P1 Un ciudadano de a pie

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CONGRESO INTERNACIONAL SOSTENIBILIDAD TERRITORIAL
Y CIUDAD INCLUSIVA
UN CIUDADANO… DE A PIE.
Marcos Velásquez1
No nos vendamos simulacros.
El 10 de Junio de 2011, Juan Manuel Santos, en el acto sancionatorio de la Ley 1448,
conocida hoy como la Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras, en su calidad de
Presidente de Colombia, de modo exultante –por el tono en que hiló las palabras de su
discurso-, dijo al respecto: <<al fin nos miramos y nos reconocemos sin caretas, sin
eufemismos, sin falsas consolaciones. … Porque asumimos nuestra responsabilidad como
sociedad>>.
Cuando un sujeto habla, se habla (Kristeve, 1988), en ese sentido, y si él fue quien escribió
su discurso, no sé en quién pensaba al decir, por un lado, que “al fin nos miramos y
reconocemos sin caretas”, y por el otro, por qué involucró a la sociedad diciendo que
“asumimos nuestra responsabilidad”, como si los colombianos no hubiéramos pagado con
nuestra fragilidad ciudadana, los oprobios de nuestros gobernantes de turno.
Con ésta Ley, continua Santos (2011) en su discurso: <<es la oportunidad para que todos se
vinculen a este magno proyecto de justicia transicional enfocado en la reparación
económica y moral de las víctimas dado que, cuando pusimos en marcha el proceso de
justicia y paz que logró la desmovilización de los grupos de autodefensa y procuró –por
primera vez en el mundo– la aplicación de los principios de justicia, verdad y reparación en
un conflicto que no había terminado>>, planteó con esas palabras que, con la nueva ley se
dará el cierre a una dinámica de violencia al interior del Estado.
Encontrando eco para ello, en lo que Arturo Mujica (2011), abogado de la Comisión
Colombiana de Juristas, esbozó al respecto: <<Es reconocer que el paramilitarismo, la
guerrilla y el propio Estado producen víctimas. Esta sería la primera vez que se hace un
reconocimiento político, pues acá hasta ahora los gobiernos han tenido posiciones
ambiguas>>.
El Presidente, proclamaba entonces su foco de trabajo, el cual, por la lógica de su discurso,
ya tenía como artificio una necesidad de reelección: <<Nuestro objetivo más ambicioso es
lograr, en un horizonte de 10 años, una reparación integral para todas las víctimas del
conflicto>> (Santos, 2011); dado que, en lo que le quedaba de tiempo, a lo sumo, sólo
podía poner en marcha la Ley 1448.
Juan Manuel Santos, con ésta Ley, hace ruptura abierta con la política de “Seguridad
Democrática” trazada por el gobierno de Álvaro Uribe, quien lo eligió para que continuara
ondeando esa bandera.
Al promulgar la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, da a conocer al mundo que:
<<Hace rato hay conflicto armado en este país>> (Santos citado por Elespectador.com,
1
Magister en Comunicación, Docente Investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas UPB Montería.
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2011), y no una amenaza terrorista (Elespectador.com, 2011) como lo proclama Uribe.
Elemento crucial para dar reconocimiento a las víctimas y poder entrar a reparar las
<<infracciones al Derecho Internacional Humanitario o las violaciones graves y
manifiestas a las normas internacionales de Derechos Humanos, ocurridas con ocasión del
conflicto armado interno>> (Ley 1448, Artículo 3: Gómez, 2013). (El subrayado es de éste
artículo).
Aquí la ruptura. Luego, con el inicio de los diálogos o negociaciones de paz con la
guerrilla de las FARC, el 18 de octubre de 2012 (Caracol.com, 2015), con el objetivo de un
“acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y
duradera" en Colombia, se ubica en las antípodas del gobierno que lo eligió, para continuar
con sus políticas.
Estimo que en la lógica del discurso, es imposible separar al sujeto de sus actos.
El sujeto atravesado por el lenguaje, al hablar pone en marcha la extimidad (Miller, 2011)
de su deseo. Lo más profundo, intimo, es a la vez lo más externo. Aquí, lo particular de
Santos es que para lograr su política, desconoce el pacto hecho con quién lo hizo elegir.
Quien defiende a las víctimas, ¿actuó con caretas, eufemismos y falsas consolaciones, para
poder “mirarnos” y “reconocernos”? (Santos, 2011), como él dijo en el discurso citado.
Resalto ésta coyuntura, no para asumir una posición por uno u otro presidente, sino para
poder indagar sobre lo que nos espera como ciudadanos, en lo que se ha nombrado como
posconflicto, luego de que el Presidente -quien personifica el significante Estado
(Hauriou,1980), en tanto máximo representante de <<la conciencia de un pueblo>>, tal
como Hegel lo razona-, hace su puesta en escena.
