Fragmentos de una educación finlandesa

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ENFOQUE
Fragmentos de una educación finlandesa
Finlandia, Finlandia, Finlandia. Cada vez que se discute sobre el estado de la educación
en el mundo, Finlandia aparece como una sombra luminosa en la que habría que
inspirarse. El modelo, extraordinario por sus condiciones objetivas pero también por su
amplitud y eficacia, desvela tanto a los latinoamericanos como a los propios europeos,
especialmente a los españoles, quienes tienen uno de los estándares de rendimiento
educativo más bajos de la Unión Europea.
Pero cuando estas referencias aparecen, son tomadas –casi siempre- en la frontera que
divide la vida del sueño. La realidad social de cualquier país y sus ilusiones utópicas no se
llevan bien. Es más lógico –y menos penoso- analizar la situación mediante referencias
comparadas. Si se piensa que el sistema escolar de la Provincia de Buenos Aires tiene
una matrícula que supera los 4,5 millones de alumnos y Finlandia tiene sólo seis millones
de habitantes en todo su territorio (su matrícula escolar es de menos de 600 mil alumnos),
el deseo de pensar que Argentina –o Brasil, o México- podría obtener los resultados que
Finlandia obtiene en las evaluaciones del PISA (Proyecto Internacional para la Producción
de Indicadores de Resultados Educativos de los Alumnos) es más bien una incursión a un
estado de delirio o arrogancia.
Si Finlandia ha llegado a los resultados con los que hoy se florea en la comunidad
educativa internacional no fue, por supuesto, por la mera formulación de un deseo. Fue
por la fuerza conjunta de un diseño de la educación como fuerza estratégica del Estado,
inteligencia política, tenacidad y paciencia para esperar los resultados deseados en el
curso del tiempo. No vemos que esté presente allí la idea de hacer y deshacer
constantemente los propósitos cruciales del Estado –algo demasiado presente en
nuestras culturas-, sino más bien una idea antagónica: la de seguir un hilo de continuidad
racional, el único modo en que los fenómenos de la política pueden convertirse en
historia.
Según el Forum Económico Mundial, Finlandia era en 2003 el país con la economía más
competitiva del mundo. Las cosas no cambiaron mucho desde entonces. Su tasa de
natalidad es de 1,7 hijos por mujer, por encima del promedio de la Unión Europea, que es
de 1,4. Es el país de Europa con la mayor difusión de periódicos por habitante, 430 por
1.000 (Finlandia es un paraíso de traductores y editores de libros y revistas), una cifra
escalofriante para cualquier país de Sudamérica, aún para aquellos con buenos índices
de alfabetización. El Estado invierte un 5,8 por ciento de su PBI en educación, algo que
otros países también hacen pero con resultados mucho más modestos. Si se especula
acerca de la relación de los fineses con la experiencia de lectura, muy arraigada en todas
las capas sociales –cuyas diferencias, dicho sea de paso, no son abismales como en
América Latina-, podría decirse que esa tradición obedece al clima del país, brutal por sus
bajas temperaturas casi constantes pero favorable para desarrollar una cultura
introspectiva de interiores. Pero entonces, ¿por qué no sucede lo mismo en Islandia o
Dinamarca?
En ese marco de índices ejemplares y prosperidad social, resultados de una cultura de la
solidaridad y el anticipo de los problemas emergentes, la educación pública es un valor
colectivo que nadie discute. Los niños ingresan a la escuela básica a los siete años y
egresan a los 16. Las prestaciones de la enseñanza escolar en su primer nivel son
responsabilidad de los 450 municipios, encargados de impartir educación en cerca de 4
mil establecimientos primarios durante 190 días de clases y distribuir útiles y textos a
todos los alumnos, quienes además almuerzan gratuitamente en sus aulas y son
trasladados sin cargo si sus hogares se encuentran a más de cinco kilómetros de donde
deben concurrir. Esa gratuidad en la enseñanza no se detiene en la primera fase del
proceso educativo: incluye los cursos superiores y llega hasta el doctorado universitario.
