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TRES HERMANAS
Anton Chéjov
De nuevo una producción del Teatro Gayarre nos ha permitido a
varios artistas trasladar a nuestro campo algún aspecto de la obra
de Chéjov que nos ha parecido relevante o sugerente.
Ricardo Pita ha escrito una magnífica aproximación al universo de
Chéjov y más concretamente al de Tres hermanas.
La generosidad de Patxi Cascante ha hecho posible que algunos
utilicemos sus fotografías y creemos que poner en pie una obra
como ésta, con el rigor y la dedicación que pudimos disfrutar al
verla, nos enriquece y nos compromete.
Sólo nos queda dar las gracias a todos los que la hicieron posible.
Pedro Salaberri
Octubre, Noviembre, Diciembre 2007
La vida fracasada
Ricardo Pita
Chéjov y nosotros
Leer a Chéjov, y sobre todo ver sus obras en el escenario en buenos montajes, como por
ejemplo el que Ignacio Aranaz preparó el pasado marzo en Pamplona de Las tres hermanas,
es, para los que tuvimos la suerte de estar allí, una experiencia conmovedora, y al mismo
tiempo una estupenda ocasión para repensar nuestra propia vida. Los personajes que Chéjov
trazó, esos rusos que hablan, lloran, suspiran o se miran entre silencios en jardines y salones
de casas de campo, y que entretienen su tiempo con futilidades aburridas e impetuosas confesiones, no es sólo que continúen siendo actuales, es que son exactamente de nuestra
pasta. Chéjov cuenta historias que, valga la manida imagen, sirven de espejo en el que contemplar no pocos de los dolores y de las ilusiones que hoy continúan llenando nuestro equipaje emocional.
Escribió Italo Calvino que, entre otras cosas, un clásico “es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él”. Pues
bien, Chéjov cumple admirablemente esta condición, lo cual otorga a su teatro una vigencia
radical. ¿Cómo van a sernos indiferentes o ajenos los duelos y quebrantos de las gentes que
vemos en el escenario si, en lo esencial, ahí están nuestros propios sueños, fracasos y pesares? Podemos, como apunta Calvino en su definición, hurgar en las diferencias, en los contrastes históricos o coyunturales entre el acontecer de los hombres y mujeres en Rusia en
1900 y nuestras propias biografías. Pero no podremos dejar de reconocer que lo que nos
cuenta, los estragos del tiempo, las ilusiones vitales que se deshilachan y naufragan con los
años, los amores no correspondidos que obsesionan y acongojan, la enfermedad de la voluntad y de la constancia que paraliza a los personajes, la resignación, la sumisión o el cinismo
que adoptan como vías de escape o acomodo ante las frustraciones, esos diálogos que con
frecuencia más que mostrar ocultan en un mar de triviales palabras los deseos y dolores profundos, o esos silencios pudorosos o implorantes, ahí, en fin, están, tantas y tantas veces,
nuestros avatares y nuestra manera de contarlos o callarlos. No es que nos guste esa vigencia de lo que vemos en escena, en absoluto. Quisiéramos que la desolación chejoviana perteneciera al terreno de la arqueología. Pero para muchas personas la vida se sigue tejiendo
hoy, en lo sustancial, con idénticos mimbres caracteriales y sentimentales que en sus obras.
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Caben, claro es, aproximaciones técnicas a Las tres hermanas y a cualquier otra de las grandes obras de Chéjov, acercamientos dictados por el estudio de sus formas dramáticas y por
el asombro y deleite artísticos que provoca una obra tan matizada, sutil y compleja como la
suya. Pero para nosotros, para los espectadores comunes en quienes Chéjov pensaba al
escribir, que vemos moverse, hablar y sufrir a los personajes que el ruso creó, pienso que lo
esencial es esa cercanía afectiva que, con pena, no podemos, dejar de reconocer y sentir.
Nota casi al margen: la pasión por el teatro
Antón Chéjov terminó de escribir Las tres hermanas en octubre de 1900, y el Teatro de Arte
la estrenó en Moscú el 31 de enero de 1901. Fue el penúltimo de sus cinco grandes dramas
y el más amargo y pesimista. Tras esta obra, el escritor, gravemente enfermo de tuberculosis,
sólo pudo acabar algunos relatos y, a duras penas, El jardín de los cerezos, una, según él,
“comedia”. Aún le dio tiempo a ver el exitoso montaje que hizo el Teatro de Arte de esa pretendida comedia, muy pocos meses antes de morir en un balneario alemán a mediados de
