sido imposible ir más allá del
conocimiento, aun éste confuso y no sin errores, de Su existencia.
Para decir Dios hace falta, por lo tanto, profundizar la lengua (en sentido fuerte) de la criatura que el
Verbo encarnado ha querido asumir libremente. Es necesario comprender, por así decir, la
gramática. Aquella gramática que es capaz de narrarnos lo Divino.
Así, no sólo el cristiano será capaz de confesarlo como su Señor y Dios, sino cada hombre, también
el que se dice no creyente, podrá reconocerlo. Al menos en los términos indicados por Pablo en la
Carta a los romanos (12), cuando, hablando de Abraham, dice: «Como está escrito: “Te he
constituido padre de muchos pueblos”; (es nuestro padre) delante del Dios en el que creen, que da
vida a los muertos y llama la existencia de las cosas que aún no existen» (Rom 4, 17). Con esta
estupenda expresión Dios es descrito, al mismo tiempo, como creador y operador de salvación. Y el
Apóstol sabe bien Quien es el Dios del que quiere hablar. Dios es «el que da vida a los muertos y
llama a la existencia las cosas que no existen». En efecto, en el primer capítulo de la misma Carta
a los Romanos, el apóstol había advertido que no tiene alguna excusa quien no reconoce «lo que de
Dios se puede conocer… porque Dios mismo lo ha manifestado. En efecto sus perfecciones
invisibles o sea su eterna potencia y divinidad, son contempladas y comprendidas desde la creación
del mundo por las obras por Él cumplidas» (Rom 1, 19-20). Lo que de Dios se puede conocer, dice
Pablo. Es decir: de Dios no se puede conocer todo pero aquello que de Dios se puede conocer lo
pueden conocer todos.
La notitia Dei, es decir acoger y escuchar a Dios que está entre nosotros y comunicarlo, continúa
siendo posible y es completamente pertinente también a la condición de los hombres y de las
mujeres de las generaciones intermedias. Se trata por eso de aprender la gramática de la lengua con
la cual Dios nos habla, es decir considerar cuáles sean los lugares esenciales de lo humano en que
continuamente se realiza Su relación con nosotros. Aquellos lugares que Él ha asumido para
expresarse al hombre. Son aquellos a través de los que cada hombre, se da cuenta o al menos, trata
de satisfacer la naturaleza profunda del propio corazón, de llenar su auténtico deseo. Nos limitamos
a indicar tres que nos parecen fundamentales.
c1) La experiencia humana en su simplicidad
Un rasgo relevante del estilo de vida de las generaciones intermedias consiste en reconocer que
vivimos divididos en una miríada de informaciones, conocimientos y saberes a tal punto que cuando
afrontamos un aspecto de nuestra vida es como si de todos los otros ya no tuviéramos memoria,
como si no existieran. Hacemos referencia a lógicas (experiencias) autónomas entre ellas
prácticamente no comunicantes, porque no se integran en un sistema de valores omnicomprensivo.
Nos comportamos como si no tuviéramos una hipótesis existencial que nos haga capaces de
interpretar unitariamente lo real. Obsesivamente estamos apegados a cada particular. Y por eso nos
apoyamos a la enorme potencia de memoria cuantitativa en los nuevos medios de comunicación,
pero, viéndolo bien, ésta no es la verdadera memoria, aquella del hombre que los usa. Estamos
dominados cada vez más por una “lógica ética” (en general situada en el plano de una conciencia
que no admite tribunales), por una “lógica económica” (la mayor parte de las veces totalmente
separada de aquella del bien humano), una “lógica técnica” (en que la sofisticación y la complejidad
son bienes en sí mismos independientemente de su utilidad), una “lógica artística” (ars gratia artis),
una “lógica política” (del poder por el poder) etc. No podemos negar obviamente que, en Occidente,
la expansión de estas lógicas particulares ha favorecido una enorme eficiencia de todos los procesos
de desarrollo. Pero lo que es típico de nuestro tiempo me parece que sea el hecho de que haya
venido a faltar cualquier cuadro de referencia omnicomprensivo, al menos ampliamente
compartido, en el que las diferentes lógicas puedan encontrar contrapesos y recíprocas
compensaciones. Vale de hecho el contradictorio principio: “todo diferente, todo igual”. Quizás es
sobre todo en este sentido que el “fin de las grandes narraciones” (13) produce un efecto directo e
inmediato en los modos de vida de las personas.
