Mestizaje culinario Color y poesía de la olla antillana LÁCYDES MORENO BLANCO Aborígenes asando pescado, venado y otras especies. Grabado de Theodore de Bry del siglo XVII. P ara una elemental apreciación conceptual, aceptemos el universal nombre del Caribe; pero en realidad, por circunstancias históricas, expresiones culturales y la conformación de elementos étnicos, el entorno geográfico comprende diversos Caribes. Bajo la eufonía de muchos de sus nombres es fácil identificar la índole, la temeridad colonizadora y el trasunto de las costumbres sociales que allí se han formado. Martinica, Saint Kitts, Trinidad y Tobago, Grenada, Barbados, Santa Lucía o Bonaire, Dominica o Guadalupe, Antigua o Montserrat, San Vicente o María Galante, dan la clave. Fue un Nuevo Mundo ese que se formó a través del tiempo como para completar el encantamiento de las islas con la vitalidad crepitante de otra humanidad. Y entre ese contorno de miríadas de islas llamadas de Barlovento, y el otro límite, conformado por la cuenca de México hasta la península de Paria, en Venezuela, aflora el corazón del vigoroso Caribe: Cuba, Jamaica, Santo Domingo, Haití y Puerto Rico, conocidas como las grandes Antillas de Sotavento. Y no olvidemos a nuestro San Andrés, ni a la vieja Providencia, tan cara a Morgan, el cruel pirata, ni el golfo de Yucatán. La pigmentación de ese Caribe fue complementada, en lo que tenía de española e indígena, con la abigarrada simbiosis de múltiples razas, cuando los odios, las am- 143 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia Frutas del Nuevo Mundo, desconocidas para esos hombres de otras latitudes, resultaron el mamey y la guanábana, así como la guayaba, el coco, originario quizá de la Polinesia, los higos mexicanos de las cactáceas, el hobo, el caimito, el anón o hanón y la chirimoya, de pulpa más delicada que la del anón y piel femenina por su finura... Negros de Surinam vendiendo fruta y pescado. Ilustración de J. G. Stedman, 1792. 144 biciones de aventura y las miserias de la propia tierra aventaron a sus naturales hasta estas latitudes: javaneses y chinos; sufridos negros del Senegal, de Gambia o Guinea; hindúes o libaneses; coreanos o malayos; holandeses, ingleses o franceses, dieron, en fin, su alucinante contribución. Sin ese trasfondo de circunstancias sociales no podríamos entender la expresión del Caribe ni la peculiaridad de sus comidas, ricas en sabores, en variedades, en colores y armonía gustativa. Pero no obstante este variado universo formado por el contraste de diversas civilizaciones, pueden establecerse claras áreas gastronómicas: la de tradición española, a base del aceite de oliva, ajos, embutidos y azafranes, categórica en Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico y hasta en la costa colombiana con vista al Caribe; la de trasunto francés como en el caso de Haití, Martinica y Guadalupe; la de las numerosas islas Vírgenes, incluidas las más grandes de Santa Cruz y Santo Tomás, con ciertos acentos del gusto danés en muchos de sus platos; la anglo-hindú, que comprende Trinidad y Jamaica; e inclusive, la estadounidensemulata, que corresponde al sur de los Estados Unidos, especialmente en el caso de Nueva Orleans, donde es posible que radique el más caracterizado fogón en aquella babilónica cocina de Norteamérica, aunque por todas esas ollas pasa a grandes trechos el emocionado acento de la sensibilidad negra. El mestizaje culinario comenzó muy temprano en el Caribe con la colonización, aunque el intercambio entre elementos comestibles no fue en la mayoría de los casos afortunado, pues, mientras a los europeos les sorprendían los sabores primitivos de nuestras frutas, tubérculos y animalejos, no aceptándolos sin cautela, los indígenas que poblaban aquellas islas –siboneyes, taínos, caribes–, tenían también sus escrúpulos con los nuevos sabores. Entre esas comunidades me- rece mención especial la de los taínos, quienes según se ha establecido provenían también de Suramérica, amantes del tabaco, el cultivo del maíz, la yuca y el uso de la hamaca para poner a navegar los sueños con el rumor de los días apacibles frente a las luminosas aguas que acariciaban sus islas. Éstos desarrollaron una sabia agricultura, y como lo ha establecido el erudito Frank Moya Pons, eran hábiles en la pesca y en la caza. Su principal legado fue un conjunto de plantas domesticadas ya en Suramérica, que parecen haber traído consigo desde las primeras migraciones. La más importante de esas plantas fue la yuca. De ella sacaban el cazabe, que es el cazaba actual, gracias a un procedimiento que se conserva casi igual hasta nuestros días. El nombre de las plantaciones de yuca era en lenguaje taíno conuco.1 El cazabe era el equivalente del pan, que los españoles trocaron en su parla “pan de las Indias”. Ellos lo apreciaron en su sabor, convirtiéndose en alimento muy útil, especialmente durante las largas navegaciones, pues la harina de trigo a la que estaban acostumbrados en sus bollos se deterioraba rápidamente, mientras que aquel platillo aborigen duraba muchos