1904. Tenía sólo cuarenta y cuatro años.
A Chéjov le interesaba muy vivamente la escena y puso un enorme empeño en acceder a la
categoría de reconocido autor teatral. Como se ha dicho, “el desdoblamiento en escritor y en
dramaturgo constituye sin duda el hecho principal de su biografía literaria”. Es cierto que, aun
sin haber escrito ni una línea para los escenarios, hubiera quedado en la historia de la literatura como el autor de inolvidables cuentos. El ruso fue un gigante del relato, y su influencia
en muchos de los cuentistas del siglo XX ha sido tan capital que se le considera el padre de
una de las direcciones esenciales en su construcción, en la estructura compositiva de cuentos, esa que se acostumbra a resumir en la fórmula de “sin trama y sin final”. Pero fue el
mismo Chéjov el que contrapuso en un texto la condición de escritor, “algo bueno y tranquilo”, una suerte de “esposa legítima”, a las exigencias de la forma dramática, que semeja “una
amante efectista, bulliciosa, insolente, fatigosa”. Chéjov amaba el teatro, apunta Sophie
Laffitte, porque “es más directo, más inmediato que ningún otro, una especie de prueba de
fuerza entre el autor y el público, una lucha por imponer su personalidad, su sensibilidad, y
es embriagador salir vencedor de ese cuerpo a cuerpo. Chéjov sucumbirá a lo largo de toda
su vida a este diálogo directo con el público, donde, amparado en sus protagonistas, escondido detrás de los decorados, se desahoga libremente, se expresa más allá de los angostos
límites impuestos por su concepción misma de la novela breve”.
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El deseo de triunfar en el teatro, de urdir dramas según su propia y renovadora concepción
del arte escénico pero que fueran al mismo tiempo aclamados por el público no obtuvo pronto los resultados buscados. Chéjov reescribió obras que no le habían convencido en sus primeras versiones publicadas (por ejemplo el monólogo Sobre el daño que hace el tabaco), o
aprovechó fragmentos de intentos fallidos para elaborar otras nuevas –así Ivanov y, muy en
especial, Tío Vania—. Tuvo asimismo que pasar el trago del sonoro y sangrante fracaso de
La gaviota en su primer estreno. Un desgraciado montaje provocó las burlas y abucheos del
público. El autor, conmocionado por el desastre, vagó solitario hasta la madrugada por las
calles de San Petersburgo. Al día siguiente escribió: “Jamás olvidaré la velada de anoche (...)
Jamás volveré a escribir o a representar una obra de teatro”. Sólo cuando el Teatro de Arte
de Moscú repuso La gaviota dos años después en una nueva puesta en escena, logró el
éxito que reconciliaría a Chéjov con el género.
La potencia del esfuerzo teatral del ruso recuerda la que por los mismos años acuciaba a
otro grande de la literatura, Henry James –David Lodge ha escrito una historia soberbia
sobre ese empeño, ¡El autor, el autor!-. A James el fracaso de su principal intento en la escena londinense, en 1895 –intento que había brotado del mismo impulso que movía a Chéjov-,
lo hundió en la aflicción más desconsolada, en una tristeza y vergüenza que no había conocido hasta entonces en su plácida vida personal y literaria. Por suerte, Chéjov sí alcanzó a ver
un triunfo en los escenarios moscovitas que al angloamericano se le negó sin remisión.
Las hermanas (y el hermano)
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Yo amo la vida en general, pero la vida de provincias rusa, esa pequeña
vida mezquina, la detesto y la desprecio con todas mis fuerzas.
Chéjov
Olga, Masha e Irina, las tres hermanas, llevan once años en una fea ciudad de provincias de
unos cien mil habitantes, un poblachón miserable y plomizo en el que nunca pasa nada.
Antes de recalar en él, donde no han encontrado almas gemelas, vivían en Moscú, pero
debieron abandonar la capital cuando su padre ascendió a general de brigada y lo trasladaron. El mundo de estas mujeres es en buena medida el propio de unas señoritas de buena
familia que, aunque inteligentes y relativamente cultas, no han dejado de lado las convenciones y gustos de su clase. Por eso aprecian tanto la belleza, la apostura, la ropa de calidad y
el gusto delicado. No sorprende pues que sus primeros juicios sobre la futura cuñada,
Natasha, sean críticos con su forma de vestir, hasta el punto de parecerles imposible que su
hermano esté enamorado de ella. La relevancia que conceden a la belleza física empujará
más tarde a Olga a confesar que sintió ganas de llorar al ver lo feo que estaba ataviado de
civil el exmilitar y barón Tusenbach, pretendiente de su hermana Irina. Esa fealdad justifica
que la hermana no ame al barón.
La mayor de las hermanas, Olga, profesora del instituto, es educada, resignada y bondadosa —no
soporta, por ejemplo, que su cuñada Natasha sea despótica y grosera con la vieja criada Afinsa—.
Tiene 28 años cuando comienza la obra y lleva cuatro enseñando. Trabaja mucho, ya que combina
hasta el anochecer las clases normales con otras particulares. Y aun contando con el peso que
concede a la belleza física, le gustaría tanto casarse que lo haría “incluso con un viejo” si se lo
pidiera, aunque por supuesto no hubiese en el arreglo más que tibio cariño. En ese supuesto dejaría de trabajar. Pero Olga no sólo no encuentra a nadie que la quiera, es que al final de la obra se
ha convertido en lo que no deseaba, la extenuada directora del instituto, en el que además vive
–haciendo de la necesidad virtud, porque su cuñada las ha echado de casa-. Ello no obsta para
que su fe en el matrimonio y en cierta forma de moralidad convencional resistan tan firmes que se
niegue a escuchar la confesión de su hermana Masha, quien necesita proclamar su amor por el
teniente coronel Vershinin.