Sin embargo también esta práctica de vida, que se vuelve luego teoría, tiene que hacer cuentas con
el reaparecer en lo real de la indestructible gramática de lo humano, a través de la cual el Dios que
se ha involucrado con la historia continúa incansable dándonos noticias de su presencia entre
nosotros. Teniendo en cuenta también todas las objeciones posibles, derivadas de la complejidad de
vida propia de las generaciones intermedias, se tiene que concluir con Karol Wojtya: «Sin embargo
existe algo que puede ser llamada experiencia común del hombre» (Wojtyla, 1999, p. 35), de cada
hombre. Ella certifica ante todo la totalidad y la elementalidad, es decir su indestructible
simplicidad. En efecto, «esta experiencia en su sustancial simplicidad supera cualquier
inconmensurabilidad y cualquier complejidad» (Ibídem, p. 45; cfr. Scola 2013).
Por tanto en una mirada límpida y leal siempre será posible reconocer e indagar los rasgos típicos
de la experiencia humana que en su originaria simplicidad constituye la primera comunicación de
Dios y abre la posibilidad de narrar de Dios al “hermano hombre”, porque tal experiencia universal
identifica nuestra condición de criatura tal como Dios la ha querido y conservado incluso en su
debilitamiento por el pecado. La permanencia de esta condición de criatura es, de por sí,
“testimonio” que Dios hace de Sí mismo y, por lo tanto, vía segura para reconocer que Él está en el
mundo real. Él es el Dios con nosotros.
¿Cuál es el contenido sustancial de esta experiencia? ¿En qué consiste este primer elemento de la
gramática propia de la lengua con la cual Dios y el hombre se hablan? Ante todo en la razón misma
(uso aquí el término en sentido general), con su capacidad (trascendental) de hospedar lo real que
por tanto se revela como inteligible: el hombre, con su razón, es capaz de aprovechar la verdad que
siempre es una cosa sola con el bien y lo bello. Pero hay que añadir enseguida que la razón
comprende lo real quedando en conexión inseparable con la voluntad. Es ésta, viéndolo bien, la
naturaleza del corazón. En ello se unen conocimiento y afectividad. A través de esta estructura
común el mundo real se ofrece a todos los hombres como fuente de estupor y maravilla y remite
más allá de las “cosas” que aparecen (diferencia ontológica) abriendo el camino al reconocimiento
que Dios nos habla. Se vislumbra en tal modo cuánto sea literalmente verdad que Dios constituye la
implicación última de toda experiencia humana.
Esta experiencia común a cada hombre - este primer y fundamental lugar de la comunicación y de
la narración de Dios - posee dos implicaciones de radical importancia.
En primer lugar la conciencia de que Dios no está “en otro lugar” con respecto a la realidad, sino
está “dentro” de la realidad. Y esto en el sentido preciso que la constituye aquí y ahora, la crea
haciéndola participar de Su mismo ser: «El mundo ha sido hecho a través de Él» (Jn 1,10). Un Dios
fuera de la realidad sería puro producto de nuestra imaginación. Sería un nombre vacío, como a
menudo afirman los hombres de hoy cuando, interrogados, no niegan la existencia de Dios. Sería un
Quid incomunicable, no susceptible de ser conocido por todos los hombres.
En segundo lugar, si Dios está “dentro” de la realidad, si Él constituye la implicación última de toda
experiencia humana, entonces ningún hombre está lejos de Dios, le guste o no, no puede alejarse
mínimamente de Él. Obviamente no porque la blasfemia no sea siempre una trágica opción, sino
porque la negación de Dios siempre implicará la censura o el rechazo de la propia experiencia
humana integral y elemental.
c2) Yo-en-relación
La gramática de la lengua en que comunican el Verbo encarnado y la criatura tiene sin embargo
otras articulaciones esenciales. Ahora haré brevemente referencia a un dato que con facilidad cada
uno de nosotros encuentra de algún modo en sí mismo, porque hace parte de la experiencia común
de cada hombre. Si bien reflexiona, él descubre ser uno - por eso se puede decir yo -, pero siempre
y sólo en la dualidad de alma-cuerpo, de hombre-mujer y de persona-comunidad. La unidad del
hombre es por tanto señalada por una ineludible tensión dramática - como la tensión entre los dos
polos de un imán - que siempre pone en juego la libertad del individuo en cada acto suyo. Ahora
bien también a través de este dato antropológico esencial Dios habla de Sí mismo.
