Las revoluciones de 1989 y la idea de Europa

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Las revoluciones de 1989 y
la idea de Europa
KRISHAN
KUMAR
«Las revoluciones de 1989 se
vieron acompañadas por una
serie de declaraciones
apocalípticas que declaraban
ver en las revoluciones no
simplemente un hecho de
trascendencia transnacional,
sino un simbolismo
cuasimetafísico.»
as revoluciones han tenido siempre, al menos desde el siglo
XVII, carácter internacional. Han expresado una serie de ideas
—imperio de la ley, tolerancia, justicia, libertad, igualdad—
que, cualquiera que fuese su forma y procedencia, han cruzado
las fronteras y se han convertido en propiedad de un conjunto de
naciones. Poco a poco han llegado a ser el legado del mundo
entero. Incluso cuando los participantes pensaban realmente que
estaban defendiendo cuestiones propias, que atañían exclusivamente a
su país, como en la guerra civil inglesa o en la guerra de la
Independencia americana, resultó del todo imposible frenar la fuerza
del ejemplo y la emulación. Las ideas de la guerra civil inglesa
sobrevivieron a la Restauración e inspiraron a los hombres de 1776 al
otro lado del Atlántico; la lucha de los americanos contra los ingleses
fue un ejemplo y un grito de unidad para los franceses en sus propios
conflictos de 1789. Fueron los franceses los que generalizaron su
revolución y convirtieron sus principios en los principios del resto del
mundo. Desde los tiempos de la Revolución francesa es posible, y
plausible, decir que la revolución en el mundo moderno tiene el carácter
de una guerra civil internacional. Los revolucionarios han apelado a
personas de otros países con ideas similares como posibles aliados; y los
contrarrevolucionarios han hecho lo mismo. Los ejércitos de numerosos
países han atravesa-
L
do las fronteras nacionales en busca de ideales revolucionarios y contrarrevolucionarios. Se han dado casos en los que un país, sin necesidad
de una intervención directa, sino simplemente mediante una demostración de apoyo o de desaprobación, ha influido decisivamente en
el desenlace de una revolución. En este sentido, la Revolución rusa de
1917 imprimió el carácter internacional que desde entonces han tenido
las revoluciones modernas.
No hay nada extraño, pues, en principio, en considerar a las revoluciones de 1989 en Europa central y del Este desde el punto de vista de su
significación internacional. De hecho, ni los participantes ni los observadores fueron capaces de pensar en ellas de otro modo. Las revoluciones
de 1989 se vieron acompañadas por una serie de declaraciones apocalípticas que declaraban ver en las revoluciones no simplemente un
hecho de trascendencia transnacional, sino un simbolismo
cuasimetafí-sico. Las revoluciones de 1989, se decía, significaban el fin
del comunismo, o del socialismo. Constituían el decisivo repudio de las
experiencias utópicas. Representaban nada menos que «el fin de la
historia», la victoria final e irreversible de las ideas liberales modernas
sobre el resto de sus competidores. La propia forma adoptada por las
revoluciones, como una reacción en cadena que se expandía velozmente
por el centro del continente, sugería una fuerza y unos objetivos que
trascendían los intereses de los países aislados.
En los acontecimientos de 1989 uno tiene la sensación de que muchos
de los participantes se veían a sí mismos y a sus acciones desde fuera, y
así era en realidad. Eran espectadores de una serie de sucesos cuyos
orígenes se encontraban más allá de su mundo y sobre cuyo desenlace
poseían un control limitado. Esta idea es probablemente la que Vaclav
Havel tenía en mente cuando aludía a ese «algo más allá de nosotros,
un algo tal vez sobrenatural», que jugó un papel en la Revolución de
1989. Claramente, la externalidad es el sello de las revoluciones de 1989,
en mayor grado que de cualquier otra revolución del presente siglo.
Las causas de la revolución y las condiciones para su éxito eran
pri-mordialmente externas (cambios en la política soviética); las ideas
procedían básicamente de fuentes externas (las ideas liberales
occidentales de la ilustración y de la Revolución francesa); los modelos
de revolución tampoco eran originales (1789 y 1848, principalmente);
y el destino de las revoluciones en cada país es, de acuerdo a la mayor
parte de las opiniones, dependiente en gran medida de las reacciones y
las actitudes de la comunidad internacional ante los nuevos regímenes.
