Álbum de Fragmentos - Bibliotecas Públicas

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Día del Libro en Castilla-La Mancha 2006
Álbum de Fragmentos
“...esos ojos, hechos para la luz y los colores,
y para abrirnos a la existencia, nos abrieron
a la maravilla de otra luz, que nos envolvía en
el prodigioso universo de la lectura.”
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Es un fenómeno familiar y maravilloso el de la escritura.
Familiar, porque ya no nos asombramos de las letras y de su lectura. Pero los ojos habían ido naciendo, poco a poco, al ritmo de la luz del sol, y a su medida. Unos ojos, como
los otros sentidos, transformándose en ventanas por las que penetraban las imágenes de las
cosas, las apariencias; por donde penetraba el mundo.
Y maravilloso también. Porque esos ojos, hechos para la luz y los colores, y para
abrirnos a la existencia, nos abrieron a la maravilla de otra luz, que nos envolvía en el prodigioso universo de la lectura. No eran ya colores, espacios lejanos, nubes, árboles, seres
humanos, los que veíamos. Nuestra mirada tenía ya otra función, otro espacio, próximo
a nuestras manos, y que se concretaba en la pequeña hoja de papel, donde se hacían
presente las letras. Un pequeño rectángulo, poblado de signos, aún más pequeños, nacidos
ya de la cultura, de la creación de los seres humanos, y ceñidos a ese mínimo espacio
que ofrecía, a la visión del lector, el sorprendente estallido de otros mundos ideales y, sin
embargo, más reales todavía, que aquel que, hace millones de años, había empezado a
dejarnos ver la naturaleza.
A nuestra mente se le presentó, de pronto, hace no mucho tiempo, un cielo nuevo, unos
soles nuevos, un universo nuevo, más próximo, más cálido, más humano, y en el que se
abría el diálogo de las palabras, que otros nos dejaron como herencia, y a los que jamás
podremos devolver esa dádiva inagotable; esa infinita amistad. Sólo leyéndolos.
Emilio Lledó
Filósofo y profesor
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INSTRUCCIONES DE USO
Qué es el Álbum de Fragmentos.
Los principios activos de este álbum son los libros
y la lectura. Cada álbum contiene 42 fragmentos, textos que te llevarán a otros tantos libros y
autores, novelas de escritores españoles, extranjeros, autores contemporáneos, clásicos y literatura juvenil.
El juego que te proponemos es tan sencillo, y tan
complejo a la vez, como localizar los libros y los
autores de los 42 fragmentos.
Para quién está recomendado.
El álbum de fragmentos se presenta en papel
para su administración directa, no precisa receta.
Está recomendado para lectores, es decir personas que leen o tienen el hábito de leer. No tiene
efectos secundarios, aunque en las pruebas de
laboratorio se han dado casos de cierta adicción
a la lectura y una euforia desmedida al localizar
el origen de algún texto.
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Este álbum de fragmentos está especialmente indicado para los ratos de ocio y vacaciones, para
los domingos lluviosos y las mañanas soleadas,
para los breves desplazamientos en metro y los
largos recorridos de autobús, para los trenes de
alta velocidad y los pausados cercanías, para los
ratos de sofá y los minutos antes de dormirse.
Cómo se usa
Puedes jugar de forma individual o con un grupo, de amigos, de lectores o de vecinos. En la
modalidad de grupo pueden participar un máximo de treinta personas. Una opción excluye la
otra, cada persona sólo puede presentar un álbum, bien de forma individual, bien formando
parte de un grupo.
Este es un juego para recordar y también para
descubrir nuevas lecturas. Es una propuesta para
buscar en los libros, hojear, releer, relacionar, rebuscar, visitar la biblioteca, compartir pistas con
INSTRUCCIONES DE USO
otros lectores y, en definitiva, disfrutar de todos los
placeres que puede proporcionarnos la literatura.
Te recomendamos tomártelo con calma. Estos 42
enigmas no son para resolverlos en un día, tienes
varios meses para completar el álbum. El plazo
para entregarlo en tu biblioteca más cercana es
el 15 de septiembre.
Qué efectos produce
Como efectos inmediatos al hojear el álbum de
fragmentos notarás que te entra una gran curiosidad por saber a qué libro corresponde cada
texto. No te preocupes, es posible llegar a descubrirlo con una dosis de buenas lecturas.
Además este álbum puede hacerte viajar, metafórica y literalmente, porque si tienes la suerte
de ser el ganador o ganadora disfrutarás de un
viaje para dos personas a la nueva Biblioteca de
Alejandría.
