clase revolucionaria, organización política

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CLASE REVOLUCIONARIA, ORGANIZACIÓN POLÍTICA,
DICTADURA DEL PROLETARIADO
ALARMA n° 24, 2o trimestre de 1973.
I
La teoría revolucionaria, ¿debe ser introducida en la clase obrera desde el exterior, cual decía Lenin,
o bien ha de proceder del seno mismo de la clase? Ni lo uno ni lo otro en sentido íntegro, o bien lo uno y lo
otro a la vez, pero en sentido muy diferente al que le atribuyen los partidarios de ambas interpretaciones.
No se trata de tesis propiamente hablando, sino de maneras de ver algo que se ha producido por
acumulación de múltiples factores sociales. La querella parece absurda, pues hace un siglo largo que se
habla de revolución proletaria y nadie ignora que la idea de ella y cuanto es teoría comunista no han sido
descubiertas por la clase trabajadora. Pero pierde todo absurdo en cuanto se trata de determinar las
relaciones entre revolución y organización desde cualquier situación presente hasta la dictadura del
proletariado.
La burguesía generó su propia teoría revolucionaria porque mucho antes de apoderarse de todo el
Estado era ya una clase poseyente y en general más culta que la nobleza de la monarquía absoluta. Por el
contrario, el proletariado no es ni será jamás clase poseyente, y para estar embebido de cultura necesita
dejar de ser proletariado. No obstante, preguntarse si el conjunto de la teoría comunista con su
correspondiente praxis debe o no proceder de los asalariados es despropósito mayor que preguntarse si la
química, la física, la genética, la automoción, la cibernética, etc., han de ser o no otras tantas creaciones
proletarias. Sencillamente, ninguna de las ciencias habría adquirido su actual desarrollo sin la presencia de la
clase trabajadora, más precisamente dicho, sin la enorme riqueza que su posición social la obliga a crear
como riqueza ajena. Aunque por el momento todas y cada una de las ciencias sean utilizadas para atarla más
corto, el desarrollo de las mismas no podrá ser ni óptimo ni plenamente científico sino a través del
proletariado en el comunismo. Existe pues una relación palpable entre el proletariado y las ciencias, por
mucho que él las ignore, y la relación se convertirá en posesión a partir de la supresión del capitalismo.
Mucho más estrecha es la relación entre el proletariado y la teoría revolucionaria, sin que importe el
margen de error posible en ésta, pues es simultáneamente margen de rectificación y de desarrollo. Más que
de relación debe hablarse de compenetración. No aparece, en efecto, como un saber del capital cuyo
perfeccionamiento objetivo reclama a la postre volverse contra él, caso de las ciencias, y de sus aplicaciones
técnicas, sino que se yergue desde el principio, insurgente, contra la sociedad fundada en el capital y en el
salariato, y va enriqueciéndose a través de las luchas del proletariado contra el capital. La condición que en
la actual sociedad padece la clase obrera, es lo que provoca directamente la aparición de la teoría
revolucionaria. Sin el desarrollo anterior de la filosofía, de las ciencias humanas, de las ciencias exactas y de
la propia sociedad capitalista, eso habría sido imposible. Pero hubiese resultado por completo impensable
sin las luchas y acometidas insurreccionales de los trabajadores, desde las más remotas hasta la
“Conjuración de Los Iguales” de Babeuf, rebeliones como la de Lyon en 1830 y la insurrección del
proletariado campando por sus respetos en casi toda Europa a partir de 1848. El entrelace de los factores
materiales, intelectuales y humanos dados por el rotar histórico, con la actividad pasional, subjetiva, pero no
menos dada como factor de la historia, de los trabajadores, arrojó por fruto la teoría revolucionaria. Hay
pues en ella al mismo tiempo exterioridad e interioridad al proletariado, pero aquello mismo que se
presenta como exterior, no ya los hombres procedentes de otras clases, sino el saber, cualquier saber,
representa también su interioridad en devenir.
En razón de la inexistencia de su existencia en el mundo industrial hogaño, el proletariado es la anticlase por antonomasia, cifra del comunismo. Mas esa latencia comunista deja sobre todo ver, mientras no se
manifiesta en actos, la estricta dependencia económica y cultural de la clase respecto del capitalismo. Tal
dependencia veda a la mayoría de los asalariados el conocimiento teórico, sin el cual jamás habría
revolución. Las excepciones individuales que en cualquier momento pudiere haber escapan, por serlo, a la
condición general, como también escapan a la condición de la burguesía los revolucionarios de ella
procedentes. En uno y otro caso no puede tratarse sino de minorías. Y así aparece desde el principio una
distinción entre la clase revolucionaria y los revolucionarios. Hasta tal punto, que aún si imaginásemos
procedentes del proletariado a todos los revolucionarios pasados, presentes y futuros, seguirían apareciendo
distintos de la clase revolucionaria; mientras ésta misma no pase de lo potencial a lo dinámico, de su latencia
comunista a la transformación comunista de la sociedad. Y en épocas dominadas por la reacción como la que
vivimos desde 1937, cuando toda suerte de estafadores y cómitres del proletariado se fingen comunistas, la
barrera entre clase y revolucionarios se hace punto menos que infranqueable, hasta el desgaste de la
situación.
La afirmación de Lenin en “¿Qué hacer?” es una simplificación de otra simplificación de Kautsky en
“Las tres fuentes del marxismo”. La mente más erudita que dialéctica dé ese teórico socialdemócrata le
llevaba a ver el pensamiento revolucionario como una destilación pura de las ciencias y de la filosofía,
aplicable luego al movimiento obrero. Con mayor tino, Rosa Luxemburgo aseveraba que Marx no había
esperado a escribir “El Capital” para convertirse en comunista, sino que lo capacitó para escribirlo el hecho
de ser comunista. Así es, en efecto; la existencia de las luchas obreras y en su seno la existencia de
revolucionarios era la condición primordial de la utilización de ciencias y filosofía para elaborar la teoría
revolucionaria. La distinción entre clase revolucionaria y revolucionarios es impuesta por el capitalismo, que
la agranda en épocas de quietud. Pero negar su existencia es igual que negar la posibilidad de la revolución y
confiar el porvenir al automatismo económico-social, revierte a evolucionismo.
