09 DE L UTOPIA AL HEDONISMO

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Índice
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. El rodeo hacia el capitalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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2. La venganza de la memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. La teleología como moral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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4. La búsqueda ascética del hedonismo . . . . . . . . . . . . . . . .
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5. Sentido y fatiga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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6. Sobre la lejanía del futuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Glosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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225
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235
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Introducción
Existen muchas maneras de escribir sobre el pasado. Las circunstancias concretas que me llevaron a escribir este libro me condujeron de un modo natural a lo que tal vez pueda denominarse el
estilo filosófico, con el que he tratado de comprender el período de
la historia china que va, principalmente, desde 1949 hasta la actualidad. De hecho, no existe el estilo filosófico de entender la historia, al menos no de la forma en que se utiliza el estilo histórico, con
sus métodos sólidamente establecidos y resultados fácilmente reconocibles. La historia, después de todo, no es el dominio del filósofo. Por estilo filosófico, de todas maneras, quiero señalar que lo
que aquí se ofrece no es una obra de investigación histórica, sino
más bien la relación de un período determinado de la historia china
modelado de alguna manera por la filosofía. Groso modo, lo que
esta perspectiva implica no es la mezcla de una narrativa histórica
con una reflexión filosófica, sino la presentación de la primera en
términos de la segunda. Hay determinados empeños intelectuales
para los cuales la perspectiva filosófica resulta especialmente adecuada, o eso creo, entre los que se incluye el intento de comprender
algunos aspectos vitales de la experiencia humana que están más
abiertos a la introspección, e incluso a la especulación, que a la observación y la documentación de acontecimientos. Parece digno de
consideración el hecho de recurrir a la filosofía al tratar de comprender un período tan interesante de la historia china, aunque sea
sólo como un complemento a la erudición histórica.
El impulso para hacer esto lo sentí por primera vez en medio de
la tristeza, la rabia y el sentimiento de futilidad ante la supresión
del movimiento democrático de junio de 1989. Había llegado el
momento, una vez más, sólo una década después de la muerte de
Mao, de realizar un balance espiritual y una reorientación general.
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Cuando la disposición de ánimo de la nación pasó de una conmoción a la pérdida de esperanza y después, muy pronto, de la falta de
esperanza al «no ha pasado nada», «todo sigue igual», sentí, de un
modo que nunca antes había experimentado, que algo profundamente equivocado existía en el espíritu chino, algo cuya causa y
naturaleza debía de encontrarse en el nivel más profundo de la experiencia china. Esa búsqueda fue la que me propuse iniciar, independientemente de lo mal equipado que pudiera estar para realizar
esa tarea. El principal objetivo me resultó muy claro desde el comienzo, se trataba de reflexionar sobre la historia antes que de describirla, en la medida en que esa distinción pueda mantenerse. Más
allá de eso no me importaba, ni antes ni ahora, si lo que estaba haciendo se consideraría historia o filosofía, o cualquier otra cosa.
Llamarlo el estilo filosófico de entender la historia, como he hecho
en el párrafo anterior, es simplemente un acto de categorización
retrospectiva, que además resulta bastante impreciso, con el fin de
orientar al lector.
Independientemente de los ámbitos o dominios intelectuales de
los que haya tomado las categorías básicas, lo más importante es
que deberían captar lo realmente significativo del período de la historia china al que se refieren. Conforme paso, en mi pensamiento,
de la experiencia histórica concreta a las categorías conceptuales
con las que la aprehendo, comienzo a concebir, a un nivel relativamente alto de abstracción, la historia de la China comunista en términos de un paso de la utopía al nihilismo, donde el nihilismo tiene que entenderse no tanto como una posición intelectual, sino
como una condición de existencia (más adelante se desarrollará
este aspecto). Conforme maduraron mis ideas sobre el tema descubrí, de todos modos, que todavía era más crucial considerar la experiencia del comunismo chino en términos del paso de la utopía al
hedonismo, siendo el hedonismo un componente esencial, aunque
sublimado, de la utopía y, de una forma abierta, una secuela del
nihilismo. Nunca esperé llegar a esta perspectiva de la historia del
comunismo chino, dado que a primera vista la utopía china era ascética antes que hedonista. El lector puede que experimente al principio un poco la misma sorpresa y las mismas dudas que yo sentí.
Pero casi al mismo tiempo en que estaba desarrollando la lógica hedonista de la utopía sobre el papel, esa misma lógica fue revelándose y extendiéndose en la realidad, conforme toda la nación china
se arrojaba a una búsqueda sin precedentes de riqueza y placer.1
Mi tarea entonces, tal como finalmente llegué a contemplarla,
consistió en describir el proceso por el cual la utopía condujo, tanto histórica como lógicamente, primero al nihilismo y después, vía
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nihilismo, al hedonismo. Como cada uno de los seis capítulos que
componen el libro presenta sólo una faceta de este relato, tal vez
sea un buen motivo para ofrecer aquí una visión general que incluya tanto el contexto histórico y conceptual en que se situarían los
capítulos individuales, como un complemento relativamente sistemático al marco más desordenado y matizado contenido en ellos.
La utopía de inspiración marxista, introducida al principio en
China como un ideal durante las primeras décadas del siglo XX, se
convirtió en una posibilidad práctica después de la victoria de la revolución dirigida por el comunismo en 1949. Y así se hizo bajo la
más propicia de las circunstancias. Mao Zedong pidió que construyera una sociedad comunista a un pueblo cuya inocencia política y
pobreza material le hizo responder con entusiasmo a la llamada de
la utopía. Para ese pueblo la utopía era al mismo tiempo atractiva,
en tanto que prometía una rápida salida de la pobreza, y tremendamente apasionante debido a su novedad llena de energía, que todavía se activaba más por el carisma del líder del proyecto utópico.
