Revista Time hombre del año 38

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EL DÍA QUE CLARK GABLE GANÓ LA GUERRA
por Pablo Bagnato
‘Frankly, my dear’ dijo Rhett Butler, ‘I don’t give a damn’1. La frase resonó en la
pequeña habitación, el despacho privado. Luego se oyó un sonido seco, una traba, y a
continuación el chirriar del carretel de la película. Sobre la pantalla la acción retrocedió, las
figuras se despegaron pesadamente la una de la otra. Scarlet se alejó de los brazos de su
hombre.
‘Frankly, my dear…’
Cuánta virilidad trasudaba ese rostro, cuánta valentía había en esas palabras,
espetadas casi sin sentimiento. La traba volvió a sonar y la película volvió a correr en el
sentido opuesto. A la tercera vez que Clark Gable pronunció su cruel despedida, una tibia
lágrima escapó del extremo del ojo derecho del otrora canciller e inició un recorrido
descendente por la pálida mejilla. Entonces el brazalete rojo resultó bastante conveniente
para acercárselo al rostro y apañar la intrusa. Luego la máquina se detuvo con otro tipo de
sonido, más contundente. La pantalla quedó súbitamente en blanco y la figura en la
oscuridad lanzó un discreto sollozo. Era tarde y se propuso conciliar el sueño.
La mañana siguiente, como era habitual en el palacio desde que la solución final
había sido puesta en marcha, reinaba el buen humor: los jerarcas hacían gala de su
pulcritud y su elegancia; los soldados de menor rango difundían las más novedosas bromas
1
“Francamente, querida, me importa un bledo”.
antisemitas. Pero toda vez que el ex canciller hacía sonar sus tacos en cualquier corredor
todo a su alrededor era silencio y cabezas gachas, sumisas. El hombre imponía respeto.
El despacho oficial era amplio, avasallante. Un largo escritorio, el águila imperial
detrás de éste y un retrato bastante vívido a un costado, conformaban lo más destacado de
la decoración. Adolf H. degustaba su habitual té matinal. Como en otras oportunidades, no
bien acabó su taza tuvo que echar mano a la roja servilleta para secar las gotas infames que
había quedado prendidas a su bigote. Acto seguido contempló su rostro, mejor dicho esa
específica parte de su rostro en el resplandeciente soporte de metal de una lámpara. Por
primera vez en años se le antojaba molesto, acaso demasiado mullido. Pero hacía tiempo
que el otrora canciller no osaba tomar decisiones estéticas sin consultarlo con quien
consideraba experto en el tema. A través del intercomunicador pidió a la secretaría que
concertara una cita con su estilista para aquella misma tarde.
-Mais non, mon Führer!2 –exclamó Dominique, con afectada pero auténtica
indignación (él era auténticamente afectado). El ex canciller acababa de plantear su dilema:
cambiar o no la confección de su bigote. Después de todo, aquel de Rhett, es decir de
Gable, breve y prolijo lucía muy bien. El estilista protestó una y otra vez, con creciente
vehemencia. Argumentó que el suyo era una obra de arte, que seguramente inspiraría
multitudes a adoptar ese mismo aspecto. Adolf H. no lucía del todo convencido.
-Qu’est-ce qui se passe, mon Führer?3 –preguntó Dominique. El otrora canciller
replicó con un tímido ademán. No es nada, sugirió pero el estilista lo conocía muy bien.
“Sabe que puede contarme cualquier cosa”, agregó en su particular alemán. Y Adolf H.
bien lo sabía; más aún, ya alguna vez lo había tomado por confesor. En tales ocasiones
poco importaba la nacionalidad del asistente, aún en período de guerra declarada. Acaso
2
3
“¡Pero no, mi Führer!”
“¿Qué es lo que pasa, mi Führer?”
del mismo modo en que alguna lejana vez Goebbels, ante la negativa del ya consagrado
Fritz Lang a filmar películas de propaganda so pretexto de que descendía por parte de
madre de judíos, le dijo al cineasta “nosotros decimos quién es judío y quién no”, el Führer
podía asimismo permitirse señalar quiénes eran enemigos y quiénes no.
-Il y a des nouvelles4 –dijo, en su francés áspero y poco natural.
-Qu’est-ce qu’elles dissent?5
Adolf H. le contó las últimas noticias del frente. Esto es, del frente contrario.
