4) Eros ético

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Eros ético
‚La intimidad con el no enamorado, que se mezcla con una
moderación
(σωφροσύνῃ)
mortal,
que
dispensa
mortalidades y mezquindades, y que produce en el alma
amiga (φίλῃ) un servilismo (ἀνελευθερίαν) aplaudido por
las masas como virtud, le garantizará a ella nueve mil años
sin entendimiento, rodando en torno a la tierra y bajo esta‛
(Fedro 256e4-257a2)
Nuestra común lectura de la ética platónica en general pone el mayor
cuidado en los elementos normativos, en los ideales morales y los problemas
que plantean los individuos y las comunidades1, en particular los referidos a la
intemperancia y sus múltiples correlatos2. La gran solución que básicamente
traemos a colación es el intelectualismo socrático, con el cual se cree posible
derrotar las odiosas tendencias materialistas, utilitaristas y sobre relativistas,
manifestadas paradigmáticamente en los Diálogos por personajes tan
significativos como Calicles, Polo, Trasímaco, Hipias y Protágoras. Junto a ese
particular esfuerzo racional, se plantean fórmulas de acción, como son las
virtudes éticas, que alcanzan en muchos momentos el estatus de lo eidético –las
búsquedas conceptuales de los diálogos socráticos así parece presumirlo,
aunque los de madurez nos generen imágenes más complejas-, y además se nos
propone un horizonte crucial que va a signar toda acción, el bien, que incluso se
Moravcsik (1992: 293) para ver sus fortalezas frente a distintas filosofías contemporáneas, hace
una suerte de división de las cuestiones éticas platónicas que valdría traer a colación: ‚(1) the
content of the ideal ethics, (2) moral psychology, (3) moral epistemology, and (4) individual
versus comunal values‛. En este trabajo pondremos atención b{sicamente a la segunda de las
cuestiones, aunque lo demás es casi ineludible.
2 La falta de σωφροσύνη probablemente sea uno de los escollos fundamentales que se enfrenta
en los textos platónicos. Ello tiene una íntima relación con el problema de la irracionalidad que
promueve, cuestión a la que se dedican largas y apasionadas páginas en textos señeros como el
Gorgias y la República, probablemente en respuesta a experiencias histórico-políticas que
marcaron la vida de nuestro pensador y que lo llevan a tratar de abrir alternativas de sensatez y
cordura en un mundo marcado por excesos, desatinos y frivolidad (cf. Vallejo 1993: 9-43).
1
[1]
delata como la cumbre metafísica por excelencia, si atendemos a las eficaces
imágenes de los libros VI y VII de la República.
Mas, atendiendo a la llamada de atención aristotélica en el sentido de que
la ética antes que discernir los fines y centrarse en el quehacer racional, debe
ocuparse de los medios y el fragor de la lucha contra nuestras flaquezas (cf.
Ética a Nicómaco II 1), pensamos oportuno atender a la notabilísima exaltación
del papel de las emociones que presenta el segundo discurso de Sócrates en el
Fedro (243e-257b). Este texto puede tener antecedentes en el Banquete, quizás en
la revelación de Diotima, así como la visión de la justicia como armonía en la
propia República (591b-d), por citar dos pasajes para la discusión3, pero genera
una idea muy diferente de lo que puede aportar la irracionalidad al
pensamiento, en especial en la búsqueda de sus más altos objetivos. Es
tentadora la tesis destacada con especial ahínco por Martha Nussbaum en su
conocida obra La fragilidad del bien, de una gran superación de los criterios
filosóficos de la República; pero es preferible atender a la prudencia de no
extremar posiciones4, cuando son muchas las muestras de atemperación de las
fuerzas emocionales en el propio Fedro, y más aún en textos posteriores como el
Filebo, el Político y Las leyes, donde de ningún modo la exaltación erótica preside
el pensar5. Mas lo cierto es que en nuestro diálogo se ofrecen suficientes
Conforme con Fierro (2008: 27), el eros en el Banquete (205a-b) enlaza belleza con bien, además
se abre a una perspectiva universalista, con lo cual la individualidad de la experiencia erótica,
diríamos, se supera por una vía ‚ética‛ pero sin obviar por ello los aspectos motivacionales. La
autora, por otra parte, pone especial cuidado en mostrar cómo en la República hay un desarrollo
clarificador de la noción de bien que se está manejando y a su vez del papel que deben jugar las
‚partes‛ anímicas para alcanzar los objetivos que se propone para el alma como un todo,
específicamente en una perspectiva intelectualista (cf. p. 30). Mas, es precisamente esto último
es lo que nos mantiene un poco lejos de la versión de la República.
4 Destaca Irwin (2000: 495-6) cómo en la República queda claro que el alma racional posee deseos
eróticos, y que es acaso el modo de desarrollo de la propia actividad mental del filósofo; de ahí
las curiosas descripciones sexuales de la búsqueda de la verdad (cf. en particular 490a-b). Por
otra parte, como destaca Fierro (2008: 29-31), hay una imagen importante de ‚corrientes de
deseo‛ al inicio del libro VI que debería reconsiderarse; allí se mencionan dos tendencias: una
hacia la verdad y la sabiduría, la otra hacia la corporalidad y sus placeres, siempre poniendo a
esta segunda en un plano negativo –esto no significa que los deseos de las partes inferiores sean
malos, sino más bien que pueden y deben encausarse adecuadamente-.
5 Señala Crombie (1979: 285-6) que si tenemos en consideración Las leyes, veremos una posición
ética bastante coherente en la ética platónica, la que llega a presentarse de forma consistente en
la República –exceptuando las cuestiones relativas al placer, en las cuales se muestran marcas
diferencias en los diálogos que antecedieron a la última obra política del filósofo-. No obstante,
según este autor, en los textos tardíos hay un cambio de tonalidad o énfasis, pues se pone
especial cuidado a lo cosmológico, frente los problemas de la cotidianidad y su particularidad
que marcan los diálogos tempranos. Así, el Filebo presta ‚atención a: <<¿cu{l es nuestro lugar en
el cosmos?>>; en vez de a: <<¿cómo podemos tener éxito en nuestras vidas?>>‛ (p. 286).
3
[2]
argumentos para obligarnos a repensar las fortalezas que aportan nuestras
pasiones en la indagación filosófica. Es en esta línea que queremos ver las
alternativas que genera para la problemática moral.
No sobra recordar que hablar de un ‚eros ético‛ puede parecer
contraproducente, en la medida en que sugeriría que se desregulen nuestras
tendencias apetitivas, y aunque en la República se le da cierto espacio a ello,
aceptando su existencia y su aporte, de modo alguno se dan márgenes de
libertad, y menos aún preponderancia. Por otra parte, Platón ha hecho antes
ingentes esfuerzos por regular nuestra debilidad, dejando la idea de que con
σωφροσύνη casi nos aseguramos una vida moral apropiada, en la medida en
que es lo nuclear para explicar el autodominio (cf. en particular Rep. 430e-431b,
Cármides 165d-e, Rep. 571d-572a y Banquete 196c).
Mas, queremos, frente a ello, defender una ética que parta del desarrollo
de algunos sentimientos, o que al menos explicite alternativas que fortalezcan el
compromiso que racionalmente se postula. La pasión, creemos, lejos de
instaurarse como una instigadora de nuestras más bajas tendencias, puede
convertirse en una aliada, compañera ante circunstancias que devalúan
nuestras suposiciones intelectivas6. No significa esto, evidentemente, que se
busque recuperar las clásicas posiciones de un Adam Smith (Teoría de los
sentimientos morales) o David Hume (Tratado de la naturaleza humana), sino la idea
de que se necesita una suerte de conciliación entre extremos, a la manera
pitagórica
de
armonizar
absolutos
que
pueden
generar
puntos
de
intermediación –medias proporcionales- que no solo justifiquen el diálogo, sino
también lo guíen y definan7.
Como señala el propio Sócrates al arrepentirse de su primer discurso: ‚si,
como en efecto lo es, el amor es un dios o algo divino, no podría ser malo‛
Conforme con Stanndard (1959), creemos que en el tema del eros la cuestión ética es crucial, se
interprete o no positivamente. Este autor, haciendo una comparación entre el eros del Banquete
y el del Fedro, diálogos que ve enlazados en una búsqueda de ordenar (jerarquizar) el erotismo,
señala: ‚in both dialogues the outcome is the same: starting with an undifferentiated psychic
force or motive power it is first necessary to re-direct or re-educate it when it is misdirected and
by continuing the re-educative process the lover is led on to more exacting stages of moral and
cognitive development until at such time the goal is reached‛ (p. 123).
7 Cercana podría estar nuestra interpretación de la perspectiva filosófica que ofrece Velleman
(1999), en la medida en que precisamente trata de validar el amor como una pasión que tiene
claros alcances éticos; no obstante, su preocupación principal está en responder al problema
kantiano de la imparcialidad, frente a la apuesta personal, en algunos casos más ampliada, que
nos mueve eróticamente. Para nosotros aquí el eros es una razón que da pie a la pasión, que es
la que queremos rescatar para una ética platónica.
6
[3]
(242e2-3). Es necesario resarcirse del pecado8 que se cometió atrás contra la
verdad, el bien, la naturaleza, para poder reconciliarnos con la vida.
Con facilidad podemos hablar de una ética desinteresada, pura, que se
goza con la sola entrega por ideales absolutos; pero son palabras antes que
verdaderas razones. Valga atender a nuestras necesidades más ciertas, aquellas
que nos permitirán dar rienda suelta a lo que más importa, aunque con la
consigna de que todo debe ser de alguna manera comedido: nos allegamos a
nuestra subjetividad, pero a sabiendas de que nos ha de permitir alcanzar un
bien más pleno, no cualquier otra cosa.
El amor 9
La palinodia socrática nos lleva a pensar en el amor primariamente como
un dios, y no un hijo de Penia, la pordiosera del Olimpo, de la que habla el
Banquete (203b-c). Esto no significa, con todo, que los rasgos que muestra en
nuestras vivencias eróticas deban ser leídos como puros y simples. Lo que
realmente deberemos comprender es que estos acontecimientos deben ser
incluidos dentro de las manifestaciones de lo mejor que tenemos10.
Mas recordemos algunas de sus características más prominentes, las que
curiosamente Sócrates ha explicitado en su primer discurso, cuando pone al
amor en el mismo nivel de los apetitos más groseros y nefastos para un alma,
relacionados todos con la intemperancia: ‚el deseo (ἐπιθυμία) que sin razón
(ἄνευ λόγου) gobierna sobre el juicio (δόξης) que impulsa hacia lo recto,
Sobre el carácter religioso –purificador- de la Palinodia socrática, mantenemos la perspectiva
de la lectura de M. Demos 1997: 243-6.
9 Solo se tratará aquí la definición del amor en el Fedro, y propiamente la que ofrece el primer
discurso de Sócrates. Evadimos el Banquete y el Lisis, sobre todo porque nos interesa la cuestión
anímica y sus impulsos, y además, por supuesto, los textos en los que se opta por regular la
sexualidad (República 402d y sigs., 559a y sigs., Leyes 835d y sigs.). Otra alternativa que no
discutiremos es la condición de intermediador que suele verse en el eros, que acaso permita
encontrar variables de unificación de muchos elementos en la obra platónica, como los que ve R.
Demos (1934), para quien es este el medio que enlaza lo definido y lo indefinido, el límite y lo
ilimitado, el flujo y lo universal e inteligible.
10 Nuestra lectura de la cuestión erótica está en las antípodas de versiones como la de Grube
(1987), para quien la diferencia entre los dos discursos de Sócrates en este diálogo está nada más
que en una extensión nominal del término ‚amor‛, que en el segundo se amplía recogiendo no
solo fenómenos materiales y negativos, de naturaleza básicamente sexual, sino también los de
carácter espiritual y trascendente. Para este autor la Palinodia resulta realmente una broma al
lector, pues no solo no se arrepiente realmente, sino que además la censura de las locuras
eróticas mundanas mantiene plena validez (cf. pp. 171-3). En paralelo a esto, Ferrari ve también
una importante conciliación entre los dos discursos en la condena a la locura amorosa de tipo
inferior junto con la alabanza a la de tipo divino (1992: 263).
8
[4]
llevado por el goce (ἡδονήν) de lo hermoso, que es formidablemente
robustecido (ἐρρωμένως ῥωσθεῖσα) por los deseos que le son congéneres ante
la hermosura de los cuerpos, que vence en (este) tránsito (νικήσασα ἀγωγῇ), y
que toma su nombre de esta misma fuerza, se llama amor‛ (238b7-c4). Ante
semejante definición, por supuesto, deberían saltar nuestros mayores
escrúpulos morales: un deseo que prescinda de racionalidad es el prototipo
generador de anarquía. Recordando la imagen de paralelismo entre el alma y la
comunidad política de la República (libro IV), diríamos que los trabajadores de
la ciudad tomarían en sus manos la justicia sublevados frente a todo poder de
orden y sensatez superiores, llevados no por el bien moral, expresado aquí en la
búsqueda de la rectitud, sino por el placer que les habrá de generar el disfrute
de la corporeidad. Con mayor razón se debe temer esto ante la fuerza con que
acontecen los hechos: está claro que en el amor se vive la tentación de esos
goces, que por cierto abren una gama de sensaciones complejas y arrebatadoras
–como dirá el propio Sócrates en su palinodia: como una incontenible e
incesante pasión (τὸν ἵμερον 251c8)-, que van desde ansiedades y dolores, hasta
alegrías y disfrutes; pero que además no deja de alcanzar su objeto, en el que
consuma con una fuerza enajenante, como venciendo en una cruenta batalla 11.
Aunque la clave del amor está no en este logro final, sino en el propio tránsito,
en esa fuerza que se desplaza incontenible, que no se detendrá sino hasta que
haya desplegado completamente sus ímpetus12.
Uno de los problemas fundamentales de la interpretación del texto platónico está en cuál es el
objeto realmente que nos ha de mover: ciertamente es el amado, pero ¿qué de él? En la
Escalinata del amor en el Banquete el paso por el individuo supone llegar incluso a despreciarlo
después de haber visto lo que sigue; pero en el Fedro se podría mantener la idea de que el
arrepentimiento se debe a que ese universalismo no es sincero. Aún así, como señala Vlastos
(1981: 31), la cuestión es realmente compleja: ‚as a theory of the love of persons, this is its crux:
What we are to love in persons is the ‘image’ of the Idea in them< if our love for them is to be
only for their virtue and beauty, the individual, in the uniqueness and integrity of his or her
individuality, will never be the object of our love.‛ Sobre este asunto son muy pertinentes las
observaciones de White (2000: 399-403) a propósito de la validación tanto del amor al individuo,
como a las cosas que representa o de las que este participa.
12 Aquí queremos evitar poner peso en la cuestión de la generación, la que, según la primera
parte del relato de Diotima aportado por Sócrates en el Banquete, termina otorgándonos la
inmortalidad (207c9-d2). En ese texto se afirma precisamente que el objeto fundamental del
amor es la posesión constante del bien (ὁ ἔρως τοῦ τὸ ἀγαθὸν αὑτῷ εἶναι ἀεί {206a11-12}) y la
práctica por la que esto se logra está en la procreación en la belleza que encontramos en lo
corporal y en anímico (ἔστι γὰρ τοῦτο τόκος ἐν καλῷ καὶ κατὰ τὸ σῶμα καὶ κατὰ τὴν ψυχήν
{b7-8}). Frente a ello, siguiendo a Bett (1986), podríamos afirmar que la clave del Fedro está en
un incesante movimiento en busca de lo trascendente, para el caso de la belleza, y no en una
suerte de acabamiento del proceso: ‚<they are just as important as reason itself to the soul's
fulfilling of its final destiny; and this final destiny itself consists not of freedom from all change,
11
[5]
No parecieran ser los mejores amigos para una vida ética semejantes
excesos, los que han empezado por el olvido de lo que nos acompaña en
nuestra vida de manera sostenible y prácticamente la aseguran: ‚(el alma
enamorada) de todos se olvida, madres, hermanos, compañeros, y no dispone
para nada de su hacienda, que se pierde por su desdén; las buenas normas y
nobles costumbres (νομίμων δὲ καὶ εὐσχημόνων) con las que antes de esto se
adornaba, las menosprecia todas, y así se prepara para ser esclava e ir a
recostarse donde alguien le permitiría estar más cerca de su amor (πόθου)‛
(252a2-7).
De conformidad con esto, parecería contraproducente que nos sumemos a
una iniciativa moral que parte incluso de la ruptura con normas de uso
cotidiano (νόμιμα) –recuérdese que esta palabra se usa para referir incluso ritos
religiosos (funerarios, como se muestra en Tucídides III 58, 4)- y lo decoroso
que debe acompañar una vida buena, y que además nos muestra furiosamente
perturbados, al punto de no poder contenernos hasta terminar en la propia
cama de nuestro objeto de deseo. Y, sin embargo, esas manifestaciones son el
fruto de una divinidad, un ser cuya vida anímica, como se aclara en imágenes
más adelante en el diálogo, sigue un sendero seguro, que posee dos corceles
buenos y un auriga capaz de elevarle hasta la contemplación de lo supremo
(246b y 247a-c).
La locura 13
El primer paso de la palinodia socrática es el reconocimiento no de la
naturaleza del amor, ni tampoco de la trascendencia de lo divino, cuestiones ya
but of constant, albeit regular, motion‛ (p. 21); de ahí la propia necesidad de que las tres partes
del alma sean inmortales. Con todo, conforme con Rist (1995: 53-59) la cuestión de la generación
se puede encontrar sugerida en el propio Fedro.
13 Quizás sea un poco difícil encontrar una buena traducción para μανία, aunque hay un cierto
consenso: Pucci usa ‚delirio‛; Cousin y Meunier, ‚délire‛; la tradición inglesa habla de madness
(Fowler) o inspired frenzy (Liddell & Scott), en español Gil y Araujo hablan de ‚locura‛,
mientras Lledó simplemente propone ‚manía‛. Tomando en cuenta los alcances que tendrá en
el diálogo, Pieper señala lo inadecuado de hablar de una locura (madness), en la medida en que
connota una irracionalidad o una insanidad, o de un delirio o frenesí (frenzy), que ‚suggests
something poetic, romantic, non-essential, something that may even be arbitrarily induced by a
drug‛ (1964: 49). Frente a ello, lo central en el di{logo habría de ser una pérdida del
autodominio, de la independencia: ‚We do not act, but suffer something; something happens to
us‛ (idem); por esta privación se cae en manos no de una droga sino de un poder divino, de ahí
que sería preferible hablar de un ‚entusiasmo‛ (ἐνθουσιασμός) -Platón usa esta palabra pero
en su forma como verbo-. Con todo, a nuestro modo de ver, la locura por el amado o incluso
por lo hiperuranio, no corresponde a una relación estrictamente teológica: los dioses tienen un
lugar intermedio, por muy favorecidos que se los quiera ver.
[6]
supuestas a las que en el desarrollo del discurso se llegará, sino de las bondades
de la locura14, entendida como una donación de los dioses que permite acceder
a la religiosidad tanto en su parte rogativa y cultual, como en la iniciática y
purificadora; pero además a las artes y el propio enamoramiento filosófico, que
es la meta por excelencia en la vida. Por supuesto, parece que estamos frente a
actividades en las que lo nuclear es una suerte de arrobamiento que nos
distancia de la vida práctica y, especialmente, de lo que nos exige la acción
política; de manera que deberíamos mantener una cierta reticencia de la
propuesta del texto para llevarlo a cuestiones éticas, que están relacionadas con
una cotidianidad que exige racionalizaciones desde la sensatez o la prudencia.
No obstante, debe considerarse que la denominada μανία, según destaca
el propio Sócrates, ha generado históricamente τὰ μέγιστα τῶν ἀγαθῶν (244a),
tanto en el plano individual como en el comunitario (b1-2); mientras que la
σωφροσύνη –entiéndase como autocontrol o moderación15-, que se caracteriza
por un cuerdo distanciamiento o sometimiento de la irracionalidad, más bien
no alcanza a generar beneficio alguno, habida cuenta de que se trata de un
producto humano (244d4-5)16. Por otra parte, en lo que compete al arte, cuya
validación está decididamente relacionada con la locura –o con una
intervención de divinidades en el sujeto creador o intérprete, como lo propone
el Ión (533e3-8)-, termina cargando con la responsabilidad de la educación de las
generaciones futuras (τοὺς ἐπιγιγνομένους παιδεύει [245a4-5]). Todo lo cual
parece una afrenta a las propuestas éticas de la República, acaso la obra que
queda en suspenso a partir de este otro diálogo17. Finalmente, la filosofía puede
Valga apuntar la advertencia de Vlastos (1981: 27) de la necesidad de revisar la convergencia
entre μανία y νοῦς que muestran obras como el Fedro y el Banquete, aquella que se lograría
precisamente en el amor. Cuando decimos que no es la naturaleza de este último la que primero
importa en la Palinodia, en realidad nos equivocamos, pues la locura es su expresión por
excelencia, así como la contemplación resulta su mayor logro (no tanto la generación, como lo
señalamos atrás).
15 En estos pasajes de las p{ginas 244 y 245 se utiliza m{s el verbo σωφρονέω (con excepción de
244d4), lo cual no cambia sustancialmente el concepto. Aunque a este propósito sí valga
retomar lo que en 250b se explicará con contundencia: no hay un menosprecio de la
σωφροσύνη en sentido pleno, sino de la imagen (ὁμοίωμα) de esta que se logra plasmar aquí,
que puede ser evocadora, pero no una realidad significativa. El texto que hemos citado al inicio
de este trabajo (256e4-257a2) es contundente al respecto.
16 Irwin (2000: 500) asume que la σωφροσύνη que se rechaza es la que se remite a lo
‚instrumental‛, esto es, la que permitiría manejar b{sicamente las partes no racionales de lo
anímico y que, en última instancia, es una virtud de ‚fachada‛ que se llega a censurar también
en la República (cf. también pp. 322-4).
17 Cf. en particular Nussbaum 1995: 276-7 y 294-5. Frente a ello, valga recordar la tesis de Irwin
(2000: 501), quien recuerda que el filósofo que vuelve de la contemplación de lo formal para
liberar a sus excompañeros de la caverna es visto como un ser ridículo e incompetente, por lo
14
[7]
parecer una actividad de carácter contemplativo que renuncia a la concretitud
para sobrevolar en busca de ideales trascendentes que no tienen mayor relación
con lo ético, si atendemos a la lectura aristotélica de esto, que lo ve relacionado
básicamente con costumbres (ἔθη) y virtudes como la propia σωφροσύνη en el
plano ‚mortal‛ (cf. Ética nicomaquea 1003a3-7 y 17). Pero Platón nos lleva a
comprender este tipo de visiones extáticas como pasos esenciales en la
comprensión y justificación de lo normativo: por lejos que deba ir el filósofo en
busca de sus ideales, eso no lo separa de su proyecto político, que implica no
solo incidir en el poder sino también en la necesidad de llegar a tomarlo
decididamente en algún momento.
Con todo, antes de mirar lo de positivo que tiene esta pasión divina,
podría insistirse en las consecuencias de su ausencia: ya hemos señalado que
evidentemente nos perderíamos beneficios nada despreciables, como son los
presagios, las exculpaciones, las obras artísticas y nuestras intuiciones eidéticas;
pero lo más esencial está en la propia comprensión y aceptación de su papel en
la constitución del alma, entre cuyas pasiones y operaciones no pueden faltar
elementos que no se adhieren a los parámetros de la razón, más aún cuando la
propia inmortalidad anímica depende del movimiento, y ciertamente el que nos
caracteriza es el que proviene de nosotros mismos -aunque este en general
responde a lo que el entorno le provoca-.
A este propósito, la imagen de los caballos alados y el auriga es muy
explícita: se trata de un grupo movido por intereses, deseos que no nacen de sí,
sino de lo que llegan a contemplar o vislumbrar18. Se supone que lo mejor para
semejante tripleta es perseguir lo que los dioses pueden alcanzar, pero, sea que
lo logren o no, siempre están marcados por un horizonte que les apasiona y
arrebata.
Es cierto que es el grotesco corcel insurrecto el que carga con lo más
radical de lo que enloquece, pues es el que se llena de ὕβρις y asume una
postura que no le cabe, con arrogancia (253e3), además de ser sordo, indócil y
que podría afirmarse que la filosofía para Platón en general sería leída como una especie de
locura, sea por su referencia a un conocimiento por reminiscencia irreconciliable con la realidad
que vivimos o por su búsqueda de ello como el horizonte epistémico fundamental. De esta
manera, no habría una gran novedad en la propuesta del Fedro, al menos en comparación con la
República y especialmente el Banquete, en el cual está claro que hay una suerte de arrobamiento
erótico que explicita la propia racionalidad. Entre el Fedro y el Banquete, señala Ferrari (1992:
268), hay equiparación de objeto –la cuestión metafísica-, pero diferencia de ‚cliché‛: ‚in the
Symposium, the chiché is ‘love promotes virtus’. In the Phaedrus it is ‘love is wild’‛.
18 Valga recordar que esta lectura de los deseos o ímpetus de las partes o géneros del alma
podría hacerse corresponder con los planteamientos de la República (cf. 580d7-8), como señala
claramente Kahn (1987: 81-91).
[8]
tender a encabritarse (σκιρτῶν βίᾳ), abalanzándose sobre lo que desea sin
freno. Pero a esto no puede reducirse el fenómeno de nuestras pasiones y
emociones, pues sería como tener la perspectiva del deprimido o del maniático
frente a los mejores momentos de la vida –ambos pueden estar conscientes de lo
que ocurre, pero su disfrute o aprovechamiento no es el más deseable-.
Recordemos cómo los propios dioses a los que intentamos seguir, se
dirigen a lo más alto del cielo, no por una ley de necesidad o por un
ordenamiento determinado, sino por el deseo de alcanzar lo que les alimenta
por excelencia: διάνοια
y ἐπιστήμη (247d1-2), eso que aman como bien
(ἀγαπάω -d3-) y les place plenamente (εὐπαθέω -d4-). En correspondencia con
esto nosotros tenemos la posibilidad de acceder a sitiales superiores, si es que
sumamos fuerzas aspirando gozos plenos. En ello, además, contamos con un
aliado fundamental: nuestro caballo bueno está predispuesto para la cordura y
pudor (σωφροσύνης τε καὶ αἰδοῦς {253d6}) que corresponden a quien se suma
a un objetivo verdadero y gustoso, una δόξα (d7) que no se oculta en las
sombras o palabras, sino que es plenitud, pese a que para el mismo no se
manifiesta en todos sus extremos, habida cuenta de que es compañero en el
impulso y no en la comprensión de lo contemplado (247c7-8). Paralelamente, el
auriga, que para todos los efectos tiene los mismos ímpetus de los dioses y es el
principal responsable de seguirlos, desdichadamente se ve sobrellevado por la
dificultosa situación de ser líder de un grupo dispar y casi incontrolable, de
modo tal que lo vemos con perturbaciones que no imaginamos en las
divinidades.
En efecto, en su mayor esfuerzo por alcanzar lo superior, nuestro cochero
logra levantar la cabeza y contemplar aquella maravillosa trascendencia, por
supuesto en el momento en que alcanza a acompañar a los dioses en su rotación
(248a2-4); pero su tránsito con los corceles es tumultuoso y fatigoso
(θορυβουμένη ὑπὸ τῶν ἵππων καὶ μόγις καθορῶσα) y el resultado del mismo
es una suerte de desastre: ‚ella (el alma) algunas veces se levanta, otras se
hunde, y con el esfuerzo (βιαζομένων) de sus caballos ve unas cosas, otras no.
Todas las dem{s (almas), con un deseo vivaz (γλιχόμεναι), se acercan a lo alto,
pero imposibilitadas, hacen el recorrido circular hundiéndose, pateándose y
fustigándose mutuamente, al intentar (cada) una llegar a estar por delante de
la(s) otra(s)‛ (248a5-b1).
Por supuesto, semejante barullo, del que parecen desentenderse los dioses,
genera un final a todas luces desventurado para los humanos, pues terminan
cayendo en nuestro mundo, soportando el castigo de tener que incorporarse en
[9]
cuerpos e incluso en condiciones sociales poco deseables, determinadas por una
ley justiciera, la de Adrastea, que otorga vidas distintas según el nivel de acceso
que se haya tenido a la visión de lo supremo, así como sus merecimientos en
vida (248c2 y sigs.). En este proceso se sufren toda clase de desgracias: se
destrozan las plumas que permitían volar, se rompen piernas los corceles, de
los tirones el caballo indómito llega a romperse su boca, de la cual han salido
toda clase de insolencias (254c-d). Y parece que en todo ello hay un gran
culpable, el licencioso corcel negro; mas no es esto completamente cierto,
porque caben responsabilidades fuertes en sus compañeros, los cuales también
pierden su compostura, enfurecidos contra aquel, no sabiendo cómo detenerlo y
guiarlo. De hecho se habla de una κακίᾳ ἡνιόχων (248b2) como una de las
razones, acaso principalísima, para que no se alcancen los objetivos que los
dioses sí logran; una ‚incapacidad de auriga‛ que parece el natural producto de
la falta de experiencia y de unas pasiones mal manejadas19. Este auriga nos hace
recordar aquel tristemente célebre hijo de Helios, Faetón, que es incapaz de
manejar el carro de su padre y termina perdiendo la vida en una aventura
juvenil irreparable.
Aunque no somos nosotros mortales como aquel, pues nos corresponde
un castigo, que no deja de tener compensaciones: el alma encarnada, pese su
desventura, en ocasiones se enfrenta a realidades que le permiten trascender
con locura. En efecto, frente a la forma que mejor se plasma en este mundo, la
belleza, se retrotrae a aquella experiencia en los cielos, y vuelven a presentarse
en ella las mismas sensaciones: ‚cuando el auriga, al ver la cara del que le
provoca amor y sentir por esta percepción que se acalora el alma toda, se llena
de un cosquilleo y picaduras de nostalgia; mientras tanto, de los caballos el que
obedecía al auriga, contenido en ese momento y siempre con reverencia, se
reprime a sí mismo de no lanzarse hacia el amado. Pero el otro no respeta ni
siquiera las picaduras de su auriga ni el látigo, y se precipita con la fuerza de
sus saltos‛ (253e5-254a4). Ese calor y cosquilleo, que se unirán luego a angustias
y dolores, son del alma en su conjunto; pero casi de inmediato se empiezan a
distinguir los excesos, la lucha, la incontenible locura del ‚alma concupiscible‛
en su individualidad, la que tiene una fuerza y pujanza que pervierte las
bondades de las otras fuerzas anímicas.
Ferrari explica el fallo del auriga como una suerte de descuido producido por su propia
emoción: ‚When arguing, the charioteer’s emotional attention had been focused on what we
might call internal politics: establishing correct order in the team. But when he comes to
recollect Beauty itself, his emotional attention is swept away by the object of this private
memory, and he effectively forgets about his team‛ (1992: 266)
19
[10]
Mas a la luz de lo que venimos considerando, el enamorado que pretende
revalorarse, pasa por una impensada reacción frente a lo excelso, que trastorna
toda su existencia, incluyendo aquellos elementos en los que hemos puesto
mayor confianza, como son nuestras mejores emociones y razonamientos. Estos
últimos, que bien podemos suponerlos identificadores de un ‚yo‛, resultan una
fuerza más, una que intenta dar un horizonte de bien y de objetividad a lo que
nuestro ser debería tender, pero igual termina mostrando inconsistencias,
debilidades e incapacidades.
Mas, la clave del platonismo no está en la tragedia, sino en la postulación
de mejores mundos posibles. Así lo muestran los Diálogos políticos, e incluso
los más críticos, donde siembre se abren alternativas, aunque sean difíciles de
concretar, o sirven al menos como un horizonte que no demos perder de vista,
aunque sepamos que los interlocutores no tienen forma de entender o aceptar lo
que se postula como mejor. De manera que no todo está perdido: en efecto, es
perfectamente posible llegar a contemplar alguna de las verdades superiores,
aunque sea en parte (κατίδῃ τι τῶν ἀληθῶν {248c3-4}), lo cual es condición
suficiente para mantenerse en el séquito de los dioses, que por demás no deja
de ser numeroso. Por otra parte, conforme con la ley de Adrastea realmente
existen variables en esta vida encarnada que son relativamente alcanzables: la
mejor de las generaciones es un ideal de vida de los seres humanos libres, que
se caracterizan ya sea por ser filósofos, amantes de la belleza, músicos o
expertos en el amor (ἐρωτικός) (248d4-5). Ciertamente las estirpes más
negativas son socialmente amplias, en la medida en que los artesanos y los
labradores aparecen en un sétimo puesto; pero los últimos lugares, que incluso
se calificarían como lo peor de la ciudad, son muy selectos, pues hablamos nada
más de los sofistas, los demagogos y, finalmente, los tiranos.
En correspondencia con esto, podríamos decir que solo algunos cuantos
son tan desdichados que no son capaces de cerrar sus oídos al bien que se nos
ofrece como posibilidad, que dejarían que sus fuerzas anímicas generen una
nueva tragedia, porque sencillamente pierden la cordura y la sensatez de no
contenerse, de dejarse llevar por sus tentaciones más radicales. El hecho mismo
de que Platón esté dando prioridad a los amantes del arte y la belleza, y a los
amantes en general, muestra una visión profundamente optimista de la vida,
muy lejos de perspectivas que niegan instintos, deseos y pasiones. La locura
misma que se describe como filosofía es una apoteosis del amor que puede
caracterizar cualquier vida humana, a menos que esté realmente cercenada por
[11]
excesos fundados en el amor al poder por sí y a una palabra sin
responsabilidad.
Así las cosas, ¿estará la respuesta de lo que se nos propone en algún punto
medio, acaso como el caballo bueno? En principio esto permitiría pensar en una
comedida disposición. En efecto, el buen corcel ofrece su fortaleza al bienestar
del conjunto, no pretendiendo nada para sí, ni siquiera en el momento en que
suma su poder contra su compañero de tiro. No obstante, esta fuerza
igualmente genera en el alma un encabritamiento muy particular: ‚retir{ndose
ambos más lejos, el primero (el bueno) por la vergüenza y el estupor (αἰσχύνης
τε καὶ θάμβους) empapa de sudor el alma toda‛ (254c3-5). Ese sudor es el fruto
de una suerte de congoja que se manifiesta en la tensión entre lo que quisiera
perseguir y lo que le exige el pundonor, pues vive la compensación que supone
mantenerse entre extremos. Este caballo se define por amar el honor (τίμη) que
se une a la moderación (σωφροσύνη) y la reverencia (o respeto -αἰδώ-),
condiciones morales que corresponden con la meta por excelencia de la vida
anímica, la ἀληθινῆς δόξα, de la cual se le declara compañero; de manera tal
que resulta ser el aliado por definición del auriga. Mas, en las citadas
desventuras del conjunto, termina colaborando con los malos manejos de su
jefe, al punto de no poder ofrecer la citada moderación, cuando más se la ocupa.
De esta manera, el medio no nos asegura el éxito, y pareciera que la
cuestión debería más bien recaer en el auriga, aunque tendríamos que realizar
cambios en nuestro manejo de nuestras fuerzas anímicas, sea por la vía de una
armonización de las mismas, para ser efectivos en el alcance de nuestros
objetivos, sea en el desarrollo de una verdadera comprensión de lo que a cada
uno toca, entiende, asume y puede lograr. Por este camino queremos entender
la complejidad del fenómeno moral, ese acontecimiento que, ya viniendo de
fuera, de dentro, o de donde se quiera, logra determinarnos en lo más íntimo,
abriendo posibilidades, pero a su vez estableciendo condicionamientos y
necesidades, muchas de las cuales suspenden nuestro entender.
El objeto del amor
Si consideramos las discusiones socráticas, las que se reproducen en los
primeros diálogos, así como algunas de los más importantes textos donde
Platón explicita lo formal, especialmente la República, nos encontramos con una
constante referencia a cuestiones de índole moral; y no solo al nivel del análisis
del comportamiento, la formación o los modos de vida de las personas, sino
[12]
también de la propia determinación de los contenidos eidéticos. En el Fedro esto
se confirma de una manera casi radical, pues el acontecimiento de la belleza
acá, o de la plenitud de lo trascendente en lo más alto del cielo, está relacionado
con virtudes éticas; incluso podría decirse que son tales virtudes lo que se ve:
efectivamente, en este mundo se reproducen imitaciones de la justicia y la
moderación (250b1-3), que son la razón fundamental que atrae al alma
enamorada; en los senderos de los dioses se puede llegar a contemplar estas
mismas, pero en toda su pureza: ἐν δὲ τῇ περιόδῳ καθορᾷ μὲν αὐτὴν
δικαιοσύνην, καθορᾷ δὲ σωφροσύνην (247d5-6), junto a las cuales está el saber
(ἐπιστήμη). Por eso a lo divino se le otorga, al lado de su belleza el epíteto de
σοφόν y ἀγαθόν, ‚καὶ πᾶν ὅτι τοιοῦτον‛ (246d8-e1), esto es, las más plenas
condiciones morales.
Esto es evidentemente paradójico: se supone que la justicia habría de ser
una virtud política, esto es, se realiza en un entorno social. Ciertamente
podemos hablar de hacer justicia a las partes del alma, como darle un lugar y
un ajuste adecuado a las pasiones de lo irascible en nosotros; pero esto es más
una metáfora explicativa de la concordancia de lo disímil o complejo. Por otra
parte, una moderación, en el sentido en que podemos pensarlo, se refiere a una
contención frente a lo que causa desatino; sabemos que esto puede mostrarse en
almas buenas, en los propios caballos de los dioses, pero es muy extraño que
siendo lo que caracteriza estas entidades, resulte ser el objetivo que buscan en lo
más alto. La pureza en estos casos introduce una variable que no nos resulta
asequible, sobre todo porque no deberíamos suponer en lo trascendente
personificaciones o supuestos antropomórficos, por lo que se hablaría de
conceptos simples, sin aplicaciones en ningún sentido.
Mas, sabemos que la trascendencia expondría la identidad de lo que aquí
apenas entrevemos y una ética habría de indagar ello en calidad de principio
orientador de lo inmanente. Sea esto explicable o no, en todo caso sí se supone
que semejante horizonte permite en las almas una suerte de clarificación del
sendero a seguir y las formas de mantenerse en este, porque se comprenden las
razones de su misma impulsividad. A este propósito, es inevitable recordar la
alegoría de la Caverna, en la que la luz no es otra cosa que la irradiación del
bien, con minúscula y con mayúscula: el prisionero logra captar sus obras y su
manifestación, pero no llega hasta ello en el sentido estricto, pues a lo sumo lo
contempla en lo alto del cielo. Y realmente se logra lo que interesa, a saber, una
dilucidación de lo que determina cada cosa en la realidad, además de una
[13]
suerte de conversión del sujeto, que le lleva a tomar la decisión de reinsertarse
en la caverna en busca de sus ex compañeros de presidio.
Platón en general curiosamente se cuida de no explayarse en lo que se ha
visto o se ha de ver arriba, para poner más bien, en el caso del Fedro, un énfasis
en las fuerzas impulsoras y su moralidad, que es el problema que deberíamos
poder superar para alcanzar nuestros objetivos. En este sentido, desde la
perspectiva de las almas humanas la cuestión no está en los fines que
perseguimos, en la medida en que simplemente se trataría de hacer caso a lo
que siguen los dioses, sino en ver cómo logramos mantenernos a su escolta. Es
ello lo que nos hace comprender el amor como una gran pasión ética, que con
una fuerza extraordinaria, a fin de cuentas, se vuelve eficaz cuando se contiene
y aprovecha.
Enamorarse
es
fácil,
de
hecho
podríamos
afirmar
que
es
un
acontecimiento que llega sin que necesariamente lo queramos, aunque tantas
veces lo alimentamos con insistencias bien planeadas. No obstante, hacer de
este una corriente a favor de nuestro ser y de lo que nuestro pensamiento
asume como lo mejor, realmente es difícil. La carga de irracionalidad que
conlleva nos dificulta cada paso, porque entramos en un mundo que ya no
parece nuestro. En este sentido jugamos, por decirlo con una imagen, con fuego,
uno que puede bien quemar nuestras alas, o, por el contrario, fortalecerlas
sumandos deseos, pasión y razón.
Mas, ¿cómo se controla una locura? Cuando el caballo concupiscente tira
en busca del objeto de sus deseos, incurre en una suerte de crimen (ὡς δεινὰ
καὶ παράνομα ἀναγκαζομένω {254b1}) que se sabe que va a generar mal. Este,
además, al ser contenido con una violencia extrema, reacciona curiosamente con
el lenguaje más soez, al punto de que el que se le rompa la boca parece estar
plenamente justificado. Pero él tiene razón: ¿no es aquello lo que desea el alma
en su conjunto? Él no hace otra cosa que intentar por todos los medios cumplir
el cometido al que está llamado. Sabemos, ciertamente, que en semejante
desplazamiento el problema es que el objeto amado exige reverencia, una suerte
de temor religioso que nos mantenga a cierta distancia, pero a su vez
acechándolo con inteligencia, esto es, con una suerte de prudencia que nos
permita satisfacer deseos, pero también medirlos para evitar desenfrenos
vergonzosos e ineficaces.
La locura se ha de contener, aunque sea a la brava, pero sin dejar que se
pierda ni se niegue, pues es el verdadero medio que necesitamos para
reencontrarnos con lo que fuimos, somos y hemos de ser.
[14]
En la República se nos habían ofrecido algunas luces sobre lo que debemos
hacer: buscar una armonía, musicalizar nuestra vida, dando un lugar a nuestras
diferencias. En el Timeo el alma misma se entiende como una representación de
la compleja escala musical que dibuja el universo como un todo, lo que creó el
demiurgo con medias aritméticas, armónicas y geométricas. En el Fedro todo
esto se mira con un cierto pesimismo, recordándonos que no somos dioses, que
vale más que nos aferremos a lo que queremos para que, de alguna manera
convencidos, podamos afrontar un horizonte todavía indiscernible.
Desde el punto de vista ético, con todo, existen fortalezas que nos han de
permitir afrontar las grandes y decisivas travesías que vendrán. El caballo
indómito necesita σωφροσύνη y el auriga capacidad de liderazgo, ambos tienen
un aliado que les puede ayudar y que se supone que no debe fallar en el
momento de apremio. La cuestión está en practicar, desarrollar tácticas para el
amor. Ya sabemos que las virtudes son actos continuados que se maduran con
el tiempo y la insistencia. Un artista de la seducción no se hace de la noche a la
mañana; los habrá más hábiles por naturaleza o más atractivos, pero la cuestión
está en generar verdaderos maestros del amor.
En ello, de todas maneras, tenemos modelos que seguir, y no hablamos de
los dioses, que, a la vista de que la tienen fácil, no nos sirven como ejemplo. Más
bien serían los propios filósofos, los amantes de lo bello o de las artes, o los que
se gozan en el amor: los hijos de la primera gran generación. Pensemos en la
efectividad de Sócrates, a quien normalmente lo recordamos en su vejez,
cuando su arte estaba plenamente desarrollado: él es un verdadero seductor,
que como señala Alcibíades en el Banquete, termina convirtiendo a su amado en
un amante suyo, que de perseguidor pasa a ser perseguido. Y lo curioso es que
como nuestro caballo indómito, es feo, incluso no habla con la soltura de otros,
ni siquiera sabe algo; y sin embargo hasta de sus señuelos terminan
enamorados los que le encuentran.
Es cierto que el amor llega en la juventud de manera más irracional y
fuerte, pero en cada uno de los pasos de la vida tiene sus avivamientos,
expresados cada uno de manera muy particular: ¿quién de nosotros podrá
olvidar, por ejemplo, el primer amor escolar, aquel que no logró su objetivo,
porque era imposible? Cada vez las cosas se manifiestan distintas, no solo
porque cambiamos, sino porque el propio objeto ya se hace otro, o simplemente
no es el mismo. Mas hay maneras de lograr lo que queremos: la fórmula que
estamos llamados a aprender con el Fedro, parece ser crecer con ello y en ello,
[15]
dejar de sentirlo un enemigo para convertirlo en un aliado, y así honrar al dios
como es debido, convertidos a sus artes y destrezas.
No puede ser malo algo que viene de lo alto, que vivimos y sentimos
como lo más propio, que solo por incomprensión hemos querido negar y
clausurar.
Una ética erótica
Para el alma el horizonte de la belleza es una suerte de remedio de sus
desventuras, como dice Sócrates: ‚además de reverenciar al que posee la belleza
encontró (en este) al único médico de sus mayores males‛ (252a7-b1). La
sabemos caída, no estamos seguros siquiera de si podrá disfrutar de un futuro
mejor. Pero para que ello sea conseguible, es necesario que reencaucemos
nuestro propio ser: está claro que frente a lo bello se pierde la cabeza, si es que
se es realmente seducido; pero esto no debería llevarnos al descontrol
emocional y pasional. Tal cosa sencillamente nos anularía como amantes. Es
necesario perseguir la idealidad –la belleza para el caso- transformándonos,
como si fuese posible que la propia plenitud de lo hermoso se pudiera hacer
realidad en nosotros. La persecución erótica no es una carrera enloquecida a
descampado. El eros, en efecto, no es una mera pasión, y acaso lo menos sea
ello; hay que darle una mayor capacidad de reacción. La locura no es una
enajenación, es una potenciación de lo mejor que tenemos.
Una ética con estas alternativas supone un juego complejo en el que
asumimos un reto: amamos un fin que nos embelesa, y para alcanzarlo nos
tenemos que adornar, primero para creer en nosotros mismos, pero además
para operar un cambio efectivo en la articulación de nuestras capacidades, y así
‚tentar a la plenitud‛. Es cierto que ello no tiene por qué volver a vernos; no
obstante, esto nos puede ayudar a convencernos de nuestras posibilidades y,
así, de algún modo obligarnos en verdad.
Mas, ¿constituye esto una verdadera ética? ¿Tenemos que cambiar aquello
tan platónico de responder a la complejidad moral de la gente con virtudes,
principios y reglas firmes y consecuentes? No necesariamente, pero sí podemos
decir que se nos propone una urgente necesidad de replantear la comprensión
de nuestro ser, dejando de lado tanta negación y señalamiento, para reaprender
a aquilatar nuestra complejidad, dando espacios inteligentes y sostenibles a lo
[16]
que más nos cuesta manejar, permitiendo que lo que nos parece más disoluto
sume su poder, para asumir una tarea de grandes proporciones20.
Al describir el proceso soteriológico de los mejores, Platón establece una
especie de correlación entre dos elementos que ahora podemos entender: ‚en
efecto, habiendo culminado su vida, llegando a ser alados y ligeros, han
vencido una de las tres luchas, las verdaderamente olímpicas; no hay bien
mayor que puedan procurarle al ser humano la moderación humana ni la
locura divina‛ (256b3-7). El filósofo no aclara cómo enlazar ni valorar estas dos
condiciones que reunimos. Un poco después se declarará que tal moderación,
en la medida en que niegue la intimidad con una actitud antierótica, genera
mezquindad y mortalidad (256e3-5); de manera que lo virtuoso no solo no es
garantía de bondad, sino que además puede generar una pérdida del horizonte.
Mas, en la medida en que pueda corresponder con la locura divina, habrá de ser
una aliada fundamental, como el corcel obediente. Así, una ética necesita
fórmulas de direccionamiento y no podría sencillamente dejar que las pasiones
impongan su extraordinario vigor; aunque no podrá evadir su maniática
condición: es una suerte de locura la que nos podrá enrumbar hacia lo mejor,
una que tiene que ser controlada, pero no puede descansar ni menos claudicar.
Es evidente que las metas superiores no son soslayables y de algún modo
todos las aceptamos, de ahí que lo que toca ver es si somos eficaces con las
formulaciones que tipifican nuestra moralidad. Recordemos el texto con el que
abrimos este trabajo (256e4-257a2): es claro que existe una temperancia humana
que conlleva la pérdida de los horizontes, que nos dejará por este mundo por
generaciones; hablamos de aquella que ha menospreciado el amor, como si la
sola ordenanza del auriga pudiera mover nuestro carro, como si no ocupáramos
de caballos; o visto en paralelo, como si desperdigando fuerzas tuviésemos la
posibilidad de constituir una vida plena. Frente a ello, la moderación divina no
parte de semejante torpeza, y es eficaz, y acaso ejemplar; aunque tampoco ello
nos asegura el futuro: como hemos ya dicho atrás, nosotros tenemos una
situación mucho más complicada. La estrategia tiene que reformularse. Es
indispensable repensar lo erótico.
El que se enamora no se entorpece de entendimiento, se apasiona por lo
que quiere y empieza a medirse en su capacidad de asechanza; de lo contrario
pocas o ninguna posibilidad de realización podrá tener. Al enloquecer por
Sobre la identidad que debe lograrse, señala Price (1992: 245): ‚Yet the whole soul was
feathered, as birds are, and the regrowth of its feathers, necessary for its wings to function
again, affects all its parts. This symbolizes that the saving madness of love seizes all the soul;
but the lower parts respond in ways that threaten its salvation‛.
20
[17]
alcanzar lo que ve como mejor, su razón se transforma, reedifica sus trajines, y
la pasión que vive es precisamente lo que le anima y constituye. Sabemos que
ello puede tener consecuencias trágicas, pero es el juego de la vida: lo que
puede desbocarse y termina destruyéndote, es también lo que puede llevarte a
la salvación21.
La ética deambula entre dos mundos aparentemente inconciliables,
llevándonos a lo superior como si se pudiera participar de ello aquí. En este
tránsito, ella no necesita explicitar lo que queremos, pues ya lo sabemos o
sentimos, lo que logra es medir, organizar y orientar las fuerzas, incluyendo las
de los propios aurigas: ellos no solo tiran de las riendas, animan con palabras y
disposición. ¿Qué inteligencia es eficaz si no enloquece un poco con sus
compañeras anímicas? Y si es ello lo más puro, objetivo y racional que tenemos,
¿cómo no apreciar el aporte vivencial de esas otras realidades que impulsan en
el caminar?
Hemos
de
recuperar
nuestras
ansias,
tentaciones,
locuras;
para
reconstituirlas, asirlas para que no se pierdan por la contingencia de su
eventualidad. Es falso que solo podamos llegar a sentirnos nosotros mismos en
los momentos de plena tranquilidad, paz y racionalidad, porque ello puede
ayudar a comprender lo vivido, e incluso planear lo venidero, pero donde
realmente nos medimos es en el trajín de nuestro transitar.
En este juego, que nunca es sencillo, no se nos permite triunfar más que en
unas cuantas ocasiones. Allí todo nos es cuesta arriba, como cuando se
perseguía a los dioses en lo alto del cielo: metas inalcanzables, vidas ejemplares
que no son como las nuestras, ‚buenas‛ costumbres que a la hora en que se
ocupan resultan insuficientes o se olvidan, alianzas que se basan más en
violencia e intolerancia que en armonía y convergencia. Pero por alguna locura
que nos marca, no podemos dejar de intentarlo; nos apasiona tanto lo que
deseamos que habremos de lanzarnos a su caza, por supuesto con la fortaleza
de un espíritu filosófico adecuadamente erotizado.
Por supuesto, aquí no pretendemos defender una perspectiva soteriológica, solo nos
aprovechamos un poco de la imagen de Platón para plantear la cuestión de los horizontes
vitales. A propósito de esto, valgan algunas sensatas palabras de M. Nussbaum: ‚La vida de la
manía no es una vida de contemplación estable. Platón muestra que es más seguro escoger la
existencia cerrada y ascética del Fedón (o una sexualidad indolora y sin compromisos como la
que propugna Lisias). La mezquindad es en general más estable que la generosidad, lo cerrado
más seguro que lo abierto, lo simple más armónico que lo complejo. Sin embargo, Platón
reconoce en esta vida de riesgo (riesgo que empieza a parecer espléndido) existen fuentes de
alimento del alma compleja que no se encuentran en ningún otro tipo de vida filosófica‛ (1995:
307).
21
[18]
Con todo, valga recordar que sin ese entendimiento práctico que calma las
ansiedades y aprovecha las oportunidades, estamos realmente perdidos. De
manera tal que no podemos extremar posiciones, sea dando rienda suelta a la
pasión, conteniéndola con violencia o quedando en un justo medio
tranquilizador. Platón se muestra suficientemente ambiguo como para suponer
una filosofía fundada en locuras y excentricidades, pero también una tendencia
a organizar un plan estratégico para aprovecharse de la falta de inteligencia de
las pasiones, para llevarlas a buen recaudo, con lo cual el modelo ético no
cambiaría, sino tan solo el modus operandi de la racionalidad. Entre estas dos (o
tres) aguas ha de venir la alternativa más sugerente. A ratos va a parecer que
jugamos saltar de un lado al otro en una balanza en la que se ocuparía
contrapesos constantes; aunque la propia armonía que permite pasiones y razón
contenidas, a ratos debe saber suspender sus propios requerimientos. Así,
conviene no descansar aquí, allá, o en medio, pues es demasiado peligroso
dejarse seducir por la respuesta más sencilla.
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