Felixmarte de Hircania» de Melchor Ortega

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Mª del Rosario Aguilar Perdomo, Felixmarte de Hircania, de Melchor de Ortega
(1998)
INTRODUCCIÓN
EL FELIXMARTE DE HIRCANIA, escrito por el ubetense Melchor de Ortega, sale de las
prensas vallisoletanas de Francisco Fernández de Córdoba en 1556, una fecha en la que ya
el género caballeresco se había consolidado y enriquecido con variados motivos desde que
Garci Rodríguez de Montalvo, con su refundición del Amadís de Gaula, fijara un paradigma
narrativo casi cincuenta años atrás, que seguirían gran parte de los autores consagrados a la
literatura caballeresca. En efecto, para 1556, los libros de caballerías peninsulares habían
empezado a encaminarse por otros derroteros, como los desbrozados por Feliciano de
Silva con la introducción de elementos pastoriles, o por el Espejo de príncipes y caballeros y sus
continuaciones que otorgan un carácter más protagónico a la mujer y dan cabida a escenas
eróticas, así como los numerosos libros que insertan un rico corpus de composiciones
poéticas, como muestra del gusto por la mixtura genérica que tanto se explotaría, por
ejemplo, en el Florambel de Lucea, el Clarián de Landanís o el Florisel de Niquea. Sin embargo, el
Felixmarte de Hircania se mantiene particularmente fiel al paradigma amadisiano, tal como lo
haría posteriormente el autor del Policisne de Boecia publicado en 1602, cuando se creía ya
que las varaciones de la estructura del género, con las innovaciones aportadas por diversos
autores a lo largo del siglo, no podrían dar marcha atrás.
Además de destacarse en el libro el fuerte influjo del Amadís de Gaula, sobresalen
varios aspectos que merecen ser subrayados. Tal como ocurre con otros representantes de
la literatura caballeresca del siglo XVI, en el Felixmarte de Hircania se acogen diversos
procedimientos narrativos heredados de la literatura medieval y la narrativa artúrica,
sobresaliendo entre ellos la propensión entusiasta de su autor por el uso de la alternancia
para conseguir la variatio narrativa, así como el particular gusto que muestra por detallar los
escudos de los héroes del relato, particularmente los que portan los caballeros en eventos
bélicos de carácter lúdico y festivo, para mantener oculta su verdadera identidad. En efecto,
numerosos son los emblemas con sentido amoroso en los que se inscribe un lema o letra
que aclara lo figurado, produciéndose de esta manera una conjunción entre palabra e
imagen, entre letra y divisa, que recibe el nombre de empresa o invención, de tal manera
que se convierten en soportes de significaciones simbólicas que expresan los más
arraigados valores y sentimientos del caballero que las viste. De acuerdo con ello, los
caballeros participantes en las justas relacionadas con el amor y la belleza de las doncellas –
como los de carne y hueso– hacen de sus armas verdaderas invenciones caballerescas;
invenciones, que al decir de Francisco Rico, son uno de los más elocuentes lenguajes de la
pasión. Melchor de Ortega, entonces, abre las páginas de su libro de caballerías a breves
composiciones poéticas –letras de justadores– acompañadas de imágenes, con lo cual acoge
un aspecto que muestra la particular simbiosis que, a lo largo del siglo XVI, se produce entre
la vida y la literatura caballeresca, y que estaba hondamente vivo en las fiestas y justas
cortesanas. Así pues, durante la demanda sostenida por el Caballero del Don para defender
que él es el mayor y más leal de los amadores, vemos salir a un caballero «armado de unas
armas blancas que muy fuertes parecían, el yelmo traía puesto y el escudo embraçado, y una
gruessa lança en su mano, venía sin devisa, salvo escripta en el escudo una letra, que dezía:
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«Si la fortuna no es juez de la mayor afición, no temo contradición»» (II, xxxiv, 128v), y
cómo él a los principales héroes del relato que desean, mediante los emblemas de sus
escudos, dar a conocer el estado de sus amores.
A partir del Zifar y el Amadís de Gaula el género caballeresco desarrolló un particular
gusto por engarzar en el cuerpo del relato composiciones líricas de todo tipo, moda que
sería explotada intensamente por Feliciano de Silva en sus continuaciones amadisianas, por
los continuadores del Espejo de príncipes y caballeros, y por Jerónimo de Urrea en el Clarisel de
las Flores. Sumándose a esta tendencia, el Felixmarte incorpora una nao de amor que cumple
importantes funciones estructurales y narrativas: adornando el abrumador peso del discurso
indirecto del narrador, la composición lírica propicia un descanso en la narración y
condensa líricamente uno de los temas principales de la obra, los amores de Felixmarte y
Claribea; es así como, en cierto sentido, preludia su relación amorosa y los avatares a los
que se verán sometidos los amantes. De igual manera, la amorosa nao es particularmente
significativa en la trama sentimental, pues se convierte en motor del enamoramiento de la
princesa de Grecia cuando es entonada por el Doncel del Aventura, recreándose con ello el
rico motivo de la música que enciende el amor.
