EL OLVIDO DE FHERMUS Por Mauricio Amaya La soledad de Fhermus es una soledad sobrecogedora, en realidad. Por supuesto que ello no le concierne a nadie más que a él, por la misma razón evidente de encontrarse solo, recluido en una pequeña bodega del segundo piso. Ciertamente las cosas han cambiado mucho desde aquel día en que el padre de los niños lo encerró ahí. Y sin embargo tanta soledad no ha sido en realidad necesaria, puesto que Fhermus nunca ha tenido la intención de existir verdaderamente. Los niños, por su parte, seguramente lo han olvidado por completo. Y no los culpa. Los conoce demasiado como para reprocharles algo, sobre todo después de tanto tiempo. Nadie mejor que él entiende las razones de los pequeños para no haber pensado más en él. Su padre, que es un irremediable ignorante, ha hecho lo que cualquier padre cariñoso y responsable hubiera hecho en una circunstancia como aquella, con tal de no hacer valer su amenaza de azotar a sus hijos hasta el hastío. Y ello es, naturalmente, encerrar a Fhermus en la diminuta bodega del segundo piso. Es así como no hay manera de que alguien haya podido sentirse culpable. Acaso Fhermus es tan sólo una consecuencia irremediable de esa habitación, del abandono y su desesperanza. Es posible que sea así a que Fhermus sea en realidad la causa de su encierro. A pesar de su horrenda soledad y de lo que puedan haber sostenido los niños infatigablemente, él nunca ha existido. De manera que no hay razón alguna para empeñarse en recordar aquellos años en que deambulaba tranquilamente por la casa – 1 cuando todavía lo unía una amistad incondicional con los niños – tal y como lo ha hecho desde aquella noche en que fue capturado por el padre, puesto que su soledad es tan irremediable como su situación particular de no existir, la cual es ciertamente el mayor de sus infortunios. Seguramente es por ello que su rabia ha claudicado, y no por el tiempo que ha debido permanecer encerrado en aquella bodega. Fhermus ha entendido finalmente que es en vano sostener su ira si él no existe. Y sin embargo ello no es suficiente para que sea liberado por el padre, aún cuando no tenga la menor esperanza de que así suceda. Los niños, ni qué decir. Está convencido de que han crecido ya lo suficiente como para haberlo olvidado adrede. En todo caso nadie querría recordar su desproporcionada violencia, su sadismo y su oscura perversión. Lo mejor fue, evidentemente, dejar que el tiempo cubriera con un halo de fantasía aquellos días aterradores en que Fhermus tuvo que vengarse de la traición de los niños. Es cierto que nadie hubiese podido adivinar que las cosas resultarían así. Acaso por ello es más penoso e injusto su encierro. Fhermus fue inventado por los niños para hacerse entre sí una mutua compañía, y no para que su amistad fuese pisoteada de aquella manera. Seguramente las mutilaciones y los atentados y los desmayos entre los niños no hubiesen sido necesarios para Fhermus si no hubiese sido inculpado injustamente de la muerte del gato en la bañera. Pero esto no puede ni podrá entenderlo el padre, quien es, en última instancia, el verdadero afectado de aquellos incidentes de antaño, por haber sido el único involucrado que nunca llegó tener la culpa de lo que tuvo que suceder. 2 Tantos años han pasado ya desde que Fhermus olvidó aquella tarde en que los niños ahogaron al gato de la familia. Nunca fue una de sus prioridades recordarla. El daño había sido hecho y lo único de lo que Fhermus se preocupó realmente desde aquel día fue de vengar de la manera más aterradora y dolorosa el sorpresivo desenlace de aquella travesura, luego de que el padre de los niños encontrara al animal flotando en la tina, momentos antes de gritar de espanto y salir del cuarto de baño con el rostro desencajado, para encontrarse con los rostros compungidos de los niños que lo aguardaban tranquilamente frente a la puerta, prestos a responder desvergonzadamente que había sido Fhermus el artífice de tan desalmado acto. Fue así como desde aquel nefasto día Fhermus se encargó de hacer pagar la injuria. Lo hizo de la única manera que supuso debía ser la correcta. Empezó sofocando con su almohada al más pequeño de los niños mientras dormía. Luego, a medida el tiempo fue atizando su rencor desmedido, hubo de recurrir a métodos cada vez más extremos, que generalmente involucraban sendos cuchillos de cocina y empujones escaleras arriba. Todo ello