No habiéndose nunca intentado en China, la utopía no tuvo el peso
del recuerdo ni tampoco inhibiciones. Para un pueblo acostumbrado al apego al pasado y a no pensar en mucho más allá del presente, la utopía ampliaba el futuro de su conciencia y se convertía en el
motivo y el significado de su vida. Así, la utopía llenó de sentido
sus vidas con objetivos elevados. En el pasado, la ausencia de metas impidió el cambio radical, pero también ayudó a soportar las
largas y grandes penalidades. Ahora que alguien con el poder de
mando y el carisma para convencer ofrecía la posibilidad de un futuro infinitamente mejor, ese entumecimiento de la conciencia con
el que habían ahogado su miseria presente fue reemplazado por una
conciencia elevada que con ilusión, incluso con impaciencia, anhelaba la felicidad futura. A cambio de esa futura felicidad el pueblo
fue preparado para creer, obedecer, luchar, sacrificarse y esperar, de
un modo inaudito en la historia china.
No es exagerado afirmar que esta acentuación del futuro, con su
concomitante acentuación de la conciencia y del sentido, transformó totalmente la estructura tradicional de la experiencia. Riesgos
casi desconocidos cuando el futuro apenas contaba pasaron a tomarse en consideración e introdujeron una nueva dinámica a la experiencia temporal. El futuro imaginado en la utopía, igual que
cualquier futuro convertido en el locus de una ambiciosa meta, llevaba consigo la posibilidad de la desilusión, tanto como la del cumplimiento. La elevación de la conciencia que formaba parte del proyecto utópico, incluso en tanto que posibilitaba el voluntarismo y la
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movilización social, amenazó con socavar la paciencia y la resistencia tradicionales, que habían sido tan instrumentales para mantener la estructura social bajo circunstancias de pobreza y privaciones. De golpe la utopía transformó el conocimiento del sentido y la
búsqueda consciente de él en necesidades humanas profundamente
sentidas; la vida no sólo se animó y enriqueció sino que también
encontró una amenaza nueva y potencialmente devastadora, la pérdida de sentido.
Sabemos que el futuro prometido por la utopía no se materializó,
que el sentido que una vez dio fuerza a la gente para buscar el bienestar colectivo se perdió, y que su conciencia elevada fue abandonada degenerando en cinismo y resentimiento. Es cierto que el proyecto utópico de Mao Zedong2 logró mucho según los estándares
que razonablemente se podrían aplicar a China, pero con respecto a
los estándares utópicos Mao se encargó de introducirlos una y otra
vez. Igualmente, si no hubiera sido por las grandes esperanzas contenidas en esos estándares utópicos, el pueblo chino no se habría
sacrificado tanto a cambio de tan poco. Cuando, tras la disminución
del vigor y de la credulidad después de haber gastado tantas fuerzas
y haber confiado tanto, llegó el momento de sacrificarse menos y
exigir más se enfrentaron a una realidad que tanto su conciencia
como su sentido utópico de lo justo, abandonado por su funcionamiento, hizo que se sintieran a falta de algo. En el momento en que
esperaban que el futuro alcanzara el presente, que el sentido se convirtiera en realidad y la conciencia elevada se cumpliera, no sucedió nada. Esta brecha entre futuro y presente, sentido y realidad,
conciencia y realización, que fue el locus de una tensión llena de
energía mientras se vaticinaba que algún día desaparecería, se convirtió, una vez que la anticipación se evaporó por la desilusión y la
pérdida de vigor, en el lugar propio del nihilismo.3
El nihilismo, tal como se aplica en China, se refiere a una situación donde la realidad y el sentido están tan separados que su
distancia ya no ofrece la posibilidad de una interpretación significativa de la realidad presente, ni de una acción alentada por la esperanza en el futuro. En tal situación se puede actuar, pero no con
sentido, se pueden tomar en consideración principios de sentido
abstractos, pero no relacionarlos con la experiencia presente, de
modo que el hedonismo aparece como la única salida. El nihilismo
no es una posición intelectual que se puede adoptar o no en la pausada contemplación, sino más bien el producto de un modo de vida
–de pensar, sentir, esperar y actuar– que ha fracasado. Aunque se
requiere cierto esfuerzo intelectual para elevar esta condición al nivel de reflexión consciente, solamente se necesita la capacidad para
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la adquisición y pérdida de sentido, que todo el mundo posee, para
abrirse a la experiencia del nihilismo. De hecho, una característica
sobresaliente del proyecto utópico chino fue la movilización de
todo el pueblo, y en la medida en que la utopía, antecedente psicológico del nihilismo, afectó a todo el pueblo, igualmente lo hizo su
consecuencia, el nihilismo.4
El nihilismo representa una condición de existencia desorientada, donde la conexión entre la experiencia y el sentido está rota,
aunque esa condición puede experimentarse si, independientemente del grado en que lo fuera, los implicados tienen la habilidad o el
deseo de elevarla al nivel de reflexión y valoración conscientes. A
nivel de la conciencia, se puede articular el nihilismo como una
doctrina o crítica filosófica, aunque no sea ni una característica definitoria ni una dimensión de él. En la experiencia china, lo que dio
cuenta de la profundidad del nihilismo fue que quienes lo experimentaron, al pasar de la utopía al nihilismo, perdieron una gran parte de su capacidad y de su propensión a ese tipo de reflexión. Por lo
tanto, la mayoría de la gente no percibía su situación presente conscientemente en términos de nihilismo, en cuanto destilación filosófica de la experiencia. El nihilismo se manifestaba más bien en síntomas no intelectuales, tales como la perdida de idealismo, la
relajación de la austeridad ideológica, el cinismo o la apatía e incluso en un absoluto mal genio; síntomas que solamente algunos
podían o tendían a explicar como surgidos de la pérdida de sentido
o del sentimiento de la nada. Más que ninguno de estos síntomas, el
hedonismo, del cual se hablará más adelante, representaba un modo
de experimentar el nihilismo sin necesidad de llevarlo al nivel de la
reflexión consciente.
Estos síntomas de nihilismo, incluyendo el hedonismo, surgieron y empeoraron conforme el fracaso del proyecto utópico era
cada vez más obvio, especialmente cuando el delirio de la Revolución Cultural fue reemplazado por una sobria desilusión. Fue en
este contexto cuando la reforma iniciada por Deng Xiaoping se
convirtió en un nuevo punto de encuentro. Asumiendo las grandiosas metas del proyecto utópico, aunque proponiendo llevarlas a
cabo con más profesionalidad, mientras que todavía se apelaba al
entusiasmo y a la fuerza que crearon el proyecto utópico, la reforma de Deng representó en su primera fase una continuación de la
utopía por otros medios más pragmáticos. Durante la mayor parte
del antiguo contexto institucional y político, la utopía logró devolver la vitalidad, y el avance del nihilismo se ralentizó e incluso
temporalmente se mantuvo a raya. No obstante, el programa de las
reformas de Deng, con su progresivo abandono de la retórica idea17
lista del proyecto utópico, su relajación del control ideológico, su
nuevo énfasis en la economía y su fomento abierto del consumo,
mostró una creciente disposición a transigir con el nihilismo y también participó en su propio avance.
