Principios que rigen la conducta de los Estados

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PRINCIPIOS QUE DEBEN REGIR LA CONDUCTA DE LOS ESTADOS
• INTRODUCCION
El tema que habremos de analizar se identificaba, en el perÃ−odo clásico, bajo el tÃ−tulo: “Derechos y
Deberes de los Estados”. En los enfoques más recientes se suele estudiar el punto en la forma de principios
que rigen o deben regir la conducta de los Estados.
Estos principios encuentran su fuente jurÃ−dica, en todos los casos, en la costumbre jurÃ−dica universal.
Los podrÃ−amos agrupar en dos grandes categorÃ−as. Por un lado, los que tuvieron su origen en el derecho
clásico por la vÃ−a del derecho consuetudinario. Por otro lado, aquellos otros que tuvieron una
formulación más reciente por medio, fundamentalmente, del derecho convencional de los tratados. Nos
referimos, en este último caso, de manera primordial, a la Carta de Naciones Unidas.
La Carta, en su CapÃ−tulo I, bajo el tÃ−tulo de “Propósitos y Principios”, enuncia las grandes reglas que
habrán de inspirar la acción de la Organización. En la medida que la acción de la ONU será fruto del
obrar de sus Estados Miembros, tales reglas devienen, en consecuencia, los principios que deben guiar la
conducta de los Estados. El obrar concordante de todos los sujetos, en cumplimiento de tales principios, ha
determinado que, además de su apoyo convencional, dichas reglas reconozcan, hoy, un soporte adicional en
la costumbre jurÃ−dica universal y como tales, son aplicables, incluso, a los escasos Estados que no integran
la ONU.
En oportunidad de conmemorarse el 25 aniversario de la organización mundial, se consideró oportuno
celebrarlo mediante la aprobación de una importante resolución de la Asamblea General en la cual se
explicitaban los principios apenas enunciados en el CapÃ−tulo I de la Carta. Tal resolución llevó por
tÃ−tulo: “ Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y
a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas” y es más conocida
como Resolución 2625 (XXV) de 1970.
La mencionada resolución regula siete principios, que pueden considerarse fundamentales y sin pretensión
que esta nómina revista carácter exhaustivo. Los principios contemplados en la Resolución 2625 son los
siguientes:
• La prohibición del uso y de la amenaza del uso de la fuerza.
• La solución pacÃ−fica de las controversias internacionales.
• El principio de no intervención.
• La cooperación internacional entre los Estados
• El principio de libre determinación de los pueblos.
• El principio de la igualdad soberana de los Estados.
• La buena fe en el cumplimiento de las obligaciones internacionales.
Según la categorización antes expuesta, realizaremos el estudio comenzando por los principios que ya
estaban reconocidos por el derecho internacional clásico para concluirlo con aquellos otros de más reciente
consagración.
• PRINCIPIOS DEL DERECHO INTERNACIONAL CLASICO
Analizaremos los principios de soberanÃ−a, igualdad jurÃ−dica de los Estados y cumplimiento de buena fe
de las obligaciones internacionales.
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• Principio de soberanÃ−a
El primer contacto que el estudioso del derecho suele tener con este principio suele ser en el ámbito del
derecho público interno, ámbito en el cual el concepto de soberanÃ−a aparece asimilado al de
supremacÃ−a. Desde el punto de vista jurÃ−dico, entidad alguna puede tener mayor jerarquÃ−a que el
Estado.
Por vÃ−a de consecuencia, el mismo concepto de soberanÃ−a, observado desde el exterior del Estado, se
suele identificar con la noción de independencia. Es decir, la supremacÃ−a, consagrada en la esfera interna,
se proyecta igualmente al ámbito internacional en el cual el Estado tampoco está subordinado
jurÃ−dicamente a entidad alguna.
Lo expuesto no significa que el Estado, en las relaciones internacionales, ejerza un poder sin restricciones.
Admitir tal criterio de soberanÃ−a absoluta supondrÃ−a tanto como negar la propia existencia del derecho
internacional.
El concepto de soberanÃ−a suele utilizárselo asociado a los distintos elementos del Estado. AsÃ− se suele
hablar de la soberanÃ−a territorial (asimilada a noción de dominiun) y, por otro lado, en relación con la
población se suele identificar con la idea de imperium.
• Igualdad jurÃ−dica de los Estados
Desde el momento que se acepta que los Estados son soberanos -y como tales independientes- debe concluirse
que necesariamente deben ser jurÃ−dicamente iguales sin admitirse superioridad de unos sobre otros.
Ello no significa desconocer las desigualdades de hecho resultantes, fundamentalmente de las diferencias de
poder entre los Estados. Tal realidad que en ocasiones se invoca para cuestionar el carácter jurÃ−dico de
nuestra disciplina, en realidad no plantea una situación sustancialmente diferente a la que se da entre los
sujetos en el ámbito de los derechos internos de los Estados.
A menudo se invoca como excepción a esta regla una muy cuestionada solución consagrada en un
importante órgano de las Naciones Unidas cual es el Consejo de Seguridad. En efecto aquÃ− se consagra un
estatuto que se suele calificar como de privilegiado a favor de los denominados miembros permanentes de
dicho órgano. Tal solución respondió a exigencias polÃ−ticas de las grandes potencias a la hora de
establecer la estructura de los órganos principales de la organización mundial.