Si has leído en grupo, el viaje para los ganadores es a Úbeda y Baeza (Jaén), un viaje literario
para descubrir los paisajes que Antonio Muñoz
Molina describe en sus novelas y las tierras en las
que dieron clases Antonio Machado y San Juan
de la Cruz. Si hablar con alguien que ha leído el
mismo libro es hablar con alguien que ha hecho
el mismo viaje, en este caso esta afirmación se va
a hacer realidad totalmente, porque los que leen
juntos viajaran juntos.
Los álbumes ganadores se elegirán mediante un
sorteo ante notario, uno de cada categoría, de
grupo e individual. Solo serán válidos los álbumes
que hayan acertado los 42 libros con sus autores
correspondientes. Los nombres de los ganadores
se harán públicos el día 24 de octubre, Día de
la Biblioteca. A los ganadores se les comunicará
personalmente la buena noticia.
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N
D
TÍTULO:
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AUTOR:
AUTOR:
ací en el año 1632 en la ciudad de
York, de una buena familia, aunque
no del país, pues mi padre era un
extranjero, oriundo de Bremen, que se había
radicado inicialmente en Hull. Gracias al comercio, poseía un considerable patrimonio, y,
al abandonar los negocios vino a vivir a York,
donde se casó con mi madre, que pertenecía a
una distinguida familia de la región, de nombre Robinson, razón por la cual yo fui llamado
Robinson Kreutznaer.
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e cólico de espinacas no ha muerto
ningún Papa, como decía aquél; pero
yo no quiero probar ninguna de esas
pamplinas que me traen: ni acelgas, ni tronchos, ni judías verdes, ni Cristo que lo fundó.
Ya que esto se acaba sin remisión, ¡rediós!, lo
que me apetece es una buena tajada de lomo.
¡Forrajes a mis años!: cuando la liebre se ha
ido, ¿a qué vienen los palos a la cama? Y yo
me muero, no hay que darle más vueltas. ¡Ya
sé, ya sé que tanto se les da que hinque el pico!,
porque todos están a lo que están (tú eres una
mocosa aún para entenderlo) pero ¡van aviaos
si se piensan que llamaré al señor cura!
L
L
a maestra, no del todo conforme con
sus preferencias de lector, le permitió
llevarse el libro, y con él regresó a El
Idilio para leerlo una y cien veces frente a la
ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora
con las novelas que le trajera el dentista, libros
que esperaban insinuantes y horizontales sobre la alta mesa, ajenos al vistazo desordenado
a un pasado sobre el que Antonio José Bolívar
Proaño prefería no pensar, dejando los pozos
de la memoria abiertos para llenarlos con las
dichas y los tormentos de amores más prolongados que el tiempo.
a mansión había empezado a revivir en
las últimas horas, como un mecanismo
al que hubiesen dado cuerda. Revivían
los muebles, los sillones y los sofás a los que
habían quitado las telas protectoras, y también
los retratos de las paredes, los enormes candelabros de hierro, los objetos decorativos de
las vitrinas y de la repisa de la chimenea. Al
lado de la chimenea había troncos para el fuego, porque a finales del verano eran frescas y
húmedas las noches; de madrugada, el aire se
llenaba de frío y todo se impregnaba de vaho.
Los objetos parecían recobrar el sentido de su
ser, parecían tratar de demostrar que todo adquiere un significado al estar en contacto con
los seres humanos, al participar en la vida y
destino de los hombres. El general miraba la
enorme entrada, las flores puestas en la mesa,
delante de la chimenea, la posición de las sillas
y los sillones.
-Ese sillón de cuero estaba a la derecha
- observó.
-¿Hasta de eso te acuerdas? - preguntó
la nodriza.
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H
C
huletas matemáticas:
Se sacan las matemáticas del frigorífico y se van dejando de un día para
otro.
La noche antes se aliñan con sal, una fracción
decimal y ralladura fresca de raíces cuadradas.
Fortalecen la memoria.
Hay quien las prepara en junio
y quien las deja colgadas hasta septiembre.
a concluido ya, lector amable, otra
jornada laboral. Como ya expliqué,
he logrado extender una especie
de pátina sobre las turbulencias y delirios de
nuestra oficina. Poco a poco, se han eliminado todas las actividades no esenciales. De momento, estoy decorando diligentemente nuestra bulliciosa colmena de abejas burocrátricas
(tres). La analogía de las tres abejas me trae a
la memoria tres A que describen muy adecuadamente mis actividades como trabajador
administrativo: alejamiento, ahorro, armonía.
