pdf Antología de poetas líricos castellanos. La poesía en la Edad

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Antología de poetas líricos castellanos.
La poesía en la Edad Media. T. 2
Índice:
CAPÍTULO VIII.—NOTAS CARACTERÍSCAS DE LA ÉPOCA DE DON JUAN II DE
CASTILLA.—LA POLÍTICA Y LAS COSTUM BRES.—LA INFLUENCIA ITALIANA.—
RESTOS DE OTRAS INFLUENCIAS EXTRANJERAS.—CAM BIO DE RUM BO
LITERARIO.—LA POESÍA CORTESANA Y SUS FUENTES.—POESÍA DIDÁCTICA Y
ALEGÓRICA.—LOS POETAS DE ESTA ÉPOCA.
CAPÍTULO
IX.—DON
ENRIQUE
DE
VILLENA
(1384-1434).—RASGOS
BIOGRÁFICOS.—EL EXPURGO DE SUS LIBROS, M ANDADO HACER POR DON
JUAN II.—SUS OBRAS.—LA LEYENDA DE DON ENRIQUE.—ANÁLISIS DE SUS
ESCRITOS.
CAPÍTULO X.—FERNÁN PÉREZ DE GUZMÁN.—SU VIDA Y SUS AFICIONES
LITERARIAS.—SUS OBRAS.—SU VOCACIÓN HISTÓRICA.—NO LE PERTENECE
LA «CRÓNICA DE DON JUAN II».—LAS «GENERACIONES Y SEM BLANZAS».—
POESÍAS DE PÉREZ DE GUZM ÁN.—LOS «LOORES DE LOS CLAROS VARONES DE
ESPAÑA».
CAPÍTULO XI.—DON ÍÑIGO LÓPEZ DE M ENDOZA, PRIM ER MARQUÉS DE
SANTILLANA
(1398-1458).—SUS
AFICIONES
Y
LECTURAS.—RASGOS
BIOGRÁFICOS. SU FAM A.—OPÚSCULOS EN PROSA.—SU S POESÍA S.—LAS
OBRAS DE AM ORES: CONSIDERACIÓN ESPECIAL DE LAS «SERRANILLAS».—LA
«COM EDIETA DE PONZA».—EL «DIÁLOGO DE BIAS DE FORTUNA».—LOS
«PROVERBIOS».—LOS SONETOS «AL ITÁLICO M ODO».
CAPÍTULO XII.—JUAN DE M ENA (1411-1456).—NOTICIAS BIOGRÁFICAS.—SU
«ILÍADA
EN
ROM ANCE».—SUS POESÍAS
GALANTES.—SUS
VERSOS
SATÍRICOS.—LA «CORONACIÓN».—EL «LABYRINTHO»: ASUNTO Y CARÁCTER
DE ESTE POEM A; IMITACIONES CLÁSICAS; ESPÍRITU NACIONAL DE LA
COM POSICIÓN.—EDITORES Y COM ENTARISTAS DE «LAS TRESCIENTAS».
CAPÍTULO XIII.—INGENIOS DE SEGUNDO ORDEN DE LA ÉPOCA DE DON JUAN
II.—JUAN RODRÍGUEZ DE PADRÓN.—DATOS BIOGRÁFICOS.—LA HISTORIA DE
SUS AM ORES.—SUS VERSO S ERÓTICOS.—SU NOVELA: «EL SIERVO LIBRE DE
AM OR».—EL «TRIUNFO DE LAS DONAS».—LA «CADIRA DEL HONOR».—LA
VERSIÓN DE LAS «HEROIDAS» DE OVIDIO.—INFLUENCIA LITERARIA DE
RODRÍGUEZ DEL PADRÓN.—MOSÉN DIEGO VALERA (N. EN 1412).—SU VIDA
POLÍTICA.—SU CAUDAL LITERARIO: LAS «EPÍSTOLAS»; EL «M EMORIAL DE
DIVERSA S HAZAÑAS»; LA «CRÓNICA ABREVIADA»; OTROS ESCRITOS; LAS
POESÍAS.—LOS POETAS PLEBEYOS DE AQUEL TIEM PO.
CAPÍTULO XIV.—ALFONSO V DE ARAGÓN EN NÁPOLES.—RELACIONES ENTRE
ESPAÑA E ITALIA ANTES DE ESTA ÉPOCA.—ESPAÑOLISM O DE ALFONSO V.
PERSONAJES DE SU CORTE: ESPAÑOLES E ITALIANOS.—LOS HUMANISTAS
PROTEGIDOS POR ALFONSO V.—FERRANDO VALENTÍ Y SUS ENSAYOS
CLÁSICOS.—OTROS HUM ANISTAS LEVANTINOS.—M OSÉN PERE TORRELLAS;
JUAN RIBELLES.—LO S POETAS DEL «CANCIONERO DE STÚÑIGA»; CARVAJAL O
CARVAJALES; LOPE DE STÚÑIGA Y OTROS POETAS DE AQUEL CANCIONERO.—
ÚLTIM OS ACENTOS DE LA POESÍA CASTELLANA EN HONRA DEL M ONARCA
ARAGONÉS.
CAPÍTULO XV.—DECADENCIA POLÍTICA BAJO EL REINADO DE ENRIQUE IV.—
LAS LETRAS EN TIEM PO DE ESTE M ONARCA.—LAS «COPLAS DEL
PROVINCIAL», PASQUÍN INFAMATORIO: SU TEXTO; SU FECHA PROBABLE;
HIPÓTESIS ACERCA DE SU AUTOR; NO FUERON OBRA DE UN SOLO POETA.—
LAS «COPLAS DE M INGO REVULGO»; SU CARÁCTER GRAVE Y DOCTRINAL; SU
ARGUM ENTO; SU BUCOLISMO; PERSONAJES SATIRIZADOS EN ELLAS; GLOSAS;
FORM A M ÉTRICA DE LAS COPLAS.
CAPÍTULO XVI.—ANTÓN DE MONTORO, «EL ROPERO DE CÓRDOBA».—SU
PERSONA Y CONDICIÓN.—SUS POESÍA S JOCOSAS Y SATÍRICAS.—SUS VERSOS
SERIOS.—VALOR M ORAL DE SU CARÁCTER.
CAPÍTULO XVII.—JUAN ÁLVAREZ GATO.—NOTICIAS BIOGRÁFICAS.—SU
«CANCIONERO».—POESÍAS AM OROSAS.—LAS OBRAS DE DEVOCIÓN.—EL
CAPITÁN HERNÁN M EXÍA, VEINTICUATRO DE JAÉN.
CAPÍTULO
XVIII.—GÓM EZ M ANRIQUE.—NOTICIAS BIOGRÁFICAS; SU
INTERVENCIÓN EN LOS SUCESOS POLÍTICOS DE ÉPOCA; MUESTRAS DE SUS
DOTES ORATORIAS; SU TESTAM ENTO Y BIBLIOTECA.—COM PILACIÓN DE SU
«CANCIONERO», A RUEGO DEL CONDE DE BENAVENTE.—COPLAS DE
PASATIEM PO.—POESÍAS MORALES.—SUS «REPRESENTACIONES».
CAPÍTULO XIX.—JORGE MANRIQUE.—SU VIDA Y SU S OBRAS.—LAS «COPLAS
POR LA MUERTE DE SU PADRE».—SU CALIFICACIÓN LITERARIA; HASTA QUÉ
PUNTO SON ORIGINALES; LUGARES COM UNES QUE EN ELLAS SE
ENCUENTRAN; SU RELACIÓN CON LOS «CONSEJOS A DIEGO ARIAS DE ÁVILA»,
DE GÓM EZ M ANRIQUE; SU VALOR ESTÉTICO; ELOGIOS Y GLOSA S DE LAS
M ISM AS; PRINCIPALES TRADUCCIONES QUE LAS «COPLAS» SE HAN HECHO.
CAPÍTULO XX.—PEDRO GUILLÉN DE SEGOVIA.—DATOS BIOGRÁFICOS.—SUS
POESÍAS.—SU DICCIONARIO RÍTMICO «LA GAYA DE SEGOVIA».
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 7] CAPÍTULO VIII.—NOTAS CARACTERÍSCAS DE LA ÉPOCA DE DON JUAN II DE
CASTILLA.—LA POLÍTICA Y LAS COSTUMBRES.—LA INFLUENCIA ITALIANA.—
RESTOS DE OTRAS INFLUENCIAS EXTRANJERAS.—CAMBIO DE RUMBO LITERARIO.
—LA POESÍA CORTESANA Y SUS FUENTES.—POESÍA DIDÁCTICA Y ALEGÓRICA.—
LOS POETAS DE ESTA ÉPOCA.
De 1419 a 1454 se extiende el reinado de D. Juan II de Castilla: período capitalísimo en la historia
política y literaria de nuestra Edad Media, si ya no preferimos ver en él un anticipado ensayo de vida
moderna y como una especie de pórtico de nuestro Renacimiento. Una agitación desordenada, cuanto
fecunda, invade entonces todas las esferas de la vida: la anarquía señorial lucha a brazo partido con el
prestigio de la institución monárquica, sostenido, no por las flacas fuerzas del soberano, sino por el
talento y la heroica firmeza de un verdadero hombre de Estado, que, de no haber sucumbido en la
lucha, hubiera realizado con medio siglo de anticipación una gran parte del pensamiento político de
los Reyes Católicos. Dése a esta primera mitad del siglo, no el nombre que en la cronología dinástica
le corresponde, sino el de reinado de D. Alvaro de Luna; y quien registre los ordenamientos de Cortes
de aquel tiempo, y siga al mismo tiempo en las crónicas la cadena de los sucesos, no tendrá reparo en
contar aquel larguísimo reinado, de tan infausta apariencia (en que no hubo día sin revueltas,
conspiraciones, ligas, quebrantamientos de la fe jurada, venganzas feroces y desolaciones de las [p.
8] tierras), entre las crisis más decisivas y violentas, pero a la postre más beneficiosas, por que ha
pasado la vida social de nuestro pueblo. Las tablas ensangrentadas del cadalso de Valladolid, fueron
el pedestal de la gloria de D. Álvaro: aparente y sin fruto, como logrado por inicuas artes, resultó el
triunfo de sus adversarios; su pensamiento le sobrevivió engrandecido y glorificado por la aureola del
martirio, y si en el vergonzoso reinado de Enrique IV pareció que totalmente iba a hundirse entre
oleadas de sangre y de cieno, resurgió triunfante con la Reina Católica, para levantar el trono y la
nación a un grado de majestad y concordia ni antes ni después alcanzado.
De la misma suerte que en lo político, es este reinado época de transición entre la Edad Media y el
Renacimiento por lo que toca a la literatura y a las costumbres. El espíritu caballeresco subsiste, pero
transformado o degenerado, cada vez más destituído de ideal serio, cada vez más apartado de la
llaneza y gravedad antiguas, menos heroico que brillante y frívolo, complaciéndose en los torneos,
justas y pasos de armas más que en las batallas verdaderas, cultivando la galantería y la discreta
conversación sobre toda otra virtud social. Sin humanizarse en el fondo las costumbres, y en medio
de continuas recrudescencias de barbarie, se van limando, no obstante, las asperezas del trato común,
y hasta los crímenes políticos toman carácter de perfidia cortesana, muy diverso de la candorosa
ferocidad del siglo XIV. Crece por una parte el ascendiente de los legistas, hábiles en colorear con
sus apotegmas toda violación del derecho, y por otra comienza a aguzarse el ingenio y sutileza de la
nueva casta de los políticos, de que hemos visto en el canciller Ayala el primer modelo. No es ya el
impulso desordenado, la ciega temeridad, el hervor de la sangre, la fortaleza de los músculos, el
apetito de lucha o de rapiña lo que decide de los negocios públicos, sino las hábiles combinaciones
del entendimiento, la perseverancia sagaz, el discernimiento de las condiciones y flaquezas de los
hombres. Rara vez se pelea por la grande empresa nacional; los moros parecen olvidados, porque no
son ya temibles; la lucha continua, la única que apasiona los ánimos, es la interna, en la cual rara vez
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se confiesan los verdaderos motivos que impelen a cada uno de los contendientes. Un velo de
hipocresía y de [p. 9] mentira oficial lo cubre todo. Los mejores y de más altos pensamientos, como
D. Álvaro, aspiran a la realización de un ideal político, sin confesarlo más que a medias, y aun quizá
sin plena conciencia de él, movidos y obligados en gran manera por las circunstancias. Los restantes,
so color del bien del reino y de la libertad del Rey, se juntan, se separan, juran y perjuran, se engañan
mutuamente, y, más que los intereses de su clase, celan sus personales medros y acrecentamientos,
dilapidando el tesoro real con escandalosas concesiones de mercedes, o cayendo sobre los pueblos y
los campos como nube de langostas. Todos los lazos de la organización social de la Edad Media
parecen flojos y próximos a desatarse. Aun el fervor religioso parece entibiarse por la soltura de las
costumbres, por el menoscabo de la disciplina, por el abuso de prelacías nominales y de beneficios
comendatarios, por la intrusión de rapaces extranjeros que devoraban in curia los frutos de nuestras
iglesias, sin conocerlas ni aún de vista; y como si todo esto no bastara, por el reciente espectáculo del
Cisma y de las tumultuosas sesiones de Constanza y Basilea. Es cierto que no se llega a la protesta
herética como en Bohemia, y si se levantan voces aisladas como la de Pedro de Osma o las de los
sectarios de Durango, pronto son ahogadas o enmudecen en medio de la reprobación general; pero no
es difícil encontrar, en poetas y prosistas de los más afamados, indicios de una cierta licencia de
pensar, y más aún, de extravagante irreverencia en la expresión. D. Enrique de Villena junta el saber
positivo con los sueños y delirios de la magia, de la astrología y de la cábala, y no retrocede ante el
estudio y práctica de las supersticiones vedadas y de las artes non complideras de leer. Enrique IV se
rodea de judíos y de moros, viste su traje, languidece y se afemina en las delicias de un harén
asiático, y es acusado por los procuradores de sus reinos de tener entre sus familiares y privados
«cristianos por nombre sólo, muy sospechosos en la fe, en especial que creen e afirman que otro
mundo no hay sino nacer y morir como bestias». La narración tan ingenua y veraz del viajero León
de Rosmithal confirma plenamente esta disolución moral, que tenía que ir en aumento con la
conversión falsa o simulada de innumerables judíos, a quienes el terror de las matanzas, el sórdido
anhelo de ganancia o la ambición [p. 10] desapoderada, llevaba a mezclarse con el pueblo cristiano,
invadiendo, no sólo los alcázares regios, para los cuales tenían áurea llave, aun sin renegar de su
antigua fe, sino las catedrales y los monasterios, donde su presencia fué elemento continuo de
discordia, hasta que una feroz reacción de sangre v de raza comenzó a depurarlos. No se niega que
hubiese entre los cristianos nuevos conversos de buena fe, y aun grandes Obispos y elocuentes
apologistas, como ambos Santa María; pero el instinto popular no se engañaba en su bárbara y
fanática oposición contra el mayor número de ellos, hasta cuando más gala hacían de amargo e
intolerante celo contra sus antiguos correligionarios. Ni cristianos ni judíos eran ya la mayor parte de
los conversos, y toda la falacia y doblez de que se acusa a los pueblos semitas, no bastaba para
encubrirlo. Tal levadura era muy bastante para traer inquieta a la Iglesia y perturbadas las
conciencias.
Resultado de toda esta perturbación, nacida de causas tan heterogéneas (a las cuales quizá convendría
agregar la influencia del escolasticismo nominalista de los últimos tiempos, las reliquias del
averroísmo y los primeros atisbos de la incredulidad italiana), fué un estado de positiva decadencia
del espíritu religioso, la cual se manifiesta ya por la penuria de grandes escritores teológicos (con dos
o tres excepciones muy señaladas, pero todavía más célebres e influyentes en la historia general de la
Iglesia del siglo XV que en la particular de España); ya por el frecuente uso y abuso que los
moralistas hacen de las sentencias de la sabiduría pagana, al igual, si ya no con preferencia, a los
textos y máximas de la Escritura y Santos Padres; ya por las irreverentes parodias de la Liturgia, que
es tan frecuente encontrar en los Cancioneros Misa de Amor, Los siete Gozos de Amor, Vigilia de la
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enamorada muerta, Lecciones de Job aplicadas al amor profano, y otras no menos absurdas y
escandalosas, si bien en muchos casos no prueban otra cosa que el detestable gusto de sus autores, y
no se les debe dar más trascendencia ni alcance que éste. Pero sea como fuere, la profanación habitual
de las cosas santas es ya por sí sola un síntoma de relajación espiritual, de todo punto incompatible
con los períodos de fe profunda, sean bárbaros o cultos.
Mucho más menoscabado que el prestigio de la Iglesia, andaba el del trono. Con una sola excepción,
la del efímero reinado de [p. 11] D. Enrique III, tan doliente y flaco de cuerpo, como entero y robusto
de voluntad; la dinastía de los Trastamaras, fundada por un aventurero afortunado y sin escrúpulos,
que para sostenerse en el poder usurpado tuvo que hartar la codicia de sus valedores y mercenarios,
no produjo más que príncipes débiles, cuya inercia, incapacidad y abandono, va en progresión
creciente desde los sueños de grandeza de D. Juan I hasta las nefandas torpezas de D. Enrique IV. D.
Juan II, nacido para el bien y hábil para discernirle como hombre de entendimiento claro y amena
cultura, tuvo a lo menos la feliz inspiración de buscar en una voluntad enérgica y un brazo vigoroso
la fortaleza que faltaban a su voluntad y a su brazo, pero ni aun así mostró valor para sobreponerse al
torrente de la anarquía, y al cabo firmó su perenne deshonra con firmar la sentencia de muerte de su
único servidor leal, del hombre más grande de su reino. A tan vergonzosas abdicaciones de la
dignidad regia, a tan patentes muestras de iniquidad y flaqueza, todo en uno, respondía cada vez más
rugiente y alborotada la tiranía del motín nobiliario, exigiendo todos los días nuevas concesiones y
repartiéndose los desgarrados pedazos de la púrpura regia. A la arrogancia de las obras acompañaba
el desenfreno de las palabras. Nunca se habló a nuestros reyes tan insolente y cínico lenguaje como el
que osaron emplear contra Enrique IV ricos-hombres, prelados, procuradores de las ciudades, todo el
mundo, en suma, condenándole en documentos publicas a una degradación peor que la del cadalso de
Ávila. Y no había sido mucho más blando el tono de las recriminaciones de los Infantes de Aragón y
de sus parciales en tiempo de su padre. Si no solían discutirse los fundamentos de la potestad
monárquica, porque los tiempos no estaban para teorías, lo que es en la discusión de los negocios
políticos del momento, se llegó a un grado de libertad o de licencia, que pasmaría aun en tiempos
revolucionarios. Todo el mundo decía lo que pensaba, ya en prosa, ya en verso; había cronistas a
sueldo de cada uno de los bandos, y Mosén Diego de Valera, Alonso de Palencia, Hernando del
Pulgar, y los autores de las Coplas del Provincial, de la Panadera y de Mingo Revulgo, ejercían una
función enteramente análoga a la del periodismo moderno, ya grave y doctrinal, ya venenoso,
chocarrero y desmandado.
[p. 12] Para aguzar los espíritus no era esta mala escuela, pero en cambio producía una fermentación
malsana, agriaba los corazones y agravaba, si era posible, el malestar del reino, cuya gangrena
requería cauterios más enérgicos que el de pasquines vergonzantes o epístolas sembradas de lugares
comunes de filosofía moral. De hecho, y salvo los intervalos en que D. Álvaro de Luna tuvo firmes
las riendas del gobierno, la Castilla del siglo XV, sobre todo después de su muerte, no vivió bajo la
tutela monárquica, sino en estado de perfecta anarquía y descomposición social, de que las mismas
crónicas generales no informan bastante, y que hay que estudiar en otras historias más locales, en
genealogías y libros de linajes, en el Nobiliario de Vasco de Aponte para Galicia, en las
Bienandanzas y Fortunas de Lope García de Salazar para la Montaña y Vizcaya, en los Hechos del
Clavero Monroy para Extremadura, en las crónicas de la casa de Niebla para Andalucía. No hubo otra
ley que la del más fuerte: se lidió de torre a torre y de casa a casa; los caminos se vieron infestados de
malhechores, más o menos aristocráticos, y apenas se conoció otra justicia que la que cada cual se
administraba por su propia mano.
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Pero tales movimientos convulsos y desordenados no eran indicio de empobrecimiento de la sangre,
sino más bien de plétora y exuberancia de ella. Toda aquella vitalidad miserablemente perdida en
contiendas insensatas y puesta al servicio de la fiera ley de la venganza privada, era la misma que
pocos años después iba a llegar con irresistible empuje hasta Granada, desarraigar definitivamente la
morisma del pueblo español, dilatarse vencedora por las rientes campiñas italianas y, no cabiendo en
Europa, lanzarse al mar tenebroso y ensanchar los límites del mundo. Para dar tal empleo a esa
fuerza, hasta entonces maléfica y desordenada, bastó ahorcar a unos cuantos banderizos; bastó que
los reyes volviesen a serlo, y que la cuchilla vengadora de Alfonso XI pasase a las manos de la Reina
Católica, para nivelar en una misma justicia a Ponces y Guzmanes, Monroyes y Solises, Oñacinos y
Gamboinos, Giles y Negretes, Pardos y Andrades.
Esta época tan llena de sombras en lo político, fué brillante y magnífica en el alarde de la vida
exterior, y fecunda, activa y [p. 13] risueña en las manifestaciones artísticas. A ella pertenecen los
primores del gótico florido, tan lejano de la gravedad primitiva, pero tan rico de caprichosas
hermosuras; la prolija y minuciosa labor como de encajes con que se muestra la escultura en los
sepulcros de Miraflores; la eflorescencia de la arquitectura civil en alcázares y fortalezas, donde se
unen dichosamente la robustez y la gallardía; innumerables fábricas mudéjares en que alarifes moros
o cristianos conservan la tradición del viejo estilo y llevan a la perfección el único tipo de
construcciones peculiarmente español; y, finalmente, nuestra iniciación en la pintura por obra de
artistas flamencos o italianos. No vive el grande arte sin el pequeño, y por eso nunca antes de la
primera mitad del siglo XVI, en que todos los elementos de nuestra vida nacional se determinaron
con su propio y grandioso carácter, fué tan notable como en el siglo XV el esplendor de las artes
industriales, suntuarias y decorativas, la esplendidez en trajes, armas y habitaciones, y hasta los
refinamientos del lujo en la cámara y en la mesa. Las fiestas caballerescas eran como en el Paso de
armas, de Suero de Quiñones, se describen. Se comía conforme a las prescripciones del Arte Cisoria,
de D. Enrique de Villena, cuyos menudos preceptos y sutiles advertencias pueden dar envidia al
gourmet de paladar más fino y escrupuloso. Los trajes y afeites de las mujeres eran tales como
minuciosamente los describe en su Corbacho el Arcipreste de Talavera. Que moralmente hubiera en
todo esto peligro y aun daño notorio, es cosa evidente de suyo; pero que toda esta vida alegre,
fastuosa y pintoresca, que llevaban, no ya sólo los grandes señores y ricos-hombres, sino hasta
acaudalados mercaderes de Toledo, de Segovia, de Medina o de Sevilla, en trato y relación con los de
Gante, Brujas o Lieja, con los de Génova y Florencia, fuese, a la vez que un respiro y un rayo de sol
en medio de tantos desastres, un estímulo y un regalo para la fantasía, y una atmósfera adecuada para
cierto género de cultura, tampoco puede negarse.
Los modelos del arte y de la ciencia comenzaban a venir de Italia. La antigua hegemonía literaria de
Francia sobre los demás pueblos de la Edad Media, estaba definitivamente perdida desde el siglo
XIV. Dante, Petrarca y Boccaccio habían destronado completamente a los troveros franceses y a los
trovadores [p. 14] provenzales, sin excluir aquellos que en algún modo podían considerarse como
maestros suyos. El genio francés, que tanto creó en aquellas edades, no había acertado a perfeccionar
nada ni a poner estilo ni acento personal en sus obras. La cantidad había ahogado monstruosamente a
la calidad, en aquellas selvas inextricables de canciones de gesta, de fabliaux, de leyendas devotas y
de misterios dramáticos. En aquella masa informe estaban contenidos casi todos los elementos de la
literatura moderna, pero rudos y sin desbastar, esperando el trabajo de selección y la obra del genio
individual: Francia, que en los tiempos modernos se ha distinguido principalmente por el don de
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adaptar y perfeccionar las invenciones y pensamientos ajenos, y por el modo fácil y agradable de
presentarlo y exponerlo todo, tenía en la Edad Media cualidades absolutamente contrarias: el don de
la invención enorme, facilísima y atropellada, no el de la perfección ni el de la mesura. Por eso la
primera literatura de carácter moderno no fué la francesa, sino la italiana, la más tardía en su
aparición de todas las literaturas vulgares, la que desde el primer momento pareció reanudar la
tradición clásica, en parte conocida, en parte adivinada por secreto influjo de raza.
Ya hemos visto cuándo y cómo empezó a sentirse entre nosotros este influjo. Micer Imperial y sus
discípulos introducen en Sevilla, a fines del siglo XIV, el estudio y el culto de la Divina Comedia,
que muy pronto se extiende y propaga en la corte casllana. Tras de Dante entraron Petrarca y
Boccaccio, y con ellos el Renacimiento de la antigüedad latina. Comunicaciones cada día más
frecuentes con Italia aceleraron este movimiento, al cual no fué extraña la asistencia en Roma de
algunos prelados y otros doctos varones de nuestra Iglesia a la ida o a la vuelta de los concilios de
Constanza y Basilea (1414-1431), sobresaliendo entre ellos D. Diego Gómez de Fuensalida, obispo
de Zamora, el arcediano de Briviesca D. Gonzalo García de Santa María, D. Álvaro de Isorna, obispo
de Cuenca, y más que todos aquel memorable converso D. Alonso de Cartagena, obispo de Burgos,
cuyo nombre se encuentra mezclado en toda empresa de cultura durante el reinado de D. Juan II, y de
quien cuentan que dijo Eugenio IV: «Si el obispo de Burgos en nuestra corte viene, con gran
vergüenza nos asentaremos en la silla de San Pedro.» [p. 15] D. Alonso de Cartagena, que en Basilea
había sostenido los derechos de la Sede apostólica con no menos brío que la precedencia de su rey
sobre el de Inglaterra, entró allí en trato familiar con Eneas Silvio, una de las más simpáticas figuras
del Renacimiento antes y después de su pontificado; y ovo dulce comercio por epístolas con
Leonardo Aretino, entrando en discusión con él sobre su nueva traducción de la Ética de Aristóteles,
lo cual da a entender que el obispo borgense no era enteramente peregrino en la lengua griega. De
este mismo Leonardo Aretino recibía cartas filosóficas D. Juan II, tan admirador de su doctrina y tan
penetrado de la nobleza y excelencia del saber, que tratando como a príncipe al modesto humanista
de Florencia, le enviaba embajadores que le hablaban de rodillas. Si a este infantil y candoroso
entusiasmo por las letras humanas se añade la antigua comunicación de la ciencia jurídica por medio
de las escuelas de Bolonia y Padua, siempre muy frecuentadas de españoles, y más después de la
fundación del Colegio Albornoziano, se verá hasta qué punto comenzaban a ser estrechos los lazos
del espíritu entre España e Italia. Fueron ya no pocos los poetas y prosistas castellanos del siglo XV
que en Italia recibieron su educación en todo o en parte: Juan de Mena, Juan de Lucena y Alonso de
Palencia descuellan sobre todos, siendo más visible y marcada en ellos que en otros escritores la
tendencia al latinismo de dicción y de pensamiento. Finalmente, la obra definitiva del Renacimiento
se cumple por un humanista de purísima educación italiana, Antonio de Nebrija, el gran reformador
de la disciplina gramatical.
Pero antes que Nebrija, con el concurso de Arias Barbosa, diese a los estudios de humanidades la
forma y organización definitiva que habían de conservar en el glorioso siglo XVI, fué menester que el
Renacimiento español, rezagado en medio siglo respecto del italiano, pasase por un período de
vulgarización y de dilettantismo más aristocrático y cortesano que gramatical y erudito, período de
traducciones y adaptaciones, en que se procuraba coger el seso real según común estilo de
intérpretes. «Si se carece de las formas, poseamos al menos las materias», decía el Marqués de
Santillana, que, no bastante noticioso de la lengua latina, empleaba como traductor a su propio hijo,
D. Pero González de Mendoza, el que fué después Gran Cardenal de España. [p. 16] Crecía la afición
a los libros, que venían en su mayor parte de Italia, y comenzaban a formarse suntuosas colecciones
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de códices, descollando entre los más apasionados bibliófilos D. Íñigo López de Mendoza y el
Maestre de Calatrava D. Luis Núñez de Guzmán. Rarísimo aún el conocimiento del griego como lo
había sido en Italia en el siglo XIV, puesto que el Petrarca no lo supo, y Boccaccio sólo pudo
alcanzar alguna tintura de él en sus postreros años; lo poco que de aquella literatura pasó en el siglo
XV a la nuestra, venía por intermedio de los traductores latinos, como es de ver en la Ilíada de Juan
de Mena, en el Fedón y el Axioco de Pedro Díaz de Toledo, en el Plutarco y el Josefo de Alonso de
Palencia, en las homilías de San Juan Crisóstomo y otras obras de Padres y Doctores eclesiásticos. A
los latinos se los traducía directamente, y por lo común con extrema fidelidad literal, más que con
discreción de sentido, en estilo sobremanera revesado y pedantesco, con afectada imitación o más
bien grosero calco del hipérbaton del original. Prototipo de tales versiones es la Eneida de D. Enrique
de Villena, con las prolijas glosas que la acompañan, en que vierte el traductor toda la copia de su
saber enciclopédico e indigesto. El gusto no estaba maduro aún para que entrasen en la literatura
moderna Horacio y los elegíacos, cuyas bellezas requieren más hondo conocimiento de la lengua y
civilización greco-romana y más refinado gusto; pero se traducían las obras de carácter narrativo, y
así el futuro Gran Cardenal Mendoza ocupaba sus ocios de estudiante en facilitar a su padre la lectura
de las Metamorfosis de Ovidio, gran repertorio de fábulas mitológicas, al cual llamaban entonces la
Biblia de los Poetas, porque de él principalmente se sacaban argumentos y comparaciones, y todo
género de alardes de erudición profana. Simultáneamente, y muy estimados en su calidad de
españoles, pasaban a nuestra lengua Lucano y Séneca el trágico. Era la prosa forma única de estas
versiones, sin que haya una sola excepción en contrario, lo cual se explica bien, considerando que en
ella se atendía únicamente a la materia y de ningún modo a los caracteres del estilo poético, que ni el
traductor ni sus lectores entendían; y así a Lucano se le traducía, no en concepto de épico, sino de
historiador de la guerra civil entre César y Pompeyo, y a Séneca, no como poeta dramático, sino por
las máximas y [p. 17] sentencias morales que en sus tragedias se encuentran. La afición a la lectura
de los moralistas era carácter especialísimo de este período, como lo había sido de nuestra primera
Edad Media, salvo que entonces eran preferidos aquellos libros orientales que suelen revestir la
enseñanza con las amenas formas del cuento y del apólogo, y ahora, por el contrario, se daba mayor
estimación a la forma directa con que aparece la doctrina en los libros de los moralistas clásicos; y
aun entre éstos, más que la rotundidad de los períodos ciceronianos (cuya plena imitación no se logró
hasta el siglo XVI), agradaba el vivo y ardiente decir de Séneca y su manera cortada y vibrante.
Intérprete lo mismo de Marco Tulio que del filósofo de Córdoba, pero mostrando predilección por el
segundo, aparecía a la cabeza de estos moralistas el obispo Cartagena, seguido a corta distancia por
su grande amigo el señor de Batres, que se decía el Lucilo de aquel Séneca, y por el doctor Pedro
Díaz de Toledo, que dilató sus estudios hasta Platón, y conserva reminiscencias de sus diálogos en su
propio Razonamiento sobre la muerte del Marqués de Santillana.
Ni estaban olvidados los historiadores, cuya serie había abierto el canciller Ayala trasladando a Tito
Livio; Vasco de Guzmán hacía la primera traducción de Salustio; otros vulgarizaban a Julio César, a
Orosio y a Quinto Curcio, ya de sus originales, ya de versiones anteriores toscanas y catalanas. Y
dándose la mano la antigüedad sagrada con la gentílica, no sólo se traía de la verdad hebraica toda la
Biblia por obra de judíos y cristianos, con alto honor de la munificencia y alto espíritu del Maestre de
Calatrava, sino que los libros más fundamentales de San Agustín, San Gregorio el Magno y San
Bernardo, los dos famosos tratados ascéticos de San Juan Clímaco y el monje Casiano, la Leyenda
Áurea de Jacobo de Voragine, y otras muchas producciones de la literatura eclesiástica de los
diversos siglos, transportadas al habla vulgar, alternaban en las nacientes bibliotecas señoriales con
las producciones del mundo clásico, sirviendo como de lazo de concordia entre unas y otras el saber
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enciclopédico de San Isidoro, perenne institutor de las Españas, de cuyas Etimologías, nunca
olvidadas, se hacía por este tiempo curiosísima traducción, muy digna de la estampa.
De Italia nos había venido la luz del Renacimiento, y no [p. 18] podían quedar olvidados en este
movimiento de traducciones los poetas y humanistas italianos, ora hubiesen escrito en su lengua
nativa, ora en la lengua clásica, o bien en una y en otra, como más frecuentemente acontecía. A todos
precedió, como era natural que sucediese, el Alighieri, el maestro de la nueva poesía alegórica, cuya
Divina comedia era trasladada en 1427 por D. Enrique de Villena, «a preces de Íñigo López de
Mendoza», coincidiendo casi con la traducción catalana de Andreu Febrer, terminada setenta días
antes. No había llegado en Castilla la época de la dominación poética del Petrarca; pero en cambio, el
Petrarca humanista y moralista era uno de los autores más leídos y más frecuentemente citados;
estaba representado por gran número de códices en la Biblioteca del Marqués de Santillana, y corrían
ya, vertidos al castellano, antes de terminar el siglo, los Remedios contra próspera y adversa fortuna,
las Flores e Sentencias de la Vida solitaria, el libro De viris illustribus, parte de las Epístolas, y las
Reprehensiones e Denuestos contra un médico rudo e parlero, obra en que entendió cuando joven el
futuro primer Arzobispo de Granada, y entonces oscuro bachiller, Hernando de Talavera. Pero el más
afortunado de los patriarcas de la literatura italiana, en cuanto al número y calidad de versiones que
de sus obras se hicieron, fué Boccaccio, que fué traducido casi por entero, ya en las novelas y obras
de recreación, como el Decamerón, la Fiameta, El Corbacho y el Ninfal de Admeto, ya en los
repertorios, para su tiempo muy útiles, de mitología, historia y geografía, que llevan los títulos de
Genealogía de los Dioses, Libro de montes, ríos y selvas, Tratado de mujeres ilustres y Libro de las
caídas de los Príncipes. Cada una de las principales obras de Boccaccio, forma escuela dentro de
nuestra literatura del siglo XV, a excepción del Decamerón, cuya semilla no germina hasta los
grandes narradores de la Edad de Oro. Pero de la Fiameta nacen inmediatamente El Siervo libre de
Amor, de Juan Rodríguez del Padrón, y la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, primeras muestras
de la novela sentimental; y los dos opuestos libros del escritor de Certaldo en loor y en vituperio del
sexo femenino, tienen larguísima progenie, que alcanza desde el Libro de las virtuosas et claras
mujeres, de D. Álvaro de Luna, hasta el deleitoso y regocijado Corbacho, del Arcipreste de Talavera,
que [p. 19] fabla de los vicios de las malas mujeres et de las complisiones de los omes. Al mismo
tiempo se acrecentaba con nuevos materiales la antigua serie de apólogos y ejemplos, y desde 1425
las picantísimas facecias de Poggio Bracciolini lograban entrada en el Libro de Isopete ystoriado,
junto a las fábulas de la antigüedad y a los cuentos de nuestro Pedro Alfonso.
Al mismo tiempo que crece el número de traducciones del latín y del italiano, van haciéndose
rarísimas las del francés, que tanto abundaron en el siglo XIV. Todavía, sin embargo, el Mar de
Historias, de Fernán Pérez de Guzmán, y el Árbol de Batallas, nos dan razón de esta antigua
influencia, y no son las únicas, aunque sí las más importantes que pueden citarse. ¿Qué más? Hasta
de la literatura inglesa, que debía suponerse tan peregrina y apartada de nuestro conocimiento, vino
primero al portugués y luego al castellano un poema de tanta curiosidad como la Confesión del
Amante, de Gower, por diligencia de un Roberto Payno (Robert Payne), canónigo de Lisboa,
dándonos indicio de que no había sido enteramente inútil para la comunicación intelectual de ingleses
y españoles el cruzamiento de la casa de Lancáster con la sangre de nuestros reyes.
Con ser tan considerable el número de versiones y tan varios sus orígenes, todavía no bastan para dar
razón cabal del predominio que lograba la cultura clásica en Castilla. Otras se perdieron, sin duda, y
es cierto, además, que muchos libros no se tradujeron, sino que se leían en latín o en italiano. El
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catálogo de la biblioteca del Marqués de Santillana, tal como le restauró Amador de los Ríos,
teniendo en cuenta los preciosos restos que de ella han llegado a nuestros días y las indicaciones que
el mismo prócer hace en sus obras, prueba que no faltaban en ella ni un Terencio, ni un Horacio, ni
un Juvenal, ni un Quintiliano, ni la Historia Natural de Plinio, ni otro alguno de los principales
autores de la latinidad clásica descubiertos hasta entonces.
Trascendentales hubieron de ser, pero no en todo beneficiosos, los efectos de esta inundación de
nuevos textos. Por de pronto, el cambio de rumbo trajo consigo el abandono y aun el menosprecio de
la mayor parte de los géneros cultivados hasta entonces, y pareció que la tradición literaria iba a
cortarse bruscamente, [p. 20] con todos los peligros inherentes a tales excisiones violentas, y por lo
común estériles. Deslumbrados los ingenios del siglo XV por el prestigio de una cultura superior,
aunque muy imperfectamente conocida, comenzaron a mirar con desdeñosa compasión las antiguas
producciones del arte nacional, que en breve tiempo pasaron por informes y bárbaras. El Mester de
clerecía y el verso alejandrino habían muerto con el canciller Ayala. Sobre los Cantares de gesta y la
poesía popular, cayó con todo el peso de su autoridad el formidable anatema del Marqués de
Santillana: «Infimos son aquellos poetas que, sin regla, orden ni cuento, facen aquellos cantares et
romances de que la gente de baja et servil condición se alegra». Cuando de este modo se acentúa el
funesto divorcio entre el arte popular y el erudito, sucede fatalmente que lo popular degenera en
vulgar, y lo erudito en pedantesco. La poesía más alta y genuinamente española, la que había sido
patrimonio y regalo de grandes y pequeños, elaborada por todos y por todos sentida, emigraba de los
castillos y de las moradas señoriales para refugiarse en la plaza pública. Se la proscribía de los
Cancioneros; no se hablaba de ella en las artes de trovar; caía en vilipendio y en cierto género de
infamia la profesión de juglar, y cuando poetas, salidos no ya del pueblo, sino de la hez del
populacho, truhanes y ropavejeros, mozos de mulas y judihuelos mal convertidos, lograban penetrar
en las cortes poéticas y aun en los alcázares regios por las artes de su ingenio o por las de su
desvergüenza, lejos de llevar a la poesía culta y aristocrática la savia del genio popular, viciaban y
corrompían la una cosa por la otra, trasladando al palacio el tono de la taberna y de la mancebía, al
mismo tiempo que, con sandios alardes de una cultura indigesta, borraban de sus cantares todo rasgo
de ingenuidad y frescura. Y como al propio tiempo el espíritu nacional anduviese decaído y muy
olvidado de lo que principalmente le importaba, y las contiendas civiles en que míseramente gastaba
sus bríos no diesen noble materia para el canto, faltó el estímulo de la producción épica, y a los
antiguos relatos heroicos sustituyeron sátiras personales y ferocísimas. Cierto es que casi todos los
romances que llamamos viejos adquirieron en el siglo XV la forma en que hoy los vemos, o una muy
próxima a ella; pero es rarísimo, especialmente entre los históricos (que son [p. 21] el nervio de
nuestra poesía popular y lo más característico de ella), el que no tenga orígenes mucho más remotos y
pueda suponerse compuesto entonces por primera vez. El vulgo no se olvidó de ellos; proseguía
cantándolos, e insensiblemente los refundía; pero apenas acrecentó su número hasta que se reanuda la
guerra nacional, y con ella viene la riquísima vegetación de los romances fronterizos, última corona
de nuestra musa popular.
Aun en la literatura sabia y erudita habían cambiado de todo punto los modelos. Ya no imperaban el
Oriente, ni la Francia del Norte, ni siquiera Provenza y Galicia, aunque de su tradición lírica
quedasen muchos rastros, sino Italia, y por medio de Italia la antigüedad. La cultura semítica nos
había trasmitido desde el siglo XII al XIV cuantos elementos contenía adaptables a la civilización
cristiana, pero ella misma no era ya ni sombra de lo que había sido, y en su último refugio, en el reino
de Granada, abigarrado conjunto de berberiscos y renegados, parecía haber dicho su ultima palabra
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con el historiador Ebn-Aljatib, y nada podía comunicarnos ya que nos importara. Los estudios entre
los judíos yacían también en notable decadencia: no había ya Maimónides, ni Aben-Ezras entre ellos.
La ruina de las principales aljamas, las conversiones en masa bajo el terror del hierro y del fuego, la
mezcla cada día mayor con la población cristiana, iban arruinando la tradición literaria de la
Sinagoga, y producían el doble resultado de bastardear el tipo judaico y el cristiano. Los hombres
más inteligentes del judaísmo habían pasado al gremio de la Iglesia, y hombre de tan pura estirpe
hebrea como el obispo D. Alonso de Cartagena, figuraba al frente del Renacimiento clásico y no
juraba sino por Cicerón y por Séneca. Hábil será quien llegue a descubrir ningún toque de
orientalismo en sus escritos. Quizá el ultimo escritor en quien puede reconocerse directa influencia de
la cultura científica, ya que no del estilo, de árabes y hebreos, es D. Enrique de Villena,
especialmente en su tratado de Astrología y en el del aojamiento o fascinología, obras excéntricas
que de ningún modo reflejan el gusto dominante, sino la peculiar dirección de espíritu del fantástico y
estudioso prócer que vivió en todo fuera de su tiempo, o por rezagado o por adelantado en demasía.
El auto de fe que se hizo con sus libros por expreso mandamiento de D. Juan II, rasgo aislado y [p.
22] aun casi único de intolerancia en una época que no se distinguía por lo fervorosa ni por lo rígida,
sino antes bien por lo suelta y desmandada en ideas y en costumbres, prueba que los arabistas y los
hebrayquistas (como D. Enrique decía) no estaban ya en buen crédito con los letrados ni con la gente
piadosa, o que quería parecerlo. En tiempo de Alfonso el Sabio o de D. Sancho el Bravo, ni los libros
de D. Enrique habrían sido quemados, ni hubiera podido formarse su singular leyenda.