La hermana más pequeña, Irina, tiene 20 años al principio y, frente al cansancio que invade a su
hermana Olga, manifiesta un ardiente afán de trabajar. Su elogio del trabajo es tan vehemente que
su desprecio mayor se lo reserva a las mujeres que duermen hasta el mediodía y desayunan en la
cama. Cuando el feo Túsenbach se le declara, Irina apela de nuevo, entre lágrimas, a la misma
urgencia: “La vida de nosotras tres, de mis hermanas y mía, no ha sido hasta ahora lo que se dice
hermosa. La vida nos ha ido ahogando, igual que la mala hierba en un jardín (...) Necesitamos trabajar. El motivo de que estemos descontentas y miremos la vida de manera tan sombría es que
nunca hemos sabido lo que es trabajar”. Irina se emplea primero en la oficina de telégrafos, pero
pronto lamenta que “nada de lo que he querido con afán, nada de lo que he soñado, nada de eso
tiene que ver con la colocación que ahora tengo. Es un trabajo sin poesía, sin esfuerzo mental”. Su
siguiente ocupación en el Consejo Municipal no es más satisfactoria: “detesto y desprecio lo que
me piden que haga”. Al final de la obra Irina, viuda antes de casarse, desesperada y sola, planea
ser también maestra -en otra ciudad-, aunque su deseo queda tan indeterminado, frágil y tal vez
truncado como todos los de las tres hermanas.
Olga e Irina, las dos solteras, tienen un anhelo esencial: volver a Moscú, ciudad que cifra y
compendia todas sus esperanzas de una vida mejor, más rica y plena. Es preciso “vender la
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casa, acabar con todo lo de aquí... y a Moscú”. No lo conseguirán. Bastante antes de que su
cuñada termine expulsándolas de su propia casa, y su pretendiente Tusenbach muera en un
duelo, Irina ya exclama desesperada: “¿Adónde ha ido a parar todo? Todo se me olvida,
cada día se me olvida algo, y la vida pasa, y nunca volverá, nunca jamás. Y nunca iremos a
Moscú. Veo bien que no iremos nunca. (...) ¡Ay, qué infeliz soy!”.
La hermana del medio, Masha, es la única casada. La primera indicación que leemos sobre
ella es que está absorta con un libro y silba por lo bajo una canción. Viene a cuento recordar
la advertencia de Chéjov a su mujer, la actriz Olga Kniper, que ensayaba el papel de esta
hermana: “Sobre todo, no adoptes nunca un aire triste. Los que arrastran consigo, desde
mucho tiempo atrás, una pena y están acostumbrados a llevarla, no hacen más que silbar
bajo y a menudo están pensativos. Tú también te pondrás pensativa a menudo, en medio de
las conversaciones”. Pero pronto rompe a llorar, e intermitentemente sigue haciéndolo cuando entra en escena el teniente coronel Vershinin. Su aparición señala un momento esencial
en la obra y, diríamos, en la vida de Masha. Vershinin es inquieto, desdichado, pero con sus
palabras sobre el remoto futuro galvaniza a las hermanas.
Masha toca muy bien el piano y conoce varios idiomas, pero donde viven nadie aprecia esos
saberes. “En esta ciudad, saber tres idiomas es un lujo superfluo. (...) Sabemos muchas
cosas que no sirven para nada”. Vershinin la rebate vivamente, en un parlamento tan vibrante
y bello que al instante Masha se siente atraída por ese hombre.
Pero Masha se casó a los dieciocho años con Kulygin. Pensaba entonces que lo hacía con
un hombre instruido, inteligente e importante. Luego comprendió que Kulygin es un hombre
animoso, sumiso y paciente, pero convencional y previsible, un maestro de escuela de mente
funcionarial y conformista. Su hablar, plagado de tópicas sentencias en latín, no es más que
perorata roma y tonta. A Masha le irrita e impacienta: ”Conque tenemos que pasar otra maldita velada aburrida en casa del director. ¡Maldita sea esta vida!”. Y es que sufre lo indecible
en medio de los colegas de su marido, que carecen de sensibilidad, finura y cortesía. Kuligin,
claro, considera las quejas de su mujer propias de una persona inmadura que no acepta las
limitaciones y servidumbres inevitables de la vida.
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Estas tres mujeres tienen un hermano que indirectamente, por matrimonio, acabará teniendo
un papel fundamental en su drama. Andrei es al comienzo la gran esperanza de la familia.
Mas en lugar de consolidarse como un eminente intelectual, se enamora de Natasha, derro-
cha en el juego la herencia familiar y acaba empleándose como secretario del Consejo de
Distrito, a las órdenes del siniestro presidente Protopópov –quien será después amante de su
mujer-. “Yo, que sueño todas las noches con ser profesor de la universidad de Moscú, con
ser un erudito famoso de quien toda Rusia esté orgullosa”, se lamenta cuando piensa en su
destino.
El aburrimiento, la indolencia y el trabajo
Nada es tan insoportable al hombre como estar en total reposo, sin pasiones, sin ocupaciones, sin diversiones, sin interés. Se da
cuenta entonces de su nulidad, de su abandono, de su insuficiencia, de su dependencia, de su impotencia, de su vacío. Al momento
saldrán del fondo de su alma el tedio, la negrura, la tristeza, la pena, el despecho, la desesperación.