Alejamiento de los empleados superfluos, con
la armonía y el ahorro consiguientes. Hay también tres A que describen muy adecuadamente las actividades y características de ese bufón
que tenemos de jefe administrativo: adoquín,
animal, anormal, abominable, alcahuete, asqueroso, aguafiestas, agresor. (Me temo que,
en este caso, la lista se me ha ido un poco de
la mano.) He llegado a la conclusión de que
nuestro jefe administrativo no cumple más
función que la de obstaculizar y confundir.
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C
U
uando yo era un recuerdo, todos los
días un trozo de mí se perdía en el Olvido. Lo que cae al Olvido ya no se
recupera nunca. Es como una canica que ha
quedado atrapada en un cajón roto. Ninguna
llave podrá abrir de nuevo ese cajón.
Al principio yo era un recuerdo enorme,
un recuerdo-armario en el que Pedrito había
guardado todo lo que puede guardarse en un
largo día de playa. Así, dentro de mis cajones
estaban los preparativos del viaje, estaba el
viaje, estaba la llegada al mar y el primer roce
con el agua fría, estaban los juegos en la arena,
y el miedo de mamá a las quemaduras, y el
hombre que vendía helados, y papá luchando
con el viento para abrir el periódico, y las conchas en la orilla, y el viaje de vuelta a casa, con
el sol ya casi naranja y una canción muy larga
que siempre se repetía.
n día Jonás oyó cantar a los negros la
canción de Gollu gollu, el rey de los
peces, y preguntó si lo habían visto.
Cuando le dijeron que vivía en el Nilo, entre rocas negras, y sus escamas brillaban como
estrellas verdes, Jonás se puso en marcha y se
fue por el desierto del Sáhara hasta el Nilo. ¡Jonás, rey de los pescadores, pescaría al rey de
los peces! En el desierto del Sáhara sólo había
arena y un sol que picaba como un millón de
lanzas.
Durante cuatro días, Jonás pescó en las
rocas negras y cogió peces de los colores más
variados, pero ninguno tenía escamas brillantes. Una noche vio un resplandor en el fondo
del río y, cuando a la noche siguiente sintió un
tirón fuerte en la caña, supo que el rey de los
peces había picado.
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A
D
esde el suelo veía la otra orilla, los páramos del fondo y los barrancos ennegrecidos, donde la sombra crecía y
avanzaba invadiendo las tierras, ascendiendo
las lomas, matorral a matorral, hasta adensarse por completo; parda, esquiva y felina oscuridad, que las sumía en acecho de alimañas.
Se recelaba un sigilo de zarpas, de garras y de
dientes escondidos, una noche olfativa, voraz
y sanguinaria, sobre el pavor de indefensos
encames maternales; campo negro, donde el
ojo del cíclope del tren brillaba como el ojo de
una fiera.
noche soñé que mil grullas volaban por
el cielo de mi habitación. Soñé que sus
grandes y puntiagudas alas me abanicaban y que sus picos habían enmudecido y ya
no graznaban ruidosas como siempre.
He abierto los ojos. Me duele todo el cuerpo. No sé dónde estoy, parece un hospital.
Debo llevar varias horas aquí. Sólo recuerdo
el ruido seco de la explosión y de los cristales
rotos.
No sé tampoco dónde está mamá.
Al mirar al techo mi sueño se ha hecho realidad: hay miles de grullas volando. Miles de
grullas silenciosas, de papel, que se mecen, que
bailan con el viento.
Veo pasar gente que lleva brazaletes blancos. Son médicos y enfermeros transportando
camillas.
He abierto la mano y algo ha caído al suelo, creo que ha sido mi grulla de papel, después me he dormido.
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L
as cosas podían haber sucedido de cualquier
otra manera y, sin embargo, sucedieron así.
Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus
once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable
y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que
honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...
Su padre entendía que esto era progresar, Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que
él estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser,
a la larga, efectivamente un progreso. Ramón, el
hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la
ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les
miraba a todos por encima del hombro; incluso al
salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se
permitía corregir las palabras que don José, el cura,
que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a
iniciar el Bachillerato, constituía, sin duda, la base
de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas
dudas en la cabeza a este respecto. El creía saber
cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las
cuatro reglas.
E
ste árbol sabía, de esa manera vegetal
y misteriosa en que todos los árboles
saben las cosas, que se convertiría en
papel; lo mismo que su vecino sabía que algún día sería un magnífico escritorio, o la vieja
encina se sabía leña en el hogar, y a veces, en
días de niebla, parecía desprender humo por
la copa.