Lo anterior permite abordar el problema de la conexión entre clase y revolucionarios, entre
revolución y organización, entre partido y dictadura del proletariado, no en abstracto, imaginando
condiciones ideales, sino en concreto, a partir de la situación de hecho existente y de la experiencia, que no
dependen de querer alguno.
El simplismo de la interpretación citada de Lenin no es el único origen de su centralismo
democrático, que tanto ha dado que hablar hasta hoy. A ella se suma la idea táctica de responder a la
disciplina y a la centralización impuestas a la clase obrera en las fábricas, por una centralización y una
disciplina paralelas, pero de signo contrario. Pasaba por alto sin darse cuenta que la acción revolucionaria de
la clase va enderezada a abatir las formas de organización y de obediencia inseparables del sistema. Además,
queda en esa idea un relente de aquella otra sobre la utilización revolucionaria del Estado actual, desechada
desde la Commune. Intervino también, en tercer lugar, el trabajo político ilegal dentro de la Rusia zarista,
que excluía en la mayoría de los casos discusiones y decisiones democráticas. La dirección se veía en la
práctica investida de poderes aún más amplios que los que el centralismo democrático le otorgaba. Lo
mismo ocurrirá, por la fuerza de la realidad represiva, en cualquier situación de ilegalidad. No obstante, el
centralismo democrático no era un expediente que respondiese a una situación pasajera. Pretendía ser, en
condiciones normales, la forma mejor de organización de los revolucionarios y de su vinculación con la clase
trabajadora.
Experiencia mediante, los poderes otorgados a la dirección central, siquiera fuera entre congreso y
congreso, se revelarían a la postre despóticos y uno de los instrumentos más hirientes de la
contrarrevolución en Rusia. Las críticas tocantes a él formuladas en su tiempo por Rosa Luxemburgo y por
Trotsky han tenido la más trágica de las confirmaciones. Y no fue error leve del segundo haber adherido al
centralismo democrático y mantenido la adhesión aún después de instaurado el stalinismo. Se dio cuenta de
ello poco tiempo antes de morir asesinado, puesto que sintió la necesidad de recordar, aprobándola, su
primera y enérgica oposición. No obstante, ha sido sin consecuencias para cuanto sigue diciéndose
trotskismo. Más inclinado a desaprender que a aprender, en ese como en otros aspectos, continúa viendo en
el centralismo democrático un talismán organizativo y lo utiliza a menudo como una maza.
Es superfluo considerar aquí el periodo que inaugura la contrarrevolución stalinista, va no se trata de
centralismo democrático ni de concepción alguna de la relación entre clase y partido, sino de afianzar la
burocracia en sus nuevas posiciones económicas y políticas. Por consecuencia, la brutal y reaccionaria
dictadura todavía imperante en Rusia no interesa en esta investigación sino en la medida en que el
centralismo democrático contribuyó a su eclosión.
El partido bolchevique no identificó nunca dictadura del proletariado y dictadura de partido El
sonsonete “una sola clase un solo partido”, fue un ardid de la contrarrevolución. En cambio, todavía el
decreto que prohibía incluso las fracciones dentro del partido bolchevique, redactado por Lenin, tenía
cuidado de advertir que la medida no era un principio revolucionario, sino un simple avío de urgencia y
provisional, para salir de un aprieto. Cruelísimo sarcasmo hoy, tal precaución; pero eso no le impedirá ser un
testimonio importante contra la concepción del partido único, cualquier sesgo adopte. No obstante, los
bolcheviques nunca tuvieron una concepción inequívoca de la relación entre clase revolucionaria y
revolucionarios y tendieron pronto, en el actuar cotidiano, a ocupar como partido el lugar del proletariado.
Al clausurarse el X Congreso, en 1921, restitución era ya más completa de lo que creían Lenin, Trotsky y los
mejores militantes, tanto en la dirección como en la base. La base bolchevique misma era suplantada por la
dirección y ésta lo sería pronto por la Secretaría de Organización, donde se emboscaba Stalin. Secretaría que
irradiaba e imponía un centralismo cada vez menos democrático.
Es en ese proceso en el que el centralismo bolchevique desempeña un papel nefasto. Gracias a los
poderes que estatutariamente confería a la dirección, el secretario organizativo estuvo en condiciones,
mediante simples ukases secretariales, de desembarazarse de hombres y de comités molestos, substituirlos
por adictos suyos, fabricarse mayorías a discreción, aislar y privar de recursos de oposición a los más
destacados dirigentes, a comenzar por Trotsky; en condiciones de asegurarse, en una palabra, la dirección
exclusiva, vitalicia y tan absoluta, que sobrepasa con creces la de los peores déspotas del pasado.
La ausencia de una concepción clara y certera de la unidad dialéctica proletariado- partido
revolucionario, cegó a los mejores bolcheviques impidiéndoles ver de dónde provenía la contrarrevolución, e
impidiéndoles reaccionar en consecuencia. Así, al caer Lenin en cuenta de que Stalin era un bestia desleal
muy peligroso, y de que la contraposición política entre él y Trotsky amenazaba cortar el partido en dos, su
principal preocupación es evitar la ruptura y recomienda como remedio (Testamento político) aumentar el
número de miembros del Comité Central. Tenemos ahora suficiente perspectiva histórica para afirmar que la
escisión habría sido, a lo sumo, un mal menor. En efecto, aunque seguramente no hubiese enderezado el
rumbo de la revolución, habría forzado a los contrarrevolucionarios a salir de su madriguera burocrática y a
mostrarse a plena luz. Desde bastante antes, es hoy evidente, no había otro recurso que hacer llamamiento
a la base contra la dirección y al proletariado contra el partido bolchevique. Ya en la insurrección de
Kronstadt vieron los dirigentes una grave amenaza para la revolución en lo que sólo era un tropiezo y una
advertencia, sin que percibieran, en cambio, cómo la contrarrevolución estaba incubando en su propio
partido y que la represión de los insurrectos la favorecía. Y así, todavía al constituirse la Oposición de
Izquierda, Trotsky y los suyos se abstienen de recurrir a la clase obrera contra un partido que ellos mismos
tenían por degenerado. Es que en forma subrepticia, sin teoría neta, la suplantación de la clase
revolucionaria por el partido había dejado poso en todas las mentes. Por tal camino pudo pasarse, sin
aparente solución de continuidad, del centralismo democrático al centralismo más policíaco y reaccionario
de todos los tiempos.
