Jean-Louis Comolli: PLANOS Y CUERPOS. NOTAS SOBRE TRES PELÍCULAS DE PEDRO COSTA: OSSOS, NO QUARTO DA VANDA, JUVENTUDE EM MARCHA Texto publicado en el nº24 de Afterall Journal, una revista de arte contemporáneo de la que la Universidad Internacional de Andalucía, a través de su programa UNIA arteypensamiento, es co-editora. Planos y cuerpos. Notas sobre tres películas de Pedro Costa: Ossos, No Quarto da Vanda, Juventude em marcha Jean-Louis Comolli Uno. La cuestión del cuerpo en el cine –del cuerpo filmado– es inseparable de la del plano. Al igual que el cuerpo visible, el mundo visible está encuadrado por el cine. Digamos que todo el cine, bueno o malo, está encuadrado, siempre ha estado encuadrado. La imagen cinematográfica, el fotograma, el plano de cine están encuadrados y no pueden dejar de estarlo. No ocurre lo mismo con los acontecimientos visuales que podemos agrupar bajo el nombre de espectáculos. Unos fuegos artificiales, un número de circo, un desfile militar, el despegue de un avión, la explosión de una torre aparecen ante sus espectadores directos como no encuadrados, es decir que se corresponden espacialmente con el campo visual humano normal (# 180º). Estos acontecimientos solo resultarán encuadrados si son filmados. Ya sé que en el teatro o en la ópera se habla del escenario1, pero ese encuadre de la escena es generalmente muy ancho y muy alto, de manera que el ojo del espectador no lo registra y el espectáculo que se desarrolla en su interior no resulta afectado por sus límites: la «escena» se presenta como un todo a la mirada del espectador, sin dejar restos fuera, como un «mundo en miniatura», y cuando un actor o un fragmento de la acción tiene lugar entre bastidores, volviéndose invisible, se puede decir que el «fuera de campo» que se genera es muy cercano, muy local, muy determinado. No ocurre lo mismo en el cine. El plano se define en primer lugar porque restringe el campo visual ordinario, lo limita, lo constriñe, lo amputa. La mirada del espectador resulta encuadrada al mismo tiempo que el espacio que mira. Inmediatamente, pues, el plano cinematográfico hace referencia al encierro de la pulsión escópica en un marco que la bordea, la limita, la retiene. Mi deseo de ver es encuadrado. Limitado, formateado por esa abertura rectangular que no está presente en absoluto en la percepción ordinaria, que solo funciona en la sesión de cine, convirtiéndola en un mundo radicalmente aparte que se distancia de cualquier otra experiencia visual que tiene lugar fuera de las salas a oscuras. El plano marca la separación entre la naturaleza y el arte. Es artificio y este artificio adquiere valor precisamente en tanto que es no-natural: de ahí que haya algo de desesperado, una inquietud, un fantasma de normalidad en la tentación de una estética naturalista a la que se rinden hoy en día tantas películas. Un naturalismo que el decidido enfoque pictorialista de Pedro Costa rechaza con viveza. Las tres películas insisten en decirnos que el arte está llamado a sacar a flote el mundo perdido, pero debe hacerlo rechazando re-naturalizar lo que ha echado a perder a ese mundo: el actual imperio de la mercancía. El sometimiento de los débiles y la ruina de los perdedores, preocupaciones obsesivas de la lógica persecutoria que dicta la competencia, los retoma el arte como situaciones teñidas de encanto y rayanas en la belleza, más allá del bien y del mal, 1 En francés, en el original, «cadre de scène», que literalmente se traduciría por encuadre de la escena. en oposición a todo tipo de miserabilismo –el encanto de los débiles, la belleza de quien carece de poder, las formas angélicas de los que no son «nada». Así pues, la restricción de lo visible que supone el encuadre es una apertura, un llamamiento a lo no-visible. Al realizar una toma sobre el campo visual ordinario, el plano recorta una porción visible de el y la encierra, le pone cerco. Así, el campo, una parte de lo visible, determina una parte de lo no-visible, un resto, un afuera que, al ser por definición noencuadrado, se puede presuponer ilimitado en el tiempo y en el espacio. El fuera de campo, inseparable del campo de visión, recubre su interior con una indefinida zona de sombra. En