Iniciativa del amor

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LA INICIATIVA EN EL AMOR
Una HICM es la mujer de un auténtico amor que se orienta radicalmente al Tú venciendo a
la mujer “exteriorizada”, vacía interiormente. Ella hace del amor la ley fundamental de su
existencia. Vale y se realiza en la medida que ama.
En el amor podemos distinguir tres fases:
a) El amor es un impulso hacia el Tú, es una búsqueda, una entrega activa al Tú.
b) El amor es un encuentro con el Tú, una comunión interpersonal.
c) El amor es una renuncia al Yo, un desprendimiento total de nosotros mismos, una
muerte al yo egoísta para vivir para el Tú.
Para la mayoría de los personas el problema del amor consiste en encontrar a alguien que
nos ame y que nos venga a liberar de nuestra cárcel interior. Por este camino nadie llega al
amor; para alcanzar el amor hay que salir de sí mismo, es necesario tomar la iniciativa
de la entrega.
Comenzaremos profundizando este aspecto del amor.
El amor es siempre un impulso a salir de sí misma, es una especie de “éxtasis” del Yo. Quien
ama nunca se queda sentada esperando en un sillón que vengan hacia ella, no está vuelta
hacia sí misma, sino que padece una suerte de “conversión” del “egocentrismo” al
“alocentrismo” (“alo” de “alius” – otro). Erik Fromm en su libro “El Arte de Amar” habla, en
este sentido, de una orientación “productiva” de la persona, en contraposición a la
orientación pasiva: el amor es una “voluntad de ir hacia el otro”.
Muchas veces confundimos el amor verdadero con apariencias o caricaturas del auténtico
amor. Un puro sentimentalismo no es amor, tampoco lo es ese afán egoísta de poseer al Tú,
como una cosa, así como se “ama” o se quiere una manzana para gustarla. La vinculación
personal tiene por objeto al Tú, busca al Tú y quiere entregarse a él. Que de allí se
produzca como consecuencia o efecto también un enriquecimiento del Yo es evidente; pero
el Tú no fue buscado primariamente para satisfacer un afán egoísta.
La persona inmadura o infantilista no ha entendido que para amar hay que salir de sí,
que es necesario tomar la iniciativa de la entrega. Siempre está pensando: “los otros
no se preocupan de mí”, “no me entienden”, “no me convidan”… “no me valoran
suficientemente…”, “no me llaman por teléfono…” etc., etc. Detrás de esa manera de
pensar se esconde un pasivismo, una comodidad o abulia espiritual, un egocentrismo, que es
necesario desenmascarar. Cuántas críticas a la comunidad o al grupo no son sino el reflejo
de esta actitud; críticas que no son muchas veces sino una defensa escondida del
“apoltronamiento” de nuestro yo.
Tenemos que vivir un amor tal que sea capaz de despertar respuesta de amor, y para eso
hay que decidirse a tomar la iniciativa de la entrega.
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El amor de iniciativa es el tipo del amor cristiano, es la manera que Dios tiene de amar y
que nos vino a enseñar Cristo con su palabra y con su vida. Recordemos algunos pasajes del
Evangelio:
“En esto consiste el amor (es decir, de este modo ama Dios), nos dice
San Juan, no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos
amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. (Y
San Juan saca la consecuencia:) Queridos… Si Dios nos amó de esta
manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros… Nosotros
amemos porque Él nos amó primero” (1 Jn 4, 10-19).
El amor primero parte de Dios; Él nos ama, como dice el Padre Kentenich, no porque
nosotros seamos buenos, sino porque Él es bueno. Él toma la iniciativa; es Él quien viene a
nosotros, Él quien nos busca:
“Mira que estoy a la puerta y golpeo; si alguno oye mi voz y me abre la
puerta, entraré en su casa y cenará con él y él conmigo”. (Apoc. 3, 20)
Más admirable aún es constatar que el Señor nos busca aunque nosotros nos hayamos
portado mal con Él: Él viene a redimirnos por un amor de pura iniciativa, cuando estábamos
sumidos en el pecado. Sería relativamente fácil amar a alguien que no nos ha ofendido
nunca, pero es distinto tomar la iniciativa de la entrega cuando el otro “no nos cae bien”, o
nos ha ofendido. Cuando lo hagamos quiere decir que nos estaremos poniendo en la “onda”
de Dios. Oigamos ahora a San Pablo:
“Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando
nosotros muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con
Cristo –por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo
sentar en los cielos… (Ef. 2,4) “En efecto, cuando todavía estábamos sin
fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad,
apenas habrá quién muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se
atrevería uno a morir; mas, la prueba de que Dios nos ama es que Cristo,
siendo todavía nosotros pecadores, murió por nosotros” (Rom. 5,6 ss).