Lo dicho antes tocante a Kronstadt vale, en menor grado, para las otras oposiciones soviéticas,
entendiendo por tales las que habían propugnado el poder de los soviets. Un régimen proletario tiene que
saber tratar los problemas internos a la clase de diferente manera que los bolcheviques, aún tratándose de
desviaciones derechistas de algunos de sus sectores. Si la clase en su conjunto no es capaz de sobreponerse
a ellas en el seno de los órganos de poder, las imposiciones de los revolucionarios gobernantes tampoco lo
conseguirán. Queriendo desempeñar el cometido de la clase revolucionaria, se erigen en poder
independiente de ella y aquello mismo que pretendían combatir se les infiltra en sus propios organismos
como una invasión de termitas. Porque en momentos de revolución nada existe tan acomodadizo y farisaico
como mentalidades burguesas en busca de arrellanamiento. Y no son, ciertamente, atributo exclusivo de los
burgueses.
No obstante, ninguna de las oposiciones soviéticas que los bolcheviques encontraron merece
aprobación política, salvo por la reivindicación de la libertad en los soviets. No tenían visión siquiera
nebulosa de lo que habría de ser la revolución en Rusia y menos internacionalmente. A su vez, la Oposición
Obrera que tanto zalamean hoy algunos grupos, era en realidad una oposición de la burocracia sindical, lo
que se transparenta en su programa. Kollontai y otros de sus líderes hallaron enseguida su lugar en la
contrarrevolución. Pero en el maremágnum reinante entonces, no pocos revolucionarios alarmados se
acogieron a ella. Irían pronto a morir en Siberia en compañía de los de la Oposición de Trotsky.
Antes de continuar adelante, se impone intercalar una reflexión internacionalista. Es difícil de creer
que la revolución rusa hubiera podido ser salvada una vez que la NEP dio rienda suelta a las relaciones
mercantiles. Pero sí hubiera podido ser salvada la revolución mundial, que continuó rondando de un país a
otro hasta la España de 1936-37. Si el proletariado mundial hubiese presenciado inequívocamente el fin de la
revolución rusa, habría vuelto la espalda a Moscú y a sus partidos, ya dispuestos a maniatarlo en todas
partes, y nuevas organizaciones revolucionarias habrían surgido con facilidad. Mas faltó en Rusia algo
semejante al 9 Thermidor francés, cuando, al día siguiente de ser destituido el Comité de Salud Pública, las
cabezas de sus componentes rodaban al cesto de la guillotina y con ellas la revolución. No fue, por cierto, el
miedo a la muerte por parte de los enemigos del stalinismo lo que les vedó hacer algo que marcase esa
solución de continuidad innegable para quien quiera y salvadora para la revolución internacional; sí, la
identificación de hecho entre dictadura de clase y dictadura de partido. Cincuenta años de catastróficas
derrotas proletarias y de una prostitución ideológica que todavía continua pringando las consciencias tienen
su origen en esa falla.
Nada de lo dicho obsta para negar categóricamente que la contrarrevolución estuviese prefigurada
en el centralismo democrático o que la engendrase la extrema aplicación del mismo con la supresión de los
partidos y de las fracciones. Los hechos se han encargado de demostrar que tales medidas no prestaron
servicio a la revolución sino a sus enemigos. Ahora bien, la contrarrevolución no puede en ningún caso
prosperar sin bases económicas y sociales. Ellas le dan su primer impulso, ensanchándolas progresa, y con tal
finalidad utiliza cuanto esté a su alcance. Es ya decir que la contrarrevolución fue originada por el capital,
mas no retrotrayéndolo a los burgueses, sino centralizándolo a discreción del Estado. La indeterminación
característica de la revolución rusa, ni burguesa ni comunista, la hacía depender por entero del paso de su
primera fase democrática (anti-feudal) a la fase comunista en que instrumentos de producción, producción y
distribución recaen colectivamente en la clase trabajadora. Lejos de alcanzar esa fase, la revolución
retrocede oficialmente con la NEP y se desarma entregándose al Estado, que iba a disponer a su guisa de la
plusvalía existente y de la futura. La idea de retirada estratégica de Lenin: un capitalismo de Estado regido
por la democracia soviética en espera de la revolución europea, no tuvo ni podía tener siquiera un comienzo
de aplicación. Todo capitalismo es obligatoriamente administrado por quienes colectan la plusvalía. En este
caso no sólo la burocracia que proliferaba desde los comités locales hasta el Kremlin, sino también
traficantes en nuevas y buenas migas con la burocracia gracias a la NEP, burgueses en ansias de buen vivir,
técnicos e intelectuales que habían boicoteado la revolución y hasta aristócratas en humilde reverencia ante
los advenedizos encumbrados. Tal fue la base social de la contrarrevolución.