• Cumplimiento de buena fe de las obligaciones internacionales
El principio enunciado aparece recogido expresamente en el campo del derecho de los tratados aunque, como
principio general de derecho, su ámbito de aplicación es más amplio comprendiendo obligaciones
emanadas de cualquier fuente de derecho
• PRINCIPIOS ENUNCIADOS EN LA CARTA DE NACIONES UNIDAS
Habremos de analizar tres grandes principios: a) el relativo a la prohibición del uso o la amenaza del uso de
la fuerza armada; b) el principio de libre determinación de los pueblos y; c) el principio de no intervención .
• Prohibición del uso o de la amenaza del uso de la fuerza armada
La organización mundial fue creada con el fin de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la
guerra, que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles” (preámbulo
de la Carta de las NU).
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Por lo expuesto no es de extrañar que la parte dispositiva de la Carta se abra estableciendo como primer
propósito de la Organización “mantener la paz y la seguridad internacionales” (art. 1 para. 1).
Esta disposición se complementa con una norma de fundamental importancia cual es la que enuncia el art. 2
para. 4 de la siguiente manera:
“Los miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de
recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia
polÃ−tica de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de
Naciones Unidas”.
Por primera vez, la guerra es puesta fuera de la ley. A los efectos de aquilatar la trascendencia de la
innovación introducida en esta materia, es conveniente hacer una breve reseña histórica.
3.1.1 La guerra desde una perspectiva histórica
La violencia fÃ−sica ha tenido un rol determinante en los más graves conflictos humanos, tanto individuales
como colectivos -es decir, entre agrupaciones- desde la más remota antigüedad.
Cuando a inicios de la edad moderna se conformaron los Estados nacionales, una de las primeras
preocupaciones de los fundadores de nuestra disciplina fue, precisamente, los problemas de la guerra y de la
paz.
Ante la imposibilidad de eliminarla -se partÃ−a de la base de que la violencia estaba en la naturaleza humanase procuraba restringir o limitar el recurso a la guerra.
AsÃ− las doctrinas jusnaturalistas, en los siglos XV y XVI, introdujeron la noción de “guerra justa” la cual
sólo podÃ−a ser declarada por el soberano y a condición de que dicho Estado hubiera sufrido un agravio
serio por parte de aquel otro contra el cual se llevarÃ−a la acción armada.
Posteriormente, con el advenimiento de las concepciones positivistas, se abandonaron aquellas restricciones y,
por el contrario, se hizo de la potestad de declarar la guerra una de las manifestaciones caracterÃ−sticas del
ejercicio de la soberanÃ−a.
En el siglo XIX, se comienzan a enfrentar, en los campos de batalla, grandes ejércitos con numerosas
vÃ−ctimas, lo que determinó se iniciara el proceso de elaboración de normas tendientes a atenuar los males
de la guerra, dando lugar, asÃ−, a la formación del denominado “derecho internacional humanitario”, con
reglas que regulan el desarrollo de las hostilidades.
Al término de la I Guerra Mundial (1919), se creó la Liga o Sociedad de las Naciones como primera
experiencia de una organización mundial con la finalidad de preservar la paz y seguridad internacionales.
El Pacto de la Liga no se atrevió a tanto como prohibir la guerra. Apenas se permitió establecer
procedimientos de solución de controversias a los cuales los Estados en conflicto deberÃ−an necesariamente
recurrir antes de declarar la guerra.
En el año 1928, se aprobó el Pacto Briand-Kellog, conocido asimismo como Pacto de Paris -el cual
adquirió carácter multilateral- por el cual se prohibÃ−a el recurso a la guerra “como instrumento de
polÃ−tica nacional”.
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Sea se afirmara que no se recurrÃ−a a las armas como instrumento de polÃ−tica nacional o que los
enfrentamiento no revestÃ−an importancia tal como para calificarlos de “guerra”, lo cierto es que las
restricciones enunciadas fueron inoperantes al grado de desembocar, en definitiva, en el desencadenamiento
de la II Guerra Mundial (1939-1945).
Este conflicto finalizó con el uso, por vez primera, del arma atómica en Hiroshima y Nagasaki abriendo
hacia el futuro el espectro de que, si sobrevenÃ−a una 3ª. Guerra Mundial, esta serÃ−a una guerra nuclear
con una capacidad de generar muerte y destrucción, sin precedentes.
Ello explica el porque la comunidad internacional se atrevió a dar el paso de colocar a la guerra fuera de la
ley, a través de los textos de la Carta de la ONU, antes citados.
3.1.2 Análisis del art. 2 para. 4 de la Carta
Puede llamar la atención que el texto citado haya prescindido de la expresión clásica de “guerra” para
utilizar, en su lugar, la de “fuerza”. La explicación radica en las razones antes anotadas. Es decir, en
ocasiones se habÃ−a pretendido eludir las restricciones a la guerra, bien invocando que no habÃ−a mediado
“declaración de guerra” -requisito formal que de acuerdo al derecho clásico marcaba el inicio de las
hostilidades- bien que los enfrentamientos no revestÃ−an tal importancia como para merecer esa
denominación.
En consecuencia, se optó por la expresión más amplia de “fuerza” a efectos de abarcar cualquier
hipótesis de conflicto armado.
Cabe plantearse la interrogante si la palabra “fuerza” alude sólo a la fuerza armada o si, por el contrario,
puede abarcar otras modalidades como la fuerza económica, etc.