El amor de Cristo es inminentemente un amor de iniciativa, que se prueba en hechos, no
consiste en puras palabras…
“He venido a traer fuego a la tierra, dice el Señor, y qué he de querer, sino
que arda”. (Lc. 12,49).
Toda su vida no es sino la prueba irrefutable de un amor incansable en la iniciativa.
La Santísima Virgen, la pequeña sierva del Señor, está impregnada por el mismo Espíritu.
Cuando ella recibe el regalo más grande que pudo haber recibido ser humano, cuando el
ángel le anuncia la Buena Nueva, cuando ella pudo haberse quedado sumida en la
contemplación, emprende la marcha. Todavía con las palabras del ángel en sus oídos, por el
cual había sabido que su prima Isabel necesitaba ayuda, Ella, nos relata el evangelista, “se
levantó”, se puso en pié, “y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de
Judá” (Lc. 1,39). Ella se moviliza, toma la iniciativa. El ángel solo le había relatado el
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hecho, no le había pedido que fuese a visitarla. Así es María. En esto consiste tener
personalidad. Entendemos la personalidad en este sentido, como iniciativa creadora de
amor.
Miremos a María en Caná. Tampoco allí se queda tranquila en un rincón conversando con sus
amigas y dejándose servir. Está preocupada de todo para ver qué falta, es una
personalidad “alocéntrica”, en Ella no se nota ningún rastro de ensimismamiento. Ve la
necesidad de los demás y actúa: “No tienen vino”, se acerca a su Hijo y le solicita que
intervenga. Y, a pesar de su aparente rechazo, dice a los sirvientes: “Hagan lo que Él les
diga” (Jn 2,5).
Queremos autoeducarnos y ayudarnos mutuamente en esta autoformación de modo que
lleguemos a encarnar este nuevo tipo de hombre. ¿Somos de aquellas que toman la
iniciativa en la entrega al otro? ¿Dónde están esas personalidades “productivas”, que a
semejanza de Dios, saben “amar primero”? ¿Dónde están aquellas que saben construir
puentes y tender lazos? Este es el tipo de hombre nuevo, la HICM que el Padre Kentenich
anhelaba ver surgir como aurora de una nueva época.
Vencer el individualismo saliendo del yo.
Sabemos que lo único que nos hace profundamente felices es la comunión personal e íntima
con el Tú, pero, a pesar de tener claridad intelectual, hay algo que nos retiene y que nos
impide ir hacia el otro, dándonos. Pensamos que dándonos, perdemos, que nos perdemos. La
tendencia hacia el Tú lucha en nuestro interior con el apego al Yo. Está bien apegarse al Yo
en el sentido de “poseerse” a sí mismo para poder darse a sí mismo, cultivar una
personalidad para entrar en una comunión más rica con el Tú. Pero está mal apegarse
desordenadamente al Yo, es decir, ser egoísta o egocentrista o individualista.
El egoísmo o individualismo es una enfermedad del Yo que la llevamos en lo más profundo de
nuestro ser a causa del pecado original. Esta enfermedad se ha hecho más aguda hoy a
causa de la realidad social, económica y cultural del hombre en los últimos siglos. Cada uno
ha llegado a ser celoso propietario de sus derechos, tratando de sacar provecho de los
otros y dando sólo el mínimo necesario, para poder conseguir mayor provecho personal. La
norma es: primero yo, segundo yo, tercero yo, mis cosas, mis intereses, mi placer, mi
propiedad, mi standard de vida… la sociedad se ve en función de los intereses particulares.
Así se puede decir que “el individualismo ha creado ese hombre sin vínculos ni amor,
indiferente al prójimo, porque sólo está preocupado de sí mismo. Han nacido así las
familias “nidos de víboras”, la lucha de clases, la competencia desenfrenada” (Mounier).
Schoenstatt quiere llevarnos a descubrir y desenmascarar todo el egoísmo y orientación
individualista que puede haber en nuestro interior y que pueda estar institucionalizado en
las estructuras de nuestra sociedad. Schoenstatt quiere crear y forjar la mujer
auténticamente comunitaria, lograr una “Comunidad perfecta” en todos los órdenes: en la
familia, en la Iglesia, en la sociedad, en el trabajo.
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El Señor Jesús les decía a sus apóstoles en la víspera de su muerte:
“Yo les hablo así para que se alegren conmigo y así se llenen de gozo. Mi
mandamiento es este: que se amen los unos a los otros, como yo los amo a
ustedes. Nadie tiene mayor amor que aquel que da su vida por sus
amigos” (Jn 15, 11-12)
Y San Pablo les recomienda a los Filipenses:
“Así que, si Cristo les anima, si su amor les consuela, si su Espíritu está con
ustedes, si conocen el cariño y la compasión, llénenme de alegría, viviendo
todos en armonía, unidos por un mismo amor, por un mismo espíritu y por un
mismo propósito. No hagan nada por interés personal ni por orgullo, sino
con humildad; y que cada uno considere a los otros como superiores a sí
mismo, buscando cada cual no su propio interés, sino el de los demás,
tengan entre ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo” (Fil.2, 1 ss.).