Abandonado, pues, el estudio de las fuentes orientales que habían dado tan peregrino sabor a nuestra
primitiva prosa, apareció, informe aún y embrionario, un nuevo tipo de dicción artificiosamente
latinizada, en que, con raras dislocaciones de frase, se pretendía remedar la construcción hiperbática,
y con retumbantes neologismos se aspiraba a enriquecer el vocabulario so pretexto «de non fallar
equivalentes vocablos en la romancial texedura, en el rudo y desierto romance, para exprimir los
angélicos concebimientos virgilianos». La aspiración era generosa, pero evidentemente prematura, y
muy expuesta, por ende, a descaminos pedantescos que en la prosa de Juan de Mena y en la del
último periodo de D. Enrique de Aragón llegaron a un extremo casi risible. Pero en medio de todo
esto hay que reconocer que los ingenios del siglo XV fueron los primeros que intentaron poner en
nuestra prosa número y armonía, los primeros que tuvieron el instinto del ritmo prosaico, adivinado
vagamente por ellos en el cadencioso período latino.
Ni puede decirse que todas cayeron en el vituperable extremo que dejamos señalado. A unos, como a
Cartagena y a Fernán Pérez de Guzmán, los salvó su buen gusto instintivo; a otros, la materia
histórica que trataron, más próxima a la realidad y menos expuesta a la invasión de la turbia y
amanerada retórica que por aquellos tiempos corría. Cabalmente, la verdadera medida de lo que
alcanzaban sus fuerzas literarias, la dió esta edad en la prosa mucho más que en la poesía. Pequeño
volumen ocuparían las composiciones de los Cancioneros, que pueden ser leídas sin enfado por quien
no sea erudito ni historiador de oficio, y en cambio tenemos de esta mitad de siglo hasta siete u ocho
libros en prosa que aun el mero aficionado lee con el mayor deleite, y que son joyas de la literatura
patria: la elocuente y apasionada [p. 23] Crónica de D. Álvaro de Luna, la bizarra y pintoresca del
Conde de Buelna D. Pedro Niño, que excede en amenidad al más interesante y peregrino de los libros
de caballerías; las Generaciones y Semblanzas de nuestro Plutarco, Fernán Pérez de Guzmán, en
cuyas páginas reviven los hombres del siglo XV con los mismos cuerpos y almas que tuvieron; el
picante y sazonadísimo Corbacho del Arcipreste de Talavera, tan rico de idiotismos populares, tan
salpimentado de gracejo netamente castizo, digno precursor de la lengua de la Celestina y aun de la
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de Cervantes; la Visión Delectable de Alfonso de la Torre, en que la especulación científica se viste
con los colores de la fantasía alegórica, produciendo un ensayo nada infeliz de novela filosófica, en
estilo grave y robusto a la par que brillante; la Vita Beata de Juan de Lucena, poco original, sin duda,
pero escrita, o más bien, traducida con pluma digna del siglo XVI, en algunos pasajes. Hasta en los
ensayos de novela, especialmente en la Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, hay tentativas no
enteramente frustradas de elocuencia sentimental, si bien el fárrago retórico y la pedantería de las
alusiones clásicas suelen ahogar el limpio lenguaje de la pasión. La prosa de la primera mitad del
siglo XV, sin ser tipo de perfección en nada, es un tipo tan enérgicamente caracterizado, tan
simpático y genial, que no sólo nos deleita en sus monumentos legítimos, sino hasta en la ingeniosa
falsificación del Centón Epistolario.
La poesía, sin embargo, continuaba siendo el género predilecto y más cultivado de todos, y
compensaba con la extraordinaria abundancia y con la destreza técnica lo mucho que de valor
intrínseco y de intención formal solía faltarla. La corte de D. Juan II fué principalmente una corte
poética, y este aspecto suyo es el más conocido y no el menos interesante en la relación histórica y
social, aunque no sea el de más positivo valor estético. Y aun aquí conviene hacer distinciones: Juan
de Mena y el Marqués de Santillana, cada cual en su línea, son verdaderos poetas; y aun los que no
llegan a tanto, suelen tener momentos muy felices. Además, en el arte de versificar hubo indudable
progreso y aun cierto género de perfección relativa, y no fué estéril ni mucho menos la reforma que
Juan de Mena, principalmente, quiso introducir en el dialecto poético, mostrando en esto más cordura
y gusto que en las innovaciones que hizo en la prosa.
[p. 24] Conservaba esta escuela poética muchas de las prácticas propias de las escuelas de trovadores,
cuya tradición había heredado de los poetas del Cancionero de Baena, herederos a su vez de la
escuela gallega, como ésta de la provenzal. Después de tantas vicisitudes y transformaciones, poco o
nada podía quedar del espíritu de una poesía lírica que en su país de origen había dejado de existir
siglo y medio antes, desapareciendo con el estado social que la dió vida. No había, pues, ni podía
haber imitación directa de los trovadores de Aquitania, arcaicos y oscurísimos en la lengua, y llenos
de alusiones a personas y casos que ya no se entendían. El Marqués de Santillana no poseía ningún
cancionero provenzal, ni más obra de aquella literatura que la enciclopedia de Matfre d'Ermengaud,
titulada Breviari d'amor. Lo que se conservaba de los provenzales era la tradición métrica, más o
menos degenerada, en manos de los tratadistas del Consistorio de Tolosa. D. Enrique de Villena los
imitaba en su Arte de Trovar, y Juan Alonso de Baena se preciaba mucho de haber leído las
cadencias logicales de los limosines. Con Cataluña había mucha hermandad literaria, como lo
prueban los elogios de Santillana a Ausias March y el poemita de la Coronación de Mosén Jordi;
pero Jordi y Ausias March eran poetas enteramente italianizados.
Tampoco creemos, a pesar de la respetable opinión de Puymaigre, que la Francia del Norte pueda
reclamar gran cosa en el movimiento poético de la corte de D. Juan II. Es cierto que el Marqués de
Santillana parece más versado en aquella literatura que en la provenzal; poseyó un hermoso códice
del Roman de la Rose, y cita con oportunidad y exactitud algunas composiciones de Alain Chartier.
Pero todo esto era para él materia de erudición, no de imitación: sus verdaderos modelos están en otra
parte.
Quedan, pues, como únicas fuentes indisputables de la poesía cortesana de este reinado: 1.º, la
tradición lírica de los cancioneros gallegos, visible en las serranillas, en los villancicos, en las
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esparsas, en las canciones, en los motes, y en general, en todas las poesías ligeras y cantables; 2.º, la
forma alegórica de Dante, combinada a veces con reminiscencias del Petrarca, especialmente en los
Triunfos, y de algún otro poeta italiano; 3.º, un fondo [p. 25] doctrinal de lugares comunes
filosóficos, derivado de la frecuente lectura de los moralistas antiguos, especialmente de Séneca.
Además, y por excepción, suelen encontrarse en algunos poetas, de los mas cultos, deliberadas
imitaciones de algún poeta latino: Juan de Mena las tiene de Lucano y de Virgilio, y el Marqués de
Santillana una bellísima de Horacio. Pero este caso es poco frecuente. En realidad, la escuela no era
erudita, como lo había sido a su manera el antiguo Mester de clerecía: era poesía de corte y de salón,
y aunque alternasen en ella hombres verdaderamente doctos, que la trataban con miras graves y
procuraban enderezarla al provecho común de la república, la mayor parte de sus cultivadores eran
meros aficionados, grandes señores que veían en el arte de trovar un nuevo modo de gala y gentileza,
lo que hoy llamaríamos una rama del sport más refinado, y lo mismo combinaban rimas, que
acosaban jabalíes en el monte o rompían lanzas en los torneos. La cultura literaria de estos próceres,
lo mismo que la de los poetas de humilde origen, paniaguados y favoritos suyos, era con frecuencia
muy superficial, y se reducía al conocimiento de aquella parte elemental del tecnicismo prosódico
indispensable para la práctica. Con esto, y con la lectura de algunas crónicas y libros de caballerías,
había bastante para ensayarse sin deslucimiento en los géneros más fáciles.
Hay, pues, en los Cancioneros una muchedumbre incontable de poesías breves y fugitivas: algunas
de ellas fáciles, frescas y graciosas; otras, discretas, sutiles y alambicadas; las más, insulsas en la
frase y triviales en el concepto, sin nada que realce y distinga unas de otras. Pero, para ser
enteramente justos, hay que poner esta poesía en su marco propio, y hacernos cargo de que los
contemporáneos no la vieron como nosotros en las rancias páginas de un códice donde se ha tornado
letra muerta, sino rodeada de todos los prestigios que podían ofrecer las fiestas y saraos de una corte
magnífica y ostentosa, en que estas poesías no se leían, sino que se cantaban, salvando, sin duda, lo
gracioso del tono la insignificancia de la letra.
Al lado de esta poesía, que es, desgraciadamente, la que más abunda, y en la cual parecen apuradas
todas las combinaciones posibles de los metros de arte menor (por lo cual hoy mismo no puede ser
inútil su estudio para el versificador más hábil y [p. 26] ejercitado), hay, y no en pequeño número,
poemas didácticos de moral y política, y visiones alegóricas de vicios y virtudes. No se excluyen de
esta poesía grave y sentenciosa los metros cortos, pero suele preferirse la estancia de arte mayor,
compuesta de ocho versos dodecasílabos. Estos poemas no son largos en general, comparados con los
del Mester de clerecía o con los poemas clásicos del Renacimiento; el mismo Labyrintho de Juan de
Mena, con sus 300 estancias, es de extensión muy moderada, aunque a los contemporáneos pareció
un grande e inusitado esfuerzo. Pero, aunque materialmente no puedan llamarse prolijos, suelen ser
de muy cansada lectura por la erudición impertinente de que rebosan, por la falta de interés narrativo,
por lo vulgar, aunque bien intencionado, de los documentos morales, y por la plaga de alegorías
monótonas e incoloras. Esto ha de entenderse, sin embargo, con muchas y muy notables salvedades,
y, desde luego, a Mena y a Santillana no los alcanza más que en parte.
El número de poetas de este reinado es verdaderamente asombroso, aun descartando de él, como debe
descartarse, a grandes ingenios del tiempo de Enrique IV y de la Reina Católica (los Manriques, por
ejemplo), que con manifiesto olvido y trastorno de la cronología literaria han sido incluídos en él.
Pero con esta exclusión y todo, y ateniéndonos al catálogo que en 1865 formó D. José Amador de los
Ríos (catálogo que hoy podría aumentarse un tanto con hallazgos posteriores), resulta para un período
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de cuarenta y siete años la formidable cifra de doscientos diez y ocho poetas, de quienes, pocas o
muchas, han llegado a nosotros composiciones, o a lo menos noticia segura de que existieron. Hay
entre estos poetas mucha gente oscura; pero otros son personajes de la mayor notoriedad, que suelen
tener una biografía mucho más poética e interesante que sus versos, como sucedió también entre los
provenzales y en todas las escuelas de trovadores. Las crónicas del tiempo están llenas de sus hechos,
y apenas falta apellido alguno de los más ilustres de Castilla, Aragón y Portugal; por lo cual, el
estudio de los Nobiliarios tiene que ser inseparable del estudio histórico de los Cancioneros, y a cada
paso se ve obligado el investigador literario a recurrir a las páginas de Argote, de Haro o de Salazar
de Castro, para identificar los nombres de los poetas.
[p. 27] Centro de esta escuela literaria fué la propia persona del rey D. Juan II, aventajado discípulo
del canciller D. Pablo de Santa María, que le había iniciado en «la moral philosophia e lengua latina e
arte oratoria e poética», al decir de Mosén Diego de Valera. «Sabía del arte de la música, cantaba y
tañía bien... oía muy de grado los dezyres rimados et conocía los vicios de ellos... plazíanle mucho
libros e historias»; tal nos le retrata Fernán Pérez de Guzmán. Su carácter indolente y aniñado, que le
hizo vivir en perpetua tutela, se acomodaba muy bien a los juegos del espíritu, pero no le dejaba pasar
de un frívolo pasatiempo. Los poquísimos versos suyos que quedan, nada importan sino por el
nombre de su autor, y otro tanto puede decirse de los de D. Álvaro de Luna, que tan aventajadas
condiciones de prosista natural y abundante mostró en su libro De las Claras et Virtuosas Mujeres. Si
algo curioso hay en sus rimas, como muestra del tono falso y convencional en que solían expresarse
los afectos, es la extravagancia de las hipérboles amorosas, que no se detiene ni ante el sacrilegio.
Si por cosa baladí pueden dejarse a un lado los versos de estos poetas, por otra razón no menos
atendible conviene sacar del cuadro de la literatura del reinado de D. Juan II las composiciones,
alguna de ellas muy notable, que suelen atribuirse al obispo D. Alonso de Cartagena. Sin negar la
posibilidad, ni aun la verosimilitud de que cultivase el arte de los trovadores, como lo hacía todo el
mundo en su tiempo, y como parece indicarlo Fernán Pérez de Guzmán cuando elogia su amor a la
sotil poesía, es lo cierto que no hay ningún dato positivo para afirmarlo. El Cancionero general no
reconoce más poetas Cartagenas que uno, y como éste hizo versos a la Reina Católica, no puede ser
el obispo de Burgos, que no alcanzó, ni con mucho, su felicísimo reinado. Separar lo que el
Cancionero presenta unido, y repartirlo arbitrariamente entre dos poetas, puede ser procedimiento
ingenioso, pero no de buena crítica.
Ni hay que empeñarse en añadir nombres a un catálogo en que tantos sobran. La cosecha poética en
este tiempo fué tal, que pone espanto al investigador más paciente y aguerrido. No se puede formar
idea de ella por el Cancionero general de Hernando del Castillo, que para esta época es pobrísimo, y
apenas [p. 28] contiene muestras de unos veintinueve trovadores que realmente perteneciesen a ella.
Las verdaderas colecciones poéticas para este reinado son otros Cancioneros, la mayor parte
manuscritos: el llamado de Gallardo, dos de la Biblioteca de Palacio, el de Stúñiga en parte, el de
Híjar, varios de la Biblioteca de París, sin olvidar, para los muchos portugueses que ya comenzaban a
escribir en castellano, el copioso y bien conocido Cancionero de Resende, del cual debemos
esmerada reimpresión a los bibliófilos de Stuttgard.
Nadie puede exigir de nosotros, y sería, por otra parte, tarea impropia de este lugar y fastidiosísima
por todo extremo, el examen individual de tantos versificadores, adocenados e insípidos en su mayor
número. Los Cancioneros están reclamando un trabajo crítico, bibliográfico, filológico e histórico,
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para el cual existen ya, aunque muy desparramados, excelentes materiales. Convendría hacer un
catálogo general de todos estos poetas, con nota exacta de las diversas composiciones suyas
registradas en cada una de las colecciones, y con cuantas noticias pudieran allegarse acerca de sus
personas. Pero este trabajo, que por muchos conceptos sería de la mayor utilidad, nada tiene que ver
con el juicio puramente literario, el cual sólo debe recaer sobre aquellos versos que son realmente
poesía, y que, muy escasos siempre y en todas partes, por fuerza han de serlo más en escuelas tan
artificiosas como la del siglo XV, que principalmente estimaba la poesía como pueril gimnasia de
rimas o como ostentación de una falsa ciencia. En este volumen y en los cuatro anteriores, hemos
procurado reunir cuanto en los cancioneros puede interesar a una persona de gusto que no haga de la
historia del siglo XV objeto especial de sus estudios. [1] Al juzgar hoy esta poesía, debemos ser fieles
al mismo criterio que predominó en nuestra selección, y detenernos sólo ante las figuras culminantes.
Tres poetas compendian la literatura del tiempo de D. Juan II, y son también los únicos cuyas obras
merecieron conservarse íntegras y ser coleccionadas aparte. Este homenaje indirecto [p. 29] que les
prestaron sus contemporáneos, ha venido a ser confirmado por el juicio de la posteridad. Estos tres
poetas son Fernán Pérez de Guzmán, el Marqués de Santillana y Juan de Mena. Ellos darán principal
asunto a nuestro estudio, pero antes conviene decir algo de un extraño personaje de quien no se
conserva un solo verso, pero a quien es imposible omitir en una historia de nuestra poesía, porque fué
autor de la primera Poética castellana.
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 28]. [1] . Nota del Colector.— En la presente edición vols. IV y V. Léase en nuestra Advertencia
la nueva ordenación que damos a la Antología y serán innecesarias en lo sucesivo más notas de esta
naturaleza.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 31] CAPÍTULO IX.—DON ENRIQUE DE VILLENA (1384-1434).—RASGOS
BIOGRÁFICOS.—EL EXPURGO DE SUS LIBROS, MANDADO HACER POR DON JUAN II.
—SUS OBRAS.—LA LEYENDA DE DON ENRIQUE.—ANÁLISIS DE SUS ESCRITOS.
La vida y escritos de D. Enrique de Villena (1384-1434) exigen un libro que no ha sido escrito aún.
[1] Todo interesa en su persona, y hay todavía muchos enigmas que resolver en su historia. Su propio
carácter aparece envuelto en nieblas y contradicciones; su sabiduría, grande a los ojos de unos, resulta
para otros misteriosa y problemática. La mayor parte de sus libros han perecido, sin duda, pero aun
los que quedan distan mucho de haber sido estudiados íntegramente ni de haber entregado a la
curiosidad del erudito todo lo que realmente contienen de útil para la biografía de su autor y para el
conocimiento de las ideas de su tiempo. Personaje flotante entre la historia y la leyenda, lo fabuloso
importa en él tanto o más que lo verdadero. Ha llegado a la categoría de símbolo: es popular de todas
veras: en su leyenda había el germen de un Fausto español, a quien sólo ha faltado un Goethe que le
desenvolviese. El siglo XV personificó en él la inquieta curiosidad científica que vuelve las [p. 32]
espaldas a Dios y al mundo, y entrega su alma al diablo para adquirir la posesión de las artes mágicas
y non cumplideras de leer.
Su vida no justifica en rigor su leyenda, pero ofrece el más cómico y lamentable contraste entre la
grandeza de sus estudios y aspiraciones y la flaqueza y poquedad de su carácter. No fué D. Enrique
un hombre puramente intelectual, como ahora dicen, ni vivió absorto siempre en sus exóticas
lucubraciones: al contrario, fué ambicioso, altanero, despilfarrador y un tanto epicúreo; pero el
resorte de la acción constante y viril le faltó siempre; la molicie de su carácter, acrecentada por sus
hábitos sedentarios y estudiosos y por la ingénita aversión que sentía a las artes de la guerra, le tornó
incapaz de resistir las condiciones de la vida de su tiempo, le hizo caer rendido y maltrecho en la
lucha, le convirtió en objeto de compasión desdeñosa, y acabó por condenarle, en el vigor de su edad,
a la pobreza, al aislamiento y aun a cierto género de capitis diminutio o de menos valer dentro de la
clase privilegiada a que pertenecía. No hubo cosa en que pusiese mano, que no le resultase mal:
cualquiera diría que alguno de aquellos espíritus traviesos y burlones que él evocaba según la
leyenda, se complacía en enredar los hilos de la trama de su vida, haciéndola degenerar en farsa
grotesca. Nacido en las gradas de un trono, descendiente por línea paterna de la casa de Aragón y por
línea materna de la de Castilla, hubiera debido ser rico y poderoso, y todo su tesoro, como tesoro de
alquimista al cabo, se le convirtió en carbones. Nunca llegó a ser Marqués de Villena y Condestable
de Castilla como su abuelo, ni siquiera a disfrutar del condado de Cangas de Tineo, aunque D.
Enrique III nominalmente se le otorgase; ni a pesar de su desatinado empeño en llegar a Maestre de
Calatrava, sin arredrarle el escándalo de un divorcio ni la infamia de una declaración de impotencia
(doblemente vergonzosa por ser falsa y amañada), pasó su maestrazgo de cisma efímero, aunque
bastante duración tuvo para arruinarle y deshonrarle perpetuamente. En 1414 todo se había ido ya en
humo: marquesado, condado y maestrazgo; bien dice Fernán Pérez de Guzmán (digno sobrino del
Canciller Ayala) que «este caballero, aunque fué tan grand letrado, supo muy poco en lo que le
complía». Evidente y probada a los ojos de todos la ineptitud de D. Enrique para los «negocios [p.
33] curiales e ceviles», y aun para el buen regimiento de su casa y hacienda, nadie volvió a tomarle
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en serio, y sus únicos triunfos fueron ya de certamen literario. Cuando fué al reino de Aragón en la
comitiva del Infante de Antequera, se convirtió en un presidente de juegos florales y organizador de
justas y mascaradas poéticas en Zaragoza y Barcelona, y es de ver con qué candorosa satisfacción y
cuán poseído de su papel nos cuenta en el Arte de trovar el ceremonial de aquellas fiestas de la Gaya
Ciencia, remedo, todavía más pedantesco y degenerado, de las del Consistorio de Tolosa. El pasaje es
largo y ha sido muy citado; pero es tan entretenido y de tanta curiosidad histórica, que no podemos
menos de transcribirle aquí, como en su lugar propio:
«E llegado el día prefijado, congregávanse los mantenedores e trovadores en el palacio donde yo
estaba; e dallí partíamos ordenadamente con los vergueros delant, e los libros del arte que traían, e el
registro de los mantenedores. E llegados al dicho Capitol, que ya estaba aparejado e emparamentado
de paños de pared alrededor e fecho un asiento de frente con gradas, en donde estaba don Enrique en
medio e los mantenedores de cada parte, e a nuestros pies los escribanos del Consistorio, e los
vergueros más baxo, e el suelo cubierto de tapicería e fechos dos circuitos de asientos donde estavan
los Trovadores, e en medio un bastimento quadrado, tan alto como un altar, cobierto de paños de oro,
e encima puestos los libros del Arte e la Joya; e a la man derecha estava la silla alta para el Rey, que
las veces era presente, e otra mucha gente que se ende allegava.
E fecho silencio, levantávase el Maestro en Teología, que era uno de los mantenedores, e facía una
presuposición con su tema e sus alegaciones e loores de la gaya sciencia, e de aquella materia que se
avía de tractar en aquel consistorio, e tornávase a asentar. E luego uno de los vergueros decía que los
trovadores allí congregados espandiesen e publicasen las obras que tenían fechas de la materia a ellos
asinada; e luego levantávase cada uno, e leía la obra que tenía fecha en voz inteligible, e traíanlas
escriptas en papeles damasquinos de diversos colores, con letras de oro e de plata e illuminaduras
preciosas, lo mejor que cada uno podía, e desque todas eran publicadas, cada uno la presentava al
escribano del Consistorio.
[p. 34] Teníanse después dos Consistorios, uno secreto e otro público. En el secreto facían todos
juramento de juzgar derechamente, sin parcialidad alguna, según las reglas del arte, cuál era mejor de
las obras allí examinadas e leídas puntualmente por el escrivano. Cada uno dellos apuntava los vicios
en ella contenidos, e señalávanse en las márgenes de fuera. E todas asy requeridas, a la que era
hallada sin vicios o a la que tenía menos era juzgada la Joya por votos del Consistorio.
En el público congregávanse los mantenedores e trovadores en el palacio: e D. Enrique partía dende
con ellos, como está dicho, para el capítulo de los fraires predicadores, e colocados e fecho silencio,
yo les facía una Presuposición loando las obras que ellos havian fecho, e declarando en especial qual
dellas merescia la Joya, e aquella trahía ya el escrivano del Consistorio en pergamino, bien
illuminada, e encima puesta la corona de oro, e firmávanlo D. Enrique al pie, e luego los
mantenedores, e sellávanla el escribano con el sello pendiente del Consistorio, e trahia la Joya ante D.
Enrique, e llamado el que fizo aquella obra, entregávale la Joya e la obra coronada por memoria, la
qual era asentada en el Registro del Consistorio, dando autoridad e licencia para que se pudiese cantar
e en público decir.
E, acabado esto, tornávamos dallí al Palacio en ordenanza, e yva entre dos Mantenedores el que ganó
la Joya, e llevávale un mozo delante la Joya con ministriles e trompetas, e llegados a Palacio facíales
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dar confites e vino, e luego partían dende los mantenedores e trovadores con los ministriles e Joya,
acompañando al que la ganó fasta su posada, e mostrávase aquel aventaje que Dios e natura ficieron
entre los claros ingenios e los obscuros: e non se atrevían los idiotas.»
Fué aquella breve temporada de 1412 la única en que D. Enrique pudo saborear plenamente los
infantiles placeres de la vana gloria literaria, tal como él la entendía y la entienden muchos. Entonces
fué también cuando, para solemnizar la coronación de D. Fernando el Honesto en Zaragoza, compuso
cierta representación o farsa alegórica, en que eran interlocutores la Justicia, la Verdad, la Paz y la
Misericordia. [1]
[p. 35] Pero aquella aurora de favor fué tan rápida como el paso del Infante de Antequera por el trono
de Aragón. Estaba escrito que las dichas del de Villena habían de ser siempre efímeras y
fantasmagóricas, como cosa de brujería y tesoro de duendes. Apagáronse los ecos de las alegres
músicas, enmudecieron juglares y ministriles, y en vez de las ruidosas cabalgatas, y de los carros
alegóricos, y de los consistorios de la gaya ciencia, vióse reducido D. Enrique a las tristes soledades
de su pobre señorío de Iniesta, o de la villa de Torralba, sin más recreación que el horno químico y el
astrolabio, entreverados con el culto de la gastronomía. Allí escribió la mayor parte de sus obras, y
allí comenzó a padecer en pies y manos el tormento de la gota, que antes de los cincuenta años le
condujo al sepulcro, hallándose casualmente en Madrid, a 15 de Diciembre de 1434. Puede inferirse
de la semblanza que de él trazó Fernán Pérez de Guzmán, que su desmedida inclinación a los placeres
de la mesa y del amor no contribuyeron poco a acortar sus días, tan laboriosos, sin embargo, y
fecundos en tantas obras diversas.
No son muchas, sin embargo, las que han llegado a nosotros, salvadas del expurgo que de sus libros
hizo, por mandato del Rey D. Juan II, el obispo de Segovia, Fr. Lope Barrientos, reservando unos y
condenando otros a las llamas. La historia de este auto de fe, en que el Rey parece haber tenido más
culpa que Fr. Lope, al revés de lo que afirma el mentiroso relato del ingeniosísimo falsificador que en
el siglo XVII forjó el Centón Epistolario, está consignada por el mismo Barrientos en su Tratado de
las especies de adivinanza, donde, al tratar del famoso libro mágico del Ángel Raziel, escribe: «Este
libro es aquel que después de la muerte de D. Enrique de Villena, tú, como rey christianísimo,
mandaste a mí, tu siervo et fechura, que lo quemasse a vuelta de otros muchos, lo cual yo puse en
ejecución en presencia de algunos tus servidores... e puesto que aquesto fué et es de loar, pero por
otro respecto en alguna manera es bueno [p. 36] de guardar los dichos libros, tanto que estuviessen en
guarda e poder de buenas personas fiables, tales que non usassen dellos, salvo que los guardassen al
fin que en algund tiempo podrían aprovechar a los sabios.»
Queda, pues, reducida a sus justos límites la fábula de las «dos carretas cargadas de libros», de los
cuales «fizo quemar más de ciento» Fr. Lope, sin verlos «más que el Rey de Marroecos», ni
entenderlos más «que el Dean de Cidá-Rodrigo», con todas las demás circunstancias novelescas que
en el apócrifo Centón se contienen y que divulgó y adobó a su modo la enciclopédica pluma del P.
Feijóo, principal propagandista de esta conseja. Ni sabemos ni podemos adivinar cuántos eran los
libros, ni mucho menos cuáles fueron los quemados, puesto que sólo del Raziel consta en términos
expresos. Lo más seguro es atenerse a la Crónica de D. Juan II, la cual dice sencillamente que «Fr.
Lope miró los libros e fizo quemar algunos, e los otros quedaron en su poder». Y ciertamente que si
todos los que quemó eran por el estilo del Ángel Raziel, no es para llorada tan amargamente la
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pérdida. Véase el contenido del tal libro, según le compendia Barrientos:
«Después que Adam conosció su vejez e la brevedat de su vida, envió uno de sus fijos al parayso
terrenal para que demandase al ángel guardador del parayso alguna cosa del árbol de la vida, para
que, comiendo de aquello, reparase su flaquesa e impotencia. E yendo el fijo al ángel, segund le avia
mandado Adam, dióle el ángel un ramo del árbol de la vida, el qual ramo plantó Adam e cresció
tanto, que después se fiso dél la crus en que fué crucificado nuestro Salvador. E demás desto, disen
los auctores desta sciencia reprobada, quel dicho ángel enseñó al fijo de Adam esta arte mágica, por
la qual podiesse e sopiesse llamar los buenos ángeles para bien faser, e los malos para mal obrar. E de
aquesta doctrina afirman que uvo nascimiento aquel libro que se llama Rasiel, por quanto llamavan
así al ángel guardador del parayso que esta arte enseñó al dicho fijo de Adam...»
Que D. Enrique de Villena cultivase la ciencia verdadera y positiva, es cosa que de ningún modo
puede dudarse, aunque ignoramos todavía cuáles fueron sus adelantos en ella. La generosa voz de
Juan de Mena, sonando a través de las edades como [p. 37] protesta de la cultura castellana contra la
destrucción de sus libros (fuese en grande o en mínima parte), bastaría para atestiguarlo:
Aquel que tú vees estar contemplando
En el movimiento de tantas estrellas,
La fuerza, la orden, la forma daquellas,
Que mide los cursos de cómo e de quando;
E uvo noticia filosofando
Del movedor e los conmovidos;
De fuego, de rayos, de son de tronidos,
E supo las causas del mundo velando;
Aquel claro padre, aquel dulce fuente,
Aquel que en el Cástalo monte resuena,
Es D. Enrique, señor de Villena,
Onra de España e del siglo presente.
!O ínclyto sabio, auctor muy sciente!
Otra e aun otra vegada yo lloro
Porque Castilla perdió tal tesoro
Non conoscido delante la gente.
Perdió los tus libros sin ser conoscidos,
E como en exequias te fueron ya luego
Unos metidos al ávido fuego,
E otros sin orden no bien repartidos.
..........................................
A mayor abundamiento, el libro de Astrología que recientemente ha aparecido y en la Biblioteca
Nacional se custodia, y que si materialmente no es suyo, a lo menos está compaginado con su
doctrina, podría confirmar el crédito de su saber matemático y astronómico, puesto que nada se
encuentra en él que no pertenezca a la pura ciencia.
Pero la ciencia falsa y supersticiosa andaba en la Edad Media tan mezclada con la ciencia real y
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positiva, y era, por otra parte, el espíritu de D. Enrique (como en todos sus libros se manifiesta) tan
nimiamente crédulo, tan puerilmente curioso, tan ávido de todo lo extraordinario y sobrenatural, y,
por decirlo todo en una palabra, tan indisciplinado y vagabundo, que forzosamente habían de tener en
él un adepto fervoroso todas las ciencias ocultas, en cuya estéril indagación consumió gran parte de
sus vigilias. Convertirle en un mártir de la libertad científica, cuya desgracia única consistió en
adelantarse a su tiempo, es un concepto falso [p. 38] y anacrónico que no puede menos de hacer reír a
los que hayan leído, por ejemplo, el Tractado del aojamiento o fascinología. Tales lucubraciones
debieron de parecer estrafalarias a sus mismos contemporáneos, entre quienes no faltaban espíritus
escépticos y burlones. Él mismo se queja en su revesado estilo del poco caso que se hacía de sus
libros: «Pocos fallo que de las mías se paguen obras». Y leído el Aojamiento, no hay modo de negar
crédito al severo y juicioso Fernán Pérez de Guzmán, cuando reconociendo la loable aplicación de D.
Enrique a otros estudios más racionales, deplora que no se contuviese en los límites de «las ciencias
aprobadas y católicas», y se abatiese a raheces interpretaciones de sueños y estornudos y otras
curiosidades vanas y sin provecho, que no convenían a un príncipe, y menos a un católico cristiano,
por lo cual le tuvieron en poca estimación y reverencia los caballeros de su tiempo.
Puede decirse que la leyenda de D. Enrique mágico empezó a formarse en vida suya, aunque con el
transcurso de los tiempos fué desapareciendo o amenguándose la parte cómica que tanto daba en ojos
a los contemporáneos, y creciendo el prestigio misterioso y siniestro, acrecentado, sin duda, por el
recuerdo de la quema de sus libros. El desarrollo de esta leyenda puede dar asunto a uno de los más
curiosos capítulos del folklore peninsular.
Pocos años después de la muerte del Señor de Iniesta, ya comenzaron a apoderarse de su nombre los
alquimistas y otros iluminados o embaucadores, y a inventar libros apócrifos con su nombre o que se
suponían hallados entre los de su famosa biblioteca. Uno de éstos fué el libro del Tesoro o del
Candado, que por otra falsedad todavía mayor se quiso achacar a la gloriosa memoria de Alfonso el
Sabio. Pero aun es más curiosa y significativa en este respecto la carta que se supone escrita por los
veinte sabios cordobeses a D. Enrique de Villena. En tan estupendo documento [1] se le atribuyen,
entre otras facultades maravillosas, la de embermejecer el sol con la piedra heliotropia, adivinar lo
porvenir por medio de la chelonites, hacerse invisible con la [p. 39] ayuda de la hierba andrómena,
hacer tronar y llover a su guisa con el baxillo de arambre, y congelar en forma esférica el aire,
valiéndose para ello de la hierba yelopia. En la respuesta, D. Enrique refiere a sus discípulos un sueño
alegórico, en que se le aparece Hermes Trimegisto, maestro universal de las ciencias, montado sobre
un pavón, para comunicarle una pluma, una tabla con figuras geométricas, la llave de su encantado
palacio, y, finalmente, el arqueta de las cuatro llaves, donde se encerraba el gran misterio alquímico.
A la sombra de estas patrañas simbólicas de los alquimistas, fué cobrando crédito la opinión vulgar
que atribuía el saber de D. Enrique a pacto expreso o tácito con el demonio, llegando a penetrar en el
siglo XVI en las obras de graves historiadores, tales como el cronista de las tres Órdenes militares Fr.
Francisco de Rades y Andrada, quien reconociendo que el de Villena «fué grandísimo letrado en
sciencias de humanidad, es a saber: en las artes liberales, astrología, astronomía, geometría,
aritmética y otras semejantes», añade que «de la judiciaria y necromancia supo tanto, que se dizen y
leen cosas maravillosas que hazía, con tanta admiración de las gentes, que juzgaron tener pacto con el
demonio: compuso muchos libros destas sciencias, en las quales, aunque avía muchas cosas de gran
ingenio y artificio útiles a la República, avía otras de mal exemplo y sospechosas de que su autor
tenía el dicho pacto».
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Pero las más fantásticas leyendas relativas a la magia de D. Enrique, no tomaron cuerpo hasta el siglo
XVII. Me refiero a la conseja de la sombra perdida, con la cual engañó al diablo, burlándose del
pacto que con él tenía hecho (asunto análogo al del lindo cuento de Chamisso, Pedro Schlemihl); y a
la de su aprendizaje y enseñanza de las ciencias ocultas en la famosa cueva de San Ciprián de
Salamanca, «nefandísimo gimnasio a modo de cripta», del cual todavía dice haber encontrado
vestigios el bueno del P. Martín del Río. El teatro y la novela se apoderaron ávidamente de tales
invenciones, y desde La Cueva de Salamanca, de Alarcón, Lo que quería ver el Marqués de Villena,
de Rojas, y La Visita de los chistes, de Quevedo, hasta La Redoma encantada, de Hartzenbusch, y el
ingenioso cuento de Bremón La hierba de fuego, D. Enrique ha sido protagonista obligado de
comedias [p. 40] de magia y narraciones fantásticas, y prosigue en su redoma hecho jigote y
picadillo, para renacer continuamente y servir de solaz a las futuras generaciones infantiles. Este es
un género de inmortalidad literaria tan positivo como otro cualquiera, y probablemente se la debe D.
Enrique a Fr. Lope Barrientos. Nadie lee hoy sus libros; pero para pasar por un grande hombre y un
nigromante prodigioso, bastóle que un fraile quemase una parte de su biblioteca después de muerto.
De las obras suyas que nos restan, inéditas o impresas y nunca reunidas en colección, muy pocas se
refieren a sus estudios favoritos, porque éstas hubieron de ser las que principalmente fueron
destruídas. Prescindiendo del Tratado de Astrología, cuya autenticidad no está comprobada ni mucho
menos, y que en su redacción actual pertenece indisputablemente a un Andrés Rodríguez que dice
haber trabajado sobre manuscritos que D. Enrique envió al obispo D. Alonso de Cartagena, nos queda
la extraña carta sobre el aojamiento o mal de ojo, publicada modernamente, aunque en forma harto
incorrecta, por una copia de la colección Floranes. En los tratados de Fr. Lope Barrientos, de las
especies de adevinanza, del caso et fortuna, del dormir et despertar et del soñar, se puede inducir
mucho de lo que pensó y escribió D. Enrique sobre las artes mágicas et non complideras de leer: es
más, creemos que dichos libros fueron compaginados a expensas de los suyos, aunque dándoles
distinto o más bien opuesto sentido, para que fuesen como refutación tácita de ellos.
No añaden muchos quilates a la fama de D. Enrique, aunque prueben el mucho estudio que había
hecho de las Sagradas Escrituras, de sus expositores y de los filósofos moralistas, la explicación de
algunos versículos del salmo Quoniam videbo coelos tuos; el Tractado de la lepra y de como está en
las vestiduras e paredes, compuesto a ruegos del famoso médico Maestre Alfonso de Cuenca; y la
Consolatoria, en extremo retórica, pedantesca y archilatinizada, que dirigió a Juan Fernández de
Valera, caballero de su casa, que había perdido la mayor parte de su familia en la peste de Cuenca de
1422.
Más consideración merecen y han obtenido de la crítica Los doze trabajos de Hércules y el Arte
Cisoria, únicas obras importantes de D. Enrique que hasta ahora han logrado los honores [p. 41] de la
imprenta. Sin ser libros de primer orden, son agradables de leer, especialmente el segundo, que
contiene bastantes curiosidades de costumbres de la Edad Media, y es el más antiguo libro de cocina,
urbanidad y etiqueta de la mesa que tenemos en nuestra lengua.
Ambas obras, a pesar del aparato didáctico con que el autor las presenta, pertenecen, en rigor, a la
literatura recreativa más que a la científica, y Los trabajos de Hércules casi pueden considerarse
como una tentativa de novela alegórico-mitológica: construcción curiosa, aunque endeble de un
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renacimiento poco maduro, con muchos vestigios medioevales. Este libro, uno de los más antiguos de
D. Enrique, fué escrito primitivamente por él en lengua catalana a preces e instancia del virtuoso
caballero Mosén Pero Pardo, y terminado en Valencia en Abril de 1417: la traducción castellana,
único texto que hoy poseemos, hízola el autor mismo en septiembre de aquel año, «en la su villa de
Torralva... a suplicación de Johan Ferrández de Valera el mozo, su criado... alongando en algunos
pasos et en otros acortando, segunt lo requería la obra... por el trocamiento de las lenguas». Fué
pues, D. Enrique, a lo menos en los primeros años de su vida literaria, escritor bilingüe, y, por decirlo
así, mediador entre las literaturas de la España Oriental y de la Central; como cumplía a quien llevaba
el apellido de la real casa de Aragón y se afanaba de ser descendiente directo del rey D. Jaime II. Esta
representación, en que no se ha reparado bastante, a pesar de hechos tan significativos como la
presidencia que D. Enrique tuvo del Consistorio de Barcelona y el carácter puramente provenzal de
su Poética, es de los rasgos que engrandecen y realzan la fisonomía literaria del de Villena,
mostrándole como uno de los más activos precursores de la futura unidad intelectual de la Península,
ya preparada desde principios del siglo XV por relaciones de muy varia índole.
Es observación acertada del Sr. Benicio Navarro, discreto biógrafo y panegirista de D. Enrique de
Villena, que el estilo en esta primera obra suya es mucho más fácil, suelto y ameno que el de sus
libros posteriores, y dista mucho de llegar a los excesos de aquella ridícula y bárbara sintaxis con que
más tarde se empeñó en descoyuntar nuestra lengua, por temeraria imitación del hipérbaton latino. La
prosa de los Trabajos de Hércules [p. 42] conserva en efecto cierto sabor de siglo XIV, y
prescindiendo de la armazón mitológica, en que se ve bien claro el paso a una escuela distinta, no
difiere mucho, en cuanto al fondo didáctico y sentencioso, de los libros semimorales, seminovelescos
de Raimundo Lulio y de D. Juan Manuel, tales como el Libro de los Estados o el del Caballero et del
Escudero. Quería D. Enrique que su libro fuese «espejo actual a los gloriosos caballeros en armada
caballería, moviendo el corazón de aquéllos a non dubdar los ásperos fechos de las armas et
aprehender grandes et onrados partidos, enderezándose a sostener el bien común, por cuya rrasón
caballería fué fallada: e non menos a la cavallería moral dará lumbre e presentará buenas costumbres,
por sus señales desfaciendo la texedura de los vicios e dominando la ferocidat de los monstruosos
actos, en tanto que la materia presente más es satira que tragica».
En estas últimas palabras puede verse alguna reminiscencia dantesca, así como la parte alegórica de
la obra descubre al lector asiduo de la Divina Comedia, y aun de los Triunfos del Petrarca. «Será este
tractado en doze capítulos partido, e puesto en cada uno dellos un trabajo de los del dicho Ércoles,
por la manera que los ystoriales e poetas los han puesto; e después la exposición alegórica, e luego la
verdat de aquella ystoria, según realmente contesció, e dende seguirse ha la aplicación moral a los
estados del mundo, e por enxemplo al uno de aquellos trabajos.»
Siguiendo este plan, la destrucción de los Centauros simboliza la de los criminosos y malfechores, y
da espejo e lumbre al estado de los príncipes; el león de Nemea representa la soberbia «enemiga de
todas virtudes e buenas costumbres», y la maza con que Hércules le doma es la potestad eclesiástica
de los prelados, más piadosa que el «cuchillo de justicia temporal». Las arpías de Fineo son la
codicia, raíz de todos los males y peste del noble estado de los caballeros: las manzanas de oro
simbolizan el don de la ciencia, en cuya persecución deben afanarse especialmente los religiosos: el
Cancerbero vencido es símbolo del don de la paz, tan duro y trabajoso de conseguir, pero tan
apetecible al buen ciudadano. El castigo del feroz Diomedes da enseñanza a los tratantes y
mercaderes para que se guarden de ilícitas ganancias. La hidra de Lerna es ejemplo para los
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labradores, la historia de [p. 43] Archeloo para los menestrales: Anteo, hijo de la Tierra, es
personificación de la brutalidad y de la ignorancia; el jabalí de Calidonia, de la sensualidad grosera,
y, finalmente, el gran trabajo de sostener el cielo sobre los hombros, ¿qué otra cosa puede ser sino la
práctica de las virtudes, que requieren hombros robustos para remontarse al cielo?