La conclusión a la que corresponderÃ−a arribar es que sólo alcanza esta prohibición a la fuerza armada.
Ello en virtud de que en el Preámbulo y otras disposiciones de la Carta, se hace referencia a la fuerza
armada. Por lo demás, en la Conferencia de San Francisco hubo un iniciativa de la delegación de Brasil en
el sentido de precisar que la expresión “fuerza” alcanzaba a la fuerza económica y tal iniciativa, en
definitiva, no fue aceptada.
Ello no significa que el uso de la coacción económica, en las relaciones internacionales, sea lÃ−cita sino
que su prohibición caerá bajo otra regla cual es el principio de no intervención.
A los efectos de reforzar el alcance de la prohibición, la norma impide no sólo el uso de la fuerza armada
sino también los actos previos que pueden configurar la amenaza de su uso. A vÃ−a de ejemplo,
alcanzarÃ−an el grado de amenaza ilÃ−cita, el ultimátum mediante el cual un Estado hace saber a otro que
de no seguir éste una determinada conducta sufrirÃ−a una acción armada del primero. Asimismo,
encuadrarÃ−a en esta prohibición la situación de un Estado que realiza una gran concentración de fuerzas
militares en las fronteras con otro Estado respecto al cual mantiene un conflicto grave ó, en similares
circunstancias, la realización de maniobras militares próxima a las costas de ese otro Estado.
Según surge de la norma transcripta, el art. 2 para. 4 de la Carta no se limita a establecer la prohibición sino
que formula un agregado que, lamentablemente, tiende a debilitar su alcance. AsÃ− se dice que a través de
la amenaza o del uso de la fuerza no se atentará “contra la integridad territorial o la independencia polÃ−tica
de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de Naciones Unidas”.
No es de extrañar, en consecuencia, se haya pretendido que el uso de fuerza armada que no atentare contra
la independencia o la integridad territorial de otro Estado, no violarÃ−a la norma en estudio, tesis ésta que
ha sido rechazada, expresamente, por la Corte Internacional de Justicia.
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De igual forma se ha argumentado que si la fuerza se usa en forma que no resulte incompatible con los
Propósitos de la Carta, a vÃ−a de ejemplo, para restaurar la vigencia de los derechos humanos gravemente
afectados en otro Estado, no se actuarÃ−a en violación de la Carta. Esta posición ha merecido, asimismo, el
rechazo de la Corte que, de esa forma, ha dado a este principio un rol preeminente en relación con otros
también consagrados en la Carta.
En definitiva, en una lectura correcta del texto del art. 2 para. 4 ha primado la posición que entiende que la
norma establece una prohibición de carácter absoluta, no sujeta a condición alguna.
• La resolución Nº 2625 y el acto de agresión
La resolución mencionada establece, en este punto: “una guerra de agresión constituye un crimen contra la
paz”.
La definición citada debe inscribirse en el marco de los trabajos de la Comisión de Derecho Internacional
en materia de responsabilidad internacional. En tal sentido, y a partir del reconocimiento de la existencia de
normas de superior jerarquÃ−a denominadas normas de jus cogens, -de las cuales el principio a estudio es un
caso paradigmático- la Comisión, al analizar el hecho ilÃ−cito, distinguió, en su momento, entre los de
mayor gravedad a los que calificó como “crÃ−menes” -los que suelen constituir violaciones, precisamente, a
normas de jus cogens- de los restantes ilÃ−citos, a los que denominó “delitos”
Ejemplo destacado de crimen internacional constituye, en consecuencia, el acto de agresión.
La resolución agrega que “todo Estado tiene el deber de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la
fuerza para violar las fronteras internacionales existentes de otro Estado” asÃ− como para violar las lÃ−neas
internacionales de demarcación, tales como las lÃ−neas de armisticio.
Se excluye, asimismo, la posibilidad de aplicar represalias que impliquen el uso de la fuerza.
Se formularon planteos en el sentido de reconocer la licitud del uso de la fuerza por cualquier Estado en apoyo
de un pueblo que procura la descolonización en aplicación del principio de libre determinación de los
pueblos. La Asamblea General no reconoció tal derecho. Apenas consagró una obligación negativa: la
prohibición de hacer uso de la fuerza contra un pueblo que se encuentra ejerciendo tal derecho a la libre
determinación.
Una innovación importante fue la introducción del concepto de agresión indirecta concebida en los
siguientes términos:
“Todo Estado tiene el deber de abstenerse de organizar o fomentar la organización de fuerzas
irregulares o de bandas armadas, incluidos los mercenarios, para hacer incursiones en el
territorio de otro Estado.
Todo Estado tiene el deber de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participa en actos de
guerra civil o en actos de terrorismo en otro Estado o de consentir actividades organizadas
dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos, cuando los actos a que se
hace referencia en el presente párrafo impliquen el recurrir a la amenaza o al uso de la
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fuerza”
Esto no constituye más que aplicación del principio general del derecho según el cual lo que se prohÃ−be
hacer en forma directa también alcanza a su ejecución en forma indirecta. De nada valdrÃ−a establecer
una prohibición muy firme a los Estados en esta materia si, en definitiva, la acción pudiera realizarse, sin
obstáculos, de manera solapada o indirecta.