Leamos también un texto tomado del P. Kentenich de una plática suya:
“Los cuatro siglos pasados marcados por el individualismo, que comenzó, creció y
dominó todo, han hecho solitario al hombre en una forma tal que asusta: por de
pronto han orientado al hombre con extraordinaria unilateralidad hacia el “yo”,
hacia la preocupación de ser él mismo;
no le han dejado experimentar
espontáneamente y con alegría el estar-con-los-otros; no le han permitido decir
“tú” de una manera plena: ni al tú humano, ni al “Tú” divino. En esta forma se ha
pecado con igual gravedad contra la doble orientación ontológica de la persona
hacia el Tú de Dios y del hombre. Si quisiéramos caracterizar con una frase este
período histórico, podríamos mencionar la expresión de Stirners: “El individuo y
su propiedad”. El sacrilegio que se ha cometido con la naturaleza humana, hoy se
venga amargamente en la totalidad de la sociedad… Con la fuerza indómita de la
desesperación, hoy trata la humanidad de salir de la cárcel que se ha hecho ella
misma, cárcel del autoencerramiento, de la autoadoración y del
autoesclavizamiento, trata de romper las cadenas del fierro del
autoencerramiento, de la autoadoración, de la autodestrucción y de la
autoaniquilación.
Debido a que durante siglos no se tomó en cuenta la capacidad interior de
vincularse personalmente, porque no se tomó en cuenta la capacidad personal
comunitaria y que manifiestamente ésta se ha atrofiado y empequeñecido, el
hombre se ha lanzado ciegamente en la masa y con ello ha degenerado de nuevo.
Ni el instinto por el “yo”, ni el instinto por el “tú” obtienen una respuesta
adecuada…
Y el hombre masa, dicho con mayor precisión, el hombre
interiormente masificado, está allí en forma acabada: forma y domina el rostro
del tiempo actual.
De este modo se hace comprensible la exigencia que se eleva cada vez con mayor
fuerza desde todos los lugares donde se busca seriamente una solución: tenemos
que hacer nuevamente capaz al hombre de vincularse en todas las direcciones; es
decir, hacerlo capaz de vincularse y apto para vincularse en forma personal a
lugares, cosas e ideas, tenemos que hacerlo, sobre todo, capaz de vincularse en
forma profunda e interior, personal, a la comunidad”. P.K.
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La grandeza de un hombre se mide por su capacidad de comunicación. Dios es comunidad de
personas: nos creó a su imagen, es decir, no como individuo aislado, separado, sino como
persona invitada a la comunidad, con Él y con toda la humanidad.
La grandeza del hombre, por lo tanto, se mide por su capacidad de amar, de darse:
“Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a
nuestros hermanos. Quien no ama está en la muerte” (I Jn 3,14).
Si quieres salir de la muerte, tenemos que atrevernos a salir de nosotros mismos: “a
caminar se aprende caminando, a amar, amando”. El “yo” egoísta dice: “no se preocupen de
mí, no me entienden, nadie me ha llamado, no me fueron a ver, no me convidaron, no me
comprenden, no me respetan” así habla el “yo” individualista. El nuevo “yo”, el auténtico
“yo”, el mejor “yo” dice, en cambio: “¿Me he preocupado yo de los otros? ¿Comprendo yo al
otro? ¿Qué puedo hacer para entenderlo mejor? ¿Respeto yo sus opiniones y su manera de
ser? ¿Tomé yo la iniciativa?
La grandeza y madurez de una mujer se mide por la capacidad de dar generosamente, por
su iniciativa creadora en el amar. Si queremos crecer, debemos superar el infantilismo que
todavía pueda haber en el corazón. El niño reclama cuando no se ocupan de él, quiere ser el
centro, ser “mimado”. Nosotros estamos llamados a ser adultos y no se ve bien eso que una
mujer tenga actitudes de niño. Hay que delatar el individualismo a nivel de las estructuras.
Cierto. Pero no caigamos en el error de no delatarlo también y en primer lugar, en el propio
yo. La revolución comienza en la propia persona.
Algunas sugerencias para tratar este tema.

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por ej.
-
algunas palabras en relación al tema:
¿Poseo un “tú” en mi vida a quien regalo mi amor?
¿Quién o quienes podrían ser esos “tú” de los que se refiere el tema?
¿Cuáles son los obstáculos que me impiden salir de mí misma y entregarme a
un tú?

A partir de la palabra infantilismo = persona inmadura , escribir otras palabras que se
relacionen con ésta. (intercambio libre)

Buscar en el Evangelio iniciativas de amor de María y de Cristo hacia los demás.
 Enumerar iniciativas de amor creador que me impulsan a entregarme a Tú.
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