Así pues, nuestro árbol se supo desde siempre papel. Y quizá por eso, o por su espíritu
burlón, una primavera, cuando llegó la hora
de renovar el vestuario y sacar hojas nuevas, se
vistió de hojas de papel. En concreto, de hojas
de papel de tamaño DIN-A4.
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E
l primero de enero de 1766 se suavizaron las medidas de seguridad, levantándose el toque de queda para las
mujeres. La normalidad volvió con increíble
rapidez a la vida pública y privada. El miedo
parecía haberse evaporado, nadie hablaba ya
del terror que había dominado a la ciudad y
sus alrededores hacía sólo unos meses. Ni siquiera en el seno de las familias afectadas se
mencionaba el tema. Parecía que la maldición
episcopal no sólo hubiera proscrito al asesino,
sino también su recuerdo, y eso complacía a la
población.
Sólo los que tenían una hija que acababa de alcanzar la pubertad, la perdían de
vista de mala gana y se inquietaban cuando
oscurecía y eran felices al día siguiente cuando
la encontraban sana y alegre, sin querer confesarse abiertamente el motivo.
E
staba sentado, contraviniendo las ordenanzas municipales, a horcajadas sobre
el cañon Zam-Zammah, erguido sobre una plataforma de ladrillos frente al viejo
Ajaib-Gher, o “la casa de las maravillas”, pues
con este nombre llaman los nativos al museo
de Lahore. Quien posee Zam-Zammah, el
“dragón que respira fuego”, posee el Punjab,
porque esta enorme pieza de bronce es siempre el primer botín del conquistador.
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S
amuel tenía un gran libro negro sobre un
estante, al alcance de la mano, en cuyo
lomo se podía leer en letras doradas: El
médico en casa, por el doctor Gunn. Algunas
de sus páginas estaban dobladas y manoseadas, mientras que otras jamás se abrieron a la
luz, Hojear el Doctor Gunn es conocer la historia clínica de la familia Hamilton. Las partes del libro más manoseadas correspondían
a fracturas de huesos, heridas, magulladuras,
mordeduras, sarampión, lumbago, escarlatina,
difteria, reumatismo, molestias de la mujer,
hernia y, desde luego, todo lo relacionado con
el embarazo y el alumbramiento. Los Hamilton debieron de haber sido o muy afortunados
o muy rectos, porque jamás abrieron las secciones que trataban de gonorrea y sífilis.
-Y
no olvides solía decirme mi padre,
como si temiese que en cualquier
momento yo pudiera ponerme en
pie y salir al ancho mundo en busca de fortuna-, por mucho que llegues a saber de las
personas, y por malas que parezcan ser, que
todas y cada una de ellas guardan en el fondo
de su corazón algunos buenos sentimientos, y
que todas y cada una de ellas fueron alguna
vez un pequeño recién nacido que mamó la
leche de su madre...
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H
abía algo que yo odiaba como la peste,
os lo aseguro, era la cosecha del trigo que
realizaba verano tras verano con mi madre y mis hermanas. El trabajo del segador es una
maldición para la espalda y las manos. Había que
llevar las espigas a la era y allí se trillaban. Nosotros
no teníamos buenas hoces ni buenos cordeles, ni
siquiera poseíamos un burro. La maldita paja quemaba en los ojos y en la garganta. Deseaba tener la
piel de un burro para poder soportar mejor aquellos dolores. El sol caía implacable sobre nosotros.
Por un poco de sombra y una gota de agua fresca
habría dado el mundo entero. Mi madre estaba a
menudo enferma: yo sólo la conocía como mujer
enferma, pero ella nunca nos dejaba ir solos al campo y, aunque estuviese tan débil que apenas podía
caminar derecha, permanecía sentada en medio del
campo y nos cantaba canciones para animarnos un
poco. Eran canciones divertidas y yo recuerdo que
a veces llorábamos de risa. Su salud nos preocupaba tanto que constantemente le rogábamos que se
quedase en casa, pero ella no quería dejarnos solos.
“Mientras yo pueda ver, quiero llenar mis ojos de
vosotros”, contestaba siempre.
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ime, Papá Dembo,
dime, ¿de qué color
es África?
¿África, pequeño Chaka?
África es negra como mi piel,
y roja como la tierra,
y blanca como la luz del mediodía
y azul como las sombras del atardecer,
y amarilla como el gran río,
y verde como las hojas de las palmeras.