días sin dañarse. En observación del mismo Moya Pons, entre los cultivos importantes estaba el maíz, voquible que llegaría más tarde al continente. El maíz era comido tierno, crudo o asado. Otros productos que conformaban la dieta vegetal de los taínos eran las batatas, que consumían asadas o hervidas; los lerenes, que comían igualmente asados o cocidos; el maní, el cual apreciaban acompañado de casabe para obtener mejor sabor, los ajes y las yahutías. Además de estas plantas, los indios apreciaban grandemente el axí, que ellos comían cocido, asado o crudo. Este entorno alimentario, con posibles o tenues variantes, era sin duda el fundamento nutriente de los habitantes del Caribe, que como puede apreciarse era sencillo y sin grandes sazones, pues la especia más usual era el ají, que lo había dulce, picante o Caribe, amén de diversas variedades. Es voz indígena taína Los Hemingway tenían un hábito curioso: consumían mucha sopa de tortuga, pero helada. Hacían la sopa y la congelaban. Podían conservarla así unos meses. Luego la ponían en una batidora y la servían como si fuera un daiquiri. Sopa frapé de tortuga. Pero a veces la servían caliente. La descongelaban y la ponían al fuego. NORBERTO FUENTES, Hemingway en Cuba de la cual proviene el término ajiaco con sus diversos matices. Establecido se tiene, pues, que peces, algunos animalillos de monte, inclusive alimañas, tubérculos y frutas constituían la constelación dietética de los aborígenes. Conforme a López de Gómara, … no había en esta isla [La Española] animales de tierra con cuatro pies, sino de tres maneras de conejo, o por mejor decir ratas, que llamaban hutías, cori y mohuy; quemis, que eran como liebres o gozquejos, de muchos colores, que no gañían ni ladraban. pulpa, que en ciertos países de Centroamérica llaman chicozapote. Es así como las frutas constituyeron motivo de especial complacencia e interés para el hombre del Nuevo Mundo, y su cultivo entre los aborígenes fue no sólo base de la alimentación cotidiana, sino forma primordial de lucha con los elementos. Pero no hay mal que por bien no venga, pues por aquellas hambrunas que los mordían continuamente, los españoles se vieron en la necesidad de aclimatar acá muchos de sus frutos, animales y especias. Esa misma simplicidad o frugalidad impuesta por las circunstancias culturales, guardaba consonancia con el ecologismo de la gente, tan unida a los influjos de la naturaleza y sus maravillas, que asombró por lo mismo a quienes ya conocían chanfainas más elaboradas o platos altamente aliñados, fuertes casi siempre en grasas animales, pimientas y azafranes, ajos y guindillas, especias olorosas y otros ingredientes para la conservación de los alimentos durante largas travesías o por las costumbres derivadas de los fenómenos climáticos, hijos en todo caso de cierto barroquismo gastronómico, el que, desde ya, podemos suponer indigesto para quienes no estaban acostumbrados a tal ejercicio manducario. Las frutas también y otras viandas Frutas del Nuevo Mundo, desconocidas para esos hombres de otras latitudes, resultaron el mamey y la guanábana, así como la guayaba, el coco, originario quizá de la Polinesia, los higos mexicanos de las cactáceas, el hobo, el caimito, el anón o hanón y la chirimoya, de pulpa más delicada que la del anón y piel femenina por su finura; la papaya (en Cuba fruta bomba, o lechosa en Venezuela, para soslayar en ambos casos con algo de picardía el término sicalíptico, en portugués mamao); el algarrobo, la guaba o guama, el caimito y la uvita de playa, la piña o ananás, voz esta última guaraní; el zapote, del género de las zapotáceas, tan hermoso en color como delicioso en el sabor de su carne ocre. Mas el prodigio de la vegetación tropical sigue en abundancia: la granadilla y la badea, así como el níspero de fina Trajeron también las primeras especies vegetales que hoy constituyen legado esencial dentro de la olla criolla, tal el trigo, la cebada, el arroz y el centeno; el ajo, las cebollas, el perejil; las habas, los garbanzos, sarmientos de vid, las primeras plantas de caña dulce tomadas de las Canarias.2 Animales de trabajo como caballos, asnos, bueyes y mulos; y asimismo conocimos por primera vez también los pollos, las gallinas, los gallos, las cabras, las vacas, las ovejas, al mismo tiempo que otros animales domesticados, como los puercos, marranos, cochinos, cerdos, chanchos, marranitos o gruñetes, que en todas esas formas léxicas se los reconoce, que debieron haber sido tuncos –como se los nombra en Centroamérica– de celta prosapia, habitantes de las Galias y de carnes apretadas; andariegos de bosques y caminos insospechados, de ne- Nativos cultivando la tierra. Ilustración de Theodore de Bry,1570. 1 Frank Moya Pons, Manual de historia dominicana, Santiago (República Dominicana), Universidad Católica Madre y Maestra, 1977, pág. 3. 2 José García Mercadal, Lo que España llevó a América, Madrid, Taurus, 1959, pág. 32. 