Especial relevancia reviste esta prohibición en la medida, que muchas veces, lo que se presenta como una
guerra civil, es decir, un conflicto interno, en realidad, esconde un conflicto internacional en el cual uno de los
Estados actúa, en forma encubierta, dando apoyo a una insurrección en otro Estado.
La resolución, en este punto, agrega: “El territorio de un Estado no será objeto de adquisición por otro
Estado derivada de la amenaza o del uso de la fuerza. No se reconocerá como legal ninguna adquisición
territorial derivada de la amenaza o del uso de la fuerza”.
La disposición citada no es más que el corolario del principio a estudio y tiene su importancia en virtud de
que, por la misma, un modo de adquisición de territorio admitido por el derecho internacional clásico, cual
era la conquista, ahora es puesto fuera de la ley.
• Excepciones a la prohibición del uso de la fuerza armada
El derecho internacional en vigor sólo admite dos excepciones a la prohibición del uso de la fuerza. Ellas
son: a) la fuerza armada utilizada como sanción dispuesta o autorizada por la comunidad internacional y, b)
la fuerza utilizada en ejercicio de la legÃ−tima defensa.
En el primer caso la organización internacional que actúa por la comunidad internacional en su conjunto es
la Organización de Naciones Unidas y dentro de ella, el órgano con potestades en la materia, de acuerdo a
la Carta, es el Consejo de Seguridad.
Ahora bien, la Carta prevé la posibilidad de que el Consejo de Seguridad aplique sanciones que, para las
infracciones de mayor gravedad, pueden llegar, incluso, al uso de la fuerza armada. Tal previsión, contenida
en el art. 42, suponÃ−a que los Estados Miembros, a los efectos de su aplicación, aportarÃ−an al organismo
mundial los contingentes armados necesarios celebrando los acuerdos correspondientes con la ONU. Esos
acuerdos nunca se llegaron a concertar, sobre todo por la resistencia de las grandes potencias a suministrar
esas fuerzas armadas.
En consecuencia, la única forma de llevar a la práctica esas previsiones es cuando el Consejo de Seguridad
-a falta de fuerzas propias- autoriza a los Estados Miembros a hacer uso de la fuerza como sanción, en este
caso claro está, bajo la autoridad de dicho órgano. Tal fue el marco jurÃ−dico que habrÃ−a dado respaldo
a la acción armada llevada adelante en 1991, en una coalición dirigida por EE.UU., en respuesta a la
invasión por parte de Irak a Kuwait.
Al término de la II Guerra Mundial, al tiempo que se elaboraba la Carta de la ONU, ya se avizoraba las
dificultades que se habrÃ−an de afrontar para poner en marcha el sistema de seguridad colectiva a nivel
universal, previsto en los arts.42 y ss., como se viene de exponer. En virtud de ello, los paÃ−ses
latinoamericanos insistieron, en la Conferencia de San Francisco, en la necesidad de dotar a los Estados de un
mecanismo de defensa alternativo cual es el sistema de legÃ−tima defensa.
El instituto fue recogido por el art. 51 de la Carta de la ONU que establece:
“Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legÃ−tima defensa,
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individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un miembro de Naciones Unidas,
hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener
la paz y la seguridad internacionales. Las medidas tomadas por los miembros en ejercicio del
derecho de legÃ−tima defensa serán comunicadas inmediatamente y no afectarán en manera
alguna la autoridad y responsabilidad del Consejo conforme a la presente Carta para ejercer e
en cualquier momento la acción que estime necesaria con el fin de mantener o restablecer la
paz y la seguridad internacionales”.
La expresión clave a retener, en la norma citada, es la que condiciona el ejercicio de la legÃ−tima defensa a
la existencia “de ataque armado”.
No obstante, han surgido posiciones que defienden el ejercicio de este derecho en forma más amplia sin
supeditarlo a la existencia de un previo “ataque armado”. En tal sentido, argumentan que el concepto de
legÃ−tima defensa ya era utilizado con anterioridad a la Carta y, en consecuencia, no podÃ−a estar
condicionado a exigencias que recién surgen a partir de la sanción de la norma transcripta. Es más,
agregan, el propio art. 51 señala que ese derecho es “inmanente”, es decir, anterior a la Carta.
Por la vÃ−a referida se ha pretendido dotar de validez jurÃ−dica a formas denominadas como “legÃ−tima
defensa preventiva” o “legÃ−tima defensa anticipada”, que resultarÃ−an de particular aplicación ante las
modernas armas de destrucción masiva tales como las biológicas, quÃ−micas y, sobre todo, las armas
atómicas, respecto a las cuales, esperar el desencadenamiento de un “ataque armado” para tener recién
derecho de respuesta, podrÃ−a significar tanto como condenar al Estado vÃ−ctima a sufrir daños
irreparables.
Al respecto, cabe señalar lo siguiente. No cabrÃ−a hablar de una legÃ−tima defensa anterior a la Carta en
virtud de que, recién con ésta, el uso de la fuerza armada fue puesto fuera de ley. Mal podrÃ−a, en
consecuencia, ser necesario invocar una causa de justificación para sanear un ilÃ−cito que, en realidad, no
existÃ−a. En todo caso, el concepto de legÃ−tima defensa podrÃ−a haber sido usado, antes de la Carta de la
ONU, más como una excusa polÃ−tica que como un argumento jurÃ−dico.
