El que se enoja pierde

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Actitud
Anónimo.
CUENTO MAYA
Recopilación de: Elisa Ramírez y Ma. Ángela Rodríguez
Edición 105
Boletín quincenal
Hace tiempo vivían tres hermanos huérfanos con su abuelita.Vivían
pobres, torciendo hilo. El mayor quiso probar su suerte y salir.
El muchacho insistió y la viejita no pudo convencerlo; viendo que
de cualquier manera se iría, le alistó su bastimento de posol. Y el
muchacho se fue.
Caminando, caminando, llegó hasta la casa de un rey. Preguntó si
acaso tenían trabajo para él.
—Cómo no, hay varios: arreglar el jardín, trabajar en el huerto o
cuidar a un chamaquito.
—Escojo cuidar al chamaquito —dijo el muchacho. Se le hizo lo
más fácil—.Y ¿cuáles son las condiciones?
—El que se enoje, pierde.
—Bueno, está sencillo.
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El que se enoja pierde
—Voy a buscar trabajo, abuelita.
—Pero, ¿a dónde vas a ir, hijo? Podemos vivir bien, torciendo
nuestro hilo.
Comenzó a trabajar. En la mañana sacó al niño. A la hora del
almuerzo, al chamaquito se le antojó ir al patio y le ordenaron al
muchacho —para eso lo estaba cuidando— que lo sacara. Y así, se
quedó en ayunas.
Se aguantó: “Al fin que al rato como”, pensó. Pero a la hora de
la comida, se le antojó al niño de nuevo ir a otra parte y, por
acompañarlo, volvió a quedarse sin probar bocado. Tampoco en
la noche lo dejó comer el dichoso chamaquito. Y así, cada vez que
estaba por sentarse, se quedaba con las ganas. Puso mala cara. El
rey le preguntó:
—¿Qué, estás enojado?
—¡Cómo quiere que no esté enojado si hace dos días que no
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El tercer hermano quiso probar fortuna.
Al otro día sirvieron el desayuno. No se acababa
de sentar cuando el chiquito quiso salir al patio.
—Joven, lleva al niño al patio.
—¡Cómo no!
Cargó la mesa con todo y comida, agarró al niño
y lo sacó al patio, arrastrándolo. Ya en el patio,
lo aventó en un rincón y se sentó, sin pena, a
desayunar. Acabó, dejó tirados los platos sobre
la mesa y, jalando al niño de la oreja, lo llevó de
regreso a la casa.
—Tengo que ir a ganar dinero, como mis
hermanos.
—Si no han regresado, menos tú, que eres más
chico. ¿Vas a dejarme solita?
—Como sea, tengo que buscar mi destino.
Lo mismo sucedió a la hora de comer, y por la
noche.
Tanto insistió que la abuelita se resignó.
Mandó llamar al muchacho. Con voz calmada le
dijo:
—Ni remedio, si te has de ir, vete —le dijo. Y le
preparó sus provisiones como a los otros dos
hermanos.
Caminando, caminando, llegó hasta el palacio del
rey; también a él le dijeron:
—¿Quieres arreglar el jardín, arreglar el huerto, o
cuidar al chiquito?
—Cuidar al chiquito —dijo rápidamente.
Y le dijeron la condición:
—El que se enoja pierde.
—¿Parejo para todos?
—Parejo.
—Bueno.
Le entregaron al niño, para que se encargara de
atenderlo.
—Tienes que darle todo lo que quiera, llevarlo
a donde te pida. Que esté contento —le
recomendaron.
—Si sigue así nos va a matar al niño —protestó
la reina—. Regáñalo.
—Mira, joven, el chiquito creció muy rápido;
yo creo que mejor te vas para la hacienda, allá
tenemos muchos peones.
—¿Qué, ya te enojaste, rey?
—No, no es eso. El chiquillo ya creció, te digo, y
te vas a ir para la hacienda.
Al día siguiente se fue para la hacienda. Allí
estaban trabajando todos los peones del rey. En
la hacienda había miel, fruta, ganado.
Comenzó a preguntarles a los peones:
—Y a ustedes, ¿les dan miel para comer?
—No.
—Ah, pues traigan sus hachas y vamos a tirar los
panales: de ahora en adelante todos van a comer
miel.
Los peones lo obedecieron. Tiraron todas las
colmenas y acabaron con toda la cosecha.
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como!