Conviene sólo detenerse en la última de las tres polaridades constitutivas, aquella de personacomunidad, justo porque nuestra época es caracterizada por un individualismo psicológico y social
de gran alcance. Ello hace frágiles las relaciones humanas, especialmente la transmisión del
significado de la vida entre las generaciones. Esto ya no es vivido como un obvio patrimonio de la
humanidad.
En nuestro tiempo el individualismo toma formas inéditas y más radicales. Es entendido ante todo
en sentido neutral, no sería ni bueno ni malo, es mecánica y obsesiva atención al valor singular de la
persona. También en este caso se trata de un proceso iniciado en la edad moderna, que sin embargo
ha tenido su cumbre en la edad contemporánea gracias a la extensa posibilidad de control de los
nacimientos que ha producido lo que un célebre sociólogo francés ha llamado el atraso de la muerte
(14). El hecho de que en Occidente la edad de la muerte se haya elevado en poco tiempo ha
producido como efecto clamoroso, entre otros, el dato de que el hijo se haya vuelto, en los hechos y
en el imaginario colectivo, fundamentalmente un individuo producto de una restrictiva aspiración
subjetiva (deseo en sentido restrictivo). La grave consecuencia de este hecho es la siguiente:
gradualmente ha reformulado la percepción que las personas tienen de sí mismas, ya no se sienten
llamadas a hacer parte de la cadena de las generaciones, sino ante todo a realizar la propia
autonomía; ya no se consideran ante todo responsablemente integradas en un tejido de tareas y
deberes, sino más bien en una trama de ganas y aspiraciones (deseos puramente subjetivos), que
consideran indiscutibles cuanto se pretende indiscutible el deseo reductivo que ha llevado a su
existencia (15).
Las consecuencias combinadas de todo eso son particularmente relevantes sobre todo en el plano
educativo. De una parte, un conjunto de lógicas inconexas hace imposible la transmisión de puntos
de referencia coherentes, (que hay que aceptar, discutir, mejorar, eventualmente rechazar). De la
otra, la fragmentación de las uniones generacionales y tradicionales acaba por vaciar, reduciéndola
a caricatura, la conquista moderna del concepto de “derechos del hombre”, pone en cuestión la
misma licitud de las dinámicas educativas, al menos en la medida inevitable en que ellas son de
naturaleza limitativa y constrictiva. Como eficazmente Yonnet sintetiza, en el volumen antes citado,
cada acto educativo siempre es hipotecado por el reproche implícito: «Si yo sólo soy un producto de
los deseos de ustedes, (deseo en sentido restrictivo), ¿por qué no debería hacer yo lo que a mi vez
deseo, eso de lo que tengo ganas?».
De este modo el retorno de Dios sólo podrá florecer gracias a la paciente reconstrucción de
relaciones buenas (de aquellas más íntimas y espontáneas a aquellas más institucionalizadas e
indirectas) en las cuales aprender a vivir y a cumplir el bien a través de prácticas virtuosas. Para
educar no es suficiente proclamar los valores sino es necesario hacer hacer la experiencia de los
valores (cfr. Comité para el proyecto cultural de la Conferencia Episcopal Italiana, p. 11). Y eso he aquí que emerge de nuevo el testimonio que Dios hace de Sí mismo en la experiencia del hombre
- también es posible en el mundo fragmentado y exasperadamente individualista de hoy.