África, pequeño Chaka,
tiene todos los colores de la vida.
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T
M
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odo era tan raro esa noche, la del primer viaje, raro y mágico, como si al
subir al tren –incluso antes, al llegar a
la estación- yo hubiera abandonado el espacio
cotidiano de la realidad y hubiera ingresado
en otro reino muy semejante al de las películas
o al de los libros, el reino insomne de los viajeros: yo, que sin moverme casi nunca de mi
ciudad me había alimentado de tantas historias de viajes a lugares muy lejanos, incluyendo
la Luna, el centro de la Tierra, el fondo del
mar, las islas del Caribe y las del Pacífico, el
Polo Norte, la Rusia inmensa que recorría en
el transiberiano un reportero de Julio Verne
que se llamaba Claude Bombarnac.
i ama de llaves y sus satélites salieron a recibirme, exclamando
tumultuosamente que me habían
dado por muerto. Todos imaginaban que había perecido la noche anterior, y estaban pensando cómo emprender la busca de mis restos.
Les pedí que se tranquilizaran ahora que me
veían de vuelta y, entumecido hasta los huesos,
subí arrastrándome al piso de arriba. Allí, después de ponerme ropa seca y de pasear arriba
y abajo durante treinta o cuarenta minutos
para recuperar el calor animal, he pasado a
mi estudio, débil como un gatito, casi demasiado para poder disfrutar del fuego acogedor y
del café humeante que ha preparado la criada
para reconfortarme.
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P
oco después de los sucesos que acabo de
narrar tuvo lugar el primero de los misteriosos acontecimientos que acabaron
por librarnos del capitán, aunque no, como ya
verá el lector, de sus intrigas. Fue aquel invierno un invierno en que la tierra permaneció
cubierta por las heladas y azotada por los más
furiosos vendavales. Nos dábamos cuenta de
que mi pobre padre no llegaría a ver la primavera; día a día empeoraba, y mi madre y
yo teníamos que repartirnos el peso de la hostería, lo que por otro lado nos mantuvo tan
ocupados, que difícilmente reparábamos ya en
nuestro desagradable huésped.
Recuerdo que fue un helado amanecer
de enero. La ensenada estaba cubierta por la
blancura de la escarcha, la mar en calma rompía suavemente en las rocas de la playa y el
sol naciente iluminaba las cimas de las colinas
resplandeciendo en la lejanía del océano.
S
ueñan las pulgas con comprarse un
perro y sueñan los nadies con salir de
pobres, que algún mágico día llueva de
pronto la buena suerte, que llueva a cántaros
la buena suerte; pero la buena suerte no llueve
ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho
que los nadies la llamen y aunque les pique la
mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños
de nada.
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A
S
iempre en voz baja el vendedor de Biblias me dijo:
- No puede ser, pero es . El número
de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última.
No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los
términos de una serie infinita admiten cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
- Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito
estamos en cualquier punto del tiempo.
primeros de septiembre supe que mi
vida había experimentado un cambio
de rumbo que estimaba decisivo. Decidí presentarme a las asignaturas que tenía
pendientes. (También tenía pendientes otras
cosas. Con Cali.)
Aprobé. Y debo decir que no me sorprendió. O quizá sea más exacto decir que tampoco me hubiera sorprendido lo contrario. Porque el ciego no sólo me enseñó a leer, sino a
vivir. Aquellas célebres glosas marginales, que
darían para llenar un volumen y que fueron
para mí como el tránsito a otra lengua nueva,
solían tener un denominador común: el tan
traído y llevado carpe diem. Solía jugar con
el día y las rosas, y tan pronto me decía “coge
el día y recoge la rosa”, como “coge la rosa sin
cortarla y plántala en el día”, o incluso “la rosa
es sin porqué, no la razones”. Y yo pensaba en
El club de los poetas muertos, que él ignoraba
(¿o no?) que yo había leído.