Por otra parte, si la burguesía se había mostrado incapaz de hacer su revolución y de extender su
sistema en Rusia, no se debía únicamente a la amenaza comunista representada por el proletariado, sino
también a que el desarrollo del capital privado estaba ya superado por la concentración en grandes trust
internacionales y en el Estado. La contrarrevolución stalinista descubrió empíricamente que la forma capitalista estatal era la más eficiente, tanto para alejar la revolución comunista como para competir con el
capitalismo internacional. Aquello mismo que consintió la toma del poder por el proletariado en un país
atrasado, plagado de anacronismos económicos, sociales, religiosos, etc., permitió luego a la
contrarrevolución concentrar el capital hasta el grado máximo consentido por el sistema capitalista en su
conjunto. Produjéronse allí dos movimientos dialécticos de sentido opuesto, uno hacia la revolución
comunista pasando por la revolución democrática hecha por el proletariado, el otro hacia el capitalismo de
Estado, prescindiendo de la propiedad individual. En política se quedó la revolución; política necesitó ser
sólo la contrarrevolución, más no por ello menos sanguinaria.
Y, otra vez en el terreno económico, jugó contra el proletariado y contra los revolucionarios la
identificación entre clase y partido, a la cual añadióse luego la equiparación entre propiedad socialista y
propiedad estatal, ya mera falsificación. En consecuencia, son a desechar los métodos orgánicos del
bolchevismo y cualquier substitución de la clase revolucionaria por una o varias organizaciones combinadas.
Con todo, la más rica enseñanza que revolución y contrarrevolución en Rusia nos ofrecen, es la imposibilidad
de hacer una revolución en dos tiempos, democrático- burgués el primero y el segundo socialista. El
capitalismo se abrirá brecha siempre, si desde el principio no se le seca su manantial: la producción y la
distribución fundadas en el trabajo asalariado. Sin partir de ahí, la revolución permanente es tan
calenturienta quimera como la permanencia de la revolución. Lo que debe contar para cada proletariado es
el nivel industrial del mundo, no el de “su” nación únicamente.
De mal en peor, el centralismo democrático se convierte casi en un vaho de juristas burgueses a ojos
del centralismo orgánico de la tendencia inspirada por Bordiga. Su simple formulación indica que el término
“democrático” ha sido proscrito con cajas destempladas, dejando como único domiciliario de la concepción
el centralismo. La otra palabra, orgánico, no añade nada, sino que redunda. Unida a la primera no significa
más que centralismo centralista. Es eso, en efecto, lo que quiere significar dicha tendencia, que se deleita
retensando los errores del bolchevismo y enarbolándolos como panacea revolucionaria. En la democracia ve
un estorbo para la revolución y para el proletariado, porque ¿acaso la validez revolucionaria de una teoría o
medida concreta puede ser decidida por mayoría de votos? He ahí un descubrimiento del bordiguismo.
Nadie, en efecto, puede responder sí a perogrullada semejante. Pero hacer de ella la base de una concepción
orgánica, es afirmar implícitamente que esa validez sí puede y debe ser decidida por minoría, con o sin voto.
El bordiguismo evade el problema garantizándonos sin pestañear que “si las directivas dadas son justas no
puede haber conflicto entre la base y la dirección”. Por algo se trata de un centralismo orgánico, es decir, de
una relación entre base y centro del partido, entre proletariado y partido, entre gobernados y gobernantes
después de la revolución, que se regula a sí misma, como un metabolismo corporal. He ahí otro
descubrimiento bordiguista que permite a sus fieles el más altanero y huero desprecio de una democracia
que con tales trabamolleras creen haber superado científicamente.
Por el contrario, salta al entendimiento que sí puede haber conflicto con directivas justas, y al
contrario, no haberlo con directivas erradas. Pero la clase obrera, los órganos de poder, el partido, son vistos
por el centralismo orgánico como una colmena donde, salvo accidente secundario, todo marcha a la
perfección con tal que la repartición hormonal entre las hembras obreras, los zánganos y el centro de la
colmena, la reina, conserve la dosis y la calidad requeridas. En el caso aquí tratado hay que poner, se
sobreentiende, en lugar de hormonas, pensamiento revolucionario segregado por el Centro, la dirección del
partido. El efecto tiene el mismo valor y la misma inevitabilidad que una reacción química. Esa asimilación de
un partido revolucionario y de la clase trabajadora a un organismo o colonia de organismos animales, cae
por entero dentro del naturalismo, no de la dialéctica materialista, y si tiene antecedentes filosóficos no es
ciertamente en el movimiento revolucionario.
La antigua filosofía china establecía una relación natural o espiritual, pero constante, entre el
Imperio y el Emperador (que Mao Tse-Tung sigue utilizando por lo bajo) y postulaba la misma unicidad de
salud o de degeneración, de eficacia o de torpeza, que convierte en ilusoria y superflua cualquier forma de
democracia o de supervisión de dirigentes. Semejante organicismo aplicado a lo que no constituye un
complejo fisiológico, es la sabiduría del despotismo oriental. Se encuentra también en la India y tiene todavía
destellos en los lazos que durante el Medievo unían los vasallos al señor. El bordiguismo lo remoza con
elixires proletarizantes y economicistas y vuelve a ponérnoslo ante las narices como si se tratara de un puro
efluvio marxista. Y por ahí hasta el delirio.
El bordiguismo tiene méritos incontestables. En primer lugar, haber mantenido durante la guerra
una actitud internacionalista. En segundo denunciar siempre al stalinismo sin ninguna contemporización, si
bien tratándolo de reformista, lo que no es, y también haber reconocido en Rusia un capitalismo de Estado,
aunque sobre esto su análisis deja que desear. No es cuestión de escatimarle ese valor. Pero hay que decirle
terminantemente no cuando, a fuerza de engreimiento, se auto-sacraliza. El Partido Histórico de la
Revolución, como quien dice los revolucionarios de sangre azul, la flor y nata, los únicos aptos para decir y
decidir lo que es y lo que no es justo en la teoría, y en la práctica... y para imponérnoslo si un día les cae en la
palma de la mano la breva del poder. Porque la dictadura proletaria es en la concepción bordiguista, y no
puede ser otra, la ejercida por el partido, cerebro de la clase siquiera por delegación, ya que el partido
mismo pende y depende de su Centro, cerebro de cerebros. Así se corona el bordiguismo con su
descubrimiento cumbre; él es el partido histórico del proletariado; él ha de desempeñar la dictadura y nadie
más que él; la duda misma constituye un atentado oportunista al Partido, por lo tanto al proletariado como
clase y a la propia revolución. A fuerza de subjetivarse como tendencia revolucionaria se sale del marxismo y
da de bruces en un pontificalismo redentor. Por tal camino, es sobrado evidente, el proletariado seguiría
siendo objeto y no sujeto de la historia, hasta su desaparición en el comunismo que le habría ido deparando
filantrópica, graciosamente y quiéralo que no, el partido de marras.