145 Con la llegada de los esclavos africanos vinieron también sus comidas rituales o de santería consagradas a la evocación de los dioses supremos, cuyas sazones es posible que hubiesen pasado luego al condumio más generalizado. grísima pelambre hirsuta y hermanados en piaras desafiantes, que así los aprecié en Haití, con los que preparan su grillot de porc, delirante de especias y de un sabor particularmente sabroso. O para bien adobados perniles en Cubita la Bella, sazonados con naranja agria, ajo, vino blanco seco, orégano y otras especias. Igualmente debió ser de un impacto moral el contraste de los métodos de cocimiento, de salazón, del empleo de ingredientes o especias utilizados por los recién llegados en sus hábitos de preparar los alimentos con lo que hallaron aquí y que los indígenas ofrecían generosamente, al principio, o que los colonizadores intrépidos arrebataban luego bajo el delirio del hambre, que no da espera. Más tarde, con la expansión conquistadora por todo el continente y, por ende, por las Antillas, se afianzó el sincretismo alimentario entre lo indígena y lo peninsular, al llegar el culantro, rábanos, mastuerzos y cáñamos; los almendros, los morales y los guindos; los nogales, los castaños, los nísperos y azofaifas; la alfalfa y los membrillos, manzanos, albaricoques, así como la mayoría de las frutas de hueso; los naranjos, las limas, limones, cidras, toronjas, perales y ciruelos; el romero, la retama y otras diversas hierbas aromáticas. Además, aportó Europa desde España para el delirante condumio criollo, algunas especies de plátanos, y de Asia la cañafístula, que no obstante su punzante aroma hicieron la felicidad de nuestra infancia, así como la de muchos cartageneros; el tamarindo y ciertos naranjos de fruto grande provenientes de Filipinas.3 Con la llegada de los esclavos africanos vinieron también sus comidas rituales o de santería consagradas a la evocación de los dioses supremos, cuyas sazones es posible que hubiesen pasado luego al condumio más generalizado. Don Fernando Ortiz llama la atención acerca de que … los africanos trajeron a Cuba la ya casi olvidada ensalada de verdolaga y de bledo blanco, y algunos dulces confeccionados con los tallos de la fruta bomba, que cedieron el paso hace ya tiempo a otros elaborados con los frutos de esa misma planta, desdeñando sus tallos. Advierte asímismo don Fernando que la cocina africana, incluso la heredada de los pueblos ganaderos, no emplea ni leche ni huevos. Tampoco la una ni los otros eran considerados por nuestros antepasados de esa procedencia, como propios para el consumo humano. Y si alguno de ellos entra contemporáneamente en la elaboración de un plato de santería, es por la criollización de los ritos. El guanajo, añade, no se come en santería porque no es oriundo de África.4 Y desde los repliegues del alma por donde pasan sin duda las nostalgias del África distante, las manos negras fueron orquestando la gran sinfonía de los inéditos sabores, de las viandas con detonantes colores y lujuriosas sazones. La parla enciéndese también con voces de extraño acento, mientras las despensas se enriquecen con nuevas vituallas para la sorprendente olla del Caribe, que con el tiempo llegaría a tomar personalidad de universal prestigio. O con léxicos peculiares para determinar juntos, especias y las condiciones alimentarias. Y vayan estas esquemáticas referencias: biche (del bantú), cuando una fruta no está completamente madura. Okra o quimbombó –que también se conoce con ese nombre–, vegetal bien conocido y esencial para hacer la pecaminosa sopa realzada en su gusto con la mojarra ahumada, posiblemente desaparecida entre nosotros, mientras en el francés antillano se la lama gungambó, utilizada en otras áreas del Caribe en guisos tonificantes; o el selele, sopón de abigarrado acento integrado con cerdo, ñame –también de procedencia africana–, así como el frijolito de cabecita negra de la misma estirpe, carne salada, yuca y plátano verde, como para coger hamaca aborigen y establecer desde ya el perfil gastronómico caribeño. Guandú o guandul, del kikongo wándu, que según el erudito Nicolás del Castillo Mathieu –a quien sigo en estas referencias– en Puerto Rico se conoce con la voz de guandures o guandules, pero que en todo caso tiene que ver con un guisante muy característico; malanga (del kikongo), rizoma muy gustoso y muy conocido en la olla del Caribe; mafufo (kikongo para algunos tratadistas, mientras que otros la consideran bantú) comprende el guineo o platanito de cuatro filos, que a su vez 146 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia Tengo elegido un tema caluroso con sangre, con palmeras, con silencio se trata de una isla rodeada por muchas aguas e infinitas muertes. PABLO NERUDA, sobre Cuba. deriva de Guinea. Por ahí sacan las orejas otras voces atinentes a la manducatoria antillana, como afunchado, que en Cartagena de Indias se dice cuando por exceso de líquido el arroz queda demasiado húmedo. Posiblemente derive de algunas viandas cubanas conocidas como “comida hecha de maíz seco molido, sal, agua y pimienta”, semejante al parecer a una poleada. Mientras que en Puerto Rico, funche es la