Pascal
Escribió Maxim Gorki que no había conocido ”un hombre que sintiera la importancia del trabajo como base de la cultura de forma tan profunda y total como lo sentía Antón Pávlovich
(Chéjov)”. En Las tres hermanas la cuestión del trabajo reaparece una y otra vez, si bien con
matices y claroscuros. Y es que los ociosos, los que pueden permitirse dilapidar los días sin
servidumbres laborales, sienten sobre sí, máxime en una ciudad inmóvil, la opresión del tedio
y, consecuentemente, toda la gama de reacciones que Pascal observó. Pero tampoco trabajar garantiza, en sí mismo, una vida mejor. Ni en esta obra ni, sin ir más lejos, en Tío Vania,
donde el desgraciado Vania ha administrado siempre, paciente y laboriosamente, la hacienda
en que vive.
El viejo mundo feudal que Chéjov tanto despreciaba, de siervos todavía semiesclavos y grandes y medianos dueños de la tierra que vegetan y matan el tiempo, estaba en trance de profundo cambio en Rusia. En Las tres hermanas la posibilidad de vivir regaladamente, contra la
que se rebelan, les viene a las hermanas de la herencia de su padre, rico militar. Pero son
los compañeros de armas de aquél, los miembros de la guarnición de la ciudad, quienes
viven levemente entretenidos en los ritos de su profesión pero con tiempo libre suficiente
para encuentros sociales en los cuales volcar esa agitación interior que les conduce a filosofar, a lucubraciones nacidas bajo los devastadores efectos del aburrimiento.
Tusenbach, uno de ellos, confiesa no haber trabajado en su vida, como los de su clase, lo
cual a él por lo menos le inquieta y le suscita una amorosa comprensión de las ansias de
Irina de ejercer una profesión. El médico militar Chebutykin, en cambio, alardea de su molicie, de no haber leído jamás un libro y del radical y perpetuo desinterés por ser un médico
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preparado. Irina, ya hemos visto, cifra en el trabajo sus esperanzas de huir de la vida asfixiante de las señoritas desocupadas, aunque ninguno de los empleos que luego desempeña
le satisface. Y su hermana Olga, que trabaja en la enseñanza, un ámbito cuya misérrimo
estado desesperaba a Chéjov (“en nuestro país el maestro es un paria, un hombre mal instruido que va al campo a enseñar a los niños con la misma ilusión con que iría al destierro”),
en realidad quisiera estar casada y abandonar esa agotadora dedicación.
Pero el mundo antiguo, en el que sólo los siervos desempeñaban los trabajos monótonos,
penosos y embrutecedores, estaba acabando. Túsenbach lo anuncia: “Ha llegado un
momento en que se nos viene encima una tormenta, una enorme tempestad, que está ya
cerca y que pronto barrerá de esta sociedad la vagancia, la indiferencia, el prejuicio contra el
trabajo, y este aburrimiento que todo lo corroe. Yo trabajaré, y dentro de veinticinco o treinta
años no habra hombre o mujer que no trabaje. ¡Trabajarán todos!”. Su obsesión le llevará a
abandonar el ejército y a proyectar ocuparse en una fábrica de ladrillos.
Chejov, pese a estos augurios de transformación social, solía lamentarse, lleno de desaliento:
“¡Extraño ser el ruso! En él, como en un cedazo, no queda retenido nada. En su juventud
llena ávidamente su alma con todo, todo lo que le cae a las manos, pero después de los
treinta sólo queda en él una basura gris. Para vivir bien, como las personas, ¡hay que trabajar! Trabajar con amor y fe. Y en nuestro país no hay nada de eso”.
El amor, siempre un fracaso
Pero Chéjov sabe que en el ser humano hay fuentes de aflicción o tormento que no dependen de la situación económica y social. Aunque ésta cambie, nada podrá hacer, por ejemplo,
que seamos más bellos de lo que lo somos, o nos inyectará la voluntad o constancia de que
carecemos, o impedirá que las personas fuertes, dominantes y egoístas se aprovechen de
las débiles e incurablemente sumisas. Y, en fin, nada podrá lograr que nos quiera quien no lo
hace o ama a otra persona.
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Creo que en todo el teatro de Chéjov —no sólo en Las tres hermanas— es el amor el sentimiento que concentra más frecuente y cabalmente el dolor de vivir, el desencuentro que fatalmente se produce entre las personas y que las encierra en laberintos que dañan su existencia sin remedio ni consuelo. Como ha escrito Sophie Laffitte, en Chéjov “el amor es siempre
un sufrimiento sin solución (...) Ningún poeta ha sugerido con tanta fuerza las diferentes for-
mas de separación que acechan a los que se aman”. Nina o Masha en La gaviota, el doctor
Astrov, Sonia o el propio Vania en Tío Vania, son antecedentes de los personajes de Las tres
hermanas que aman sin ser correspondidos o que, si lo son, enfrentan problemas que imposibilitan el feliz desarrollo de la relación.
Casi todos los que se entrecruzan en Las tres hermanas sufren de amor. A Olga nadie la ha
querido, Irina fantasea con la pasión que vivirá en Moscú en el futuro mientras ahora es incapaz de sentir nada por el feo Tusenbach o por el tortuoso Solyony, Andrei comprende con
amargura que se engañó con la malvada Natasha, incluso el viejo Chebutykin quiso sin esperanza a la fallecida madre de las jóvenes. Pero es la pasión imposible entre Masha y
Vershinin la que más patetismo inyecta a la historia. La joven, bella, malcasada y ardiente
Masha no puede evitar que el soñador e inquieto Vershinin, quien la ha seducido con palabras, abandone la ciudad y a ella, incapaz de desasirse de un desgraciado matrimonio.