Aun suponiendo que esa u otra organización cualquiera fuese en todo inatacable desde el punto de
vista revolucionario, la pretensión seguiría siendo descabellada, y en concreto una vulgar usurpación. Porque
el Partido Histórico nunca podrá ser otro que el proletariado mismo en acción revolucionaria. Ninguna
organización conseguirá birlar esa función, cual se propone el bordiguismo, sin destruirla, pues lo que
conlleva el movimiento de una clase, su devenir, no admite camisolas de fuerzas ni imposiciones partidistas,
por muy sabias y quintaesenciadas que fueren. Ese momento es la conquista de la libertad frente a la
necesidad, y por consecuencia sólo mediante la libertad del proletariado se realizará la dictadura del
proletariado, transición hacia la libertad de todos los humanos. Y -dicho quede, en vano para ellos- que los
bordiguistas depongan su ridícula cuanto idealista pretensión de ser los ungidos del cometido revolucionario
de las masas trabajadoras. Poniéndonos en lo inverosímil, que llegasen a gobernar, su dictadura empezaría a
jugar inmediatamente un papel reaccionario, a despecho de cuanto pudieran hacer antes de positivo. Por
fortuna, el peligro apenas existe. Su concepción es repelente, y ellos mismos no cuentan poder hacemos el
obsequio de su proletarísima sapiencia gobernante, sino cuando llegue el crujido último del capitalismo, con
la caída catastrófica de la tasa de beneficios, es decir, el día que ya no haya negocios capitalistas posibles. Se
es o no se es científico.
II
“La revolución no es asunto de partido alguno” (Der Revolution ist keine Partei Sache) sentenció
Otto Rhüle en su tiempo con la izquierda alemana, y años después lo pormenorizó Pannekoek en el librito “El
comunismo de los consejos”. En ellos se invierte la concepción bordiguista del partido en una concepción
consejista de no-partido, que hoy retoña aquí y allí en grupos de militantes escaldados por la experiencia
rusa, aunque en general sin el acendramiento revolucionario de los consejistas primigenios.
Examinadas con todo rigor, no se trata de dos concepciones diametrales, sino de un mismo
planteamiento naturalista que parte, en un caso de la teoría revolucionaria como absoluto histórico
encamado en El Partido, en el otro caso de una virtualidad empírica del proletariado, elevada también a lo
absoluto histórico mediante los consejos. La garantía de la revolución comunista está en El Partido o en Los
Consejos, según se elija. Y así como el naturalismo de la concepción bordiguista procede de una asimilación
de proletariado y partido a un complejo fisiológico, el de la concepción consejista amuralla ese mismo
complejo en los lindes de la clase proletaria, con exclusión de todo partido. A ojos de la primera, la
democracia es un escarnio, mientras que en su forma obrera o consejista es para la otra el supremo, el
exclusivo agente de la revolución y del comunismo.
Una dificultad insuperable de la ideación consejista estriba en que su primera medida tendría que
consistir en la prohibición de cualquier partido, decapitando del mismo golpe su famoso agente
revolucionario: la democracia obrera. Partido es cualquier agrupación de personas por afinidad de ideas o
concepciones teóricas. Partido político han sido siempre los anarquistas, muy a despecho de sus denegaciones. Ni los consejistas ni grupo imaginable alguno, provéase de una teoría u otra, constituirá jamás caso
aparte. De manera que la concepción de no-partido llevaría a los consejistas a ejercer la dictadura ellos y no
el proletariado, a semejanza del bordiguismo que de antemano la reclama para sí.
Antes de situarlo en el estadio post-revolucionario, el proyecto consejista presenta una falla sobrado
grave para hacer de él algo inoperante. La aparición de los organismos obreros o consejos tiene que ser, en
su visión, muy anterior al momento de la toma del poder político, y han de disfrutar, todavía en el seno de la
sociedad capitalista, de condiciones óptimas de libertad durante tiempo indefinido. Sin ella, en efecto,
resultaría imposible que por su propia experiencia y deliberación, ajenos a la experiencia pasada y a la teoría
del o de los partidos revolucionarios, llegasen los consejos al momento y a la decisión de la toma del poder,
no digamos a otras decisiones de mayor calado. Imaginando tal caso posible, la revolución misma se
convierte en superflua. La transformación del capitalismo en comunismo sería un proceso reformista,
evolutivo y no revolucionario. Tanto más cuanto que el empirismo descubridor de los consejos tendría que
continuar hasta la desaparición de las clases y de sus innumerables consecuentes. En nombre de una
experiencia que en buena cuenta se limita a ser, mal que bien, la de la revolución y la contrarrevolución
rusas, el consejismo arroja por la borda toda la teoría y la experiencia revolucionaria adquiridas en el
decurso de siglo y medio, mismas que recogen, siquiera fragmentariamente y con yerros, las tendencias
revolucionarias.