misma preparación, con la variante de que se hace con masa de maíz blanda, leche y azúcar. Sigue por ahí bitute, con que se nombran en Cartagena y en algunas otras partes de nuestra costa las comidas.5 También volaban por los aires antillanos calalú, con diversas variantes léxicas en otras áreas del Caribe, pero que antiguamente era comida de esclavos y sus descendientes criollos, compuesta de diversos vege- tales picados, adobados con sal, vinagre y manteca; fufú, antigua variante afronegroide a base de plátanos, calabaza, malanga o ñame hervidos y amasados luego; marifinga, que así llamaban a una variante del funche; mofongo, que no es otra cosa que la cabeza de gato, cuando los cartageneros eran más radicales en el gusto que les venía de los ancestros, elaborada con plátano verde que se asa primero o fríe y luego se machuca o maja, enriqueciendo su sabor con un tantillo de sal y pequeños trozos de chicharrón, gustosa vianda que posiblemente acompañaban con un buen vaso de guarapo –voz también africana– elaborado con el jugo de caña, que luego en nuestra entrañable Cartagena hacían en el antiguo mercado, en grandes toneles, a base de diversas frutas y panela. Eso sí, bien helada. Venturosamente, por esos perdidos años no estaban de moda las engañosas dietas. Y bajo las manos delirantes de las negras, todos los elementos bárbaros o nobles de la tierra poco a poco pasaron por la alquimia gozosa de los más hondos gustos hasta elevarse a una original forma de arte, y dándole, además, el mágico acento que le concede a través del tiempo su particular expresividad. E inclusive con africanismos desde muy temprano se fueron designando otros productos alimentarios, tan característicos a través de su historia de colonización dentro del fogón antillano, como lo puntualizó por otra parte el investigador puertorriqueño Manuel Álvarez Nazario. Es así como guineo, abreviación de plátano guineo o de Guinea, en las épocas iniciales de la colonización española del Nuevo Mundo se refiere en forma general al plátano propiamente dicho, como el banano, aunque luego se establecieron las diferenciaciones entre el de carne blanca y suave, y el de más volumen y textura rotunda. También encuentran clasificaciones, según su categoría, frutos como el plátano dominico o el hartón, voces usuales en Colombia y Puerto Rico. En otros sitios de esta isla pregonan forrongo, al hablar del guineo maduro, que asímismo perdura la variedad de plátano conocida por los afronegrismos mafofo y malango. Y por ahí van otros nombres relacionados con este vernáculo producto como chamaluco, maricongo. Además, como plantas de frutos comestibles —siempre en la orientación de Álvarez Nazario y sobre la base de sus investigaciones en Puerto Rico— son reconocidos los apelativos del guandul, la guinda, la malanga, el ñame, el quingombó, aunque de igual manera se les reconoce en varios sitios del Caribe, que ese es el caso del ñame y el quimbombó, variante esta última sin duda de guigombó. Nativos transportando provisiones. Ilustración de Theodore de Bry,1570. 3 García Mercadal, op. cit., pág. 85. 4 Natalia Bolívar Aróstegui y Carmen González Díaz de Villegas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1993. Mitos y leyendas de la cocina afrocubana, pág. 4. 5 Nicolás del Castillo, Esclavos negros en Cartagena y apartes léxicológicos. Instituto Caro y Cuervo. 147 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia Pero el cangrejo, de diferentes clases, es una constante en el Caribe. Famosos eran los de San Andrés y Providencia, de color rosado y carne de exquisitez excepcional. Proceso del cazabe. Grabado del siglo XVIII. 6 Manuel Álvarez Nazario, El elemento afronegroide en el español de Puerto Rico, Instituto de Cultura de Puerto Rico, 1961, págs. 206 y siguientes. En cuanto al ñame, cuya raíz tuberosa tan familiar en nuestros abigarrados sancochos o tortas criollas está bien divulgado en todos los países de América tropical: en portugués, inhame; en papiamento, yam; en francés criollo, igname o gname; en inglés del Caribe, yam también. Además, entre los negros de la selva de la Guyana Británica, nyamisi. Pero en Puerto Rico se dan diversas variedades de la planta, distinguiéndoselas con variados nombres: ñame de agua o habanero, ñame amarillo o de Guinea, ñame de Guinea blanco, ñame blanco, ñame gulembo o de India. Que también en nuestra costa Caribe tiene variedades diversas, pues a uno se lo llama ñame criollo, mientras que a otro ñame de espinas. En todo caso, las principales variedades proceden en América de África Occidental, llegadas en los barcos inmigratorios de esclavos, pero no excluye ello la posibilidad de que hubiese algunas especies autóctonas en el Nuevo Mundo.6 En el orden de los condimentos originarios de África, cabe mencionar la malagueta, que en Cartagena se la aprecia en suculentos guisos, sopas e inclusive en deliciosos y aromáticos arroces o pasteles, con el nombre de pimienta de olor. Según el ya citado profesor Álvarez Nazario, procede este vegetal de la costa de Malagueta –de donde