Las esperanzas en el futuro. Pesimismo y desesperanza radical
En todas las obras de Chejov encontramos personajes profundamente infelices que intentan
compensar su desdicha diseñando un futuro en el que su suerte mudará. Aquí las hermanas
ubican en Moscú la quintaesencia del benéfico vuelco de la fortuna. Otros, como Vershinin,
descreen del inmediato futuro pero albergan ideales que situan muy lejos, en un periodo tan
remoto que ellos no lo verán. Él, que paradójicamente está convencido de que el proyecto de
Olga e Irina de vivir en Moscú no les garantiza que allí sean felices (“no conocemos la felicidad ni nunca la conoceremos. Sólo la deseamos”), una y otra vez “filosofa”, como dice, acerca del porvenir. No sabemos si preso de un impulso de sublimación, se aferra a la esperanza: “Al cabo de doscientos o trescientos años la vida en este mundo nuestro será inconcebiblemente hermosa, maravillosa. El hombre necesita una vida así, y si de momento no la
tiene, debe imaginársela, esperarla, soñar con ella, prepararse para ella”. Armado con esta
ilusión lucha por convencer a las hermanas de que las cualidades y saberes que las adornan
servirán en el futuro para que haya muchas más personas listas, instruidas y felices. Ellas
son, las anima, la semilla de la cual surgirá la nueva buena gente del futuro. Claro que el
militar, mientras sueña patéticamente con lo bien que se vivirá en trescientos años, no parece darse cuenta de que a su alrededor todo se pudre.
Frente a este optimismo voluntarista, Tusenbach es mucho más escéptico: “Después que
hayamos muerto (...) la vida seguirá igual que antes (...), y al cabo de mil años la gente
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seguirá diciendo entre suspiros: “Ay, qué duro es vivir”. Y, sin embargo, temerá a la muerte y
no querrá morir, exactamente igual que ahora”. El propio Chéjov, como registra Gorki, no era
amigo de las profecías que enardecen a Vershinin, lo que nos da una pista segura sobre el
sentido de sus obras: “Pensamos que con el nuevo zar las cosas irán mejor, y dentro de doscientos años mejor todavía, pero nadie se preocupa de que este mundo mejor llegue mañana. Por lo general, la vida cada día se hace más complicada y se va moviendo por sí sola no
se sabe hacia dónde, y por momentos las gentes son más tontas cada vez y son cada vez
más los que se quedan a un lado del camino de la vida”. Gorki concluye con un recuerdo
que, a mi entender, acaba de disolver las muchas discusiones conocidas sobre el pesimismo
o el optimismo de Chéjov: “A veces me parecía que en su relación con la gente había un
sentimiento de cierto desaliento, cercano a una fría y silenciosa desesperación”. La misma
desesperación, sin duda, que despiden sus obras dramáticas.
Derrota, resignación, sumisión y cinismo
Las tres hermanas es un drama poblado por seres derrotados, forzados a llevar unas vidas
que no satisfacen ni de lejos sus expectativas. Escribe Natalia Ginzburg que la manera en
que procede el ruso es como si alguien nos abriera una puerta y viésemos algo que pasa, un
fragmento de vida que es la tremenda verdad. En Las tres hermanas esa verdad es fatalista:
nada puede cambiar, los intentos de que las cosas mejoren quedan reducidos a cenizas. En
los dramas de Chéjov, remacha Laffitte, “las personas no hacen sus destinos, sino que los
padecen; toda veleidad de revuelta, de protesta, está condenada al fracaso”.
Pero hay modos diversos de digerir y afrontar la derrota. Las hermanas optan por el consuelo
de la ensoñación de futuro al que acabamos de referirnos, pero también por una mezcla de
resignación y sumisión. Masha llora con desgarro cuando Vershinin abandona la ciudad, pero
no hace nada por retenerlo. Irina termina haciéndose a la idea de un matrimonio sin amor
con Tusenbach y Olga, la mayor y más conformista, llora su soledad y cansancio, pero de su
pecho no sale una palabra de protesta. Las tres, al mismo tiempo, aceptan la ruina económica y los caprichos de Natasha, la mujer de su hermano que las arrincona en la casa antes de
echarlas. Andrei, el hermano, reconoce el hundimiento de su amor y de sus ambiciones intelectuales, pero su falta de voluntad impide cualquier gesto decidido frente al desastre.
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El sufrimiento provoca reacciones diferentes en otros personajes. Chebutykin, el médico militar, se viste casi siempre con el traje del cinismo y del descreimiento superficial. Se cumple
en él una observación de Fernando Savater: el aburrimiento es una pasión motivada por la
ausencia de ambición -que Chebutykin proclama sin rubor-, y al mismo tiempo por un estar
de vuelta respecto a las pasadas ambiciones, esas que volaron, sí, pero porque alguna vez
existieron. Hay fogonazos, no obstante, en los que deja que asome su malestar. “La soledad
es algo atroz”, confiesa en uno de ellos. Y sólo el alcohol aturde su conciencia cuando se
atormenta porque ha muerto una mujer debido a su absoluta impericia profesional. Distinta es
la conducta de Solyony. Nulamente dotado para el arte de la vida social, se parapeta, dentro
del grupo, en sus chistes malos y sus enigmáticas rimas, que desconciertan e irritan a todos.