las escenas de Juventud em marcha que están vinculadas a los restos del barrio de Fontainhas, del que desaparecerán sus habitantes convertidos en fantasmas, la esencial oscuridad de lo no-visible ya no está únicamente fuera de campo. Desborda los límites del plano. Alcanza el propio campo de visión, lo penetra, lo invade, instalando en definitiva la sombra del fuera de campo en la zona iluminada del campo de visión. Plano dentro del plano: la oscuridad pone cerco a los cuerpos y restringe aun más la porción de espacio destinada a acogerlos. Nada de esto sucede, por supuesto, en el nuevo barrio desesperantemente blanco en el que son realojados los pobres (entre ellos los caboverdianos negros) evacuados de Fontainhas, condenados a la luz, enclavados como insectos en unos planos demasiado grandes para ellos y sin ninguna sombra que les devuelva su justa medida. Dos. El plano cinematográfico realiza, como lo haría un escalpelo, una escisión del mundo filmado entre visible y no-visible. Esta operación supone una violencia en primer lugar sobre la omnipotencia imaginaria del ojo y también sobre el propio campo visual, artificializado, desnaturalizado. Encuadrar es violentar. Una violencia virtual pero muy visible, y que se acentúa especialmente cuando la sufre el cuerpo filmado: el plano constriñe el cuerpo, se ve la amputación, es de orden visual. Cuando el mundo filmado y el cuerpo filmado son captados en su propio movimiento, el objetivo del plano cinematográfico es cortar, tanto en el espacio como en el tiempo, tanto en el movimiento como en la duración. Hay que entender en su pleno sentido este término: cortar. El plano corta y recorta en lo visible. La presencia de un cuchillo de filo resplandeciente en la mano de la mujer sublevada que figura en el pregenérico de Juventud em marcha indica que se va a tratar de cortar –de encuadrar. Cortar ¿qué? Lo que se ve –de lo que no se ve. André Bazin decía sencillamente: «El plano es una máscara». La porción del campo visual que oculta el encuadre, cualquiera que sea la distancia focal pero proporcional a esta, resulta cuantitativamente más importante que la porción encuadrada de lo visible. Dicho de otro modo, lo que se hace visible, por el encuadre y en el plano, oculta todo lo que el ojo vería normalmente más allá de ese plano. En Ossos, la primera película (1997) de la trilogía que Pedro Costa dedicó al barrio de Fontainhas, en Lisboa, un barrio hoy desaparecido, hay un plano, en los primeros cinco minutos de la película, que plantea toda la cuestión del plano y la máscara. En el plano aparece el joven de la película, sentado, postrado, en una especie de salón de aire vagamente trasnochado. Este plano, excesivamente amplio para abarcar únicamente el cuerpo de Nuno Vaz, resulta inmediatamente invadido por el ruido de un motor (una aspiradora) que queda fuera del campo visual. Después de algunos segundos y de una mirada del joven hacia el borde derecho del plano, aparece, cortado por ese borde del plano, el mango de una aspiradora y la mujer (Vanda Duarte) que sostiene este mango y lo mueve hacia delante y hacia atrás. El cuerpo de Vanda entra en el campo visual únicamente a merced de los vaivenes del mango, atraviesa así ese campo y sale de él, cortada esta vez por el borde izquierdo del plano. Durante algunos segundos, lo que ocurre es este paso, el cuerpo de Vanda aparecedesaparece, como si lo que está fuera del campo visual tuviera preferencia ya que ella se mantiene fuera de la vista durante un tiempo igual o superior al de su paso por el campo. Esta «desaparición» provisional del personaje no deja de tener un efecto dramático y narrativo. El tiempo coincide con la repetición automática de los gestos y desplazamientos. El joven mira al suelo; la joven, filmada en primeros planos magníficos y de una violenta dulzura, lanza una mirada vaga hacia el otro lado del plano que coincide con un cierto vacío situado en el lugar del espectador. Es un anuncio de la ausencia, la falta, la carencia. De que los personajes tendrán una vida intermitente. De que los ruidos surgidos fuera del campo amenazan constantemente con invadir el campo: ese será el mecanismo empleado en la segunda película, No Quarto da