Algunas de las alegorías son, como se ve, ingeniosas, pero las más están traídas por los cabellos. El
conjunto agrada, sin embargo, y puede compararse con una vieja colección de tapices en que
estuviesen representados y moralizados los trabajos de Hércules. Fué de todas las obras de D. Enrique
la que más veces se copió, y la primera que mereció los honores de la impresión a fines del mismo
siglo XV. [1] Es fácil disfrutarla en la reproducción fotolitográfica que de ella ha hecho D. José
Sancho Rayón.
Mucho más ameno, y más útil para la historia de las costumbres en la Edad Media, es el Tractado del
arte de cortar del cuchillo, que ordenó D. Enrique a preces de Sancho de Jarava, y que
ordinariamente se conoce con el título de Arte Cisoria. Dos códices, por lo menos, existen de él: uno,
falto de una hoja, en la biblioteca de El Escorial, y otro, completo y no menos antiguo y estimable, en
la mía particular. Dos son también las ediciones, ajustadas ambas, aunque no con la misma exactitud
y rigor, al códice escurialense: la de 1766, publicada por la Real Biblioteca de San Lorenzo, y la muy
esmerada y curiosísimamente ilustrada de D. Felipe Benicio Navarro, en Barcelona, 1879, una de las
más lindas publicaciones de bibliófilo que en estos últimos años se han hecho.
Quien emprenda formalmente el estudio de la vida familiar y cortesana de los tiempos medios, no
puede prescindir de éste y otros libros análogos. La historia no está solamente en las crónicas; y
precisamente lo que las crónicas dejan en olvido, por ser notorio a los contemporáneos, es lo que para
nosotros puede dar más sabor de realidad al relato histórico, contemplándole y realzándole con su
propio y adecuado colorido. La fisonomía de una época no resulta solamente de los textos históricos:
más viva está en los literarios y en los que pudiéramos decir técnicos. [p. 44] Más que con
abstracciones y vaguedades de historia filosófica, se penetra el modo de vivir de nuestros padres en
los siglos XIV y XV leyendo los cantares del Arcipreste de Hita, los libros de venación y cetrería, el
de los dados, juegos et tablas, el Arte Cisoria, el Menor daño de la Medicina, de Chirino, el
Corbacho, del Arcipreste de Talavera, y otros tales, cada uno de los cuales nos revela un aspecto de
la vida con exactitud pasmosa. El gran cuadro social resultaría de la combinación de todos ellos; pero
hasta ahora nadie le ha intentado, ni es fácil ejecutarlo, porque con ser tantos los testimonios, no
bastan, ni con mucho, para disipar todas las oscuridades.
Aunque el libro de D. Enrique sea principalmente un tratado del arte de cortar o trinchar en las mesas
de los reyes y grandes señores, viene a resultar, por natural conexión de los asuntos, un verdadero
arte de cocina, el más antiguo que tenemos, anterior en más de medio siglo al famoso Libro de
guisados, de Ruperto de Nola. Comienza D. Enrique por declarar «las condiciones e costumbres que
pertenescen al cortador de cuchillo», exigiéndole «barba raída, uñas mondadas a menudo e bien
lavado rostro e manos», encomendándole mucho que se guarde «de traer botas, mayormente nuevas,
aforradura que huele mal al adobo», y que no se olvide de llevar «guarnidas sus manos de sortijas que
tengan piedras o engastaduras valientes contra ponzoña e ayre infecto, asy como rubí, e diamante, e
girgonza, e esmeralda, e coral, e olicornio, e serpentina, e besuhar, e pirofiles: la que se fase del
corazón del ome muerto con veneno..., e siquier endurecida o lapidificada en fuego reverberante». No
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olvida, por de contado, las lúas o guantes de buen olor, que no han de ser de raposo ni de gato, sino
«de cuero de gamo, ya traydas, e de paño de escarlata, fechas de aguja». Particularmente insiste en la
limpieza y pulcritud de la boca y del aliento, para lo cual han de usarse «lignáloe y almástiga,
corteses de cidra, fojas de limón e flores de romero», mondando y fregando los dientes «con coral
molido, alum, clavos, canela y otras especias, revueltas y condidas con miel espumada».
Con la misma exquisita pulcritud y atildamiento enumera y describe «las diversas fechuras de los
cuchillos» y demás instrumentos necesarios al cortador, tales como las brocas o tenedores, [p. 45] los
pereros y los punganes», encomendando mucho que todos ellos se custodien en una arqueta con
cerradura, «poniendo en el arca buenos olores, así como madera de savina, e de ciprés, e rama de
romero..., porque toma dél buen olor e suave».
«En tanto que esto se fase, la vianda llega» (prosigue D. En rique). Y aquí comienza un monstruoso
catálogo de «aves, animalias de cuatro pies, pescados, frutas y yerbas, que se comen por
mantenimiento e plaser de sus sabores», sin pasar en silencio otras muchas y muy inauditas, que «se
comen por melesina, así como la carne del ome para las quebraduras...., la carne del tasugo viejo por
quitar el espanto e temor del corazón, la carne de milano por quitar la sarna, la carne de la abubilla
para agusar el entendimiento, la carne del caballo para faser ome esforzado, la carne del león para ser
el ome temido».
Allende de estas cosas simples hay «otras compuestas, ansí como empanadas, pasteles, quesos,
albóndigas rellenas, el vientre del puerco adobado, la cabeza de puerco, tripas rellenas, morsillas,
longanisas, sopas doradas, fojaldres, panes de figos e otras muchas que se cuentan en el arte del
cosinar. Demás desto, turrones mielgados, obleas, letuarios, e tales cosas que la curiosidat de los
príncipes et engenio de los epicurios falló e introduxo en uso de las gentes».
Conducidos por D. Enrique, penetramos en este nuevo banquete de Trimalchión, aprendiendo
peregrinas cosas sobre el modo de presentar el pavón en las mesas regias: «la cola puesta en rueda,
con mantellina al cuello, de paño de oro de tercenel, en el que las armas del rey son pintadas»; sobre
el tajo del obispillo de las aves grandes; sobre la preparación de las perdices, en que con
extraordinaria fruición se dilata; sobre los enciclopédicos manjares que llevaban los nombres de
mirrauste, capirotada, pipotea, cabeza de turco, figuras e maldades; y aun sobre refinamientos tan
sibaríticos y tan fantásticos como «el sacar el tuétano de carnero y el tostar y socarrar la espina de
trucha gruesa, de suerte que, quitadas «con el gañivete pequeño las espinas quemadas, quede patente
la médula o nervio que pasa los ñudos, el qual es de comer sabroso». Con tales noticias no queda muy
bien parada la decantada sobriedad de nuestros antepasados, pues no hemos de creer que D. Enrique,
hombre pobre y estudioso, aunque [p. 46] de aficiones un tanto sensuales, fuese una excepción en su
tiempo, un nuevo Vitelio o un nuevo Apicio, sino que, por el contrario, debían de abundar en la corte
de D. Juan II los aficionados como él a las turmas de carnero y aun a las de tierra, que ahora
comúnmente llamamos trufas.
Se ha dicho que D. Enrique de Villena, considerado como escritor, no tiene ninguna cualidad
relevante, y carece enteramente de color y de nervio. Verdad será, tratándose de otros libros; pero no
de éste del Arte Cisoria, en que, salvo el afán de latinizar, hay páginas descriptivas que, por el primor
y riqueza de los detalles, honran grandemente la lengua castellana del siglo XV. D. Enrique, que en
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otras materias es un compilador indigesto y farragoso, resultó escritor ameno y pintoresco tratando de
cocina: trahit sua quemque voluptas. Y por Fernán Pérez de Guzmán sabemos que D. Enrique comió
mucho. Hasta la cómica gravedad con que expone su doctrina, como si se tratase de la ciencia más
ardua e importante, hace deleitable y sabrosa la lectura de tan peregrino libro.
El servicio más positivo que el de Villena parece haber prestado a la cultura nacional, en medio de
tantas lucubraciones; absurdas o frívolas (aunque para nuestra curiosidad de hoy sean inestimables)
fué traducir por primera vez al castellano el poema de Virgilio y el de Dante. La traducción de la
Eneida, que tiene probablemente el gran mérito de ser la más antigua en ninguna lengua vulgar
(puesto que antes sólo existían compendios, y D. Enrique se refiere a uno catalán y a otro italiano,
que será, sin duda, el titulado Fatti d' Enea) ha llegado a nosotros íntegra, si bien dividida en tres
distintos códices, de Madrid, de Sevilla y de París. Fué comenzada, según declaración del autor, en
28 de septiembre de 1427, y terminada un año y doce días después, en 10 de octubre de 1428;
celeridad ciertamente inaudita, y que raya en lo maravilloso si damos crédito a todo lo que de sí
propio nos refiere el traductor en la glosa 22: «mayormente mezclándose en ella muchos destorbos,
assí de caminos como de otras ocupaciones en que le complía de entender... que durante este tiempo
fiso la traslación de la Comedia de Dante, a preces de Íñigo López de Mendoza, e la Rhetórica de
Tulio [p. 47] nueva [1] para algunos que en vulgar la querían aprender; e otras obras menores de
epístolas e arengas e proposiciones e principios en la lengua Latina, de que fué rogado por diversas
personas, tomando esto por solás, en compensación del trabajo que en la Eneyda pasaba, e por
abtificar el entendimiento, e disponer el principal trabajo de la dicha Eneyda».
Esta traducción fué emprendida a ruegos del Rey de Navarra, entonces, y después de Aragón, D. Juan
II, que «fasiéndose leer la Comedia de Dante, reparó en que alababa mucho a Virgilio, confesando
que de la Eneyda avía tomado la doctrina para ella, e fiso buscar la dicha Eneyda, si la fallaría en
romance, porque él non era bien instruido en la lengua latina... e fué movido el dicho rey de Navarra
a enviar desir por su carta afincadamente a D. Enrique, que trasladase la Eneyda».
Prueba esta versión, aun hecha con tanto atropellamiento, que D. Enrique, para su tiempo, sabía
bastante latín, aunque distase harto de ser humanista de profesión, como ya los había en Italia, y muy
pronto iba a haberlos en España. Tradujo a libro abierto y sin pararse en barras, valiéndose del primer
códice que halló a mano, y que seguramente no era muy bueno, pero por eso mismo es de maravillar
que no sean todavía más frecuentes y más groseros sus errores. Lo insufrible en esta versión es el
estilo, la hueca e hinchada prosa poética, llena de transposiciones extravagantes y descoyuntaduras de
dicción, con que D. Enrique pretende remedar la pompa sonora del metro laino. Recuerda
exactamente el apólogo de la rana ahuecando los carrillos para remedar al buey. Para que el estilo
resulte todavía más abigarrado y pedantesco, tuvo el traductor la infeliz idea de intercalar en el texto
mismo una porción de paréntesis y aclaraciones que le parecieron necesarias, y que le hacen caer a
cada momento de los zancos en que temerariamente se había subido. Son las que él llama
«expresiones subintellectas, siquier imprícitas o escuro-puestas, segund claramente verá el que ambas
las lenguas latinas e vulgar supiere e oviere el original con esta [p. 48] treslación comparado. Esto
fise porque sea más tractable e meior entendido e con menos estudio e trabajo».
Pero D. Enrique no daba grande importancia al trabajo de su traducción, con ser éste tan útil y loable.
De lo que estaba satisfecho y enamorado, era de las pedantescas y enciclopédicas glosas con que la
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había abrumado, y que, aunque sean de todo punto inútiles para la inteligencia del texto virgiliano,
son de gran importancia para el conocimiento de las ideas y educación científica de D. Enrique, de su
erudición caudalosa y varia, sin duda, pero tan confusa, tan destartalada, tan desprovista de espíritu
crítico y aun de buen seso.
A pesar de lo mucho que D. Enrique encarece a los futuros copistas de su Eneida que por ningún caso
dejen de trasladar las glosas, y que rechacen como una mala tentación el prescindir de ellas, o los
copistas no le obedecieron, o el mismo D. Enrique (y esto es más creíble) se cansó de glosar y de
amontonar fárrago, puesto que las glosas conocidas recaen únicamente sobre los tres primeros libros.
Todas, o alguna parte de ellas, se copiaron aparte y sin el texto, considerándolas, sin duda, como un
centón o silva de diversas cuestiones, y así están en un códice del cabildo de Toledo y en otro que yo
poseo.
De la traducción de la Divina Comedia nada sabemos fuera de la noticia que el mismo D. Enrique da
en la ya transcrita glosa de la Eneida. En cuanto a la traducción anónima del primer canto del
Infierno, contenida en un códice escurialense, acompañada de una larga glosa y de algunas
observaciones muy curiosas sobre la escritura y pronunciación de la lengua italiana, nos inclinamos a
creer, con el Sr. Amador de los Ríos, que ni por el estilo, que no es el bien conocido y característico
de D. Enrique en su segunda manera; ni por la índole del trabajo, que parece de un pedagogo o
maestro de lengua italiana; ni por la ausencia de todo proemio o dedicatoria a D. Íñigo López de
Mendoza, a preces del cual se hizo la traducción del de Villena, según él propio declara; ni,
finalmente, por la circunstancia de no pasar del primer canto, desistiendo el traductor formalmente de
su empresa al terminarle, puede identificarse con la versión de D. Enrique, que hubo de ser completa,
tuviese glosas o no. Ni parece nada inverosímil que de libro tan famoso y divulgado [p. 49] como el
de Dante, que era por entonces en España una especie de breviario poético, se hiciesen
simultáneamente varias traducciones, como lo prueba la catalana de Andreu Febrer, que es
precisamente de este mismo año de 1428.
D. Enrique de Villena hizo versos, sin duda, pero no creemos que fuese muy fecundo ni muy
aplaudido poeta. De otro modo, ¿cómo se explicaría el raro fenómeno de habernos quedado de él
tantas y tan diversas obras en prosa, y no conservarse un sólo verso suyo en los innumerables
cancioneros del siglo XV, que no ya a tanta medianía, sino a tanto poetastro y coplero insulso dieron
franca hospitalidad? Porque recurrir aquí al expediente de la quema de los libros, me parece absurdo.
Ni D. Juan II, trovador él mismo y grandísimo protector de la gaya ciencia, ni hombre tan culto como
Fr. Lope Barrientos hubieran entregado a las llamas obras inofensivas y puramente poéticas, que eran
las que más se apreciaban en aquella época. Lo más verosímil es que D. Enrique de Villena no hizo
versos más que en su juventud, y éstos quizá en catalán más bien que en castellano, y luego abandonó
definitivamente la poesía para dedicarse a otras erudiciones. Sólo así se explica su total ausencia del
pobladísimo parnaso de los Cancioneros.
En cuanto a las dos coplas de las Fazañas de Ércoles, insertas en la Biblioteca que de sus propias
obras formó D. José Pellicer de Salas y Tobar, basta leerlas para ver en ellas la mano de un falsario
del siglo XVII, probablemente del mismo Pellicer, bien abonado para este género de fazañas.
Pero si no hay versos de D. Enrique, tenemos a lo menos los curiosísimos fragmentos de la Poética o
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Arte de Trovar, que dirigió a D. Íñigo López de Mendoza en 1433, salvados por Mayans en sus
Orígenes de la lengua española. La pérdida del libro entero será para siempre lamentable. Al parecer,
todavía existía en el siglo XVII, y le poseyó el gran D. Francisco de Quevedo, que se refiere a él en
su prólogo a las Poesías de Fr. Luis de León. Las reliquias que hoy tenemos no bastan para adivinar
el plan y contenido del tratado, pero sí para determinar su genuino carácter de imitación de las
poéticas provenzales y catalanas, que comienzan en Ramón Vidal de Besalú, y de las cuales hace D.
Enrique una especie de enumeración no exenta de [p. 50] errores cronológicos. [1] Considerado
como preceptista, D. Enrique es un eco del Consistorio de Tolosa. Lo más interesante que esos
fragmentos contienen, es el trozo histórico ya citado, en que se describe el aparato de las justas
poéticas de Barcelona, y ciertas curiosísimas observaciones sobre la pronunciación y escritura de las
letras, importantes por los fenómenos fonéticos de que nos dan testimonio, y doblemente venerables
por ser, sin duda, el primer ensayo de una prosodia y de una ortografía castellanas. Allí aprendemos,
verbigracia, que la ç se pronunciaba con los dientes apretados sisilando; que la c, puesta entre
vocales se consideraba como de agro son, y que por templarla la sustituían con una t, pronunciándola
como c con muelle son; que la h se aspiraba fuertemente (facía aspiración abundosa) en la oquedad
del paladar, pero era muda en los nombres propios cuando la precedía una c; que la x en principio de
dicción «retraía el son de s, pero le facía más lleno»; y otras curiosidades por el mismo orden, aunque
desgraciadamente no nos dan toda la luz que quisiéramos, por lo incompleto de estos fragmentos y
por las libertades que seguramente se permitió Mayans al imprimirlos. Así y todo, cada letra de este
pequeño retazo merece ser pesada y considerada atentamente.
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 31]. [1] . Sabemos que pronto verá la luz pública un extenso estudio biográfico y crítico de don
Enrique, debido a la docta pluma del joven y erudito investigador don Emilio Cotarelo.
[p. 34]. [1] . En el texto de la Crónica de Alvar García de Santa María, copiado por Ustarroz en sus
adiciones a las Coronaciones de Blancas, no se dice que
fuera don Enrique el autor de esta representación, como se viene repitiendo por todos sobre la fe de
don Blas Nasarre, que quizá encontraría la noticia en alguna otra copia de la misma Crónica. Lo que
allí se da a entender es que la representación estaba en catalán, y que el mismo cronista Alvar García
la tornó en palabras castellanas.
[p. 38]. [1] . Publicado por don José Ramón de Luanco en su libro sobre La Alquimia en España.
[p. 43]. [1] . La primera es de 1483, Zamora, por Antón de Centenera.
[p. 47]. [1] . Así se llamaba en la Edad Media la Retórica a Herennio (tenida hoy por obra anterior a
Cicerón, y probablemente de Cornificio) para distinguirla de los dos libros De Inventione, que
llamaban la Retórica Vieja.
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[p. 50]. [1] . Los autores que cita, además de Ramón Vidal, son: Jofre de Foxá, Berenguer de Troya,
Guillermo Vedel de Mallorca y Fr. Ramón Cornet.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 51] CAPÍTULO X.—FERNÁN PÉREZ DE GUZMÁN.—SU VIDA Y SUS AFICIONES
LITERARIAS.—SUS OBRAS.—SU VOCACIÓN HISTÓRICA.—NO LE PERTENECE LA
«CRÓNICA DE DON JUAN II».—LAS «GENERACIONES Y SEMBLANZAS».—POESÍAS
DE PÉREZ DE GUZMÁN.—LOS «LOORES DE LOS CLAROS VARONES DE ESPAÑA».
Personaje de otra cuenta que D. Enrique de Villena en la historia de las letras españolas es el señor de
Batres, Fernán Pérez de Guzmán, el cual reclama la atención de la crítica bajo el triple carácter de
historiador, moralista y poeta. Este último aspecto es el que ahora más directamente nos atañe; pero
como es imposible separarle de los dos primeros, puesto que su poesía no es más que una forma
inferior de su doctrina moral y de su experiencia de la vida, algo hay que decir de su persona y de la
dirección general de sus ideas y estudios.
Sobrino del Canciller Ayala y tío del Marqués de Santillana, hereda Fernán Pérez de Guzmán las
tradiciones didácticas del siglo XIV, y las transmite íntegras al XV. Moralista, cronista, hombre de
guerra, político sagaz y desengañado, amante de la antigüedad y prosista de tendencias clásicas, los
principales rasgos de la fisonomía de Ayala reaparecen en la suya. El fondo de su poesía es idéntico
también al fondo ético de El Rimado de Palacio; pero como los tiempos eran diversos y los recursos
del arte habían cambiado, el espíritu doctrinal de Fernán Pérez, aun prefiriendo la forma de
exposición directa a la forma alegórica en que se complacían los dantistas, no intenta la renovación,
[p. 52] ya imposible, del metro y los procedimientos del Mester de clerecía, y sigue, aunque con
rumbo grave y severo, las corrientes de la literatura de su tiempo, formulando la enseñanza moral en
composiciones relativamente breves y bastante líricas, a lo menos en sus formas métricas.
De poeta tenía realmente poco, aunque de su sangre había de nacer uno tan grande como Garcilaso de
la Vega. La preocupación austera del moralista, el fin inmediato de sus predicaciones, la monotonía
de los lugares comunes en que se explaya, con el candor propio de aquellos tiempos, en que las
mayores vulgaridades parecían profundos conceptos, siempre que viniesen cubiertas y protegidas por
el manto de Séneca o de Boecio, cortan las alas a su fantasía, que tampoco parece haber sido muy
viva ni muy luminosa, y hacen en extremo árida la lectura seguida de sus obras poéticas, de las
cuales, no obstante, se pueden entresacar de vez en cuando trozos notables por la energía sentenciosa
de la expresión, ya que no por la amenidad y floridez del lenguaje.
Fué, en desquite, uno de los grandes prosistas del siglo XV, y uno de los primeros analistas y
observadores de la naturaleza moral, que, mediante esta observación, renovaron la historia,
haciéndola pasar del estado de crónica al de estudio psicológico que principalmente ha tenido en los
tiempos modernos. La verdadera gloria del señor de Batres en esto consiste, y bien ha podido decirse
del pequeño volumen de sus Generaciones y Semblanzas, no menos que de los Claros Varones de su
imitador y émulo Hernando del Pulgar, que enseñan a conocer a los hombres más que casi todas
nuestras historias juntas. En esos retratos tan breves, de corte tan moderno, compuestos con tanta
habilidad y con tan disimulado artificio, sin omitir ni rasgo fisionómico ni cualidad moral relevante
en el personaje, pero sin que aparezca demasiado a las claras el propósito de agruparlos para el
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efecto; en esa prosa tan viril, tan sobria, tan nerviosa, tan rígidamente ceñida al asunto, tan remota de
todo vestigio de pedantería y de mala retórica, tan empapada de realidad y de vida, Fernán Pérez es
no solamente un clásico, sino poderoso iniciador de un arte nuevo. Merced a él y a Pulgar,
conocemos mejor la corte de D. Juan II o de D. Enrique IV, que la de Felipe V o la de Carlos IV, que
son de ayer y que casi tocamos con la mano.
[p. 53] La vida de Fernán Pérez de Guzmán le había preparado admirablemente para este oficio de
pintar y juzgar a los hombres, llevándole primero al campo de batalla y al Consejo, y encerrándole
luego en el filosófico retiro de su señorío de Batres. Conoció, y no de oídas, el tumulto de la acción y
la lucha; pero supo esquivarle a tiempo, domar los impulsos de la ambición y aun del justo encono,
perfeccionar y ennoblecer su naturaleza moral, y lograr en vida larguísima sosiego de ánimo y
desinterés bastante para ser espectador y juez, no indiferente y desdeñoso, sino sereno y aun
caritativo, como cumple a quien va a dar testimonio perenne de los actos de una generación entera.
Hijo de Pedro Suárez de Guzmán y de Doña Elvira de Ayala, llamado por su nacimiento a las más
altas funciones del Estado, embajador en Aragón en tiempo de D. Enrique III, comenzaba con los
mejores auspicios su carrera política, cuando súbitamente vino a entorpecerla su enemistad declarada
con el Condestable D. Álvaro de Luna, entre cuyos adversarios hubo de afiliarse muy pronto,
descontento con él por su proceder después de la batalla de la Higuera. En aquella jornada, Fernán
Pérez de Guzmán había hecho proezas salvando la vida a Pero Meléndez de Valdés, capitán de la
mesnada del señor de Hita; pero, lejos de obtener merced alguna por ello, tuvo el disgusto de ver que
otro quería apropiarse su gloria, suscitándose en presencia del rey un fuerte altercado, de resultas del
cual Fernán Pérez de Guzmán fué preso, y quedó desde entonces en disfavor con don Juan II.
Añadiéndose a esto las sospechas que sobre la fidelidad del señor de Batres hacia pesar su cercano
parentesco con el arzobispo de Toledo D. Gutierre Gómez, uno de los más arrojados y temibles
partidarios de los infantes de Aragón, fué haciéndose cada día mis peligrosa y difícil la posición de
Fernán Pérez en aquella corte, donde sólo reinaban, según él, «cobdicia de alcanzar e ganar, engaños,
malicias, poca verdad, cautelas, falsos sacramentos e contratos, e otras muchas e diversas astucias e
malas artes». Y como a estos desengaños se juntasen la independencia nativa y algo áspera del genio
de Fernán Pérez, sus inclinaciones estudiosas, su rectitud moral intachable y la tendencia que desde
muy joven había mostrado (como por sus más antiguas poesías aparece) a la meditación filosófica de
los casos [p. 54] humanos y al desprecio de las vanidades de la vida, nadie puede admirarse de la
resolución que formó, en edad todavía robusta para hombre de aquel siglo (a los cincuenta y seis
años), de retirarse a su señorío de Batres, de donde apenas volvió a salir durante el resto de su vida,
que se prolongó hasta los ochenta y dos años, según la opinión más probable.
Ciertamente que aquel largo retiro no fué desaprovechado, ni para la mejora del espíritu de Fernán
Pérez, que entonces se labró y acrisoló con el trato familiar de los principales moralistas clásicos y de
los más egregios doctores de la Iglesia, ni tampoco para las letras patrias, que debieron a este ocio,
más voluntario que forzado, una serie de libros en prosa y verso, morales e históricos, traducidos y
originales, no todos de igual precio, pero todos dignos de consideración, como inspirados por un
mismo nobilísimo pensamiento, que si al principio se encierra en los límites de la moral humana y
filosófica, acaba por tomar un tinte ascético, pasando (como el mismo autor dice) «a lo divino e
devoto que a todo lo humano trasciende».
En esta ascensión gradual a regiones cada vez más serenas y luminosas, tuvo constantemente Fernán
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Pérez el apoyo y consejo de aquél a quien llamaba su Séneca, llamándose a sí propio Lucilo; de aquél
de cuyos labios manaban, como de fuente perenne,
«La moral sabiduría,
Las leyes y los decretos,
Los naturales secretos
Del alta philosophía,
La sacra theología,
La dulce arte oratoria,
Toda veríssima historia,
Toda sutil poesía»;
del que aun después de muerto tuvo la virtud de inspirarle sus mejores versos:
«La yedra so cuyas ramas
Yo tanto me delectava;
El laurel que aquellas flamas
Ardientes del sol temprava,
[p. 55] A cuya sombra yo estava;
La fontana clara y fría
Donde yo la gran sed mía
De preguntar saciava..
¡Oh severa y cuel muerte!
..........................
En una escura mañana
Secaste todo el vergel,
Tornando en amarga hiel
El dulzor de la fontana
Era, en suma, el obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena, maestro y consultor del señor de Batres,
que parece haber sostenido con él larga correspondencia, ascética, filosófica y literaria. A las
consultas de Fernán Pérez respondía a veces el docto judío converso en lengua latina, que él
modestamente califica de «flaca e rústicamente compuesta»; pero todavía con más frecuencia,
«acorriéndole con espada et manto, como suelen ofrescerse los cavalleros de la cavallería armada a
sus amigos a quien quieren valer» (comparación que en el obispo bien revela al compilador del
Doctrinal de Caballeros), prefería el empleo de la lengua vulgar «que llamamos materna, syn
mixtura de eloquentes palabras... porque en lugar de sciencia sirva lo llano con buena e sana
intención explicado, et en lugar de eloqüencia, venga a servir la cotidiana et comun manera de fablar
e sea benignamente aceptada». En nuestro romance, pues, «en que fablan asy cavalleros como omes
de pie, et asy scientificos como los que poco o nada sabemos» está compuesto el más importante de
los tratados que Cartagena escribió para instrucción de su amigo, el llamado Oracional de Fernand
Peres, que es respuesta a ciertas dudas y cuestiones que le había propuesto sobre la fiel y devota
oración.
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Pero aunque en este manual piadoso mostrase cierto empeño el sabio y piadoso obispo de Burgos en
esquivar «aquel estilo de fablar antiguo, gentil et pagano», prefiriendo «la suave et sana eloquencia
de los sanctos doctores», todavía en más de un pasaje triunfaban en él sus arraigadas aficiones
senequistas, en las cuales fielmente le seguía su Lucilo, que pasó al castellano una gran parte de las
Epístolas del filósofo de Córdoba, aunque no directamente del latín (que nunca parece haber
dominado por [p. 56] completo, a lo menos en los textos clásicos), sino de una versión toscana de
Ricardo Pedro, ciudadano de Florencia. Y no sólo con versiones propias, más o menos afortunadas,
contribuía el señor de Batres a difundir el pensamiento de la antigüedad clásica, sino también
promoviendo y patrocinando otras, como la que de las dos Historias de Salustio hizo, a ruego et
afincamiento suyo, su primo el arcediano de Toledo, Vasco de Guzmán, que es, sin duda, el más
antiguo de los intérpretes castellanos de la Calitinaria y de la Yugurthina, libros que no dejaron de
influir en la prosa histórica de Fernán Pérez.
Consecuencia de estas aficiones y estudios en los moralistas e historiadores latinos, fué aquella
especie de ramillete de sentencias que con el título de Floresta de los Philósophos compiló Fernán
Pérez de Guzmán, extractando gran parte de los libros de Séneca (que por sí sólo se lleva la mitad del
volumen), y añadiendo otros apotegmas y máximas provechosas tomadas de Salustio, Quinto Curcio,
Cicerón, Boecio, San Bernardo, y del Tesoro de Brunetto Latini.
Pero estos centones, tan del gusto de la Edad Media, no hubiesen salvado a Fernán Pérez de Guzmán
del olvido en que yace toda esta insípida, aunque bien intencionada, literatura de aforismos y
sentencias, si una profunda e irresistible vocación histórica no le hubiese hecho pasar de la fría
abstracción de los lugares comunes éticos a la contemplación directa y personal de la vida. A ella
llevaba, además de una gran perspicacia y una experiencia no leve de los altibajos y vaivenes de la
fortuna, un espíritu recto, honrado y libre de preocupaciones, en cuanto puede estarlo el de un
contemporáneo. Era, sobre todo, celosísimo de la verdad, e incapaz de falsearla a sabiendas como los
cronistas asalariados, que no dejaban de abundar en su tiempo. Sus ideas sobre este punto están
bellamente expuestas en el prólogo de las Generaciones y Semblanzas: «Muchas veces acaesce que
las corónicas e historias que fablan de los poderosos reyes e notables príncipes e grandes cibdades,
son ávidas por sospechosas e inciertas, e les es dada poca fe e autoridad: lo qual, entre otras causas,
acaesce e viene por dos. La primera, porque algunos que se entremeten de escrebir e notar las
antigüedades, son hombres de poca vergüenza; e más les place relatar cosas extrañas e [p. 57]
maravillosas, que verdaderas e ciertas, creyendo que no será ávida por notable la historia que no
contare cosas muy grandes y graves de creer; ansí que sean más dignas de maravilla que de fe... Si,
por falsar un contrato de pequeña cuantía de moneda, merece el escribano gran pena, ¿cuánto más el
coronista que falsifica los notables e memorables hechos, dando fama y renombre a los que no lo
merecieron, e tirándola a los que con grandes peligros de sus personas y expensas de sus haciendas,
en defensión de su ley e servicio de su rey, e auctoridad de su república e honor de su linaje, hicieron
notables hechos? De los quales ovo muchos que más lo hicieron porque su fama e nombre quedase
claro e glorioso en las historias, que por la utilidad e provecho que de ello se le podría seguir, aunque
grande fuese; y ansí lo hallará quien las historias romanas leyere, que ovo muchos príncipes romanos
que de sus grandes e notables hechos no demandaron premio, ni galardón, ni riquezas, salvo el
renombre o título de aquella provincia que vencían e conquistaban, ansí como tres Cipiones e dos
Metelos, e otros muchos. Pues tales como estos que non querían sino fama, la cual se conserva e
guarda en las letras, si estas letras son mentirosas y falsas ¿qué aprovechó a aquellos nobles e
valientes hombres todo su trabajo, pues quedaron frustrados e vacíos de su buen deseo, y privados del
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fin de sus merecimientos, que es la fama?... Pues la buena fama, cuanto al mundo, es verdadero
premio e galardón de los que viven y virtuosamente por ella trabajan; si esta fama se escribe corrupta
e mentirosa, en vano e por demás trabaxan los magníficos reyes e príncipes en hacer guerras e
conquistas, y en ser justicieros e liberales y clementes, que por ventura los hace más nobles e dignos
de fama y gloria que las victorias e conquistas; ansimismo los valientes e virtuosos caballeros que
todo su estudio es exercitarse en lealtad de sus reyes, en defensión de la patria e buena amistad de sus
amigos, e para esto non dubdan los gastos ni temen las muertes; e otrosí los grandes sabios y letrados,
que con gran cura e diligencia ordenan e componen libros, ansí para impunar los herejes, como para
acrecentar la fe en los cristianos, e para exercitar la justicia, e dan buenas doctrinas morales: todos
estos ¿qué fruto reportarían de tantos trabaxos, haciendo tan virtuosos autos y tan útiles a la
república, si la fama fuese [p. 58] a ellos negada y atribuida a los negligentes, a los inútiles y viles,
según el alvedrío de los tales, no historiadores, mas trufadores?»
Grandes novedades se encerraban en estas palabras, no tanto por lo que toca al concepto mismo de la
veracidad de la historia, el cual teóricamente no ha sido impugnado por nadie, aunque tantos
historiadores distan de serle fieles; sino por las razones morales en que Fernán Pérez le apoya, y
sobre todo por esa noción clásica de la fama y de la gloria (que parece bebida en los preámbulos de
Salustio, historiador predilecto de Fernán Pérez) y por la atención enteramente moderna que el señor
de Batres concede como sujeto de historia, no ya sólo a los grandes capitanes, esforzados caballeros y
reyes prudentes, sino a «los grandes sabios y letrados que con gran cura e diligencia ordenan e
componen libros». Era declarar por primera vez el derecho de la historia literaria a formar parte
integrante de la historia general, y veremos que por su parte Fernán Pérez de Guzmán fué fiel a este
principio, hasta cuando intentó compendiar en verso la historia de España.
Por mucho tiempo se ha venido atribuyendo a Fernán Pérez de Guzmán la definitiva redacción u
ordenación de la Crónica de Don Juan II, una de las más copiosas y cabales que tenemos. Pero tal
atribución, que descansaba sólo en el dicho del primer editor de la Crónica, Lorenzo Galíndez de
Carvajal (1517), es de todo punto insostenible conocido el prólogo de las Generaciones, en que el
señor de Batres, ya de edad avanzadísima (era por los años de 1455 ó 56), lejos de manifestar
propósito alguno de escribir en forma y manera de crónica los sucesos de su tiempo, declaraba que
«aunque quisiesse non sabría, et si sopiesse non estava ansy instruydo nin enformado de los fechos
como era necesario a tal acto», y aun insinuaba la sospecha de que el cronista oficial, cuyo trabajo él
no conocía, no hubiese dicho la verdad en toda su pureza, «segunt las ambiciones que en este tiempo
hay». Quizá eran excesivos los temores de Fernán Pérez, puesto que la Crónica de D. Juan II resultó
un libro por todo extremo fidedigno, cuyo testimonio en nada esencial contradice a lo que resulta de
los documentos diplomáticos y de las fuentes literarias, tales como las mismas Generaciones, el
Seguro de Tordesillas y la Crónica de D. Álvaro de Luna. Pero aunque no se pueda negar al [p. 59]
cronista, o más bien a los diversos cronistas que en esta compilación intervinieron (siendo el más
antiguo Alvar García de Santa María, que historió los trece primeros años del reinado), no sólo el
lauro de la veracidad, sino el de la discresión, orden y buen juicio, todo lector de gusto echará de
menos en esta Crónica, obra de tantas manos y tantas veces retocada y refundida hasta llegar al
modernizado texto de Galíndez, aquel carácter eminentemente personal, aquella originalidad de
pensamiento y de estilo, aquel cuño nuevo de la frase que tanto avalora y realza la prosa histórica de
Fernán Pérez de Guzmán. La Crónica de D. Juan II es un libro bien escrito, con claridad y llaneza, y
aun con cierta animación narrativa; pero nada hay en él que indique la mano de un escritor genial,
como sin disputa lo era el vigoroso autor de las Semblanzas, en aquella manera suya, cruda y rápida,
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penetrante y severa. Por otra parte, ¡qué diferencia entre el espíritu, no ciertamente mendaz ni
adulatorio, pero sí complaciente y oficial que en la Crónica domina, y el inexorable y justiciero
espíritu de las Generaciones y Semblanzas! ¡Cuánto dista el don Juan II de la Crónica, tan
simpáticamente idealizado, de aquel otro D. Juan II, pusilánime, flaco, voltario, remiso y
extrañamente enajenado de la voluntad propia, según con terrible profundidad le diseca y anatomiza
Fernán Pérez, acabando por decir de él que ni antes ni después de la muerte del Condestable «hizo
auto alguno de virtud y fortaleza en que mostrase ser hombre!»
Hay, pues, que separar del catálogo de las obras de Guzmán la Crónica de D. Juan II, que
probablemente no llegó su supuesto autor ni a leer siquiera, y excluir también la muy curiosa
recopilación de dichos y hechos memorables que lleva el título de Valerio de las historias
escolásticas, y es conocidamente obra de Diego Rodríguez de Almela, familiar y discípulo de D.
Alonso de Cartagena.
Lo que realmente pertenece al señor de Batres, es otra compilación histórica, en parte traducida, en
parte original, que con el título de Mar de Historias se imprimió en Valladolid en 1512. Tres partes la
componen: la primera trata «de los emperadores, e de sus vidas, e de los príncipes gentiles e
católicos»; la segunda, «de los sanctos e sabios e de sus vidas e de los libros que ficieron»; la tercera,
finalmente, son «las semblanzas y obras de los excelentes reyes de España D. Enrique III e D. Juan el
II, y [p. 60] de los venerables prelados e notables caballeros que en los tiempos destos nobles reyes
fueron». Esta tercera parte, única original del libro, es la que con el título de Generaciones y
Semblanzas desglosó el doctor Galíndez, para añadirla a su edición de la Crónica de D. Juan II,
habiendo corrido desde entonces como libro independiente. Lo es en rigor, y mucho ha ganado con
campear solo, en vez de yacer perdido en el fárrago del Mar de Historias, entre las hazañas de
Alejandro Magno, Sila, César, Octaviano, Carlomagno, Godofredo de Bullón, y las fabulosas
aventuras del Rey Artús y los caballeros del Santo Grial, sobre las cuales manifiesta, sin embargo,
nuestro autor, alguna sospecha: «cuanto quier que esta historia sea delectable de leer e dulce, empero
por muchas cosas extrañas que en ella se cuentan, asaz dévele ser dada poca fe». La fuente principal
de estas dos primeras partes del Mar de Historias parece haber sido el Mare Historiarum, de
Giovanni de Colonna, o más bien alguna compilación francesa derivada de él. Lo único que pertenece
a Guzmán es el estilo, que es, sin duda, de lo mejor del siglo XV, muy animado, caudaloso y
brillante, sobre todo en las descripciones y en los retratos. El de Carlomagno, que cita y elogia muy
encarecidamente Amador, es mera transcripción del de Eginhardo, [1] y de seguro no tomado
directamente de la Vita Karoli Magni, sino de la misma compilación latina o francesa que sirvió de
fondo a todo el Mar de Historias, excepto su última parte.
Esta no sólo es original, como dicho queda, sino que fué la primera galería biográfica que las
literaturas modernas pudieron oponer a los grandes modelos que en esta línea nos dejó la clásica
antigüedad. Y sin embargo, no hay imitación directa, ni de Plutarco ni de Suetonio, ni de otro alguno;
más bien recuerda Fernán Pérez en algunos rasgos la manera seca y rígida de Salustio, a quien tenía
muy estudiado, así como en otros adivina la amarga profundidad de Tácito, a quien no podía conocer.
Pero no necesitaba modelos ni inspiración ajena quien trabajaba sobre la carne viva y hundía el
escalpelo hasta el fondo del alma de sus contemporáneos, con una especie de poder adivinatorio sólo
concedido a los grandes moralistas y a los grandes historiadores. [p. 61] Todo lo que su estilo tocó,
conserva para nosotros la llama de la vida. Nadie le enseñó la teoría de las relaciones entre lo físico y
lo moral, pero su instinto las adivinó, y en sus cuadros vive el hombre entero, con sus dolencias y
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flaquezas, con su austeridad o con sus vicios. Así van desfilando a nuestros ojos D. Enrique el
Doliente, dañada la complexión y afeado el semblante de muchas y graves enfermedades: «muy
grave de ver e de muy áspera conversación, ansí que la mayor parte del tiempo estaba solo e
malenconioso»; su hermano el infante de Antequera, muy fermoso de gesto, sosegado e benigno,
casto et honesto, muy católico y devoto cristiano: la habla vagarosa e floxa, e aun en todos sus autos
era tardío e vagaroso: tanto paciente e sofrido, que parecía que no avía en él turbación de saña ni de
ira»; el buen Condestable Ruiz López Dávalos, «venido de pequeño estado: hombre de buen cuerpo e
de buen gesto, muy alegre e gracioso e de amigable conversación: muy esforzado y de gran trabaxo
en las guerras: asaz cuerdo e discreto: la razón breve e corta, pero buena e atentada: muy sufrido e sin
sospecha, mas, como en el mundo no hay hombre sin tacha, no fué franco, y aplacíale mucho oir
astrólogos»; el Maestre de Calatrava D. Gonzalo Núñez de Guzmán, «mucho disoluto acerca de
mujeres, hombre de muy grandes fuerzas, corto de razones, muy alegre e de gran compañía con los
suyos»; el Conde de Niebla D. Juan Alonso de Guzmán, «mucho acogedor de los buenos, no
entremetido en las cortes ni en los palacios de los reyes: tanto llano e igual a todos, que amenguaba
su estado en ello: mucho amado de la gente común: en Sevilla y en su tierra, después del Señorío real,
no conocían a otro sino a él»; el Maestre de Santiago D. Lorenzo Suárez de Figueroa, «muy callado,
de pocas palabras, pero de buen seso e buen entendimiento, e de gran regimiento e regla en su casa e
hacienda: de su esfuerzo nunca oí, salvo que en las guerras era diligente e de buena ordenanza, lo
qual no podía ser esfuerzo»; el Gran Canciller Ayala, cuya semblanza conocemos ya; el sabio y
menguado D. Enrique de Villena, «pequeño de cuerpo e grueso, el rostro blanco e colorado: comió
mucho y era muy inclinado al amor de las mujeres: algunos, burlándose de él, decían que sabía
mucho del cielo e poco de la tierra: ajeno y remoto a los negocios del mundo, y al regimiento de su
casa e hacienda tanto inhábile [p. 62] e inepto, que era gran maravilla», pero «de tan sotil e alto
ingenio, que ligeramente aprendía cualquier ciencia o arte a que se daba: ansí que bien parescía que
lo había a natura»; la reina Doña Catalina de Lancaster, inglesa grande de cuerpo, blanca y colorada,
nada sobria y finalmente paralítica; el arzobispo de Toledo D. Sancho de Rojas, que «amó mucho a
sus parientes»; el Adelantado mayor de Castilla Gómez Manrique, hombre de grandes narices, cetrino
y calvo, que había sido moro y contaba portentosas historias del tiempo en que anduvo perdido en
Granada; el engreído advenedizo Fernán Alonso de Robles, favorito de la Reina Doña Catalina,
«hombre de escuro e baxo linaje, de mediana altura, espeso de cuerpo, el color del gesto cetrino, el
viso turbado e corto, asaz bien razonado y de gran ingenio, pero inclinado a aspereza e malicia más
que a nobleza ni dulzura de condición: muy osado e presuntuoso a mandar, que es propio vicio de los
hombres baxos, cuando alcanzan estado, que no se saben tener dentro de límites e términos».