-Incroyable!6 –exclamó su interlocutor al tiempo que terminaba de hacerle la
manicuría (Dominique era mucho más que un coiffeur). El otrora canciller se mantuvo
luego en silencio, meditabundo. El estilista lo contempló por unos instantes y luego
arriesgó:
-Mmm, mon Führer, je vous connais bien. Vous avez un plan…7
En efecto, había un plan en su mente pero el otrora canciller no quería develarlo. No,
al menos, ante Dominique. Pero pronto alguien conocería sus intenciones.
Una nueva noche de desvelo lo sacó del lecho compartido para adentrarse en la
penumbra de su habitación privada. A tientas echó mano a un puñado de carreteles de
celuloide y jugó a reconocerlos sin la ayuda de sus ojos. Sabía que corría el riesgo de
tomar, por ejemplo, El triunfo de la voluntad o alguna otra de esas densas películas que no
tenían el esplendor ni la manufactura de la industria norteamericana. Ni sus galanes. A
fuerza de hábito, sopesando manojos de cinta, escogió una. Y no se equivocó: a poco de
correr el metraje apareció Claudette Colbert (Ellie Andrews, para la ocasión); y aquello
4
“Hay noticias”
“¿Qué es lo que dicen?”
6
“¡Increíble!”
7
“Mmm mi Führer, lo conozco bien. Usted tiene un plan…”
5
quería decir que era cuestión de tiempo para que apareciera él, nuevamente, aunque ahora
dijera ser el tal Peter Warne, reportero desocupado.
Adolf H. se tendió en su confortable sillón, vestido apenas con su ropa interior, y se
entregó al deleite de la screwball comedy8. Qué acierto el del director al otorgarle el
protagónico. La Academia de Hollywood le había dado la razón con el premio al mejor
actor. Primeramente el ex canciller tuvo ciertos reparos, considerando que a aquellas horas
de la madrugada lo corriente era dormir, pero tal era su disfrute que al cabo de un rato no
pudo contener una sonora carcajada. Esto, sumado al hilo de luz que se escurría a través de
la puerta apenas entreabierta, alertó a uno de los soldados de guardia. Desgraciadamente
para el líder, esto coincidió con una escena romántica de la película.
-¿Führer…? –preguntó tímidamente una voz al otro lado de la puerta. Recién
entonces el otrora canciller advirtió la situación y se precipitó a apagar el proyector y a
adoptar una postura recia, autoritaria.
-Disculpe, Señor, no sabía…
No inspiraba necesariamente un gran respeto Adolf H. en camiseta y calzoncillos
largos. Acaso por ello exhibía una actitud feroz y agresiva.
-¿Qué hace acá? ¿No sabe que es un gabinete privado?
-Le ruego me disculpe, Señor…
No obstante lo más vergonzoso no era su indumentaria sino la modesta erección que
pretendía abultar su prenda íntima y que lo obligó, no bien notó este detalle, a dar la
espalda a su subalterno.
-Está bien, está bien.
Cualquiera que hubiera podido apreciar entonces su rostro, hubiera notado una clara
expresión de conflicto en sus facciones. Su “lucha” era contra sus instintos más primitivos,
8
Comedia de enredos (subgénero cinematográfico)
contra la irresponsable osadía de su miembro. Al fin y al cabo, sus erecciones solían ser
breves e inútiles y aquella ya parecía durar demasiado.
-¿Se encuentra Usted bien, Señor?
Ciertamente, pensaría el ex canciller, la presencia del subalterno no simplificaba las
cosas. Pensó en despacharlo con virulencia, en amenazarlo con una severa sanción. Pero
inmediatamente después se dijo a sí mismo que aquello no haría sino generar turbios e
incómodos rumores. Después de todo, qué podía estar haciendo el mismísimo Führer de
madrugada en aquel despacho suyo que apenas si tenía mobiliario, con excepción del sillón
y el aparatoso proyector, una mesa bastante común y un vistoso cuadro en una pared que
no era otra cosa que la tapa, ampliada y enmarcada, de la edición de la revista Time que lo
proclamaba el hombre del año 1938. No, no, pensó, mejor mostrarse amable.
-¿Cómo es su nombre, soldado?
-Müller, mein Führer9 –repuso aquel, al tiempo que temerosamente se adentraba en
la habitación.
-Ajá. Y dígame, ¿le gusta el cine?
-Sí, claro, mein Führer. Me gustan las películas de Leni Riefenstahl.
Adolf H. hizo un ademán despectivo.
-No me refiero a eso. El cine, digo. El cine de verdad. El de Hollywood.
Su interlocutor se mostró algo confundido.
-Vamos, no me va a decir que no ha visto ninguna película norteamericana.