Cada deseo que teje la trama cotidiana de la humana experiencia - el deseo de tener la vida salva, de
amar y ser amado, de edificar la ciudad - remite “más allá”, además de su contenido particular, para
que cada circunstancia y cada relación constituyan para el hombre que vive lo real una llamada, son
un paso que reaviva el cor inquietum, lo tiende a Dios. ¿Del resto Homero no dice en la Odisea:
“Todos los hombres necesitan de los dioses”?. Ésta es la razón por la que la Iglesia considera los
deseos auténticos del hombre aliados válidos para el anuncio de Jesucristo que no al azar ha
prometido felicidad y plena libertad (cfr. Mt 19,21; Jn 8,36b). Genialmente Gómez Dávila, quizás el
más grande autor de aforismos, ha escrito: «No es la sensualidad que aleja de Dios, sino la
abstracción» (Gómez Dávila 2001, p. 112).
c3) Petición de salvación y redención
En tercer lugar es oportuno afrontar la cuestión desde siempre unida a la pregunta sobre Dios y Su
presencia en el mundo. Se trata, de la pregunta acerca de la fragilidad humana y sobre todo acerca
del mal, en particular acerca del pecado, el mal cumplido por mí. Ello, con su continuación de
sufrimiento, de dolor y de muerte tiene la inconfundible marca de la división hasta la
descomposición. El mal separa y destruye, rompe, como ha mostrado la historia del siglo XX con
sus trágicas utopías que han intensificado la oscuridad del eclipse de Dios hasta su grado más
tenebroso (16).
Pero el dato del cual se prescinde muy a menudo es que la experiencia humana de la fragilidad, del
sufrimiento y del mal siempre es atravesada - y no puede no serlo – por el pedido de salvación y
redención. No importa la modalidad con que esta redención sea imaginada o descrita. Unos, con
errónea ingenuidad, continúan concibiéndola como fruto de las propias fuerzas como auto salvación
en sentido prometeico. Otros, escuchando las sirenas de ciertas vulgatas del extremo Oriente, la
identifican con la “fuga de la realidad”. Faltan los que intentan convencernos de que “se vive y
basta”, que en verdad el problema de la salvación y de la redención no existe. Sin embargo, su
deseo siempre se propone de nuevo.
Quizás la petición de salvación y redención es el lugar donde se identifica de modo más evidente su
ser fruto de un don, su gratuidad. Por eso, resulta decisivo reconocer la posibilidad del perdón y la
misericordia, única fuente de la unidad de la persona y de la unidad entre las personas. También
quien no vive la fe en Cristo lleva dentro este deseo indestructible de salvación y redención.
También ello es parte de la gramática de la lengua en que Dios y el hombre comunican.
La experiencia de la misericordia plena, el Crucificado glorioso, constituye, por así decir, la cumbre
de la experiencia que cada hombre puede hacer. En efecto, justo en virtud del ser perdonado, el
hombre no se ve obligado a la auto justificación a través de la negación del mal cumplido: el mal es
tal y nada puede justificarlo. Sin embargo, el pecado, cuya potencia destructiva no escapa a nadie,
ya no es la última palabra sobre el hombre si se lo reconoce y se pide perdón. El hombre no es
definido últimamente por la evidencia desesperante de su mal, sino por su deseo de salvación,
Esto implica la derrota de cada tentación utópica y totalitaria. Ante todo porque nos ayuda a
comprender que no se da el mal absoluto: cada juicio definitivo es dejado al único Juez de la
historia, el Crucificado Resucitado. Y luego porque permite entender que la redención siempre es
un don, nunca el resultado de la presunción de parte del hombre de construir sistemas tan perfectos
que ya ninguno tendría necesidad de ser bueno (Eliot 1971, p. 383).
La vía del testimonio
El recorrido cumplido ha querido delinear las condiciones para la nueva evangelización de las
generaciones intermedias. Tales condiciones pueden ser sintéticamente resumidas hablando del
método inaugurado por el Dios que se ha hecho familiar para nosotros y nos habla dejándose
nombrar en la lengua humana. Se llama a Jesucristo, testigo digno de fe (cfr. Ap 1, 5), Aquel que
primero nos ha amado y nos ama a cada instante como si fuera él último.