Vanda. La rigidez del plano, su carácter cortante acentúan su exposición a los ruidos y sonidos ambientales. La movilidad indeterminada de los sonidos atraviesa en todos los sentidos el plano que permanece fijo. El recuadro del fotograma, de la serie de fotogramas que componen lo que llamamos un plano, es ante todo cortante, afilado y nítido como el filo de una cuchilla de afeitar. Como tal, ejerce por si mismo una especie de violencia con y contra la movilidad real o potencial de los cuerpos filmados que pueden entrar o salir del plano. Los teóricos afirman que esos cuerpos y esos objetos cortados por el recuadro, que se mueven en la linde que separa el campo de lo que está fuera de campo, que flirtean con la finísima línea que separa lo visible de lo novisible, erotizan los recuadros. La combinación de fuerzas o deseos contrarios –entre la obligada rigidez del recuadro y la irreprimible movilidad de los cuerpos filmados– da origen a una vibración, una palpitación, invisibles pero sensibles –cuyo efecto es, precisamente, sajar en carne viva. Es la caricia afilada de los recuadros que se repite a lo largo de Ossos, una película hecha de planos fijos, encuadres de una rigidez angustiosa, es decir tajantes. (Una única excepción que resulta prodigiosa: el gran travelling lateral que acompaña y apoya la carrera tranquila del joven protagonista.) Tres. Así que, se puede suponer que la parte cortada, es decir la parte enmascarada del cuerpo filmado, está también erotizada –precisamente porque está enmascarada. Enmascarada ¿por qué? Por el propio plano, que manda sobre el límite del campo visual y por tanto sobre el límite del fuera de campo. Que manda, en consecuencia, sobre el reagrupamiento de los miembros del cuerpo troceado por el plano como lo hará, más adelante, sobre el resultado de la historia. Pues lo que está enmascarado por el rectángulo recortado del plano es, por decirlo así, todas las consecuencias, las consecuencias inmediatas y lejanas de lo que actualmente aparece encuadrado. El fuera de campo es el lugar del resto, de lo que queda por mostrar, por representar, por experimentar. Una reserva, un excedente, un más allá. Un vacío que vacía y al tiempo llena todo el espacio del plano. Así progresa Ossos, mediante un corte de los cuerpos filmados, a través del despiece al que les someten los planos y que no se oponen a su inercia y su lentitud sino al contrario. En medio de una barahúnda de ruidos que es también un más acá del lenguaje o bien su desaparición parcial. Así el sistema de los planos, con ayuda del de las sombras, hace que sepamos muy poco acerca de los personajes, salvo que esperan y pasan, presos en un juego del escondite plagado de elementos que podrían alimentar una intriga: la propia historia está fuera de campo. Una parte del cuerpo filmado está cortada, luego enmascarada, por el plano. El fragmento encuadrado continúa fuera de campo. Cualquier espectador admite sin verlos que bajo la cabeza filmada hay un cuerpo, un brazo en el extremo del hombro filmado, dos piernas por debajo del corte del plano americano. Al igual que el cuerpo-espectador se representa entero, el espectador imagina el cuerpo-actor entero –incluso aunque aparezca cortado. La parcelación del cuerpo filmado permite imaginar una zona fuera del campo visual que alberga de hecho el cuerpo entero. La amputación del cuerpo filmado por el encuadre sigue siendo virtual, como es también virtual el cuerpo cuyos miembros se han reagrupado en el fuera de campo. Sin embargo, ¿qué amputación imaginaria se percibe o se siente cuando en la imagen aparece un cuerpo cortado, un primer plano de un rostro sin cuerpo, una mano separada del brazo? En el cine, vemos lo que creemos. Los planos a menudo fijos y ajustados de Ossos hacen sentir esta constricción de los cuerpos filmados, que ocupan el plano, lo llenan y por tanto lo desbordan –tal como ellos mismos están desbordados por lo que les ocurre. Ossos es una película hecha a base de fuera de campo. El campo resulta invadido por su fuera de campo por la potencia de los planos fijos, por la restricción del espacio encuadrado en planos ajustados, por la severa coerción que ejercen esos planos sobre los cuerpos de los