En las siguientes páginas me centraré en el análisis de las
revoluciones de 1989 en su contexto específicamente europeo. ¿Qué
modelo de Europa aspiran a alcanzar? ¿Qué significa hablar de la
«vuelta a Europa»? ¿Hasta qué punto puede hablarse de un
«modelo centroeuropeo» y qué papel jugaría en la Europa futu-
«La idea de Europa Central es,
hablando con propiedad, una
idea del siglo XX pero que se
remonta a tres siglos atrás, al
período del Imperio de los
Habsburgo y a su posterior
encarnación, el Imperio
Austro-húngaro.»
«Parece como si Havel, al
verse enfrentado a la tarea
práctica de construcción de un
Estado, pensara que la idea de
una identidad centroeuropea
propia era demasiado
espectral, demasiado
insustancial, para constituirse
en bloques de construcción
estatal.»
terror. El Este se limitaba a perfeccionar las técnicas. Para la política
entendida de esta manera, y para la civilización tecnológica en general,
la democracia occidental, «esto es, la democracia de tipo parlamentario
tradicional», no constituía una solución mejor que el colectivismo del
Este. ¿Cuál sería entonces la vía alternativa, Centroeuropea? Havel no
hizo ninguna proposición original. Europa Central no había tenido la
oportunidad de desarrollar su propio modelo. Su historia había sido básicamente la de la lucha por la supervivencia más cruda. Aun así, al
margen de esa dura experiencia había surgido una filosofía y una actitud
mental que tenía algo real que ofrecer frente a los dogmatismos
confidentes tanto del Este como de Occidente.
«Creo que el escepticismo propiamente centroeuropeo es de modo
ineludible parte del fenómeno espiritual, cultural e intelectual de
Europa Central tal como fue configurada y sigue siéndolo por ciertas
experiencias históricas concretas, incluidas aquellas que aparecen
como dominantes en nuestro inconsciente colectivo.»
Pero cuando, unos años más tarde, el mismo Havel, como presidente
de la República, anuncia que está decidido a llevar a Checoslovaquia
«de vuelta a Europa», queda muy claro que lo que él entiende por
Europa es su región occidental. Ve a Occidente como la fuente de
muchos de los elementos vitales para la reconstrucción del país:
constitucionalismo, democracia, una tradición de tolerancia, de
disentimiento y de aceptación de la diversidad. Más inquietante aún es
el hecho de admitir que son los críticos occidentales, no los
centroeuropeos, quienes son realmente conscientes de «una cierta
pérdida de los objetivos en la vida» y quienes más claramente expresan
los problemas sociales y medioambientales que afectan al mundo en el
presente. Parece como si Havel, al verse enfrentado a la tarea práctica de
construcción de un Estado, pensara que la idea de una identidad
centroeuropea propia era demasiado espectral, demasiado insustancial,
para constituirse en bloques de construcción estatal. Lo que se requiere
en Europa Central, tanto desde un punto de vista moral como material,
está claramente marcado por el sello de Europa Occidental. Esto se
refiere incluso al capitalismo o, cuanto menos, a la economía de
mercado. Gorbachev dijo que «el mercado llegó con el ocaso de la
civilización y no es una invención del capitalismo», en Rusia, «el
mercado funcionó durante, mil años hasta que llegó la revolución». Si
bien es cierto que «Europa» se ha elevado a la categoría de «sistema de
valores y modo de pensamiento», también lo es que en estos usos del
término «Occidente» hay una idealización consciente y deliberada. Se
piensa en Occidente en función de lo que se consideran sus valores
centrales: tolerancia, democracia, diversidad, respeto por los derechos
individuales. Nadie puede cegarse ante los repetidos distanciamientos
que se han producido en Occidente con respecto a este elevado ideal
pero, según el argumento anterior, únicamente Occidente ha creado estos
valores y ha tratado de vivir de acuerdo a ellos. Unos creen que algunos
de estos valores podrían haber entrado ya a formar parte de la tradición
centroeuropea. Sea como fuere, todo ello supone el regreso a la tierra
natal.
Timothy Garton Ash encuentra en el «nuevo europeísmo central» un
rasgo mitopoético —la tendencia a atribuir al pasado centroeuropeo
aquello que se espera caracterizará el futuro de Europa Central, la
confusión entre lo que debería de ser y lo que fue...