Su amor violento por Irina (¿sólo un imaginado amor hijo de la torpeza y la acedía?) y su
estúpido sentido del honor provocan una de las catástrofes finales, la muerte de Tusenbach.
El comportamiento de Kuligin, el marido de Masha, se inclina siempre hacia la resignación y
la ceguera voluntaria. Kuligin chapotea en la infelicidad general, pero se niega a entrar, por
no hundirse, en el fondo de la desdicha de su matrimonio y del desastre de las hermanas. Su
actitud “positiva” ante los conflictos, su boba jovialidad, su resistencia a hablar con franqueza,
son parapetos que le protegen del colapso. Toda su cháchara en realidad encubre y banaliza
los sucesos, incluso su baldón de marido burlado. ¿Hasta qué punto comprende, perdona,
condena o sufre? En cualquier caso, parece aferrarse a la aceptación de lo que sucede, por
gravosas que sean las condiciones.
Entre la estupidez y la maldad
No encontramos en otros dramas de Chéjov personajes verdaderamente malvados a los que
anime, como dice López-Morillas, “un espíritu de destrucción”. Sí, ciertamente, seres que
hacen daño, incluso mucho daño, por culpa de su vanidad, su engreimiento, su insensibilidad
o sus irrefrenables ganas de aprovechar las dotes de seducción. Pero el sufrimiento que causan es, por decirlo así, involuntario, un producto de acciones u omisiones que sólo secundariamente, de pasada, provocan dolor.
En cambio en Las tres hermanas el personaje de Natasha posee rasgos de doblez y cálculo
que le dotan de una perfidia activa. Desde que se adueña de la voluntad de Andrei, su marido, Natasha desarrolla una estrategia de acoso sobre las hermanas y la casa que le concede
posiciones cada vez más dominantes y que al tiempo va despojando de alegría a la atmósfera familiar (recuérdese la escena en que con añagazas interrumpe la celebración casera del
carnaval). Llegará el día en que Andrei confesará, cuando ella le es infiel con el odioso
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Protopópov y su voluntad ha sido anulada, que “hay algo en ella que la rebaja y la pone al
nivel de un animal..., algo mezquino, ciego y duro de pelleja. En todo caso, no es un ser
humano”. Constatación tardía que, como digo, no deriva en ninguna resistencia.
Natasha representa la vulgaridad, la estupidez, el egoísmo, la falsa bondad, la ira histérica
con que explota quien no soporta que le contradigan. Ese conjunto de rasgos entrelazados
vencen cualquier resistencia de las hermanas. Olga se enfrenta una vez a ella por el trato a
la vieja Afinsa, en un diálogo en el que Natasha alterna en su defensa el falso respeto cariñoso y los arrebatos de furia. Y en otros momentos Masha se indigna por el modo en que
Natasha las está expoliando. Pero al fin el carácter de las hermanas, y muy especialmente el
hecho de que sus energías estén concentradas en el cultivo de su propio dolor por las penas
amorosas y por los frustrantes trabajos que soportan Olga e Irina, disuelve su resistencia.
Parece como si las hermanas, distraídas y volcadas en su ánimo, olvidaran atender a la
defensa de su patrimonio.
Para enlazar con el último apartado de estas notas, cabe recoger una indicación de Chéjov a
Stanislavski en el periodo en que se ensayaba la obra. Son palabras que dicen mucho de la
economía de medios y gestos que agradaba al autor –en suma, de su idea del arte teatral-, y
también de cómo concebía él mismo al personaje: “Usted me dice que en el tercer acto
Natasha, que recorre la casa, apaga las luces y busca ladrones bajo los muebles. Yo pienso
que sería preferible que atravesara la escena en línea recta, sin mirar nada ni a nadie, a lo
Lady Macbeth, con una vela en la mano. Eso sería más breve y más siniestro”.
La manera específica de hacer teatro de Chejov
A los personajes teatrales se les exige que sean héroes (...) Sin embargo, en la realidad, no es frecuente que se dispare un tiro, que
se ahorque, que se declare una pasión, que un manantial continuo desborde pensamientos profundos. ¡No! Lo más corriente es
comer, beber, flirtear, decir tonterías. Eso es lo que debe verse en la escena. Hay que escribir una pieza en que las gentes vayan,
vengan, coman, hablen de la lluvia y del buen tiempo, jueguen a las cartas, no por voluntad del autor, sino porque así es como ocurre
en la vida real. (...)
Hay que dejar la vida tal cual es, y las gentes tal como son, auténticas y no adulteradas. (...) Las gentes cenan, no hacen más que
cenar, y, durante esos momentos, se construye su dicha o se rompe su vida.