actores, sobre sus propios rostros, sus miradas. Una parte del espacio de representación, una parte de la situación representada, una parte de la acción en curso… y así sucesivamente, está fuera de campo. Pero no solo está oculta la porción de espacio que encuadra el plano; ni siquiera se trata de espacio; se trata de tiempo. El fuera de campo es temporal: hay un antes de la entrada de campo, un durante el paso por el campo y un después de la salida de campo, y ese antes, ese durante y ese después definen el fuera de campo como una sucesión temporal, bien sea la memoria de la acción, la acción o la promesa de la continuación de la acción. En este sentido, el fuera de campo se ha considerado clásicamente como un vehículo de amenazas o de promesas: lo que no está ahí puede ocurrir, debe ocurrir, debe ser evitado, etc., porque esto –este acto indefinido– es siempre inminente: es deseo, eros. Esta posibilidad del fuera de campo funciona por supuesto como reserva narrativa y/o dramática. Pero cuando se hace evidente que esta reserva está vacía, como aquí, en Ossos, algo que ocurre más de una vez, que ocurre siempre, el fuera de campo funciona como una amenaza sobre la propia película, sobra la propia figuración de los cuerpos filmados. Lo que está presente en el campo amenaza a cada instante con oscilar hacia ese fuera de campo esencial del vacío o de la nada. Sobre cada plano pende una amenaza, una oscuridad acecha cada mirada, una rigidez corta cada gesto. La sombra que proyecta la muerte sobre la vida se convierte en el contenido de la película, a contrapié del contenido clásico (mitológico) del cine que constantemente proyecta la vida sobre la muerte. El plano cinematográfico plantea la cuestión del cuerpo entero y la cuestión del cuerpo troceado más y mejor que la fotografía o la pintura, que también utilizan el encuadre. El cinematógrafo debe sin duda alguna su singularidad a su capacidad para filmar y reproducir fielmente los movimientos de las cosas y de los cuerpos (animales y humanos): el plano cinematográfico es capaz de abarcar los cuerpos en movimiento sin pararlos, sin congelarlos; es también capaz de acompañarlos, de seguir sus movimientos o de anticiparse a ellos; la combinación del movimiento de la cámara y del movimiento de los cuerpos filmados aumenta la frecuencia de los cortes, que se diluyen en el propio movimiento. Cuatro. El cine aporta pues el plano al mundo visible, poniéndose al frente de la operación publicitaria y policíaca de encuadrar el mundo. Y dado que el cine no es el único que lo hace, lo hacen también las televisiones, las fotografías, los carteles, las revistas, los propios anuncios publicitarios… el mundo visible se ha convertido casi por entero en un plano, ese plano que está por todas partes y que no advertimos en ningún lado, que vemos sin verlo como tal y que pese a no ser visto como tal conforma nuestra mirada. Todas las pantallas que vemos de hecho nos miran y son otros tantos planos que nos formatean. Y como la mirada humana está encuadrada al mismo tiempo que el mundo, el plano resulta cada vez más natural. Es el triunfo de la ideología de la transparencia. Aún no somos conscientes de que el mundo está encuadrado por las máquinas de ver. ¿Lo seremos alguna vez? Es una cuestión política. Se precisa un espectador crítico para el que la pantalla no resulte transparente y el encuadre no resulte invisible. La industria de la reproducción visual, el imperio mercantil de lo visible, desde Hollywood a Tokio, desde Seúl a Cupertino, han logrado la hazaña de asemejar las imágenes fabricadas –necesariamente artificiosas y artificiales– a las imágenes llamadas «naturales», las que nuestros ojos perciben normalmente. Todo lo encuadrado (las diversas pantallas, cine, ordenadores, televisión, juegos electrónico, teléfonos móviles…) produce imágenes que parecen semejantes (salvando todas las proporciones) a la parte del mundo que no está encuadrada. Esos encuadres imperceptibles fabrican imágenes encuadradas que se superponen a nuestra mirada no encuadrada y posiblemente la sustituyen. Dicho de otro modo, cada vez vemos más a través de los encuadres y los ajustes ópticos de las máquinas de ver. Todos los esfuerzos del