Por otra parte, está lejos de ser indudable, y más lejos todavía de ser obligatorio, que los órganos
obreros de poder o consejos se organicen antes del aniquilamiento del poder capitalista, por más que las
actuales tendencias revolucionarias, demasiado apegadas, pese a todo, al modelo ruso, vivan pendientes de
su creación. Una revolución es algo demasiado hondo y proteico para sujetarse a reglas de
desenvolvimiento. Es ahí donde aparece la espontaneidad y no en lo que pretende el llamado
espontaneismo. En la revolución alemana de 1918-19, donde surgieron los consejos por repercusión de los
soviets rusos, quedaron enseguida mediatizados por diversas corrientes pseudo o semi-revolucionarias. En
lugar de progresar experimentalmente, retrocedieron hasta anular sus potencialidades revolucionarias. En
China, tampoco se sobrepusieron a la orden de disolución girada por Stalin vía Mao Tse-Tung y comparsas.
En cambio, no existía un solo consejo en la España de 1936, antes de que el proletariado despedazase al
ejército nacional y con él todas las estructuras capitalistas. Llamándose comités, aparecieron, no como
condición de la acción insurreccional sino como su resultado instantáneo. Durante varios meses fueron
ganando localmente prerrogativas económicas y políticas, decayendo luego hasta su extinción, debido a la
misma insuficiencia revolucionaria que en los casos citados. El ejemplo de España informa aún mejor que los
otros la concepción consejista, pero, por lo que respecta a la aparición de los órganos de poder, tenderá
probablemente a repetirse con variantes, cual insinuó en Francia la situación de Mayo de 1968.
En resumen, faltándoles la más certera inspiración revolucionaria, y por lejos que vayan, los consejos
u órganos obreros de poder no pasan de ser un episodio importante de la lucha de clases, pero circunscrito
en el capitalismo o a él retrotraído, como lo demuestra el caso de España y el de Rusia mismo, si bien de otra
manera éste. Por su propia naturaleza, la existencia de los consejos, y por ende su experiencia, no puede
prolongarse mucho tiempo sin alcanzar el primer objetivo revolucionario: arrancar de cuajo el capitalismo.
La relación clase-teoría revolucionaria (en su aspecto actuante consejos-partido) no es un injerto artificial de
dos factores de origen distinto, sino la manifestación dialéctica, la unidad dual de un solo devenir histórico.
Sólo ella abrirá calle, mediante la revolución y el comunismo, a una unidad dialéctica superior, entre la
naturaleza y la especie humana.
Puede argüirse con entera razón que son los partidos los culpables del fracaso de los consejos, lo que
ilustran los consejistas con estampas de la revolución rusa. Algunas de esas estampas están retocadas, mas
ello no quita verdad al hecho de que los bolcheviques, acaparando los soviets, substituyesen como partido al
proletariado y facilitasen la contrarrevolución, aquello mismo que pretendían evitar. Sin considerar aquí lo
peculiar de la revolución rusa, el defecto está en la concepción que se hacían los bolcheviques del partido y
de los órganos de poder. Ese defecto llama a otra clase de concepción, pero reafirma en lugar de anular la
unicidad necesaria entre órganos de poder y partido. Sin las ideas de los bolcheviques sobre la revolución
mundial, los soviets no habrían ejercido el poder siquiera un instante. Para bien como para mal, esa relación
jugará siempre, porque no existirá jamás práctica revolucionaria duradera sin ideas, ni idea revolucionaria
válida sin práctica.
En el consejismo creen sus parciales haber descubierto el remedio infalible contra la burocratización,
cual si ese virus no pudiese infectar a los consejos igual que a un partido, a un obrero no menos que un
intelectual. La clase como tal está a salvo de burocratización, pero no una parte cualquiera de sus
componentes. Abundan los ejemplos. El remedio tiene que atacar las causas, no los efectos. Dondequiera
que haya funciones especiales que desempeñar, distintas de las del vivir cotidiano de la mayoría, allí
germinará el virus burocrático con tanta mayor facilidad cuanto menor sea la densidad revolucionaria de
quienes las desempeñen. Porque la causa última de la burocratización, disposiciones psíquicas
comprendidas, está en la satisfacción artificial, de parada, puramente vanidosa, que los hombres buscan
para encubrir la ausencia de satisfacción individual verdadera, la carencia de personalidad a que, en general,
no pueden escapar en la sociedad de explotación. Es una manifestación de la alienación del hombre y sólo
desaparecerá por completo al paso de ésta. Lo importante es que una revolución estructure la sociedad de
forma que desaparezca la ley del valor y el Estado. Con la desalienación resultante se esfumarán las
estúpidas satisfacciones burocráticas y los graves peligros que conllevan.
Ninguna tendencia consejista, nueva o antigua, parece haberse dado cuenta de que los consejos
obreros son una forma de organización pasajera, interina, como la dominación social de la clase obrera
misma. Si la clase obrera ha de desaparecer, signo único del acceso al comunismo, los consejos u órganos de
poder también. De modo que éstos no durarán sino el tiempo que tarde en desaparecer la huella infamante
de las clases. En cambio, la agrupación de las personas por tendencias, es decir, por partidos, adquirirá
mayor importancia y fecundidad gracias a la cultura generalizada que arrumbará la milenaria división del
trabajo en intelectual y manual. No se tratará, cierto, de partidos en el sentido actual del vocablo, con
intereses materiales opuestos, o simplemente de prestigio, pero sí de grandes grupos de pensamiento, en
leal brega por tal o cual solución a tal o cual problema. La sociedad actual estereotipa a los hombres por
categorías, mengua, suprime o pervierte la personalidad de casi todos. En cambio, la individuación máxima
de cada uno, que irá extendiéndose y afirmándose a medida de la organización del comunismo, pondrá en
juego capacidades de elección y de creación en todos los dominios, de las que no dispone hoy nadie. La
división y la contienda entre partidos tendrán lugar sin menoscabo material ni moral para ninguno y
redundará en beneficio del devenir colectivo. Mucho antes, los consejos se habrán diluido, junto con las
clases, en el conglomerado humano.
