1 Las noches de Walpurgis y de San Juan.

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ORQUESTA Y CORO DE LA COMUNIDAD DE MADRID
17 DE NOVIEMBRE DE 2014
AUDITORIO NACIONAL DE MÚSICA, SALA SINFÓNICA, 19:30 HORAS
Las noches de Walpurgis y de San Juan.
Las dos obras en programa poseen elementos argumentales compartidos, como no
podía ser menos tratándose de libretos paralelos por la triple temática común que
encierran: (a) la explosión de la naturaleza en el equinocio de primavera (1 de mayo) y
en el solsticio de verano (24 de junio), celebraciones ya precristianas que
conmemoraban la fertilidad, la presencia explosiva de la naturaleza, el fuego como
elemento reparador y el agua purificadora y genésica. (b) En segundo lugar, la riada
popular que, con antorchas y objetos ruidosos (campanas, carracas y palos), acudía a
aquellas celebraciones emplazadas en lugares sagrados y emblemáticos (montañas,
fuentes, lagos sagrados, bosques, etc.). (c) Finalmente, el control que Roma ejerció
desde el avance de la tribus romanizadas convertidas por zelotes y misioneros a la
religión monoteísta: anatematizando, prohibiendo -y hasta matando en ocasiones- a
los/las que sumándose a la fiesta acudían a estos lugares de primitivo culto, donde ¡como no!- circulaban brujas, demonios, vampiros, trasgos, homúnculos, y toda suerte
de sujetos de los “bajos fondos”, según las crónicas oficiales.
Así, la noche de Beltane/ Beltaine (de clara raíz celta) tomaría el nombre de Walpurga/
Walwurg (santa cristiana que acompañó a los Francos en la evangelización del Este de
Alemania), y la del nacimiento del verano lo titularían la “noche de San Juan”. La
autoridad eclesiástica, que no se podía permitir una fiesta descontrolada de esta
naturaleza ni sus consecuencias indeseables, trató de reflejarlo en cánones y
disposiciones: bien de forma expeditiva, con la condena de la propia fiesta y su
satanización, con la persecución, el castigo y hasta la muerte de infractores; o bien
cristianizando las narraciones cuentos y romances mediante la presencia de personajes
sagrados (Cristo o la Virgen) que bendicen las aguas o los ramos, y que, de paso,
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controlan espiritualmente a las jóvenes que, al aire libre y en nocturnidad, correrían
serios peligros físicos y espirituales buscando “la flor del agua”.
La tendencia de un laicismo poético e ideológico, especialmente activo en el siglo XIX,
y el retorno ideal a la cultura antigua, primitiva, virgen y libre de supersticiones, animó
a mover la pluma a los escritores de dos maneras: en la vertiente ortodoxa, creando
abiertamente aquelarres e historias demoníacas referidas a ambas celebraciones, con el
fin de asustar, prevenir y “educar” a los fieles; o bien en el área heterodoxa con
narraciones irónicas, animadas, de doble sentido, o abiertamente laicas sobre la
fertilidad, la alegría de la vida, y el siempre agradable reencuentro con la Madre
Naturaleza y sus productos. Tanto en los libretos que hoy disfrutamos, el de J. W.
Goethe como el de Víctor Said Armesto, habrá algo de lo uno y lo otro; en todo caso,
un elemento temático rico para intentar recobrar la autoestima y el amor hacia
tradiciones enterradas bajo disposiciones impuestas por el Estado y la Iglesia, y con un
aire de frescura para la revalorización de lo popular como esencia de la singularidad
(lengua, folklore, tradición), piedra angular de cualquier movimiento nacionalista
futuro que potencie la singularidad y publicite las persecuciones por parte de “los
otros”.
La noche de Walpurgis
En el monte Broken, el punto más elevado de los Harz, en Sajonia, se celebraban las
fiestas a la Naturaleza desde tiempo antiguo (véanse citas clásicas de Plinio o de Tácito,
entre otros), siendo señaladas y rechazadas en la expansión franco-romana como
lugares demoníacos. Autores como Hans Schulz (pseud. Johannes Praetorius), que
inspiró a artistas y escritores; Ludwig Fischer con una vertiente más antropológica;
Karl Krauss con su obra Die dritte Walpurgisnacht (un ensayo profético sobre el Tercer
Reich), o el que hoy nos ocupa, J. W. Goethe, con la “balada” Die erste Walpurgisnacht
(en F. Mendelssohn, su Op. 60), una leyenda celta, no cristiana, judía o pagana, como se
creía… Todos ellos aprovecharon estos lugares comunes para tratar y confrontar lo
viejo y lo nuevo, libertad vs normativa…, las más variadas vertientes y maneras en que
la historia se expande y se transforma.