«Hemos de reconocer que lo realmente centroeuropeo ha sido siempre
occidental, racional, humanista, democrático, escéptico y tolerante. El
resto ha sido propio de Europa del Este, ruso o alemán. Europa Central
tiene a
todos los Dichter und Denker [poetas y pensadores], a Europa del Este le
quedan los Richter und Henker [jueces y verdugos].»
La formulación más extrema que recientemente se ha elaborado en torno a este enfoque sobre Europa Central ha provenido del escritor checo
Milán Kundera. Para Kundera es axiomático que Europa Central es
parte de Europa y que «Europa» significa Europa Occidental. Kundera
acude a una de las nociones más viejas de la historiografía
centroeu-ropea: que un muro de acero separa el desarrollo histórico de
Europa Occidental de la mitad oriental.
El problema de Europa Central, entonces, es que forma parte de Occidente pero ha sido «secuestrada» por el Este. Se encuentra
«cultural-mente en Occidente y políticamente en el Este». El
secuestrador es Rusia. Los europeos occidentales, privados del contacto
directo con Rusia, se ven a menudo fascinados y atraídos por su
civilización. Están justificados para estarlo, pero para los centroeuropeos
Rusia ha demostrado una y otra vez «su terrorífica extranjería».
Es absolutamente necesario cuestionar la ecuación entre «Europa» y
«Occidente», así como la identificación de Europa Central con esta entidad putativa. Del mismo modo, debemos poner en cuestión la idea de la
exclusiva contribución de Occidente a la civilización europea. Si
Europa no es únicamente Occidente, si existen otras tradiciones que
contribuyeron a este proceso, entonces tal vez Europa Central no se
sienta tan forzada a seguir únicamente el en cierto modo estrecho camino de la «occidentalización». Podrá así reconocer los diferentes hilos
e influencias que configuran el mosaico europeo. Entre estos hilos se
encuentran no sólo las contribuciones de los pueblos de Europa del Este,
sino también las diferentes tradiciones de los propios países
centroeuropeos. No existe ninguna razón para que Polonia, Hungría,
Checoslovaquia o cualquier otro país que se considere a sí mismo
centroeuropeo sienta la necesidad de seguir un camino común o para
pensar que comparten ineludiblemente un destino común. Los países
centroeuropeos se encuentran en un proceso de emergencia
«Si bien es cierto que
"Europa " se ha elevado a la
categoría de "sistema de
valores y modo de
pensamiento", también lo es
que en estos usos del término
"Occidente" hay una
idealización consciente y
deliberada.»
«La civilización europea no es
de una sola pieza. En mayor
medida que otras civilizaciones,
su fuerza y vitalidad provienen
de la diversidad de hilos que
configuran su tejido. La cultura
rusa, durante más de mil años,
ha contribuido con uno de esos
hilos.»
desde unas condiciones en las que se encontraban sujetos de modo uniforme al dominio del gran poder del Este y tenían todos ellos un sistema
uniforme de socialismo de Estado impuesto a sus identidades diversas.
Sería una lástima que, habiendo salido de esta involuntaria y nunca bien
recibida situación, continuaran dominados por esa sensación de
compartir inevitablemente un destino.
La civilización europea no es de una sola pieza. En mayor medida que
otras civilizaciones, su fuerza y vitalidad provienen de la diversidad de
hilos que configuran su tejido. La cultura rusa, durante más de mil
años, ha contribuido con uno de esos hilos. Ha sido un elemento poderoso y creativo en la vida europea —tal vez nunca en mayor grado que
durante el siglo XX, cuando se enfrentó a Occidente con una contraimagen de su propia creación.
Enfatizar la europeidad de Rusia no significa negar las pretensiones de
Europa Central acerca de su carácter esencialmente «occidental» ni
tampoco rechazar su intento de encontrar su propia identidad. Por el
contrario, supone advertir a los centroeuropeos —y tal vez a otros—
que la opción no es entre una cosa y otra, entre «Este» y «Oeste». Europa
incluye tanto a uno como a otro, y los países europeos aisladamente,
especialmente aquellos que se encuentran en las «tierras de en medio»,
encontrarán elementos de ambos en su configuración. Si toda la historia
de Europa ha sido una amalgama de tendencias diversas ya menudo
contradictorias, nada puede impedir que los centroeuropeos traten de
crear su propia identidad. Independientemente de que tal cosa existiera o
no en el pasado, no hay ninguna razón por la que los centroeuropeos no
deban de intentar crearse una identidad para el futuro.