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H
M
i madre y las madres de los treinta
niños bestias que somos nos hicieron esa semana los trajes de paloma
con papel cebolla. Mi madre se quejaba bastante porque dice que, para mi sita, cualquier
excusa es buena con tal de tenerla gastando
dinero y trabajando. Que el disfraz de Hombre Araña ella me lo había comprado para no
tener problemas hasta que yo hiciera la mili y
me dieran un disfraz del soldado. Que cómo
se hacía un disfraz de paloma y que paz era lo
que ella necesitaba, mucha paz en una playa
desierta de Benidorm y sin niños, que eso era
para ella la paz mundial.
ay pocas personas, incluso entre los
pensadores más serenos, que no hayan creído alguna vez en lo sobrenatural, enfrentándose a ciertas coincidencias
tan extraordinarias que la inteligencia se siente incapaz de considerarlas como tales. Semejantes sentimientos, ya que esta semicreencia a
la que aludo jamás posee la plena energía del
pensamiento, no pueden ser reprimidos sino
difícilmente, a no ser que no se les atribuya a
una ciencia del azar o, técnicamente, al cálculo de probabilidades. Este, en esencia, es puramente matemático. Así nos encontramos con
la anomalía de la ciencia más exacta aplicada
a la sombra y a la espiritualidad de lo que de
más impalpable se encuentra en el mundo de
la especulación.
Los extraordinarios pormenores que se
me invita a publicar forman, como veremos,
por lo que se refiere a la sucesión de épocas,
la primera parte de una serie de coincidencias
apenas inteligibles, cuya parte secundaria o
última hallarán los lectores en el reciente asesinato de Marie Cecilia Rogers, cometido en
Nueva York.
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S
e iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron
antes de que se encendiera la señal roja.
En el indicador del paso de peatones apareció
la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada
hay que se parezca menos a la cebra, pero así
llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague,
mantenían los coches en tensión, avanzando,
retrocediendo, como caballos nerviosos que
vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó
aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien
sostiene que esta tardanza, aparentemente
insignificante, multiplicada por los miles de
semáforos existentes en la ciuad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno,
es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar
la expresión común.
A
sí construyeron los ayayai la primera
embarcación de plata, y, sobre ella, un
pequeño palacio de filigrana, y pusieron la embarcación en la plaza del mercado de
la despoblada ciudad. Luego orientaron bajo
tierra sus torrentes de lágrimas de forma que,
como fuentes, afloraran en el valle que había
entre las colinas pobladas de bosques. El valle se llenó de aguas amargas y se convirtió en
Murhu, el Lago de las Lágrimas, en el que flotaba el primer palacio de plata. Y allí vivieron
Aqüil y Muqua.
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E
ntonces hay dos clases de felicidad y yo he
elegido la de los asesinos. Pues soy feliz.
Hubo un tiempo en el que creí haber llegado al límite del dolor. Pues bien, no, todavía es
posible ir más lejos. En el confín de esta comarca
hay una felicidad estéril y magnífica. (CESONIA
se vuelve hacia él.) Me río, Cesonia, cuando pienso
que durante varios años Roma entera evitó pronunciar el nombre de Drusila. Pues Roma se equivocó durante esos años. El amor no me basta: eso es
lo que comprendí entonces. Es lo que comprendo
también hoy, al mirarte. Amar a una persona es
aceptar envejecer con ella. Yo no soy capaz de ese
amor. Drusila vieja era peor que Drusila muerta.
Suele creerse que un hombre sufre porque la persona a quién amaba muere un día. Pero su verdadero
sufrimiento es menos fútil: es advertir que tampoco
la pena dura. Hasta el dolor carece de sentido. Ya
ves, yo no tenía excusa; ni siquiera la sombra de un
amor, ni la amargura de la melancolía. No tengo
coartada. Pero hoy soy más libre que hace años, libre del recuerdo y la ilusión. (Ríe apasionadamente.) ¡Sé que nada dura! ¡Saber esto! Sólo dos o tres
en la historia hemos pasado por esta experiencia,
hemos logrado esta felicidad demente.
C
uando se quiere ser ingenioso ocurre
que se miente un poco. No he sido muy
honesto cuando hablé de los faroleros.
Corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro
planeta a quienes no lo conocen. Los hombres
ocupan muy poco lugar en la Tierra. Si los
dos mil millones de habitantes que pueblan la
Tierra se tuviesen de pie y un poco apretados,
como en un mitin, podrían alojarse fácilmente
en una plaza pública de veinte millas de largo
por veinte millas de ancho. Podría amontonarse a la humanidad sobre la más mínima islita
del Pacífico.
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C
E
n el museo romano de Villa Giulia el
guardián de la Sección Quinta continúa su ronda. Acabado ya el verano y,
con él, las manadas de turistas, la vigilancia
vuelve a ser aburrida; pero hoy anda intrigado
por cierto visitante y torna hacia la saleta de
Los Esposos con creciente curiosidad. “¿Estará todavía?”, se pregunta, acelerando el paso
hasta asomarse a la puerta.