—Ah, pues ya perdiste.
Ordenó que lo apresaran, que le cortaran una
pierna y que lo echaran a un calabozo.
En la casa de la abuelita, el segundo hermano
empezó con que también él quería salir. Salió y
le sucedió lo mismo que al mayor. En la cárcel se
encontraron:
—¿Aquí estás?
—Sí.
—Pues ya somos dos.
—¿Qué comen? ¿Les dan carne?
—No.
—Pues de ahora en adelante, todos van a comer
carne.
—¡Menos mal!
Tempranito al día siguiente el muchacho tuvo listos los
caballos. Hizo todo al revés, no como le dijeron: él agarró
la mejor montura y el mejor animal; al rey y a la reina les
dejó unos pencos flacos.
Al tercer día dijo:
—¡Éste no es mi caballo! —protestó el rey.
—Ya lo sé, pero el tuyo me gustó para montarlo yo. ¿No
te enojas, verdad?
—No. ¡Vámonos!
—Si llegara a venir el rey, ni cuenta nos daríamos.
Vamos a tumbar unos cuantos árboles para poder
ver el camino.
Salieron. Adelante iban los caballos del rey y de la reina;
para que se apuraran a caminar el muchacho les pegaba
con su cuarta; de paso chicoteaba a los reyes.
El rey se asomó a la ventana, desde su casa, y
sorprendidísimo se dio cuenta de que se podía
ver el rancho.
—¡Muchacho, ten más cuidado!
—¿Qué, te estás enojando?
—No, pero a ver si tienes más respeto.
—Se me hace que te estás empezando a enojar.
—No...
—Pues apúrense entonces —y más les pegaba.
Y ordenó que mataran varias reses.
—Mira nada más lo que hizo ese loco.
—No te enojes porque pierdes —le recordó la
reina.
Fue hasta el rancho y vio los destrozos que había
ordenado su capataz: ya no tenía miel, ni fruta, ni
ganado.
—¿Estás enojado? —le preguntó el muchacho.
—No, eso no —dijo el rey disimulando su
coraje—, pero te vas a venir para la casa, tengo
otro trabajo para ti.
—Y ahora, ¿qué haremos? —le preguntó a la
reina.
—Vamos a invitarlo a pasear al cenote, y cuando
se duerma, lo echamos al agua para deshacernos
de él.
—¿Tú crees?
—Sí, hombre.
El rey mandó traer al muchacho y le ordenó:
—Mañana temprano ensillas tres caballos: uno
para la reina, otro para mí y otro para ti; vamos
a ir a pasear.
—Se me hace que ya te enojaste por lo del
rancho —le dijo el muchacho.
—No, no es eso.
Llegaron al cenote al atardecer. El rey y la reina estaban
molidos: todo el día habían cabalgado en malas monturas
y recibiendo golpes. Se acostaron. La reina se durmió
inmediatamente. Cuando empezó a roncar, el muchacho
la pasó a la hamaca que él ocupaba y se cambió a la de la
reina. Al rato oyó al rey:
—Despiértate, ya se durmió ese tonto.
—¿Ya? —dijo el maldoso fingiendo la voz.
—Ya.
Descolgaron la hamaca en la oscuridad y la balancearon:
una, dos y tres... ¡Pram!, cayó al cenote. Se asomaron.
—Señor rey, ¿por qué tiraste a tu mujer al agua?
—¡Era la reina! ¡Muchacho diablo!
—Pues sí, era ella. ¿Ya te enojaste?
—¿Y cómo no me había de enojar? Por tu culpa mi hijo
casi se queda sin orejas, mi rancho se quedó sin miel, sin
fruta y sin reses; me golpeaste todo el día y, para acabar,
hiciste que tirara a la reina al cenote. ¡Y quieres que no
me enoje!
—¡Pues ya perdiste!
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Al otro día volvió a preguntarles el muchacho:
El rey dejó de ser rey; le dio su corona y todos
sus bienes al muchacho, porque le había ganado la
apuesta. Cuando regresó al palacio rescató a sus
hermanos.
—Ustedes no supieron hacer bien las cosas; pero
ahora, somos dueños de todo esto.
Mandaron traer a su abuelita, vivieron muy felices y
nunca más volvieron a torcer hilo. Desde entonces
supieron muy bien no enojarse, sobre todo los dos
que nunca pudieron volver a sentarse a gusto.
Graham Ross
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