Si Cristo ha venido para dar testimonio de la verdad, al hombre toca dar testimonio a Él y de Él,
Verdad viviente y personal, frente a la siempre resurgente pretensión de «encauzar a Cristo, este
agua salvaje en las turbinas de la humanidad a ventaja de esta última» (von Balthasar, 1983, p. 26).
En cambio la «herida infringida a la historia del mundo con el aparecer de Cristo continúa
supurando» (Ibídem p. 25). Continúa teniendo despierto para nuestro bien el Inquietum cor.
Por eso el en-cuentro con el hermano hombre no podrá evitar nunca el contra, vale decir el choque
de una originalidad irreducible a cada tentativa de domesticar la presencia real de Dios en la familia
humana y en su historia. De la compañía de Dios ninguno tendrá que tener temor. Sobre todo si los
cristianos, resistiendo a la tentación de la hegemonía y alcanzando el método testimonial de Jesús,
sabrán hacer de su diferencia específica la vía de una propuesta humilde y tenaz. Encontrarán de tal
modo el ineludible deseo de Dios que se manifiesta, a lo mejor de modo confuso y contradictorio,
en el lenguaje antropológico del que hemos portado tres ejemplos y que cada criatura no puede, en
cada circunstancia y en cada relación, no continuar hablando. El deseo de Dios, en efecto, es como
el fénix. Siempre renace de sus propias cenizas.
El don de la fe en Jesucristo confirma el deseo natural de Dios, en el momento mismo en que, por
pura gracia, encuentra la vía maestra a su cumplimiento. Esta fe nos es donada en la Iglesia. La
Iglesia viva siempre es santa más allá de los pecados, a veces terribles, de su personal, como lo
llamaba Maritain. La Iglesia como sujeto cristiano personal y comunitario. Aquella que, para decirla
con Guardini, acontece en las almas (personas). Y es santa porque nace permanentemente del don
de la redención: santa porque es rescatada. Este sujeto puede proponer - sin pretensiones
hegemónicas, lo repito -, también en una sociedad plural y compleja como la nuestra, el
acontecimiento de Cristo en todas sus implicaciones - necesarias y contingentes, ciertas y
discutibles - antropológicas, sociales y cosmológicas. Cristo está dentro, es el Dios encarnado en
nuestro cotidiano. Y, a partir de estas implicaciones - hemos descrito tres de naturaleza
antropológica - cada hombre puede, en gracia y libertad, llegar hasta el reconocimiento explícito de
Jesucristo, vía a la verdad y a la vida (San Agustín).
Esto sin embargo pide testigos. La gramática del narrar a Dios puede ser solo testimonial. Pide aquí
y ahora un cambio radical de mentalidad en la práctica y en la concepción de la vida, según la
genial intuición de Máximo el Confesor (1988): «Yo pienso que tenga el intelecto de Cristo quien
piensa según Él y piensa a Él a través de todas las cosas». Amar a Dios, pero en cada cosa y sobre
cada cosas: éste es el punto. Porque todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de
Dios (1Cor 3, 22).
Se pone entonces necesario liberar la categoría de testimonio de la pesada hipoteca moralista que la
oprime reduciéndola, comúnmente, a la coherencia de un sujeto últimamente autorreferencial. El
testimonio brilla, en cambio, en toda su integridad como método, es decir práctica de conocimiento
y comunicación de la verdad. Así entendido representa el terreno base de la que florece toda forma
de conocimiento y comunicación: científica, filosófica, teológica, artística, etc. (17)
En concreto para el cristiano el testimonio consiste en la objetiva secuela de Jesús, cargada del
coraje de reconocerlo frente al mundo, como hizo Él mismo llamado a juicio por Pilato. Así
hicieron el viejo Simeón, Juan el Bautista, los Apóstoles y, sobre todo, como hizo Su Madre
custodiando «cada cosa en su corazón» (cfr. Lc 2, 51) y acogiéndolo, piedad prodigada a todo el
género humano, cadáver entre sus brazos para luego saludarlo resucitado.
Sólo el testimonio digno de fe con-mueve la libertad del otro y lo invita eficazmente a la decisión.