Resulta sorprendente cómo numerosos escritores centroeuropeos, incluso aquellos que creen en la existencia —aunque ahogada— de una
identidad centroeuropea, ponen énfasis en las características básicamente simbólicas de las manifestaciones que reclaman una vía
centro-europea propia. Europa Central es a sus ojos tanto una
inspiración como un hecho, una esperanza tanto como una realidad.
Milán Kundera sostiene que «Europa Central no es un Estado; es una
cultura o un destino. Sus fronteras son imaginarias y deben ser trazadas y
vueltas a trazar con cada nueva situación histórica». Para Czeslaw
Milosz, Europa Central no puede ser identificada en un sentido
puramente geográfico, sino mediante ese «tono y sensibilidad» de sus
escritores y en los «modos de sentir y de pensar» de sus habitantes. Va
aún más allá: «Europa Central es un acto de fe, un proyecto, incluso una
utopía...»
Esta actitud puede coexistir con una profunda convicción en que estas
esperanzas tienen un sólido fundamento realista en una historia y una
cultura propias. «La "separación" de la zona sigue siendo una insistente
realidad», señala Ferenc Feher. Milosz no está menos segu-
ro de ello. Los países de Europa Central «no han sido criados
exclusivamente por Occidente». No sólo han absorbido las influencias
rusa y de otros países no occidentales, han mezclado ésta y otras
experiencias a su manera.
«Las ideas extranjeras que penetraron en estas tierras se diluyeron y
transformaron, adquirieron unos rasgos específicos, los hábitos locales
persistieron, las instituciones adoptaron formas desconocidas en la parte
occidental de Europa... Una razón de higiene que subyace a nuestra
elección del término Europa Central es que nos autoriza a buscar la
especificidad de su cultura y nos protege de la tentación de analogías
engañosas.»
Nada sugiere que ésta sea una labor llamada al fracaso o a la decepción.
La falta de precisión del concepto de Europa Central podría hacer llorar a
los taxonomistas (y a los asépticos positivistas), pero ése es su problema.
La verdadera tragedia de Europa Central, al final, no fue tanto la dominación rusa, sino el olvido y la indiferencia de Europa respecto de la
existencia de esta región como una entidad cultural. Ello se debió a que
«en ella misma, Europa ya no se vivía como un valor». Si esto es así, los
centroeuropeas no se pueden limitar a mirar al pasado, real o imaginario,
ni tampoco a su actual y confusa relación con Europa. Los elementos de la
identidad centroeuropea deberán ser descubiertos y forjados de nuevo. Si
Europa ha perdido confianza en su capacidad para definirse a sí misma,
para discernir dónde reside su verdadera naturaleza y su promesa real,
entonces Europa Central tendrá que realizar una escapada más audaz de lo
que lo ha hecho hasta ahora. Referirse constantemente a su europeidad,
tratar de encontrar su destino en una antigua pertenencia a la civilización
occidental, no es sino cortejar al peligro de la imitación y la
superficialidad. Marx escribió una vez que «la revolución social... no
puede encontrar su poesía en el pasado sino, y sólo, en el futuro». Lo
mismo puede decirse de la idea de Europa Central. El escritor polaco
Witold Gombrowicz alertó a sus conciudadanos centroeuropeos frente al
peligro de verse a sí mismos demasiado inmersos en la imagen de
Occidente, o de resignarse a una desvaída noción de las tierras «de en
medio». Debían buscar una identidad auténtica y propia. Ello requeriría,
en un primer momento, un acto de ruptura con Europa. «No podremos
convertirnos en una auténtica nación europea hasta que nos separemos
de Europa, puesto que nuestra europeidad no implica sumisión sino que
lleguemos a formar parte de ella, de hecho una parte muy peculiar no
intercambiable con ninguna otra. En consecuencia, únicamente
oponiéndonos a la Europa que nos creó podremos... crear una vida
propia... Si... tenemos la sensibilidad de aceptarnos como realmente
somos, estoy seguro de que descubriremos posibilidades insospechadas
e inexploradas que desconocíamos —sólo entonces seremos capaces de
asumir una belleza radicalmente diferente de la que hemos tenido hasta
ahora.
«En/atizar la europeidad de
Rusia no significa negar las
pretensiones de Europa Central
acerca de su carácter
esencialmente "occidental" ni
tampoco rechazar su intento de
encontrar su propia identidad.»
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