Lo mismo que Saint-Simon, con quien algún crítico francés le ha comparado, Fernán Pérez de
Guzmán tenía en alto grado la soberbia patricia y el orgullo de raza, y, siempre que hiere esta fibra,
resulta elocuente: «No pequeña confusión para Castilla (escribe tratando del mismo Robles) que los
grandes, prelados e caballeros, cuyos antecesores a magníficos e nobles Reyes pusieron freno,
empachando sus desordenadas voluntades con buena e justa osadía por utilidad e provecho del reyno
e por guarda de sus libertades, que a un hombre de tan baxa condición como éste así se sometiesen. Y
aun por mayor reprehensión e increpación dellos digo que no sólo a este simple hombre, mas a una
liviana e pobre mujer, ansí como Leonor López, e a un pequeño e raez hombre, Hernán López de
Saldaña, ansí se sometían e inclinaban, que otro tiempo a un señor de Lara o de Vizcaya non lo
hacían ansí los pasados. Por causa de brevedad no se expresan aquí muchas maneras e palabras
desdeñosas, e aun injuriosas, que los susodichos dijeron a muchos grandes e buenos: lo qual es cierta
prueba e claro argumento de poca virtud e mucha cobdicia del presente tiempo; que con los intereses
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e ganancias que por intercesión dellos avían, no pudiendo templar la cobdicia, consentían mandar e
regir a tales que poco por linajes e menos por virtud [p. 63] lo merecían... Ca, en conclusión, a
Castilla posee hoy e la enseñorea el interesse, lanzando della la virtud e humanidad.»
Este pasaje es muy adecuado para mostrarnos el verdadero fondo del alma de Fernán Pérez de
Guzmán y reducir a su justo valor ciertos pomposos aforismos sobre la igualdad nativa de los
hombres, que en sus poesías morales suelen encontrarse, y que no son más que reminiscencias de sus
lecturas clásicas, y no verdadera expresión de su sentir propio ni del estado social de Castilla en su
tiempo. Lo que predomina en las Generaciones y Semblanzas es un pesimismo muy hondo, pero no
acerbo, iracundo y vengativo como el de Saint-Simon, sino templado por cierta especie de
resignación filosófica, que hace a Fernán Pérez poner su ideal de felicidad negativa en la quieta y
oscura vida, pacífica y sosegada muerte de un Diego Hernández de Quiñones, caballero leonés, que
nunca hizo cosa notable, pero tampoco sintió nunca adversidad de la fortuna, «porque según la vida
de los hombres es llena de trabaxos e tribulaciones, no hay alguno, especialmente el que mucho vive,
que no vea muchas cosas adversas e contrarias».
Tenía Fernán Pérez sus animadversiones, como todo hombre de partido, y nunca perdonó a D. Álvaro
de Luna, ni la prisión en que le había puesto, ni la oscuridad en que le dejó vegetar. Se le puede
acusar de no haber comprendido la alteza de la misión política del Condestable, a quien miraba por el
prisma de su vanidad aristocrática, ofendida y humillada de que fuese árbitro del Reino «un caballero
sin parientes y con tan pobre comienzo... donde tantos e tan poderosos caballeros avía». Aun en su
muerte encontraba qué reparar, tachándola de más esforzada que devota: «Ca los autos que aquel día
hizo e las palabras que dixo, más pertenescían a fama que a devoción». Pero ni aun este odio
reconcentrado que sentía contra D. Álvaro, ni tampoco el profundo menosprecio en que tenía la flaca
y apocada condición del rey, basta a anublar su clarísimo juicio ni a torcer su inexorable justicia en
los magníficos retratos que hace del Monarca y del Condestable, recargando, es cierto, las sombras,
pero poniendo también de bulto las simpáticas cualidades del primero y las espléndidas del segundo,
que resulta varón verdaderamente grande hasta bajo la pluma de su enemigo.
[p. 64] Las numerosas poesías de Fernán Pérez de Guzmán todavía no han sido reunidas en
colección, aunque Amador de los Ríos tuvo el propósito de hacerlo. Las más antiguas se remontan al
reinado de D. Enrique III, y están en el Cancionero de Baena; pero no deben de ser ni con mucho
todas las que en su mocedad compuso. «Fernán Pérez de Guzmán, mi tío, doto en toda buena dotrina
(dice el Marqués de Santillana), ha compuesto muchas cosas metrificadas, e entre las otras aquel
epitafio de la sepoltura de mi Señor el Almirante D. Diego Furtado, que comiença
Ombre que vienes aquí de presente.
Fizo muchos otros decires e cantigas de amores.»
De esta primera época, en que notoriamente seguía Fernán Pérez la tradición de los trovadores
gallegos, pueden servir de tipo los versos muy suaves y graciosamente amanerados de
El gentil niño Narciso
En una fuente gayado...
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o el diálogo del poeta con un papagayo. Era entonces señora de sus pensamientos una doña Leonor de
los Paños, de quien con bizarría y desenfado juvenil cantaba:
Sepa el rey e sepan cuantos
Nobles son en su compaña,
Que de cuantas en España
Se tocan e cubren mantos,
Yo amo la más garrida,
Por cuya salud e vida
Ruego a las santas y santos.
La reyna e todas ellas
Por cibdades e por villas,
Sepan et ayan cosquillas,
Pues de dueñas y donsellas
My señora muy loada
Ansí es aventajada,
Como el sol de las stellas,
Encerradas et abiertas
...........................
Religiosas cuantas son,
Sepan et sean bien ciertas
Que mi señora dormiendo,
[p. 65] Mas vale, yo ansí lo entiendo,
Que todas ellas despiertas
Hay también en el Cancionero de Baena «reqüestas» de Fernán Pérez a Villasandino y a Imperial,
manifestando la admiración que sentía por ambos maestros, especialmente por el discípulo del buen
florentín, de cuyos cantos dice «que relumbraban más que centellas».
Pero aun en medio de estos devaneos amorosos y poéticos deportes, comenzaba a mostrarse la
tendencia grave y meditabunda del moralista, la cual iba a triunfar de todo punto en las obras de su
edad madura. Muy mozo era, cuando ya filosofaba con melancólicos acentos sobre la instabilidad de
las grandezas humanas, tomando ocasión de la caída del buen Condestable Ruy López Dávalos, de la
privanza del Cardenal D. Pedro de Frías, o de la muerte del poderoso Almirante de Castilla D. Diego
Hurtado de Mendoza, deudo cercano suyo y padre del Marqués de Santillana. Si en la parte métrica
de esta composición, en que abundan los endecasílabos acentuados al modo sáfico, y aun en el
artificio de visión alegórica, en que el mismo Almirante se levanta del féretro para amonestar a los
vivos y declararles los misterios de la muerte, se ve de bulto la influencia dantesca traída a Sevilla por
Micer Francisco Imperial, el fondo de la composición, grave, sombrío, y aun ascético, revela al lector
asiduo del Libro de Job, a quien debe sus más grandiosos pensamientos: «Fuissem quasi non essem,
de utero translatus ad tumulum:
Non fué nascer, mas fué transladar
Del vientre al sepulcro..»
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Esta elegía es muy desigual y muy llena de lugares comunes, pero tiene rasgos de grande energía,
verbigracia, cuando el Almirante exclama «Una braza de tierra me sea bastante», o cuando pone el
sayal de San Francisco sobre la púrpura de los Césares romanos y sobre las grandezas de Alejandro.
Quien a los veintiséis años escribía y pensaba de esta suerte, trazado tenía el rumbo que su
inspiración había de seguir cuando los desengaños le llevasen al retiro y la continua meditación moral
acendrase su alma. Con una sola excepción, todas las poesías de Fernán Pérez posteriores al
Cancionero de Baena son de [p. 66] materia moral o religiosa. El Marqués de Santillana no alcanzó a
conocerlas todas. «Poco ha escribió (dice) Proverbios de grandes sentencias, e otra obra assaz útil e
bien compuesta de las Quatro Virtudes cardinales». Los Proverbios, publicados aunque muy
imperfectamente por Ochoa en sus Rimas Inéditas del siglo XV, están mucho más correctos en el gran
Cancionero que fué de Gallardo, y se componen de 102 coplas redondillas, bastante prosaicas, que
contienen sentencias tomadas en su mayor parte de Séneca y de los libros sapienciales. Algo más
poético, aunque no mucho, es el tratado de la Coronación de las Quatro Virtudes, composición
alegórica «en lengua materna y llana, no muy ornada de flores y metáforas de Tulio, sino rústica y
aldeana», que el señor de Batres dedicó a su sobrino el Marqués de Santillana cuya superioridad de
buen grado reconocía, contentándose modestamente con que su obra «pasara entre la hermosura de
sus clavellinas, como nacen espinas entre lirios y verduras».
Si los versos morales de Fernán Pérez no son enteramente un seto de espinas, como dijo Clarus, hay
que confesar que no abundan en ellos las flores, aunque el fruto sea ciertamente útil y sano. Hay
excepciones, sin embargo, y por tal tengo algunas estrofas de la bella composición que en el
Cancionero de Gallardo lleva por título Que las virtudes son buenas de invocar e malas de platicar.
Es uno de los rarísimos casos en que el entusiasmo que el alma estoica de Fernán Pérez sentía por el
triunfo de la fortaleza moral, llega a traducirse en forma verdaderamente lírica:
Las virtudes son graciosas
Y muy dulces de nombrar,
Pero son de platicar
Ásperas y trabajosas:
No quieren camas de rosas
Con muy suaves olores,
Nin mesas llenas de flores
Con vïandas muy preciosas.
Verdes prados nin verjeles,
Nin cantos de ruyseñores,
Nin sombra de los laureles,
Nin canciones de amores,
Nin acordes, nin tenores,
[p. 67] Nin contras, nin fabordón,
Menos la dissolución
De motes de trufadores.
No bastan ricos brocados,
Nin ropas de fina seda,
Nin gran suma de moneda,
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Nin joyeles muy presciados,
No palacios arreados,
Nin baxillas esmaltadas,
Nin loar enamoradas
En versos metrificados.
...........................
El varón muy esforzado
Que la fortuna combate
Hoy un jaque, cras un mate
Como piedras a tablado,
Firme aunque denodado,
Turbado mas no vencido,
Meneado y sacudido,
Pero nunca derribado. [1]
En el fuego resplandece
El oro puro y cendrado,
El grano limpio parece
Del trigo cuando es trillado:
El sueño que es quebrantado
Por fuerza de la trompeta,
No por flauta ni meseta,
Aquél debe ser loado.
Virtud y delectación
Nunca entran so un mismo techo;
Poca participación
Han honestad y provecho;
Temperancia y ambición
Nunca posan en un lecho;
La voluntad y razón
Non caben en poco trecho.
El brazo que el golpe erró
Y después ardió en la flama,
Dexando loable fama,
La su cibdad descercó;
La sangre que derramó
La mano muy delicada,
Fizo a Roma libertada
Y la castidad honró...
[p. 68] Pero rara vez vuelve a encontrarse un trozo poético de tanto color y tanto brío como éste, ni
en el tratado de ocio vicioso e virtuoso, ni en la Confesión Rimada que Fernán Pérez compuso
siguiendo las huellas de su tío el Canciller Ayala, ni en el extenso libro de las Diversas virtudes e
loores divinos que dirigió a Alvar García de Santa María; todo lo cual, sin grave cargo de conciencia,
puede contarse entre la más trivial y fastidiosa poesía de los tiempos medios, tan fértiles en este
insulso género didáctico, que nunca, según creemos, ha enseñado ni moralizado a nadie. La principal
curiosidad del libro de las Diversas virtudes, llamado también de vicios y virtudes (que sirve de
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principal fondo a la compilación formada por los editores del siglo XVI con el título de «Las
Setecientas»), consiste en ser una especie de muestrario de los diversos metros usados en tiempo de
Pérez de Guzmán, sin excluir los endecasílabos, ya sáficos, ya anapésticos, rarísima vez yámbicos,
circunstancia que también se nota en Micer Francisco Imperial y en el Marqués de Santillana.
Al Tratado de vicios y virtudes (cuyo título excusa la enumeración de los lugares comunes sobre que
versa) acompañan ciertos «himnos e oraciones por suave metrificatura, e otras composiciones
pertenescientes a consideración del culto divino». Bajo esta genérica indicación, dada por D. Alonso
de Cartagena en el prólogo del Oracional se comprenden las Cient Triadas y los Himnos a loor de
Nuestra Señora. Si consideramos formando un cuerpo todas las principales poesías de Fernán Pérez,
tal como en el siglo XVI se imprimieron, no puede ser más evidente la semejanza que en su conjunto
ofrecen con el Rimado de Palacio. Confesión hay en Ayala y confesión en el señor de Batres; el libro
de vicios y virtudes responde a la parte didáctica del Rimado, y los himnos a la Virgen acaban de
completar este paralelismo en la parte lírica, que, sin ser de primer orden, es sin disputa bastante más
agradable, suelta y fácil que los largos sermones que la preceden. Véase alguna muestra:
Alma mía,
Noche y día,
Loa a la Virgen María;
Esta adora,
Esta honora,
Desta su favor implora.
[p. 69] Esta llama,
A ésta ama,
Que sobre todos derrama
Beneficios
Sin servicios,
Et nos libra de los vicios.
Esta rosa
Gloriosa
E clara piedra preciosa:
Esta estrella
Es aquella
La qual virgen e donsella
Concibió,
Parió e crió
Al gran rey que nos salvó.
Concebida,
Non tañida
De culpa, mas exemida.
Del malvado
Et gran pecado
Quel mundo ha contaminado
Con su viso,
Gozo et riso,
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Da a todos parayso...
Hay una composición excepcional entre las de Fernán Pérez, que de intento hemos reservado para el
final de este juicio, no sólo porque su asunto la separa de todo lo restante de sus obras en verso, sino
porque indisputablemente las vence a todas con exceso notable. Casi íntegra va en esta colección, y
fácil será a cualquiera tomar conocimiento de ella. Me refiero al compendio de historia de España, en
cuatrocientas nueve octavas de arte menor, que lleva por título Loores de los claros varones de
España. En ninguna parte (exceptuando, si acaso, la bella elegía a la muerte del obispo de Burgos)
mostró el de Guzmán un entusiasmo poético tan sostenido. Su ferviente patriotismo, su talento de
historiador, le salvaron en esta ocasión, levantándole mucho sobre el nivel de las prosas rimadas que
ordinariamente escribía. El metro es embarazoso y monótono, ni bastante lírico, ni bastante adecuado
a la narración: hay pocas octavillas que a Guzmán le hayan resultado enteramente buenas; pero no
hay página en que no se encuentre un verso feliz, una sentencia grave, un relámpago de poesía
histórica:
[p. 70] España nunca da oro
Con que los suyos se riendan:
Fierro et fuego es el tesoro
Que da con que se defiendan...
dice hablando de Numancia, y reprende de paso a Lucano, por que, siendo español, olvidó celebrar el
heroísmo de sus conterráneos:
¡Abaje la rueda Roma
Que faze como pavón
Por la gran gloria que toma
De la muerte de Catón;
Mire aquel grande montón
De los fuertes numantinos
E feroces saguntinos,
Fechos ceniza e carbón!
No era Fernán Pérez de Guzmán un espíritu poético: ya hemos tenido ocasión de advertirlo. Lo que él
dijo de su patria, se le puede aplicar a él con más justicia: non daba flores, mas fructo útil e sano. El
arte puro le importaba poco, y aun mostraba cierto género de desdén respecto de los poros artistas.
Encontraba que Virgilio, al magnificar a Eneas, había hecho «proceso inútil e vano»,
La poca e pobre sustancia
Con verbosidad ornando.
Deploraba que Ovidio, en sus Metamórfosis,
Vaya sus trufas contando,
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Ornando materias viles,
Con invenciones sutiles
Su bajo estilo elevando.
Y resumía todos sus cargos contra lo que él tenía por vano y frívolo ejercicio de la mente, en estos
versos que parecen la expresión del vulgar, aunque honrado sentido de la plebe castellana en todos
tiempos:
Aquestas obras baldías
Parescen al que soñando
Fallara oro, et, despertando,
Siente sus manos vacías;
[p. 71] Asaz emplea sus días
En oficio infructuoso
Quien sólo en fablar fermoso
Muestra sus filosofías...
La poesía única que en los metros de Fernán Pérez cabía, era, por una parte, su propia emoción ante
los grandes hechos históricos, y, por otra su enérgico sentimiento de la grandeza moral, no encerrado
aquí en vaga abstraccón, sino animado y robustecido al contacto de la materia histórica. Así le vemos
interrumpir el seco registro cronológico para entonar un himno casi religioso en honor de la empresa
del libertador Pelayo:
Señor, tú fieres e sanas,
Tú adoleces e tú curas,
Tú das las claras mañanas
Después de noches escuras;
Tú en el gran fuego apuras
Los metales más preciados,
E purgas nuestros pecados
Con tribulaciones duras...
No menos brío y entusiasmo tiene el elogio de Alfonso el Católico:
¡Quántas gentes revocadas
Del captiverio salidas!
¡Quántas batallas vencidas!
¡Quántas cibdades ganadas!
¡Las iglesias profanadas
A la fe restituídas;
Las Escripturas perdidas
Con diligencia falladas!
Su fin bienaventurada
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E muerte ante Dios preciosa,
De su vida gloriosa
Es señal cierta e probada.
Quando su alma llevada
Fué de la presente vida,
La siguiente prosa oída
En el aire fué cantada...
Aun bajo el aspecto meramente histórico, tiene curiosidad este poema. Sus fuentes principales fueron
sin duda el Arzobispo D. Rodrigo (a quien varias veces se cita) y la Crónica general, [p. 72] pero
contiene pormenores que no figuran en ninguno de entrambos textos, y que demuestran la mucha
lectura de Fernán Pérez, y el nuevo rumbo que llevaban los estudios. Hay muchos rasgos de erudición
clásica y patrística. El autor desea para las glorias de España «un tan alto pregonero:
Como fué de Grecia Homero
En la famosa Ilíada»...
Cita a Plutarco, a San Jerónimo, a San Agustín, a Orosio y la Historia Tripartita. Se dilata en los
elogios de los emperadores españoles Trajano y Teodosio, y en los de nuestros clásicos hispanolatinos Séneca, Lucano y Quintiliano, dando no menor importancia al cultivo del espíritu que a la
fortaleza bélica. La historia de Wamba aparece exornada con el cuento de las abejas, que no está en la
General, pero que luego encontramos en el Valerio de las Historias. En cambio, Fernán Pérez pasa
como sobre ascuas por el reinado de D. Rodrigo, y no dice palabra de la Cava, y eso que su leyenda
había ya alcanzado en aquel tiempo el monstruoso desarrollo con que la vemos en la Crónica
Sarracina, de Pedro del Corral, que nuestro Guzmán, en el prólogo de las Generaciones y
Semblanzas, llamó trufa o mentira paladina, y a su autor vano e mentiroso hombre. Los hechos
enaltecidos por la antigua epopeya nacional, no son por lo común los que prefiere el señor de Batres,
cuya dirección es esencialmente erudita. El espíritu crítico se insinúa en él con dudas sobre
Roncesvalles:
Si non mienten las estorias,
Si no nos han engañado
Nuestras antiguas memorias..
En cambio, la leyenda de los Jueces de Castilla, se presenta con un carácter muy acentuado de
democracia clásica:
Aflitos e molestados
De los reyes de León,
..........................
Como toros mal domados
Sacudieron de sí el yugo;
Tanto libertad les plugo,
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[p. 73] Que, unidos e concordados,
Non de los más poderosos
E más altos eligieron,
Mas de los más virtuosos
Dos Príncipes escogieron,
Los quales constituyeron
Por Cónsules soberanos,
Así como los Romanos
Contra Tarquino ficieron.
Del uno destos Prefectos,
Cónsules o Dictadores,
Al tal principado electos,
De la patria defensores,
Así como entre las flores
La rosa nunca se esconde,
Don Ferrán González, conde,
Floresció entre los mejores.
El concepto de España se agranda en Fernán Pérez sobre de la General; y los reconquistadores del
Pirineo, los reyes de Navarra, los «vascongados medio mudos, pero hardidos y fuertes», aparecen
mezclados con los reyes de Asturias y León y los condes de Castilla. Sancho Abarca, sobre todo,
obtiene un espléndido elogio, que parece indirecta censura a la molicie de la corte de D. Juan II:
Los Príncipes delicados,
Blandos e delicïosos,
E de ungüentos olorosos
Ungidos e rocïados,
E de rosas coronados,
E de púrpura vestidos,
Non de virtudes guarnidos,
Nin de bondades honrados,
Miren al Rey montañés
De cueros crudos calzado,
E de frío espeluznado,
Sin polido saldo arnés,
Llenos de hielo los pies;
Pero descercó a Pamplona,
Porque digno es de corona
De laurel e de ciprés.
Aquel infeliz e vil
Rodrigo inafortunado,
En un lecho de marfil,
[p. 74] E de perlas coronado,
Perdió el grande principado
De España, et Sancho Abarca,
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Que por cendrado se marca,
Triunfó muy mal arropado.
Sería muy prolijo referir todo lo notable que contiene este olvidado poema. Bella y solemne es la
escena de la muerte de D. Fernando el Magno, tomada de la Crónica del Monje de Silos. El breve
capítulo que se dedica al Cid, conserva muy poco sabor épico, pero encierra dos cosas notables: la
cita de una Estoria compuesta por Gil Díaz, escribano del Campeador, y la nueva patria que se asigna
al héroe:
Este varón tan notable
En Río de Ovierna nasció...
La partición de los reinos por Fernando I, inspira al poeta una amonestación política, que hoy mismo
no parece indigna de ser considerada y meditada por los regionalistas:
Son pequeños los estados
Del flaco et menudo imperio;
Reyecillos son llamados,
Que es gran gorja et vituperio:
Pueden poco conquistar,
En breve son conquistados;
Nunca pueden sojuzgar,
E siempre son sojuzgados.
¿Quién falló grandes venados
En pequeño monte o breña?
En agua baxa et pequeña,
Non mueven grandes pescados.
En la lozana descripción de Sevilla, en el cuadro de la muerte de San Fernando, y en otros
innumerables trozos, se ve patente la influencia de la Crónica general. Puede creerse también que el
libro De Praeconiis Hispaniae de Fr. Juan Gil de Zamora, sugirió a Fernán Pérez (que más de una
vez cita al erudito franciscano, maestro de D. Sancho IV) la idea y la tendencia apologética del suyo,
donde predomina el generoso intento de celebrar juntas todas las glorias españolas. Así, al lado de
San [p. 75] Fernando, aparece D. Jaime el Conquistador; en pos de los reyes, vienen personas del
eclesiástico bando, como el Antipapa Luna y el Cardenal Albornoz, y, finalmente, poetas y hombres
de letras, mezclados sin distinción de tiempos: Valerio y Liciniano, Iuvenco, Prudencio, Osio, Pedro
Alfonso, Diego de Campos, el Arzobispo D. Rodrigo. Al tratar de Albornoz y del Papa Luna, el
autor, abandonando el hilo de la narración, adopta una forma casi dantesca, evoca las sombras de
ambos personajes, y les dirige la palabra y es contestado por ellos. Para él es cosa indubitada que
Benedicto XIII, a quien, siendo niño, había conocido en Aviñón, fué verdadero Papa. Este pasaje,
escrito con singular efusión, es de los más bellos del poema, y un testimonio más de la grandeza
indomable del carácter de D. Pedro de Luna y del entusiasmo de los partidarios que en Aragón y en
Castilla conservó hasta el fin, aun después de abandonado por los Cardenales y por los Reyes.
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En resumen, el poema de los Claros Varones, malamente desdeñado por nuestros colectores, y
confundido por muchos eruditos con el libro en prosa de las Generaciones, no sólo es de interesante y
apacible lectura por razón de su contenido, sino que prueba ventajosamente lo que Fernán Pérez de
Guzmán hubiera sido capaz de hacer, abandonando las empalagosas y pedestres moralidades en que
tanto se complacía, y dedicándose al cultivo de la poesía histórica, única para la cual parece haber
nacido. [1]
[p. 76]
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 60]. [1] . Puymaigre fué el primero que hizo esta observación.
[p. 67]. [1] . Recuerda el Justum et tenacem propositi virum.... impavidum ferient ruinae, de Horacio.
[p. 75]. [1] . Las poesías del señor Batres andan dispersas en casi todos los Cancioneros manuscritos
e impresos del siglo XV, especialmente en los de Baena, Ixar, Gallardo, en tres de la Biblioteca
Nacional de París (que sirvieron a Ochoa para publicar sus Rimas inéditas del siglo XV), en el de
Ramón de Llavia (donde se imprimió por primera vez el tratado de Vicios y virtudes), y, finalmente,
en el General de Castillo, que contiene muy pocas. Hay, además, Cancioneros especiales de Fernán
Pérez, entre los cuales merece la preferencia el de la Biblioteca de los Duques de Gor, en Granada,
escrito por un Antón de Ferrara, criado del Conde de Alba, «e acavóse de escrevir primero día de
Marzo del Señor de mill e quatrocientos e cinquenta e dos años». No contiene más que la Confesión
Rimada, los Vicios y Virtudes y los Claros Varones, pero es muy buen texto.
En Lisboa, 1512, y en Sevilla, 1516, por Jacobo Cromberger (bella y rarísima edición que posee
nuestro amigo el Marqués de Jerez de los Caballeros), apareció un libro, reimpreso luego varias
veces, que lleva por título.
Las Sietecientas del docto et muy noble cavallero Fernán Pérez de Guzmán; las quales son bien
scientíficas y de grandes et diversas materias et muy provechosas; por las quales qualquier hombre
puede tomar regla et doctrina y exemplo de bien vivir.
Estas Setecientas se compaginaron reuniendo el libro de diversas virtudes, la Confesión Rimada, los
himnos y alguna otra cosa, hasta completar el número de 700 estrofas, con que se quiso remedar las
Trescientas de Juan de Mena. Los Proverbios y los Claros Varones fueron impresos por primera vez
en las Rimas inéditas de Ochoa (París, 1844), pero así estas piezas, como las restantes, exigen
escrupulosa revisión.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 77] CAPÍTULO XI.—DON ÍÑIGO LÓPEZ DE MENDOZA, PRIMER MARQUÉS DE
SANTILLANA (1398-1458).—SUS AFICIONES Y LECTURAS.—RASGOS BIOGRÁFICOS.
SU FAMA.—OPÚSCULOS EN PROSA.—SUS POESÍAS.—LAS OBRAS DE AMORES:
CONSIDERACIÓN ESPECIAL DE LAS «SERRANILLAS».—LA «COMEDIETA DE
PONZA».—EL «DIÁLOGO DE BIAS DE FORTUNA».—LOS «PROVERBIOS».—LOS
SONETOS «AL ITÁLICO MODO».
Quien desee cifrar en un solo nombre la cultura literaria de la época de D. Juan II, difícilmente
hallará ninguno que tan bien responda a su intento, ni pueda servir de personificación tan adecuada,
como el de Don Íñigo López de Mendoza, primer Marqués de Santillana. Su talento flexible y ameno
recorrió todos los géneros y formas de la literatura poética de su tiempo; y si en el largo catálogo de
sus obras no se encuentra quizá ninguna que en lo trascendental de la concepción y en el vigor de
algunos detalles pueda parangonarse con el Labyrintho de Juan de Mena, tampoco adolece (a lo
menos en igual grado) de los defectos de aquella manera, ora enfática y rígida, ora crespa y
campanuda, con que el poeta cordobés, lidiando a brazo partido con la lengua y con el metro, daba
imperfecta expresión a la innegable grandeza de sus pensamientos. La inspiración en el de Santillana
corre por cauce menos profundo, pero es más apacible y tersa. A falta de condiciones de orden
superior, tiene todas las que nacen de la destreza técnica, nunca rebelde al impulso de su fantasía viva
[p. 78] y lozana, que pasa sin el menor esfuerzo de lo grave y doctrinal a lo galante y fugitivo. Gran
señor en poesía, como en todas sus cosas, muestra en su estilo cierto nativo desembarazo e ingénita
bizarría, sin que baste ni siquiera el peso de la erudición pedantesca de su siglo para entorpecer y
desfigurar la elegancia no forzada ni aprendida de los movimientos de su musa. En la poesía ligera es
gran maestro: por él se aclimató definitivamente en el Parnaso castellano la serranilla gallega: si tuvo
predecesores dentro de su propia familia, él se llevó en esto, como en lo demás, toda la fama de los
Mendozas, según el dicho de un descendiente suyo. El Arcipreste de Hita, como franco realista que
era, había parodiado algo brutalmente este delicado género entre popular y trovadoresco. El Marqués
de Santillana, ingenio menos vigoroso y más femenino que el Arcipreste, pero por lo mismo más
sensible que él a los halagos de la belleza lírica, recogió aquellas florecillas agrestes, y, sin hacerlas
perder su nativo perfume, les dió otro más penetrante y refinado, poniendo en él una gota de inocente
malicia. La Vaquera de la Finojosa quedó como tipo eterno del género, perjudicando quizá con su
misma pulcritud y gentileza (que hace que tan fácilmente se pegue al oído) a la justa fama que
merecían compartir con ella otras hermanas suyas no menos frescas y sabrosas.
Heredero de las tradiciones doctrinales de Ayala y Fernán Pérez de Guzmán (con quienes le unían
hasta los lazos de la sangre); educado con la lectura asidua de los libros sapienciales de la Escritura y
de los moralistas de la antigüedad clásica, escribe Santillana Proverbios y Doctrinales, y avisos y
remedios contra adversa fortuna; pero como era poeta, no procede con el árido dogmatismo del
Rimado de Palacio o de Las Setecientas, sino que con su decir vivo, rápido y pintoresco, comunica
amenidad a los lugares comunes filosóficos, grabándolos en la memoria con adecuadas imágenes que
visten y hermosean la austeridad de la sentencia. A una obra poética de filosofía moral debió
precisamente una buena parte de su fama popular, nunca extinguida; y Marqués de los Proverbios se
le llamaba todavía en la tierra solariega de su madre allá por los fines del siglo XVI, cuando los valles
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de Cantabria litigaban contra el señorío de los descendientes de D. Íñigo.
[p. 79] Con Juan de Mena comparte el Marqués el principado de la escuela alegórica, derivada de
Dante y naturalizada en Castilla por Micer Francisco Imperial. No es la Comedieta de Ponza obra de
tanto empeño ni de tan vasto plan como el Labyrintho. Circunscrita a un suceso contemporáneo y
reflejando fielmente la impresión del momento, debe a su carácter de actualidad histórica la mayor
parte de sus bellezas. Pero, fuera del poema de Juan de Mena, no hay ninguna de las innumerables
visiones que en aquel siglo se escribieron, que aventaje a ésta ni aun se la acerque, ni en el brío de la
versificación, ni en lo grave y maduro de las sentencias, ni en la hábil intercalación del diálogo, ni en
el boato y pompa descriptiva de algunos trozos.
Fué gran discípulo de los italianos el Marqués de Santillana, y uno de los más calificados precursores
de Boscán. No sólo tomó de Dante altísimos pensamientos, sino que a veces le tradujo literalmente; v.
gr.: nessun maggior dolore...
La mayor cuyta, que aver
Puede ningún amador,
Es membrarse del placer
En el tiempo del dolor...
(Infierno de los Enamorados.)
Y no sólo de Dante, sino de Petrarca y Boccaccio fué admirador fervoroso y continuo lector. Al
segundo le introdujo como capital personaje en su fantasía alegórica de la Comedieta de Ponza. A
imitación del primero, compuso sonetos, los más antiguos sin duda que posee la lengua castellana. La
introducción de tal forma métrica, aunque fuese de un modo imperfecto y algo rudo, bastaría para dar
al Marqués de Santillana un puesto entre los poetas españoles del Renacimiento, al cual ya en rigor
pertenece por su gusto, educación y tendencias. Dignas son de repetirse a este propósito las
arrogantes palabras con que reconoce esta deuda el divino Herrera en su comentario a Garcilaso,
hablando de la versificación toscana y del tiempo en que se introdujo entre nosotros: «No en la edad
de Boscán, como piensan algunos; que más antigua es en nuestra lengua, porque el Marqués de
Santillana, gran capitán español y fortísimo cavallero, tentó primero [p. 80] con singular osadía, y se
arrojó venturosamente en aquel mar no conocido, y volvió a su nación con los despojos de las
riquezas peregrinas. Testimonio desto son los sonetos suyos, dinos de veneración por la grandeza del
que los hizo, y por la luz que tuvieron en la sombra y confusión de aquel tiempo.»
Es cierto que sólo con gran trabajo podía abordar el Marqués los textos latinos en su original, y de
ningún modo los griegos; pero su generoso entusiasmo por las letras triunfó en parte de estos
obstáculos, y, ya que no podía poseer las formas, logró a lo menos hacerse señor de las materias. Su
condición de Mecenas suplió lo que faltaba a su educación, que no había sido de humanista. Rodeado
de una verdadera corte literaria, encargó a los que tenía por más doctos traducciones de los libros que
más excitaban su curiosidad y más podían aprovecharle en sus estudios. «A ruego e instancia mía,
primero que de otro alguno (dice él mismo), se han vulgarizado en este reyno algunos poemas, así
como la Eneyda de Virgilio, el libro mayor de las Transformaciones de Ovidio, las Tragedias de
Lucio Aneo Séneca, e muchas otras cosas en que yo me he deleytado fasta este tiempo e me deleyto,
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e son asy como un singular reposo a las vexaciones e trabaxos que el mundo continuamente trahe,
mayormente en estos nuestros reynos.» Por industria de un capellán suyo, Pedro Díaz de Toledo,
penetró también en estas partes de España el divino Platón, representado por el más admirable de sus
diálogos, el Phedon, que ya se podía leer en nuestra lengua antes de 1450. Tarde, sin duda, e
imperfectamente llegó el Marqués a trabar conocimiento con Homero, no ya en el diminuto
compendio de Juan de Mena, sino en versiones derivadas de la latina del milanés Pedro Cándido
Decimbre. Valióse para obtenerlas de su propio hijo, el protonotarino D. Pedro González de
Mendoza, que con el tiempo había de ser gran Cardenal de España, y andaba entonces en el estudio
de Salamanca. En carta inestimable para la historia del humanismo español, decía D. Íñigo a su hijo:
«Algunos libros... he rescebido, este otro día, por un pariente e amigo mío, que nuevamente es venido
de Italia, [1] los quales asy por [p. 81] Leonardo de Arecio como por Pedro Cándido, milanés, d'aquel
príncipe de los poetas, Homero, e de la historia troyana que él compuso, a la qual Iliade intituló,
traducidos del griego a la lengua latina, creo ser primero, segundo, tercero e quarto, e parte del
décimo libro. E como quier que por Guydo de Columna, e informados de las relaciones de Ditis,
griego, e Dares, frigio, e de otros muchos auctores, asaz plenaria e extensamente ayamos noticia
d'aquellas, agradable cosa será a mí ver obra de tan alto varón e quassi soberano príncipe de los
poetas, mayormente de un litigio militar o guerra, el mayor e más antiguo que se cree aver seydo en
el mundo. E assy, ya sea que non vos fallescan trabajos de vuestros estudios, por consolación e
utilidad mía e de otros, vos ruego mucho vos dispongades; e pues que ya el mayor puerto, e creo de
mayores fragosidades, lo passaron aquellos dos prestantes varones, lo passedes vos el segundo, que es
de la lengua latina la nuestro común idioma.»
No sabemos si D. Pedro González de Mendoza llegó a cumplir el deseo de su padre, tan vivamente
manifestado. Pero si sabemos que Volmöller acaba de descubrir una traducción, en prosa casllana, de
los cinco primeros libros de la llíada, según el texto latino de Pedro Cándido, dedicada al Rey D.
Juan II. ¿Será ésta la misma del protonotario? De todos modos, corresponde a la misma época, y es la
primera aparición de Homero en la literatura española.
Aunque clásico en la dirección general de su espíritu y de sus lecturas, el Marqués de Santillana no
rompió bruscamente con las tradiciones de la poesía de la Edad Media. Por muchos lazos permanecía
aún unido a la escuela de los trovadores. Bien lo comprueba lo que pudiéramos llamar su poética, el
memorable prohemio o carta que envió al Condestable D. Pedro de Portugal con el Cancionero de sus
obras. Este documento, tan traído y llevado por la crítica desde que le dió a conocer el P. Sarmiento y
le imprimió íntegro el bibliotecario D. Tomás Antonio Sánchez, con notas de erudición caudalosísima
para su tiempo, es medio preceptivo, medio histórico, y en uno y otro sentido muy digno de atenta
consideración. No es, como los fragmentos del Arte de trovar de D. Enrique de Villena, mera
imitación de las poéticas provenzales, aunque ciertamente arguye que a Santillana le eran [p. 82]
familiares. Más elevados y trascendentales son sus propósitos, más alto su concepto de la poesía:
«fingimiento de cosas útiles, cubiertas o veladas con muy fermosa cobertura, compuestas,
distinguidas et scandidas por cierto cuento, peso y medida». Aquí hay ya una noción estética, aunque
ligera y vagamente formulada, en la cual entran como elementos esenciales el concepto de la forma
(fermosa cobertura), el de ficción o creación poética (fingimiento) y el de utilidad doctrinal, por
donde viene la poesía a ser a los ojos del Marqués de Santillana, no sólo una ciencia, sino la «más
prestante, más noble o más dina del hombre... cá las oscuridades et cerramientos de las sciencias,
¿quién las abre, quién las esclaresce, quién las demuestra e face patentes, sinon la eloquencia dulce e
fermosa fabla, sea metro, sea prosa?»
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Es, pues, la poesía «un celo celeste, una affection divina, un insaciable cibo (o alimento) del ánimo, y
así como la materia busca la forma e lo imperfetto la perfettión, nunca esta sciencia de poesía e gaya
sciencia se fallaron si non en los ánimos gentiles y elevados espíritus». Y parafraseando muy
lindamente un pasaje de Casiodoro, anadía: «Esta en los délficos templos se canta, e en las cortes e
palacios imperiales e reales, graciosamente es rescebida. Las plazas, las lonjas, las fiestas, los
convites opulentos, sin ella asy como sordos en silencio se fallan.»
Bastaría esta carta para probar la varia y selecta erudición del Marqués de Santillana, que ya toma
pensamientos de los libros retóricos de Marco Tulio, ya noticias historiales de las Etimologías de San
Isidoro; ya cita (seguramente de memoria, como lo prueban las variantes), versos de la Divina
Comedia, que parece haber sabido de coro; ya se dilata, complacido, en las alabanzas del Petrarca y
del poeta excellente e orador insine Johan Boccaccio, recordando cuán aceptos fueron el uno al rey
Roberto de Nápoles, y el otro, al rey Juan de Chipre.
El espíritu de hombre del Renacimiento, que dominaba en el Marqués de Santillana, le hace
despreciar y calificar de ínfima la poesía popular, y de mediocre toda poesía en lengua vulgar,
reservando el calificativo de sublime para «aquellos que las sus obras escribieron metrificando en
lengua griega o latina».
De los provenzales, parece haber conocido las poéticas más bien que los poetas, y aun éstos sólo de
nombre y por citas de [p. 83] los italianos. Así, de Arnaldo Daniel, uno de los poquísimos que
menciona (sin duda por haberle encontrado en la Divina Comedia ) , dice expresamente que no había
visto obra alguna.
Mucho más versado estaba en la lectura de los poetas franceses de los siglos XIV y XV, aunque
nunca o rarísima vez los imitase. Existe todavía, aunque no desgraciadamente en España, el códice
magnífico del Roman de la Rose, que perteneció a su biblioteca; y además de Guillermo de Lorris y
su continuador, aparecen citados, con notable encarecimiento en sus escritos, Michaute (Michault),
que escribió «un grand libro de baladas, canciones, rondeles, lays e virolays, e assonó muchos
dellos»; Micer Otho de Grandson, «cavallero estrenuo e muy virtuoso, que se ovo alta e dulcemente
en esta arte»; Maestre Alan Charrotier (Alain Chartier), «muy claro poeta moderno, e secretario
deste rey Luis de Francia (Luis XI), que con grand elegancia compuso e cantó en metro el Debate de
las quatro damas, la Bella Dama Sanmersi, el Revelle matin, la Grand pastora, el Breviario de
nobles e el Hospital de amores: por cierto cosas asaz fermosas e placientes de oir». A estas aficiones
del Marqués de Santillana, ya raras en su tiempo, y que no se limitaban a la literatura, sino que se
extendían a los trajes, armas y costumbres francesas, aludía manifiestamente el autor de las Coplas de
la Panadera, cuando presentaba a D. Íñigo en la batalla de Olmedo.
Con fabla casi straniera,
Armado como francés.
Obsérvese que todos los poetas franceses citados por el Marqués de Santillana, pertenecen a la
escuela alegórica y pedantesca, cuyo principal monumento es el Roman de la Rose. Los poemas
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caballerescos habían pasado de moda, y el Marqués, que, como hombre de corte, la seguía en casi
todo, no parece haber tenido conocimiento directo de ellos, a lo menos en su primitiva forma rimada.
Ni uno sólo se encuentra citado en sus obras: ni uno sólo queda entre los venerables restos de su
biblioteca, salvados del incendio del palacio de Guadalajara y de extravíos posteriores.
Pero mucho mayor que su inclinación a lo francés, fué su pasión por todo lo italiano. Concedía cierta
preferencia a los [p. 84] franceses en el guardar del arte, esto es, en el empleo de una técnica más
artificiosa y complicada, pero en todo lo demás daba la ventaja a los itálicos, «cá las sus obras se
muestran de más altos engenios, e adórnanlas e compónenlas de fermosas e pelegrinas estorias...
ponen sones asymesmo a las sus obras, e cántanlas por dulces e diversas maneras, e tanto han familiar
acepta e por manos la música, que paresce que entre ellos ayan nascido aquellos grandes philósophos
Orpheo, Pitágoras e Empedocles, los quales, asy como algunos descriven, non solamente las yras de
los omes, más aún a las furias infernales con las sonorosas melodías e dulces modulaciones de los sus
cantos aplacavan. ¿E quién dubda que, asy como las verdes fojas en el tiempo de la primavera
guarnescen e acompañan los desnudos árboles, las dulces voces e fermosos sones non apuesten e
acompañen todo rimo, todo metro, todo verso, sea de cualquier arte, peso e medida?» Este profundo
sentido del ritmo musical en relación con el ritmo poético, es dote característica del Marqués de
Santillana, que a ella debió la excelencia de ser sin disputa el primero y más armonioso de los
versificadores de su tiempo.