De los dos términos de la unidad dialéctica: consejos-partido (proletariado-teoría revolucionaria en
su forma más general) el uno es perecedero, mientras que el otro irá revivificándose y diversificándose en
contenido y número, a medida que se profundice y ensanche el conocimiento de la humanidad una, en
cuanto término antitético complementario del mundo exterior. Por ello mismo importa superlativamente
reafirmar que ningún partido podrá suplantar a los consejos o manejarlos, sin destruirlos y sin destruirse él
también como factor revolucionario. Sólo por facilidad de expresión, e incorporando diversos matices en un
solo color, cabe hablar de partido en singular, a semejanza del Tercer Estado tomado como partido antes de
la revolución francesa. Aunque es de suponer que en algunos casos la revolución sea inspirada
principalmente por un solo partido o se identifique con él, ese mismo lleva en su seno el germen de varios
otros, cuyos contornos se perfilarán en el período post-revolucionario. Pueden, también, surgir al margen.
Fuere lo que fuere, la lucha de tendencias en los órganos obreros de poder debe ser libérrima y estar sujeta
a la regla de mayoría. La dictadura de la burguesía sobre la sociedad tuvo su más alta expresión en el
ejercicio simultáneo o sucesivo del poder por varios partidos suyos. El proletariado es mucho más
homogéneo que la burguesía. Su cohesión material irá en aumento tras la toma del poder, al mismo paso
que deje de ser clase, y paralelamente se multiplicarán las posibilidades de tomar iniciativas en el dominio
social y en cualquier otro. La pluralidad de partidos le será tanto más propicia cuanto que prefigura la gama
infinita del conocimiento desalienado, y que prefigura también la conquista de la libertad frente a la
necesidad, dicho quede sin pedir excusas a los detractores de la libertad en nombre de la dictadura de
partido. La dictadura del proletariado nada tiene de común, en efecto, con una tiranía individual o colegial.
Es una situación social inducida, como la corriente de un circuito eléctrico en otro, por las relaciones de clase
anteriores, provisional por consecuencia, y en lugar de excluir la democracia, ha de darle veracidad y
amplitud desconocidas antes.
El problema de una posible contrarrevolución no admite solución orgánica ni tampoco moral. Las
formas de organización, la honradez y la aptitud de quienes desempeñan funciones dirigentes tendrán
siempre gran importancia, pero hace falta ir más allá, hasta un punto en que los defectos organizativos, las
taras burocráticas, la ineptitud y el dolo mismo de ciertos personajes no puedan redundar en perjuicio
material para unos, ventaja para terceros, y menos en dominio social de unos por otros. El sistema mercantil
actual presupone siempre deshonestidad y defectos individuales en proporciones diversas. A medida que se
sobrevive va haciendo de ellos condición de poderío y de riqueza. Al fin, sus instituciones y hombres
representativos actúan legal o ilegalmente como hampones encumbrados. Eso está haciéndose cada día más
evidente y es correlato inseparable del capitalismo. Ahora bien, la revolución no limpiará de golpe las taras y
defectos inculcados a los hombres y desde vísperas de su victoria se infiltrarán en ella sujetos calculadores.
Esperar otra cosa es idealización torpe. No importa. A la inversa del sistema capitalista, revolución y
comunismo reclaman de forma imperativa, sine qua non de su existencia, eliminar de las mentes la hez
residual de la estratificación económico-política anterior, le es pues indispensable a la revolución dotarse de
relaciones sociales que por su propia función hagan imposible que taras antiguas y burocratismo en general
se concreticen en ventajas materiales o privilegios de otro tipo para sus portadores, fuente de
contrarrevolución. Y como todo el complejo de relaciones sociales, hasta las científicas y artísticas, reposa
sobre la primera de todas y a partir de ella se ramifican y cunde las demás, modificarlas radicalmente es la
única prevención frente a cualquier amenaza contrarrevolucionaria. El mercantilismo universal y la
corrupción del sistema actual, más de las personas, brotan de la operación inicial de compra de la fuerza de
trabajo por un salario; es su relación social básica. Sin suprimirla, ninguna revolución conseguirá
desarrollarse y desembocar en el comunismo. Por el contrario, ni burocratismo ni taras de los individuos
conseguirán desviarla, dándose por base funcional un trabajo productivo guiado por la satisfacción material,
intelectual y psíquica de cada persona. Mientras no quede descartada la ley del valor ninguna combinación
orgánica (centralismo, federalismo, verticalismo, horizontalismo, consejismo, autonomismo, partidismo) ni la
más prístina honradez de los hombres más aptos conseguirán alejar el peligro de marcha atrás.
A tal respecto, cobra importancia grande, ya que no decisiva, definir lo que ha de entenderse por
partido revolucionario. Hablar de la revolución y del comunismo para el futuro más o menos remoto, es
charlatanería aviesa en unos casos (stalinismo confeso o vergonzante) y en otros atardado conservadurismo
economista. Aquellos buscan intencionalmente el capitalismo de Estado; los segundos no, pero caerían en él
por vicios de concepción y atavismo. Tampoco basta aceptar y propugnar el poder político de los consejos
obreros, el armamento de la misma y la estatización de la economía. Hay que afinar aún exigiendo:
a) que el poder de los consejos no sea asimilado al de un partido o al de varios partidos coligados;
b) que el armamento de la clase excluya la formación de ejército o de policía profesionales;
c) que la socialización signifique entrega a la sociedad de los instrumentos de producción, los indirectos
y auxiliares incluidos (centros docentes, informativos, etc.), ello por intermedio de la clase
trabajadora en su conjunto, y el quebrantamiento inmediato de la ley del valor (intercambio de
equivalentes) hasta su desaparición mediata, el todo en contraposición a la propiedad de Estado y a
cualquier control obrero o autogestión.
En fin, un partido revolucionario puesto en minoría por otros partidos situados dentro de esos
lineamientos generales, debe inclinarse. Por el contrario, debe llamar a las armas contra quienesquiera los
conculquen, incluso si tuvieren mayoría, y contra quienes pretendan asumir por su exclusiva cuenta el
cometido comunista del proletariado.