viene a su fruto la denominación original de pimienta de Malagueta–, en la llamada “Costa de los Granos o de las Especias”, tramo del litoral occidental africano desde Liberia hasta la actual Ghana. Su difusión por la América tropical, desde las épocas tempranas de la colonización europea, en los barcos que hacían la trata negrera, le ganó los nombres adicionales de pimienta inglesa, pimienta de Jamaica, de Tabasco, de Chiapa. La denominación de Malagueta, conocida en el español de las Antillas, la América Central y costa norte de la América del Sur, se repite en el portugués de Brasil; en Haití, malaguette. Los ingleses, que tuvieron aparentemente un papel de importancia en la propagación fuera de Guinea de este producto vegetal, lo llamaron también Paradise grains y Guinea pepper. A fines del siglo XVIII, fray Íñigo Abbad registra en Puerto Rico el nombre de pimienta malagueta y observa la abundancia de árboles de esta clase que hay entonces en el país, especialmente en la costa sur (antiguos partidos de Guayama, Ponce y Coamo). Hoy es malagueta, término poco usual en el lenguaje corriente de la isla. Menú caribeño Es hora, pues, de que nos detengamos paganamente, gozosos y en guayabera en algunos de estos mágicos fogones. Allí donde los franceses estuvieron por largos períodos, o hasta recientemente, se ha conformado la llamada cuisine créole, en la que participan armoniosamente, bajo la mano negra de esos antillanos, la sensualidad vegetal del trópico con el equilibrio lujuriante de las especias, especialmente de la nuez moscada, el clavo de olor, el laurel y el tomillo, amén del encendido ají. Menos compleja es esa cocina —sin duda— en las islas donde pasó el inglés. Los elementos allí son más precarios, aunque saben aprovechar los frutos del mar, dignificados por la sazón negra, con tendencia al tono alto de los sabores y los vegetales cosechados con desgano. En muchos de sus platos se incluye el árbol del pan, con la textura del ñame. Bajo este ámbito gastronómico, al visitar Santo Domingo nos ha de sorprender la abundancia de sus hervidos. Así, tenemos el sancocho de gallina, el de longaniza y tocino, el de chivo fresco, el de siete carnes, el de frijoles rojos o el de mondongo. Tienen pasión asimismo, como en casi todo el Caribe, por el puerco. Les viene esa predilección en la mesa sin duda desde la colonización, cuando los cerdos emigraron a las montañas y se volvieron salvajes, utilizándolo en diversas pre- 148 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia Hay infinitas islas y abundancia De lagos dulces, campos espaciosos, Sierras de prolijísima distancia, Montes escelsos, bosques tenebrosos, Tierras para labrar de gran sustancia, Verdes florestas, prados deleitosos, De cristalinas aguas dulces fuentes, Diversidad de frutos escelentes. JUAN DE CASTELLANOS paraciones, ya guisado con choyotes y otros vegetales, ora asado en vara o relleno de moros (frijoles). Al pasar raudos por Puerto Rico, seguro que nos ofrecen como plato criollo uno de sus asopaos, a base de arroz, aceite, tocino, jamón, cebolla, pimentón y manteca con achiote, sin olvidar el complemento gustativo de los ajos y el cilantro.Y nada de raro tiene que con otras variantes, pues lo hacen también con salchichas, camarones o guandules, que en nuestra costa son una clase de frijolitos que se conocen bajo el nombre de guandul. Al tocar en Trinidad podemos maravillarnos con la sopa de cangrejo, en las Bahamas con el fish chower, suculento y aconsejable para el guayabo, el ratón o la resaca. En Dominica, con la okra soup (sopón con candia). En este periplo lleno de golosas remembranzas, cabe volver a las nostalgias de Cubita la Bella, de La Habana más precisamente, cuando nos fue dado pasar unas horas en el restaurante Puerto de Sagua, pues nos habían recomendado, con felices resultados, el arroz a la marinera —que ni en España lo hacen con tal esmero— auténtico en los pescados, en los mariscos y vegetales frescos. En El Floridita, y circunstancialmente con Ernest Hemingway –tostado por los yodados soles marinos y con pobladas barbas bermejas–, gustamos otro día las exquisitas muelas de cangrejo moro, precedidas del mejor daiquirí del mundo, pues estaba preparado por su creador, el célebre Constante. Y en La Zaragozana, otro sitio de prodigio para los sibaritas, los moros y cristianos, el lechón con tostones o el picadillo criollo. La comida antillana, elevada a arte por el cromatismo y gracia de sus sabores, tiene concomitancias simbólicas con el calypso, el canto jíbaro del campesino portorriqueño, el reggae de Jamaica, el bejuine de Martinica, la soca de Monserrate y el nostálgico son cubano. Por eso algún día, al tratar este tema tan sugerente, hablamos con sentida visión del color y la poesía de la comida del Caribe. En Kingston recuerdo haber gustado la pepperpot soup, sustanciosa y tradicional, en la que se combinaban felizmente la carne fresca, el cerdo salado, la candia y las espinacas. Allí, en cierta tarde inolvidable, también los baked black crabs, a base de cangrejos, y cuyas