Goethe había ofrecido su balada a C.F. Zelter para que le pusiera música, sin que
llegaran a un acuerdo. “Sólo” pudo conseguir, para nuestro disfrute, que Félix
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Mendelssohn accediera, creando esta maravillosa cantata profana. El tema de la noche
de Walpurgis lo trata el poeta de varias maneras en sus escritos: con el tono
demoníaco literal de la visita a la fiesta de Mefisto y Fausto; o bien con un corte
arcaizante entre lo antiguo y lo moderno en la misma obra. Aquí y ahora, en la
“balada” que entrega a Mendelssohn, acomoda el texto a un guión ingenuo, divertido
y muy original: druidas y sacerdotes del antiguo rito deciden dar un escarmiento a sus
perseguidores cristianos pidiendo al pueblo asistente se vistan de brujas y diablos,
meigas y trasgos, y, haciendo gran ruido y escándalo, asusten y expulsen al enemigo
(Estado/ religión oficial/ nuevos rituales, etc.) que los acosan y hostigan, para, así,
poder celebrar tranquilamente y “como dios manda” sus cultos a la Madre naturaleza.
Lo que, por supuesto, logran al conseguir que los enemigos se crean sus propias
patrañas sobre brujas y demonios y huyan despavoridos.
Un Mendelssohn de 22 años, ya perfectamente maduro, que traslada al pentagrama
una magnífica idea –digamos que de manera “cuasi programática”–, retocará, editará y
estrenará solemnemente la obra en Leipzig doce años más tarde. Dice Melvin Berger
que el joven compositor se sintió especialmente a gusto con el contenido del poema,
dando salida, con este pretexto, a su condición de judío converso no totalmente
asumida, lo que –según Berger– queda reflejado en sus tres grandes obras corales: San
Pablo, Elias o esta Primera noche de Walpurgis, especulación que da para varias tesis
doctorales seguramente emprendidas y nunca acabadas.
El músico alemán estaba especialmente dotado para aquellos empeños de contar
historias sin escena, música incidental o estampas sinfónicas: en este caso, ya en la
misma obertura, con un final del invierno muy haydeniano (véase La creación) o con
toques primaverales de la Pastoral beethoveniana; efectos de confusión, ruidos, palos,
persecuciones y fugas realmente divertidos y sabios en su tratamiento orquestal, con
densidad y pastosidades muy brahmsianas; y con humor, con mucho humor del que
ya hacía gala en sus shakespearianos Sueños de una noche de verano. El planteamiento
coral y su integración con los solistas resultan esplendorosos, con un final a modo de
coral laico con las imágenes sonoras de la luz o el fuego que iluminan y purifican, y
que nos dejan felices contemplando la huida del enemigo.
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Los 10 números de esta cantata arrancan con una amplia y vigorosa obertura: el mal
tiempo, la tempestad de la montaña da paso a la primavera. Es lacht der Mai (TENOR y
CORO )
es un grito de ánimo del Druida que proclama la “sonrisa de Mayo”, lo que nos
permite poder ascender hacia la cima de la montaña para celebrar los rituales,
correspondido por los otros druidas y por todo el pueblo.
No obstante, una anciana del pueblo (CONTRALTO) y sus asustadas comadres recuerdan
el inconveniente de romper las nuevas normas impuestas por los “severos vencedores”
y lo que ello les puede acarrear (Könnt ihr verwegen Handeln?): estamos a punto –dicen–
de correr la misma suerte que la de nuestros hijos asesinados. El sacerdote ( BAJO) se
reafirma en su propuesta, diciendo que el que no colabore bien se merece las cadenas
que arrastran, porque el bosque es espacio libre y el verdadero templo para el culto;
“vigilaremos desde la espesura” –nos dice–; el pueblo asiente, cogiendo ramas y
madera para hacer fuego, aunque aún se percibe el miedo en el ambiente: “en silencio,
en silencio, en silencio….”