sin contar las largas y tediosas sesiones de tortura en el sótano, donde Fhermus colgaba del techo a uno de los niños por vez, asidos de los pies con primoroso esmero, para solazar en ellos su crueldad con las herramientas más elaboradas e inusitadas. Sucedían a los gritos el llanto y los desmayos de los pequeños, que infortunadamente nunca obtenían la pronta asistencia de sus padres, por encontrarse éstos ausentes cada vez que Fhermus decidía cobrar su traición. Y era así con cada corte de cuchillo en la espalda, cada brazo astillado al pie de las 3 escaleras, cada bocado de galleta envenenada, pues el padre de los niños nunca pudo encontrase presente para el momento en que Fhermus atacaba, y debía entonces afrontar invariablemente al volver a casa la sangre fresca sobre la alfombra, el llanto incesante de alguno de sus hijos refugiado bajo la mesa, el grito aterrado de algún otro que subía tropezando los escalones del sótano con una mueca de angustia. Y luego no había más que hacer. Acaso consolarlos hubiera sido contemplar su perversión, pues para el padre aquellos episodios nunca fueron más que manifestaciones de una maldad infantil abominable. En vano suplicaban los niños la confianza de su padre, demasiado consternado para atender las absurdas razones de los pequeños, quienes insistían en no ser los responsables de aquellos atroces actos, sino por el contrario, en ser las víctimas de un demoníaco plan de venganza argüido por Fhermus, el amigo simulado que ellos mismos habían creado hacía ya tanto tiempo. Fue ésta la razón esencial que hizo que el padre acabara por perder la paciencia, al punto de amenazar a los niños con azotarlos uno a uno hasta el hastío si no renunciaban a inventar historias. Y ello no es para sorprenderse. Las cosas habían acabado por salirse de control, como consecuencia directa de haber tolerado por tanto tiempo una falacia como Fhermus. Acaso debió haber impedido tempranamente que una fantasía así adquiriera las proporciones que llegó a alcanzar, recriminándoles a los niños su inventiva y su imaginación desenfrenada. Y sin embargo no era demasiado tarde para hacerlo, en realidad. Seguramente todo había de volver a la normalidad si se ocupaba en acabar abruptamente con la odiosa ilusión de aquel personaje que los niños llamaban Fhermus, a 4 quien culpaban insistentemente de las mortificaciones que sufrían en su ausencia. Fue de esta manera como el padre, cansado de las absurdas historias de sus hijos, resolvió encerrar a Fhermus en la diminuta bodega del segundo piso. Lo que sucedió ese día apenas si lo recuerda Fhermus. Recuerda al padre entrando de improviso a la habitación del niño más pequeño. Recuerda los gritos de los otros señalándolo bajo la cama. Recuerda el brazo robusto en la penumbra, la mano que aparenta palparlo, el tirón brusco de una de sus piernas, las exclamaciones excitadas de los niños, la puerta de la bodega que se abre, el golpe duro al caer, la llave que gira y se retira, la oscuridad profunda, el polvo, los tablones y las arañas que huyen en estampida. Luego, el silencio inagotable. Es de los pocos detalles que Fhermus decidió atesorar consigo para soportar exiguamente su soledad. En todo caso los instantes precisos que antecedieron a su encierro son los únicos que habrán podido darle la invaluable certeza de que ello sucedió realmente, puesto que los años, los eternos compañeros de su desesperanza, siempre tuvieron para él la facultad de convertir las horas en quimeras. Pero aquellos dolorosos días felizmente quedaron en el pasado. Fhermus no encuentra razón alguna para mantenerse encerrado más tiempo en esa bodega. Mucho menos entiende el absurdo empeño en mantener su existencia vigente con el encierro mismo. Las cosas podrían cambiar para bien si alguien se tomara la molestia de abrir la puerta, puesto que Fhermus no tiene la menor intención de sostener más tiempo su existencia forzada. Y sin embargo ello no deberá suceder nunca, pues 5 conoce demasiado bien a los niños como para saber que a pesar de que lo hayan olvidado, a pesar de que hayan olvidado incluso la causa real de sus horrendas cicatrices, aún recuerdan la incuestionable prohibición de nunca acercarse a la bodega del segundo piso. Y ello es algo con lo que Fhermus deberá lidiar el resto de su encierro, pues él mejor que nadie deberá saber por siempre que no hay nada más aterrador que una confianza traicionada. 6