En la gradual intensificación del nihilismo empezaron a destacar dos tendencias: hedonismo y liberalismo político. El nihilismo,
recordémoslo, no es simplemente la ausencia de sentido sino su
desaparición, un retroceso de la condición previa del sentido. Siendo un proceso dinámico, el paso del idealismo al sin sentido crea
una situación muy inestable, que permanecerá hasta que se descubra un nuevo sentido, y con él un nuevo equilibrio. De todos modos, la naturaleza del nihilismo se caracteriza porque la pérdida de
una condición de sentido da pie no sólo a la búsqueda de uno nuevo, sino también a un temor al sentido que procede del recuerdo de
su desaparición y caída. En el caso chino la caída fue desde una altura que solamente algo tan elevado como la utopía podía permitir
a la gente ascender, y el consiguiente temor a las alturas –del idealismo– fue igual de contundente. Bajo tales circunstancias, el hedonismo apareció como un modo de llenar el vacío del nihilismo
sin pasar por la dura experiencia de una nueva búsqueda de sentido. Las reformas de Deng, de hecho, en parte fueron un intento de
superar el nihilismo a través del hedonismo. No obstante, las reformas no llegaron lo bastante lejos para acabar con las prácticas
ascéticas y represivas del proyecto utópico, ni para la creación de
oportunidades que fomentaran el hedonismo. El resultado fue la
sublimación del hedonismo, bajo circunstancias de frustración
prolongada, en una nueva ideología, a saber, el liberalismo político.
El liberalismo surgió, en gran parte, como la ideología política
del hedonismo, y en cierta medida porque se frustró el hedonismo,
por eso el liberalismo, con sus demandas sublimadas de libertad y
democracia, capturó la imaginación de una sociedad completamente desilusionada con la utopía, pero todavía sin las debidas oportunidades para escapar hacia el hedonismo. Lo que aquí se va a desarrollar no es una explicación general del liberalismo político, ni
siquiera un relato de la génesis del pensamiento liberal en China.
Aun así parece indudable que la frustración del hedonismo fue una
causa importante para el crecimiento del liberalismo, primero en el
sentimiento popular y después, en 1989, en el movimiento democrático popular. Un dato muy indicativo de la naturaleza del movimiento democrático fue que la corrupción oficial –los bienes del
hedonismo injustamente disfrutados por algunos y negados a otros–
se convirtiera en un tema central del sentimiento antigubernamen18
tal que trascendió, más incluso que los eslóganes de libertad y democracia, las fronteras políticas e intelectuales.
Cuando el gobierno aplastó el movimiento democrático, lo que
trató de erradicar no fue su hedonismo subyacente sino los resultados políticos de su sublimación. Si las ideologías políticas mantuvieron las dos partes separadas, el hedonismo pronto demostró sus
fundamentos comunes y su común huida del nihilismo. Pero tuvo
que suceder algo tan serio como la masacre de Tian’anmen para
que ambas partes sacaran su hedonismo a la superficie, cada una
por sus propias razones. Un poco más tarde, el paso del nihilismo al
hedonismo, en el que el gobierno había participado solamente de un
modo ambiguo hasta entonces, adquirió, con la entusiasta orquestación oficial después de la crisis de Tian’anmen, una nueva profundidad y amplitud.
Los dos o tres años posteriores al 4 de junio de 1989 han sido
cruciales para la historia de la China posmaoísta, de hecho, para
toda la historia de la China comunista. Esos años en que el nihilismo llegó al fondo fueron testigo de la muerte de la utopía y condujeron a su vez al rápido crecimiento del hedonismo. En este período crucial de transición, el paso de la utopía al nihilismo se
completó definitivamente y el paso del nihilismo al hedonismo asumió un nuevo ímpetu. También durante este período, en esas dos
profundas transiciones, los vínculos directos entre utopía y hedonismo salieron completamente a la luz. En un determinado sentido
toda la trayectoria del comunismo chino se convirtió en nihilismo,
siendo tanto el efecto de la utopía como la causa (parcial) del hedonismo.
Podría parecer una gran ironía el hecho de que a la supresión del
movimiento democrático, después de un breve período de terror político, le siguieran oportunidades sin precedentes y promovidas oficialmente para buscar riqueza y placer (la mayoría de la gente considera el liberalismo simplemente la ideología de su búsqueda).
Pero si se observa más de cerca la situación, lo que se descubre no
es ironía sino una profunda revelación. El gobierno, como si hubiera comprendido el hedonismo subyacente del movimiento democrático, comenzó a eliminar las causas que hicieron necesaria la sublimación del hedonismo en liberalismo político. A diferencia de lo
que ocurría con los resultados políticos de su sublimación, el hedonismo no planteaba ninguna amenaza al gobierno, a menos que éste
se basara en principios opuestos al hedonismo. El gobierno no tenía
tales principios, opuestos a las prácticas superficiales, nunca los había tenido. Y en su desesperado esfuerzo por mantenerse en el poder no tuvo tiempo para superficialidades políticas. Finalmente en19
tró en razón, pero todavía tenía que convencer a sus enemigos políticos para que también lo hicieran.
La clave, como el gobierno pronto adivinó, fue el fomento activo del hedonismo. Lo que había negado, y continuaba negando al
pueblo a nivel político, ahora trataba de dárselo a nivel sensual. Así
se llegó a un punto en que el control político y el ascetismo económico, que siempre habían sido instrumentos entrelazados del autoritarismo comunista, se pudieran separar. Por primera vez en cuatro
décadas, aunque el control político se hizo más severo, la empresa
privada y el consumismo, e incluso la inversión extranjera, se les
permitió que florecieran, aunque al servicio del control político.