Un guardia Druida (BAJO) tiene la ocurrencia de dar un buen susto a la “clericalla
enemiga”: ¿por qué no aterrorizarlos con sus propias e infames creencias? ¿de qué
manera?: acudiendo con horcas, palos y carracaras, asustándoles (Kommt mit Zacken
und mit Gabeln); todos (CORO) secundarán el juego en una página muy divertida y de
extrema eficacia técnica, con unos efectos orquestales que bien podrían haber sido
firmados por Berlioz. La feroz batalla carnavalesca es, sin duda, uno de los momentos
cumbre de la obra, con efectos de llamada, carreras, griterío y estrépito. El Sacerdote
(BAJO) insiste en que hay que expulsarles de aquel sagrado espacio para poder cantar
en paz al Dios del Universo.
El desenlace en un doble canto a la naturaleza porque, aunque nos puedan arrebatar el
rito y la práctica antigua “¿quién nos robará la luz?”, un precioso tema que el coro irá
repitiendo en eco. En la trinchera contraria, un guardia cristiano ( TENOR) y sus
compañeros, viendo y oyendo lo que creen una turbamulta de demonios y brujas,
vampiros y criaturas horrendas, huyen porque, además –dicen–, brota del suelo un
olor a azufre infernal y se oye el silbido del “maligno”. El segundo canto y final de obra
es de victoria: un noble himno que pueblo y sacerdote cantan retomando palabras y
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motivos musicales del anterior “coral”: porque, aunque nos arrebaten el antiguo rito,
“tu luz ¿quién nos la robará?”
La flor del agua, zarzuela en un acto
La flor del agua, zarzuela con música de Conrado del Campo y libreto de Víctor Said
Armesto, escrita en 1909 y estrenada en 1914, fue encuadrada por la crítica dentro del
movimiento regeneracionista de la lírica española. Víctor Said (Pontevedra 1871 Madrid 1914), filólogo, ateneísta e infatigable buscador de romances, intentó que fuera
Amadeo Vives quien le pusiera música al libro, si bien por mediación de Ruperto
Chapí acabó eligiendo a Conrado del Campo.
Said Armesto es un personaje escasamente conocido en su faceta de recopilador de
romances y estudioso de la Galicia medieval, primer catedrático de Literatura gallegoportuguesa en la Universidad Central de Madrid (1914) y, en opinión de Manuel
Azaña, uno de los estudiosos más brillantes de su generación; sin embargo, su
temprana muerte, el silencio académico que siempre lo rodeó y la dispersión de tantos
proyectos editoriales que nadie protegió en su ausencia, dejó en la penumbra la
memoria de este gran intelectual del nuevo siglo XX del que estamos celebrando el
primer centenario de su muerte.
Conrado del Campo (Madrid, 1878-1953) es uno de los grandes autores del siglo
XX, tanto por la calidad de obra como por su papel como maestro de las generaciones
posteriores que ocuparon la segunda mitad del siglo XX, desde su cátedra de
composición del Conservatorio de Madrid. En todo caso, su obra musical ha
permanecido en el olvido, tanto interpretativo como académico. “Ante la precariedad
de fuentes e interpretaciones –nos dice Víctor Sánchez– no resulta extraño el escaso
conocimiento de la figura de Conrado del Campo, que a pesar de su presencia e
influencia en la música de su tiempo sigue siendo un gran desconocido para estudiosos
y músicos”, si bien repunta el interés en los últimos tiempos con anunciados homenajes
y grabaciones. Nacido en 1878, estudió violín y viola, aplicándose desde joven en los
fosos de los más importantes teatros de Madrid, en el Cuarteto Francés o en la
agrupación de Unión Radio, hasta pasar a integrarse al Real Conservatorio.
La obra estaba ya ultimada para su presentación en la temporada 1909-10, pero el
incendio del Teatro de la Zarzuela frustró su estreno. Años más tarde, el 26 de junio de
1914, a tres días del cierre de la temporada, se puso en escena, compartiendo cartel con
la ya rodada y muy aplaudida Maruxa, de Amadeo Vives y Luis Pascual Frutos.