No obstante, no es éste el único motivo folclórico que se encuentra en el Felixmarte
de Hircania. En efecto, encuentros en las fuentes por causa del azar, animales tradicionales
que conducen a la aventura, como el ciervo y el centauro, amamantamientos por seres
extraordinarios como el de Felixmarte por una salvaje, la anagnórisis del héroe por una
marca, tal como Ulises fue reconocido a su regreso a Ítaca por una cicatriz, hacen parte del
rico repertorio de motivos que se recrean en sus páginas, al que se unen el tópico y típico
enamoramiento por la vista, o el enamoramiento de oídas, un motivo hondamente
arraigado en la literatura caballeresca hispánica desde que Esplandián y Leonorina se
amaron cuando escucharon mutuamente las maravillas y cualidades del otro, y se que
extendería hasta el Quijote, pues el Caballero de la Triste Figura confiesa a Sancho que
nunca ha visto a Dulcinea y que se ha enamorado de oídas por la fama de su hermosura y
discreción.
Su autor, Melchor de Ortega, era un hidalgo ubetense que se llamaba a sí mismo el
magnífico caballero. Ignoramos la fecha exacta de su nacimiento, pero sería probablemente
entre la primera y segunda década del siglo XVI. Habría vivido la mayor parte del tiempo en
su Úbeda natal, disfrutando de una condición privilegiada –que le fue ratificada por un
otorgamiento de hidalgía expedido por el comendador de Úbeda don Juan de Bazán el día
30 de mayo de 1549–, que le permitía hacer parte de un reducido grupo social que estaba
dedicado a la caballería, a la protección de la ciudad y a actividades militares, pues estaba
obligado por la Sentencia Arbitraria de Úbeda a mantener caballo y armas durante todo el
año; tenía inclinaciones por los estudios universitarios, y se caracterizaba por su orgullo y la
subestimación de los hidalgos no privilegiados y el resto de los habitantes de la ciudad.
Estos escogidos, aunque tenían posesiones en el medio rural, vivían en el casco urbano en
hermosos palacios, como ejemplifica el propio Cristóbal de Ortega, primo de nuestro autor
y conocido como El Caballerizo, propietario de la edificación que aún se conserva y se
conoce con el nombre de la Casa de los Salvajes, pues en su fachada aparecen tallados dos
hombres salvajes sosteniendo un escudo, y en la que nos gusta imaginar a Melchor Ortega
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contemplando esos seres velludos que incluyó, con ragos físicos similares, en su libro de
caballerías.
De su formación poco podemos afirmar. Sabemos sí que conocía al menos una de
las biografías de las Vidas Paralelas de Plutarco, la de Cimón y Lúculo. Nos permite
afirmarlo una mención que se encuentra en el texto mismo, tan pronto comienza el
capítulo primero, en la que Ortega hace descendientes del agorero Peripoltas a los héroes
de la historia, Flosarán y Felixmarte. El ubetense afirma que Peripoltas había conducido al
rey Ophelta desde Tesalia hasta la provincia de Boecia, continuando con el relato de las
hazañas realizadas por sus descendientes y su participación en las guerras contra los Medos
y los Galos. A causa de su extrema valentía, que los hace preferir la muerte a la deshonra,
solamente sobrevive un pequeño niño llamado Tronteo Peripoltas, el ascendiente del rey
Manisaldo, padre de Flosarán. Este rápido recuento coincide ampliamente con lo relatado
por Plutarco en el inicio de la biografía de Cimón y Lúculo, un texto que Ortega pudo
conocer, pues de la gran obra biográfica del filosófo griego circulaban en el siglo XVI una
versión completa en castellano realizada por Alfonso Fernández de Palencia publicada por
primera vez en Sevilla en 1491, y reeditada en la misma ciudad en 1508 y una traducción
aparecida en 1547, sin datos de autor, impresor ni lugar de impresión, de Las Vidas de dos
ilustres varones, Cimón Griego y Lucio Lúcullo Romano, precisamente la biografía de la que
Ortega toma el linaje de sus héroes; cuya traducción es atribuida por los estudiosos de la
obra e influencia de Plutarco en España a Francisco de Enzinas. Teniendo en cuenta lo
anterior, es probable entonces que Melchor de Ortega hubiese consultado ya la obra de
Palencia, ya la impresión independiente y solitaria de Cimón y Lúculo.
Acerca de Melchor de Ortega no es mucho más lo que con certeza se puede
consignar. No obstante, es evidente que, al igual que su relación con la obra de Plutarco,
tenía también algunos conocimientos geográficos, pues gran parte de las referencias
topográficas incluidas en el Felixmarte son precisas y corroborables, por ejemplo, en las
Etimologías de Isidoro de Sevilla, en la Suma de geografía de Enciso o en Libro de la propiedad de
las cosas de Bartholomeus Anglicus. Y así mismo, podemos conjeturar que debía ser un
buen lector del Amadís de Gaula o, al menos, tenía noticia de las aventuras más significativas
del libro, dada la presencia en el Felixmarte de varios episodios calcados de la refundición
del medinés Rodríguez del Montalvo.
Mª del Rosario Aguilar Perdomo
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