carnes sazonadas con mantequi- lla, pimienta y nuez moscada concluían gratinadas en sus conchas. Pero el cangrejo, de diferentes clases, es una constante en el Caribe. Famosos eran los de San Andrés y Providencia, de color rosado y carne de exquisitez excepcional. De la misma familia los hay en las Bahamas, donde elaboran el crab gumbo, mientras que en Guadalupe, con cangrejos pequeños, pimientos rojos y otras especias disponen el suculento crab creóle. El árbol de pan, de frondosas y vigorosas hojas, fue traído a las Indias Occidentales en 1793 desde Tahití por el capitán Bligh y sembrado en San Vicente y Jamaica, cuando las contingencias alimentarias apretaban el estómago de los colonos. Y desde entonces ha sido nutriente tradicional en las que fueron islas británicas, u ocupadas por ellos, pues vimos este fruto por primera vez en la comida cotidiana de los isleños de San Andrés y Providencia, donde los ingleses dejaron no sólo el trasunto de su lengua, sino muchas de sus costumbres. Elemento tan recursivo para la olla, sobre todo si tiene que ver con la de los pobres, es poco aprovechado entre nosotros, inclusive es casi desconocido en nuestra costa Caribe. No obstante, sus posibilidades en el orden de la culinaria son muy versátiles, como en Trinidad, donde elaboran un excelente estofado con este fruto, combinándolo con cerdo fresco, cerdo salado, lonjas de jamón, margarina, cebolla, pimienta, mantequilla y condimentos tonificantes. Mientras la mayoría de las islas que encontraron los primeros europeos en el Caribe estaban pobladas de indígenas organizados socialmente a su manera, las que más tarde conformarían el archipiélago de San Andrés y Providencia aparecían abandonadas en su propio encantamiento marino, aunque es posible que fuesen visitadas de cuando en cuando por gentes extrañas, e inclusive tocadas por aquellos navegantes de las aguas ignotas, si aceptamos la afirmación de que Colón las descubrió y bautizó en su primer viaje con el nombre de Abacoa, en 1492. Ya para el siglo XVIII, los nexos más directos de San Andrés y Providencia fueron con las costas de Misquitos, la gente de Coney Island, Bluesfield, Gracia, Gran Caimán y Jamaica, que estaban bajo el dominio británico, intercambios que fueron dejando en el archipiélago categóricos trasun- 149 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia La cocina tradicional de Cartagena es indudablemente una de las más caracterizadas de Colombia, no sólo por la suculenta gama de sus platos, sino por la sazón bien equilibrada, que obedece también a cir cunstancias históricas, así como a la feliz congruencia de factores étnicos. tos culturales, sobre todo en cultivos y cría de animales para alimentación. Sirvan estas sucintas referencias para esclarecer cómo la olla isleña se fue formando entre una y mil peripecias, a grandes trechos, sin asentamientos formales, eventualidades que no permitieron darle entonces un talante propio a este fogón, como sí sucedió con la cocina de otras islas vecinas, donde la colonización fue más estable e influyó en el estilo o expresión de sabores particulares. ¿Cómo preparaban sus viandas, más bien sus ranchos, los bucaneros y piratas allí, Morgan, François, el Olonés, o el viejo Mansveld? ¿De qué elementos se valían para su subsistencia cotidiana? Quizá con peces y deliciosos cangrejos, con animales de carne delicada y de un gusto inolvidable; con la Mercado en Cartagena. Grabado del siglo XIX. carne de tortuga verde, abundante por aquellos mares, en guisotes bárbaros o salada, cuya demanda aumentaba cada día más, mientras andaban encandilados y la imaginación volaba cruel por el incipiente aguardiente de caña. O alimentándose apenas en las playas de infinitos silencios con trozos finos de animales cimarrones cazados en los bosques y que cocinaban en el bucán –sistema indígena de asar y ahumar las carnes en barbacoa, a fin de conservarla– mientras los tahúres sacrificaban las horas nocturnas jugándose en las partidas de azar hasta el mosquete, a la taciturna luz de los mechones encendidos con la grasa de lobos de mar. Entre las diversas aplicaciones que tiene esta voz, derivada posiblemente del tahíno, se aplica a una especie de parrilla para asar en un hoyo que se abre en la tierra y se calienta como un horno. Recogían también de las aguas profundas caracoles de conchas rosadas y carnes suculentas. O pescaban hábilmente el king fish, las barracudas y los atunes, al tiempo que criaban las cabras y las vacas en las dehesas, las gallinas que cacareaban en frondosos patios, las pintadas y los inermes pavos, en familiaridad con los filosóficos cerdos que se refrescaban en sus chiqueros cercanos. No obstante este prodigio de elementos generosos para una regalada servida mesa, los nativos se sustentaban con escasos alimentos. En la mañana casi siempre tomaban una infusión de hierbas de limón con azúcar y un pan; al medio día les bastaba con un frugal almuerzo a base de pescado, cangrejos, caracol o carne vacuna o de cerdo, yuca, plátano, batata y pastas de harina. Ya por la tarde, un