Por otra parte, la expresión “inmanente”, utilizado por el art. 51, no tiene otro alcance que el de marcar el
carácter meramente declarativo y no constitutivo del derecho que por dicha norma se consagra.
Por último, no es exacto que la aparición de las modernas armas de destrucción masiva haga necesaria la
admisión de la figura de la “legÃ−tima defensa preventiva”. En efecto, es sabido que existen técnicas que
permiten detectar, en forma inmediata, el lanzamiento de artefactos que pueden ser portadores de armas de
destrucción masiva y además, en tales casos, éstas pueden ser destruidas en vuelo antes de llegar a
destino. En consecuencia, en estas situaciones, debe reputarse que el mero lanzamiento de dichos proyectiles
configura el “ataque armado” habilitando el ejercicio de la legÃ−tima defensa.
La norma prevé dos modalidades de legÃ−tima defensa. Por un lado, aquélla de carácter individual que
es la ejercida por el Estado vÃ−ctima del ataque armado. Por otro lado, la denominada legÃ−tima defensa
colectiva -que quizás hubiera sido más propio definirla como legÃ−tima defensa de terceros- mediante la
cual cualquier Estado puede concurrir en defensa del Estado vÃ−ctima de la agresión a condición, claro
ésta, que éste último solicite tal apoyo.
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Este instituto ha recogido del derecho penal interno algunos caracteres que regulan el ejercicio de la
legÃ−tima defensa en ese ámbito tales como las reglas de la proporcionalidad entre el ataque y la reacción
y la racionalidad del medio empleado. Asimismo se mencionan como reglas en la materia el carácter
provisorio de la medida de defensa -hasta tanto el Consejo de Seguridad de la ONU tome intervención en el
caso- asÃ− como la exigencia de una cierta inmediatez entre el ataque y la reacción.
En definitiva, como expresara el Dr. Jiménez de Aréchaga, cualquier uso de la fuerza en las relaciones
internacionales encuadra, necesariamente, en una de tres alternativas: uso de la fuerza como sanción, como
legÃ−tima defensa o, por último, como un ilÃ−cito internacional. En este último caso se tratarÃ−a de un
ilÃ−cito de particular gravedad al cual la doctrina suele calificar como crimen internacional.
• Casos recientes de uso de la fuerza en las relaciones internacionales.
Dos casos, relativamente recientes, son ilustrativos respecto a las alternativas antes expuestas sobre el uso de
la fuerza armada. Además, presentan la particularidad de que ambos casos involucran a los mismos Estados
y, casi, a las mismas Administraciones.
Nos referimos a la acción armada contra Irak llevada adelante por una coalición de Estados, liderada por
EE.UU bajo la Presidencia de. Bush (padre) en 1991 y una década más tarde la que mismo paÃ−s, ahora
bajo la conducción del Pte. Bush (hijo), encabezó también contra el régimen de Saddam Hussein en
Irak.
En el primer caso, la acción armada fue motivada por la invasión de Irak contra su vecino Estado de
Kuwait. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en su primer intervención en un asunto de gran
trascendencia luego del fin de la guerra frÃ−a, adoptó importantes resoluciones con amplio respaldo y sin
que su eficacia se viera frustrada por el ejercicio del derecho de veto. AsÃ− fue que, luego de condenar la
acción de Irak contra Kuwait, dispuso el retiro inmediato de las fuerzas invasoras.
Al no haber dado cumplimiento Saddan Hussein a las resoluciones del Consejo de Seguridad, éste órgano
dictó una resolución por la cual se impuso a Irak sanciones que no implicaban el uso de la fuerza armada de
acuerdo al art. 41 de la Carta, es decir, la obligación de todos los Estados miembros de romper relaciones
diplomáticas e interrumpir -entre otras- las relaciones comerciales con el Estado agresor.
Transcurridos seis meses, Irak seguÃ−a ocupando Kuwait revelándose, asÃ−, como ineficaces las sanciones
dispuestas por la ONU. En virtud de ello, el Consejo de Seguridad dictó una nueva resolución por la cual se
autorizaba a los Estados miembros a adoptar las “todas las medidas necesarias” para hacer cesar la agresión.
En el lenguaje diplomático de la ONU, la expresión utilizada significaba una autorización al uso de la
fuerza armada.
Entonces, a principios de 1991, se conformó una muy amplia coalición de Estados, liderada por EE.UU.,
que en una acción armada relámpago de apenas dos meses obligó a Irak a retirarse de
Kuwait.
Se ha debatido si tal acción armada configuró una sanción indirecta si no dispuesta por el Consejo de
Seguridad, de acuerdo al art.. 42 de la Carta, al menos autorizada por dicho órgano o si, por el contrario, se
trató de un ejercicio de la legÃ−tima defensa colectiva prevista por el art. 51.
Sea como fuere, lo cierto es que dicha acción armada fue ajustada a derecho y ello se reflejó en un muy
sólido apoyo brindado no sólo por gran número de Estados sino también por parte de la opinión
pública internacional.
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La segunda acción armada de EE.UU. contra Irak, en marzo de 2003, tuvo como antecedente el episodio de
las “Torres Gemelas” de 11 de septiembre de 2001.