-Eeh…
-Venga, no es nada terrible admitirlo. Entre nosotros… A mí me gustan, se lo
confieso. Nadie va a condenarlo por decirlo. ¿Eh?
-Sí, mein Führer. Supongo…
9
“Mi Führer”
-Conoce a Clark Gable, ¿verdad, soldado?
-¿Clark…?
-¡Pero hombre! ¡Clark Gable! ¿Blackie Norton? ¿Rhett Butler? ¿¿¿No???
-No estoy seguro…
-Alto, apuesto, morocho… ¿Bigote fino y elegante?
-Ah, sí. Sí. Creo que sí.
-Clark Gable se enroló en la fuerza aérea.
-¿En la Luftwaffe10?
-No, estúpido. La fuerza aérea norteamericana. ¿Comprende? Está en las filas
enemigas.
-Aaah…
-Es un… es un ejemplo. Un modelo de patriota. ¿Comprende usted? Es un símbolo.
Un emblema del valor, del coraje de los norteamericanos.
Tan explícita admiración comenzaba a sonar un tanto extraña a los oídos del
subalterno.
-Mein Führer… con todo respeto… ¿qué quiere decir?
-¡Que tiene que ser nuestro! –espetó Adolf H., a la vez que estrellaba su puño
derecho sobre la mesa. Luego giró en dirección al soldado, y de su conflictiva erección no
quedaba ya a la vista ningún vestigio. –Lo estoy poniendo a usted, Müller, a cargo de la
operación. Clark Gable tiene que ser capturado y traído aquí, a comparecer ante mí, ileso.
Ileso, ¿escuchó?
Müller alzó vigorosamente su brazo derecho y asestó al piso un soberbio taconazo de
su bota homolateral.
-¡A la orden, mein Führer!
10
Fuerza aérea alemana
Al caudillo le caía bien el subalterno. Cuando, antes de que éste se marchara, Adolf
H. se tomó el tiempo para estudiar cuidadosamente su imagen, descubrió que en su porte
estaban preservados los elementos raciales originales que conferían cultura y creaban la
belleza y la dignidad de una humanidad superior. Eso, y un trasero bastante firme.
Los días posteriores tuvieron para el ex canciller un curioso aire de nerviosismo. La
expectativa era demasiado angustiante incluso para él, que tanto había padecido a lo largo
de sus poco más de cincuenta años (desde los azotes de su padre hasta la prisión y las
acusaciones de enfermo mental, pasando por heridas en combate y el desprecio de sus
pares) no recordaba haber estado jamás tan intranquilo, desbordado por la ansiedad.
-¿Te sientes bien, cariño? –se interesó oportunamente Eva pero él ni siquiera
respondió (lo cual, en un sentido, era casi una muestra de cortesía). Su mano
temblequeante alcanzó una botella de leche y con ella fue a encerrarse en el despacho
oficial, donde contaba con un equipo de radio. Largos minutos batalló contra la tecnología
por capturar siquiera unas palabras, alguna noticia. Pero nada.
Había perdido ya la cuenta de los días y las noches pasados desde la partida de
Müller. Demasiado inquieto, desechó la idea de regocijarse con algún filme, asumiendo
que su humor no le permitiría disfrutarlo. Al cabo el cansancio comenzó a debilitarlo.
Raudamente la puerta del despacho privado se abrió de par en par y Müller se
precipitó al interior. El sudor que impregnaba su frente dejaba entrever que había llegado
hasta allí corriendo.
-¡Mein Führer! ¡Mein Führer!
El clamor desesperado, casi irrespetuoso, no podía significar otra cosa que un
importante hallazgo. Y sólo el ex canciller sabía cuál era la misión de Müller.
Automáticamente se incorporó, sin que se moviera un solo pelo de su bigote ni de su
cabellera, ambos prolijamente fijados por algún mágico producto del arsenal cosmético de
Dominique.
-¿Qué ocurre, soldado?
El subalterno se detuvo un instante a recuperar el aliento.
-La misión, mein Führer. El encargo… Lo logramos. Lo tenemos.
Adolf H. dibujó en su pétreo rostro una efímera sonrisa.
-Oh, Müller, Müller. ¿Sabe qué es lo que veo? Una Cruz. De brillantes, espadas y
robles. ¿Qué le parece? Creo que después de esto la tendrá sinceramente merecida.
-Gracias, señor –repuso, mientras agachaba la cabeza en reverencia-. Es un honor
poder complacer sus demandas, Führer.