Chéjov
Quisiera concluir con unos apuntes mínimos acerca de la manera en que Chéjov construye
sus dramas, una cuestión que ha hecho correr, como reza el tópico, ríos de tinta. Hoy esa
forma nos resulta relativamente natural, pero en su momento provocó estupor en los espec14
tadores. Y es que, como ha escrito López-Morillas, “en casi ninguna de las obras teatrales de
Chéjov hallamos lo que pudiera llamarse ‘aventura’ o ‘peripecia’. Si se nos preguntase ‘qué
pasa’ en cualquier de ellas nos veríamos en un aprieto. En realidad, al personaje chejoviano
le ‘pasan muchas cosas’, pero en la obra ‘no pasa casi nada’. Al personaje, sí, le pasan
muchas cosas, pero esas cosas son angustias, penas, esperanzas, ilusiones frustradas que,
vistas desde fuera, se nos antojan meros achaques de la vida común y corriente, la carga
impuesta al ser humano por el hecho de serlo. Ahora bien, ello no quita para que, como
sucede en la vida real, tales achaques afecten hondamente a los personajes y a veces alteren de raíz el curso de sus vidas”.
Esos achaques de la vida se conocen por lo que se habla, pero igualmente -a veces mejorpor lo que se calla. Chéjov dosifica magistralmente las futilidades, las confesiones impetuosas y los silencios. Por supuesto, también en la banalidad se adivinan muchas de las claves
de la personalidad y actitud ante la vida de quienen charlan y se mueven por la escena.
Como escribió Lázaro Carreter, en Chéjov las palabras, hasta las más corrientes, “lo que
expresan, lo que ocultan o lo que no se atreven a decir, constituye el centro de gravedad del
espectáculo”.
Como “en la vida tal cual es” –intención de Chéjov-, las conversaciones tienen una estructura
compleja, discontinua, sincopada, con repentinos cambios de registro y tema que, en lugar de
hacernos perder el hilo, hacen atender más claramente a lo esencial, eso que igual se ha dicho
de pasada o se ha callado. Hay un arte de ese tipo de conversación que en música llamaríamos “a varias voces”, y que se manifiesta en Chéjov bajo el aspecto de la radical disonancia.
Periódicamente, como un motivo que vuelve, los personajes recapitulan sobre su vida. Quienes
entonces están con ellos responden a lo que se les ha dicho, pero a veces parecen no contestar, por lo que el diálogo no semeja serlo verdaderamente. Incluso las respuestas que dan los
que han oído pueden suponer un brusco cambio de tema, referirse a otros asuntos. El espectador atento, con todo, no sólo no se pierde, sino que capta mejor el sentido de la conducta verbal de cada uno. Como dijo el propio Lázaro Carreter, las emociones surgen en el espectador
porque “unas veces los instrumentos [las palabras de cada personaje] van acordados; pero
otras porque quieren evadirse de su punto de reunión. El tema se muestra en ocasiones nítido;
pero de pronto parece desvanecerse o multiplicarse, hasta reaparecer agrupado en su esencial
unidad”. Con razón se ha hablado de que los dramas del ruso son obras musicales, partituras
con la sucesión de emociones que suscita una sinfonía. George Steiner ha llegado a decir que
“un diálogo chejoviano es una partitura musical arreglada para la voz que habla”.
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Mención singular merecen, creo, los fragmentos de cancioncillas o coplillas que diversos personajes tararean o declaman aquí y allí, y que cumplen diversas funciones. Aun con la reserva de que seguramente guardan fragmentos de sentido que se nos escapan –toda vez que
no somos rusos y no conocemos la cultura popular o musical de la época de Chéjov-, sí
entendemos a veces que contribuyen poderosamente a dibujar mejor a quienes las dicen o
cantan. Por ejemplo a Solyony, que casi siempre confunde, embaraza y fastidia a los demás
con sus versos o deduccciones chuscas, a modo de gracieta o burla o advertencia seudooracular; o a Chebutykin, quien parece reforzar con ellas su aire jovial y cínico. Pero es en
Masha, que en su primera aparición en la obra canta, en quien las canciones tienen mayor
significación: parecen –recordemos las palabras de Chéjov a su mujer citadas antes- la
manera específica de rebajar su tensión interna, de aliviar la angustia y la rabia que la sofocan.
Quedaría, al fin, algo capital pero que está situado más allá del texto. Las obras de Chéjov
exigen, como todas las grandes, una representación a la altura de lo que el autor ofrece. Una
representación que atienda a todas las precisiones de movimientos, silencios o músicas, y
que respire con el ritmo tan peculiar que este teatro necesita. Y una puesta en escena, en
suma, con actores y directores que tengan en cuenta advertencias como esta que Chéjov le
hacía a su mujer respecto a Las tres hermanas: “Hay que expresar los sufrimientos tal como
se expresan en la vida; es decir, no con gestos de manos o de pies, sino con una simple
entonación, una mirada. No con gestos, sino con gracia. Hay que expresar con elegancia los
sutiles movimientos psíquicos”.
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Sagrario San Martín
Teresa Sabaté
José Ignacio Agorreta
Alicia Otaegui
José Miguel Corral
Julio Pardo
Miguel Leache
Pedro y Pablo Salaberri
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18
Sagrario San Martín
Sin título
8 unidades de 30 x 30 cm. c/u. Óleo sobre lienzo
Teresa Sabaté
1 h, 2 h, 3 h.
3 unidades de 54 x 50 cm. c/u. Técnica mixta sobre lienzo
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Mala manera de instalarse en la vida es aquella que nos lleva a necesitar un imposible viaje de regreso a nuestro pasado para
rehacer nuestro presente.