En tal sentido se invocó el apoyo, al menos indirecto, que los terroristas internacionales habrÃ−an recibido
de Saddan Hussein pero, fundamentalmente, la circunstancia de que Irak serÃ−a poseedor de armas de
destrucción masiva, biológicas y quÃ−micas estando, además, próximo a elaborar su primera bomba
atómica. En este aspecto, se hizo caudal, aunque sin mayor insistencia, de la teorÃ−a de la legÃ−tima
defensa preventiva o anticipada.
El Presidente Bush. trató de obtener el apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU, como el que habÃ−a
obtenido anteriormente su padre, pero ante la amenaza del ejercicio del derecho de veto por alguno de sus
miembros permanentes, desistió del respaldo de la Organización y optó por llevar adelante la acción
armada fundado en la legÃ−tima defensa preventiva.
En este caso, a diferencia de la primera acción armada, la coalición que logró formar EE.UU. la
integraban un número reducido de Estados y, por sobre todo, se produjeron muy fuertes manifestaciones
contra esta acción, en las principales ciudades del mundo, reflejo de la conciencia de que se trataba de una
actividad contraria a derecho.
Luego de una breve acción militar, se logró el derrocamiento del régimen de Saddan Hussein. Cabe
precisar que, tiempo después, las fuerzas de ocupación de los EE.UU. reconocieron formalmente que, de
sus investigaciones en el terreno, no surgÃ−a que Irak fuese poseedor de armas de destrucción masiva o
estuviera en vÃ−as o en condiciones de poseerlas. Tampoco se lograron pruebas de vÃ−nculos del gobierno
de Irak con la red terrorista que habÃ−a actuado en el atentado de las Torres Gemelas.
Además del rechazo a la tesis de la legÃ−tima defensa preventiva, de acuerdo a la doctrina mayoritaria, lo
antes expuesto no hace más que confirmar la peligrosidad de esta concepción que llegó a poner en marcha
una vasta operación militar -de graves y aún imprevisibles consecuencias- para revelarse, luego, que los
fundamentos en que se apoyaba -por decir lo menos- eran erróneos.
En apoyo de tales acciones se ha invocado, asimismo, que las graves acciones terroristas, como las del “11 de
septiembre” ponen de manifiesto la inadecuación del derecho internacional en vigor ante las nuevas
amenazas. Frente a lo expuesto cabe señalar que, de ser ello cierto, la vÃ−a apropiada no es la destrucción
de las normas fundamentales del orden internacional -como surge de la acción de marzo de 2003 contra Iraksino su reforma. Más grave aún resulta el hecho cuando esa actitud la asume una gran potencia responsable,
como tal, de brindar ejemplo con su conducta de apego al orden internacional. De lo contrario, ¿cómo
reclamar apoyo al ordenamiento jurÃ−dico a Estados o pueblos que se dicen perjudicados por dicho orden?
• Principio de libre determinación de los pueblos
Entre los propósitos de las Naciones Unidas el art. 1º de la Carta incluye:
ҬFomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la
igualdad de derechos y al de libre determinación de los pueblos (el énfasis nos corresponde) y
tomar otras medidas adecuadas para fortalecer la paz universal” (parágrafo 2).
Los primeros comentaristas de la Carta apenas hacÃ−an referencia al principio de libre determinación de los
pueblos, atribuyéndole más un carácter polÃ−tico que estrictamente jurÃ−dico.
No obstante, este principio se transformó en el fundamento jurÃ−dico de una las transformaciones de mayor
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trascendencia experimentada por la comunidad internacional en el último medio siglo y que tuvo a Naciones
Unidas como ámbito privilegiado de manifestación. Nos referimos al proceso de descolonización.
La situación de pueblos bajo dominación colonial parece remontarse al origen de los tiempos. Cambiaban
los imperios aunque los pueblos sometidos solÃ−an ser los mismos.
Incluso la Carta de Naciones Unidas lo asumÃ−a como un dato de la realidad al grado de destinarle algunos
capÃ−tulos para regular lo que se denominó “régimen internacional de administración fiduciaria” y
“territorios no autónomos”. Esta última era la forma peculiar como se identificaban a los territorios bajo
dominación colonial.
En esta materia la Carta se limitaba a imponer a las metrópolis algunas obligaciones tales como la de actuar
en beneficio de sus colonias y, fundamentalmente, de sus poblaciones fomentando su desarrollo educativo y
cultural de forma de que éstas pudieran asumir, paulatinamente, la gestión de sus asuntos aunque sin
plantearse -siquiera a largo plazo- lo relativo a su independencia.
El régimen previsto en la Carta, en este aspecto, ha sido calificado como de “administración colonial
ilustrada” (parafraseando al régimen histórico francés conocido como “despotismo ilustrado”).
La situación descripta experimentó un vuelco a partir del 14 de diciembre de 1960 con la aprobación por
la Asamblea General de las Naciones Unidas, por consenso (sin votos en contra), de la Resolución 1514
(XV) denominada Declaración sobre la concesión de la independencia a los paÃ−ses y pueblos coloniales.
La resolución comienza afirmando que “la sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y
explotación extranjeras constituyen una denegación de los derechos humanos fundamentales ...”
Esta inserción del principio de libre determinación de los pueblos dentro del ámbito de los derechos
humanos, tuvo confirmación por actos jurÃ−dicos posteriores. En efecto, tanto el Pacto de Derechos Civiles
y PolÃ−ticos como el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales destacan la importancia de este
principio al inscribirlo en el art. 1ro. de ambos documentos.