-Bueno, bueno, basta de palabrerío inútil. Veamos… ¿dónde está nuestra presa?
Müller se despidió entonces con el brazo derecho en alto y el férreo taconazo de su
bota, e inmediatamente después de su salida una figura alta e imponente entró a
tropezones, empujado desde afuera. El otrora canciller guardó inicialmente distancia,
firmemente erguido aunque la diferencia de altura entre ambos era indisimulable. En su
tosco e imperfecto inglés arriesgó:
-Come… come closer11.
El prisionero avanzó con dificultad. Negras cadenas mantenían sujetos sus pies y sus
manos, limitando marcadamente su movilidad. Bajo la pálida luz del despacho, el Führer
contempló a la presa: el cabello azabache, apenas despeinado; las gruesas cejas; el
envidiable bigote. En su rostro había apenas alguna magulladura. Adolf H. asumió que se
trataba de alguna herida sufrida al ser derribado su avión; otorgó tácitamente a su
subalterno el crédito de haberlo capturado y arrastrado hacia allí sin provocarle daño
11
“Venga… acérquese”
alguno. El otrora reluciente uniforme de la fuerza áerea estaba sucio con tierra y lo que
parecía ser grasa de motor. En su pecho no faltaban condecoraciones.
-Mister Gable –dijo el ex canciller. El otro nada contestó. Adolf H. pretendió esbozar
diferentes fórmulas: “su valentía es admirable, señor Gable”, “su país debe estar
orgulloso”, “ojalá tuviéramos nosotros hombres con su tezón, con su coraje”. Pero cierto
era que las palabras, debidamente traspuestas al inglés, no acudían a sus labios en aquel
momento. Se sentía raro, cohibido. Caminaba ansiosamente aquí y allá, sin dejar de echarle
miradas suspicaces, de reojo.
-Mister… –comenzó pero inmediatamente después sintió su lengua reseca trabarse
dentro de la pastosa cavidad de su boca. Fastidiado consigo mismo, alzó un puño
amenazante pero su brazo entero comenzó a temblar y se sintió horrorosamente
avergonzado por lo que podía tomarse como una muestra de debilidad.
-You… –intentó ahora mostrarse directamente agresivo, dejando de lado el respeto y
tratándolo a fin de cuentas como lo que era: un enemigo. Pero nuevamente no supo qué
decir y acabó por admitir su impotencia con un sonoro “¡scheisse!12”.
El prisionero a todo esto permanecía inmutable. El otrora canciller se acercó hasta
aproximar su rostro al cuello del aviador, mirando hacia arriba con aire despiadado.
-You, mister Gable…13 –le increpó, alzando otra vez el puño que volvió a mostrarse
endeble, incapaz de cualquier agresión. Desconsolado, Adolf H. sintió un súbito calor
invadir sus ojos y apenas un segundo más tarde su mayor temor se materializaría en la
forma de una breve irrupción de lágrimas que avanzaron como pequeñas y húmedas tropas
nazis invadiendo frágiles naciones tomadas por sorpresa. Luego sus piernas flaquearon y
no pudo menos que aterrizar sobre sus rodillas. A estas alturas le fue imposible ahogar un
llanto desolador, al tiempo que hundía su rostro entre sus manos, sacudiendo la cabeza y
12
13
“¡Mierda!”
“Usted, señor Gable…”
repitiendo, en tono bajo primeramente pero asumiendo luego un crescendo hasta acabar
exclamando con su voz quebrada: “¡rendición!, ¡rendición!”
El ex canciller despertó sobresaltado. En su pecho se agitaba su corazón, cual si
luchase por escaparse por un hueco entre sus costillas. Detrás suyo había quedado una
densa huella de transpiración dibujando toscamente su silueta en la ropa de cama. A su
lado, Eva yacía profundamente dormida, con sus ojos cubiertos por un antifaz y
prorrumpiendo por momentos en descarados ronquidos. Adolf H. secó su rostro con su
camiseta. A continuación se incorporó y anduvo unos pocos pasos al costado de la cama,
en una sucesión de profundas inhalaciones y sonoras exhalaciones. Luego se encaminó
hacia el cuarto de baño y una vez posado en el inodoro, con sus manos aferrándose a las
rodillas trémulas, intentó ordenar sus pensamientos. Un incómodo sentimiento ardía muy
dentro suyo. El Führer no podía definir si se trataba de una suerte de feroz desprecio hacia
su propia persona a causa de la imperdonable debilidad demostrada ante el enemigo. O si
acaso lo más doloroso era que todo había sido apenas un sueño.
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