Luego de la escuela básica, los alumnos deben elegir entre continuar una línea de
bachillerato –que puede cursarse como se quiera en un lapso que va de los dos a los
cuatro años- o, en cambio, iniciar una formación profesional de las 75 que se ofrecen en
algún instituto o en centros de trabajo, mediante contratos de aprendizaje que se
establecen con el sector privado. Pero es tal vez en el bachillerato donde la educación en
Finlandia muestra una identidad vinculada de modo directo a contenidos y propósitos.
Porque sobre el final del curso se realiza una prueba simultánea en todo el país, que
comprende cuatro evaluaciones obligatorias: lengua materna (finlandés o sueco),
segundo idioma nacional (finlandés o sueco), idioma extranjero y matemática o ciencias.
De las cuatro pruebas que se exigen para la obtención del bachillerato, tres están
relacionadas con el lenguaje. En esa inclinación del sistema educativo por la lectura y el
uso diverso de la lengua se basa el elevado nivel de comprensión del alumnado. En
Finlandia, la lectura no es una frivolidad o un instrumento más del acceso al conocimiento:
es el corazón y el espíritu del sistema. Pero también es mucho más que eso: es su
materia.
A un maestro de educación básica en Finlandia se le exigen, como mínimo, seis años de
carrera universitaria. A cambio, obtiene un salario neto de entre 1,6 mil y 2,4 mil euros por
sus 37 horas de trabajo semanal, con la ventaja que el incentivo docente funciona por
grupos. Si la plantilla de maestros de una escuela cumple con su programa en forma
eficaz –como en 2004 fue el caso, entre otras, de la escuela Alppila de Helsinki- puede
obtener de la administración una compensación de 28 mil euros en concepto de premio
para el grupo. Pero el dinero extra no influye tanto a favor de los maestros como su
vocación, el prestigio social con que cuentan en su país y la relación fluida e
institucionalizada con la comunidad de padres, con quienes mantienen reuniones
periódicas en las que no sólo reportan los contenidos de la enseñanza, sino también –y
sobre todo- los métodos de su transmisión.
Pero si bien las encuestas refieren la satisfacción de los maestros de Finlandia con su
profesión, también señalan que el sistema, inmejorable para casi todo el mundo, podría
ser mejor. Allí también se presentan las dificultades históricas de la educación
sistemática: algunos alumnos se atrasan, otros ejercen violencia sobre sus compañeros y
se revelan dificultades de carácter social en los padres. Pero la escala en la que suceden
estos hechos, además de los recursos para resolverlos, se presta de un modo más
sencillo a las soluciones. Frente a esas dificultades, aparece una cooperación histórica
entre todos los niveles de la educación y un apoyo personalizado al alumno con
problemas de aprendizaje. Cuando un alumno del sistema educativo finlandés se atrasa
respecto de sus compañeros, la posición de la escuela es, de manera orgánica, esperarlo
en términos colectivos. Es decir que los compañeros son quienes se detienen a la vera
del camino a rescatar al rezagado. Pero si los problemas de integración en el conjunto
persisten, entonces la escuela apela a compensaciones cada vez más intensas,
incluyendo la contratación de un maestro particular –que paga el sistema- para reforzar el
conocimiento en aquellas áreas que se necesiten. No son gestos sueltos sino hechos que
podríamos considerar sociales o políticos, cuyo premio es tener una sociedad con casi un
25 por ciento de egresados universitarios.
También podríamos preguntarnos si el éxito del sistema educativo en Finlandia puede
separarse del hecho de que el 85 por ciento de su población sea luterana. Aún sin incurrir
en fanatismos, algo de la enseñanza de Lutero parece flotar en la sociedad como una
nube de influencia.
La idea luterana de ser siempre justos y penitentes ha introducido en el pueblo finlandés
una carga de responsabilidad que lleva muchos años soportándose, además de una
obsesión por cumplir correctamente con el deber. Pero el deber ejercido a rajatabla
también tiene sus contraprestaciones negativas. Muchos docentes sufren del síndrome
del maestro “quemado” y quedan fuera de circulación. A este síntoma moderno que
perjudica al sector hay que agregarle uno mucho más extendido y peligroso: la violencia
doméstica. Ya sabemos que el progreso, mientras va avanzando, no puede ocuparse de
todo.