Cuando la masacre de Tian’anmen, un acto de desesperación, demostró los límites de su poder, el gobierno se dio cuenta de que
bajo las nuevas circunstancias de nihilismo la única estrategia que
le mantendría en él no era la represión del liberalismo político sino
su desublimación en crudo hedonismo.
Pronto se demostró que tenían razón. En la medida en que las necesidades sensuales de la gente se satisfacían, sus demandas políticas se debilitaban y perdían relevancia. Antes de la crisis de
Tian’anmen el hedonismo se sublimó en liberalismo político, debido a la falta de canales de satisfacción sensual éstos se tornaron en
idealistas, y los económicos en políticos. Después de Tian’anmen,
precisamente por la lógica opuesta, el liberalismo político experimentó una desublimación completa conforme fue canalizándose,
alejándose del idealismo para volver al crudo hedonismo, pasando
de la disidencia política a la prosperidad económica. Durante este
proceso, cada vez era menor la necesidad de un control político estricto, y conforme éste se hacía menos visible, la oposición política
al gobierno perdía progresivamente su urgencia, e incluso su pertinencia.
Por lo tanto, no sirve de nada sorprenderse ni indignarse por la
velocidad y la totalidad con que la oposición política, después de
tal sacrificio y derramamiento de sangre, dejó virtualmente de existir. Del mismo modo que el fomento activo del hedonismo por parte del gobierno, tan rápido después del 4 de junio, fue un acto de
desesperación, también lo fue el veloz paso de la nación a la amnesia colectiva del suceso en medio de nuevas oportunidades para la
gratificación material y sensual. Si anteriormente, tras el fracaso
del proyecto utópico, la búsqueda sólida de sentido fue una pesadumbre; ahora, tras el desastroso resultado de las reformas y del
movimiento democrático, la búsqueda de sentido había desperdiciado su recobrada vitalidad. Y por debajo de la conciencia de estos recientes fracasos se encontraba el recuerdo colectivo de la de20
saparición de la tradición confuciana como fuente viva de sentido.
Tal vez, por primera vez en la China moderna, y con seguridad desde 1949, hubo un sentimiento generalizado –no siempre articulado
claramente, aunque sin ninguna duda recogido en el crecimiento
rampante del cinismo y la apatía– de que se habían intentado todas
las valiosas metas colectivas posibles y que todas ellas resultaron
deficientes o más allá del alcance. Además, este sentimiento de futilidad se extendió por toda la nación tras cuatro largas décadas de
extraordinarios sacrificios y una gran cantidad de idealismo. Después de haber provocado tantas desilusiones y desórdenes, simbolizados de un modo especialmente escalofriante por la masacre de
Tian’anmen, nadie tenía ánimos para nuevos sacrificios ni para nuevos idealismos.
El hedonismo que pronto envolvió a China, perseguido con el
espíritu de engrandecimiento antes que con el de prosperidad colectiva, no exigía ni sacrificios ni idealismo, sino solamente respeto al statu quo político. Ese respeto fue primero ofrecido de mala
gana y después voluntariamente, conforme se desvaneció el recuerdo del movimiento democrático al cubrirse con la comparación más
reciente, ventajosa en esta ocasión para China, de lo que sucedió en
la mayor parte de Europa oriental y en la antigua Unión Soviética.
En un mundo que parecía ofrecer cada vez menos posibilidades de
apasionar al espíritu humano, los chinos tenían razones para sentirse afortunados porque al menos su vida material estaba prosperando. De hecho, ahora que habían perdido la noción del sentido y, al
menos de momento, cualquier interés en él, esta vida material era lo
único que deseaban perseguir. Un pueblo espiritualmente agotado
descubrió en el hedonismo una posibilidad en la que el espíritu no
tenía que participar, una huida hacia el sin sentido que al mismo
tiempo era una huida del sin sentido. También en el hedonismo,
aquellos cuya ideología conflictiva les condujo al 4 de junio, encontraban ahora un hábil compromiso donde cada parte, por sus
propias razones, podía considerar que la victoria era suya. No es
sorprendente que, conforme el nihilismo gravitaba hacia el hedonismo, el conflicto político diera paso a la coexistencia pacífica.
El hedonismo, como se ha intentado demostrar, constituye un
desarrollo natural del nihilismo, un modo de vida abierto y tentador
para quienes la posibilidad de apoyarse en los valores ha sido destruida. No obstante, el nihilismo por sí mismo no conduce al hedonismo; lo hace solamente a través de la posición clave que este último ocupa en la lógica de la utopía. Si bien es importante observar
los vínculos causales primero entre la utopía y el nihilismo, y después entre el nihilismo y el hedonismo, para comprender cómo Chi21
na en las últimas cuatro décadas ha llegado a ser lo que es, todavía
lo es más captar la conexión directa entre utopía y hedonismo. El
paso lógico de la utopía al hedonismo subyace y hace posible al
paso histórico de la utopía al nihilismo, en primer lugar, y del nihilismo al hedonismo, después.
La práctica real de la utopía china fue tan ascética y su retórica a
menudo tan antihedonista que resulta fácil olvidar el hecho de que,
en tanto que una filosofía de la felicidad humana, la utopía, tal
como fue concebida por Marx y por sus seguidores chinos, es un
tipo de hedonismo. El limitar el ámbito del hedonismo a la búsqueda egoísta de placer sin considerar para nada la moralidad ni el
bienestar a largo plazo de uno mismo y de la sociedad sería comprenderlo de un modo innecesariamente corto de miras, no apoyado ni por la costumbre ni por la historia de las ideas. Es inútil decir
que no se piensa en eso cuando se describe la utopía como una especie de hedonismo, aunque el hedonismo que surge de la utopía se
acerque a esa caracterización. En el contexto de la utopía china, lo
que se entiende por hedonismo –que tiene mucho en común con el
hedonismo clásico de Epicuro– es una concepción del fin de la vida
humana en términos de la satisfacción de lo que Marx, bajo una
gran influencia de Epicuro, denomina las «necesidades sensoriales» humanas. Las obras del comunismo chino, aunque con raras
menciones al concepto del hedonismo, abundan en descripciones
de fines e ideales que se adaptan perfectamente a esta concepción.