desarrollo «técnico» del cine, el paso del blanco y negro al color, del plano casi cuadrado de los inicios al exageradamente ancho plano actual, del mudo al sonoro, y ahora al 3D, son otros tantos pasos dirigidos a naturalizar la imagen cinematográfica, es decir a domesticarla, a hacerla más familiar. El arte, de resultas, se convierte en un asunto cotidiano. Es el fin de la sorpresa inquietante, el fin de la alteridad no recuperable, el fin de lo real que aún no está encuadrado. Cualquier mutación requiere que se sepa lo que cambia, lo que se gana y lo que se pierde. Se observa claramente que todo el inmenso y antiguo esfuerzo por reducir el mundo a cifras se intensifica mediante un esfuerzo no mucho menos antiguo por mercantilizarlo, y mediante otro, paralelo pero en aceleración, por lograr la traducción visual de todas las cosas y de todas las dimensiones, como si el cálculo y el mercado tuvieran necesidad de hacerse visibles de forma generalizada. La posibilidad del fuera de campo, es decir la posibilidad de un lugar que se salve de la inquisición universal primero se ha convertido en un blanco contra el que apuntar y después ha sido destruida. También lo invisible es político. Justamente en este punto adquiere sentido para mi, como un gesto político, la preocupación que se evidencia en Ossos por el rigor de los planos, por la limpieza de los cortes espaciales y temporales, por la persistencia del fuera de campo. Se trata de afirmar no solo que el mundo visible está encuadrado, sino también de hacer notorio, perceptible, sensible ese encuadramiento; hacer que el fuera de campo funcione como una necesidad de juntar lo invisible y lo visible, planteándolo al tiempo como una renuncia a cualquier concesión dramatúrgica o narrativa: modos de realización que son otras tantas respuestas decididas, incluso violentas en su extraviada belleza, respuestas a la alienación ambiente que mezcla y confunde el mundo con su espectáculo. Dicho de otra manera, la mutilación por el plano de los cuerpos filmados resulta manifiesta en esta película, mientras que normalmente se reniega de ella en tantas otras películas, en las que el fuera de campo no funciona como el límite de lo visible, como un filo cortante ue nos mantiene al borde del vacío; en las que, por el contrario, la parte del cuerpo que no aparece se supone que está al otro lado del plano. Al otro lado encontraríamos lo mismo. Resulta tranquilizador. Pero Ossos en su oscuridad plástica y narrativa es una película inquietante. Cinco. El plano destaca como tal, en Ossos, puesto que la nitidez o la afirmación del encuadre a menudo está subrayada por el empleo del sistema de cajas chinas. Cuando se utiliza el plano dentro del plano, algo que viene de lejos (Charlot, Keaton), es porque el cine desea hacerse ver como encuadre, es decir como artificio, aún a riesgo de que la parte del mundo visible en el plano dentro del plano adquiera de golpe un valor más natural (cf. Kiarostami: Y la vida continúa…, A través de los olivos). Aquí, en Ossos, se trata sobre todo de amplificar la tensión del plano o, más bien, de encauzarla en dos direcciones: hacia la mirada de los personajes y hacia la mirada del espectador. El cuerpo de los personajes está en efecto doblemente encerrado en el plano dentro del plano. En consecuencia, su campo de juego resulta reducido. Pero al mismo tiempo, la mirada del espectador se ve confrontada a una parte del plano que, en este caso, funciona explícitamente como máscara. Es pues mi mirada la que resulta forzada, en el interior de un plano que podría no percibir como forzado pero que me priva de una porción de esta parte de lo visible a la que debería poder tener acceso. El plano dentro del plano es pues a la vez restricción del juego del actor y frustración de la pulsión escópica –siempre activa en el espectador. En el minuto cinco, por ejemplo, se ve una ranura de cristal rectangular en una puerta cerrada: un plano dentro del plano que va a adquirir consistencia a medida que se aproximan dos siluetas, primero borrosas, luego cada vez más nítidas, pero siempre encuadradas en ese rectángulo inamovible; las dos figuras borrosas se perfilan: aparecen dos mujeres, una detrás de otra, la