Recuerdos de una estudiante finlandesa
Por Inka Kaakinen, Geógrafa de la Universidad de Helsinki.
Fue agosto de 1982. Había cumplido siete años, la edad en la cual se empieza la escuela
en Finlandia, y de repente sentí haber alcanzado una fase superior en mi existencia.
Podía subir en un colectivo sola y sabía bajar en la parada correcta, la de la escuela, sin
que nadie me ayudara o me cuidara. Tenía una nueva mochila roja, libros, unas pequeñas
tareas y, claro, un horario como tiene toda la gente grande. Había empezado la
escolaridad obligatoria de nueve años en una escuela gratis estatal (así son todas en
Finlandia).
Mi escuela era de pueblo, en Rajamäki, lo que hoy en día casi ha llegado a ser un barrio
dormitorio de la capital del país, Helsinki. Tenía unos 25 compañeros de clase, chicos y
chicas, y una maestra que me pareció casi una diosa. Para nosotros poseyó la Autoridad
y la Sabiduría Absoluta.
Los días fueron divididos en clases de tres cuartos de hora seguidos por un cuarto de
hora de recreo. Matemática, finés, biología, historia, geografía… pocas horas y pocas
materias en los primeros años, paulatinamente un surtido más amplio y más libertad para
escoger entre diferentes alternativas. A partir del tercer grado aprendimos idiomas:
primero inglés, luego sueco, después francés o alemán si uno quería.
En contrapartida de las materias más teóricas, teníamos clases de música, dibujo,
deportes, artes manuales y domésticas. Y una clase de drama una vez a la semana, los
viernes. Me encantó. Con mis amigas creamos un culebrón sumamente improvisado e
interminable antes que llegaran las telenovelas en el repertorio de los canales de
televisión finlandeses, o al menos antes que nosotras supiéramos nada de tal concepto de
entretenimiento popular. Creo que nos divertimos más que nuestros compañeros, los
espectadores que no tenían la opción de cambiar el canal.
Todo el mundo tenía sus preferencias, claro está, pero en una cosa estábamos de
acuerdo: lo mejor en la escuela era el recreo. Correr, jugar, esquiar en invierno o hacer
una pelea con bolas de nieve, todo lo que se podía llegar a hacer en 15 minutos. Otro
favorito era el almuerzo que nos ofrecían a mediodía.
Pronto se formaron las rutinas y los días se parecían tanto que no había cómo
distinguirlos si no hubiese sido por el cambio del menú del almuerzo. Por lo mismo
resaltaron tanto los eventos anormales, todo lo inesperado: las salidas esporádicas con la
clase al bosque o a un museo, las fiestas navideñas y de primavera en la escuela, o el día
en que a la maestra se le incendiaron los pantalones durante una clase de química.
En el séptimo grado entramos en la secundaria y nos convertimos en adolescentes. Los
maestros fueron perdiendo su posición como la autoridad incuestionable, los días se
prolongaron de cuatro o cinco a unas seis horas de clases diarias. Éramos inquietos,
inseguros, rebeldes bulliciosos o ausentes como los adolescentes en cualquier parte del
mundo, y la escuela pasó a segundo plano frente a los cambios internos que
atravesamos. Se empezó a dividir el grupo entre quienes querían seguir a estudiar el
bachillerato y quienes preferían las escuelas de formación profesional. Tenía mis metas
poco claras, pero sabía que quería llegar lejos. Geográficamente lejos. Soñaba con
países lejanos, tal como la Argentina…
De las cuatro pruebas que se exigen para la obtención del bachillerato, tres están
relacionadas con el lenguaje. En esa inclinación del sistema educativo por la lectura y el
uso diverso de la lengua se basa el elevado nivel de comprensión del alumnado finlandés.
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