Contiénense en el Prohemio del Marqués de Santillana las únicas noticias y juicios que la Edad
Media española nos dejó sobre sus poetas. Puede considerarse como el primer ensayo de nuestra
historia literaria, y cosas hay en él que no han sido de todo punto entendidas y aprovechadas hasta
nuestros días. Fué Santillana el primero que reconoció los orígenes gallegos de nuestra poesía lírica:
«E después fallaron esta arte que mayor se llama, et el arte común, creo en los reynos de Galicia e
Portugal, donde non es de dubdar que el exercicio destas sciencias más que en ningunas otras
regiones e provincias de España se acostumbró... E aun destos es cierto rescevimos los nombres del
arte, asy como maestría mayor e menor, encadenados, lexaprén e mánsobre.» El Marqués había leído
cuando muchacho un cancionero gallego, que no debía de diferir mucho de los dos que hoy se
conservan en Roma: «Acuérdome, Señor muy manífico, seyendo yo en edat non provecta, mas assaz
pequeño mozo, en poder de mi abuela Doña Mencía de Cisneros, entre otros libros aver visto un gran
volúmen de cantigas serranas, e decires portugueses e gallegos, de los quales la mayor parte eran del
rey Don Dionis de [p. 85] Portugal (creo, Señor, fué vuestro bisabuelo), cuyas obras aquellos que las
leían, loaban de invenciones sotiles e de graciosas e dulces palabras.»
Fué también el Marqués fino conocedor de la literatura catalana: «Los catalanes (decía), valencianos
e aun algunos del reyno de Aragón, fueron e son grandes officiales desta arte.» Conoció, a lo menos
de fama, algún trovador catalano-provenzal como Guillén de Bergadá y Pau de Benvivre, y
positivamente había leído mucho a todos los poetas catalanes y valencianos de su tiempo: Pedro
March el viejo, cuyos proverbios de grand moralidad respondían a una de las tendencias dominantes
en su espíritu; el gran petrarquista Mosen Jordi de Sant Jordi, «el qual ciertamente compuso asaz
fermosas cosas, las quales él mesmo asonava, cá fué músico excelente», y a cuya coronación dedicó
el Marqués uno de sus más graciosos poemas, primera prenda de fraternidad entre las musas
catalanas y las castellanas; Ansías March, en fin, «grand trovador e ome de assaz elevado espíritu».
No conoció el Marqués, o desdeñó, los primitivos monumentos de la poesía heroica de Castilla: ni
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siquiera el nombre de cantar de gesta suena en el Prohemio ni en otra ninguna de sus obras. Sus
noticias empiezan con el Mester de clerecía, y aun en esto son muy incompletas: a Berceo ni siquiera
le nombra: en cambio menciona un poema no descubierto hasta hoy, Los votos del Pavón, que debió
de ser continuación del Alexandre, como lo es en los poemas franceses del mismo argumento.
De los juicios de Santillana sobre los poetas posteriores al Arcipreste de Hita, entre los cuales da la
preferencia a Micer Francisco Imperial, sin duda por haber imitado a Dante, hemos tenido ya ocasión
de hacer mérito en el curso de estos estudios.
Tal fué la educación literaria, tales las lecturas predilectas del Marqués de Santillana. Aunque no
hubiese sido bajo muchos aspectos el primer escritor de su tiempo, siempre se le debería estimar
como el hombre de más varia y amena cultura que honró la corte de D. Juan II. No fué propiamente
un sabio ni un humanista, pero fué, además de excelente poeta, un admirable aficionado, un
espléndido Mecenas, un colector muy inteligente, un hombre benemérito en grado sumo de la cultura
nacional. Su casa de Guadalajara era una Academia y un Museo. «Tenía gran [p. 86] copia de libros
(dice Hernando del Pulgar) e dábase al estudio, especialmente de la filosofía moral e de cosas
peregrinas e antiguas; e tenía siempre en su casa doctores e maestros, con quienes platicaba en las
sciencias e lecturas que estudiaba.» Aquella bellísima colección de códices, vinculada por su hijo D.
Diego (primer Duque del Infantado), no ha resistido, sino en muy pequeña parte, a las vicisitudes de
los tiempos. Los restos de ella, preciosísimos sin embargo, paran hoy en la Biblioteca Nacional, salvo
alguno que otro códice que en hora menguada emigró de España. Con presencia de estos códices,
existentes hasta estos últimos años en la biblioteca de Osuna, y con las citas y referencias de otros
autores que hace el de Santillana en sus obras, intentó con buen éxito Amador de los Ríos la
restauración de la biblioteca del Marqués, que no es el capítulo menos interesante de su biografía
literaria.
Su retrato físico y moral está trazado por la clásica pluma de Hernando del Pulgar en uno de los
mejores capítulos de sus Claros Varones de Castilla. Fué D. Íñigo «hombre de mediana estatura, bien
proporcionado en la compostura de sus miembros, e fermoso en las faciones de su rostro... Era
hombre agudo e discreto, e de tan gran corazón, que ni las grandes cosas le alteraban, ni en las
pequeñas le placía entender. En la continencia de su persona, e en el razonar de su fabla, mostraba ser
hombre generoso e magnánimo. Fablaba muy bien e nunca le oían decir palabra que non fuesse de
notar, quier para doctrina, quier para placer. Era cortés, e honrador de todos los que a él venían,
especialmente de los hombres de sciencia... Fué muy templado en su comer e beber, y en esto tenía
una singular continencia... Era caballero esforzado, e ante de la facienda, cuerdo e templado; e puesto
en ella, ardit e osado, e ni su osadía era sin tiento, ni en su cordura se mostró jamás punto de
cobardía... Gobernaba asimismo con grand prudencia las gentes de armas de su capitanía, e sabía ser
con ellos señor e compañero. E ni era altivo con el señorío, ni raéz en la compañía, porque dentro de
sí tenía una humildad que le facía amigo de Dios, e fuera guardaba tal autoridad, que le facía
estimado entre los hombres. Daba liberalmente todo lo que a él como capitán mayor pertenescía de
las presas que se tomaban, e allende de aquello, repartía de lo suyo en los [p. 87] tiempos necesarios.
E guardando su continencia con graciosa liberalidad, las gentes de su capitanía le amaban, e temiendo
de le enojar, no salían de su orden en las batallas... Los poetas decían por él que en la corte era grand
Febo por su clara gobernación, e en campo Aníbal por su grand esfuerzo. Era muy celoso de las cosas
que a varón pertenescía facer, e reprensor de las flaquezas que veía en algunos hombres... Solía decir
a los que procuraban los deleytes, que mucho más deleytable debía ser el trabajo virtuoso, que la vida
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sin virtud, quanto quier fuesse deleytable. Tenía una tal piedad, que qualquier atribulado o perseguido
que venía a él, fallaba muy buena defensa e consolación en su casa, pospuesto qualquier
inconveniente que por le defender se le pudiesse seguir... Este claro varón en las huestes que
gobernó... con la autoridad de su persona e no con el miedo de su cuchillo, gobernó sus gentes,
amado de todos, e no odioso a ninguno... Tenía gran fama e claro renombre en muchos reynos fuera
de España; pero reputaba muy mucho más la estimación entre los sabios, que la fama entre los
muchos. E porque muchas veces vemos responder la condición de los hombres a su complexión, e
tener siniestras inclinaciones aquellos que no tienen buenas complexiones, podemos sin duda creer
que este caballero fué en grand cargo a Dios por le aver compuesto la natura de tan igual complexión,
que fué hábil para recebir todo uso de virtud, e refrenar sin grand pena qualquier tentación de
pecado... Si verdad es que las virtudes dan alegría e los vicios traen tristera, como sea verdad que este
caballero lo más del tiempo estaba alegre, bien se puede judgar que mucho más fué acompañado de
virtudes que dan alegría, que señoreado de vicios que ponen tristeza.»
La semblanza puede estar algo hermoseada, pero la exactitud de los principales rasgos es evidente,
porque concuerda de todo punto con la impresión moral que nos dejan las obras del Marqués y aun el
conjunto de los actos de su vida. El Marqués de Santillana era sobre todo un hombre bien equilibrado,
un espíritu naturalmente recto, sereno y algo frío, que solía realizar el bien sin esfuerzo, sin lucha
interior, cuando no se atravesaba el cuidado de su propio medro, al cual no puede negarse que atendió
hasta con exceso, si bien en términos de relativa honestidad, para lo que toleraba la moral política de
aquellos tiempos. Fué [p. 88] tan hábil como afortunado, y apenas hubo cosa en que pusiese mano,
que no le saliese a la medida de su talante. En esto, corno en otras muchas cosas, se pareció a su tío
Ayala; pero ni D. Íñigo tuvo que empeñarse en tan fieras y desesperadas contiendas, ni los tiempos
que alcanzó, con ser muy duros, fueron tales como aquellas sangrientas postrimerías del siglo XIV,
en que la noción moral estuvo a punto de naufragar en todos los espíritus, abrumados por el
espectáculo de tan continuas atrocidades y perfidias. Pudo, pues, sin tanto esfuerzo como el Canciller,
sacar ilesa su honra en medio de la fiera avenida de tantas ambiciones desbordadas, fundar la casa
más poderosa de Castilla, legar a sus numerosos hijos el más pingüe patrimonio, y dormirse después
en la paz del Señor con tan ejemplar y cristiana muerte como en el Razonamiento de Pedro Díaz de
Toledo se relata. Había disfrutado de todos los halagos de la fortuna y de la gloria: temido capitán,
experto político, dechado de caballeros, él imponía hasta la ley de la moda en armas y arreos
militares: «Fué el primero que traxo a estos reynos (dice su secretario Diego de Burgos) muchos
ornamentos e insinias de cavallería, muchos nuevos aparatos de guerra; e non se contentó con traerlos
de fuera, mas añadió e emendó en ellos e inventó por sí muchas cosas, que a toda persona eran gran
maravilla e de que muchos ficieron arreo. Así que, en los fechos de armas, ninguno en nuestros
tiempos es visto que tanto alcanzase, nin que, en las cosas que a ellos son convinientes, toviese en
estas partes deseo tan grande de gloria.»
Su fama traspasó los aledaños de la península, y Juan de Mena, en el Prohemio de su Coronación,
refiere que hubo extranjeros que vinieron a Castilla sólo por el deseo de conocerle. Y añade en su
diabólica y revesada prosa: «La qual volante fama, con alas de ligereza, que son gloria de buenas
nuevas, encabalgó los gállicos Alpes, e discurrió hasta la frigiana tierra.»
Afortunado en todo el Marqués de Santillana, lo ha sido hasta en encontrar biógrafos y editores muy
diligentes. Escribió primero su vida D. Tomás Antonio Sánchez, con la sólida erudición y recto juicio
que hacen de él uno de los más calificados precursores de la escuela moderna. Y, en nuestros días, el
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ilustre autor de la Historia crítica de la Literatura Española, levantó a la [p. 89] memoría del
Marqués el más digno y perdurable monumento con la edición completa de sus obras,
escrupulosamente cotejadas con gran número de códices, e ilustradas con la vida del autor, notas y
comentarios. Este trabajo, publicado en 1852, es sin género de duda uno de los que más honran la
memoria de Amador de los Ríos, y una de las mejores ediciones que tenemos de cualquier autor
clásico castellano. Guiándonos por tan seguros maestros, apuntaremos aquí lo substancial de la
biografía del Marqués, fijándonos sobre todo en lo que puede contribuir a la ilustración de sus obras
literarias.
Nació D. Íñigo López de Mendoza el 19 de agosto de 1398 en la antigua e histórica villa de Carrión
de los Condes, que ya había sido cuna de otro poeta moralista, el Rabí Don Sem Tob. Pero aunque su
nacimiento casual fuese en la tierra llana de Castilla, su prosapia paterna era la de los Mendozas de
Álava, y su madre fué aquella fiera y arrogante rica hembra montañesa que se llamó Doña Leonor de
la Vega, a quien debió el futuro Marqués, no sólo el cuidado de su educación, sino la salvación de su
patrimonio contra todo género de usurpadores, detentadores y litigantes, quier por vía de derecho,
quier por fuerza de armas. Aquella mujer extraordinaria, en quien se aunaban una firmeza varonil e
inquebrantable y una astuta y paciente cautela, muy propia de su raza, fué quien verdaderamente
formó el espíritu de su hijo, de quien podemos decir (recordando una frase que a otro propósito
escribió el Padre Sigüenza) que anduvo muy montañés en todos los actos de su vida política. Y, sin
duda por eso, la tradición vulgar, consignada en un libro de cuentos del siglo XVI, le presentaba, muy
contra la verdad histórica, viniendo mancebo de la Montaña, en piernas y con dos lebreles, que
presentó en Segovia a D. Juan II, comenzando a captarse su voluntad de esta suerte. Tan absurda
conseja tiene, no obstante, cierto valor simbólico, como todas las de su género.
A la temprana edad de siete años, quedó D. Íñigo huérfano de padre. Habíalo sido el prepotente
Almirante de Castilla Don Diego Hurtado de Mendoza, señor de Hita, Buitrago, Guadalajara y el
Real de Manzanares, tenido por el prócer más acaudalado de Castilla en su tiempo. Su muerte fué la
señal de la invasión de una parte considerable de los estados de la casa de Mendoza [p. 90] por
deudos y vecinos codiciosos. Y aunque la buena maña de doña Leonor de la Vega hizo reconocer a su
hijo en el señorío de Hita y Buitrago, cuyos concejos le prestaron pleito homenaje, no aconteció lo
mismo en Guadalajara, de la cual se apoderó a viva fuerza un hermano del Almirante, el señor de
Rello; ni en el Real de Manzanares, sobre el cual entabló litigio la Condesa de Trastamara doña
Aldonza de Mendoza, hija del primer matrimonio de D. Diego; ni, finalmente, en los valles de la
Montaña, donde encendieron cruenta guerra civil los Manriques, señores de Castañeda, aspirando a la
posesión de Liébana, Pernía y Campoo de Suso. Un tremendo banderizo de la parte de los Manriques,
Garci González Orejón, después de invadir el solar de la Vega, cayó sobre Potes con buen golpe de
gente armada, cometiendo todo género de violencias y tropelías; pero fueron rechazados por los
parciales de doña Leonor, que acaudillaba Pero Gutiérrez de la Lama.
Nada bastó a abatir la entereza de la señora de la Vega, que, dividiendo a sus enemigos, acabó por
triunfar de todos ellos. Consiguió que el Real de Manzanares se pusiese en secuestro y tercería hasta
probar el mejor derecho, nombrándose juez árbitro al Obispo de Sigüenza. El señor de Rello siguió
ocupando las casas mayores de Guadalajara, pero reconoció el mejor derecho de su sobrino y se
obligó a pagarle dos mil maravedís anuales a modo de alquiler de ellas. En virtud de sentencia
favorable de los oidores Juan González de Acevedo y Juan Alfonso de Toro, fué reconocida doña
Leonor en 1407 por señora de los valles de Carriedo, Villaescusa, Cayón, Camargo, Cabezón y el
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Alfoz de Lloredo. En 1409 consiguió de los Manriques la devolución de la casa y torre de la Vega, y,
por último, a fuerza de requerimientos sostenidos por las armas de sus parciales, logró hacerles
abandonar lo que en Liébana tenían usurpado. Al mismo tiempo, y para asegurarse el apoyo de uno
de los magnates más poderosos de Castilla, concertó el matrimonio de su hijo Íñigo con doña
Catalina de Figueroa, hija del Maestre de Santiago D. Lorenzo Suárez, firmándose las capitulaciones
matrimoniales en Ocaña el 17 de agosto de 1408, y aportando la novia 15.000 florines de oro del
cuño de Aragón. Por la corta edad de los cónyuges, los desposorios no se verificaron hasta 1412, en
Valladolid, cuando ya el Maestre de Santiago había pasado de esta vida.
[p. 91] Nada positivo podemos afirmar acerca de la educación del Marqués de Santillana, salvo que
fué puramente doméstica, recibida en casa de su madre y de su abuela doña Mencía de Cisneros, al
calor de las tradiciones familiares de un linaje en que todos habían sido poetas o protectores de
poetas: su padre el Almirante, su abuelo Pero González de Mendoza.
La primera vez que Íñigo López aparece siguiendo la corte, es en el viaje del Infante de Antequera a
Aragón (1414). Tenía entonces diez y ocho años, y pudo observar de cerca el renacimiento de las
artes trovadorescas y el esplendor de sus justas, tal y como le describe D. Enrique de Villena en el
Arte de Trovar, que años después dedicó al propio señor de Hita y Buitrago.
El simple relato de los hechos anteriores, basta para probar la inexactitud del dicho de Hernando del
Pulgar, cuando afirma «que al Marqués, muertos el Almirante, su padre, y Dona Leonor de la Vega,
su madre, e quedando bien pequeño de edad, le fueron ocupadas las Asturias de Santillana e gran
parte de los otros bienes; e como fué en edad que conosció ser defraudado en su patrimonio, la
necesidad, que despierta el buen entendimiento, e el corazón grande, que no deja caer sus cosas, le
ficieron poner tal diligencia, que veces por justicia, veces por armas, recobró todos sus bienes». Pues
la verdad es que doña Leonor de la Vega no falleció hasta 1432, y que la conservación, o mejor
dicho, el recobro de los estados de D. Íñigo, no se debió en primer término a la diligencia de éste,
sino a la increíble habilidad de su madre, a quien con hipérbole un tanto desaforada llega a comparar
Amador de los Ríos nada menos que con la gran reina doña María de Molina.
Pero si D. Íñigo no tuvo necesidad de recobrar su patrimonio, es cierto que anduvo muy diligente en
acrecentarle, aprovechando cuantas ocasiones le presentó el río revuelto de las discordias políticas,
comenzando por afiliarse en el partido de los Infantes de Aragón, que aspiraban a derrocar de la
privanza a D. Álvaro de Luna, imponiendo a la flaca voluntad del Rey nueva y más pesada tutela.
Fué, pues, Íñigo López de los que, conjurados con el Infante D. Enrique (entonces Maestre de
Santiago), desacataron la majestad real en Tordesillas y en Ávila, en 1420, obligando a Don [p. 92]
Juan II a velarse con su esposa la Reina doña María y a convocar Cortes. Fué también de los que
cercaron al Rey en el castillo de Montalbán, pretendiendo rendirle por hambre y forzándole a matar
su propio caballo para dar de comer a sus gentes de armas.
Mal sosegadas aquellas parcialidades, retrájose D. Íñigo a sus casas de Guadalajara, y más de grado
que por fuerza hubo de transigir en el viejo pleito con la Condesa de Trastamara sobre el Real de
Manzanares, logrando así y todo mejor partido de lo que razonablemente hubiera podido esperarse
del justo desagrado con que en la corte debían mirarle. Por la sentencia de 22 de julio de 1423, aquel
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estado se dividió entre doña Aldonza y el señor de Hita y Buitrago, pero éste, dos días después de
haber entrado en posesión de los pueblos que la sentencia le adjudicaba, protestó solemnemente
contra aquella concordia, que estimaba como nula y forzada.
Cambiando lenta y hábilmente de política, vino a encontrarse Íñigo López en 1429 en la hueste de D.
Juan II y del Condestable contra el Rey de Navarra y el Infante D. Enrique, que amagaban con una
invasión desde la frontera aragonesa. No fué de los primeros el señor de Hita en acudir al
llamamiento, y D. Juan hubo de enojarse por ello; pero «desque vino (prosigue la Crónica), él se
desculpó de tal manera, quel Rey perdió dél toda sospecha, e fizo el juramento e pleyto homenaje que
los perlados e caballeros habían fecho en Palencia». Con trescientas lanzas y seiscientos infantes, fué
encargado de defender la frontera por la parte de Agreda. Y entonces, antes de entrar en campaña,
lanzó, a usanza de los antiguos trovadores, un cartel de desafío en verso contra los aragoneses:
Uno piensa el vayo,
Otro el que lo ensilla
No será gran maravilla,
Pues tan presto viene mayo,
Que se vistan negro sayo
Navarros e aragoneses
E que pierdan los arneses
En las faldas del Moncayo..
A este cartel respondió de la parte contraria Juan de Dueñas:
Aunque visto mal argayo,
[p. 93] Ríome desta fablilla,
Porque algunos de Castilla
Chirlan más que papagayo;
Ya vinieron al ensayo
Con aquellos montanyeses;
Preguntatlo a cordobeses
Cómo muerden en su sayo...
No el valor, que allí mostró en grado heroico, pero sí la fortuna desamparó a Íñigo López en los
campos de Araviana, donde su reducida hueste fué destrozada por la más numerosa y aguerrida del
aventurero Ruy Díaz de Mendoza el Calvo. Sólo cincuenta hombres de armas quedaron al lado del
señor de Hita, sin que todos los esfuerzos del enemigo lograsen desalojarlos de un ribazo donde se
habían hecho fuertes.
Aquella derrota equivalió a una victoria, así para el crédito militar de D. Íñigo, como para los
adelantos de su fortuna. Le valió por de pronto una merced de quinientos vasallos en tierra de
Guadalajara, y poco después, cuando en enero de 1430 Don Juan II dió sentencia de confiscación de
todos los bienes y estados que en Castilla poseían los Infantes de Aragón, fué el señor de Hita uno de
los que mejor parte recogieron en los despojos, obteniendo el señorío de los pueblos de Fuente el
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Viejo, Armunia, Pioz, Meco, Retuerta y otros hasta el número de doce.
Esta campaña de Aragón, tan aprovechada para su poder y riqueza, no fué tampoco estéril para su
gloria literaria. Sus dos primeras serranillas, que son probablemente las más antiguas que compuso,
pertenecen a este tiempo, como de ellas mismas se infiere:
Aunque me vedes tal sayo,
En Ágreda soy frontero,
E non me llaman Pelayo
Magüer me vedes señero...
......................
Traía saya apretada
Muy bien presa en la cintura,
A guissa de Extremadura,
Cinta e collera labrada.
Dixe: «Dios te salve, hermana,
Aunque vengas d'Aragón,
Desta serás castellana.»
[p. 94] Respondióme: «Cavallero,
Non penssés que me tenedes,
Ca primero provaredes
Este mi dardo pedrero;
Ca después desta semana
Fago bodas con Antón,
Vaquerizo de Morana.
Mientras Íñigo López peleaba y trovaba en la frontera de Aragón, no abandonaba el Conde de
Castañeda sus nunca dormidas pretensiones sobre los valles de las Asturias de Santillana. Los
partidarios de los Manriques, y los de doña Leonor de la Vega, venían continuamente a las manos,
llegando las cosas a punto de exigir la presencia de Íñigo en la Montaña por mayo de 1430. Hervía la
tierra en pleitos y en bandos, sostenidos por doña Leonor con tesón indomable, que resistía a todos
los requerimientos de la curia regia, empeñada en la imposible empresa de apaciguar los encrespados
ánimos de los montañeses, en quienes parece ingénita la vocación de litigantes perpetuos y aun
temerarios. Por fin, el doctor Diego Gómez de Toro consiguió hacer salir de las merindades al de
Castañeda y a Íñigo López, poniendo en secuestro los valles disputados, que prosiguieron siendo
materia de inextricables contiendas jurídicas, las cuales todavía duraban en el siglo XVII, y dar
abundante materia a los ingentes mamotretos del famosísimo Pleito de los Valles.
A esta visita del Marqués de Santillana a los estados patrimoniales de su madre, ha de referirse la
composición de una de sus más lindas y picarescas serranillas, escrita seguramente en Liébana, y
llena de indicaciones geográficas:
Mozuela de Bores
Allá só la Lama,
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Púsome en amores.
...................
Dixo: «Cavallero,
Tirat vos afuera:
Dexad la vaquera
Pasar el otero;
Cá dos labradores
Me piden de Frama,
Entrambos pastores.»
[p. 95] «Sennora, pastor
Seré si queredes:
Mandarme podedes
Como a servidor:
Mayores dulzores
Será a mí la brama,
Que oyr ruyseñores.»
Así concluymos
El nuestro processo
Sin facer excesso,
Et nos avenimos.
E fueron las flores
De cabe Espinama
Los encubridores.
Al año siguiente (1431), vino a llenar de gloria las armas cristianas, abriendo breve paréntesis en el
monótono curso de las discordias civiles, la expedición a Granada y la memorable batalla de la
Higuera, aunque el suceso, con ser grande, resultase por de pronto estéril y de más aparato que
substancia. Detenido en Córdoba por grave dolencia, no tomó parte personal en aquel triunfo el señor
de Hita; pero sí su mesnada, que dirigía Pedro Meléndez de Valdés, y que con heroica temeridad
llegó hasta el centro de la hueste musulmana, encontrándose de súbito cercada por innumerable
muchedumbre y aislada del resto del ejército, con lo cual hubiera infaliblemente sido exterminada,
sin el oportuno auxilio del arrojado señor de Batres, que, rompiendo por la morisma con sus gentes,
acorrió a las que llevaban la enseña de su sobrino.
Sabido es que, después de la batalla, y en parte por las competencias suscitadas sobre quién había
llevado la mayor prez en esta acción caballeresca, fueron ahondándose las divisiones y agriándose los
ánimos del Condestable y de sus émulos, parando por entonces las cosas en ser reducidos a prisión
Fernán Pérez de Guzmán, el señor de Valdecorneja Fernán Alvarez de Toledo, el Conde de Haro D.
Pedro Fernández de Velasco, el Obispo de Palencia D. Gutierre, y otros deudos muy cercanos de
Íñigo López, a quienes se acusaba de mantener ocultos tratos con los Reyes de Aragón y de Navarra,
en detrimento de la paz pública. Temió Íñigo López por su propia seguridad, y se retrajo en su
castillo de Hita, apercibiéndose a larga defensa, sin confiar [p. 96] mucho en las palabras y
seguridades que el Rey y D. Álvaro le daban: actitud prudente y reservada en que se mantuvo hasta
que vió fuera de prisión a sus parientes.
En 14 de agosto de 1432 falleció en Valladolid su madre, dejándole en herencia el tan disputado
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señorío de la Vega. Nuevos pleitos con su media hermana doña Aldonza (Condesa de Trastamara y
Duquesa de Arjona), a quien había desheredado doña Leonor en su testamento, serían materia de muy
enojosa relación, aunque sirvieron para confirmar una vez más que el señor de Hita era digno
heredero de la sagaz y afortunada prudencia de su madre. Baste decir, adelantando un poco los
hechos, que en 1442, muerta ya la Duquesa, logró por fin verse en posesión del Real de Manzanares,
que por tantos años había permanecido en secuestro.
A facilitar los medros de Íñigo López y hacerle salir triunfante de los enmarañados litigios que
ocuparon buena parte de su vida, contribuyeron sin duda las cualidades esencialmente simpáticas de
su persona, que en la corte llegaron a hacerle grato aun a los que más prevenidos debían estar contra
su política expectante y nada franca. Sobresalía en todo género de ejercicios caballerescos, y así le
vemos en los breves intervalos de paz que se disfrutaron en Castilla, presentarse como mantenedor de
justas y pasos de armas con los gentiles hombres de su casa, siendo muy celebrado el que en 1433
sostuvo en Madrid contra D. Álvaro de Luna y sesenta caballeros de la suya. «E de la parte del
Condestable (dice la Crónica de D. Juan II) quedaron por principales Pedro de Acuña e Gómez
Carrillo, su hermano. E de la otra parte de Íñigo López quedaron Diego Hurtado, su fijo, e Pero
Meléndez Valdés. E pasaron en esta justa asaz de señalados fechos.» «E fizo la fiesta Íñigo López
(dice por su parte el cronista de D. Álvaro), con quien fueron a cenar el Condestable e todos los
justadores, e aun otros caballeros e gentiles hombres de la casa del Rey.» Y no sólo al Condestable,
sino al mismo Rey D. Juan II tuvo ocasión de recibir y agasajar, ya en su castillo de Buitrago, cuando
en 1435 suplicó al Rey que «le pluguiese ir, porque le quería allí hacer sala», ya en sus casas de
Guadalajara en 1436, cuando fué D. Juan padrino de la boda del primogénito del Marqués de
Santillana con doña Brianda de [p. 97] Luna, sobrina del Condestable. En esto de alianzas de familia,
fué sobremanera hábil y afortunado Íñigo López, que ya tres años antes había casado a una hija suya
con el primogénito de la familia de la Cerda, afirmando más y más de este modo el poderío de su
casa.
Ni le faltaron en este período de su vida, que es sin duda culminante y decisivo, ocasiones de mostrar,
en campo más heroico que el de las guerras civiles, lo mucho que como hombre de guerra y como
diplomático valía. Rotas las treguas con los moros de Granada en 1436, Íñigo López tuvo a su cargo
la defensa de la frontera como capitán mayor del reino de Jaén. En aquella campaña, que fué una
serie de prósperos sucesos, el señor de Hita, valerosamente asistido por sus hijos Íñigo López y Pero
Laso (el segundo de los cuales mató por su propia mano en singular combate a Aben Farax ben
Juceph, jefe de la hueste granadina), cercó, entró y ganó por fuerza de armas las villas y fortalezas de
Huelma y Bexix, obligando a los moros a pedir treguas, que en 1438 les fueron otorgadas por tres
años, a condición de entregar quinientos cincuenta cautivos cristianos y pagar en parias veinte y
cuatro mil doblas de oro. [1]
La poesía, por boca de Juan de Mena, en la Coronación, compuesta en aquel mismo año, enalteció
dignamente el soberano esfuerzo de aquel
Capitán de la frontera
Cuando la vez postrimera
Metió Huelma a sacomano...
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Y, en el comentario en prosa que acompaña al poema, se dice de él que «trabajaba de día e velaba de
noche, por acrescentar el servicio de Dios e del muy alto rey e señor e por ensanchar los sus reinos e
poner allende los padrones de los sus límites, robando ganados, escalando castillos, derribando e
postrando alcarías e torres, ganando lugares, tallando arboledas, matando e desmembrando los
sarracenos, enviando sus ánimas a la boca del Huerco».
En medio de estas escenas de sangre y de muerte, brotó, [p. 98] como flor de poesía fronteriza y
recuerdo de una mañana de correría sobre las avanzadas enemigas, la serranilla quinta:
Entre Torres e Canena,
Acerca de Sallozar,
Fallé moza de Bedmar.
¡San Julián en buena estrena!
Pellote negro vestía,
E lienzos blancos tocaba,
A fuer del Andalucía,
E de alcorques se calzaba.
...........................
Preguntéle do venía,
Desque la ove saluado,
O quál camino facía.
Díxome que d'un ganado
Quel guardaban en Racena,
E passava al olivar
Por coger e varear
Las olivas de Ximena.
Dixe: «Non vades sennera,
Sennora, que esta mañana
Han corrido la ribera
Aquende de Guadiana
Moros de Valdepurchena,
De la guarda de Abdilbar,
Ca de ver vos mal passar
Me sería grave pena.»
Mientras que D. Íñigo campeaba tan bizarramente en la frontera, movíanle en Castilla nuevos pleitos
sus émulos, alentados por el favor de D. Álvaro de Luna. Los Manriques se apoderaban de buena
parte de los estados de Santillana, apoyados en una sentencia de 3 de diciembre de 1438. Garci
González de Orejón tornaba a sus correrías en Liébana. Pero González de Bedoya juraba quemar los
lugares de Íñigo López «e cuanto fallase suyo». Sañudo el señor de Hita al ver galardonados sus
servicios con el apoyo que a cara descubierta se daba a tales banderizos, se retrajo en su casa fuerte
de Guadalajara, madurando su venganza contra el Condestable, y conjurándose sin rebozo con todos
los magnates descontentos que llevaban la voz del Rey de Navarra y del Infante D. Enrique. Quiso D.
Juan II despojarle del señorío de Guadalajara, so pretexto de hacer merced de la villa al [p. 99]
príncipe D. Enrique; pero Íñigo López cerró las puertas a los mensajeros del rey, y pasando a la
ofensiva, fué de los primeros que rompieron las hostilidades en 1441, comenzando por ocupar a
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Alcalá de Henares con una hueste de trescientos hombres. El Arzobispo de Toledo, cuyo era aquel
señorío, envió a rescatarle con fuerzas muy superiores (no menos que mil seiscientos hombres de
armas) al Adelantado de Cazorla Juan Carrillo de Toledo. Los dos pequeños ejércitos se encontraron
en el arroyo de Torote, y aunque Íñigo López sostuvo bravamente el peso de la batalla, no sólo quedó
derrotado y perdió la mayor parte de su gente, sino que fué gravísimamente herido de un saetazo, y
estuvo a punto de muerte. «Non fué pequeño (dice la Crónica) el llanto que se fizo en la casa de Íñigo
López, ni menor el alegría que el Arzobispo e los suyos deste caso recibieron.»
Poco les duraron tales regocijos. Íñigo López convaleció de su herida, y la conjura triunfó, aunque
por breve tiempo, dando D. Juan II, bien contra su grado, la famosa sentencia de Tordesillas de 9 de
julio de 1441, que desterraba de la corte por seis años a D. Álvaro y sus parciales, siendo el señor de
Hita quien había de velar cerca del Rey por el cumplimiento de su palabra. Pero D. Juan II logró
emanciparse pronto de tan ignominiosa tutela, y dando por nulo todo lo actuado, volvió a llamar al
Condestable y a entregarse ciegamente a su voluntad, en tanto que los grandes, cada vez más
ofendidos y rencorosos, buscaban seguridad en sus castillos, guareciéndose Íñigo López en el suyo de
Buitrago.
Pero si era grande su saña contra el Condestable, tampoco su genial prudencia le consentía
aventurarse demasiado por los Infantes de Aragón, cuyas tropelías, desmanes y continua intrusión en
casa ajena, comenzaban a hacerlos odiosos a la mayor parte de los próceres castellanos, que se
consideraban ya bastante fuertes para destruir por sí propios el poderío de D. Álvaro, sin recurrir a tan
interesados auxiliares. Y nuestro poeta, que no sólo participaba de tales ideas, sino que mostraba
tener una política propia, quiso separar su causa de la de todos los que no fuesen muy íntimos deudos
suyos, y empezó por ajustar una especie de liga ofensiva y defensiva con D. Luis de la Cerda,
confirmándola en II de noviembre con recíprocos juramentos. [p. 100] Después, y mediante formal
promesa que el Príncipe D. Enrique le hizo de cederle y traspasarle todos los derechos reales sobre
los valles, términos y distritos de las Asturias de Santillana, acudió en 1444 con toda su gente de
armas a la guerra contra el Rey de Navarra, que fué completamente derrotado en la batalla de
Pampliega. Las consecuencias de esta jornada fueron para Íñigo López muy ventajosas, puesto que,
no sólo obtuvo en 28 de julio regio albalá cediéndole absolutamente los codiciados valles, sino que
consiguió en breve tiempo reducirlos a su obediencia por medio de su primogénito D. Diego Hurtado
de Mendoza, que ocupó por fuerza de armas las Merindades, después de haberse apoderado o por
sorpresa, (o por traición infame de su propio hijo) de la temible persona de Orejón, a quien
malamente hizo decapitar en el lugar de Ventanilla, como parece por aquel notable testamento que
comienza: «Yo, Garci González de Orejón, el cuchillo a la garganta en poder de mis enemigos...»
Prosiguiendo Íñigo López en el servicio de la causa real, cuyo triunfo iba entonces tan ligado con sus
propios intereses, concurrió en 19 de mayo de 1445 a la decisiva batalla de Olmedo, de la cual salió
herido de muerte el Infante D. Enrique, y con él su causa y la de sus hermanos. A D. Álvaro de Luna,
cuyo poder parecía subir a su apogeo cuando precisamente estaba próximo a hundirse entre vapores
de sangre, valió aquella jornada el Maestrazgo de Santiago: Íñigo López, que con su primo el conde
de Alba fué de los que más parte tuvieron en la victoria, y que dos años después cerraba la guerra
tomando a los aragoneses la villa de Torija, fué galardonado con los títulos de Marqués de Santillana
y Conde del Real de Manzanares. Pero aquella especie de reconciliación entre la nobleza y D. Álvaro,
cimentada con la repartición de los despojos del Infante D. Enrique, no podía menos de ser efímera,
porque en el fondo persistían los antiguos odios, y el mismo D. Álvaro, como impulsado a la
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perdición por una fatalidad irresistible, labraba con sus propias manos el instrumento de su ruina,
concertando las segundas bodas de Don Juan II con la princesa Doña Isabel de Portugal, cuya
ambición desde el primer momento entró en lucha con la del Condestable, agrupándose en torno de la
Reina todos los magnates descontentos, y no de los últimos el Marqués de Santillana, que [p. 101]
comenzaba por insinuarse en su vanidad femenil con galantes canciones y decires:
Dios vos fizo sin enmienda
De gentil persona e cara,
E sumando sin contienda,
Qual Gioto non vos pintara...
D. Álvaro vió la tormenta que se le venía encima, y quiso repararse, aunque tarde, ordenando en
Tordesillas el II de mayo la prisión de sus principales enemigos, el Conde de Benavente, el de Alba,
Suero de Quiñones y su hermano. D. Íñigo fué respetado por entonces, y aun se procuró atraerle con
nuevas mercedes; pero la persecución de su primo y más predilecto amigo el Conde de Alba, enconó
sobremanera su ánimo, haciendo imposible su avenencia con el Condestable. Estos hechos le
inspiraron el hermoso diálogo filosófico de Bías contra Fortuna, que es una de sus poesías capitales,
si ya no la primera de todas ellas.
Pero no sólo con meditaciones y consideraciones de filosofía moral acudía el Marqués al reparo de su
primo, sino que él fué uno de los primeros que concurrieron a la junta sediciosa de Coruña del Conde,
reclamando la libertad de los magnates presos, aunque protestando respetar todas las preeminencias
de la majestad regia; tras de lo cual formó liga ofensiva y defensiva con el Arzobispo de Toledo D.
Alonso Carrillo, con el Marqués de Villena y el Conde de Plasencia, prometiéndose mutuo apoyo
contra toda persona que no fuese la del Rey. Y si bien una nueva invasión de aragoneses y navarros
unió transitoriamente a los castellanos, la ruina ya inminente de D. Álvaro no tardó en consumarse, y
a ella contribuyó no poco el Marqués de Santillana, enviando a su primogénito D. Diego con
trescientas lanzas, para que, unidas a las doscientas de Álvaro de Estúñiga, se apoderasen de la
persona del Condestable. Flaqueó míseramente en tal coyuntura el ánimo de D. Juan II, y firmó por
último el mandamiento de prisión, cometiendo la ejecución al Conde de Plasencia.
Ni siquiera el cadalso de Valladolid pareció expiación suficiente para desarmar los rencores del
Marqués. A duras penas bastó su espíritu profundamente cristiano para moverle a algún [p. 102]
linaje de piedad con el grande enemigo abatido. Y aun esta piedad fué de un género muy extraño. Su
musa, de ordinario tan grave y serena, encontró medio de poner en boca del Maestre decapitado una
larga confesión de sus pecados, que es en el fondo una invectiva ferocísima, por el estilo de lo más
acerbo que puede encontrarse en Los Castigos de Víctor Hugo o en las expansiones más rencorosas
de la sátira política de cualquier tiempo. El Doctrinal de privados tiene sin duda acentos de los más
enérgicos que pueden encontrarse en la poesía castellana del siglo XV; pero si el poeta salió bien
librado, no se confirmó mucho por esta vez aquella reputación suya de manso, benévolo y humano,
cualidades que tanto encarecen en el Marqués de Santillana sus contemporáneos. ¡Cómo serían los
restantes, puesto que él parece haber sido el hombre de mejores entrañas entre cuantos entonces
intervenían en los negocios de la república! Es cierto que, en su largo sermón, el Maestre de Santiago
acaba por arrepentirse de todo, y el Marqués le abre de par en par las puertas de la salvación; pero es
después de haber desahogado en más de cincuenta estrofas su furor vindicativo, mal disfrazado con el
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manto de la justicia y de la filosofía:
Casa a casa ¡guay de mí!
E campo a campo allegué;
Cosa ajena non dexé
Tanto quise quanto vi.
Agora, pues, vet aquí
Quánto valen mis riquezas,
Tierras, villas, fortalezas,
Tras quien mi vida perdí.
¡Oh fambre de oro rabiosa!
¿Cuáles son los corazones
Humanos que tú perdones
En esta vida engañosa?...
...........................
¿Qué se fizo la moneda
Que guardé para mis daños
Tantos tiempos, tantos años,
Plata, joyas, oro e seda?
Ca de todo non me queda
Si non este cadahalso...
¡Mundo malo, mundo falso,
[p. 103] Non es quien contigo pueda...!
............................
Ca si lo ajeno tomé,
Lo mío me tomarán;
Si maté, non tardarán
De matarme, bien lo sé;
Si prendí, por tal pasé;
Maltraí, soy mal traído:
Anduve buscando ruydo,
Basta assaz lo que fallé...
No sobrevivió mucho el Marqués de Santillana a la caída de D. Álvaro; pero antes de él fueron
descendiendo a la tumba los principales personajes de su tiempo y las prendas más caras de su
corazón, sirviéndole estas muertes, que en tan breve espacio se sucedieron, como de eficaces
amonestaciones para prepararse al último tránsito e irse desprendiendo de las pasiones mundanas que
todavía le cegaban en el grado que hemos visto. Moría en julio de 1454 el Rey D. Juan II, que no
tuvo día bueno después del suplicio de D. Álvaro. A fines del año siguiente perdía el Marqués a su
mujer doña Catalina de Figueroa, aquella «sabia, honesta, virtuosa e obediente compañera», a la cual
parece haber amado con amor entrañable y aun guardado fidelidad rarísima en hombre de su siglo,
sin que valgan en contra los devaneos de las serranillas, que pueden ser mera ficción poética. No
consta de D. Íñigo otra descendencia que la legítima, que fué por cierto numerosísima. Todos sus
coetáneos están contestes en afirmar que fué hombre de grandes virtudes domésticas y de puros y
suaves afectos, de que tenemos hermosa muestra en el encantador villancico que dedicó a tres fijas
suyas.
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A la muerte de doña Catalina había precedido en pocos meses la de D. Pedro Laso de la Vega, que
parece haber sido el más amado del Marqués entre todos sus hijos, a juzgar por las dolorosas y
entrañables palabras que en su boca pone Juan de Lucena en el diálogo de Vita Beata: «¡Oh
suavísimo fijo D. Pedro Laso! quando de ti me acuerdo, olvido tus hermanos, olvido mis nietos, e
toda mi gloria amata el dolor de tu muerte. Ninguna consolación redime mi alma, salvo pensar que te
veré, sin temor que más mueras.»
Y como si todas estas desgracias no hubiesen sido bastantes [p. 104] para postrar el ánimo del
Marqués, pasaba a poco tiempo de esta vida su poeta predilecto, el inseparable compañero de su
gloria literaria, Juan de Mena, en fin, que sucumbía en Torrelaguna, de rabioso dolor de costado, en
1456. Es tradición que D. Íñigo López de Mendoza le hizo dar monumental sepultura en aquella villa;
pero lo cierto es que ya en el siglo XVI se había perdido la memoria de tal enterramiento, y que por
ningún caso puede atribuirse a la elegante pluma del Marqués el sandio epitafio que algunos
escritores dicen que existe o que existía en aquella villa.