Los difuminados recuerdos de un juguete infantil, de los vestidos con que se acudió a una fiesta, o la imagen del padre protector y ahora ausente, pueden ser un placentero ejercicio de melancólica memoria para tardes otoñales. Pero no deshacer la
maleta que nos acompaña en ese quimérico viaje sólo nos puede traer frustración, inadaptación y sufrimiento.
Para Olga, Masha e Irina la distancia de su deseado viaje a Moscú no se mide en kilómetros sino en años perdidos.
Difícil tránsito ese.
La visión de las cúpulas de la capital rusa son un anhelo que se desvanece mientras las tres hermanas van consumiendo sus
vidas.
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José Ignacio Agorreta Beaumont
90 x 90 cm. Óleo sobre lienzo
Alicia Otaegui
El sueño pintado
35 x 35 cm. Técnica mixta
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José Miguel Corral
Interior verde, gris, blanco
54 x 81 cm. Técnica mixta sobre lienzo
Julio Pardo
Hiru ahizpeak
2 unidades de 73 x 100 cm. c/u. Acrílico sobre lienzo
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Estimado sr. Vidal:
Me permito dirigirle estas líneas mientras preparo una imagen relativa a la representación de las tres
hermanas de Chéjov.
He leído la obra meses después de ver la representación y del agradable encuentro en el que usted nos explicó tan concienzudamente la estructura de la narración, los personajes y los apoyos en los que se sustentan sus acciones. Tanto entonces como
ahora he sentido que, casi al final, hay un extraño hueco que Chéjov deja sin completar, al desgaire, como por despiste. No sé
a usted, pero a mí me resulta muy extraña la escasa importancia que Chéjov concede a la muerte en duelo –por no decir al
asesinato- de Tusenbach.
El autor hace que los personajes olviden el asunto antes incluso de que el cadáver se enfríe. A nadie parece importarle demasiado, espacialmente a las tres hermanas a las que Chéjov tiene reservada esa escena final que es la que le hace alejarse tan
rápidamente del lugar del crimen.
Puede entenderse este desprecio en Solióni: al fin y al cabo es su tercer duelo.
SOLIÓNI- Viejo, te intranquilizas en vano. Me contentaré con poca cosa: le pegaré un tiro como si disparara contra una perdiz.
(Saca un frasco y se perfuma las manos.) Hoy me he echado a las manos un frasco entero de perfume y aún huelen. Me huelen a cadáver. (Pausa.) ¿Recuerda esos versos? “Y él, rebelde, busca la tempestad, como si en las tempestades se encontrara
la paz…”
Esto está bien. Ya sabemos como es Solióni, pero ¿por qué las tres hermanas, Irina sobre todo, pasan sobre el asunto de puntillas? Irina deja claro que no ama a Tusenbach, pero al menos ¡un poco de piedad! Irina se conforma con un “Lo sabía, lo
sabía.” Es como si Chéjov quisiera despejar la pista libre para el despegue. Le sobra todo, le sobra el cadáver inerme de
Tusenbach, así que se olvida de él sin contemplaciones, para que Olga abrace a sus hermanas y prenda la mecha de la traca
final.
OLGA- Oh, mis queridas hermanas, nuestra vida aún no ha terminado. ¡Viviremos! ¡Esa música es tan alegre, tan gozosa! Un
poco más, y sabremos para qué vivimos, para qué sufrimos… ¡Si pudiéramos saberlo, si pudiéramos saberlo!
Y esto, querido amigo Vidal, no me acaba de cuadrar. En una obra en la que se repasan las relaciones humanas de semejante
forma, en la que casi nada queda por decir, ni acerca del trabajo, ni del amor, ni del dinero ¿cómo se convierte en un recurso
teatral la referencia a la vida? Es cierto que los duelos eran legales en la época en la que se desarrolla la obra gracias a un
decreto de Alejandro III, pero de Chéjov no esperamos legalidad; esperamos otra cosa.
Usted ya me conoce. Me saldré por la tangente y hablaré de Tusenbach, de su muerte, del lugar exacto en el que murió. Un
claro cerca de las vías del tren, no muy lejos de la estación de una ciudad de provincias a cien kilómetros de Moscú. Eso me
interesa finalmente: el olvido de los otros, lo que se aparta para que no moleste, los restos de un pobre desgraciado que sale
camino de la muerte sin ser amado y sin el consuelo de una miserable taza de café:
IRINA- Iré contigo
TUSENBACH (alarmado)- ¡No, no! (Se aleja rápidamente; en la avenida, se detiene.) ¡Irina!
IRINA- ¿Qué?
TUSENBACH (sin saber qué decir)- Hoy no he tomado café. Di que me lo preparen...
(Se va rápidamente.)
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Reciba un atento saludo de su amigo
Miguel Leache
En defensa de Tusenbach
60 x 98 cm. Impresión digital sobre aluminio
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Pedro y Pablo Salaberri (sobre fotos de Patxi Cascante)
A Moscú, a Moscú, a Moscú...
75 x 115 cm. Fotografía digital
TRES HERMANAS
de Anton Chéjov
Sagrario San Martín
Teresa Sabaté
José Ignacio Agorreta
Alicia Otaegui
José Miguel Corral
Julio Pardo
Miguel Leache
Pedro y Pablo Salaberri
Octubre, Noviembre, Diciembre 2007
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