Premio de Relato Joven El Fungible 2010

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EL OLVIDO DE FHERMUS
Por Mauricio Amaya
La soledad de Fhermus es una soledad sobrecogedora, en realidad.
Por supuesto que ello no le concierne a nadie más que a él, por la misma
razón evidente de encontrarse solo, recluido en una pequeña bodega del
segundo piso. Ciertamente las cosas han cambiado mucho desde aquel día
en que el padre de los niños lo encerró ahí. Y sin embargo tanta soledad no
ha sido en realidad necesaria, puesto que Fhermus nunca ha tenido la
intención de existir verdaderamente. Los niños, por su parte, seguramente
lo han olvidado por completo. Y no los culpa. Los conoce demasiado como
para reprocharles algo, sobre todo después de tanto tiempo. Nadie mejor que
él entiende las razones de los pequeños para no haber pensado más en él.
Su padre, que es un irremediable ignorante, ha hecho lo que cualquier
padre cariñoso y responsable hubiera hecho en una circunstancia como
aquella, con tal de no hacer valer su amenaza de azotar a sus hijos hasta el
hastío. Y ello es, naturalmente, encerrar a Fhermus en la diminuta bodega
del segundo piso.
Es así como no hay manera de que alguien haya podido sentirse
culpable. Acaso Fhermus es tan sólo una consecuencia irremediable de esa
habitación, del abandono y su desesperanza. Es posible que sea así a que
Fhermus sea en realidad la causa de su encierro. A pesar de su horrenda
soledad y de lo que puedan haber sostenido los niños infatigablemente, él
nunca ha existido. De manera que no hay razón alguna para empeñarse en
recordar aquellos años en que deambulaba tranquilamente por la casa –
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cuando todavía lo unía una amistad incondicional con los niños – tal y como
lo ha hecho desde aquella noche en que fue capturado por el padre, puesto
que su soledad es tan irremediable como su situación particular de no
existir, la cual es ciertamente el mayor de sus infortunios.
Seguramente es por ello que su rabia ha claudicado, y no por el
tiempo que ha debido permanecer encerrado en aquella bodega. Fhermus ha
entendido finalmente que es en vano sostener su ira si él no existe. Y sin
embargo ello no es suficiente para que sea liberado por el padre, aún
cuando no tenga la menor esperanza de que así suceda. Los niños, ni qué
decir. Está convencido de que han crecido ya lo suficiente como para
haberlo olvidado
adrede. En todo
caso nadie querría recordar su
desproporcionada violencia, su sadismo y su oscura perversión. Lo mejor
fue, evidentemente, dejar que el tiempo cubriera con un halo de fantasía
aquellos días aterradores en que Fhermus tuvo que vengarse de la traición
de los niños. Es cierto que nadie hubiese podido adivinar que las cosas
resultarían así. Acaso por ello es más penoso e injusto su encierro. Fhermus
fue inventado por los niños para hacerse entre sí una mutua compañía, y no
para que su amistad fuese pisoteada de aquella manera. Seguramente las
mutilaciones y los atentados y los desmayos entre los niños no hubiesen
sido necesarios para Fhermus si no hubiese sido inculpado injustamente de
la muerte del gato en la bañera. Pero esto no puede ni podrá entenderlo el
padre, quien es, en última instancia, el verdadero afectado de aquellos
incidentes de antaño, por haber sido el único involucrado que nunca llegó
tener la culpa de lo que tuvo que suceder.
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Tantos años han pasado ya desde que Fhermus olvidó aquella tarde
en que los niños ahogaron al gato de la familia. Nunca fue una de sus
prioridades recordarla. El daño había sido hecho y lo único de lo que
Fhermus se preocupó realmente desde aquel día fue de vengar de la manera
más aterradora y dolorosa el sorpresivo desenlace de aquella travesura,
luego de que el padre de los niños encontrara al animal flotando en la tina,
momentos antes de gritar de espanto y salir del cuarto de baño con el rostro
desencajado, para encontrarse con los rostros compungidos de los niños que
lo aguardaban tranquilamente frente a la puerta, prestos a responder
desvergonzadamente que había sido Fhermus el artífice de tan desalmado
acto.