Es completamente natural que Marx, igual que los comunistas
chinos, situara esa concepción en el marco filosófico del materialismo. En la filosofía que ha guiado la práctica del comunismo chino el hedonismo es al materialismo lo que la ética a la ontología,
aunque en cada caso el primer término no se desarrolla explícitamente, sino que queda implícito en el segundo. Si la idea de hedonismo se utiliza pocas veces para describir la sustancia normativa o
teleológica del proyecto utópico chino, y quienes menos lo hacen
son los implicados en él, se debe en gran parte a la incómoda posición que ocupa la ética en el proyecto utópico. Por eso, tanto en las
obras de Marx como en las del comunismo chino, la ética es la parte menos desarrollada de la filosofía, y una de las principales razones de ello es que la teleología ha ocupado el lugar de la ética. Una
consecuencia de este olvido, al menos para los marxistas chinos, es
la ausencia de conocimiento teórico de la naturaleza hedonista del
proyecto utópico y de sus inferencias.
Existe una razón más profunda para la ceguera de los comunistas chinos con respecto a la naturaleza hedonista de su proyecto.
Dada la situación de extrema pobreza en que comenzó el proyecto
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utópico chino, la ética quedó atrapada en la tensión entre el hedonismo, en cuanto sustancia teleológica del proyecto utópico, y las
condiciones de vida presentes, donde el hedonismo era negado.
Así, en la ética del proyecto utópico chino (que, contrariamente a
Marx, nunca evitó predicar la moralidad) no hubo lugar para prescribir el hedonismo como conducta. Más bien su opuesto, el ascetismo, fue lo pregonado. Entre el hedonismo y el ascetismo, de todos modos, no hay contradicción, dado que el hedonismo era el fin
y el ascetismo el medio. Ascetismo ahora y hedonismo después, así
funcionaba la lógica. Al postergarse para el futuro, al negarse la satisfacción aquí y ahora, el hedonismo experimentó una transformación radical y apareció como utopía. Así pues, fue en su forma sublimada, es decir, en la de la utopía, como se predicó el hedonismo,
lo que supuso que no fuera pregonado como hedonismo.
Es en este contexto donde se habla de la utopía china en términos de idealismo. Lo que se entiende aquí por idealismo es que el
hedonismo existe en la utopía en la forma de una idea o ideal antes que de modo efectivo. Así, el idealismo no se refiere al contenido sino a la forma, y la forma idealista o utópica que adopta el
hedonismo está en función de su sublimación ante la necesidad de
ascetismo. En lo que respecta al contenido, la utopía, o hedonismo
sublimado, no es idealista sino materialista por los cuatro costados. La utopía de Mao Zedong fue un proyecto idealista con una
ontología materialista y, debido a ello, el proyecto utópico estaba
destinado a acabar como hedonismo, ya fuera mediante el éxito o
el fracaso.
Tal como resultó después, la utopía se desublimó en hedonismo
a partir del fracaso. El proyecto utópico se alejó de su visión original y aun así tuvo éxito al reducir significativamente la necesidad
del ascetismo. Bajo estas condiciones, el hedonismo empezó a ocupar un primer plano, tanto porque era posible gracias a la mejora de
las condiciones materiales como por el deseo no sublimado de mayores gratificaciones materiales en el futuro inmediato. Si la lógica
de este proceso radica en la propia utopía, en su original sublimación del hedonismo, el agente de la desublimación, como se vio anteriormente, fue el nihilismo. Al comienzo del proyecto utópico, la
sublimación del hedonismo en utopía fue necesaria por la pobreza
y posible por la creencia, que suministraba el comunismo, de que el
ascetismo, mediante los resultados de su práctica, al final se hace
permanentemente innecesario. Con el fracaso del proyecto utópico,
el nihilismo, la pérdida de la creencia en el comunismo, imposibilitó la continuidad de la sublimación, y la mejora de las condiciones
materiales, resultado en parte del proyecto utópico, disminuyó la
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necesidad de ascetismo e introdujo la posibilidad de cierto hedonismo. Desde el principio, en la utopía hubo muy poco que no fuera hedonismo postergado y sublimado. Y por eso era totalmente natural que la utopía, una vez desublimada bajo las condiciones del
nihilismo, degenerara en hedonismo puro.
La primordial importancia del paso lógico de la utopía al hedonismo queda reflejada en el título del presente libro, y el papel del
nihilismo, con la importancia que tiene como etapa intermedia, se
manifiesta de un modo implícito antes que explícito. Dada esta inferencia, el paso de la utopía al hedonismo abarca, tanto lógica
como históricamente, un paso en dos tiempos, primero de la utopía
al nihilismo y después del nihilismo al hedonismo. Mientras que el
de la utopía al nihilismo capta la pérdida de sentido provocada por
el fracaso de la utopía, y el del nihilismo al hedonismo la consecuencia de esa pérdida, únicamente el paso de la utopía al hedonismo, que llega tan lejos como alcanza la lógica de la utopía, saca a
relucir la propia naturaleza del sentido de la utopía y los mecanismos que intervinieron en la creación y destrucción de ese sentido.
Estas páginas ofrecen una somera introducción a la historia de la
creación y pérdida de sentido. No obstante, en la parte principal del
texto no se expondrá como hasta ahora, sino de una forma sistemática y siguiendo una línea de desarrollo desde el principio al final.
Se trata de una historia que no se limita a una única, aunque fundamental, línea de desarrollo previamente bosquejada, ya que posee
muchos aspectos poco conocidos que son igualmente importantes e
interesantes. Solamente a partir de esos aspectos –es decir, en la exposición real del relato en toda su complejidad y confusión– cobra
vida la historia, demostrando que lo que acabamos de presentar es
simplemente un mapa que nos ayuda a orientarnos durante el viaje,
pero no el viaje en sí.
Si el paso de la utopía al hedonismo es, como se ha visto, completamente lógico, el proceso histórico por el cual se produjo esa
transformación estuvo lleno de cambios de dirección inmanentes,
consecuencias no intencionales y prácticas contraproducentes –características que apropiadamente se pueden describir como dialécticas. El marxismo, por ejemplo, demostró ser un tortuoso camino
de China hacia el capitalismo, introduciendo el espíritu de dominio
del mundo en la China comunista al mismo tiempo que acarreaba
una teleología independiente que impedía ese proceso. La invasión
a la fuerza de la memoria china por doctrinas políticas y versiones
de la historia acabó creando un vacío moral e intelectual que está
siendo llenado con lo mismo que la «ingeniería mnemotécnica»
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tuvo la intención de excluir. El adoctrinamiento, en su acción de
cambiar el pensamiento, demostró enseguida ser un intento deliberado de esclavitud mental y un fomento indeseado de esclarecimiento, hasta tal punto que incluso se podría decir que el camino de
la fe al cinismo en China fue preparado por el adoctrinamiento. La
instrucción de los rudimentos de la moral sobre las creencias políticas contribuyó en gran medida a la perdición de ambas. Los cambios dialécticos de este tipo son abundantes en el tránsito de China
de la utopía al hedonismo. Con el fin de captar esas características
del proceso histórico que conduce de la utopía al hedonismo se ha
elegido como parte del título del libro «dialéctica de la revolución
china».
Además de un título que les haga justicia, las complejidades de
este proceso histórico, dialécticas o de cualquier otro tipo, necesitan en mi opinión una perspectiva flexible. Así pues, no se procederá de modo que el relato continúe de un capítulo al siguiente,
sino que más bien se cuenta lo que fundamentalmente es el mismo
proceso histórico seis veces en seis capítulos, cada vez centrándose
en un aspecto diferente del paso de la utopía al nihilismo y al hedonismo. Esta perspectiva, de algún modo fragmentada, también se
aplica a la estructura individual de los capítulos, de modo que dentro de cada uno, al marcar un derrotero del proceso histórico, no se
duda en explorar las sendas que salen del camino.
El resultado podría parecer que carece de una estructura histórica que mantenga unidos la gran cantidad de cabos de la obra. El objetivo no es producir una obra de historia, sino ofrecer una serie de
reflexiones sobre la historia, modeladas principalmente, aunque no
sólo, por la filosofía. Así, la historia suele estar más implícita que
presentada en detalle; lo mismo podría decirse de la estructura histórica global del trabajo. Pero si bien no existe un marco histórico
explícito que mantenga unida la narrativa, se ofrece en su lugar una
amplia estructura filosófico-psicológica consistente en el triple
paso, a la vez lógico e histórico, de la utopía al nihilismo, del nihilismo al hedonismo, y el más importante, de la utopía al hedonismo. Además de la esquemática exposición de este triple paso, anteriormente dada, se puede encontrar un relato más sólido en el
capítulo 4, aunque allí el énfasis recae en el paso de la utopía al hedonismo. En los capítulos 5 y 6 se incide, en cambio, en el de la
utopía al nihilismo, con ciertas consideraciones al del nihilismo al
hedonismo en el capítulo 5, pero no en el 6. Cada uno de los restantes capítulos posee una estructura conceptual propia, y cada uno
presenta una faceta de la amplia estructura filosófico-psicológica
que consiste en el paso de la utopía vía nihilismo al hedonismo. Es25
tos capítulos, igualmente importantes aunque teóricamente sean
menos centrales, son los primeros, de modo que los antecedentes y
el análisis que contienen aportan a los capítulos posteriores, más
teóricos, un mayor peso y claridad.
Dentro de esta estructura conceptual relativamente sistemática,
de todas formas, se adopta un modo de escritura que no suele ser
sistemático. En tanto que historia, tiende a lo episódico; en tanto
que filosofía, a veces raya lo aforístico; en ambos casos, siempre
más en unos capítulos que en otros. Por lo tanto, en la mayor parte
del libro se evita hacer resúmenes o conclusiones para no violentar
este aspecto de la obra que procede, precisamente, de su resistencia
a resumir y a subrayar. Al principio del proyecto pensé en realizar
una obra compuesta, por una parte, por fragmentos totalmente históricos y filosóficos y, por otra, un estudio con el habitual tipo de
coherencia estructural y narrativa. El resultado final ha sido un cuidadoso intento de seguir el curso medio. La naturaleza de algún
modo fragmentada del libro, aspira a la inmediatez, flexibilidad y
apertura, dejando espacio a la tensión y a la paradoja. Y la imprecisa estructura narrativa de cada capítulo (a veces más y a veces menos), reforzada por otra conceptual algo más precisa, trata de hacer
justicia a los aspectos complementarios de la experiencia histórica,
especialmente, movimiento, continuidad y causalidad. Este equilibrio entre lo fragmentario y lo sistemático también refleja la naturaleza del trabajo que me propuse realizar en un primer momento.
De vez en cuando se arriesga un marco completo, aunque sólo sea
por el bien de la orientación, como destaca en la introducción, y en
menor medida en otras partes del libro. No obstante, en la mayor
parte del texto, el objetivo es ofrecer luz sobre esto o lo otro, dentro de un esbozo punteado, semiluminoso, formado por una amplia
narrativa y una estructura filosófico-psicológica.
Esta estructura filosófico-psicológica supone claramente un alto
nivel de abstracción. Lo abstracto es en parte el resultado de presentar la historia principalmente en términos de conceptos teóricos
(por ejemplo, utopía, nihilismo, hedonismo, la mentalidad reactiva,
la voluntad de poder, la conciencia de futuro), antes que en los referidos directamente a sucesos y actores individuales históricos,
como habitualmente hace la escritura histórica. Tales conceptos,
que acompañan de modo natural a los amplios términos descriptivos (el proyecto utópico, el Gran Salto Adelante, la Revolución
Cultural, la China maoísta, las reformas de Deng), son abstracciones que proceden de la historia concreta con miras a su significación para la comprensión histórica. Y como tales, proporcionan un
acercamiento más directo, aunque no necesariamente mejor, a la in26
terpretación de la historia. Y no es que la escritura histórica no esté
interesada en la interpretación o no realice bien esa tarea. Pero lo
que normalmente no intenta hacer, por sus propias buenas razones,
es, en tanto que principio metodológico, examinar todos los acontecimientos históricos mediante determinadas categorías conceptuales que han sido desarrolladas teniendo en cuenta su significación para el trabajo de interpretación que se propone realizar.