No obstante, ni lo dicho ni cualquier otra precaución constituirá garantía cierta frente al peligro
contrarrevolucionario, ni aun siquiera el derecho de insurrección bien estatuido. Mientras no decaigan hasta
desaparecer las relaciones capitalistas de distribución, que presuponen las de producción, el peligro
permanecerá. De ahí que toda revolución venidera deba, ante todo, preocuparse de terminar con el trabajo
asalariado, asiento de la demoledora ley económica del valor y de todos los valores morales del capitalismo,
amén de sus corruptelas decadentes, estúpidamente presentadas a menudo como revolucionarias.
Resumiendo, la distinción entre clase revolucionaria y revolucionarios, tan visible en épocas de
letargo político, empezará a reabsorberse con la revolución e irá disipándose con la actual tria económicocultural, que es, en último análisis, de donde procede. Mas no serán los revolucionarios, y por ende sus
partidos, los que se extinguirán, no, sino la sociedad entera, en posesión de sí misma y por su propio
funcionamiento, la que será revolucionaria.
En cuanto a la estructura orgánica particular de un partido revolucionario, no puedo
representármela sino inspirada por las tareas post-revolucionarias, tal como quedan expuestas, y de las
cuales se desprenden por sí solas las tareas pre-revolucionarias. La estrategia genera la táctica; la finalidad
apronta sus propios medios. No es necesario, ni cuadra en este trabajo formular los estatutos de un partido.
Pero sí es oportuno establecer algunos puntos importantes, experiencia por consejo.
1. Con excepción de lo que pudiera servir a la represión policíaca, la polémica política o teórica debe de
ser pública, no interna y reservada a los afiliados. Aun cuando tenga lugar en boletines especiales,
éstos deben ser puestos a disposición de cualquier trabajador, con o sin tendencia. El pensamiento
revolucionario no se concilia con ninguna clase de esoterismo, ni siquiera el esoterismo formal de
“para nuestros militantes sólo”.
2. El derecho de fracción debe estar garantizado por las reglas de organización, hasta el límite
compatible con los principios de la misma.
3. En todos los organismos electos, las minorías deben estar representadas proporcionalmente, desde
el escalón local hasta el mundial cuando lo hubiere.
4. La selección de comités debe hacerse por voto directo hasta el máximo que permitan las
posibilidades de relación entre designantes y posibles designados, evitando el nombramiento de un
comité restringido por otro u otros comités elegidos por votación directa o de segundo grado.
5. El congreso elige la dirección del partido, y él mismo, si hubiere lugar, una comisión restringida para
despachar los asuntos corrientes, pero sin poder de decisión.
6. Ningún comité tendrá la facultad de incorporarse por decisión propia nuevos miembros, siquiera sea
provisionalmente, hasta ratificación por los militantes o por sus delegados. Tal derecho, como el de
destitución, pertenece constante y exclusivamente a los afiliados.
7. La expulsión de una sección o de una fracción deberá sujetarse a mayoría de dos tercios. La dirección
sólo tendrá la facultad de razonar una petición de expulsión. Tratándose de individuos, la dirección
tendrá facultad para suspender sus actividades exteriores como miembro del partido, hasta decisión
definitiva por las asambleas, pero sin privarlo entre tanto de sus derechos de voz y voto.
8. Como regla general, de donde deben sacarse otras muy concretas, hay que evitar que la dirección
esté en condiciones de tomar medidas de organización y actitudes políticas que una vez decididas
sean de difícil rectificación; hay que precaverse contra el hecho consumado. No es el paso marcado
por el conjunto de los militantes lo que hace la fuerza de un partido revolucionario, sino la común
inspiración combativa, política, teórica, filosófica y moral. Ella le dará una cohesión y una fuerza de
irradiación inalcanzables mediante cualquier reglamento disciplinario.
9. Debe quedar escrito que el partido es un instrumento y parte de la clase revolucionaria, sin que
pueda, en ninguna circunstancia, ocupar su lugar ni desempeñar su cometido. La confianza de la
clase hay que ganarla; decretándola se la destruye. Por lo tanto, debe quedar garantizado el derecho
de hacer llamamiento de la clase contra el o los partidos, el propio incluido.
Lo que impulsa la clase obrera a la revolución y al comunismo, no son sus conocimientos teóricos, ni
una aspiración ideal, sino la necesidad de dejar de ser clase asalariada, clase, sin más. Tal necesidad es cada
día más apremiante y palpable, y coincide con un devenir superior de la humanidad. Cuanto le ponga
obstáculo es errado, apócrifo, o mucho peor, abyecto disimulo de trepadores... o de encaramados ya.
Si entre esa necesidad revolucionaria de la clase, resumen de su cometido histórico, y los
revolucionarios de cualquier procedencia se interponen ideas, tácticas, y estrategias aprendidas, deberán
echarlas por la borda para merecer el nombre de revolucionarios.
En la España de 1936, se hizo célebre una frase de Durruti: “Renunciamos a todo menos a la
victoria”. De ahí partió la resbalada anarquista al lado del stalinismo y sus aliados, que decían: “Primero la
guerra, después la revolución”. Muy otro habría sido probablemente el desenlace de aquella situación, caso
de que los anarquistas hubiesen rectificado su tiro diciendo:
“RENUNCIAMOS A LO QUE SEA, SALVO A LA REVOLUCIÓN Y AL COMUNISMO”.
El Estado capitalista habría sido formalmente abolido y el poder hubiese quedado, íntegro, en los
Comités-gobierno de la clase trabajadora.
Así hoy, la divisa de cuantos cabe considerar como revolucionarios, a pesar de su conservadurismo
de escuela, debe ser:
“RENUNCIAMOS A LO QUE SEA, SALVO A LA REVOLUCIÓN Y A LA SUPRESIÓN DEL TRABAJO
ASALARIADO, DINTEL DEL COMUNISMO”.
En esa tarea está la junción y la fusión final de la clase y de los revolucionarios. Superar la distinción
es sobrepasar la teoría, lo que sólo puede ser hecho transponiéndole en realidad social.
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