segunda con un niño en sus brazos, el rostro de la primera va entrando en foco y finalmente se distingue (es el de Maria Lipkina, hermana de ficción de Vanda). El rostro se va encuadrando cada vez más dentro del cristal cuadrangular. Al final solo quedan los ojos, perdidos una vez más en un vacío que ahora se extiende fuera de campo, por delante de ellos. Esta definición progresiva va acompañada de un encuadre potente que parte del propio cuerpo de la actriz: a medida que se distinguen los rasgos de la joven madre, su cuerpo se reduce a su rostro y este a sus ojos. A la mirada así encuadrada que dirige no lejos del centro de la lente de la cámara, un poco más abajo, un poco más a la izquierda, responde, extrañamente y contra todo pronóstico, la mirada igualmente encuadrada de Vanda, como si esta última se encontrara situada exactamente, de manera simétrica, al otro lado de este cristal rectangular y hubiera venido a ocupar en este plano dentro del plano exactamente el mismo lugar que María. El plano dentro del plano potencia el campo-contracampo en un acusado primer plano (los ojos). Se genera con ello un cierto malestar. La enorme proximidad del campo y del contracampo, la del plano y el contraplano a uno y otro lado del cristal, no dejan al espectador espacio alguno para colarse en medio, para situarse imaginariamente como un tercero en discordia que desea adoptar como suyas las miradas (los deseos) de los personajes que se miran en campo-contracampo. No, esas dos miradas no responden al deseo de ser sustituidas por la mirada del espectador. Son miradas de muerte o de medusa. Entre el campo y el contracampo no hay aire, ni espacio; entre los dos planos dentro del plano, de uno y otro lado, se encuentra como un obstáculo la puerta cerrada –la máscara. Aun hay más. El joven padre está escarbando entre los cubos de basura de un mercado. Rejas y verjas multiplican los planos dentro del plano, acentuados además por la inclinación del plano picado. El cuerpo y el rostro aparecen desenmascarados/enmascarados por medio de esos trucos, y en un instante se evidencia la trampa de la imagen. Inmediatamente después aparece el «fotograma» de una cantina o de un restaurante. Limitado a la izquierda por una pila de platos, a la derecha por unos cuantos vasos, el plano está cerrado por arriba y por abajo por los bordes del fotograma. Ahí, en un plano dentro del plano, vienen a encuadrarse sucesivamente los torsos y los rostros de dos cocineras que pasan bandejas a un sirviente que está fuera de campo. Lo que se representa por medio de este nuevo juego de cajas chinas es –una vez más– que ver resulta problemático. Queremos ver, intentamos ver, lo que obliga a contorsiones, a encuadres forzados que doblegan y moldean el cuerpo. De este modo la mirada del espectador resulta a su vez encuadrada por el plano que constriñe el cuerpo del actor. Se trata una vez más del proyecto subversivo planteado por una puesta en escena que se vuelve contra la facilidad o incluso la obligación de ver que caracterizan a nuestras sociedades (la cuestión del velo). Como si con sólo desearlo se pudiera ver. Como si se tratara solo de ver. Como si solo existiera lo visible, sólo hubiera mirones, presentadores, exhibicionistas. Como si el mundo quedara reducido a su espectáculo. No solo el plano determina el hecho de ver, el lugar del espectador, no solo el plano dentro del plano redobla este efecto de mirada, y al redoblarlo lo hace consciente, sino que además se muestran los límites de la visión, al hacerse presente en el propio interior del plano, por medio de obstáculos, trucos o pantallas filmadas, la función de máscara que tiene el plano. Seis. En No quarto da Vanda (2000), la segunda película de la trilogía de Fontainhas, el fuera de campo se hace preciso y se localiza. La película está compuesta por dos partes o dos ramas que se entrelazan. La habitación de Vanda, el primer espacio, está unida a la casa de la madre aunque no quede claro de qué manera. Por otra parte, todo el barrio que rodea la casa, y por lo tanto también la habitación de Vanda, que está siendo destruido. El barrio está filmado como un personaje, no solo las veces que Vanda lo recorre vendiendo coles o