CUENTO: “LAS RIENDAS DEL TIEMPO”

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CUENTO:
“LAS RIENDAS DEL TIEMPO”
La Casa de los Registros Akáshicos®, de Susana M. Franz. Todos los derechos reservados.
Las riendas del tiempo
En la rama este del árbol más austral del último país al sur del continente vivía un pájaro que
reproducía con sus alas extendidas los colores del arco iris.
Solía cantar desde el amanecer hasta la puesta del sol sin detenerse para respirar o descansar ni un
minuto. En ciertas horas, los sonidos de su garganta se expresaban con los mismos ecos y
vibraciones que los troncos de árboles gigantes golpeados rítmicamente en las selvas amazónicas.
En otras, sostenía en el aire prolongados acordes semejantes al movimiento velocísimo e
imperceptible de las alas de un colibrí. Por instantes su cantar se confundía con las escalas sonoras
en las arpas de grandes teatros sinfónicos escuchadas por públicos entusiastas. Otros días su voz
simulaba la fricción de un arco de violín cuando el instrumento intenta imitar el batir de las alas en el
vuelo de un ave.
Había tiempos en que se expresaba como las voces de las madres entonando canciones de cuna.
En otros, eran himnos victoriosos en los coros triunfales de las catedrales.
Los cuervos se detenían y callaban para escucharlo, y las ranas ponían gran atención intentando
comprender lo que decía para acompañarlo.
Sólo un hombre en el mundo, navegando en su velero solitario, perdido entre dos bloques de hielo,
había llegado a escuchar al animal improbable. Cuando lo oyó por primera vez, tripulando su nave,
creyó estar equivocado, porque el canto resonaba como los redobles de tambores en los desfiles
militares durante festejos de uniformes de asombrosos colores.
El extraño se miró las manos solitarias pensando que había equivocado la ruta. Se tapó con ellas los
oídos creyendo pasar por los arrecifes de Ulises, y sospechó que ya había atravesado antes esa
etapa de la vida donde todo es fantástico.
Sin poder regresar para volver a escuchar el canto y confirmar sus sentidos, porque la corriente lo
llevaba, el navegante fue despedido por el pájaro con el grito agudo y estruendoso de un niño
advirtiendo a los vecinos que hay un incendio cercano.
La nave continuó su travesía hasta arribar a la primera población del extremo sur del continente. El
viajero aprovechó para bajar por provisiones y preguntar si alguien había visto o tenía referencias
acerca del ave maravillosa. Todos decían que no. Ni el intendente, ni el policía, ni el cura, ni el
maestro sabían que hubiera algún pájaro viviendo en los confines.
Sólo un niño contó que sentía su existencia porque, cuando se dormía por las noches, dejaba de
escuchar el canto y tenía la sensación de que una mano muy suave cerraba un párpado sobre su
corazón infantil.
El muchachito podía captar también el vuelo de las aves en el cielo, y sentir que volaba con ellas.
Era capaz de pasar horas oyendo la caída de las aguas de una catarata en un continente lejano.
Los relatos del pequeño referían noches sin dormir escuchando los gorjeos del ave austral,
levantarse de la cama en la oscuridad, y sólo alumbrado por la luz de una vela, intentar reproducir el
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Las riendas del tiempo
lejano pulsar sonoro presionando el inmenso teclado con sus diminutas manos. Durante el silencio
del sueño familiar, él respondía al ave desde los martillos del piano. El puente era imperceptible, y
nadie lo conocía salvo los dos dialogantes.
El hombre había escuchado suficiente, y decidió escribir en el relato de su viaje todas las
informaciones sobre lo vivido por experiencia propia y lo recabado del niño acerca del pájaro. Más
escribía, más volvía su mente a recordar el animal prodigioso. Llegaron simultáneamente la
conclusión del relato y el fin del recorrido por los mares. Ya en su tierra, en un acto inspirado contrató
a un periodista para que publicara sus aventuras e hiciera conocer las principales experiencias de
su recorrido insólito entre océanos y soledades. La crónica era agradable a simple vista, pero el
descubrimiento del pájaro conmocionó a la sociedad de los siete continentes.
El aventurero recibió cartas, telegramas, correos, invitaciones a radios y revistas. Todos preguntaban
por el admirable pájaro. Anotaban las coordenadas del lugar, las señas reconocibles del paraje.
Cada uno deseaba confirmar su existencia, escucharlo, atravesar la experiencia.
Turistas llegaban de todos lados por más información. Se organizaron contingentes, expediciones,
ornitólogos, guías de turismo, y padres desesperados interesados en conocer y enseñar a sus hijos
este prodigio antes que nadie.
Viajaron multitudes en cadenas de naves, presas de la imagen. Sin dificultad alguna llegaron de a
millares para conocer al pequeño cantor. Desembarcaron ordenados. En silencio atento caminaron
hasta el último árbol.
¡OH!, admiraron el sonido y el color exultantes. ¡Bien había valido invertir una pequeña fortuna para
concretar la travesía!
Pero antes de que llegara a transcurrir un minuto de contemplación, antes de que pudieran sacar de
sus bolsillos las cámaras de fotos, o alcanzaran a grabar un trino, el poder del pájaro aturdió los
oídos e hizo levantar en vuelo a todos los seres con alas en cien kilómetros a la redonda. Los
humanos desviaron su atención hacia el entorno intentando captar el fenómeno. Y cuando volvieron
a concentrar su ojo en el gran protagonista, sus mentes quedaron en blanco con el mismo estupor
que siente Adán en el paraíso cuando por primera vez tiene conciencia del tiempo porque reconoce
que su vida se organiza con un antes y un después de ese momento.