Nos convertimos en testigos - ha recordado eficazmente Benedicto XVI - cuando «a través de
nuestras acciones, palabras y modo de ser, Otro aparece y se comunica»; en el testimonio «la
verdad del amor de Dios alcanza al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta
novedad radical»; en ella «Dios se expone, por así decir, al riesgo de la libertad del hombre» (18).
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Notas
1. A. Scola, Alla scoperta del Dio vicino (Al descubrimiento del Dios cercano) n. 4, ITL, Milán
2012, 19.
2. «La evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y terminal a Jesús,
el Cristo, el Hijo de Dios; el Crucificado es por excelencia la señal distintiva de quien anuncia el
Evangelio: señal de amor y paz, llamado a la conversión y a la reconciliación», Benedicto XVI,
Homilía en ocasión de la apertura de la XIII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, 7 de
octubre de 2012. «Jesús, consagrado por el Padre en el Espíritu Santo, es el auténtico y perenne
sujeto de la evangelización (…) Esta misión de Cristo, este movimiento suyo continúa en el espacio
y en el tiempo, atraviesa los siglos y los continentes (…) La Iglesia es el instrumento primero y
necesario de esta obra de Cristo (…) Es Dios el principal sujeto de la evangelización del mundo,
mediante Jesucristo; pero Cristo mismo ha querido transmitir a la Iglesia la propia misión»
Ibídem, Homilía de la Santa Misa en ocasión de la apertura del año de la fe, 11 de octubre de
2012.
3. Además cfr. Mensaje al pueblo de Dios n. 3.
4. Benedicto XVI, Reflexión del Santo Padre en el curso de la Primera Congregación, 8 de octubre
de 2012.
5. Cfr. Benedicto XVI, Caritas en veritate n. 2.
6. San Agustín, «Fecisti nos ad te Domine et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te»,
Confesiones I , 1.
7. R. Dawkins, C. Hitchens y D. Dennet: ve la crítica lucida a estos autores en J. F. Haught (2009).
8. Son las tesis de la obra de J. Casanova (1994).
9. Cfr. P. Sequeri (2009 pp. 85-116); B. Schellenberger (2006 pp. 81-88); A. Kreiner (2006).
10. «Tengo Logos pachynetai (o brachynetai)» cfr. Origene, Peri Arcon, I, 2, 8; Francesco de Asís,
Regla no timbrada, IX; Buenaventura de Bañoregio, Breviloquium; Nicolò de Cusa, Excitationibus
lib. III, (París 1514), fol 41 et al.
11. Benedicto XVI, Homilía Navidad 2006.
12. Significativas las reflexiones filosóficas de R. Guardini (1964) comento de Rm 1,19-21 en el
ensayo El ojo y el conocimiento religioso, en particular p. 152s: «Las raíces del ojo están en el
corazón; en la íntima toma de posición hacia las otras personas como hacia la totalidad de la
existencia: una decisión que pasa a través del centro personal del hombre. Por último el ojo ve por
el corazón… El ser criatura puede ser visto en las cosas del mundo. Del modo como ellas existen se
hace clara la operación creadora».
13. Es una fórmula utilizada por J.F Lyotard, uno de los padres, si así podemos decir, de lo postmoderno, para sustentar de la actual imposibilidad de un cuadro de referencia omnicomprensivo
común.
14. Es una transformación que ha sido estudiada muy bien por P. Yonnet en su Le recul de la mort
(2006) que, en mi opinión, habría merecido mayor atención en la cultura católica.
15. Todo eso tiene ciertamente estrechas relaciones con la así llamada “revolución sexual”; sin
embargo, me parecen verosímiles las observaciones de quien ha afirmado (Guillebaud, 1998) que,
datos en la mano, ella ha empezado alrededor de 1965, no directamente motivada pues tanto por
fenómenos ideológico-políticos, cuanto por la reacción violenta causada por la primera generación
post-guerra: el repentino bienestar después de años de sacrificios y dolor, aparecido como la
milagrosa liberación de todo mal.
16. Cfr. sobre eso Benedicto XVI (2007).
17. Cfr. Angelini (2009 pp. 3-20); Martinelli (2002); Sequeri (2001 pp. 7-20).
18. Sacramentum caritatis 85.
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