lechugas, también con sus pasajeros clandestinos: esas siluetas furtivas que lo frecuentan día y noche. Los dos «espacios de rodaje», uno cerrado, el otro abierto, son tratados de manera un tanto diferente. La luz en la habitación es menos misteriosa que las sombras en las casas abandonadas u ocupadas. El anti-naturalismo, una vez más, se hace presente por medio de una composición de planos y de colores que aleja decisivamente todo miserabilismo de las ruinas del barrio. La luz de la gracia se mezcla con las sombras del mundo. Sobre todo cuando la película sale de la habitación de Vanda. En esta, por el contrario, en medio de una luz nada favorecedora, que no es del todo como la de los hospitales pero que recuerda las luces interiores de algunos cuadros de Degas, los cuerpos de Vanda y de su hermana Zita aparecen encuadrados lo menos apretados posible teniendo en cuenta la estrechez del cuarto. Los planos son amplios, acabo de señalarlo, pues tal vez el tema no es la mutilación de los cuerpos sino la destrucción del barrio que rima con la autodestrucción asumida con valentía por Vanda. De tal modo que no es el fuera de campo lo que corta el plano, no es lo que enmascara: es lo que queda fuera de la casa, fuera de la habitación, es decir toda una serie de otros lugares, próximos, contiguos, pero no articulados con el campo como si fueran su prolongación invisible. El fuera de campo está aquí localizado, casi se podría decir señalado en el plano urbano, a medida que las excavadoras van destruyéndolo. De resultas, la habitación funciona como campo y el barrio como fuera de campo. Es como decir que tiene un rostro, una forma, un perfil, un destino. Por eso hablaba de «personaje». El fuera de campo de la habitación pierde su dimensión de invisibilidad, a excepción de las sombras que la invaden. Digamos sin temor a hacer el ridículo que aquí el fuera de campo se ha vuelto visible. La división de la película en dos escenarios, el barrio y la habitación, hace que cada uno resulte el fuera de campo del otro. Pero, ¿es el fuera de campo la pesadilla del campo? ¿Su destino inexorable? ¿Lo que lo amenaza y lo lleva a la ruina? Si es así, la película opone de forma sutilmente mecánica dos facetas o dos caras de una misma realidad, interior/exterior, que ni una ni otra tienen una realidad exterior puesto que cada una funciona como realidad exterior para la otra. Me parece que se trata de desechar las esperanzas de consuelo, de acabar con toda compasión o falsa caridad. Dicho de otro modo, se trata de reflejar en la propia forma de la película la dureza sin fisuras del presente. Solo queda el orgullo salvaje de Vanda que, negándose a rendirse ante las buenas intenciones, expresa una rebeldía más decidida que las nuestras, posiblemente, pero al igual que las nuestras carente de horizontes. Esta película que afirma la sintonía entre el campo y el fuera de campo (dos facetas cómplices de la misma realidad), su interacción (los sonidos exteriores se cuelan dentro de todos los interiores) hace que resulte imposible imaginar cualquier línea de fuga que supusiera una eventual evasión. Es el propio espectador el que debe admitir que su deseo de arreglar el mundo por medio de las imágenes y los sonidos (el cine) está abocado al fracaso. Si ya no hay fuera de campo, ya no hay libertad. Séptimo. La última entrega de la trilogía, Juventud em marcha (2006), es quizás aún más angustiosa. (Esta angustia es la dimensión de nuestro tiempo). Con la excepción de algunas hermosas escenas en las que se escucha el recitado de la carta de Ventura a su mujer, casi todos los planos de la película están encuadrados en contrapicado, dejando un gran margen en la zona superior del plano. Los cuerpos están totalmente desencuadrados, no ocupan el centro del plano sino que han sido desplazados a la periferia, al igual que la luz que solo recae sobre una pequeña parte de la imagen. Hay una evidente desproporción entre la escala de los personajes y la del plano. Estamos lejos, más aún aquí que en No quarto de Vanda, de esos planos que cortan o mutilan. Cuerpos que se desbordan en planos ajustados. Todo el cuerpo de Ventura se pasea holgadamente por las imágenes. Es como si todo el espacio