En este instante comienza el trajín de esta historia: mirarse unos a otros, preguntarse para qué están
allí, por qué están vestidos con esos trajes, y cómo harán para volver a sus hogares, sabiendo que
han sido los únicos responsables de haberlos hecho llegar a ese precioso, lejano, e inhóspito lugar.
Comprobaron que la totalidad de los relojes se había detenido, y que ya tampoco
podían escuchar la fricción de las estrellas en su paso por el gran espacio. También, como para
Adán, comenzó para ellos el instante que divide el tiempo.
Se miraron y sonrieron, felices de ser tantos y de estar poblando un paraje inhóspito, quieto y
helado, sin calles ni viviendas, con la misma cantidad de gente que se hubiera necesitado para llenar
una gran ciudad. Conversaron entre sí preguntándose mutuamente qué motivos habían tenido para
viajar, con la esperanza de entender los propios. Buscaban recordar cuánto habían deseado llegar
allí, y con qué propósito.
Se intercambiaron tarjetas, números de teléfonos, e hicieron nuevas amistades. Hubo quienes
organizaron regresar en diferentes barcos para continuar conversando acerca de los insólitos y
apurados preparativos para llegar hasta el último árbol del mundo. Pensaron que era descabellado
estar tantos miles de personas juntas sobre un país de hielo, cuya única atracción parecía ser
contemplar de pie las estrellas cuando se agolpaban hacia el este.
Cualquiera hubiera podido darse cuenta de que el tiempo pasaba, pero de común acuerdo
decidieron esperar que transcurriera la tercera noche antes de partir.
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Las riendas del tiempo
En esos tres días algunos optaron por jugar con la nieve, otros tallar esculturas de hielo.
Unos grupos se dispusieron a pescar con hilos en lugares posibles a través de hoyos en la corteza
del suelo. No faltaron quienes, más pragmáticos, se ocuparon de organizar comidas, bolsas de
dormir y las condiciones sanitarias, sabiendo que no tenían recursos previstos para más que ese
lapso.
Los más osados decidieron explorar, y se diseminaron hacia los cinco puntos cardinales organizados
en equipos de cinco, diez, o de veinte personas. Querían buscar pistas de alguna civilización, o de
algo interesante que hacer o relatar. Pero no hubo hallazgo. Justo antes de la tercera noche
volvieron todos los contingentes con la misma expresión: no habían encontrado rastro de ser vivo en
cientos de kilómetros.
En la última noche despejaron un vasto espacio hasta dejarlo sin nieve. Buscaron todas las ramas
caídas de los árboles del monte del confín de la tierra, y encendieron una gran fogata con el
propósito de hacerse visibles para todo ojo imaginable.
El ave, que se había mantenido cantando silenciosamente durante los días de visita, esa noche
elevó su voz y cantó más fuerte que nunca. Los sonidos que brotaban de su garganta hacían
taparse los oídos con las manos, los gorros y las bufandas. Los estruendos maravillosos perseguían
los tímpanos. Las personas se alejaban para amortiguar el aturdimiento. Cada turista reclamaba el
silencio tan merecido en aquellos parajes apartados de las poderosas máquinas de las ciudades.
Buscando alejarse, cada uno temía perder a alguien en la oscuridad de la noche. Pero ninguno
obedecía a la razón sino a un instinto auditivo de supervivencia. Nadie les había advertido que
tantas horas continuas escuchando los sonidos de la naturaleza les iba a provocar el deseo de
anestesiar nuevamente su sensibilidad con los ruidos de la civilización, el tránsito, y las casas.
Apenas llegada la luz tenue de la mañana, todos embarcaron como pudieron, dejando el lugar limpio
y solitario como siempre había estado.
Pasadas algunas millas de navegación, continuaba perseverante en sus oídos el fragor estruendoso
proveniente de los últimos árboles, pero muy pronto habían olvidado por qué habían quedado
aturdidos. En los barcos sólo se conversaba acerca de los oídos y de los sonidos extraños que
guardaban en su interior escuchándolos día y noche, donde fuera que estuvieran.
Tras semanas de travesía llegaron las naves a sus respectivos continentes. Cada puerto recibió a los
que había despedido, menos uno, porque una embarcación se había extraviado durante una noche
de niebla, y nadie conocía su derrotero.
Sólo un niño adolescente pudo referir que antes de que perdieran definitivamente todo contacto con
ese barco, había escuchado a un hombre gritar que un ave volaba sobre ellos con las alas
extendidas formando un arco iris en la noche, y que lo miraba intensamente.
Toda la tripulación creyó que el pasajero desvariaba, sufría alucinaciones, o tenía fiebre. Se habían
apresurado a sedarlo y dejarlo en su camarote. Pero después de eso, la nave se perdió
definitivamente.
Desde entonces, los escasos navegantes que se arriman a esas lejanas costas del extremo sur oyen
voces humanas pronunciando sonidos inexpresables, pero jamás se ha visto allí a nadie.
Sincrónicamente, en los pueblos y ciudades, aquellos que viajaron en esa única oportunidad siguen
escuchando en sus cabezas sonidos que no comprenden, aunque los más atentos admiten que les
enseñan maravillosas consignas de un mundo que no conocen.
Estoy seguro de que si nadie escribe la memoria del viaje, al poco tiempo también olvidarán que han
conocido el lugar más inhóspito del planeta, y que guardan en su mente la imagen y las voces de la
prodigiosa ave.
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