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De todos modos, y a pesar de los “detalles” propios de un estreno azaroso, la
crítica fue muy elogiosa y cálida con la obra: entre otras razones, por la música de un
prometedor Conrado del Campo, hijo espiritual del movimiento wagneriano, “el
Ricardo Strauss español”, se llegó a escribir. El elenco de 1914 sufrió escasas
alteraciones respecto al anunciado cinco años antes, aunque relevante la presencia del
barítono José Parera (como Juglar), que en 1909 era para un tenor (Rafael López), lo que
obligó a importantes ajustes en la orquestación; se mantuvo una joven Carmen Crehuet
como Floshilda, y Paco Meana en su función de director de escena, siendo el popular
Pablo Luna el maestro concertante.
Said Armesto, usando los colores y atributos del modernismo y de Rubén Darío, con su
exquisito verbo cargado de adjetivos y metáforas en su huída elitista y solitaria al
“paraíso perdido”, concibió La flor del agua pensando en el Tristán de Wagner, a través
de la literatura culta escapista de los relatos de medievales bretones, de Shakespeare,
de los Hermanos Grimm, o del Valle Inclán modernista, y pensando, igualmente, en
sus propias convicciones sobre la génesis y naturaleza del romance popular, de los que
esta obra es síntesis.
La versión de concierto que hoy escuchamos exige una mínima síntesis
argumental al obviarse los parlatos que pespuntean los números cantados:
Tras un preludio, el hada [Yolanda] saliendo de una nube expone su captatio
benevolentiae, dando paso a la bulliciosa escena palaciega con monteros, jugadores de
dados, pajes y damas. El Rey Lupo transmite a su ayuda de cámara la preocupación por
la permanente tristeza de la princesa Floshilda, que no acepta tomar el esposo que su
padre el Rey Lupo, por razones de estado, le ha asignado: el príncipe Conrado de Fingalia.
Cuatro doctores (“físicos”), en claro homenaje a los del “perro rabioso” de R. Chapí,
pretenden, tras dictaminar el mal de saudade, que ella beba una pócima mágica para
combatir su mal de amores. Todo sucede la misma víspera de San Juan, la noche en
que los enfermos y los enamorados bajan al valle a curar sus penas de amor y otros
males bebiendo “la flor del agua”. El príncipe Conrado, que circula de incógnito por la
Corte, pretende que la princesa llegue a amarlo por sus prendas personales y no por
real decreto; para lo cual se disfraza, presentándose como un juglar (Grisel) con su laúd;
aquí, con la alegría de todo el personal de Palacio, le canta a la princesa el hermoso
romance de La flor del Agua (adaptado a las circunstancias por Said Armesto). La
Princesa se enamora inmediatamente de él, aunque calla.
Llegada la noche de San Juan, Floshilda llora amargamente en el balcón su amor
imposible arrulladas sus penas por las canciones populares de los romeros, que a lo
lejos cantan y bailan alrededor de las hogueras de San Juan, quedándose dormida en el
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balcón. Siguiendo los propios traslados ideales de Shakespeare o de Calderón, la
princesa se dirige en sueños al valle, y vestida de pastora baja a beber el agua de la
fuente: allí se encuentra en plena naturaleza con Yolanda, las otras hadas y los gnomos del
bosque, con pastores/as que festejan la noche mágica, y finalmente con el “juglar”, que le
pide le dé de beber en su cantarillo, ella le ofrece el agua en sus manos y le declara su
amor, peripecia que ocupa el final del 2º Cuadro, y que se convierte en el eje central de
la obra, con tórrido y convencional dúo de amor y final feliz.
En el 3er cuadro, Conrado/ Grisel ha conseguido su objetivo y, al día siguiente, descubre
quién es en realidad, entre el asombro y el júbilo de la Corte. Nuevamente, reaparecen
los Físicos que seguían buscando remedios para la ya menos triste Floshilda, quien, tras
despertar de su amable sueño y el consiguiente anuncio de boda, dejará de ser la
princesa triste que refería Rubén Darío, con el júbilo consiguiente de padre, soldados,
bufones, consejeros, sirvientas y cortesanos en general.
Carlos Villanueva y Joám Trillo
Editores de La Flor del agua. Madrid,
Música Hispana, nº 94, ICCMU, 2013.
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