Está. Sigue ahí, en el banco frente al
gran sarcófago etrusco de terracota, centrado
bajo la bóveda: esa joya del museo exhibida,
como en un estuche, en la saleta entelada en
ocre para imitar la cripta original.
uando los fieles abandonaron la iglesia
después de la misa, Cadfael la volvió a
ver, conduciendo a dos mozos parcialmente ocultos en la generosa amplitud de sus
faltas como una gallina que protegiera a sus
polluelos. La mujer era toda ella de una amplitud un tanto desmesurada: su tocado parecía
más ancho y alto de lo necesario, sus caderas
estaban cubiertas por varias enaguas y el aire
de dominio que la envolvía era análogamente generoso y exuberante. Cadfael admiró su
energía y vigor y experimentó una oleada de
simpatía por aquellos polluelos protegidos por
tan amplias y abrumadoras alas.
Por la tarde, ocupado en su pequeño reino mientras reunía las medicinas que debería
llevar a San Gil, al final de la barbacana, a la
mañana siguiente, para asegurarse de que el
hospital tuviera suficientes provisiones durante los festejos, Cadfael no pensó en ella ni en
ninguno de los moradores de la hospedería, ya
que ninguno había tenido ocasión todavía de
solicitar sus servicios.
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S
eñor:
No es la hostilidad ni la indiferencia
a sus propuestas lo que explica un retraso tan largo en mi respuesta a su carta de 30 de
agosto de 1.993. Mi abogado me ha disuadido de que le escribiera mientras la instruccón
estuviese en curso. Como acaba de concluir,
tengo el ánimo más disponible y las ideas más
claras (después de tres peritajes psiquiátricos
y 250 horas de interrogatorio) para dar una
continuación posible a sus proyectos. Otra
circunstancia fortuita me ha influido en gran
manera: acabo de leer su último libro, Una semana en la nieve, y me ha gustado mucho.
Si sigue deseando conocerme, con una
voluntad común de comprensión de esta tragedia que para mí posee una actualidad cotidiana, tendría que enviar una solicitud de permiso de visita dirigida al fiscal de la República,
acompañada de dos fotos y de una fotocopia
del carné de identidad.
L
a Antología del aficionado a los libros
salió del embalaje con su encuadernación de piel con estampaciones en oro
y sus cantos dorados: es, sin lugar a dudas, el
libro más hermoso que poseo, incluida mi primera edición de Newman. Parece tan nuevo
y tan flamante como si nadie lo hubiera hojeado nunca, pero alguien lo ha leído: se abre
espontáneamente por sus pasajes más bellos, y
el fantasma de su anterior propietario me señala párrafos que jamás he leído antes. Como
la descripción que hace Tristam Shandy de la
notable biblioteca de su padre, que “contenía
todos los libros y tratados escritos sobre el tema
de las grandes narices”. (¡Frank! ¡Consígueme
un Tristam Shandy!).
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a fabricación de los colores me compensaba de todos los problemas que tenía
para ocultar lo que estaba haciendo.
Me llegó a encantar moler las cosas que traía
de la botica - los huesos para el carboncillo, el
albayalde, la rubia, el masicote- y ver los colores tan brillantes y puros que se conseguían.
Aprendí que cuanto más finos moliera los materiales, más intenso era el color. De ser unos
granos ásperos y apagados, la rubia se convertía en un fino polvillo de un rojo brillante y,
mezclado con aceite de linaza, en una pintura
resplandeciente. Había algo mágico en su fabricación así como en la de los otros colores.
espués de que hubieran desaparecido
los otros niños, ella siguió en su pupitre, tranquila y pensativa. Sabía que tenía que contarle a alguien lo que había sucedido
con el vaso. No podía guardar para sí un secreto
importante como ése. Lo que necesitaba era sólo
una persona, un adulto inteligente y comprensivo que le ayudara a entender el significado de ese
extraordinario suceso.
Ni su madre ni su padre le servían. En el caso
de que se creyeran su historia, lo cual resultaba dudoso que ocurriera, era casi seguro que no
acertarían a comprender el suceso tan asombroso que había tenido lugar en la clase esa tarde.
Sin dudarlo, decidió que la única persona en la
que le gustaría confiar era la señorita Honey.
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u salvador dijo llamarse Ulan y era uno
de los cazadores de la caravana, formada por comerciantes chinos y mongoles
en viaje desde el Celeste Imperio hasta Rusia.