Golpes tan repetidos no podían menos de labrar hondamente en alma ya tan inclinada a la piedad
como la del Marqués de Santillana. Así es que, en los cuatro últimos años de su vida, escasa parte
tomó en los negocios del reino, a pesar de la grande estimación que de su persona y consejo hacía D.
Enrique IV. Asistió a las Cortes de Cuéllar, en que se trató de la cruzada contra los moros de
Granada, pronunciando con tal ocasión un razonamiento sustancioso y discreto «como propiamente
convenía para la lengua de tan buen caballero, gracioso en el fablar e esforzado en las armas»,
razonamiento que plugo al rey mucho, y que, a lo menos en extracto, nos ha conservado el cronista
Diego Enríquez del Castillo. En la campaña de 1455 y en la tala y estrago de la Vega de Granada, dió
buena cuenta de su persona, como lo hacía en toda función de guerra; pero detenida en sus comienzos
aquella empresa por la flojedad e indecisión de ánimo de D. Enrique, el Marqués de Santillana, que
era devotísimo de la Virgen, con cierto género de devoción caballeresca, muy propio de quien llevaba
por mote en su escudo el Ave María y en su celada Dios e vos (aludiendo, como a la hora de su
muerte declaró, a la misma celestial Señora y no a ninguna hermosura terrena) fué en romería a
Guadalupe, donde su piedad le inspiró acentos que parecen robados a la lira del Canciller Ayala. Y
luego se retrajo definitivamente a su casa de Guadalajara, «aparejándose para bien morir», sosegando
o transigiendo sus antiguos pleitos, fundando un hospital en aquella villa, cabeza de sus estados, y
haciendo cuantiosas donaciones a los monasterios de Lupiana, Sopetrán y el Paular, que siempre le
contaron entre sus más egregios bienhechores. De otras buenas obras suyas nos da razón Francisco de
Medina y Mendoza, el primer biógrafo del Gran [p. 105] Cardenal de España: «Criaba las hijas e
hijos de los vecinos de Guadalajara en su casa, e las hijas casaba e dotaba, e a los hijos criábalos y
dábales oficios, y casábalos.»
Falleció el Marqués en Guadalajara en 25 de marzo de 1458. Los pormenores de su enfermedad y
cristiano tránsito están descritos, con verdad substancial sin duda, aunque en forma un tanto retórica,
por su Capellán Pedro Díaz de Toledo, en un diálogo filosófico que compuso (imitando de lejos el
Phedon platónico, que antes había traducido) con el título de Diálogo, o Razonamiento sobre la
muerte del Marqués de Santillana. [1] Es libro algo pedantesco y fatigoso de leer en su integridad,
pero el autor no sólo merece crédito, como testigo presencial de todo, sino que declara no haber
puesto cosa alguna de su cosecha en las palabras que atribuye al Marqués moribundo y a su primo el
Conde de Alba, que es el tercer interlocutor del Diálogo. Baste transcribir las últimas del Marqués;
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ellas mismas, por su sencillez y unción, dan testimonio de su autenticidad: «Yo non esperaba, dottor,
de vos otras palabras de las que fablades, e non soy tanto decaydo de mi sentido, que non tenga en
memoria aquel dicho de Job, que la vida del hombre sobre la tierra es como acto militar e de guerra, e
sus días son como días de jornalero, e como sombra que pasa, nuestros días sobre la tierra: que por
vulgar proverbio se trae lo que Job en otro lugar dice, que el ombre nascido de la mujer, esse poco
tiempo que vive, está lleno de muchas miserias, e asy como flor sale e se quebranta e fuye, segund
que fuye la sombra, e nunca en un ser permanesce... En muchas e diversas maneras e diversas veces
yo he recebido de vos muchos e agradables plaseres e buenas obras, e por poner sello a la buena
voluntad e amor que siempre me avistes, ha plasido a Nuestro Señor que vos fallásedes aquí al
tiempo de mi passamiento; e allende de lo que yo me trabajaba por me esforzar e rescebir la muerte
syn turbación e con tranquilidad e reposo, hame provocado a lo asy faser el dulce e suave e
scientifico resonar [p. 106] vuestro. E ya veo en mí señales que la vida se acaba: encomiendo mi
alma a Dios que la crió e redimió, e fago fin de mi vida derramando lágrimas de mis ojos, e gimiendo
demando a Dios misericordia e piedad, e con el rey David digo: «Confieso mi injusticia e peccado a ti
Dios mío, e tú perdonarás la impiedad e maldad mía.» E suplícote que pongas la tu passion entre mí y
el juicio tuyo, e expirando digo: Domine Jesús, suscipe spiritum meum in manibus tuis... Domine, tibi
commendo spiritum meum.»
Fué enterrado D. Íñigo, conforme a su postrimera voluntad, en el monasterio de San Francisco de
Guadalajara, cerca de la sepultura de su padre el Almirante y de su mujer Doña Catalina de Figueroa.
Tal fué este varón insigne, que no necesita panegíricos incondicionados para que se vea cuánto
excedió, aun moralmente, el nivel ordinario de los hombres de su siglo. No hemos disimulado
ninguna de las sombras de su vida. ¡Dichoso quien entonces no las tuvo mayores! En el Marqués de
Santillana, como en el Canciller Ayala, como en D. Juan Manuel, como en otros próceres moralistas
de los tiempos medios, no siempre hubo perfecta armonía y consecuencia entre lo rígido y austero de
la doctrina ética y su aplicación a la vida pública. Pero siempre se les ha de agradecer el haber
mantenido, aunque fuese de una manera doctrinal y especulativa, un ideal de justicia en medio de las
prevaricaciones de aquella edad de hierro. Y aun puede decirse que la frecuente contemplación de
este ideal ético, derivado en parte de la filosofía de la antigüedad, y en parte mayor de las enseñanzas
cristianas, amansó la nativa fiereza de sus ánimos, y no sólo los hizo cultos, sino magnánimos y
generosos, ajenos casi siempre a las torpes violencias a que el desenfreno de las luchas civiles, en
tiempos en que todo se fiaba al esfuerzo del propio brazo, precipitaba aun a hombres de tan
relevantes y superiores condiciones como D. Álvaro de Luna. Nada semejante al asesinato de Alonso
Pérez de Vivero puede encontrarse en la honrada biografía del Marqués de Santillana; y aun en su
misma encarnizada y perseverante lucha contra el poderío del Maestre, si es cierto que pecó algunas
veces de disimulación y cautela, así como de ensañamiento póstumo, no hubo a lo menos sombra de
alevosía ni de perfidia; y quizá no eran enteramente retóricos los [p. 107] pretextos de celo por el
bien público con que así él como los demás adversarios del Condestable procuraban dar color de
honestidad política a sus incesantes ligas y conjuras, que ahora llamaríamos pronunciamientos.
La simpatía personal que durante toda su vida había acompañado al Marqués de Santillana, no hizo
más que acrecentarse después de su muerte, conforme iban borrándose u olvidándose los defectos y
las flaquezas inherentes a la condición humana. Su gloria literaria lo cubrió todo, y le circundó de una
aureola luminosa. Puede decirse que hubo una literatura entera consagrada a enaltecer su memoria.
Ya en vida le había decretado los honores de la apoteosis Juan de Mena en su Coronación; después lo
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hicieron Diego de Burgos en el Triunfo del Marqués, y Gómez Manrique en sus Coplas a la muerte
del Marqués de Santillana. Era el Triunfo del Marqués un poema alegórico, notariamente imitado de
la Comedieta de Ponza, así en el metro como en la substancia, y fundado en un sueño o visión que el
secretario del Marqués declaraba bajo juramento haber tenido realmente: «Estando yo en Burgos al
tiempo de su passamiento, una noche antes o después, o por ventura a la mesma daquel día en que el
señor de bienventurada memoria tuvo el primer sentimiento de la enfermedad suya, a mí parescía en
sueños ver a vuestra merced (el segundo Marqués de Santillana D. Diego) cubierto de paños de luto
fasta los pies, en la cabeza un grandcapirote de la misma manera, firmando vuestra mano en unas
actas e el preheminente e ynsine título suyo, del qual oy vuestra manífica persona es decorada e
noblescida, la qual visión claramente daba a entender, a quien a los sueños alguna fée diera, su
gloriosa partida.» [1]
Todos los grandes hombres de la antigüedad, poetas, historiadores, filósofos y guerreros, se levantan
de la tumba para ensalzar al Marqués, cerrando esta procesión de sombras algunos castellanos, tales
como D. Enrique de Villena, D. Alonso de Cartagena, el Tostado, Juan de Mena, el mártir de
Aljubarrota Pero González de Mendoza, y aquel Garcilaso de la Vega cuya heroica muerte batallando
contra infieles cantó Gómez Manrique con robustísimos acentos.
[p. 108] Este mismo feliz ingenio, más obligado que otro alguno a la memoria del Marqués, a quien
debía su educación literaria, lamentó en prosa y en metro «la inrreparable pérdida que este nuestro
regno facía, que bien se puede decir que perdió en él otro Fabio para sus consejos, otro César para sus
conquistas, otro Camilo para sus defensas, otro Livio para sus memorias. Este seyendo el primero de
semblante prosapia e grandeza de estado que en nuestros tiempos congregó la ciencia con la
caballería e la loriga con la toga; que yo que recuerdo aver pocos, e aun verdad fablando, ninguno de
los tales [1] que a las letras se diese; e non solamente digo que las non procuraban más que las
aborrescían, reprehendiendo a algund caballero si se daba al estudio, como si el oficio militar sólo en
saber bien encontrar con la lanza e ferir con la espada consistiese. La qual errada opinión este varón
magnífico arrancó de nuestra patria, reprobándola por theórica, e faciéndola incierta por plática; en la
paz prosas e metros de mayor alegranza escribiendo que ninguno de los passados; en las guerras
mostrándose un Marco Marcelo en el ordenar, e un Castino en el acometer, seyendo a sus caballeros,
como Mario por sí decía, consejero en los fechos e compañero en los peligros. Este de los enemigos
visibles no se vencía, ni de los invisibles se sojuzgaba. Finalmente, este fué tanto en perfección bueno
e provechoso para esta región, que bien sin dubda ella puede decir, e con Geremías, que es quedada
sin él como viuda la señora de gentes. Pues tras este grandíssimo e general dapno, el particular e muy
intolerable mío sentí: que yo perdí en él otro padre, de quien verdadero me reputaba fijo, segund las
honrras e acatamientos, e bien puedo decir mercedes que de su merced rescibía: perdí señor e pariente
de quien me cuidaba ser más que de ninguno de los restantes amado... Ca en presencia me alegraba e
acataba más e mucho más que a la pobreza de la virtud e estado mío requería: pues, en absencia,
pregonero era de algund bien, si en mí había, publicándolo con grande instancia, acrecentándolo con
non fingidas violencias, e actorisándolo con su grandíssima abtoridad... El en el componer en metro
me [p. 109] apregonó, non en verdad en lo tal seyendo yo digno, como dixo San Juan, de desatar las
correas de su zapato: que todos los materiales que la merced suya por familiares tenía, es a saber,
viva e pronta discreción, gracia gratis dada, profunda sciencia, grandeza de estado que lo bueno face
mejor, eran e son agenos de mí, más como quiera... yo me esforcé algunos metros componer, los
quales por aquel noble señor mío tanto fueron aprobados, que del todo tiró a mí el velo de la
vergüenza...»
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Fué el Marqués de Santillana personaje obligado en los diálogos filosóficos del siglo XV. El Dr.
Pedro Díaz de Toledo puso en su boca altas moralidades sobre la inmortalidad y la vida futura: Juan
de Lucena (traduciendo libremente a Bartolomé Fazzio) le hizo disertar sobre el sumo bien y la vita
beata. Sus máximas y sentencias fueron glosadas como las de un moralista clásico: los Proverbios,
especialmente, que por su índole aforística lograron más popularidad que ningún otro libro del
Marqués, lo fueron en prosa por el Dr. Pedro Díaz de Toledo (más adelante Obispo de Málaga), y en
versos nada desapacibles, del mismo metro que los del original, por Luis de Aranda, poeta del siglo
XVI. [1] Aun en pleno Renacimiento fué respetado el nombre del Marqués de Santillana en las
escuelas más clásicas: recuérdese la veneración con que le nombran siempre Herrera y Argote de
Molina. Sus preceptos de sabiduría práctica nunca perdieron estimación, y todavía en pleno siglo
XVII los recuerda a cada momento el P. Nieremberg en el libro que llamó Obras y Días: manual de
señores y príncipes. Finalmente, el Marqués de Santillana es popular hoy mismo en aquel grado y
medida en que puede serlo un autor de la Edad Media: es cierto que sólo los doctos leen sus obras
completas, pero aun el vulgo literario sabe de memoria La vaquera de la Finojosa y tiene noticia de
la Querella de amor.
Son pocos, aunque interesantes, los opúsculos en prosa del Marqués de Santillana. Entre ellos
sobresale la famosa carta sobre los orígenes de la poesía, de la cual ya hemos razonado [p. 110]
bastante. Pero tampoco deben caer en olvido la dirigida a su hijo el protonotario D. Pedro sobre la
utilidad de las traducciones, ni las glosas que puso a sus mismos Proverbios, ni la consulta dirigida al
obispo D. Alonso de Cartagena sobre el oficio de la caballería, ni menos el curioso ensayo de
elocuencia declamatoria: Lamentación en prophecia de la segunda destruyción de España, que
parece un reflejo de aquel famoso trozo de la Crónica general conocido con el nombre de Llanto de
España. Nadie diría que el noble prócer que de tan peregrina manera se empeñaba en latinizar su
estilo en estas páginas enfáticas, fuera el mismo que recopiló los refranes que dizen las viejas tras el
fuego. Esta colección paremiológica (repetidas veces impresa después de 1508) es probablemente la
más antigua que posee ninguna lengua vulgar; y, por raro caso, quien juntó estas venerables reliquias
de la tradición popular, fué un hombre que hacía alarde de menospreciar los cantos del pueblo «de
que la gente baja e de servil condición se alegra». De tales contradicciones está plagada la naturaleza
humana, y es raro, aun entre los más dominados por el prestigio de la erudición, el que tarde o
temprano no vuelve los ojos con amor a las memorias de su infancia.
Tenemos la buena suerte de poseer íntegro, o poco menos, el muy copioso repertorio poético del
Marqués de Santillana. La importancia social del personaje hizo que se multiplicasen las copias de
sus versos y que se solicitasen ávidamente los ejemplares de su Cancionero, como sabemos que lo
hicieron el Condestable de Portugal y Gómez Manrique. Alguno de los códices que han llegado a
nuestros días, hasta con la firma del poeta está autorizado. De los principales se valió Amador de los
Ríos para su edición, ciertamente muy limpia y correcta, y digna de exceptuarse de la general censura
que los eruditos extranjeros suelen formular sobre el notorio desaliño y precipitación con que aquí
hemos solido imprimir los textos de nuestra Edad Media.
En cinco grupos clasificó Amador las poesías del Marqués de Santillana: obras doctrinales e
históricas, sonetos fechos al itálico modo, obras devotas, obras de recreación y obras de amores. No
hay inconveniente en aceptar los términos de esta clasificación; pero, en obsequio al orden
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cronológico, debe empezarse la lectura de las obras del Marqués por las poesías amorosas, que
generalmente [p. 111] son las más antiguas, con excepción de alguna que otra, más bien galante que
amorosa, que pertenece sin duda a edad más avanzada.
Los títulos más valederos de Santillana a la gloria poética, están en esta sección de sus obras. En la
poesía ligera nadie le niega la primacía sobre todos los ingenios de su siglo, y aun no la pierde en
cotejo con lo más delicado y gracioso que puede encontrarse en las escuelas trovadorescas de otras
partes. «Es autor, (dice Puymaigre) de canciones más graciosas que las de Teobaldo de Champagne,
de pastorelas más lindas que las de Giraldo Riquier.» «Dulce melancolía, profunda verdad poética
(dice Clarus) hallo en el poema que lleva el título de Querella de amor, en que se aparece en sueños
al poeta el enamorado Macías, traspasado por cruda saeta, quejándose de la pérdida de su amada.»
Tiene razón el docto alemán: hay en esta deliciosa composición un misterio, una vaguedad lírica, un
género de sentimiento que pudiéramos decir musical e indefinido, rarísimo en la poesía de la Edad
Media, y de que sólo en los cancioneros gallegos pueden encontrarse anteriores ejemplos. Por el
contrario, el Planto que fizo Pantasilea, reina de las Amazonas, poema evidentemente inspirado en la
Crónica Troyana, rebosa de arrogancia y brío, y en las quejas que arranca a la enamorada reina la
muerte de Héctor, hay arranques de pasión tan elocuentes y hermosos, que cualquier gran poeta
dramático pudiera honrarse con ellos. En cuanto a las serranillas, toda alabanza parece agotada. Es
cierto que carecen de la ingenuidad primitiva de los cantos de ledino y de las canciones de amigo,
pero quizá no vale menos la blanda ironía con que el Marqués renueva un tema que había entrado en
la categoría de los lugares comunes como el del encuentro del caballero y la pastora. Y esto sin caer
en los excesos de feo realismo en que a veces se complace el Arcipreste de Hita, sino conteniéndose
en los límites de una regocijada malicia, que se satisface con hacer asomar la sonrisa a los labios. Y
obsérvese cómo siendo el tema siempre el mismo, el Marqués acierta a diversificarle en cada uno de
estos cuadritos, gracias a la habilidad con que varía el paisaje y reune aquellas circunstancias
topográficas e indumentarias que dan color de realidad a lo que, sin duda, en la mayor parte de los
casos es mera ficción poética. [p. 112] La gracia de la expresión, el pulcro y gentil donaire del metro,
prendas comunes a todas las composiciones cortas del Marqués de Santillana, llegan a la perfección
en estas serranillas, de las cuales unas parece que exhalan el aroma de tomillo de los campos de la
Alcarria, mientras otras, más agrestes y montaraces, orean nuestra frente con la brisa sutil del
Moncayo, o nos transportan a las tajadas hoces lebaniegas. El paisaje no está descrito, pero está
líricamente sentido, cosa más difícil y rara todavía. Ninguno entre los excelentes poetas que
cultivaron este género en el siglo XV, ni el atildado Bocanegra, ni Carvajal, que transportó el género
a Italia, pudieron aventajar al Marqués de Santillana, y la mayor alabanza que de ellos puede hacerse,
es que siguieron dignamente sus huellas. Clarus declara intraducibles a cualquier lengua estas
composiciones, pero Puymaigre ha salido muy airosamente de la empresa de poner en verso francés
La Vaquera de la Finojosa
La misma frescura, el mismo primor y gentileza que en las serranillas, hay en algunas canciones,
decires y otras poesías breves del Marqués de Santillana, especialmente en el villancico a sus hijas,
donde se intercalan hábilmente varios cantarcillos populares:
La niña que amores ha,
Sola, ¿cómo dormirá?
............................
Suspirando yva la niña,
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Et non por mi,
Que yo bien se lo entendí...
Algunos de estos juguetes deben toda su gracia a la infantil sencillez de la expresión, a su misma
carencia de arte, verbigracia, los que empiezan:
Si tú deseas a mí
Yo non lo sé;
Pero yo deseo a ti
En buena fe...
De vos bien servir
En toda sazón,
El mi corazón
Non se sá partir..
[p. 113] Quien de vos merced espera,
Señora, nin bien atiende,
¡Ay que poco se le entiende!
Recuérdate de mi vida,
Pues que viste
Mi partir e despedida
Ser tan triste.
Recuérdate que padesco
E padescí
Las penas que non meresco,
Desque vi
La respuesta non debida
Que me diste,
Por lo cual mi despedida
Fué tan triste...
Hay una canción en gallego, y es sin duda de las últimas que en tal lengua fueron compuestas por
trovador castellano:
Por amar nao sabyamente,
Mays como louco sirvente,
Hey servido a quen non sente
Meu cuidado...
Entre los decires, que se distinguen de las canciones por no tener estribillo ni tema inicial, merece la
palma el siguiente, en que se pinta con mucha gracia de expresión un encuentro, una aparición
fugitiva, de muy diverso género que las de las serranillas:
Yo mirando una ribera,
Vi venir por un gran llano
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Un ome que cortesano
Parescía en su manera:
Vestía ropa extranjera,
Fecha al modo de Bravante,
Bordada, bien rozagante,
Pasante de la estribera.
Traía al su diestro lado
Una muy hermosa dama,
De las que toca la fama
En superlativo grado:
Un capirote charpado,
A manera bien extraña,
A fuer del alta Alimaña
Donosamente ligado.
[p. 114] De gentil seda amarilla
Eran aquestas dos hopas,
Tales que nunca vi ropas
Tan lindas a maravilla:
El guarnimiento e la silla
D'aquesta linda señora,
Certas, después nin agora,
Non lo vi tal en Castilla.
Por música e maestría
Cantaba esta canción,
Que fizo a mi corazón
Perder el pavor que avía:
«¡Bien debo loar Amor,
Pues todavía
Quiso tornar mi tristor
En alegría!»
Aunque obras de amores se llamen éstas, claro es que nadie ha de buscar en ellas la expresión directa
y sincera del sentimiento amoroso. Son versos cortesanos, versos de sociedad, y las mismas graciosas
hipérboles a que el autor recurre para encarecer el vivo fuego de amor que le consume, prueban la
tranquilidad de su alma, y que escribe por divertirse y por divertir a sus amigas:
Vos sois la que yo elegí
Por soberana mestressa,
Más fermosa que deesa,
Señora de quantas vi.
Vos soys la por quien perdí
Todo mi franco albedrío,
Doncella de honesto brío,
De cuyo amor me vencí.
............................
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Gentil dama, tal paresce
La cibdat do vos partistes,
Como las compañas tristes
Do el buen capital fallesce.
De toda beldat caresce,
Ca vuestra philosomía
El centro esclarescería
Do la lumbre se aborresce...
Paresce como las flores
En el tiempo del estío,
A quien fallesce rocío
E fatigan las calores.
............................
[p. 115] Como selva guerreada
Del aflato del Sitonio,
Sobre quien pasa el otonio
E su robadora helada,
Finca sola e despoblada,
Tal fincó vuestra cibdat,
E con tanta soledat,
Qual sin Héctor su mesnada.
............................
Aurora de gentil Mayo,
Puerto de la mi salut,
Perfectión de la virtud,
E del sol candor e rayo;
Pues que matar me queredes
E tanto lo deseades,
Bástevos ya que podades,
Si por venganza lo avedes.
¿Quién vió tal ferocidat
En angélica figura,
Nin en tanta fermosura
Indómita crueldat?...
¡Los contrarios se ayuntaron,
Cuytado, por mal de mí!
Tiempo, ¿dónde te perdí
Que ansy me gualardonaron?
............................
¡Oh, si fuesen oradores
Mis suspiros e fablasen,
Porque vos notificasen
Los infinitos dolores
Que mi triste corazón
Padesce por vos amar,
Mi fulgura, mi pesar,
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Mi cobro e mi perdición!
Qual del cisne es ya mi canto,
E mi carta la de Dido:
Corazón desfavorido,
Cabsa de mi grand quebranto,
Pues ya de la triste vida
Non avedes compasión,
Honorat la deffunción
De mi muerte dolorida...
El prototipo de esta poesía galante, ligeramente amanerada, pero casi siempre graciosa, es El
Aguilando. El aguinaldo que [p. 116] Santillana pide a su dama en día de Reyes, consiste en que le
restituya la libertad que perdió:
Sacatme ya de cadenas,
Señora, e facetme libre:
Que Nuestro Señor vos libre
De las infernales penas.
Estas sean mis estrenas,
Esto sólo vos demando,
Este sea mi aguilando;
¡Que vos faden fadas buenas!
.............................
Por tanto, señora mía,
Usat de piadosas leyes,
Por estos tres Santos Reyes
Y por el su sancto día.
Por bondat e fidalguía,
O por sola humanidat,
Vos plaga mi libertat,
O por gentil cortesía...
Con los títulos de El Sueño, El Triumphete de Amor, El Infierno de los Enamorados, compuso el
Marqués poemas amorosos más extensos, que lograron en su tiempo mucho crédito y fueron imitados
por Guevara, Garci-Sánchez de Badajoz y otros trovadores de la última época. Pero, a decir verdad, la
lectura de estos poemas, sin ser de todo punto desapacible, no deja en la memoria ni en el oído tan
dulce impresión como la de los villancicos, decires y serranillas. El valor poético está aquí, como en
otros muchos casos, en razón inversa de la extensión y del peso, y aun de las graves y eruditas
pretensiones del autor. Lo más fugitivo y ligero, es lo que ha conseguido volar sobre las alas de los
siglos. En sus visiones y sueños, el Marqués de Santillana abusa de su caudal mitológico e histórico:
se hace monótono, retórico y pedante, y cae en todas las frialdades de la alegoría, a la cual de
consuno le arrastraban la imitación mal entendida de Dante y de los Triunfos del Petrarca, y también
la lectura y excesivo aprecio que hacía del Roman de la Rose y de las obras de Alain Chartier y otros
poetas franceses. Pero, a pesar de lo insulso del género, no deja de despuntar y abrirse camino, de vez
en cuando, el ingenio vivo y ameno, la fantasía pintoresca del Marqués [p. 117] de Santillana, que
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colora con muy agradables matices la parte descriptiva de estos poemas:
En este sueño me vía
Un día claro e lumbroos,
En un vergel muy fermoso
Reposar con alegría.
El qual jardín me cubría
Con sombras de olientes flores,
Do cendraban ruiseñores
Su perfetta melodía.
............................
Non mucho se dilató
Esta próspera folgura,
Ca la mi triste ventura
Emproviso la trocó;
E la claridat mudó
En nublosa escuridat,
E la tal felicidat,
Como la sombra, passó.
............................
E los árboles sombrosos
Del vergel ya recontados,
Del todo fueron mudados
En troncos fieros, ñudosos.
Los cantos melodïosos
En clamores redundaron,
E las aves se tornaron
En áspides ponzoñosos...
La imitación de Dante es deliberada y visible en todas estas composiciones. En el Sueño, el poeta,
perdido por oscura selva, encuentra y toma por guía al adivino Tiresias:
¿Quién o cuál expresaría
Quáles fueron mis jornadas
Por selvas inusitadas
E tierras que non sabía?...
Pero en el octavo día,
Caminando por un monte,
Quando el padre de Phetonte
Sus clarores recluía,
Un ome de buen semblante,
Del qual su barba e cabello
[p. 118] Eran manifiesto sello
En edat ser declinante,
............................
Por aquel monte venía,
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Honestamente arreado,
Non de perlas nin brocado,
Nin de neta orphebrería;
Mas hopa larga vestía
A manera de sciente,
E la su fabla prudente
Al hábito conseguía...
Tiresias, después de haber interpretado el sueño del poeta, le envía a buscar la casta Diana, única
deesa que puede revessar, apagar y resfriar los dardos del Amor. La descripción de los jardines en
que sestea la diosa con su séquito de ninfas cazadoras, es lo más vivo y ameno del poema:
Vi fermosa montería
De vírgines que cazaban:
A los Alpes atronaban
Con la su gran vocería...
............................
De cándidas vestiduras
Eran todas arreadas
En arminios aforradas
Con fermosas bordaduras.
Charpas e ricas cinturas,
Sotiles e bien obradas;
De gruessas perlas ornadas
Las ruvias cabelladuras.
E vi más, que navegaban
Otras doncellas en barcos
Por la ribera, e con arcos
Maestramente lanzavan
A las bestias, que forzavan
Las paradas, e fluían
Allí donde se entendían
Guarescer, mas acavaban.
¿Quién los diversos linajes
De canes bien enseñados,
Quién los montes elevados,
Quién los fermosos boscajes,
Quién los vestiglos salvajes
[p. 119] Que allí vi recontaría?
Ca Homero se fartaría,
Si sopiera mil lenguajes.
............................
La ninpha, non se tardando,
Me llevó por la floresta,
Do era la muy honesta
Virgen, su monte ordenando:
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E desque más fuí andando,
Recordéme de Acteón;
E de semblante occasión
Con temor yva dudando.
Pero desque fuy entrando
Por unas calles fermosas,
Las quales murtas e rosas
Cubren odoryferando,
Poco a poco separando
Se fué la temor de mí,
Mayormente desque vi
Lo que vó metrificando.
E fuémonos acercando
Donde la deesa estaba,
Do mi viso vacilaba
En su fulgor acatando.
............................
Pero después la pureza
De la su fulgente cara
Se me demostró tan clara
Como fuente de belleza.
Por cierto naturaleza,
Si divinidat cessara,
Tal obra non acabara,
Nin de tan grand sotileza.
La escena, como se ve, no puede estar preparada con más gracia; pero infelizmente se estropea todo
con el razonamiento de la diosa, que es un solemne ejemplar de pedantería, en que, después de citar a
Dares Frigio y a Guido de Columna, con todo el catálogo de los héroes de su Crónica Troyana (libro
favorito del Marqués), se pinta como mucho más reñida y sangrienta batalla la que sostienen
personajes tales como Perfetta Fermosura, Cordura, Destreza, Pereza, Entendimiento, Nobleza,
Buen Donayre y Juventut. Pero aun en esto mismo, ¡qué versificación tan nutrida y animada a veces!
[p. 120] Ya sonaban los clarones
E las trompetas bastardas,
Charamías e bombardas
Pacían distintos sones:
Las baladas e canciones
E rondeles que facían,
Apenas los entendían
Los turbados corazones...
En el Triumphete de Amor predomina la imitación del Petrarca, ya anunciada en el título mismo y en
los primeros versos:
Vi lo que persona humana
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Tengo que jamás non vió,
Nin Petrarcha, que escribió
De triunphal gloria mundana.
El aparato alegórico es muy sencillo: andando el Marqués de caza, encuentra el séquito de Venus y
Cupido, que en son de triunfo atraviesan por aquella selva:
Dos cosseres [1] arrendados
Cerca d'una fuente estavan,
De los quales non distavan
Los pajes bien arreados.
Vestían de aceytuní
Cotas bastardas, bien fechas,
De muy fino carmesí,
Raso, las mangas estrechas,
Las medias partes derechas
De vivos fuegos brosladas,
E las siniestras sembradas
De goldres llenos de flechas.
............................
Pregunté sin dilación:
«Sennores, ¿do es vuestra vía?»
Mostrando grand affection,
Pospuesta toda folía,
Dixeron sin villanía:
«A nos place que sepades
Aquesto que preguntades,
Usando de cortesía.
[p. 121] Sabet que los triumphantes
En grado superiores,
Honorables dominantes,
Cupido e Venus, señores
De leales amadores,
Delivraron su pasaje
Por este espeso selvaje
Con todos sus servidores.»
En aquella «fermosa compaña» vienen reyes y emperadores, ilustres donas, poetas y sabidores,
personajes de la Escritura, de la mitología y de la historia clásica
De los christianos a Dante
Vi, Tristán e Lanzarote,
E con él a Galeote,
Discreto e sutil mediante.
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El Dios de amor lleva «muy lucífera corona de piedras fulgentes»:
Cándida como la zona
De los signos transparentes.
Pero aún es mayor el aparato del carro de Venus:
Paresció luego siguiente
Un carro triumphal e neto,
De oro resplandeciente,
Fecho por modo discreto:
Por ordenanza e decreto
De nobles donas galantes,
Quatro caballos andantes
Lo tiravan plano e reto...
Una de las «ancillas sofraganas» de Venus, embraza un arco espantable, y deja mal ferido de amores
al poeta
El Infierno de los Enamorados, compuesto en el mismo metro que las dos visiones anteriores,
empieza con la acostumbrada decoración de selva dantesca:
Por quanto decir quál era
El selvaje peligroso
E recontar su manera,
Es acto maravilloso...
[p. 122] Allí se ve asaltado el poeta de muy fieros animales, tigres, serpientes y dragones, hasta que
topa con un jabalí o puerco salvaje de muy disforme catadura y braveza, que lanzaba «flamas
ardientes» por los ojos, y una niebla «de grand fumo e negror» por la boca:
Estando muy espantado
Del animal monstruoso,
Vi venir acelerado
Por el valle fronduroso
Un ome, que tan fermoso
Los vivientes nunca vieron,
Nin aquellos que escribieron
De Narciso, el amoroso.
............................
Era su cara luciente
Como el sol, quando en Oriente
Face su curso agradable.
Un palafrén cavalgaba
Muy ricamente guarnido;
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E la silla demostrava
Ser fecha d'oro bruñido:
Un capirote vestido
Sobre una ropa bien fecha
Traía de manga estrecha,
A guissa d'ome entendido.
Traía en su mano diestra
Un venablo de montero,
Un alano a la siniestra,
Fermoso e mucho ligero:
E bien como cavallero
Animoso e de coraje,
Aquexava su viaje,
Siguiendo el vestiglo fiero.
............................
E desque vido el venado
E los dapnos que facía,
Soltó muy apressurado
Al alano que traía,
E con muy grand osadía
Bravamente lo firió;
Assy que luego cayó
Con la muerte que sentía.
E como quien tal oficio
Lo más del tiempo seguía,
[p. 123] Sirviendo d'aquel servicio
Que a su deesa placía,
Acabó su montería,
E, falagando sus canes,
Olvidaba los afanes
E cansancio que traía.
El personaje cuya aparición se describe con tanto brío, no es otro que el héroe de Eurípides, el casto
amigo y servidor de Diana, el hijo de Teseo y entenado de Fedra, a quien el Marqués conocía
seguramente por las tragedias de Séneca:
«Hipólito fuy llamado,
E morí, segunt murieron
Otros, non por su pecado,
Que por donas padescieron;
Mas los dioses que sopieron
Cómo non fuese culpable,
Me dan siglo delectable
Como a los que dinos fueron.
E Dïana me depara
En todo tiempo venados,
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E fuentes con agua clara
En los valles apartados,
E archos amaestrados,
Con que fago cierto tyros,
E centauros et satyros
Que m'enseñen los collados.
Todos los que han padecido muerte por castidad, moran en aquel valle,
Los cuales todos vinieron
En este logar que vedes,
E con sus canes e redes
Facen lo que allá ficieron.
El Marqués responde a Hipólito que él es de la partida donde nasció Trajano, y que Venus, desde su
edad juvenil, le sometió a la servidumbre de una señora,
A quien creo, que non siente
Mi cuydado e perdición.
Hipólito, para desengañarle, le hace visitar el infierno del amor:
[p. 124] «¡Ay (dixo) qué bien sería
Que siguiésedes mi vía,
Por ver en qué trabajades
E la gloria que esperades
En vuestra postrimería!»
............................
Comenzamos de consuno
El camino peligroso
Por un valle como bruno,
Espesso, ancho e fragoso;
E sin punto de reposo
Aquel día nan cessamos,
Fasta tanto que llegamos
En un castillo espantoso.
El qual un fuego cercava
En torno, como fossado;
E, por bien que remirava
De qué guissa era labrado,
El fumo desordenado
Del todo me resistía;
Assy que non discernía
Punto de lo fabricado.
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El penetrar en tal edificio, atemoriza un poco a Santillana, pero el fermoso infante le asegura que
aquella flama no es quemante, ni ardor que empesca a persona viva; y que por tanto puede penetrar
sin recelo en el encantado castillo, sirviéndole él de guía:
Entramos por la barrera
Del alcázar bien murado,
Fasta la puerta primera,
A do yo vi entretallado
Un título bien obrado
De letras, que concluía:
«El que por Venus se guía,
Entre a penar su peccado.»
Entre los enamorados que en aquel infierno penan, están, por supuesto, todos los de las Heroídas y
las Metamorfosis de Ovidio: Filis y Demofón, Canace y Macareo, Dido y Eneas, Hero y Leandro, y
no falta tampoco Francesca de Rímini:
E la donara de Ravena,
De quien fabla el florentino.
[p. 125] El marqués hace más que acordarse del episodio de Francesca: le traduce en parte,
aplicándosele a Macías y a la dama por quien sucumbió el trovador gallego. La imitación está a mil
leguas del original, pero en algunos rasgos no me parece tan desdichada como da a entender
Puymaigre:
E por ver de qué trataban,
Muy paso me fuí llegando
A dos que vi razonando,
Que en nuestra lengua fablaban.
Los quales, desque me vieron
E sintieron mis pisadas,
Una a otra se volvieron
Bien como maravilladas.
«¡Oh ánimas affanadas
(Yo les dixe), que en España
Nacistes, si non m'engaña
La fabla, e fuestes criadas!
Decidme: ¿de qué materia
Tractades, después del lloro,
En este limbo e miseria
Do Amor hizo su thesoro?...
Ansy mesmo vos imploro
Que yo sepa do nacistes,
E cómo e por qué venistes
En el miserable choro.»
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E bien como la serena
Cuando plañe a la marina,
Comenzó su cantilena
La una ánima mezquina,
Diciendo: «Persona dina,
Que por el fuego passaste,
Escucha, pues preguntaste,
Si piedat algo te inclina.
La mayor cuyta que aver
Puede ningún amador,
Es membrarse del placer
En el tiempo del dolor;
E ya sea que el ardor
Del fuego nos atormenta,
Mayor dolor nos aumenta
Esta tristeza e langor.
Ca sabe que nos tractamos
De los bienes que perdimos
[p. 126] E del gozo que passamos
Mientra en el mundo vivimos,
Fasta tanto que venimos
A arder en aquesta flama,
Do non se curan de fama
Nin de las glorias que ovimos.
E si por ventura quieres
Saber por qué soy penado,
Pláceme, porque si fueres
Al tu siglo transportado,
Digas que fuy condepnado
Por seguir d'Amor sus vías:
E finalmenteMacías
En España fuy llamado.»
............................
El Marqués de Santillana no aplicó sólo a asuntos de amores este cuadro, harto cómodo, de visión
alegórica. Le empleó también para llorar la defunssion de D. Enrique de Villena:
Me vi todo solo al pie de un collado
Selvático, expesso, lexano a poblado,
Agreste, desierto e tan espantable...
..........................................
Vi fieras difformes e animalias brutas
Salir de unas cuevas, cavernas e grutas,
Faciendo señales de gran tribulanza.
..........................................
Asy conseguimos aquella carrera
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Fasta que llegamos en somo del monte,
Non menos cansados que Dante a Acheronte,
Allí do se passa la triste ribera.
E como yo fuesse en la delantera,
Asy como en fiesta de la Candelaria,
D 'antorchas e cirios vi tal luminaria,
Que la selva toda mostraba qual era.
Fendiendo la lumbre, yo fuí discerniendo
Unas ricas andas e lecho guarnido,
de filo d'Arabia labrado e texido,
E nueve doncellas en torno plañendo.
Los cabellos sueltos, las faces rompiendo,
Asy como fijas de padre muy caro,
Diciendo: «¡Cuytadas!... Ya nuestro reparo
Del todo a pedazos va desfallesciendo.»
Ya se entiende que estas nueve doncellas eran las nueve [p. 127] musas. Por lo demás, este poemita
(que ni siquiera parece completo) vale muy poco; no contiene más que elogios vagos y una retahila
de nombres de sabios y poetas, con los cuales muy inoportunamente se compara a D. Enrique, sin
nada que de un modo peculiar se refiera a su persona. ¡Cuánto más viva idea dan de él las dos
estancias que le consagró Juan de Mena!
Persiste el género dantesco en la linda Coronación de Mosén Jordi, en el Planto de la Reyna Doña
Margarida, en el poemita a la canonización de San Vicente Ferrer y del Maestro Pedro de Villacreces
(en que hay algunas reminiscencias del Paraíso) y en la Visión de las tres virtudes Firmeza, Lealtad y
Castidad, que es evidente remedo de la canción que principia
Tre donne in torno al cor mi son venute...
Pero la obra más importante del Marqués de Santillana en este género, así por su extensión material,
que alcanza a ciento veinte estancias de arte mayor, como por las bellezas que indudablemente
contiene, es la Comedieta de Ponza. El título descaminó a antiguos eruditos, haciéndoles creer que tal
obra debía de tener algo de dramática. No repararon que el Marqués, hasta en el título quiso imitar a
Dante, y que la razón verdadera de la imposición de tal nombre, es aquella curiosa e infantil
clasificación de los géneros literarios que en el prohemio o carta a la Condesa de Módica y de
Cabrera, doña Violante de Prades, claramente se especifica: «E intituléla deste nombre, por quanto
los poetas fallaron tres maneras de nombre a aquellas cosas de que fablaron, es a saber: tragedia,
sátyra, comedia. Tragedia es aquella que contiene en sí caydas de grandes reyes e príncipes, asy como
de Hércoles, Príamo e Agamenón e otros atales, cuyos nascimientos e vidas alegremente se
comenzaron, e grand tiempo se continuaron, e después tristemente cayeron. E del fablar destos usó
Séneca el mancebo, sobrino del otro Séneca, en las sus «Tragedias», e Johán Boccaccio en el libro
De casibus virorum illustrium. Sátyra es aquella manera de tablar que tovo un poeta que se llamó
Sátyro, el qual reprehendió muy mucho los vicios e loó las virtudes; e desta manera, después dél, usó
Oracio, e aun por esto dixo Dante:
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[p. 128] L'altro e Oracio sátiro, che vene.
Comedia es dicha aquella cuyos comienzos son trabajosos, e después el medio e fin de sus días
alegre, gozoso e bienaventurado; e desta usó Terencio Peno, e Dante en el su libro, donde primero
dice haber visto los dolores e penas infernales, e después el Purgatorio, e después alegre e
bienaventuradamente el Paraíso.»
Algo hay, sin embargo, que remotamente se enlaza con el arte dramático en esta composición, puesto
que mucha parte de ella se compone de largos razonamientos puestos en boca de diversas personas, a
quienes sucesivamente va introduciendo el autor en la escena ideal de una visión alegórica. Dió
asunto a este memorable poema la sangrienta jornada naval ganada por los genoveses en aguas de la
isla de Ponza, cerca de Gaeta, en 1425, sobre la armada del rey Alfonso V de Aragón, que allí cayó
prisionero juntamente con sus hermanos el rey de Navarra D. Juan y el infante D. Enrique. El poeta,
después de algunas estancias de invocación, y una muy pomposa sobre las vicisitudes de la Fortuna,
finge que vió en sueños
Quatro donas,
Cuyo aspecto e fabla muy bien denotava
Ser quasi deesas o magnas personas.
Vestían de negro, y fácilmente declaraban su alcurnia por el blasón de sus armas, entalladas en
«sendas tarjas de rica valía», sobre las cuales apoyaban las manos. Eran, pues, la Reina Doña María
de Aragón, la de Navarra Doña Blanca, la infanta Doña Catalina, mujer de D. Enrique, y la reina
viuda de Aragón Doña Leonor, madre de los tres infantes. Cerca de ellas estaba un varón de aspecto
venerable:
En hábito honesto, más bien arreado,
E non se ignoraba la su perffectión,
Ca de verde lauro era coronado.
No poco sorprenderá al lector moderno saber que tal varón era Juan Boccaccio, que, según la vulgar
idea que de su literatura se tiene, parece el consolador menos apropiado para damas de tan alta guisa
y severa honestidad, y en circunstancias tan aflictivas. Pero en el siglo XV Boccaccio era mucho
mejor conocido [p. 129] que ahora, y no se le leía solamente en el Decamerone, sino en todas sus
obras, así vulgares como latinas, que le acreditaban no solamente de poeta, sino de humanista y
escritor enciclopédico. Una había entre ellas, la de casibus virorum illustrium, que corría traducida al
castellano con el título de Caída de Príncipes, y a la cual debió su autor el figurar en la Comedieta de
Ponza con el singular carácter que en ella se le asigna:
¿Eres tú, Boccaccio, aquel que tractó
De tantas materias, ca yo non entiendo
Que otro poeta a ti se igualó?
¿Eres tú, Boccaccio, el que copiló
Los casos perversos del siglo mundano?
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Las lamentaciones de las cuatro señoras, los consuelos de Boccaccio, que, para mayor propiedad,
habla en italiano (muy estropeado por los copistas), la relación de la batalla y del sueño fatídico que
antes de ella tuvo la Reina doña Leonor, el panegírico del Rey de Aragón y de sus hermanos, la
aparición de la Fortuna, que viene a consolar a las Reinas, anunciándoles que no solamente saldrán de
cautiverio sus maridos, sino que dominarán ellos y sus sucesores grandes imperios y extendidas
regiones, llenan el cuadro de este poema, un tanto abigarrado y henchido de alusiones pedantescas y
retahílas de nombres clásicos, pero en el cual abundan trozos notabilísimos; ya por el brío de la
sentencia, como en las palabras puestas en boca de la Fortuna; ya por el fuego y animación del relato,
como en la descripción de la batalla, que compite con lo mejor de Juan de Mena en este orden de
poesía épico-histórica; ya por bellezas genuinamente líricas, como en las tres estancias que contienen
una bella, sentida y armoniosa paráfrasis del Beatus ille de Horacio, y son sin disputa el más antiguo
trozo de poesía horaciana en nuestra lengua, digno por todas razones del honor que le concedió
Herrera, citándole en sus comentarios a Garcilaso. Salvo esta reminiscencia directamente clásica,
aunque más en el espíritu que en la forma, lo que predomina en la Comedieta, como en casi todos los
poemas largos del Marqués de Santillana, es la imitación de Dante. La descripción de la Fortuna, por
ejemplo, está visiblemente inspirada en el canto VII del Infierno. A Boccaccio, no [p. 130] sólo se le
introduce en el poema, sino que las Reinas le hablan de su Fiameta, y aun puede creerse que aluden a
sus cien novelas:
«E como Fiameta con la triste nueva
Que del pelegrino le fué reportada,
Segunt la tu mano registra e aprueba...
..................................
Asy fatigada, turbada e cuydosa,
Temiendo los fados e su poderío,
A una arboleda de frondes sombrosa,
La cual circundaba un fermoso río,
Me fuy por deporte, con grand atavío
De muchas señoras e dueñas notables..,
..................................
Fablaban novellas e placientes cuentos
E non olvidaban las antiguas gestas...»
Mucho más dramático en el estilo que la Comedieta de Ponza, es el Diálogo de Bías contra Fortuna,
por más que no haya en él verdadera acción, nudo ni desenlace, sino meramente una controversia
doctrinal entre un personaje histórico y otro alegórico, el filósofo Bías y la Fortuna, defendiendo
victoriosamente el primero aquel lugar común de la filosofía estoica: que la constancia del sabio es
superior a todas las mudanzas de las cosas humanas, y que no hay entre ellas ninguna que pueda
invadir el inviolable recinto de su conciencia, ni turbar la tranquilidad de su alma, ni menoscabar un
punto su libertad. Este poema filosófico, que consta de 180 coplas de arte menor, es sin disputa la
obra maestra del Marqués de Santillana en el género de la poesía elevada. Los pocos defectos que
tiene (derivados casi todos del falso concepto de la erudición que predominaba en el siglo XV)
desaparecen ante la luz de sus innumerables bellezas. Es imposible exponer con más gracia una
doctrina más severa. Y esta gracia de expresión, dote característica del señor de Hita, no empece aquí
el nervio de la sentencia, antes bien se combina armoniosamente con él, templando la gravedad
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estoica con la amenidad y viveza de las descripciones y el giro suelto y flexible del diálogo, en donde
no sin fundamento reconoce Amador de los Ríos algo que anuncia «el pintoresco decir de nuestros
grandes dramáticos». «Hay que confesar (añade Puymaigre) que los versos de este poema son
muchas veces armoniosos, algunas realmente bellos, y que en [p. 131] muchos trozos el diálogo,
cortado feliz y hábilmente, tiene aquella energía que Corneille imitó de los dramaturgos españoles. Es
la obra de un verdadero poeta, dominado por el entusiasmo de la antigüedad pagana.» En
confirmación de estos juicios, no hay sino recordar la serena y luminosa descripción de los Campos
Elíseos, que puede admirarse aun después de conocida la de Virgilio, o el rápido movimiento
interrogativo con que Bías encarece la instabilidad de las cosas humanas. Los que rutinariamente
afirman que en el siglo XV no se hicieron más versos dignos de ser leídos que los de las Coplas de
Jorge Manrique, nada perderían con dar una ojeada a este poema y otros más, tan semejantes a aquél
en su fondo y en su forma, y entonces quizá saldrían de su error, y no disimularían ya su incuria con
el manto de un buen gusto, ligero y desdeñoso.
Aunque el Bías contra Fortuna y la confesión de D. Alvaro, conocida con el título de Doctrinal de
Privados (sobre cuyo carácter y mérito ya se ha indicado algo), sean, a mi juicio, las obras capitales
del Marqués de Santillana, todavía es cierto que, por haber estado olvidadas, ya que no desconocidas,
hasta estos últimos tiempos, no han logrado tan general notoriedad como los Proverbios de gloriosa
dotrina e fructuosa enseñanza, que compuso para la educación del Príncipe D. Enrique. Su propósito
y sus fuentes están declarados por el mismo Marqués en el prólogo: «Su dotrina e castigos sea asy
como fablando padre con fijo. E de haberlo asy fecho Salomón, manifiesto parece en el su libro de
los Proverbios; la entención del qual me plogo seguir, e quise que assy fuesse, por quanto si los
consejos e amonestamientos se deven comunicar a los próximos, más e más a los fijos; e asy mesmo
por quel fijo antes deve rescebir el consejo del padre, que de ningund otro... E por quanto esta
pequeñuela obra me cuydo contenga en sí algunos provechosos metros, acompañados de buenos
enxemplos, de los quales yo non dubdo que la Vuestra Excellencia e alto engenio non caresca; pero
dubdando que por ventura algunos dellos vos fuessen ygnotos, como sean escrittos en muchos
diversos libros, e la terneza de la vuestra edad non aya dado tanto lugar al estudio d'aquellos, penssé
de facer algunas breves glosas e comentos, señalándovos los dichos libros e aun capítulos...»
[p. 132] «Por ventura, ilustre e bienaventurado Príncipe, algunos podrían ser ante la Vuestra
Excellencia, a la presentación de estos dichos versos, que pudiessen decir o dixeren que solamente
basta al príncipe o al cavallero entender en governar o regir, bien sus tierras, e guando al caso verná
defenderlas, o por gloria suya conquerir o ganar otras, e ser las tales cosas superfluas e vanas. A los
quales Salomón ha respondido en el libro antedicho de los Proverbios, donde dice: «La sciencia e la
doctrina los locos la menosprecian.» Pero a más abondamiento digo que ¿cómo puede regir a otro
aquel que a sí mesmo non rige? ¿Nin cómo se regirá nin se governará aquel que non sabe nin ha visto
las gobernaciones e regimientos de los mal regidos e gobernados? Ca para cualquier prática mucho es
necessaria la theórica, y para la theórica la prática... Ca ciertamente, bienaventurado Príncipe, asy
como yo escrevía este otro día a un amigo mío: la sciencia non embota el fierro de la lanza, nin face
floxa el espada en la mano del cavallero...
Bienaventurado Príncipe, podría ser que algunos, los quales por aventura se fallan más puestos a las
reprehensiones... dixessen yo aver tomado todo, o la mayor parte destos «Proverbios», asy como de
Platón, de Aristótiles, de Sócrates, de Virgilio, de Ovidio, de Terencio e de otros philósophos e
poetas. Lo qual yo non contradiría, antes me place que asy se crea e sea entendido. Pero estos que
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dicho he, de otros lo tomaron, e los otros de otros, e los otros d'aquellos que por luenga vida e sotil
inquisición alcanzaron las experiencias e cabsas de las cosas.»
Claro es que en una compilación de este género no cabe más originalidad que la del estilo, ni más
mérito poético que el de la expresión, que en la mayor parte de los metros del Marqués es elegante,
rápida y sentenciosa, y hace que fácilmente se graben sus consejos en la memoria. Nuestro D. Rafael
Floranes, que trabajó con grande ahinco y fortuna en la corrección del texto de estos Proverbios, muy
estragados en las antiguas ediciones, dice no sin razón que «el Marqués ideó estas máximas con
ingenio y artificio grande, en un género de metro dulcísimo y en estilo grandemente suave, para que,
saboreada su lección, se repita a menudo». Plan no puede decirse que tenga esta obra, puesto que
cada capítulo comprende sentencias de diverso género, al modo [p. 133] de los Proverbios de
Salomón o del Libro de la Sabiduría . Y así sucesivamente se discurre de amor y temor, de prudencia
y sabiduría, de justicia, de paciencia y honesta corrección, de sobriedad, de castidad, de fortaleza, de
liberalidad y franqueza, de verdad, de continencia y codicia, de envidia, de gratitud, de amistad, de
paternal benevolencia, de senectud o vejez, y, finalmente, de la muerte. La extremada concisión de
los Proverbios y la estrechez del metro los hacían obscuros a veces, y de aquí las glosas que de ellos
se hicieron en prosa, comenzando por las del mismo Marqués, y prosiguiendo con las muy
pedantescas y prolijas de su capellán Pedro Díaz de Toledo, que también glosó en la misma forma
otros Proverbios atribuídos a Séneca, y que son de San Martín Dumiense.
Para dar a conocer íntegramente el cuerpo de las obras poéticas del Marqués de Santillana, sólo resta
mencionar los 42 sonetos fechos al itálico modo y remitidos juntamente con la Comedieta de Ponza a
la Condesa de Módica y Cabrera, doña Violante de Prades. «Esta arte (dice el Marqués en la
dedicatoria), falló primeramente en Italia Guydo Cavalgante (Cavalcanti), e después usaron della
Checo d'Asculi, e Dante, e mucho más que todos Francisco Petrarca, poeta laureado.» Entre estos
sonetos los hay de toda especie, amorosos, morales, políticos, religiosos. Abundan las imitaciones
directas del Canzoniere del Petrarca; así los sonetos que principian:
Quando yo veo la gentil criatura...
Sitio de amor con grand artellería...
¡Oh dulce esguarde, vida e honor mía...!
Doradas ondas del famoso río...
El ensayo, para haber sido el primero, no puede calificarse de enteramente infeliz. En los
endecasílabos predomina con cierta monotonía la acentuación sáfica: las cesuras suelen no coincidir
con las pausas de sentido, y obligan a hacer un alto desagradable, para que el verso conste: abundan
además las terminaciones agudas, como luego habían de abundar en Boscán; las rimas aparecen unas
veces cruzadas, como en los más antiguos sonetos italianos, pero otras se combinan al modo actual, si
bien entonces varía la rima central del segundo cuarteto. Pondremos un [p. 134] ejemplo de cada uno
de estos dos tipos, advirtiendo que el primero abunda mucho más que el segundo:
¡Oh dulce esguarde, vida e honor mía,
Segunda Elena, templo de beldat,
So cuya mano, mando e señoría
Es el arbitrio mío e voluntat!
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Yo soy tu prisionero, e sin porfía
Fuiste señora de mi libertat,
E non te pienses fuya tu valía,
Nin me desplega tal captividat.
......................................
Non es el rayo de Phebo luciente,
nin los filos d'Arabia más fermosos,
Que los vuestros cabellos luminosos,
Nin gema de estupaza tan fulgente.
Eran ligados d'un verdor placiente
E flores de jazmín que los ornava:
E su perfetta belleza mostraba
Qual viva flama o estrella d'Oriente.
Tal ensayo no tuvo resultado por entonces: durante más de medio siglo, el oído, apegado cada vez
más a la cadencia de los versos de arte mayor, rechazó la del endecasílabo, y los sonetos del Marqués
de Santillana permanecieron solitarios en la literatura española hasta la edad gloriosa del Emperador.
Pero aunque Boscán omitiese el citarlos, por ignorancia o por cautela, no hay duda que el mérito de
su introducción en el Parnaso de la Península no le corresponde a él, sino al Marqués de Santillana.
Ni se han de despreciar por imperfectos y por desapacibles a nuestros oídos, pues ninguna forma de
arte nace adulta, y harta gloria es el haber sentido la necesidad de ensanchar los límites del mundo
poético y el haberse arrojado a ello aunque fuese a tientas. En verdad que el Marqués de Santillana no
es ningún Dante ni ningún Petrarca, sino un reflejo algo pálido de ellos; pero tal imitación y
disciplina era en su tiempo estrictamente necesaria para que la musa castellana comenzase a soltar los
andadores. Sus obras, si bien se las considera, están llenas de gérmenes de vida, así en la métrica, que
él ingeniosamente perfeccionó en los géneros menores e intentó renovar en los más altos, como en el
espíritu mismo que en ellas domina, en esa [p. 135] manera de estoicismo cristiano que por dos siglos
había de continuar su carrera, hasta lograr forma definitiva en los tercetos de la Epístola Moral y en
lo prosa de D. Francisco de Quevedo. [1] [p. 136] [p. 137]
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 80]. [1] . Probablemente Nuño de Guzmán, gran bibliófilo, que estaba en relaciones con los
humanistas de Florencia.
[p. 97]. [1] . El protocolo de estas treguas fué publicado e ilustrado por Amador de los Ríos en el
tomo X de las Memorias de la Academia de la Historia.
[p. 105]. [1] . Publicóle por primera vez el erudito, modesto y juicioso escritor don Antonio Paz y
Melia, en el tomo de Opúsculos literarios de los siglos XV y XVI, que formó para la Sociedad de
Bibliófilos Españoles. Además del Códice de la Biblioteca Nacional (antes de la de Osuna), que
sirvió para esta edición, existe una buena copia del siglo XVI en mi biblioteca particular.
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[p. 107]. [1] . Publicado este poema en el Cancionero general de 1511, pero sin el prólogo, que está
en uno de los Cancioneros manuscritos de Palacio.
[p. 108]. [1] . En esto no está en lo justo Gómez Manrique, arrastrado, sin duda, por el furor
apologético. Precisamente en nuestra historia literaria de los siglos XIV y XV sobran ejemplos de lo
contrario.
[p. 109]. [1] . Esta glosa se imprimió en Granada en 1575. Con el título de Avisos sentenciosos sobre
el modo de conducirse en el trato civil de la gente, fué reimpresa en 1781 en el tomo V del Caxon de
Sastre de Nipho. Hay alguna otra edición del siglo pasado.
[p. 120].[1] . Corceles.
[p. 135]. [1] . Siendo el Marqués de Santillana el autor del siglo XV de quien nos queda un cuerpo de
poesías más numerosas y variadas, parece oportuno hacer aquí el inventario de los principales metros
y combinaciones que usa:
Estancias de arte mayor.— En la Comedieta de Ponza, en la Defunsión de D. Enrique de Villena, en
las preguntas a Juan de Mena, en las coplas respondiendo a Gómez Manrique, en el Favor de
Hércules contra Fortuna, en la Pregunta de Nobles.
Endecasílabos.— En los sonetos.
Octavillas de versos octosílabos en esta disposición: a—b—b—a—a—c— c—a: por ejemplo:
Al tiempo que va trenzando
Apollo sus crines d'oro
E recoge su thesoro
Facia el horizonte andando,
E Diana va mostrando
Su cara resplandeciente,
Me fallé cabe una fuente
Do vi tres dueñas llorando...
Es el metro usado en el Doctrinal de Privados, en el Decir contra los Aragoneses, en la
Canonización de San Vicente Ferrer y Fray Pedro de Villacreces, en la de Mossén Jordi, en El
Sueño, en la Querella de Amor (salvo las canciones de Macías, cuyos principios se intercalan), en la
Visión y en varios decires amorosos.
También se encuentran las rimas cruzadas en esta disposición: a—b—a—b—c—a—c—a: por
ejemplo:
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¡Oh, maldita sea la fada
Cuytada, que me fadó!...
¡Oh madre desventurada
La que tal fija parió!
Amazona, reina triste,
Del dios d'Amor maltratada,
En fuerte punto nasciste,
O en algún ora menguada.
En esta combinación están escritos El Planto de la Reina Pantasilea, El Triumphete de Amor, las
Coplas al Rey D. Alonso de Portugal, y algún decir.
En el Infierno de los Enamorados, la disposición de los consonantes es ésta: a—b—a—b—b—c—c—
b : v. gr.
La Fortuna, que non cessa
Siguiendo el curso fadado,
Por una montanna espessa,
Separada de poblado,
Me levó como robado
Fuera de mi poderío,
Asy que el libre albedrío
Me fué del todo privado
Coplas de ocho versos octosílabos con pie quebrado en el sexto. La distribución de los consonantes es
esta: a—b—b—a—c—d—d—c. Es el metro de Bías contra Fortuna: v. gr.:
E los cíclopes dexados
En los sus ardientes fornos,
Saliré por los adornos
Verdes e fértiles prados,
Do son los campos rosados
Eliseos,
Do todos buenos desseos
Dicen que son acabados...
Coplas de ocho versos con cuatro pies quebrados en esta forma: a—b—a— b—b—c—c—b. Es el
metro de los Proverbios: v. gr.:
Refuye los novelleros
Decidores,
Como a lobos dapnadores
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Los corderos;
Ca sus lindes e senderos
Non atrahen
Si non lazos, en que caen
Los grosseros.
Coplas de siete octosílabos, con esta disposición de rimas: a—b—b— a—c—c—a; v . gr.:
Vi la cámara do era
En mi lecho reposando,
Bien tan clara, como quando
Notturnal fiesta s' espera;
E vi la gentil deessa
D 'Amor, pobre de liessa,
E cantar como endechera...
Décimas sobre la quartana del señor Rey D. Juan II, compuestas por el Marqués y por Juan de
Mena; v. gr.:
Porque la que nunca venga
Al señor rey se le vaya,
Concertemos una arenga
Tal que de menos nan tenga
Nin de más nada non aya.
Pues tenes el atalaya
Vos, señor, en todo más,
Dat el nudo por compás,
Que yo non me tome atrás
A guissa del andarraya...
En las canciones y decires hay gran variedad y riqueza de combinaciones; v. gr., coplas de nueve
octosílabos:
Diversas veces mirando
El vuestro gesto agravado,
Me soy tanto enamorado,
Que siempre vivo penando;
Mas quien non vos amará
Contemplando tal belleza,
O todo ciego será,
O en él non habitará
Discrepción ni gentileza...
Las canciones tienen tema, unas veces de cuatro, otras de tres versos. Las serranillas 1.ª, 2.ª, 4.ª, 5.ª,
7.ª, 8.ª, 10.ª están en octosílabos; la 3.ª 6.ª y 9.ª (que son las más lindas) en versos de seis sílabas. La 7.
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ª y 8.ª, que son muy breves, carecen de tema inicial. Sólo La Vaquera de la Finojosa tiene verdadero
estribillo.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 139] CAPÍTULO XII.—JUAN DE MENA (1411-1456).—NOTICIAS BIOGRÁFICAS.—SU
«ILÍADA EN ROMANCE».—SUS POESÍAS GALANTES.—SUS VERSOS SATÍRICOS.—
LA «CORONACIÓN».—EL «LABYRINTHO»: ASUNTO Y CARÁCTER DE ESTE POEMA;
IMITACIONES CLÁSICAS; ESPÍRITU NACIONAL DE LA COMPOSICIÓN.—EDITORES Y
COMENTARISTAS DE «LAS TRESCIENTAS».
D. Enrique de Villena, Fernán Pérez de Guzmán, y el Marqués de Santillana, nos muestran, aunque
en grados y condiciones diversas, el tipo del prócer literato del siglo XV: Juan de Mena, por el
contrario, fué puro hombre de letras, y en tal concepto el más antiguo que nuestra historia literaria
presenta. No iban tan descaminados los que le llamaron el Ennio español, dando a significar con esto
el carácter de estudio e imitación reflexiva que tiene su arte, transplantación, en parte feliz, en parte
ruda, de flores latinas e italianas, sin que pierda por eso su nervio patriótico, como no le perdió, a
pesar de sus esfuerzos para ser helénica en la forma, la poesía histórica y trágica del favorito de los
Scipiones. Bien podemos repetir de Juan de Mena lo que de Ennio escribió Quintiliano:
«Venerémosle como a la vieja encina de un bosque sagrado, que infunde majestad y reverencia,
aunque no atraiga los ojos con su hermosura.» (Ennium, sicut sacros vetustate lucos adoremus, in
quibus grandia et antiqua robora jam non tantam habent speciem quantam religionem). No fué
caprichoso favor de la suerte el que en pleno siglo XVI salvo a Juan de Mena [p. 140] del común
naufragio de la literatura poética anterior al Renacimiento, y le convirtió en un clásico, e hizo que
como tal fuese comentado por los más grandes y severos humanistas, desde el Comendador Hernán
Núñez hasta el Brocense. Fué el sentimiento de que en aquellos versos ásperos y desiguales, pero
tocados de vez en cuando por la llama sagrada, había encontrado su expresión más noble el genio
heroico de la patria castellana en días tan poco propicios a la epopeya como los del muy prepotente
D. Juan el Segundo. Su vena épica salvó en parte a Juan de Mena del contagio de una poesía frívola y
degenerada, como su inspiración elegíaca había de salvar después a Jorge Manrique.
Con ser tan persistente la fama de Juan de Mena, e innumerables las ediciones de sus obras, es
poquísimo lo que sabemos de su persona. Su vida retirada, la modestia de su origen, la ninguna parte
que tomó en las agitaciones políticas de su tiempo, como no fuese a título de espectador indignado y
de recto y justiciero censor, su continua consagración al estudio y a la producción literaria, en que no
fué muy fecundo, pero sí muy encarnizado trabajador, explican esta penuria de datos, aun sin contar
con la desidia de los antiguos biógrafos, reducidos para el caso a dos: el Comendador Griego, en la
Vida de Juan de Mena que escribió al frente de las Trescientas en la edición de Sevilla de 1499 y
desapareció en todas las sucesivas que se hicieron de su Glosa; y un discípulo de Hernán Núñez,
Valerio Francisco Romero, en unas estancias de arte mayor que con el título de Epicedio compuso a
la muerte del mismo Comendador, y andan impresas al fin de sus Refranes (Salamanca, 1555). La
Vita Beata de Juan de Lucena, uno de cuyos interlocutores es Juan de Mena, contiene algunas
indicaciones acerca de su persona; pero es fuente a que debe acudirse con cautela, desde que se
demostró que no es más que una versión libre del tratado De vitae felicitate de Bartolomé Fazzio,
sustituyendo Lucena personajes españoles a los italianos del diálogo, por el mismo cómodo
procedimiento que usó luego el capitán Diego de Salazar para apropiarse los diálogos de Maquiavelo
sobre el Arte de la Guerra.
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Con esto y con las pocas referencias que hay en las Crónicas, y descartando, por supuesto, todas las
anécdotas del apócrifo Centón Epistolario, no es hacedero trazar ni aun una mediana [p. 141]
biografía del poeta del Labyrintho. Nació en Córdoba en 1411, y no oculta ni desmiente su patria en
los grandes elogios que hace de ella, [1] no menos que en su especial predilección por Lucano, y en la
audaz tentativa de usar un lenguaje poético, en que visiblemente precede y anuncia a Góngora.
De su familia y de sus estudios no sabemos más que lo que en pésimas coplas nos dice el Epicedio de
Valerio Francisco Romero. Vayan aquí, a título de documento, estos disformes coplones:
Fué Juan de Mena andaluz, natural
De Córdoba, casa de la poesía,
Flor de saber y caballería,
De philosophía natural y moral.
Nieto de un hombre, señor principal,
Della Regente y su pública cosa,
Rui Fernández llamado de Peñalosa,
Señor de Almenara, de estima y caudal.
Fué hijo de Pedrarias llamado,
De estado mediano, de buena nación,
Dichoso por cierto en generación,
Pues tuvo un tal hijo, y tan señalado.
De padre y de madre fué presto privado
Él y una hermana reciente nacido,
Por donde entre deudos fué sostenido:
Con qué tratamiento no me es anunciado.
De veinte y tres años ya siendo se dió
Al dulce trabajo de aquel buen saber:
En Córdoba empieza primero aprender,
De allí a Salamanca, do está, y se pasó...
Casó con la hermana de dos ciudadanos,
García de Vaca y Lope de Vaca:
Hijos no tuvo, que inútil fué y flaca
Su generación en partos humanos.
Mas tres engendró, que ser soberanos
No dudo, en los siglos que ternán memoria,
[p. 142] Que son tres poemas que hizo de gloria,
Que todos tenemos hoy entre las manos.
Fué veinte y quatro principal Senador
En el prelustre cordobés consistorio,
Do son los Regentes de ilustre abolorio,
Padres ilustres, condigno de honor.
Secretario latino e historiador
De su prepotente D. Juan el segundo;
Quarenta y cinco años vivió en este mundo
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El digno del tiempo del viejo Nestor.
Murió de rabioso dolor de costado
Y fué sepultado en Tordelaguna
..........................................
Y junto al altar mayor, por mandado
En la memorable Diócesis toledana,
Y a costa del Príncipe de Santillana,
Don Íñigo López por él tan cantado.
De estos bárbaros metros, tan desprovistos de número y cadencia, se infiere que Juan de Mena, nieto
del señor de Almenara Rui Fernández de Peñalosa, e hijo de Pedrarias, regidor o jurado de la ciudad
de Córdoba, quedó huérfano en edad muy temprana, y al parecer con poca asistencia de sus parientes
y deudos, por lo cual su juventud debió de ser áspera y trabajosa. Lo indica también el hecho de no
haber empezado hasta los veintitrés años sus estudios, primero en Salamanca, luego en Córdoba, y
finalmente en Roma, quizá a la sombra de algún Mecenas eclesiástico que le deparó la fortuna. Este
viaje a Italia fué trascendental para su educación clásica, y hubo de contribuir mucho a la estimación
con que fué recibido en la corte de Castilla y al cargo de secretario de cartas latinas que desde su
regreso obtuvo, seguramente por su crédito de humanista, puesto que su celebridad poética vino
después. Con ella llovieron sobre él otras mercedes, como la veinticuatría de Córdoba, y el cargo de
Cronista regio [1] y, sobre todo, la amistad leal y estrechísima de los [p. 143] mayores hombres de su
tiempo, especialmente del Marqués de Santillana, que le honró en vida y en muerte. Fué, además,
poeta predilecto de D. Juan el segundo y de D. Álvaro de Luna, y no puede decirse que comprara tal
protección con interesados elogios, puesto que no hubo voz más robusta ni espíritu más entero para
denunciar los males y escándalos del reino. Mientras otros como Santillana se ladeaban tornadizos y
complacientes, ya del lado de la anarquía, ya del lado del trono y de la privanza, todos los versos
políticos de Juan de Mena prueban su incorruptible lealtad: lo mismo los que compuso en 1445
celebrando el triunfo de Olmedo, que las sentencias de sabor muy popular y refranesco que el 1449
dictó con motivo de la reconciliación o «ayuntamiento quel señor Rey puso en Valladolid, estando el
Príncipe su fijo cerca de Peñafiel con algunos cavalleros de sus regnos» números 471 y 472 del
cancionero de Baena), o las coplas que dirigió a D. Álvaro de Luna en 1452, dándole el parabién por
haber convalecido de la saetada que recibió en el cerco de Palenzuela. Si son realmente de Juan de
Mena, como muchos creen, las famosas coplas de La Panadera, que Argote de Molina (grande
autoridad en materia genealógica) atribuyó al mariscal Íñigo Ortiz de Stúñiga, probarían que alguna
vez el grave autor de las Trescientas puso la sátira más personal y picante al servicio de su justa y
patriótica indignación contra los perpetuos revolvedores y enemigos de la quietud del reino.
Juan de Lucena, que aun traduciendo o imitando a Fazzio, no es de presumir que se atraviese a
atribuir condiciones enteramente fantásticas a personas que todos sus contemporáneos habían
conocido, pinta a Juan de Mena como varón sobremanera dulce en sus palabras y modales, algo
pálido y enfermizo por efecto de las vigilias estudiosas, y tan entregado en cuerpo y alma al culto de
la poesía, que por ella olvidaba todas las ocupaciones prosaicas de la vida ordinaria. «Muchas veces
me juró por su fe (son palabras que pone en boca del Marqués de Santillana) que de tanta delectación
componiendo algunas vegadas detenido goza, que, olvidados todos afferes, trascordando el yantar y
aun la cena, se piensa estar en gloria.» «Trahes magrescidas las carnes por las grandes vigilias tras el
libro (le dice en otra parte el obispo D. Alonso de Cartagena): el rostro pálido, [p. 144] gastado del
estudio, mas no roto y recosido de encuentros de lanza.»
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Sobre su muerte hay dos versiones: la del rabioso dolor de costado, admitida por Valerio Romero, y
la de una caída que dió de su mula, [1] lo cual puede ser cuento tradicional, inspirado por los satíricos
y populares versos sobre un macho que compró de un arcipreste. Pero todos convienen en que murió
y fué sepultado en Torrelaguna, aunque sobre las circunstancias del enterramiento también se nota
cierta oscuridad y contradicción. Por de contado, no queda rastro del «suntuoso sepulcro» que dicen
que le levantó el Marqués de Santillana junto al altar mayor de la iglesia de aquella villa, y no es de
presumir que fuera tan suntuoso, cuando ya en el siglo XVI se había perdido la memoria y hasta el
epitafio, o a lo menos no tenía noticia de él persona tan andariega y de tan infatigable curiosidad
como Gonzalo Fernández de Oviedo, que, al renovar en la isla Española los recuerdos de su juventud,
decía: «Yo espero en Dios de ir pronto a España, y le tengo (a Juan de Mena) ofrecida una piedra con
epitafio, de la cual obligación yo saldré, si la muerte no me excusare el camino.» En la época del
viaje de Ponz (1781), todo el recuerdo que se conservaba en la parroquia de Torrelaguna, era una
piedra en las gradas del presbiterio, con aquella sabida y pedestre inscripción:
Patria feliz, dicha buena,
Escondrijo de la muerte,
Aquí le cupo por suerte
Al poeta Juan de Mena.
Algo menos ridículo, aunque tampoco bueno ni digno del sujeto, hubiera sido el epitafio que quería
ponerle Gonzalo Fernández de Oviedo:
Dichosa Tordelaguna,
Que tienes a Johán de Mena,
Cuya fama tanto suena
Sin semejante ninguna.
[p. 145] Él dejó tanta memoria
En el verso castellano,
Que todos le dan la mano.
¡Dios le dé a él su gloria!
Aunque Juan de Mena tuviese el título oficial de cronista, no hay fundamento sólido para atribuirle
ninguna parte en la Crónica de D. Juan II. Pero no por eso dejó de cultivar en alguna manera los
estudios históricos y genealógicos, si realmente son suyos los apuntamientos que en el Códice K-161
de nuestra Biblioteca Nacional se le atribuyen con el título de Memorias de algunos linajes antiguos
e nobles de Castilla que va escribiendo Juan de Mena, coronista de S. A. el muy serenissimo e muy
esclarecido príncipe D. Juan el II, Rey de Castilla e de León, por mandado del muy ilustre señor D.
Álvaro de Luna, Condestable de Castilla, que Dios mantenga. De este manuscrito, horriblemente
mutilado por algún genealogista o rey de armas, apenas si es posible formar juicio, puesto que no le
quedan más que 20 hojas de más de 100 que hubo de tener.
Fuera de estas Memorias, generalmente no tomadas en cuenta por sus biógrafos, sólo dos muestras
nos quedan de la prosa de Juan de Mena, que es de lo más enfático y pedantesco de su tiempo: el
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comentario a su propio poema de la Coronación, y la Iliada en romance, que no es traducción, como
vulgarmente se dice, sino compendio muy breve, al cual sirvieron de base las Periochae o
argumentos de Ausonio, teniendo a la vista además el epítome del seudo-Píndaro tebano, y quizá la
versión íntegra de Pedro Cándido Decimbre. Seis códices, por lo menos, existen de esta Iliada, [1]
que además llegó a ser impresa en Valladolid por Arnao Guillén de Brocar en 1519, a solicitud del
licenciado Álvaro Rodríguez de Tudela, que la envió al ilustre y muy magnífico señor D. Hernando
Enríquez para que leyeran en ella sus hijos, los que habían de ejercitarse «en la disciplina y arte
militar». No es indiferente el hecho de haber sido Juan de Mena quien por primera vez trajese a
nuestra lengua a Homero, tan mutilado y desfigurado, es cierto, y por caminos tan indirectos y
tortuosos. Pero si el haberle traducido o abreviado a su modo, prueba, como [p. 146] tantos otros
rasgos de la vida literaria de Juan de Mena, cierta aspiración generosa a la más alta cultura y a la
posesión de la más clásica belleza, el estilo y manera en que lo realizó no puede ser más remoto de
todo gusto helénico, y a duras penas puede encontrarse en toda la pedantesca literatura del siglo XV,
aun incluidos los libros de D. Enrique de Villena, monumento de hinchazón y ampulosidad que
iguale a esta versión, y, sobre todo, a su proemio o dedicatoria a D. Juan II. Véanse algunas cláusulas,
que cualquiera diría que Cervantes tuvo presentes para su parodia en la enumeración de las manadas
de carneros que a D. Quijote le parecieron poderosos ejércitos:
«E aun esta virtuosa ocasión, Rey muy poderoso, trae a la vuestra rreal casa todavía las gentes
extranjeras con diversos presentes y dones. Vienen los vagabundos aforros, que con los nopales y
casas movedizas se cobijan, desde los fines de la arenosa Libia, dexando a sus espaldas el monte
Athlante, a vos presentar leones iracundos. Vienen los de Garamanta y los pobres areyes, concordes
en color con los etíopes, por ser vecinos de la adusta y muy caliente zona, a vos ofrecer las tigres
odoríferas. Vienen los que moran cerca del bicorne monte Urontio y acechan los quemados spiráculos
de las bocas Cirreas, polvorientas de las cenizas de Phitón, pensando saber los secretos de las trípodas
y fuellar la desolada Thebas, a vos traer esfinges quistionantes. Traen a vuestra alteza los orientales
indios los elefantes mansos, con las argollas de oro, y cargados de linaloes, los quales la cresciente de
los quatro ríos por grandes aluviones de allá do mana destirpa y somueve. Traen vos estos mesmos
los relumbrantes piropos, los nubíferos acates, los duros diamantes, los claros rrubís y otros diversos
linajes de piedras, los quales la circundanza de los solares rrayos en aquella tierra más bruñen y
clarifican. Vienen los de Siria, gente amarilla de escodreñar el tibar, que es fino oro en polvo, a vos
presentar lo que excavan y trabajan. Traen vos, muy excellente Rey, los fríos setentrionales que
beven las aguas del ancho Danubio, y aun el helado Reno, y sienten primero el boreal viento quando
se comienza de mover, los blancos armiños y las finas martas, y otras pieles de bestias diversas, las
quales la muy discreta sagacidad de la naturaleza, por guardarlas de la grant intemperanza de frigor
de [p. 147] aquellas partes, de más espeso y mejor pelo puebla y provee. Vengo yo, vuestro umill
siervo y natural, a vuestra clemencia benigna, non de Etiopía con relumbrantes piedras, non de Asiria
con oro polvo, non de África con bestias monstruosas y fieras, mas de aquella vuestra caballerosa
Córdova. E como quier que de Córdova aquellos dones nin semblantes de aquellos que los mayores y
más antiguos padres de aquella a los gloriosos príncipes vuestros antecesores y a los que agora son y
aun después serán, bastaron ofrescer y presentar: como sy dixessemos de Séneca el moral, de Lucano
su sobrino, de Abenrruys, de Avicenna y otros non pocos... Ca éstos, Rey muy magnífico,
presentavan lo que suyo era y de los sus ingenios manava y nascie, bien como fazen los gusanos, que
la seda que ofrescen a los que los crían, de las sus entrañas la sacan y atraen. Pero yo a vuestra alteza
sirvo agora por el contrario, ca presento lo que mío non es.»
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¡Y a tal hombre ha podido suponérsele autor de la prosa del primer acto de La Celestina!
Una sola cosa hay digna de alabanza en este prematuro intento de naturalizar a Homero en Castilla: el
respeto, la veneración cuasi religiosa con que habla Juan de Mena de la obra en que se atreve a poner
las manos, y cuya grandeza adivina confusamente, con aquel instinto de la gran poesía que tuvo en el
fondo de su alma, aunque por culpa de los tiempos no llegara a desarrollarse plenamente. Juan de
Mena era digno de haber entendido al que llama monarcha de la universal poesía, y de haber
contemplado la Ilíada en su pristina belleza. Por eso en su admiración se mezcla cierto género de
simpática tristeza, como de quien se encuentra a las puertas del alcázar de la suprema deidad clásica,
más bien presentida y amada que conocida, pero carece de llave para penetrar en él. «Osadía
temerosa es (dice) traducir una santa e seráphica obra como la Ilíada de Omero, de griego sacada en
latín, y de latín en nuestra materna y castellana lengua... la qual obra pudo apenas toda la gramática y
aun elocuencia latina comprehender y en sí rescebir los heroicos cantares del vaticinante poeta
Omero. ¿Pues cuánto más fará el rudo y desierto romance? Acaescerá por esta causa a la omérica
llíada como a las dulces y sabrosas frutas en la fin del verano, que a la primera agua se dañan y a la
segunda se [p. 148] pierden. Y assí esta obra recibirá dos aguaceros. El uno en la traducción latina, y
el más dañoso y mayor en la interpretación al romance, que presuroso intento de le dar. E por esta
razón, muy prepotente señor, dispuse de no interpretar de veinte y cuatro libros que son en el
volumen de la Ilíada, salvo las sumas brevemente: no como Omero palabra por palabra lo canta, ni
con aquellas poéticas invenciones y ornación de materias, ca si ansí oviesse de escrivir, muy mayor
volumen y compendio se ficiera. E más escribió Omero en las escripturas solas y varias figuras que
eran en el escudo de Achilles, que hay en todo aqueste volumen, e dejélo de fazer por no dannar ni
ofender del todo su alta obra, trayendo gela en la humilde y baxa lengua del romance, mayormente no
habiendo para esto vuestro regio mandato. Y aunque sean a vuestra alteza estas sumas, como las de
muestras a los que quisieren en finos paños acertar, ansy, Rey muy excelente, estará en la vuestra real
mano y mandamiento, vistas aquellas sumas o muestras, mandar o vedar, toda la otra plenaria o
intensa interpretación, traducir o dejar en su estilo primero.»
Un reciente descubrimiento de Vollmöller, prueba que Don Juan II se animó a procurar y mandar
hacer esta más cabal o plenaria interpretación de la llíada.
Las obras poéticas de Juan de Mena, todavía no han sido reunidas en un sólo cuerpo. A continuación
de sus tres poemas mayores, suelen intercalarse algunas poesías sueltas, pero éstas son muy pequeña
parte de las que sin esfuerzo alguno pueden encontrarse en el Cancionero de Baena, en el de Stúñiga,
en el que perteneció a Herberay des Essarts, [1] en el que fué de Gallardo, en el de Castillo, y, en
suma, en todos los Cancioneros [p. 149] impresos y manuscritos del siglo XV y primeros años del
XVI. [1] Si sólo por estos versos ligeros y fugitivos hubiéramos de juzgar al poeta, en nada
substancial podríamos diferenciarle del vulgo de los trovadores de su tiempo. En la poesía cortesana
y en el discreteo de amores, tiene a veces gracia y gentileza, pero nunca tanta como el Marqués de
Santillana, que en esta línea aventajó a todos sus contemporáneos. [2] Véase alguna muestra de lo
que [p. 150] su amigo el poeta cordobés llegó a hacer en este género, tan poco apropiado a su índole:
Como es el norte firmeza
Sobre todas las estrellas,
Assí vuestra gentileza
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Nos es norte de belleza
Sobre quantas nascen bellas.
Solamente con cantar
Diz que enganna la serena,
Mas yo no puedo pensar
Qual manera d'engañar
A vos no vos venga buena.
............................
Si antes oviérades sydo,
Fiziera razón humana,
Segund el gesto garrido,
Vos ser madre de Cupido
Y gozar de la manzana.
Mas si Páris conosciera
Que tan fermosa señora
Por nascer aun estoviera,
Para vos, si lo sopiera,
La guardara fasta agora.
Quanto más bella se pasa
De las estrellas la luna,
Tanto vuestra linda cara
Se nos muestra perla clara
Sobre las fermosas una.
Qual el fénix fizo Dios
En el mundo, sola un ave,
Así quiso qu'entre nos
Sola tal fuésedes vos
De fermosura la llave.
............................
Mas teneys otros errores,
O yo soy del todo loco;
Que de remediar amores,
Segunt muestran mis dolores,
Vos sabeys, señora, poco.
..........................
Ya, por Dios, este pensar
No vos trayga assí engañada,
Mas quered considerar
[p. 151] Qué deleite es dessear,
Quanto más ser desseada.
............................
Yo vos suplico y vos ruego
Me libredes desta pena,
Ca si muero en este fuego,
No quizá fallaréys luego
Cada día un Johán de Mena.
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(Núm. 62 del Cancionero general.)
A deshora aparece en estas composiciones alguna sentencia clásica que da testimonio de los estudios
favoritos del poeta, no menos que del carácter ficticio de sus lamentaciones, donde todo es
amanerado y falso, el sentimiento y la expresión:
Dad ya fin a mis gemidos,
Pues salud a los vencidos
Es non esperar salud. [1]
La gracia del metro es lo único que puede hacer tolerables algunas de estas insulsas galanterías
rimadas:
Muy más clara que la luna,
Solo una
En el mundo vos nacistes,
Tan gentil, que non ovistes
Nin tovistes
Competidora ninguna.
Desde niñez en la cuna
Cobraste fama, beldad,
Con tanta graciosidad
Que vos dotó la fortuna.
Que assí vos organizó
Y formó
La composición humana,
Que vos soys la más lozana
Soberana
Que la natura crió.
¿Quién sin vos no meresció
De virtudes ser monarcha?
Quanto bien dixo Petrarcha,
Por vos lo prophetizó.
(Núm. 57 del Cancionero general .)
[p. 152] La hipérbole amorosa frisa a veces, como en D. Álvaro de Luna, con la irreverencia y aun
con el sacrilegio. Las coplas que siguen, poco tienen que envidiar a las famosas de Antón de Montoro
en loor de la Reina Católica:
Mas dubdo si el Soberano
Se pusiesse con su mano,
Con quanto poder alcanza,
En este siglo mundano
Fazer vuestra semejanza.