refrigerio, que en muchos casos era sólo una infusión de hierbas de limón con azúcar que llaman té. Tal vez este estilo de bucólica isleña les venga a los sanandresanos de su tradición puritana, pues, como lo hemos anotado antes, su presencia fue la más categórica y determinante en la formación cultural del archipiélago. En todo caso, por su manifestación de sabores propios, cabe mencionar las conchas de cangrejos rellenas, sápidas con la sazón discreta de especias; el rondón de caracoles, suculento dentro de la esfera de los sancochos o caldosos guisotes, en el que participan el caracol de pala, el pescado (sierra o bonito con sus cabezas), la yuca, el plátano verde, los bananos verdes, el ñame y los dumpling, preparados con la misma sustancia –en la leche de coco– en que se cocinan las viandas y las carnes marinas. Como puede observarse, es un plato simple, sin ninguna hierba que altere su temperamento, sabio por la delicadeza y el respeto a sus componentes. Si el viajero toca otra vez en Jamaica, es posible que aprecie el stew pumking, en el que se armonizan la auyama, la leche y la mantequilla, con la canela y la pimienta de Jamaica, de exótico color y olor. O el esto- 150 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia Ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma. CRISTÓBAL COLÓN fado de berenjena, ennoblecido con mantequilla, carne molida, nueces picadas y especias. Pero donde parece consumarse definitivamente la que podríamos llamar la gran cocina del Caribe es en la que se reconoce como créole. Ella es, desde luego, consecuencia afortunada de muchas circunstancias culturales, derivadas de lo indígena con la presencia de lo francés y lo negro, esencialmente, que por ahí, por los anchurosos mares y bajo la constelación de todas las aventuras vinieron también gentes de otras razas que dejaron sus huellas. La Española o Santo Domingo fue una sola, hasta que por dramáticas peripecias históricas, entre otras la despoblación, especialmente en sus costas para evitar el contrabando a partir de 1607, España le cedió a Francia casi la mitad de la isla a mediados del siglo XVIII, parte que tomó el nombre primitivo de Haití, que quiere decir “tierra alta”. La historia de Haití desde sus orígenes ha estado convulsionada como una caldera del diablo, por el choque de clases e intereses económicos. Pero todo ese subfondo social y humano ha servido para conformar un pueblo de excepcional interés cultural, el cual expresa su vitalidad mediante el arte naif o primitivo de sus pinturas, sus esculturas en madera, su primorosa artesanía y el ritual vudú. Y desde luego, del arte de su comida, original, sustanciosa, llena siempre de cromatismo y perfumada por las especias tonificantes. Original dentro del menú haitiano es el djon-djon, hongo silvestre que nace al pie de los añosos árboles de Gonaives y Jeremie, así como en otras partes de la isla. Al hervirse da una tintura negra, y con ella se hacen arroces jubilosos de cangrejos, langostinos poá congó (guandul) y muchas otras especias, sin que falte el toque del clavo de olor. Los cerdos –así debieron ser los de las cavernas–, son igualmente negros, de carnes magras, cabezas y hocicos alargados como los de los osos hormigueros; pero su carne es de un sabor excepcional y con él preparan el grilló, adobado antes de freírlo en pequeños trozos. El lambi, que en nuestra costa llamamos caracol de pala, pudiera decirse que es uno de los platos nacionales de Haití, y es igualmente apreciado en muchas de las islas del Caribe. Sabor a la Carta… gena La cocina tradicional de Cartagena es indudablemente una de las más caracterizadas de Colombia, no sólo por la suculenta gama de sus platos, sino por la sazón bien equilibrada, que obedece también a circunstancias históricas, así como a la feliz congruencia de factores étnicos. Lo indígena, lo peninsular y lo negro hallaron también a través del tiempo una armonía en la olla de esa parte de nuestra costa Caribe, que ha hecho la felicidad de su gente y suscitado la sorpresa de forasteros, de viajeros deslumbrados. No sabemos hasta dónde la influencia negra enriqueció este fogón con elementos comestibles predominantes o con recetas del continente africano. Quizá con la variedad de ñames, el guandú, la candia, quimbombó o bahamia; el frijolito blanco cabecita negra. O con el uso del sofrito, salsa casi siempre elaborada a base de cebolla, ajo, pimiento o ají dulce, tomate y manteca o aceite. A veces le añadían achiote para otorgarle color, muy semejante en su conjunto a la salsa ata de la cocina yoruba; pero donde radica su milagro sin duda es en la mano y en el sentido de la sazón. E inclusive en algunas técnicas, pues —según la nutricionista cubana Nitza Villapol— en América y África se han encontrado métodos afines de cocción, hervido, asado a fuego directo, frito y cocinado al vapor. Este último sistema se ha empleado frecuentemente en el aprovechamiento de las hojas de plátano para envolver el alimento. La costumbre de remojar granos secos o leguminosos para luego pelarlos