La Resolución 1514 agrega: “la falta de preparación en el orden polÃ−tico, económico, social o
educativo no deberá servir nunca de pretexto para retrasar la independencia”.
Cabe recordar, al respecto, la reflexión del Dr. Jiménez de Aréchaga quien afirmaba que el buen
gobierno no es un sustituto adecuado del gobierno propio.
A los efectos de que los pueblos puedan ejercer su derecho a la independencia, “deberá cesar toda acción
armada o toda medida represiva ...”. Hasta ese momento las luchas de liberación eran concebidas como
conflictos internos de las metrópolis, asimilables a una guerra civil que procurara la escisión o separación
de una porción del territorio de la potencia colonial y, como tal, asunto privativo de ésta y respecto a la
cual los demás Estados, e incluso los organismos internacionales, se veÃ−an impedidos de actuar so pena de
incurrir en violación del principio de no intervención.
Por la resolución a estudio, en cierta forma se “internacionalizan” las luchas de liberación colonial. De
entonces en más, las potencias coloniales ya no podrán escudarse en normas vinculadas en la soberanÃ−a
nacional, la integridad territorial o la unidad nacional, para trabar la acción de la comunidad internacional.
Es más, la Resolución 2625 al respecto señala que “el territorio de una colonia ... tiene ... una condición
jurÃ−dica distinta y separada de la del territorio del Estado que lo administra ...”.
En las situaciones sujetas a dominación colonial, deberán tomarse inmediatamente medidas para traspasar
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todos los poderes a los pueblos ... sin condiciones ni reservas, en conformidad con su voluntad y sus deseos
libremente expresados ...”.
A los efectos indicados, la Resolución 1541 (XV) de la Asamblea General dispuso que dicha consulta se
harÃ−a por el sistema del sufragio universal de adultos dándole a los pueblos distintas alternativas las
cuales, a su vez, fueron ampliadas por la Resolución 2625 de la siguiente manera: “el establecimiento de un
Estado soberano e independiente, la libre asociación o integración con un Estado independiente o la
adquisición de cualquier otra condición polÃ−tica libremente decidida por un pueblo constituyen formas
del ejercicio del derecho de libre determinación de ese pueblo”.
Se planteó la interrogante respecto a si los demás Estados podÃ−an concurrir en apoyo del pueblo bajo
dominación colonial, que ejercÃ−a su derecho a la libre determinación, incluso mediante el uso de la fuerza
armada. En tal sentido la Resolución 2625 se limitó a establecer una obligación negativa: “todo Estado
tiene el deber de abstenerse de recurrir a cualquier medida de fuerza que prive a los pueblos ... de su derecho
a la libre determinación.
En relación con los demás Estados se estableció que “tales pueblos (aludiendo a los pueblos bajo
dominación colonial) podrán pedir y recibir apoyo de conformidad con los propósitos y principios de la
Carta”.
El párrafo citado ha sido interpretado en el sentido de que es posible prestar apoyo en los planos polÃ−tico y
económico pero no mediante el uso de la fuerza armada.
La Resolución 1514, a los efectos de acallar los temores de algunos Estados frente a eventuales planteos
irredentistas por parte de minorÃ−as o grupos separatistas, agregó una cláusula de salvaguardia según la
cual “todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad
territorial de un paÃ−s es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de Naciones Unidas”.
Frente a la cláusula expuesta, se podrÃ−an suscitar dudas, en algún caso en particular, respecto al principio
a aplicar, es decir, si el de libre determinación o el de unidad nacional e integridad territorial.
La inquietud mencionada fue resuelta por la Resolución 2625 en el sentido de que debe darse prioridad al
principio de integridad territorial siempre que el Estado en cuestión esté dotado “de un gobierno que
represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o
color”.
Luego de cumplida la misión del principio de libre determinación de los pueblos como fundamento del
proceso de descolonización y habiéndose prácticamente agotado este proceso, surge la interrogante sobre
la pervivencia del principio.
En la actualidad los Estados nacionales se ven afectados desde dos ángulos opuestos, Por un lado, por
encima de los Estados, los esquemas de integración económica o polÃ−tica tienden a sustraerles
competencias. Por otro lado, paralelamente, desde dentro de los Estados proliferan los localismos de distinto
tipo de comunidades que buscan identidades más firmes que las nacionales para oponerlas a los efectos
disgregantes de la globalización.
Es posible que en el futuro, el principio de libre determinación de los pueblos sirva de sustento a
reivindicaciones como las expuestas por último que no necesariamente deben concluir en la independencia
nacional sino que pueden manifestarse en aspiraciones limitadas a una mayor autonomÃ−a regional o local
dentro de los Estados nacionales.
3.3 Principio de no intervención
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• Introducción
La Resolución 2625 establece:
“Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho a intervenir directa o indirectamente, y sea
cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de ningún otro. Por lo tanto, no
solamente la intervención armada, sino también cualquier otra forma de injerencia o de
amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos polÃ−ticos, económicos y
culturales que lo constituyen, son violaciones del derecho internacional ...”.
La disposición citada recoge casi a la letra el contenido del art. 18 de la Carta de la OEA. Esta norma, a su
vez, ha sido fruto de la reivindicación denodada, de la mayorÃ−a de los miembros del organismo regional
(Estados medianos o pequeños) frente a la presencia desequilibrante del miembro más poderoso: los
Estados Unidos de América.
El principio de no intervención aparece como un corolario de los principios de soberanÃ−a e independencia
y de igualdad jurÃ−dica de los Estados.
El principio constituye un obstáculo, no sólo a los actos de injerencia de Estados o grupos de Estados
-como establece la disposición citada- sino también de organismos internacionales tales como la OEA (art.
2 lit.b de su Carta) e, incluso, las Naciones Unidas (art. 2 para. 7 de la Carta de la ONU).
En consecuencia, mientras que los sujetos activos de los actos de intervención pueden ser cualquiera de los
sujetos del derecho internacional, los sujetos pasivos serán siempre Estados.
Lo que caracteriza el acto de intervención es “el acto de injerencia dictatorial”, como lo ha definido la CIJ,
en el asunto Nicaragua.
Los actos de intervención armada, en general, aparecen considerados bajo el principio de superior
jerarquÃ−a relativo a la prohibición del uso de la fuerza, antes analizado. En consecuencia, el principio de
no intervención, en los hechos, suele limitarse a otros actos de injerencia, ajenos al uso de la fuerza armada,
tales como los actos de injerencia polÃ−tica o económica.
En ocasiones resulta difÃ−cil distinguir un acto de intervención coactiva -y como tal prohibida- de la
persuasión legÃ−tima que, a vÃ−a de ejemplo, en una negociación los Estados poderosos pueden ejercer
sobre los más débiles.
Es decir, el principio carecerÃ−a de sentido si lo lleváramos al extremo de algún autor quien afirmaba
-como una boutade- que en una sociedad internacional como la nuestra los Estados poderosos intervendrÃ−an
sobre los débiles … por el mero hecho de su existencia.
Tampoco es posible confundir la intervención ilÃ−cita, desde el punto de vista jurÃ−dico, con la que, a lo
sumo, cabrÃ−a considerar como violación del mismo principio desde el punto de vista polÃ−tico tal cual
serÃ−a el comentario inoportuno de un Jefe de Estado sobre asuntos internos de otro Estado.
• Actos de intervención externa e interna
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La intervención en los asuntos externos se produce cuando se pretende incidir coactivamente en la
conducción de la polÃ−tica exterior de un Estado.
Por otra parte se viola este principio, en lo relativo a los asuntos internos, cuando se lesiona lo que se
denomina el ámbito de jurisdicción doméstica de los Estados. Diversos criterios se han avanzado para
identificar esa esfera amparada por este principio.
El criterio empleado por el derecho internacional clásico ha sido el denominado criterio material según el
cual habrÃ−a ciertos ámbitos tales como la conducción económica, de educación, de seguridad social,
etc., que son privativas de cada Estado.
Contra el criterio material expuesto, se ha argumentado que toda vez que un Estado asume un compromiso
internacional, en una materia determinada, pierde su autonomÃ−a para disponer de esa materia como le
plazca. AsÃ− surge, más recientemente, el denominado criterio jurÃ−dico según el cual escapa al ámbito
de jurisdicción doméstica todo asunto sobre el cual existen obligaciones internacionales para el Estado en
cuestión respecto a otro u otros Estados. En consecuencia, este criterio revestirÃ−a un carácter
esencialmente relativo. En un primer sentido, serÃ−a relativo a cada Estado en virtud de que,
fundamentalmente por vÃ−a de tratados internacionales, los Estados pueden contraer más o menos
compromisos internacionales.
Pero también el criterio jurÃ−dico le da a la jurisdicción doméstica un carácter relativo en el tiempo
en el sentido de que con el proceso de internacionalización creciente, la tendencia general es en el sentido de
que los Estados asumen mayores compromisos internacionales y, en consecuencia, el ámbito de
jurisdicción doméstica tiende a reducirse progresivamente.
Un ejemplo de los cambios trascendentes operados en esta materia lo tenemos en materia de derechos
humanos. En efecto, pocas décadas atrás gobiernos dictatoriales podÃ−an invocar el principio de no
intervención para trabar cualquier propósito de otros Estados o de organizaciones internacionales para
corregir las violaciones a esos derechos. Una actitud de ese tipo hoy dÃ−a resulta impensable.
• Actos de intervención lÃ−cita
Se ha invocado, como una modalidad admisible jurÃ−dicamente, la denominada “contraintervención”. Esta
se producirÃ−a como represalia a una previa intervención ilÃ−cita. La CIJ ha considerado procedente tal
forma de contraintervención a condición que se ajuste al criterio de la “proporcionalidad” entre el acto
ilÃ−cito y lo que la Corte califica como “contramedida”.
También se ha pretendido incluir entre las admisibles las intervenciones por una buena causa. En el caso
Nicaragua, se pretendió que la intervención armada, contra el gobierno de este paÃ−s, estarÃ−a justificada,
entre otros motivos, por las violaciones de los derechos humanos en que ese gobierno habrÃ−a incurrido. Al
respecto, la CIJ afirmó que aún de haberse probado tales violaciones, no justifica el uso de la fuerza sino
que su corrección se debe procurar por las vÃ−as previstas por las normas internacionales.
Por lo demás, la experiencia demuestra que, por lo general, tras los plausibles propósitos que las grandes
potencias suelen invocar para justificar los actos de intervención, se esconden muy prosaicos intereses
nacionales.
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