Un modo de poner en práctica lo anterior consiste en adoptar la
denominada perspectiva filosófico-psicológica. Sería erróneo considerarla el único medio para acceder a lo importante en la historia,
igual que lo sería obstinarse en que el único acercamiento válido es
el del historiador. En realidad, cada acto de interpretación es un
acto de abstracción, y la escritura histórica, con su inevitable elemento de interpretación, no es una excepción. La abstracción inherente a la escritura histórica no resulta molesta debido a que su nivel de abstracción habitual, compartido hasta cierto punto por
modos de escribir tan bien establecidos como la literatura en prosa
y el periodismo, se ha hecho transparente mediante las convenciones. Debido precisamente a que la escritura histórica es el modo estándar de aproximarse a la historia, existe la necesidad, de vez en
cuando, de situarse por encima y por debajo de su acostumbrado nivel de abstracción, ya que cada nivel de abstracción de los acontecimientos y actores históricos ofrece un tipo de perspectiva única
de la historia. El nivel de abstracción elegido implica una opinión
sobre lo que es importante estudiar en la historia, que diferirá conforme cambiemos de nivel.
Lo más importante del período que tratamos, aunque desde luego no sea lo único, y ante la carencia de una expresión más precisa
y breve, es la crisis espiritual de China. Esta crisis espiritual que
existía in potentia en la utopía, se manifestó en el nihilismo y continúa apenas disfrazada en el hedonismo. Es a la vez síntoma y medida de su profundidad el que la mayoría de quienes cayeron en
ella, que ahora buscan ardientemente el hedonismo, no sepan por
qué ha sido, y no porque no quieran. Esta situación, una crisis del
espíritu que ha pasado en su mayor parte sin ser diagnosticada por
quienes la sufrían, no se presta fácilmente al habitual acercamiento
histórico, ni siquiera a la perspectiva relativamente empírica típica
de, digamos, la sociología o las ciencias políticas. La fuerza del historiador radica en examinar y atar cabos e ir comprendiendo los registros tangibles del pasado, y cuando se refiere al espíritu humano,
sólo lo que sucede más allá del umbral de la conciencia de los actores históricos en cuestión deja el tipo de registro tangible que el historiador considera lo suficientemente digno de confianza para tra27
bajar con él, asignando el resto probablemente al reino de la especulación. En la medida en que algún historiador poco común estime
conveniente indagar por debajo de la superficie de la tranquila conciencia dejando al descubierto, por ejemplo, las fuerzas y los motivos ocultos, o casi ocultos, presupuestos por los acontecimientos y
estados del pensamiento ocurridos de un modo plenamente consciente, realiza una tarea que, tal vez con la ayuda de la filosofía, resultaría más fructífera y rigurosa. La escritura histórica no se preocupa de la extrapolación sistemática. Este camino –el acercamiento
filosófico-psicológico a la historia– constituye forzosamente una
búsqueda más arriesgada, propensa en un grado especialmente alto
a los peligros intelectuales a los que se enfrenta cualquier intento
de comprensión histórica. Pero siempre es una búsqueda imprescindible, un complemento necesario para la escritura histórica,
cuando se trata de comprender qué es lo vital y profundamente humano de la historia.
El tema de este libro no es lo genéricamente humano sino un período específico de la historia china. El acercamiento filosóficopsicológico y el nivel de abstracción que supone, trata de aprehender lo que es de vital importancia durante esta etapa de la historia
china. Por otra parte, es un acto de inclusión de lo que se considera
importante sobre China, y no de exclusión de todo aquello que no
sea específicamente chino. No comparto la idea de que la historia
china debería explicarse solamente en términos que se apliquen
únicamente a China, ni en términos que necesariamente transciendan su experiencia y produzcan cierta significación «universal». El
objetivo es discurrir sobre un período específico de la historia china
de manera que quede mejor iluminado por sí mismo. No es accidental que en un espectáculo humano tan rico en esperanzas, tragedias y males como la China maoísta y sus consecuencias se contemple no sólo la historia del comunismo del siglo XX, en tanto que
comparte ciertas características profundas con el comunismo chino,
sino también mucho de lo que en un sentido importante es verdadero, o podría serlo, para la humanidad en su totalidad. Esta consideración también influyó en la elección para esta obra de un nivel relativamente alto de abstracción.
En este nivel de abstracción no hay razones para dejar de aprovechar los pensamientos de, digamos, Laozi, Nietzsche, Marx, Weber, Schopenhauer y Adorno, a pesar de que reflejan, de un modo
obvio, muy diferentes épocas y circunstancias. No obstante, cada
vez que son citados, ellos u otros, mostrando acuerdo o desacuerdo,
se hace con la sensación de que están hablando, a un nivel significativo de abstracción, de la misma experiencia que tratamos de
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comprender. Nietzsche, en especial, a través de muchas penetrantes
observaciones del nihilismo en su contexto original cristiano y, después, europeo moderno, produce la sensación de hablar de la misma humanidad –la misma tragedia humana de creación y pérdida de
sentido– sobre la que escribimos nosotros al describir el tránsito de
China, en el siglo XX de la utopía al nihilismo y el hedonismo.
Nos oponemos a la insinuación de que lo que se ha hecho en estas páginas es un discurso sobre la historia china basado, aunque
sea selectivamente, en la tradición filosófica occidental, y todavía
más a la de que se trate, de algún modo, de una lectura nietzscheana de la historia china. Es cierta la inspiración considerable en
fuentes intelectuales occidentales, Nietzsche en especial, pero no
en el mismo grado en todos los capítulos y, aún más importante, no
por las mismas razones en todo momento. En el capítulo 1, por
ejemplo, el hecho de que ciertas cosas de origen occidental, destacando el marxismo y el capitalismo, se hayan convertido en una
parte intrínseca de la propia problemática de la China moderna convierte en natural y apropiado el uso selectivo de términos occidentales para tratar de ellos en el contexto chino. El caso es diferente
en el capítulo 5, donde, de un modo que no lo exige intrínsecamente el propio tema, se recurre a un pensador occidental –Nietzsche–
al elaborar un marco teórico para abordarlo. Pero incluso aquí, no
se introduce a Nietzsche como un pensador cuya filosofía resulta
que proporciona un esquema ya elaborado para entender la historia
china, sino como un partícipe igual, aunque especialmente penetrante, en la elaboración de ese marco, de modo semejante a cualquiera que deseara encaramarse a las espaldas de antiguos pensadores antes que permanecer a sus pies. Nietzsche es sólo uno entre
muchos pensadores y eruditos occidentales cuyas ideas son de utilidad en los capítulos 2, 4 y 6, y el uso que se hace de ellos allí es
diferente al de los capítulos 1 y 5. En esos tres capítulos se utilizan
todas las fuentes intelectuales, sean chinas u occidentales, de un
modo ecléctico, para un discernimiento aquí y una incisiva formulación allá. Esto ayuda a hacer la obra más enriquecedora y mejor,
pero los préstamos de ninguna manera son centrales ni para la estructura conceptual ni para el tema. En contraste, la estructura conceptual del capítulo 3 se apoya totalmente en la tradición filosófica
china, y el uso incidental de fuentes occidentales es mínimo. Esto,
en sí mismo, no hace que el capítulo sea mejor o peor que los demás; sólo atestigua el hecho de que no existe ninguna estrategia de
para qué tema concreto, y en qué medida, se hace uso de las fuentes occidentales o de las chinas. La consideración más relevante
para todos los capítulos es si, y hasta qué grado, se arroja luz sobre
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la historia china o ésta se violenta con, o sin, el uso de la tradición
intelectual occidental.