Tansportaban diversas mercancías, pero sobre
todo té. Y fue precisamente té hirviente lo primero que les ofrecieron para reconfortarles, en
voluminosos cuencos de barro. Aunque no era
la bebida predilecta de los muchachos, su cálido aroma les resultó delicioso y ni siquiera les
disuadió de probarlo encontrar grandes trozos
de manteca rancia que se fundían en su superficie dejando un rastro amarillento. Después de
quemarse los labios con unos cuantos tragos,
se sintieron mucho mejor y casi amodorrados
por el calor tan próximo de las hogueras y el
peso confortable de las mantas.
S
u pecho comenzó a jadear con precipitación. La lengua se le salió por completo de la boca. Sus pupilas, girando, se
apagaban como luces que se extinguen, y se la
hubiera creído muerta a no ser por la espantosa aceleración de sus costados, sacudidos por
un hálito furioso, como si el alma se debatiera
a saltos por escaparse. Felicidad se arrodilló
ante el crucifijo, y hasta el mismo boticario
dobló, un poco las rodillas, mientras Canivet
miraba vagamente hacia la plaza. Bourmisien
comenzó a orar de nuevo, inclinando el rostro
sobre el borde de la cama y arrastrando su larga sotana negra por el suelo.
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U
n nuevo temor cayó sobre ellos. Oyeron cantos y gritos roncos. Al principio parecían lejanos, pero se acercaban hacia ellos. A los tres les asaltó la idea
de que las Alas Negras los habían descubierto
y habían enviado hombres armados a capturarlos; nada era nunca demasiado rápido para
aquellos terribles servidores de Sauron. Se
acurrucaron, escuchando. Las voces y el ruido
metálico de las armas se oían ahora muy cerca.
Frodo y Sam desenvainaron las pequeñas espadas. Huir era imposible.
a mañana en que llegamos, cuando subíamos entre las montañas, todavía era
visible, en ciertas vueltas del camino, a
no más de diez millas de distancia, y quizás
a menos, el mar. Nuestro viaje había estado
lleno de sorpresas, porque de golpe nos encontrábamos en una especie de terraza elevada a cuyo pie se veían golfos de una belleza
extraordinaria, y poco después nos metíamos
en gargantas muy profundas, donde las montañas se erguían tan cerca unas de otras que
desde ninguna era posible divisar el espectáculo lejano de la costa, mientras que a duras
penas el sol lograba llegar hasta el fondo de los
valles. Nunca como en aquella parte de Italia
había visto una compenetración tan íntima y
tan inmediata de mar y montañas, de litorales
y paisajes alpinos, y en el viento que silbaba
en las gargantas podía escucharse la alternante
pugna entre los bálsamos marinos y el gélido
soplo rupestre.
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M
-V
ira -le dije-, las personas que guardan secretos durante mucho tiempo
no siempre lo hacen por vergüenza
o para protegerse a sí mismas, a veces es para
proteger a otros, o para conservar amistades,
o amores, o matrimonios, para hacer la vida
más tolerable a sus hijos o para restarles un
miedo, ya se suelen tener bastantes. Puede que
simplemente no quieran incorporar al mundo
la relación de un hecho que ojalá no hubiera ocurrido. No contarlo es borrarlo un poco,
olvidarlo un poco, negarlo, no contar su historia puede ser un pequeño favor que hacen
al mundo. Hay que respetar eso. Tal vez tú no
querrías saberlo todo de mí, tal vez no querrás
con el paso del tiempo, más adelante, ni que
yo lo sepa todo de ti. No querrías que lo supiera todo sobre nosotros un hijo nuestro. Sobre
nosotros por separado, por ejemplo, antes de
conocernos. Ni siquiera nosotros lo sabemos
todo sobre nosotros, ni por separado antes ni
juntos ahora.
ivimos tiempos oscuros, Ulrico. El
saber está disperso y fragmentado,
y la superstición y la ignorancia
reinan por doquier. En la antigüedad hubo
florecientes comunidades de sabios, como las
de Atenas y la Magna Grecia, y grandes bibliotecas como la de Alejandría. Pero ahora es
difícil ver un solo libro...
Si no fuera por nosotras, las brujas, y por
los pacientes monjes que se dedican a copiar
en la paz de los monasterios los textos de la
antigüedad, acabaríamos hundiéndonos en la
barbarie, si es que no lo hemos hecho ya...Busca la amistad de los libros, Ulrico. Ellos serán
tu escoba voladora, tu alfombra mágica. Con
ellos viajarás a través de los sueños, las conquistas y las esperanzas de la humanidad...Y
ahora vete de una vez, pequeñajo; tienes mucho que hacer y yo también...
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Ilustración de Javier Serrano
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CR-230-2006
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