Fue así como desde aquel nefasto día Fhermus se encargó de hacer
pagar la injuria. Lo hizo de la única manera que supuso debía ser la
correcta. Empezó sofocando con su almohada al más pequeño de los niños
mientras dormía. Luego, a medida el tiempo fue atizando su rencor
desmedido, hubo de recurrir a métodos cada vez más extremos, que
generalmente involucraban sendos cuchillos de cocina y empujones
escaleras arriba. Todo ello sin contar las largas y tediosas sesiones de
tortura en el sótano, donde Fhermus colgaba del techo a uno de los niños
por vez, asidos de los pies con primoroso esmero, para solazar en ellos su
crueldad con las herramientas más elaboradas e inusitadas. Sucedían a los
gritos el llanto y los desmayos de los pequeños, que infortunadamente
nunca obtenían la pronta asistencia de sus padres, por encontrarse éstos
ausentes cada vez que Fhermus decidía cobrar su traición. Y era así con
cada corte de cuchillo en la espalda, cada brazo astillado al pie de las
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escaleras, cada bocado de galleta envenenada, pues el padre de los niños
nunca pudo encontrase presente para el momento en que Fhermus atacaba,
y debía entonces afrontar invariablemente al volver a casa la sangre fresca
sobre la alfombra, el llanto incesante de alguno de sus hijos refugiado bajo
la mesa, el grito aterrado de algún otro que subía tropezando los escalones
del sótano con una mueca de angustia. Y luego no había más que hacer.
Acaso consolarlos hubiera sido contemplar su perversión, pues para el
padre aquellos episodios nunca fueron más que manifestaciones de una
maldad infantil abominable. En vano suplicaban los niños la confianza de
su padre, demasiado consternado para atender las absurdas razones de los
pequeños, quienes insistían en no ser los responsables de aquellos atroces
actos, sino por el contrario, en ser las víctimas de un demoníaco plan de
venganza argüido por Fhermus, el amigo simulado que ellos mismos habían
creado hacía ya tanto tiempo. Fue ésta la razón esencial que hizo que el
padre acabara por perder la paciencia, al punto de amenazar a los niños con
azotarlos uno a uno hasta el hastío si no renunciaban a inventar historias. Y
ello no es para sorprenderse. Las cosas habían acabado por salirse de
control, como consecuencia directa de haber tolerado por tanto tiempo una
falacia como Fhermus. Acaso debió haber impedido tempranamente que una
fantasía
así
adquiriera
las
proporciones
que
llegó
a
alcanzar,
recriminándoles a los niños su inventiva y su imaginación desenfrenada. Y
sin embargo no era demasiado tarde para hacerlo, en realidad. Seguramente
todo había de volver a la normalidad si se ocupaba en acabar abruptamente
con la odiosa ilusión de aquel personaje que los niños llamaban Fhermus, a
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quien culpaban insistentemente de las mortificaciones que sufrían en su
ausencia.
Fue de esta manera como el padre, cansado de las absurdas historias
de sus hijos, resolvió encerrar a Fhermus en la diminuta bodega del
segundo piso. Lo que sucedió ese día apenas si lo recuerda Fhermus.
Recuerda al padre entrando de improviso a la habitación del niño más
pequeño. Recuerda los gritos de los otros señalándolo bajo la cama.
Recuerda el brazo robusto en la penumbra, la mano que aparenta palparlo,
el tirón brusco de una de sus piernas, las exclamaciones excitadas de los
niños, la puerta de la bodega que se abre, el golpe duro al caer, la llave que
gira y se retira, la oscuridad profunda, el polvo, los tablones y las arañas
que huyen en estampida. Luego, el silencio inagotable. Es de los pocos
detalles que Fhermus decidió atesorar consigo para soportar exiguamente
su soledad. En todo caso los instantes precisos que antecedieron a su
encierro son los únicos que habrán podido darle la invaluable certeza de que
ello sucedió realmente, puesto que los años, los eternos compañeros de su
desesperanza, siempre tuvieron para él la facultad de convertir las horas en
quimeras.
Pero aquellos dolorosos días felizmente quedaron en el pasado.
Fhermus no encuentra razón alguna para mantenerse encerrado más
tiempo en esa bodega. Mucho menos entiende el absurdo empeño en
mantener su existencia vigente con el encierro mismo. Las cosas podrían
cambiar para bien si alguien se tomara la molestia de abrir la puerta, puesto
que Fhermus no tiene la menor intención de sostener más tiempo su
existencia forzada. Y sin embargo ello no deberá suceder nunca, pues
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conoce demasiado bien a los niños como para saber que a pesar de que lo
hayan olvidado, a pesar de que hayan olvidado incluso la causa real de sus
horrendas cicatrices, aún recuerdan la incuestionable prohibición de nunca
acercarse a la bodega del segundo piso. Y ello es algo con lo que Fhermus
deberá lidiar el resto de su encierro, pues él mejor que nadie deberá saber
por siempre que no hay nada más aterrador que una confianza traicionada.
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