No obstante, guste o no guste, no puedo dejar de escribir como
«alguien de dentro» que ha experimentado, o al menos ha visto de
primera mano, la utopía, el nihilismo y el hedonismo descritos en
estas páginas, alguien que posee el conocimiento introspectivo –en
este caso, el doloroso conocimiento introspectivo– característico de
un paciente sobre cómo se siente cuando está enfermo, de lo que
significa ser curado, pero este conocimiento, por otra parte, no sirve de mucha ayuda –no es conocimiento– a la hora de diagnosticar
y buscar una posible cura. No existe un camino real que lleve a estos descubrimientos, ni para «el de dentro» ni para «el de fuera».
Las únicas introspecciones que pueden considerarse verdaderas son
aquellas que hacen justicia al sentimiento de la experiencia, especialmente cuando tratamos de algo tan profundamente subjetivo
como la experiencia del sentido y del sin sentido. La mayor parte de
lo expuesto en la descripción lo he experimentado o he sido testigo
de ello. Procuro hacer justicia a cómo me hace sentir mi experiencia –en su unicidad ineludible y en sus limitaciones inevitables–,
con la esperanza adicional de que ahora y por ello, también pueda
lograr, aunque a nivel teórico, hacer cierta justicia a cómo ha sentido todo un pueblo su experiencia, registrada o no de un modo totalmente consciente. Lo último, más que lo primero, después de
todo, es la tarea que me propuse realizar. Excepto por una perspectiva que está inevitablemente matizada por mi experiencia personal
y mi compromiso emocional, la historia que se expone en estas páginas no es una historia personal sino la de todo un pueblo. Y deseo
descifrarla a la vez como un acto para comprenderme a mí mismo y
para iluminar, con mi muy limitado poder, toda una época.
Aunque una atmósfera de futilidad y tristeza envuelve la historia, está también la esperanza de que entenderla proporcionará algunos de los recursos necesarios para enfrentarse a ella y superarla.
El optimismo, bajo circunstancias más propicias, debería proceder
de la inocencia, del sano instinto de no pensar ni indagar con demasiada profundidad. La profundidad de la crisis social y espiritual
de China no admite este remedio «superficial». Si es posible mantener un auténtico optimismo, éste sólo puede venir del conocimiento de lo peor, y sólo si la esperanza que todavía podamos sentir
–y no existen garantías de que todos nosotros o algunos de nosotros
hallemos una eperanza así–, no acabe estrellándose de nuevo en
profundidades aún mayores del nihilismo.
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Notas
1. Un tópico popular, aunque exageradamente hiperbólico y, en beneficio del
efectismo lingüístico, no muy exacto sobre el volumen de la población total, capta
bien el actual ethos de China. De una población de mil millones de personas, se afirma, novecientos han abierto negocios, y los cien restantes están dispuestos a seguirles (shiyi renmin jiuyi shang, haiyou yiyi dai kaizhang).
2. A menos que se indique lo contrario, sea explícitamente o por el contexto, los
términos proyecto utópico o utopía son utilizados a lo largo de este libro para referirse a todo el período del maoísmo (1949-1976), aunque no tuvo siempre un temple
utópico uniforme. El Gran Salto Adelante, 1958-1960, y la Revolución Cultural, de
1966-1976, fueron, de diferente manera, los períodos más fanáticamente utópicos
del comunismo chino. No obstante, la historia de la China maoísta se puede identificar como utópica en su totalidad, diferenciándose tanto de lo que la precedió como
de lo que vino después.
3. De las tres categorías básicas utilizadas en este libro, sólo la utopía suena familiar en el contexto chino. Las otras dos, nihilismo y hedonismo, parecen ajenas,
tal vez incluso inverosímiles cuando se aplican a China. En cierto sentido, es algo
esperado, ya que el nihilismo y, especialmente, el hedonismo, o sus equivalentes en
chino, muy pocas veces, si es que alguna, se han utilizado como categorías para interpretar la reciente experiencia china. Por otra parte, la experiencia a la que se
aplican las categorías de nihilismo y hedonismo pocas veces ha sido objeto de reflexión teórica. Hay una necesidad urgente de remediar esta situación, una necesidad de reflejar la experiencia y al mismo tiempo encontrar las categorías más apropiadas con las que hacerlo. El nihilismo y el hedonismo, más que cualquier otra
categoría, se adaptan bien a esta necesidad, en la medida en que no olvidemos que
son una mera transcripción de experiencias que necesitan ser descritas, no simplemente nombradas.
4. Si también es verdad en la situación china que el nihilismo ha afectado a diferentes personas y diversos grupos en grado diferente, ello no es atribuible a diferencias en sus capacidades intelectuales sino a variaciones en su entusiasmo por la utopía, el antecedente psicológico del nihilismo. Y la respuesta a la utopía ni mucho
menos ha estado determinada principalmente por la capacidad aprendida para la reflexión, una capacidad que los intelectuales como grupo poseen más que cualquier
otro. En una situación de nihilismo, lo mismo para los intelectuales que para los no
intelectuales, lo que ha funcionado mal es todo un modo de vida, del cual la reflexión intelectual constituye solamente una pequeña parte.
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