y molerlos crudos, adicionándoles ajos, ajíes picantes, etc., y friendo la masa en grasa para obtener pequeños bollos o frituras, es común a diferentes países de África. Los yorubas los denominan akara —concluye la acuciosa investigadora—. En Cartagena se llaman buñuelos y los hacen con frijolitos blancos cabecita negra, que pasados por la máquina de moler se baten lo suficiente para que doren en la manteca caliente y queden tan leves como copos de algodón al viento. Como instrumento utilizado en la preparación de granos se usaba el pilón, de origen indígena –otros dirían pilau–, pero que era familiar hasta hace pocos años en los alrededores de la ciudad e inclusive en muchos patios cartageneros. Estaba labrado en un tron- 151 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia co grande de madera y alto, con un huevo cóncavo, donde depositaban las negras los granos de maíz, las espigas del arroz o del millo preferencialmente, mientras de lado y lado, alzando las fuertes “manos” de madera, los trabajaban al ritmo de sus dormidas canciones ancestrales o diluían sus nostalgias fumándose, bajo las cadencias del laboreo, una cachimbita de tabaco, con el fuego entre la boca, resignadas de pesadumbres. La cocina cartagenera se diferencia de las del resto del Caribe, tanto por la amplia gama de sus platos y la originalidad de muchos de ellos –valga la redundancia–, como por los matices de sus aliños, tendientes a cierta delicadeza. Creemos haber recorrido gran parte de las Antillas interesándonos vivamente, golosamente, por sus condumios y guisos, por arroces y hervidos, por su tono en gustos, y hemos llegado a la conclusión de que es una comida delirante de colores, de sabores y de paganos efluvios. Pero en su mayoría hay que aceptarla con prudencia por la afición de aquellas cocineras a los ajíes picantes o al exceso de las especias, placer que era usual también, por otro lado, entre los aborígenes de las Antillas. Hasta en eso se observa un interesante contraste, dado que la comida cartagenera es condimentada con el ají dulce, y quienes son devotos del picante lo dosifican en sus platos al gusto. El arroz de coco con pasas, la sopa de mondongo, el sábalo con leche de coco, el sancocho de sábalo, el ajiaco con cerdo y carne salada, el higadete o la sopa de candia con mojarra ahumada, el enyucado, los pasteles navideños de arroz, delirantes de achiote y ricos en presas y vegetales, el arroz de coco con frijolitos negros o de coco con cangrejo, proclaman la bondad de una cocina depurada por el tiempo y por gustos populares, que encontró así formas originales y auténticas de expresión. Otra característica de esta manducaria del “Corralito de Piedra” es la de acompañar sus platos de sal con aditamentos de dulce. Es así como aparecen en su recetario las arepitas de dulce, la cariseca, el enyucado, las hojaldres, el pastel de ñame, los plátanos guisados, los plátanos maduros en tajada o en tortillas, e inclusive el dulce en algunas viandas, como la lengua mechada, enriquecida con panela y clavos de olor. Con estas perspectivas y peripecias históricas, cabe establecer entonces que en el Caribe prodigio- samente se formó una de las cocinas más interesantes y con más carácter del planeta. Tan evidente es esto, que un goloso y entendido en la materia como lo fue Xavier Domingo no tuvo escrúpulos en proclamar en su momento y a los cuatro vientos: En las Antillas se está elaborando la más completa, la más suculenta, la más perfecta cocina del mundo, y lo siento mucho por los franceses y por los chinos, que están perdiendo el monopolio de la fama del bien comer. Y para abundar en sus gozosos comentarios agregó: … y hay que subrayarlo mucho, que esa creatividad es popular y no obra de cocineros profesionales, de cordon bleus o de distinguidos gastrónomos. En las Antillas se come hoy como en ningún otro sitio del mundo, porque al pueblo antillano le gusta comer, comer bien y tiene arte para hacerlo y productos básicos extraordinarios. Como fondo de todo este pasado histórico, de sufrimientos y gozos humanos, se evidencia una historia extraordinaria y mágica. Y parte de ese legado cultural toma forma en una rica cocina, aunque bastante desconocida, hecha de aromas maravillosos, de colores acordes con la luz y las pasiones del mundo de sus islas y costas, armoniosa en la composición de sus elementos, exótica tal vez para el gusto de muchos. Es, junto con su música, a trechos con sus alucinantes ritos bajo el sonar de los tambores o el requiebro de las gaitas, una de las manifestaciones más bellas de la sensibilidad antillana. Descubrirla, pues, elevarla a lo que es, a una sustantiva expresión de arte, constituye un desafío para el espíritu que busca nuevos placeres. LÁCYDES MORENO BLANCO, escritor, diplomático e historiador. Autor de varios libros sobre cocina. Miembro de la Academia de Historia de Cartagena, Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua y Presidente Honorario de la Academia Colombiana de Gastronomía. 152 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia