LA INQUISICIÓN ESPAÑA-SEVILLA La Inquisición ocupa en la historia española y, naturalmente, en la sevillana, de los siglos XVI y XVII, un lugar muy importante no sólo por su poder, sino por la mezcla de terror y veneración que inspira su nombre y que hace que su presencia se deje sentir constantemente en la vida ordinaria. La Inquisición era, en realidad, una institución independiente de la Iglesia y respaldada por la Corona para perseguir a los falsos cristianos y a los herejes. Creada por los Reyes Católicos en su versión moderna, comenzó a funcionar en Sevilla en el año 1481. Fue en Sevilla donde se aprobaron las primeras reglas (1484) inquisitoriales ampliadas años más tarde hasta integrar las llamadas Instrucciones Antiguas. Fue en Sevilla donde los conversos, sin duda, desde el Cabildo, y como en otras partes, se opusieron a la implantación del Tribunal. Fue un arzobispo de Sevilla, Pedro González de Mendoza el verdadero fundador de la Inquisición Moderna y, desde entonces, Sevilla contó con arzobispos-inquisidores generales. Todo ello porque era un ciudad con notables minorías judeo-moriscas y un gran centro mercantil abierto al tráfico de todas las naciones, por lo que era un lugar idóneo para la presencia y difusión de ideologías no católicas, en particular la luterana. El Tribunal del Santo Oficio inició su actuación teniendo como sede el convento de San Pablo de los dominicos. La orden dominica, jugándose su prestigio y tratando por todos los medios de aventajar a su más próxima rival, la Orden Franciscana, no tuvo empacho en convertir su convento en cárcel pasajera de los hombres y mujeres "más culpados" de la herejía, al menos de los seis que inauguraron el quemadero de Tablada el 6 de febrero de 1481. Allí fueron quemados seis hombres y mujeres en los llamados "cuatro profetas", "cuatro grandes estatuas huecas de yeso... dentro de las cuales metían vivos a los impenitentes para que muriesen a fuego lento". En el auto predicó el dominico Fray Alonso, "celoso de la fe de Jesucristo e el que más procuró en Sevilla esta Inquisición". En el segundo auto, que se celebró a finales de abril de 1481, se procesó al famoso Pedro Fernández Benadeva, participante de la conjura de los conversos, en la collación de San Juan de la Palma. Este caso se recordaría en las coplillas burlescas de la chiquillería: "Benadeva, dezí el Credo / ¡Ax, que me quemo!", narraba Sebastián Pinelo en 1569 -con 75 años- que oyó cantar siendo muchacho. El convento de San Pablo se rodeó así de lúgubre fama, acrecentada con el paso de los años. Según afirmó en 1612 el abad Gordillo, los inquisidores "celebraban en su convento... los autos y exemplares castigos que en los herejes y tornadizos convenian que se hiciesen, y en su iglesia ponían los sanbenitos, y aun es fama constante que dentro de la cerca del mesmo convento hicieron sus cárceles y executaban las penas de fuego que imponían". Al profesor Juan Gil se le hace duro de creer que parte del recinto dominico se hubiera convertido en mazmorra inquisitorial; la tradición, descabellada a primera vista, queda avalada por la fuente anteriormente citada, aunque ya se le atragantó a Ortiz de Zúñiga, que procuró maquillar en lo posible una crueldad inaceptable ya para la sensibilidad de su tiempo. Pero pronto tuvo que trasladarse al Castillo de Triana, a orillas del Guadalquivir; aquí residió durante todo el siglo XVI aunque no todas las dependencias del Tribunal radicaron en él, por ser pequeño dado el extraordinario desarrollo que fue alcanzando en el transcurso del tiempo. La composición del Tribunal en Sevilla durante esta época fue de tres inquisidores, un fiscal, un juez de bienes confiscados, cuatro secretarios, un receptor, un alguacil, un abogado del fisco, un alcaide de las cárceles secretas, un notario de secreto, un contador, un escribano, un nuncio, un portero, un alcaide de la cárcel perpetua, dos capellanes, seis consultores teólogos y seis consultores juristas, más un médico. Además la Inquisición disponía de la colaboración de los "familiares", que constituían una especie de policía, a menudo fanática, y que disfrutaba de los privilegios de escapar a la jurisdicción de los demás tribunales, estando autorizado a portar armas. Estas y otras ventajas provocaban roces y disputas con las autoridades seculares, y a veces por motivos nimios. M.E. Perry cita un caso en 1637 en el que un funcionario de la Inquisición se negó a ayudar a unos jueces que habían volcado su coche. Los jueces, molestos por esta actitud, le impusieron una multa de 200 ducados, que la Inquisición se negó a pagar. El Asistente mandó 50 soldados para confiscar bienes del Tribunal por el valor de la multa. La Inquisición contestó excomulgando a seis oficiales de la justicia que habían intervenido en el caso. Nueve días más tarde, sin embargo, llegó la orden de Madrid de suspender la excomunión y de rebajar la multa a 50 ducados. "..el Santo Oficio de la Inquisición, donde hay de ordinario tres o cuatro inquisidores, un fiscal, un juez de bienes confiscados, seis consultores y teólogos, clérigos y frailes, para calificar las proposiciones; otros tantos y más consultores juristas, que asisten a la vista y determinación de los procesos, cuatro secretarios, un receptor, un alguacil, un abogado del fisco, un alcaide de las cárceles secretas, un notario de secreto, un contador, un escribano del juzgado del juez de bienes, un nuncio, un portero, un alcaide de la cárcel perpetua, dos capellanes; sirven también un médico, un cirujano, un barbero, un despensero y más de cincuenta familiares en esta ciudad, que tienen todos sus privilegios concedidos por los bienaventurados reyes don Fernando y doña Isabel, Reyes Católicos de buena memoria, y confirmadas por los que han sucedido. Viven en el Castillo de Triana los jueces y oficiales deste santo oficio." Juan de Mal Lara (1570) El celo del Tribunal afectaba a herejes, bígamos, blasfemos, usureros, sodomitas, brujos, hechiceros y clérigos acusados de deslices sexuales. La condición de los condenados era muy variada, demostrando la extensión y filtración de los conversos: alcalde de Olivares, jurado, escribanos, alcalde ordinario, secretario del duque de Medina Sidona, religiosos, lombardero, cambiador, corredor de lonja, físico, curtidor, vinatero, trapero, calero, toquero ... Unicamente se liberaban de su ámbito los obispos y las órdenes religiosas sujetas directamente al papado. Sin embargo, el Tribunal se esforzó por someter a frailes y ello originó múltiples querellas, zanjadas sólo a principios del XVII en que triunfó la Inquisición. Pero la labor esencial del Santo Oficio era la de perseguir y juzgar a los falsos conversos. Los autos de fe que se celebraron en Sevilla tuvieron lugar, primero en las gradas de la Catedral, y más tarde en la Plaza de San Francisco, aunque la mayoría tuvieron lugar en la iglesia de Santa Ana, además de la de San Marcos y en el convento de San Pablo. En todos estos lugares acudía una gran multitud, que solía participar de una manera enfervorizada en todo el complicado ceremonial que llevaban aparejados estos actos. Famosos fueron los de 1546, en el que salieron condenadas 70 personas a diversas penas, o el de 1560, por el que fueron condenados a la hoguera los doctores Egidio y Constantino. En este siglo XVI, constan Autos de Fe en Sevilla en los años 1524, 1546, 1559, 1560, 1562, 1570, 1571, 1573, 1574, 1575, 1578, 1579, 1580, 1586, 1592, 1596 y 1599. Normalmente los autos eran anuales, a celebrar antes o después de la Cuaresma, aunque no siempre. Un auto costaba mucho dinero (en 112.500 maravedíes se calculó el valor de cada uno en Sevilla hacia 1600) y el Tribunal siempre anduvo flaco de fondos, pues se nutría de multas y confiscaciones. No obstante, un inquisidor podía cobrar de salario ordinario 100.000 maravedises anuales, más, entre otras gabelas, 50.000 de ayuda de costas. El médico percibía 50.000 maravedises de salario. A estos había que añadir las retribuciones de los pintores de corozas y efigies, el verdugo, ... Auto de Fe, de Pedro Berruguete (1490) Museo del Prado En cuanto al Auto, condena y suplicio digamos que la condena tenía lugar donde se celebraba el auto y el suplicio en otro sitio; los primeros, que llegaron a tener carácter de fiesta y regocijo público, se celebraron en las Gradas de la Catedral, el lugar más concurrido de la época. El cadalso se colocaba a las espaldas del Sagrario Viejo y el tablado para los convidados en los portales, "frente a donde se vendían las zapatillas". El azote público solía celebrarse en la Puerta del Perdón y la hoguera en el quemadero de Tablada. Éste de la hoguera, la mayoría de los relajados la sufrieron en efigie, es decir, no en persona. Por ejemplo, es el caso de Egidio, que murió en 1555, fue condenado en 1560, como hemos visto. Una época de gran actividad fue la transcurrida desde 1481, en que se instruyen los primeros procesos en Sevilla, hasta 1524, en que se quemaron a más de 1.000 personas y otras 20.000 abjuraron. Estas impresionantes cifras son citadas por el cronista Ortiz de Zúñiga (3), que las extrajo de una placa que había en la puerta del castillo inquisitorial de Triana. Pero debemos tener en cuenta que, considerando que la mayoría de los condenados lo eran en efigie, la lápida quizá recogiese los reales y los muertos en figura. El más importante de los celebrados en las Gradas fue el del año 1546, que por iniciativa del Inquisidor don Fernando Valdés, tuvo extraordinaria solemnidad. Salieron condenas en el auto setenta personas: veintiuna para el quemadero, siete mujeres y catorce hombres; y condenados a retractación y cárcel perpetua, dieciséis. La casa de uno de los reos se arrasó y sembró de sal. En la ceremonia religiosa predicó Gonzalo de Millán, administrador del Hospital del Cardenal. El auto fue larguísimo, pues empezó a las diez de la mañana y terminó al anochecer. La ampliación de la jurisdicción inquisitorial Si bien el leitmotiv de la Inquisición fue la represión a sangre y fuego del criptojudaismo sevillano, muy pronto los inquisidores trataron de extender su jurisdicción a otras causas, como si quisieran erigirse en jueces no ya de la heterodoxia, sino de la moralidad cristiana. En 1506 fueron quemados en Sevilla diez hombres por sodomitas. Así también el 29 de enero de 1521 "sacaron a quemar tres onbres e un mochacho que dizen que eran de fuera de Sevilla por el pecado contra natura. Dios les perdones sus ánimas. Amén". Los reyes, sin embargo, y aun el Consejo General de la Inquisición prefirieron dejar el castigo de la sodomía a la justicia civil. El auto de 1524 marca una inflexión en las pesquisas e indagaciones del Santo Oficio. Por más que la maldad judaizante continuara siendo el blanco principal de su actuación, otros crímenes y otros reos comenzaron a tener mayor protagonismo, como si el tribunal quisiera engullir en sus fauces voraces, además del castigo de la herejía, toda suerte de delitos, sin temor a invadir el ámbito de la jurisdicción civil: el aparato represivo siempre quiere más. Bajo el peso de la justicia inquisitorial vemos caer ahora a los moriscos, que fueron fuente de continua preocupación para los reyes, y lo seguirán siendo: en 1540 estaba detenido en la cárcel perpetua el morisco Gaspar, quizás el mismo morisco que pretendían juzgar los inquisidores por el pecado nefando y que el Consejo General remitió a la justicia del teniente de asistente el 30 de junio de 1540; un año después la Inquisición sevillana metió en prisión a un matrimonio morisco convertido al cristianismo, Jerónimo Diaz y Elvira González; en 1554 se abrió proceso a los moriscos Martín, Juan y Juan Torrera. Y en los autos de 1559 y 1560 les cupo por desgracia a los musulmanes españoles un papel cada vez más relevante, sin que disminuyera ya la represión en lo sucesivo. Los esclavos también estuvieron sujetos al tribunal inquisitorial. El 9 de diciembre de 1539, Gregorio Bravo vendió a Alonso de Benavente un esclavo loro llamado Gaspar, herrado en la cara, "que a sido azotado por la Santa Inquisición". Se silencia la culpa en que pudo incurrir el esclavo: ¿pronunciaría alguna blasfemia? Las brujas fueron blanco del odio popular, dentro y fuera de España, aunque aquí encontraron más comprensión y benevolencia. En 1554 fue incriminada por hechicera Inés de los Ríos, mujer de ilustre apellido, con quien la Inquisición se mostró más bondadosa que con los herejes. Y es que el Santo Oficio fue de una rara benignidad con la gente lanzada a actividades mágicas. Otros casos de hechicería no parece que llegaran siquiera ante el tribunal. Ampliado el margen jurisdiccional, cayeron en las redes del Santo Oficio víctimas de otra clase. Fácilmente entraron en su punto de mira los extranjeros, y ello con general aplauso: al pueblo, en el que anida siempre una latente xenofobia, le gusta ver cómo se hace escarmiento en los pecados ajenos, no en los propios. Al principio pudo haber cierto motivo. Los conversos hicieron buenas migas con los genoveses y algunos mercades de la Señoría se casaron con mujeres andaluzas, no pocas de ellas conversas, de modo que no es extraño que ellos o sus hijos acabaran por sufrir un castigo por parte de la Inquisición. El castillo de la Inquisición en Triana (Sevilla) y la Torre del Oro. Aguafuerte de Meunier (1665-68) Una vez trasladado el Santo Oficio al Colegio de las Becas Coloradas en 1778, tras la expulsión de los jesuítas de España, el castillo fue demolido, estando ya en muy malas condiciones y sufriendo inundaciones habitualmente. Como curiosidad, obsérvese que a la Torre del Oro le falta aún la linterna que formará su tercer cuerpo en el siglo XVIII La Inquisición instaurada por los Reyes Católicos fue un Oficio nacional, en el sentido de que a los cristianos acusados de herejía se les prohibió la apelación a Roma: todo se coció en casa. Por tanto, el control religioso se convirtió de manera automática en un poder político que actuaba al margen de la curia pontificia, reprimiendo las minorías fueran éstas del carácter que fuesen. Lo más curioso de todo es que el Papado, en cuanto detentador de las famosas dos espadas, la espiritual y la temporal, acabó por implantar en Italia el mismo sistema en busca de idénticos fines -religiosos, políticos y por añadidura morales-, dado que la cátedra de San Pedro, salvando raras excepciones, estuvo normalmente ocupada por miembros de las grandes familias italianas. La Inquisición, en definitiva, dijo velar por la pureza espiritual de toda la Iglesia, pero al mismo tiempo defendió muy particulares causas nacionales: de ahí el sutilísimo encaje que se tuvo que hacer en suelo italiano al implantar el Santo Oficio en los reinos de la Corona de Aragón, los dominios pontificios y las repúblicas independientes. A finales del siglo XVI la Inquisición había logrado el fin primordial para el que fue creada: el desarraigo del criptojudaísmo. Las grandes familias conversas se habían integrado mal que bien en la nueva sociedad castiza, aceptando su escala de valores. Los cristianos nuevos de Sevilla -y de toda España- se aplicaron en cuanto pudieron a adoptar una nueva forma de vida: enriquecerse más y mejor en Indias, empleando los métodos del capitalismo más salvaje y despiadado, y después, a su regreso a la Península, darse sonoros golpes de pecho y lanzar profundos suspiros en la Iglesia. En definitiva, el Santo Oficio fue el instrumento más poderoso que tuvo la Corona para lograr la unidad política y religiosa de sus reinos, contribuyendo de manera decisiva a lo que hoy llamaríamos limpieza étnica de España. Si quiere saber más... "La ciudad del Quinientos"; Francisco Morales Padrón; Sevilla, 1977 "Los conversos y la Inquisición sevillana"; Juan Gil; Sevilla, 2000 artículo de José Antonio Ollero Pina: "Una familia de conversos sevillanos en los orígenes de la Inquisición: los Benadeva", Hispania Sacra, XL (1988) artículo de Klaus Wagner: "La Inquisición en Sevilla (1481-1524)", Homenaje a Carriazo, Sevilla, 1973, III • Crime and Society in Early Modern Seville, Mary Elisabeth Perry, 1980 • La Inquisición española / Henry Kamen.- Barcelona Crítica, 1985 • "Anales eclesiásticos y seculares de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla...", Diego Ortiz de Zúñiga; Madrid, 1677 • "Sevilla en el imperio"; Santiago Montoto, 1937 Las cárceles de la Inquisición sevillana Un problema al que tuvieron que dar urgente solución los inquisidores fue el de encontrar edificios que les pudiesen servir de cárceles. En un principio bastó con el castillo de Triana, cuya tenencia ocuparon, en los primeros tiempos, Diego de Merlo y, a la muerte de éste, su hijo Juan de Merlo. Por poco tiempo: en el auto del 9 de mayo de 1484 "llevaron en procesion noventa e quatro omes e mugeres para los poner en cárcel perpetua en el castillo de Triana porque fueron condenados por erejes". A este ritmo Castillo de San Jorge, de la Inquisición, a la frenético se comprende que las mazmorras del entrada de Triana, junto al Guadalquivir y el castillo quedaran pronto abarrotadas y que de puente de barcas nada sirvieran las obras que se hicieron en 1502. El hacinamiento de los reclusos hizo necesarias dos prisiones por lo menos a partir de 1496 (el receptor Diego García de Medina distinguió entonces al parecer entre la "carcel mayor" y la "carcel perpetua", además del castillo), que se correspondían de hecho con las dos fases del proceso penal: el juicio del detenido ante el tribunal del Santo Oficio y el cumplimiento de la condena a prisión. La pesquisa secreta -la verdadera inquisición- se llevó a cabo en el castillo de Triana: allí eran metidos los reos, donde el Tribunal los sometía a interrogatorio y en su caso a tormentos; allí también aguardaban su ejecución los relajados al brazo secular. En cambio, los condenados a cumplir pena de prisión quedaron recluidos en la que se vino a denominar "carcel perpetua", aunque de perpetua no tuviera a veces nada. En cuanto al castillo de Triana, por la proximidad al rio, su fábrica estaba expuesta a los innumerables destrozos que causaban las periódicas avenidas. En 1554 la crecida del Guadalquivir, que se llevó el puente de barcas, dejó maltrecha la cárcel, la audiencia y el secreto del castillo. Al reparo de la cárcel se destinaron en 1558 60.000 mrs. y los 80 ducados de la conmutación de hábito de María Alvarez. En 1626, amenazando ruina el castillo a consecuencia de una inundación, la Inquisición pasó a la casa de los Tello, en la collación de San Marcos, de donde volvió a Triana en 1639. Como las finanzas del Santo Oficio no andaban muy boyantes, es natural que se tratara de desviar hacia la Hacienda municipal la mayoría de los gastos que entrañaba la conservación del castillo y su entorno: cuando se empedró la calle, el inquisidor Rojo mandó a los obreros que la solaran como cosa de la ciudad. Por otra parte, sus muros sirvieron a veces de amparo a los bravucones que habían cometido un delito y que eran amigos o familiares de la Inquisición. En 1540 el Consejo General prohibió taxativamente tales excesos, que siguieron cometiéndose bajo el pretexto de la inmunidad que gozaban los servidores de la Inquisición y del derecho de asilo. La burocracia inquisitorial no dispuso de mucho espacio en el castillo: consta que los inquisidores Corro y Monte tuvieron ásperas diferencias por una camarilla, prueba de que apenas había holgura para rebullirse; y provocó envidias el despacho unipersonal del notario Domingo de Azpeitia. La cárcel era malsana, por húmeda o por calurosa, dependiendo del piso donde tocara la celda. Un preso de excepción, el doctor Egidio, solicitó su traslado a otro lugar, alegando que era perjudicial a su salud el aposento que le habían asignado en el castillo. Ante su petición, sucrita por el cabildo eclesiástico, el Consejo General decidió llevarlo a un monasterio fuera de Sevilla; finalmente se optó por la Cartuja de Jerez. Como cárcel perpetua sirvió durante los primeros años del s. XVI una casa particular sita en la colación del Salvador, que fue alquilada al prócer sevillano Alonso Fernández de Santillán. En "la carcel perpetua de la Santa Ynquisicion... qu'es en la collacion de Sant Salvador" compareció el 11 de julio de 1515 Diego Fernández, alcalde la justicia que fue de Marchena. El 4 de enero de 1538 Pedro Vázquez arrendó a Gonzalo Martinez una casa suya en el Salvador "en linde una parte la cárçel perpetua e de la otra parte otras vuestras casas". El pago de la renta por parte de la tesorería del Santo Oficio se efectuó como siempre a cuentagotas y con tal morosidad que, ante las quejas de Santillán, el Consejo de la Inquisición despachó una carta el 1 de octubre de 1524 al receptor, conminándole a dar sin más dilación 30.000 mrs. de alquiler atrasado al casero. Pero la orden cayó en saco roto. En 1562 había subido la renta a 46.500 mrs. al año. Por esta razón se barajó entonces la posibilidad de trasladar la cárcel perpetua a unos almacenes de azúcar situados en la colación de la Magdalena, con un alquiler de 34 ducados (12.750 mrs.) al año; se pensaba que sus dueños los venderían sin dificultad. Otra solución que se ofreció fue utilizar la ermita de San Telmo; aunque la tenía anexada el Papa y gozaba de sus frutos el obispo de Marruecos, siempre se podía llegar a un acuerdo monetario con el prelado, D. Sancho de Trujillo, a quien el exótico título de su sede no le impedía servir a sus escasos feligreses desde la más cómoda Sevilla. Ninguno de estos proyectos tuvo efecto, pues según todas las trazas la misma casa de la colación del Salvador seguía haciendo de prision a finales del XVI: se encontraba en la calle del Azofaifo, y pertenecía entonces a Dª Elvira de Zúñiga y de Guzmán. Su alquiler era de 52.500 mrs. anuales, que se pagaban en tres plazos cuatrimestrales. En las circunstancias extremas a que llevó la furibunda represión del luteranismo (15571562), la Inquisición sevillana se vio obligada a alquilar varias casas; no otra cosa exigía el fuerte incremento de presos: alrededor de ochocientos, según un cálculo contemporáneo. El 2 de mayo de 1559 observó el obispo de Tarazona: "Si obiese cárceles, se abrian comenzado a prender, mas como no se pueden hazer en el castillo sin que los inquisidores dexasen sus aposentos, está la cosa ansí haste tener licencia de hesos señores para hazer el auto". El Santo Oficio se vio obligado a alquilar en 1562 a Antonio de Hervas la casa aneja a la cárcel perpetua, para tener a las mujeres "por sí, pagando una renta de 18.000 mrs. al año. Por un momento pareció que la solución sería hacer dos castillos y repartir los presos. Pero muy pronto se volvió al sistema primitivo de un castillo y una cárcel. La cárcel perpetua disponía de servicio religioso: en 1496 el capellán de la misma cobraba un sueldo de 8.000 mrs. al año, fijado por los inquisidores. Los reclusos, que salían todos los domingos a oir misa a la iglesia del Salvador vigilados por el alcaide, podían recibir visitas. El elevado número de presos -y no debían de estar todos comprendidos en ella- indica tanto la espaciosidad de la casa acondicionada a tal efecto como la diligencia inquisitorial. Las personas de mayor categoría conseguían aliviar la prisión o salir de ella gracias al aval de familiares o amigos o al pago de una conmutación. En los primeros tiempos los reclusos no estuvieron incomunicados del todo: lo impedía su propio número. Los judaizantes detenidos en 1482 hablaron y discutieron entre sí en la torre del castillo de Triana. Tampoco hubo incovenientes en que se otorgaran escrituras en la cárcel. Conforme amainaron los ímpetus de la primera represión, se procuró tener a los reclusos incomunicados, a fin de quebrantar su ánimo y forzar la confesión. Sin embargo, el ingenio y la necesidad inventaron mil mañas y ardides para darse noticias. Unas presas urdieron la siguiente treta. Cuando salían a hacer sus necesidades, ponían un señal y debajo de ella el papel con la misiva, que colocaron primero en un rincón enfrente del servicio y después en la pared del servicio. La primera señal de que se sirvieron fue un ladrillo y un rallito encima, la segunda un casco de escudilla y la última un montoncito de tierra. El papel que utilizaban era una hoja impresa o el papelillo de las especias. La tinta se hacía de zumo de limón, de naranja o de cualquier agrio; al calentar la cédula, salía la letra. De pluma servía una cañuela. Por otra parte, el soborno obraba milagros: gracias a unos regalillos a la mujer y a los hijos del notario Azpeitia, Dª Ana de Deza pudo hablar con el doctor Egidio a través de la casa del propio funcionario, tal vez por algún ventanuco. Al Consejo General le preocupó mucho el problema de los avisos y los envíos de dinero y otras cosas que entraban clandestinamente en las mazmorras. Como los mozos de los alcaides y carceleros se comunicaban con los presos, el 26 de mayo de 1530 se les prohibió hablar con los reclusos y tener las llaves de las celdas. Otras veces, sin embargo, eran los propios oficiales los que aliviaban los duros tragos de los detenidos. En el auto de 22 de diciembre de 1560 fueron azotados el alcaide Herrera "porque descubría los secretos del Santo Oficio", y su ama, María González, "porque recebía dádivas y cosas por ello". Ramón de la Huerta, criado del alcaide, fue penitenciado asismismo fuera del auto de 1560 "porque llevaba mensages de unos presos a otros: cien azotes y desterrado de Sevilla". A Juan de Alegría se lo acusó de haber metido a su mujer en la cárcel con Dª Ana de Deza y otras personas; el 25 de febrero de 1562 el Consejo General ordenó que se le impusiera un castigo ejemplar. En cuanto a la manutención de los reos, los presos ricos pagaban por ella una cantidad de dinero que fijaban a su antojo los inquisidores. Se dió el caso tragicómico de un reo considerado pudiente al que se le pidió un anticipo de 150 ducados (56.250 mrs) sin advertir que antes se le había embargado toda su hacienda. A los pobres se les asignaba al día medio real, con el que tenían que hacer frente a los gastos de comida, limpieza de ropa, etc., si bien esa limosna llegaba algo mermada al destinatario tras haber pasado por las manos del receptor (recaudador o tesorero), del despensero, del cocinero y del alcaide de la cárcel. Efectivamente, el sustento de los presos pobres corrió a cargo del Santo Oficio, incluso en los momentos en que parecía próxima su extinción. Lo normal, sin embargo, fue que el encarcelado tuviese algunas propiedades. Como éstas se hallaban bajo "secuestro", y dado que la familia del reo y el reo tenían que vivir, se pedía permiso a los inquisidores para desembargar algunos bienes e ir tirando con su venta, que se solía realizar en la calle de las Gradas a la voz de pregonero y ante escribano. Un caso de estos fue el del herrero Fernando Martín que, en 1497, se encontraba "preso en el castillo de Triana por el delito de heregía". Para sufragar su manutención, los inquisidores ordenaron a los "secuestradores" (depositarios del embargo), los herreros Nicolás García y Bartolomé de Reina, que entregaran a la mujer de Martín, Isabel Fernández, una parte de los bienes "secuestrados" para pagar la comida del recluso con el producto de su venta. Se conserva todavía la pobre lista de utensilios enajenados, que Isabel declaró el 31 de mayo ante escribano. La justicia consideró que pertenecían al fisco la ropa de cama y las demás prendas y objetos personales que hubiesen tenido en la cárcel las personas relajadas al brazo secular. Otras veces arrambló con todo el alcaide del castillo de Triana. La ropa de los relajados y reconciliados en el auto de 28 de octubre de 1562, "que quedó en las cárceles", valió al fisco 12.912 mrs. Según la común opinión de los teólogos, todo aquel que disintiese de la doctrina del Papa incurría ipso facto en pérdida de su hacienda: sus bienes debían ser aplicados al fisco, "como si antes se los hubiera robado". El Derecho Canónico, en efecto, dictaminaba que el hereje carecía de legitimidad en su posesión, por lo que todas sus propiedades pertenecían al rey, a quien debían ser restituidas. Los enfermos eran trasladados al Hospital del Cardenal. Había un cuerpo de médicos que cuidaban de la salud de los presos: uno de ellos fue el doctor de la Cueva, físico.