En éste orden de ideas, en términos de los gobernantes de turno, cada uno con su “aporte a
la solución del problema”, no se ha percatado de que con su “solución”, está engendrando
una nueva infamia.
Por un lado, está el inocultable hecho de apalancamiento circunstancial, para lograr fines
personales, lo que quedó a cielo abierto, por parte del Presidente Santos. La consecuencia
de ello, es la polarización de la solución de un problema social, sacándola de su esencia,
para arrastrarla al terreno de los intereses personales.
Por el otro, la posición narcínica de la admiración excesiva y exagerada que siente una
persona por sí misma, y la actitud de la persona que miente con descaro y defiende de
forma deshonesta algo que merece desaprobación (Soler, 2000), de cada uno de ellos,
quienes se erigen como la solución al problema social, cuando lo que develan los actos es
que la han usada como medio y no como fin en sí misma.
La víctima, el ciudadano, o el estatuto de la infamia.
Con la Ley 1448 de 2011 se plantea el estatuto de víctima en Colombia como <<aquellas
personas que individual o colectivamente hayan sufrido un daño por hechos ocurridos a
partir del 1º de enero de 1985, como consecuencia de infracciones al Derecho Internacional
Humanitario o de violaciones graves y manifiestas a las normas internacionales de
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Derechos Humanos, ocurridas con ocasión del conflicto armado interno>> (Ley 1448,
Artículo 3: Gómez, 2013).
El artículo citado expone según los efectos civiles, la cobertura que reconoce a las víctimas,
al igual que en su Parágrafo 4º, plantea que: <<Las personas que hayan sido víctimas por
hechos ocurridos antes del 1º de enero de 1985 tienen derecho a la verdad, medidas de
reparación simbólica y a las garantías de no repetición previstas en la presente ley, como
parte del conglomerado social y sin necesidad de que sean individualizadas>> (Ley 1448:
Gómez, 2013).
Así las cosas, la ley osa en el reconocimiento de la víctima como en la delimitación de
quienes fueron dañados, más de modo material, que física y, o moralmente. Tratando de
dar cobertura simbólica y garantías de no repetición, a toda la sociedad colombiana.
A mi modo de leer el fenómeno social que inaugura ésta Ley, se logró poner un límite al
desenfreno de barbarie en el que nos encontrábamos.
Veníamos de una lucha entre el Estado y la insurgencia que le apostaba al reverso
ideológico del capitalismo. Efecto del acuerdo negociado en el Frente Nacional en 1958
(Paredes y Díaz, 2007), para poner límite a la denominada época de la Violencia
bipartidista. Se cimienta con ello, las guerrillas en Colombia.
El legado de dicho acuerdo con el tiempo, fue la lucha sin cuartel del Estado y el
paramilitarismo, contra unas guerrillas que, para sostenerse en la guerra, entraron en la
lógica del capitalismo canalla (el narcotráfico: nadie es responsable de nada y cada quién
está defendiendo sus intereses personales), bajo la premisa, en sus inicios, de que el Estado
no alcanza a cubrir la defensa de los intereses ni del ciudadano, ni de las empresas: cada
quien tiene que ejercer su autodefensa (Value, 1997).
Para poner coto a esa nueva barbarie, entra en escena la Ley de Justicia y Paz de 2005, con
el objeto de que los paramilitares no continuaran en sus prácticas asesinas y
narcotraficantes, pero al entregarse los cabecillas, surgen como consecuencia de “dicho
final” las BACRIM (Suárez).
Hoy la Ley 1448 plantea un nuevo final, en el que <<no sólo estamos hablando de paz.
¡Estamos construyendo las condiciones para la paz!>> (Santos, 2011).
Sin embargo, cada marco legal que se decreta, si bien circunscribe las particularidades de
un problema y propone una solución, también engendra los rezagos de quienes se resisten a
la normatividad y a la convivencia ciudadana, al igual que la exclusión de los ciudadanos
que no están dentro de la delimitación de la ley, sin percatarse los juristas y el Estado, que
desconoce en ellos su calidad de ciudadanos, dado que a pesar de la sinuosa realidad de
violencia, el ciudadano también tiene que ser protegido por el Estado frente a los abusos,
por citar un solo ejemplo, de empresas prestadoras de servicios.
No es ajeno a la sabiduría popular que el Estado colombiano ha logrado sostener sus
prácticas de poder a partir del caudillismo, el nepotismo y el gamonalismo. En una palabra,
gracias al paternalismo político.