filmado se mostrara en cada plano. Dicho de otra manera, el encuadre ya no cumple su función de máscara. El uso constante de enfoques cercanos abre el campo y hace que los cuerpos floten en un plano excesivamente amplio para ellos. Al mismo tiempo para encuadrar una porción aun mayor de espacio, y sin duda para desequilibrar los cuerpos filmados, muchos de los encuadres están no solo en contrapicado sino oblicuamente. El mundo así compuesto carece del equilibrio en el que el cine nos había instalado desde hace tiempo. Todo se ha torcido. Una especie de planteamiento que podríamos llamar irónicamente «cubista» desarticula el espacio. El espectador ya no está en su sitio, bueno o malo. Ya no hay más sitio que un abismo abierto. Es extrañamente hermoso, como un expresionismo que va más allá de toda expresión, y a la vez da miedo. En los planos amplios donde se pierden los cuerpos, solo cabe una esperanza: que una zona de sombra, un cerco, una oscura aureola rodeen la mancha de luz que aísla los cuerpos filmados; esta sombra en el plano mece (un poco) los cuerpos a merced del deseo. Ahora bien, esta sombra omnipresente en los restos de Fontainhas –fragmentos de muros, ruinas, amasijos de piedras, grietas en las paredes, pequeños laberintos, fisuras en el decorado por las que apenas cabe un cuerpo– aparece menos a menudo, de forma menos destacada, en el nuevo barrio en el que Ventura descubre su futuro apartamento. Este barrio, habitualmente de una blancura inmaculada, está poco menos que desierto. Nos remite a la oposición que hace Tanizaki Junichiro (Elogio de la sombra, 1933) entre el mundo tradicional, en el que la sombra es una profundidad frágil y preciosa, y el mundo moderno, restallante de neones, en el que todo debe hacerse visible. La sombra sigue estando en el campo, en el mundo antiguo, en vías de desaparición; la luz está en el mundo nuevo, donde aun flota la sombra, en medio de una claridad visible e invivible. El contrapicado opera siempre como la mirada de un niño sobre el mundo. Pero ese mundo que aparece ahí, y que es nuestro mundo, no está concebido para la infancia, quiero decir para la infancia del espectador. Es demasiado grande, demasiado vacío, demasiado blanco. De un plano a otro solo se cuela ese vacío. No hay fuera de campo: es lo mismo, en todos los planos. Obstinación, monotonía de lo mismo. ¿Qué ocurre con el fuera de campo en las ruinas de Fontainhas? ¿Acaso no se ha colado enteramente en la imagen, en el plano, como una zona de sombra que viene a ocultar una parte de lo visible en el propio campo? Pero esta ocultación no equivale para nada a la del plano como máscara. Aquí lo que está oculto es una parte de lo que aparece encuadrado. La sombra forma parte del plano. Está incluida en el planteamiento, no aparece de tapadillo. Las potencialidades del fuera de campo consisten precisamente en que no está encuadrado (como diría M. de La Palisse). La sombra en el campo no es el fuera de campo en la sombra. En esta película, de forma deliberada, el fuera de campo está fuera de juego. El mundo que aparece al final de la trilogía ha liquidado cualquier posibilidad de fuera de campo, se han necesitado tres películas para conseguir echar por la borda un viejo accesorio de la dramaturgia cinematográfica clásica. ¡Adiós a Jacques Tourneur, adiós a Nicholas Ray, adiós a Fritz Lang! ¡Adiós incluso a Daniéle Huillet y a Jean Marie Straub! En esta película, Ventura solo puede repetir, volver a recitar la misma carta, reiniciar los mismos gestos, las mismas miradas. En esta película, los personajes carecen de libertad. ¿Y el espectador? Menos aún. Se lo puede uno tomar a mal, horrorizarse de que el encadenamiento de los planos impida e incluso prohíba cualquier escapatoria al fuera de campo. Se puede (se debe) suponer que el mundo incorpora una parte de real que coincide con lo no-visible y que pueda por lo mismo escaparse del dominio del espectáculo. No es la apuesta que se hace en esta película. Pero habrá otras películas del mismo cineasta que no seguirán el mismo juego. La última película de la trilogía nos habla del presente, nos obliga a ver esta versión visible del mundo que no queremos ver. Y en ello consiste toda su grandeza.