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Cuando <<el paternalismo es el mayor despotismo imaginable, porque considera a los
demás como niños menores de edad, incapaces de distinguir lo que les es verdaderamente
beneficioso o perjudicial, y los obliga a comportarse de manera meramente pasiva,
augurando sin más del juicio del jefe de Estado cómo deban ser felices>> (Kant, citado por
Arango, 1998: 26).
Así las cosas, los gobiernos en Colombia nunca se han preocupado por la construcción de
una madurez política en la sociedad, porque se les derrumba su andamiaje electoral y su
hegemonía de poder.
Por el contrario, con sus actos han sostenido un andamiaje burocrático en el que la
corrupción, el anquilosamiento y la imposibilidad de dar respuesta efectiva a las
necesidades del ciudadano, son la consecuencia del funcionario público que vela por sus
intereses, más no por sus funciones.
Un ciudadano es quien pertenece a una colectividad, la del Estado. Ello le da una suma de
derechos y obligaciones políticas. Incluso, adquiere unas características, para poder ser
reconocido como ciudadano, y dichas características, las debe acompañar de actitudes y
comportamientos (Lizcano, 2012) que den cuenta de la identificación de él con su ciudad, o
su Estado.
Frente al respeto a la ley (y las leyes que encuadran la convivencia), ha de asumirla como
<<una acción que es buena por sí misma, que es en sí misma un fin, tiene de por sí un valor
moral y es además conforme con la exigencia de necesidad propia de la razón; por lo tanto,
es esa la acción que se manda y que es obligatoria. De éste modo, uno no está obligado a
hacer cualquier cosa, a actuar en conformidad con una voluntad particular; uno está
obligado a actuar en conformidad con una voluntad general que está expresada en la ley,
cuya forma es universal>> (Arango, 1998: 25-25).
Sin embargo, en nuestro Estado, empezando por quien lo representa como máximo
significante (el Presidente), la identificación del ciudadano como sujeto del deber cívico
(Lizcano, 2012), es exigua y egoísta (cabe decir, es la “ley del embudo”).
Es una posición en la que no se da un discernimiento en relación a lo que es bueno en su
fin, y lo que perjudica al proceso natural, lo que abre la puerta a pensar que se es un “buen
ciudadano” porque: se cumple con su deber, obedece órdenes y obedece la ley, llegando sin
notarlo a la banalidad del mal (Arendt, 2003), tal y como lo demostró Eichmann en
Jerusalén.
El conjunto de significantes propios de una ciudad que marcan al sujeto que la habita, sin
importar si ésta es concreta o virtual, dado que por los efectos del lenguaje, ambas son
reales, dan cuenta del discurso urbano.
Dicho discurso, que es el que anuda el lazo social, ha de estar a la altura del aporte del
ciudadano a los intereses de la colectividad, como al desarrollo personal. Pero como he
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mostrado en éste escrito, en el Estado colombiano, del Presidente hacia abajo, se hace todo
pensando más en sí mismo, que en la construcción del lazo social.
Si bien la Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras entra a dar respuesta a lo sucedido en
el campo colombiano a partir del 1º de enero de 1985, ello nos ha llevado a un imaginario
en el que, lo más importante para el país sea la violencia en el campo, como si ésta no fuera
<<un síntoma de males sociales profundos, tales como la injusticia, la pobreza, la mala
distribución de las riquezas, la ignorancia o el fanatismo>> (Abad, 2014: 72).
Paradójicamente, la Ley 1448, quien introduce el significante víctima al ciudadano
colombiano, pensada para dar respuesta a las demandas de lo sucedido en el campo por las
atrocidades de los violentos, ha rasgado el velo de la verdad y nos está mostrando que el
posconflicto en Colombia se desarrollará en la morfología urbana2, ya que el significante
víctima, si bien reconoce a quien ha sido devastado por el conflicto armado, termina de
instaurar en el imaginario colectivo que, el ciudadano es el despojo del problema social.
A lo sumo, el nuevo estatuto le deja en lo real, al ciudadano de a pie, en lo referente al
hecho de que <<¡Estamos construyendo las condiciones para la paz!>> (Santos, 2011), la
esperanza de que en el marco de justicia transicional, cuando nos hablen de las garantías de
no repetición, digamos con Tôge: <<Devuélveme la paz, una paz que no se pueda romper
mientras exista la sociedad de los humanos y la vida humana>>.
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de
Junio
de
2015
2
Por efectos de tiempo y espacio no puedo profundizar en éste aspecto. Sin embargo, es un tema en
desarrollo dentro de mi trabajo de investigación sobre víctimas y victimarios a nivel periodístico, como
académico, en mi línea de trabajo de investigación: lazo social, periodismo y estilos de pensar.
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