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...........................
Yo me callo quien dezía,
Aun jurándolo por Dios,
Que nascer ya non podría,
Después de Virgen María,
Ninguna tal como vos.
En el coro angelical
Donde vive Sant Miguel,
Noten por muy especial
Aqueste reino real,
Porque nascistes en él.
............................
Y los ángeles del cielo,
A quien Dios mismo formó,
Truecan lo blanco por duelo,
Porque no son en el suelo
A miraros como yo.
Vivo poco temeroso,
Pues que hablo la verdad:
Digo que Dios glorïoso
Se falla muy poderoso
En hazer vuestra beldad.
Y las hermosas passadas
Que fueron ya desta vida,
Son contentas y pagadas
Por que fueron enterradas
Primero que vos nascida;
Y, las que viven agora,
A quien vos hacéys la guerra,
Si su beldad no mejora,
A vos tengan por señora,
E se pongan so la tierra.
E los defuntos passados,
Por mucho santos que fuessen,
En la gloria son penados,
[p. 153] Descontentos, no pagados,
Por morir sin que vos viessen:
Y allá donde son agora,
lista es su mayor pena,
Creedme, gentil sehora,
Por no ver sola una hora
Vuestra gracia y beldad buena.
(Núm. 60 del Cancionero general.)
Puymaigre, a quien tanto debe el estudio de la corte poética de D. Juan II, ha notado en esta extraña
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composición reminiscencias dantescas. En efecto, basta pasar los ojos por aquella hermosa canción,
primera de las incluídas y comentadas en la Vita Nuova, que empieza
Donne ch'avete intelletto d'amore...
y tropezaremos con estos versos, cuyo parentesco con los de nuestro poeta es indudable:
Angelo clama in divino íntelletto,
E dice: Sire, n'el mondo si vede
Meraviglia nell'atto, che procede
Da un'anima, che fin quassú risplende.
Lo cielo, che non have altro difetto
Che d'aver lei, al suo signor la chiede,
E ciascun santo ne grida mercede...
.....................................
Madonna è disiata in l'alto cielo....
......................................
Dice di lei Amor: Cosa mortale
Com'esser può si adorna e si pura?
Poi la riguarda, e fra sè stesso giura
Che Dio ne intende di far cosa nova.
Otros ejemplos podrían citarse, evidenciando que, no sólo el Dante épico, sino también el Dante
lírico, dominaban entonces en la poesía castellana, aunque desgraciadamente no se tomase de él lo
más profundo y substancial de su arte.
Cultivó Juan de Mena, aun en la poesía erótica, todos los géneros que en la corte andaban en boga,
sin desdeñar el infantil ejercicio de las preguntas y respuestas en que alternó con el [p. 154] Marqués
de Santillana, proponiéndole a la verdad cuestiones no difíciles, como el enigma de Edipo:
Mostradme quál es aquel animal
Que luego se mueve en los cuatro pies,
Después se sostiene en solos los tres,
Después en los dos va muy más igual....
(Núm. 686 del Cancionero general.)
Y, ciertamente, que para descifrar tan candoroso acertijo, no era preciso ser tan perfecto amador del
dulce saber y caudillo y luz de discretos, como lo era ciertamente el Marqués de Santillana, honrado
por Juan de Mena con tales epítetos.
Hizo además sátiras políticas y versos de donaire. La paternidad de las coplas de la Panadera está
aun en litigio, pero suyas o no, son un pasquín curiosísimo, lleno de nombres propios, que sirvió de
indudable modelo a las coplas del Provincial; si bien en las de la Panadera no se trata de torpezas
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nefandas, sino de los pocos o muchos bríos que mostró cada uno de los caballeros que combatieron
en la jornada de Olmedo, de la cual se hace una picante descripción, que todo tiene menos de épica.
La manera asaz familiar y aun plebeya de este donoso rasgo, parece que contradice el estilo
dominante en la poesía de Juan de Mena; pero quizá esta misma afectada llaneza tenía por objeto
asegurar el éxito popular de la sátira y herir con más derechura en el corazón de los adversarios. Por
otra parte, nadie niega la autenticidad de los versos de donaire que Juan de Mena compuso sobre un
macho que compró de un archipreste, y en estas coplas, ciertamente fáciles y chistosas, tampoco
asoma por ninguna parte la grave fisonomía del autor del Labyrintho, como no sea en la cáustica
mordacidad con que convierte aquel caso de burlas en sátira general contra los bigardos faltreros que
roban el santo templo y nos dan tan mal ejemplo, y eran aquellos mismos de quienes con libertad
dantesca y varonil espíritu exclamaba en su gran poema:
¿Quién asimesmo deciros podría
De cómo las cosas sagradas se venden,
Y los viles usos en que se dispenden
Los diezmos ofertos de Santa María:
[p. 155] Con buenos colores de la clerecía
Disipan los malos, los justos sudores
De simples y pobres, y de labradores,
Cegando la santa cathólica vía?
Entre las poesías sueltas de Juan de Mena, merece citarse también, aunque sólo sea a título de
capricho métrico, la peregrina composición que lleva por título Lo claro escuro, y comienza:
El sol clarescía los montes Acayos...
Lo claro de estas coplas no se ve mucho, pero en cambio lo escuro es tal, que compite con lo más
enigmático de las Soledades de Góngora. Son versos sin idea ni sentido, hechos de propósito para
entretener el oído con palabras huecas y sonoras, al modo de los estrafalarios vates que ahora llaman
en Francia decadentes y delicuescentes. En este raro ejemplar de nihilismo poético, que Juan de Mena
repitió en otra composición suya
Ya el hijo muy claro de Hyperión...
hay además una polimetría sistemática, no libre como la de los románticos. A cada estancia de arte
mayor corresponde simétricamente otra de versos cortos, combinación ingeniosa y que parece
calculada para algún efecto musical.
Pero todos los versos hasta aquí recordados, ni pesan nada para la gloria poética de Juan de Mena, ni
se hubieran salvado del naufragio de la poesía de los Cancioneros, si no los amparase el nombre del
autor de las Trescientas. Aun los otros dos poemas de relativa extensión que con ellas han solido
imprimirse, no pasan de una muy vulgar medianía. Apenas hay paciencia que baste para leer las
cincuenta y una quintillas dobles de La Conación que también se llama pedantescamente
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Calamicleos, «componiendo el vocablo (dice el autor) de calamitas, nombre latino que significa
miseria, y de cleos, que en griego quiere decir gloria». El poeta se finge arrebatado al monte Parnaso,
donde ve coronar al Marqués de Santillana entre los mas excelsos vates en gran cadira de honor; pero
la mayor parte del poema no habla de esto, que debía de ser su asunto principal, sino «de la miseria
[p. 156] de los malos y de la gloria de los buenos, porque un contrario puesto cabe otro, más
reluzga», todo por el trillado camino de perderse el poeta en selva bravía, hasta llegar a las riberas del
hondo río del infierno, donde ve «los tormentos de los damnados». Del estilo dominante en esta
insípida y mal concertada visión, llena de perífrasis rimbombantes y descabelladas alusiones a la
historia, a la fábula y a la astronomía, puede juzgarse por las primeras estrofas:
Después que el pintor del mundo
Paró nuestra vida ufana,
Mostraron rostro jocundo
Fondón del polo segundo
Las tres caras de Dïana;
E las cunas claresciera
Donde Júpiter naciera
Aquel hijo de Latona,
En un tachón de la zona
Que ciñe toda la esfera.
Del qual en forma de toro
Eran sus puntas y gonces
Del copïoso tesoro
Crinado de febras de oro,
Do Febo moraba entonces...
Como el poeta había remontado tanto el vuelo, se creyó obligado a comentar él mismo los tres
sentidos literal, alegórico y anagógico de su obra, que, según él, pertenecía al género cómico y
satírico (!), porque empezando, como Dante, con la descripción de las penas del infierno, acababa por
el placentero espectáculo del monte Parnaso y de la coronación del Marqués. Nada supera al hastío
que la Coronación infunde, como no sean los prólogos, exordios, preámbulos y notas pueriles que el
autor acumula sobre cada estrofa, tratando a sus pacientes lectores como un pedagogo a sus infelices
discípulos. La versificación corre con soltura, pero el estilo es intolerable, porque en ninguna parte
hizo Juan de Mena tanto abuso de latinismos crudos, tales como citra (traído para concertar con la
mitra de Anfiarao, a quien de augur convierte en obispo, [1] noverca, luco, inope, caligo, pruina, [p.
157] basis, comus, fulgescer, circuncigir y otros no menos exóticos. Apenas he encontrado en la
Coronación más que cinco versos dignos de un poeta:
Los sus bultos virginales
De aquestas doncellas nueve,
Se mostraban bien atales
Como flores de rosales
Mezcladas con blanca nieve...
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La crítica de nacionales y extranjeros, que ha sido harto indulgente con la Coronación, se ha
ensañado, por el contrario, con el poema de los siete pecados mortales (llamado con más propiedad
en los códices Debate de la Razón contra la Voluntad), que es algo mejor, o si se quiere, menos malo.
Este poema, al cual no hay que buscar remoto origen en la Psycomaquia de Prudencio, cuando tan a
mano están ejemplos de tales debates en todas las literaturas de la Edad Media, es seguramente la
última producción de su autor, que ni siquiera llegó a terminarla. Los primeros versos parecen un
adiós a la poesía profana, y una invocación a la austera musa de la verdad:
Canta tú, christiana musa,
La más que civil batalla
Que entre voluntad se halla
Y razón que nos acusa.
..........................
Huid o callad, serenas,
Que en la mi edad pasada
Tal dulzura emponzoñada
Derramastes por mis venas.
Mis entrañas, que eran llenas
De perverso fundamento,
Quiera el divinal aliento
De malas hacer ya buenas.
Venid, lisonjeras canas,
Que tardáis demasïado:
Del tiempo tan mal gastado
Tirad presunciones vanas.
..........................
La vida pasada es parte
De la muerte advenidera,
Y es pasado por esta arte
Lo que por venir se espera.
[p. 158] ¿Quién no muere antes que muera?
Que la muerte no es morir,
Mas consiste en el vivir,
Porque es fin de la carrera.
............................
Amarillo hace el oro
Al que sigue su minero,
Y temblador el tesoro
Del azogado venero.
Pues si del bien verdadero
Tenemos alguna brizna,
Huyamos lo que nos tizna
Como la fragua al herrero.
............................
Cese nuestra fabla falsa
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De dulce razón cubierta,
Que es ansí como la salsa
Que el apetito despierta.
............................
Aunque muestre ingratitud
A las dulces poesías,
Las sus tales niñerías
Vayan con la juventud,
Remedio de tal salud
Enconada por el vicio,
Es darnos en sacrificio
Nos mismos a la virtud.
............................
Y luego, usando de una comparación de San Basilio el Magno en su célebre homilía sobre la utilidad
que se saca de la lectura de los libros de los gentiles, añade:
Usemos de los poemas
Tomando dellos lo bueno,
Mas huyan de nuestro seno
Los sus fabulosos temas.
Sus ficciones y problemas
Desechemos como espinas;
Por haber las cosas dinas
Rompamos todos sus nemas.
Primero siendo cortadas
Las uñas y los cabellos,
Podían casar entre ellos
Sus captivas ahorradas
[p. 159] Los judíos, y limpiadas
Hacerlas Israëlitas,
Puras, limpias y benditas,
A la su ley consagradas.
De la esclava poesía
Lo superfluo así tirado,
Lo dañoso desechado,
Seguiré su compañía,
A la católica vía
Reduciéndola por modo,
Que valga más que su todo
La parte que fago mía.
Avínole bien a Juan de Mena en haber prescindido por esta vez de aquel repertorio suyo de erudición
impertinente, de «las dos cumbres del Parnaso» y «los siete brazos del Nilo», de «la fortaleza de
Tideo» y de «la castidad de Lucrecia». Su decir, aunque no muy poético, resulta en esta ocasión
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grave, sencillo, acomodado a la materia, y libre de las falsas flores de un latinismo extravagante. La
descripción de los siete pecados capitales está hecha con pocos, pero enérgicos rasgos, y tampoco
carece de vigor y ruda franqueza de estilo la invectiva de la Razón contra la Lujuria:
Tú te bruñes y te alucias:
Tú haces con los tus males
Que los limpios corporales
Tracten manos mucho sucias.
Muchos lechos maritales
De agenas pisadas huellas,
Y siembras grandes querellas
En deudos muy principales.
Das a las gentes ultrajes:
De muerte no las reservas:
Tú hallas las tristes yerbas,
Tú los crueles potajes.
Por ti los limpios linajes
Son bastardos y no puros:
De claros haces escuros
Y de varones salvajes.
Tú haces hijos mezquinos
De ajena casa herederos:
Pones los adulterinos
En lugar de verdaderos.
[p. 160] Haces con tus viles fueros
Que, por culpa de las madres,
Muchos hijos a sus padres
Saluden por extranjeros.
La fuerza tú la destruyes:
Los días tú los acortas:
Quanto más tú te deportas,
Tanto más tu vida huyes.
Los sentidos disminuyes
Y los ingenios ofuscas
La beldad que tanto buscas,
Con tu causa la destruyes.
¿Qué diré de tus maldades,
Sino que por ti perdidos
Son reynos y destruidos,
Sumidas grandes ciudades,
Deshechas comunidades,
El vicio hecho costumbre,
Y dadas en servidumbre
Muchas francas libertades?
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Seco, realista, inameno, adusto, pero muy castellano en el fondo, el autor de las Coplas de los
pecados mortales parece seguir las pisadas de Fernán Pérez de Guzmán, dando a veces notable
entonación y brío al verso corto:
Nin espero yo asonadas
De muy dorados paveses,
Ni acicalados arneses,
Ni tiendas mucho pintadas;
Capacetes ni celadas
Con timbres ni mil empachos,
Ni muy lucientes penachos
En cabezas engalladas...
No fué indigno, pues, este poema doctrinal, o más bien, sermón rimado, de que le continuasen, como
en certamen, tan buenos ingenios como Gómez Manrique, Pero Guillén de Segovia y fray Jerónimo
de Olivares, del Orden de Alcántara, añadiendo las disputas de los tres vicios Gula, Envidia y Pereza,
y la sentencia de la Prudencia. [1] .
[p. 161] Pero la verdadera gloria poética de Juan de Mena estriba únicamente en el Labyrintho,
poema cuya fecha consta en el inestimable Cancionero que fué de Gallardo, y también en otro códice
que yo poseo: «Fenesce este tratado fecho por Juan de Mena et presentado al rey D. Juan el II,
nuestro señor, en Tordesillas a veynte e dos días de febrero, año del Señor de mill e quatrocientos e
quarenta e quatro años.» Trescientas estancias tenía entonces, y trescientas son las que constituyen el
verdadero poema: las veinticuatro añadidas por mandamiento regio, son una composición aparte,
aunque del mismo metro, estilo e intención política. [1] Es tradición antigua, consignada por el
Comendador Hernán Núñez, que D. Juan II tuvo empeño en que el número de las estancias del poema
igualase al de los días del año.
Como quiera que sea de este número simbólico, lo cierto es que para la integridad del Labyrintho
nada falta con las trescientas, título que en el uso vulgar ha sustituido al primitivo del poema. Cuatro
cosas hay que considerar en este monumento de nuestra poesía del siglo XV: el plan, los episodios, la
versificación y el estilo.
El Labyrintho es un poema alegórico, de concepción noble y sencilla, aunque un poco fría y
abstracta. Es la desventaja de todos los imitadores de Dante respecto de su modelo. El mundo a que la
Divina Comedia nos transporta, es visible a los ojos de la imaginación y de la fe; no está poblado de
sombras metafísicas, sino de realidades humanas o sobrenaturales, pero igualmente vivas y concretas;
toda una mitología popular, creada antes del poeta, responde de sus más audaces invenciones; una
filosofía que en sus últimas conclusiones había llegado a ser popular también, se viste en sus versos
de músculos y de sangre; su infierno es trasunto de la tierra, y hasta los fantasmas de las escuelas
adquieren no sé qué vigor plástico que los asemeja a colosos cuya frente se esconde en las nubes,
pero cuyos pies jamás [p. 162] abandonan el suelo. Tuvo Dante, además de la superioridad del genio,
la superioridad del argumento, que es a un tiempo humano y divino, obra en que pusieron mano cielo
y tierra. Pero ya en los Triunfos del Petrarca la degeneración del arte alegórico es visible, a pesar de
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toda la ingeniosa habilidad del poeta. El carro del Amor, los loores de la Castidad, las pompas
triunfales de la Fama y del Tiempo, son visiones que dejan frío al lector, que nada representan a la
fantasía y en nadie producirán ilusión que pueda equipararse con la de haber conversado con las
ánimas de los condenados, ascendido a la montaña del Purgatorio o discurrido por las esferas del
Paraíso. De la misma suerte Massinisa y Sofonisba, Antíoco y Stratónica, los amantes celebrados por
la mitología y la historia antigua, los filósofos y poetas de Grecia y Roma, y las demás sombras que
por las terzine de los Triunfos van pasando, no son personajes que nos interesen ni conmuevan, como
Francesca, Casella, Farinata, Ugolino, Sordello y Cacciaguida: hasta la misma Laura, en el Trionfo
della Morte, parece un trasunto tibio y apagado de Beatriz.
Juan de Mena que, en cuanto al estilo, no sufre comparación con el arte exquisito del Petrarca, tenía,
sin embargo, alma más dantesca que él y que la mayor parte de sus imitadores. Sentía en grado
eminente la poesía histórica, en especial la más próxima a su tiempo, y en esta parte se parece a
Dante, sin imitarle de propósito en ningún episodio, sino por cierta oculta analogía de naturaleza.
Otras partes del genio de Dante le fueron de todo punto negadas, y no hay que aplastarle bajo el peso
de una comparación que sería insensata. Aun entre los poetas castellanos de su escuela, hay algunos
que reproducen mejor ciertas excelencias del modelo: en la poesía teológica, por ejemplo, el sevillano
Juan de Padilla se levanta con inspiración muy verdadera, y si no merece el nombre de Dante español
que le dió su apasionado editor de Londres, bien puede decirse (y no es pequeña alabanza para el
humilde monje cartujo) que es uno de los raros imitadores del gran poeta florentino, que alguna vez
hacen pensar en lo más transcendental e inaccesible de la poesía dantesca.
Fué rasgo de discreción en Juan de Mena no empeñarse, como Micer Imperial y tantos otros, en una
imitación directa, y hasta evitar en lo posible todo encuentro con palabras o historias [p. 163] de las
contenidas en la Divina Comedia. Quería hacer obra nueva y con distintos materiales; y además, con
el influjo de Dante se mezclaban en su educación otros no menos poderosos y de distinta índole.
Tomó, pues, del Paradiso la idea general de los círculos de los siete planetas, poniendo en cada uno a
los personajes ilustres que habían estado sometidos a la influencia de cada signo, por este orden: la
Luna, Mercurio, Venus, Febo, Mars, Júpiter y Saturno. Pero la alegoría de las ruedas de la Fortuna
parece original, y no carece de belleza. Los dragones que tiran el carro de la madre Belona, arrebatan
al poeta en su rápido curso y le hacen descender en medio de una desierta llanura
Como a las voces el águila suelta
La presa que bien no le hinche la mano...
Allí se levantaba el cristalino palacio de la Fortuna:
Y toda la otra vecina planura
Estaba cercada de nítido muro,
Así transparente, clarífico, puro,
Que mármol de Paro semeja en albura...
Una nube muy grande y oscura ciega por un momento los ojos del contemplador, pero pronto se
resuelve en vapores, y sale de su centro una hermosa doncella.
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Era la Providencia, gobernadora y medianera del mundo, principesa y disponedora
De Hyerarquías y todos estados,
De paces y guerras y suertes y hados
Sobre señores muy grande señora.
Guiado por ella, penetra en la gran casa, donde ve toda la máquina mundana; pretexto para una larga
y ampulosa digresión geográfica, que la Providencia interrumpe a tiempo, llamando la atención del
poeta hacia otro lado:
Volviendo los ojos a do me mandaba,
Vi más adentro muy grandes tres ruedas;
Las dos eran firmes, inmotas y quedas,
Mas la de enmedio volar no cesaba:
[p. 164] Vi que debaxo de todas estaba
Caída por tierra gente infinita,
Que había en la frente cada qual escrita
El nombre y la suerte por donde pasaba.
La primera rueda inmóvil es la del tiempo pasado, la rueda del movimiento la del tiempo presente, y
la tercera, inmóvil también, contiene las formas o simulacros
De gente que al mundo será venidera;
Por eso cubierta de tal velo era
Su faz, aunque formas tuviesen de hombres,
Porque sus vidas aun ni sus nombres
Saberse por seso mortal no pudiera.
En cada rueda hay siete círculos:
De orbes setenios vi toda texida
La su redondez por orden debida,
Mas no por industria de mortales manos.
Estos círculos planetarios son los que el autor llama órdenes, y determinan las siete divisiones o
cantos de su poema, que finaliza, como había empezado, con las alabanzas de D. Juan II. La luz del
sol naciente disipa la fantástica visión:
Sus crines doradas así levantaba,
Que todas las selvas con sus arboledas,
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Cumbres y montes, y altas roquedas,
De nueva lumbre los iluminaba.
...........................................
Mas la imagen de la Providencia
Fallé de mis ojos ser evanecida,
Y vi por lo alto su clara subida.
...........................................
Y yo, deseando con gran reverencia
Tener abrazados sus miembros garridos,
Fallé con mis brazos mis hombros ceñidos,
Y todo lo visto huyó mi presencia.
Como los niños y los ignorantes
Veyendo los átomos ir por la lumbre,
Tienden las manos por su muchedumbre,
Mas húyenles ellos sus tactos negantes,
Por modos atales o por semejantes
La mi guiadora huyó de mis manos,
[p. 165] Huyeron las ruedas y cuerpos humanos,
Y fueron sus causas a mí latitantes.
...........................................
La flaca barquilla de mis pensamientos,
Veyendo mudanza de tiempos escuros,
Cansada ya toma los puertos seguros,
Ca teme mudanza de los elementos;
Gimen las ondas y luchan los vientos,
Cansa mi mano con el gobernalle,
Las nueve Musas me mandan que calle:
Fin me demandan mis largos tormentos.
La cultura clásica de Juan de Mena ha dejado muchas huellas en el Labyrintho, y no sólo en forma de
pedantescas enumeraciones. Algo mejor que esto supo sacar de sus libros. Parecen reminiscencia de
una sublime respuesta de Héctor a Polidamante en el libro XII de la Ilíada, aquellas palabras del
Conde de Niebla, después de los presagios de la tempestad, referidos por el piloto:
Y pues una empresa tan santa llevamos
Cual otra en el mundo podrá ser alguna,
No los agüeros, los hechos sigamos...
Más frecuentes y también más felices son las imitaciones de Virgilio. El llanto de la madre de
Lorenzo Dávalos, está manifiestamente inspirado por el de la madre de Eurialo en el libro IX de la
Eneida. Quintana, cuyo tacto crítico y delicado sentido de la poesía dan singular precio a todas sus
observaciones de detalle, nota, con razón, que si Juan de Mena en este episodio queda muy inferior al
poeta latino en la parte dramática (sin duda porque tenía menos sensibilidad y ternura de alma), no así
en la pintoresca. «Un artista inteligente preferiría sin duda la composición del escritor castellano a la
del latino. Una mujer anciana en una muralla, rodeada de soldados, y desolándose al ver la cabeza de
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su hijo llevada en una pica por los enemigos en el campo, no produciría en un lienzo el efecto que
aquel cuerpo sangriento, tendido en las andas, y la venerable matrona saliendo del desmayo que al
principio le causa su vista y besando la boca fría de su hijo, como para llamarle a la vida y
comunicarle su aliento.» No es pequeña gloria para un poeta del siglo XV el poder suscitar tales
comparaciones.
[p. 166] Parte de las señales y pronósticos de la tempestad, que ocupan demasiado espacio en el bello
episodio de la muerte del Conde de Niebla, proceden del libro I de las Geórgicas:
Ipse Pater statuit quid menstrua Luna moneret ..
Continuo, ventis surgentibus, aut freta ponti
Incipiunt agitata tumescere, et aridus altis
Montibus audiri fragor; aut resonantia longe
Littora misceri, et nemorum increbescere murmur.
.................................................
Quum medio celeres revolant ex aequore mergi,
Clamoremque ferunt ad littora; quumque marinae
In sicco ludunt fulicae; notasque paludes
Deserit...........................................
.............. et e pastu decedens agmine magno
Corvorum increpuit densis exercitus alis.
Iam varias pelagi volucres, et quae Asia circum
Dulcibus in stagnis rimantur prata Caystri.
.................................................
Tum cornix plena pluviam vocat improba voce,
Et sola in sicca secum spatiatur arena.
.................................................
Cuatro versos hay, de lánguida y misteriosa armonía, en que, a mi entender, Juan de Mena triunfa de
Virgilio:
Ni baten las alas ya los alcïones,
Ni tientan jugando de se rociar,
Los quales amansan la furia del mar
Con sus cantares y lánguidos sones...
El mantuano había dicho sencillamente:
Non tepidum ad solem pennas in littore pandunt
Dilectae Thetidi alciones.........................
No imita de este modo quien no tiene alma profundamente poética. [1]
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[p. 167] Pero, entre todos los antiguos, el predilecto de Juan de Mena, hasta por razones de paisanaje,
fué Lucano. Sobre el escaño del autor del Labyrintho, debió de haber siempre un códice de la
Farsalia al lado de otro de la Divina Comedia, traídos entrambos de Italia y bellamente historiados.
Si Juan de Mena se empeña en la creación de una lengua poética insólita y distinta de la prosa, es
principalmente porque la pompa y el énfasis de Lucano le han fascinado, y porque aspira a remedar
aquel tipo de dicción. Muchas veces le imita y otras casi le traduce. En esta misma descripción de los
presagios de la tormenta, pertenece a Lucano (libro V de la Pharsalia) todo lo que no es de Virgilio:
Multa quidem probibent nocturno credere ponto;
Nam sol non rutilas deduxit in aequora nubes
Concordesque tulit radios........................
Lunaque non gracili surrexit lucida cornu
Aut orbis medii puros exesa recessus,
Nec duxit recto tenuata cacumina cornu,
Ventoromque nota rubuit.......................
Sed mihi nec motus nemorum, nec litoris ictus,
Nec placet incertus, qui provocat aequora, delphin:
Aut siccum quod mergus amat...................
Quodque caput spargens undis, velut ocupet imbrem
Instabili gressu metitur littora cornix.
Aquí Lucano, aunque en muy diverso estilo, imita manifiestamente a Virgilio, y Juan de Mena funde
ambas descripciones, usando de un procedimiento que pudiéramos llamar de imitación compuesta.
Pero otras veces campea sólo el arte de [p. 168] Lucano, y no son los versos menos valientes ni
menos felices de Juan de Mena los que pidió prestados al gran poeta cordobés de la antigua Roma:
Cá he visto, dize, señor, nuevos yerros
La noche pasada hazer los planetas,
Con crines tendidas arder los cometas,
Dar nueva lumbre las armas y hierros,
Ladrar sin herida los canes e perros,
Triste presagio hacer de pelea
Las aves nocturnas y las funeréas
Por las alturas, collados y cerros
..........................................
................. Superique minaces
Prodigiis terras implerunt, aethera, pontum.
Ignota obscurae viderunt sidera noctes,
Ardentemque polum flammis, coeloque volantes
Obliquas per inane faces, crinemque timendi
Sideris, et terris mutantem regna cometen.
(Libro I.)
Aquella famosa sentencia, tan oportunamente recordada por Cervantes:
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¡Oh vida segura la mansa pobreza,
Dádiva santa desagradecida:
Rica se llama, no pobre la vida
Del que se contenta vivir sin riqueza!...
es trasunto de una exclamación de Lucano (libro V), cuando César va a interrumpir el tranquilo sueño
del barquero Amiclas en su pobre choza:
...................... O vitae tuta facultas
Pauperis, angustique lares! O munera nondum
Intellecta Divum...........................
Tienen también su origen en versos de la Farsalia muchas frases aisladas de Juan de Mena: la más
que civil batalla (bella per Aematios plus quam civilia campos), la discordia civil donde no gana
ninguno corona (Bella geri placuit nullos habitura triumphos).
Pero la imitación más extensa, deliberada e importante es la de un episodio entero, el de los hórridos
conjuros de la maga de [p. 169] Tesalia: uno de los cuadros más lúgubres y espeluznantes que en el
arte, tan romántico ya, de los españoles del Imperio, y aun en toda la literatura antigua pueden
encontrarse. Comienza esta terrorífica escena en el verso 420 del libro VI de la Farsalia:
Sextus erat, magno proles indigna parente...
Sexto Pompeyo, pues, la víspera de la batalla, va a consultar a una maga tésala llamada Erictho, que
anima los cadáveres y les hace responder a las preguntas de los vivos. En una hórrida gruta,
consagrada a los funéreos ritos, coloca la hechicera un muerto en lid reciente, inocula nueva sangre
en sus venas, hace un formidable hechizo en que entran la espuma del perro rabioso, las vísceras del
lince, la médula del ciervo mordido por la serpiente, los ojos del dragón, la serpiente voladora de
Arabia, el echino que detiene las naves, la piel de la cerasta de Libia, la víbora que guarda las
conchas en el mar Rojo. Y después, con voz más potente que todos los conjuros, voz que tenía algo
del ladrido del perro y del aullar del lobo, del silbido de la serpiente y del lamento del buho nocturno,
del doliente ruido (planctus) de la ola sacudida en los peñascos, y del fragor del trueno, dirige
tremenda plegaria a las Euménides, al Caos, a la Stigia, a Proserpina y al infernal barquero. «No os
pido (dice) una alma que esté oculta en el Tártaro y avezada ya a las sombras, sino un muerto
reciente, que aún duda y se detiene en los umbrales del Orco.»
.................... Parete precanti:
Non in Tartareo latitantem poscimus antro,
Adsuetumque diu tenebris: modo luce fugata
Descendentem anima: primo pallentis hiatu
Haeret adhuc Orci..........................
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Aparece de súbito una leve sombra: es el alma del difunto, que resiste y no quiere volver a la vida
porque
....... extremum.... mortis munus inique
Eripitur, non posse mori....................
La hechicera se enoja de la tardanza, azota al cadáver, amenaza a Tesifone, a Megera, a Plutón, con
hacer entrar la luz en las regiones infernales. Entonces la sangre del muerto comienza a hervir: lidia
por algunos momentos la vida con la muerte; al [p. 170] fin palpitan los miembros, vase levantando
el cadáver, abre desmesuradamente los ojos y a la interrogación de la maga contesta prediciendo el
desastre de Pompeyo, causa de dolor en el Elíseo para los Decios, Camilos, Curcios y Escipiones;
ocasión de alegría en los infiernos para Catilina, Mario, los Cetegos, Druso y aquellos tribunos tan
enérgicamente caracterizados por el poeta:
Legibus inmodicos, ausosque ingentia Gracchos.
Dada la respuesta, el muerto quiere volver al reino de las sombras, y Erictho le quema vivo,
condescendiendo a sus deseos: «jam passa mori». De esta especie es lo maravilloso y sobrenatural en
que Lucano se complace; la religión misteriosa de augurios y terrores, que en la Farsalia viene a
sustituir a la religión clásica, muerta ya en las conciencias de los romanos del Imperio ; y no puede
negarse que en buscar esta nueva fuente de emoción y de interés procedió como gran poeta, y que
pocas cosas infunden terror tan verdadero como ese tránsito de la muerte a la vida y de la vida a la
muerte, descrito con tan sombría expresión y vivísimo colorido.
La fantasía de Juan de Mena, ardiente y algo tétrica como la de Lucano, se enamoró de este episodio
y le trasplantó audazmente a la historia de su tiempo. ¿Había en esto verdadero anacronismo? En el
detalle sí, pero de ningún modo en el fondo. Nunca la lepra de las artes supersticiosas y vedadas
cundió en Castilla tanto como en los siglos XIV y XV, que fueron de gran relajación y anarquía
moral. A cada momento se repetían los ordenamientos legales contra los que usan de agüeros de aves
e de estornudos, e de palabras que llaman «proverbios», e de suertes e de hechizos, y catan en agua
o en cristal, o en espada o en espejo, o en otra cosa luzia, e fazen hechizos de metal e de otra cosa
cualquier de adevinanza de cabeza de hombre muerto o de bestia o de palma de niño o de mujer
virgen, o de encantamientos, o de cercos, o de desligamientos de casados, o cortan la rosa del
monte... e otras cosas de estas semejantes, por haber salud e por haber las cosas temporales que
cobdician. [1] Fernán Pérez de Guzmán, en su [p. 171] Confesión Rimada, condena como
superstición corriente la de los que procuran
Favor del diablo por invocaciones
E quien de adevinos toma avisaciones
Por saber qué tal sea su ventura.
..........................................
Aquel a Dios ama que del escantar
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Non cura de viejas, nin sus necias artes
............................................
Aquel a Dios ama que de las cartillas
Que ponen al cuello por las calenturas
Non cura, nin usa de las palabrillas
De los monifrates, nin de las locuras
De aquel mal christiano que con grandes curas
En el huesso blanco del espalda cata.
Por este camino se había llegado a los últimos límites de la abominación sacrílega. Oigamos a Fray
Lope Barrientos en su curioso Tractado de las especies de adivinanza: «Non sea osado ningún
sacerdote de celebrar missa de difuntos por los vivos que mal quieren, porque mueran en breve, nin
fugan cama en medio de la yglesia e oficios de muertos porque los tales mueran ayna.»
Hay más: la misma consulta poetizada por Juan de Mena, es rigurosamente histórica, según el grave
testimonio del Comendador Griego, que en su infancia se lo había oído contar a un viejo de Llerena.
Los próceres de Castilla, enemigos de D. Álvaro de Luna, acudieron a una hechicera que moraba en
Valladolid para saber, mediante sus artes, el destino que aguardaba al privado; y, al mismo tiempo,
los partidarios del Condestable acudieron con idéntica consulta a un fraile de la Mejorada, cerca de
Olmedo, el cual tenía reputación de gran nigromante. Combinando, pues, lo real y lo fantástico, lo
original y lo imitado, las supersticiones de su tiempo con las supersticiones del mundo pagano,
compuso Juan de Mena este cuadro de sombría entonación, donde resultó profeta sin quererlo: que no
en vano la antigüedad llamó vates a sus poetas. Cuando el Labyrintho fué terminado y presentado a
D. Juan II, no sólo vivía D. Álvaro, sino que estaba todavía en la cumbre de la prosperidad, y todavía
podía decirse de él con el poeta:
[p. 172] Éste cabalga sobre la fortuna
Y doma su cuello con ásperas riendas..
Pero no sé qué fatídica sombra, visible a los ojos de Juan de Mena, volaba ya sobre la cabeza del que
muy pronto iba a ser Maestre de Santiago Derrocado y roto en pedazos por orden del Infante D.
Enrique el busto o efigie de D. Álvaro, que éste había mandado colocar en el suntuoso sepulcro que
para sí labró en Toledo, daba este hecho a espíritus soñadores y melancólicos un vago presentimiento
de mayores desastres. ¿Tendría, por ventura, cumplimiento aquella horrenda catástrofe que profetizó
la bruja encantadera de Valladolid
Por vanas palabras de hembra mostrada,
En cercos y suertes de arte vedada?
Es de suponer que la tal bruja no tuviese tan a la mano, como Juan de Mena da a entender
traduciendo a Lucano, pulmón de lince, ni el ñudo mas fuerte de la hyena, ni membranas de cerasta
lybica, ni muchísimo menos ceniza del ave fénix, ni
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Huesos de alas de dragos que vuelan,
ni la piedra con que fornece su nido el águila, ni una parte del echino,
El qual, aunque sea muy pequeño pez,
Detiene las fustas que van su camino...
Pero aunque su laboratorio no estuviese provisto de tan singular farmacopea para resucitar muertos,
bien pudo tener, aunque con trabajo, otros ingredientes algo más caseros, v. gr.:
Medula de ciervo que tanto envejece,
Y ojos de lobo después que encanece...
y tampoco le faltarían, gracias a los buenos oficios de alguno de aquellos prestes sacrílegos que
celebraban misa de difuntos por los vivos,
Piezas de ara que por gran alteza
Son dedicadas al culto divino...
[p. 173] Lo cierto es que, con sus diabólicas artes y nefandas baratijas, la pitonisa de Valladolid
conglutinó su mixtura en aguas que hierven de suyo
Por venas sulfúreas haciendo pasada...
........................................
Así que cualquiera cuerpo ya muerto
Ungido con ella pudiera despierto
Dar a los vivos respuesta hadada.
El trozo de la evocación es de los más briosos que en toda la obra de Juan de Mena pueden
encontrarse:
Y busca la Maga ya hasta que halla
Un cuerpo tan malo, que por aventura
Le fuera negado aver sepultura,
Por aver muerto en no justa batalla;
Y cuando de noche la gente más calla,
Pónelo ésta en medio de un cerco,
Y desque allí dentro, conjura al Huerco,
Y todas las furias ultrices que halla.
Ya comenzaba la invocación
Con triste murmurio su dísono canto,
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Fingiendo las voces con aquel espanto
Que meten las fieras con su triste son,
Oras silvando bien como dragón,
O como tigre faciendo stridores,
Oras formando ahullidos mayores
Que forman los canes que sin dueño son.
..........................................
Tornándose contra el cuerpo mezquino,
Desque su forma vido ser inmota,
Con viva culebra lo hiere y azota
Porque el espíritu traiga malino;
El qual quizá teme de entrar, aunque vino,
En las entrañas heladas sin vida,
O si es el ánima que dél fué partida,
Quizá se detarda más en el camino.
..........................................
Los miembros ya tiemblan del cuerpo muy fríos,
Medrosos de oír el canto segundo:
Ya forma las voces el pecho iracundo,
Temiendo la Maga y sus poderíos,
La qual se le llega con sones impíos,
Y hace preguntas por modo callado,
Al cuerpo ya vivo después de finado...
..........................................
[p. 174] Con una manera de voces extrañas
El cuerpo comienza palabras atales...
Y lo que el cadáver profetiza es que el Condestable
Será retraído del sublime trono,
Y, al fin de todo, del todo deshecho...
Nunca el romanticismo de tumba y hachero produjo fantasía más negra y horripilante. ¡Qué hallazgo
para un poeta de 1835! Hasta el metro, largo y monótono, pero al mismo tiempo agitado como por
interna calentura, tiene no sé qué movimiento y traza de conjuro, que va bien con el prestigio lúgubre
de la escena.
La parte histórica del Labyrintho ha merecido unánimes elogios de la crítica. Es, en efecto, la parte
más robusta del libro, la que le da carácter de poema nacional. La llama del sentimiento patriótico,
que ardía viva, intensa, devoradora en el grande espíritu del poeta cordobés, es la que mueve su
lengua y la hace prorrumpir en magníficas explosiones de júbilo o de duelo. Y este sentimiento no era
primitivo e inconsciente como el de los genuinos poetas épicos que cantan a la patria sin saberlo, y la
crean al mismo tiempo que la cantan, sino reflexivo, razonado, clásico, en una palabra, y enlazado
con cierto género de filosofía política, que rara vez se encuentra antes del Renacimiento. Fué Juan de
Mena de los primeros que tuvieron la visión de la España una, entera, gloriosa, tal como salió del
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crisol romano, tal como nuestro imperio del siglo XVI volvió a integrarla:
Vi las provincias de España poniente,
La de Tarraco y la Celtiberia,
.......................................
Mostróse Vandalia la bien paresciente,
Y toda la tierra de la Lusitania,
La brava Galicia con la Tingitania,
Donde se cría feroce la gente.
Puso sus sueños, sueños de poeta al fin, en el débil y pusilánime D. Juan II; pero aun en esto ¿qué
hacía sino adelantarse con fatídica voz al curso de los tiempos, esperando del padre lo que había de
realizar la hija?
[p. 175] Pues si los dichos de grandes profetas
Y los que demuestran las veras señales,
Y las entrañas de los animales,
todo misterio sotil de planetas,
Y vaticinios de artes secretas
Nos profetizan el triunfo de vos,
Faced verdaderas ¡señor rey! por Dios,
Las profecías que no son perfetas.
Faced verdadera a la providencia
De mi guiadora en este camino,
La cual vos ministra por modo divino
Fuerza, coraje, valor y prudencia;
Porque la vuestra real excelencia
Haya de moros pujante victoria,
Y de los vuestros así dulce gloria,
Que todos os hagan, señor, reverencia.
Con este ideal de patria y de gloria siempre delante de los ojos, la generosa musa de Juan de Mena
crea un D. Juan II poético y fantástico, y se complace en circundarle con todo género de pompas
triunfales y aparato de majestad y de gloria:
El nuestro rey magno bienaventurado
......................................
Digno de reyno mayor que Castilla
......................................
Velloso león a sus pies por estrado
......................................
Ebúrneo cettro mandaba su diestra,
Y rica corona a la mano siniestra,
Más prefulgente que el cielo estrellado.
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Tal lo fallaron los embaxadores
En la su villa de fuego cercada, [1]
Cuando le vino la grande embajada
De bárbaros reyes y grandes señores...
Y cuando un relámpago de gloria, la invasión de la vega de Granada y el triunfo de la Higuera,
atraviesa las tinieblas de aquel reinado y hace reverdecer las marchitas esperanzas de próxima y total
extirpación de la morisma, el canto de Juan de [p. 176] Mena se levanta sobre el clamor de los
vencedores, con sones tan robustos y potentes como no volveremos a oírlos en todo el siglo XV:
Con dos quarentenas y más de millares
Le vimos de gentes armadas a punto,
Sin otro más pueblo inerme allí junto,
Entrar por la vega talando olivares,
Tomando castillos, ganando lugares,
Haciendo con miedo de tanta mesnada
Con toda su tierra temblar a Granada,
Temblar las arenas, fondón de los mares.
......................................
¡Oh virtuosa, magnífica guerra;
En ti las querellas volverse debrían,
En ti do los nuestros muriendo vivían,
Por gloria en los cielos y fama en la tierra;
En ti do la lanza cruel nunca yerra,
Ni teme la sangre verter de parientes:
Revoca concordes a ti nuestras gentes,
De tanta discordia y tanta desferra!
¡Grande y magnífica poesía, en verdad, que surge toda de una pieza, armada con el hierro del
combate, recién salido de las fraguas de los Milaneses!
¿Habría leído verdaderamente el Labyrintho, o sería capaz de entenderle Ticknor, que no acertó a ver
en él otra cosa que «una galería confusa de retratos mitológicos e históricos, generalmente de poco
mérito, colocados, como en el Paraíso de Dante, por el orden de los siete planetas»?
También se ha tildado a Juan de Mena de adulador y de poeta cortesano. El sentido de sus alabanzas
a D. Juan II (cuando no son de pura fórmula) no puede ser otro que el que va indicado; y Quintana,
que entendía algo de independencia y entereza de carácter, le alaba precisamente por lo noble y recto
de sus pensamientos, por lo justo y honesto de sus miras. Espíritu más enamorado de la libertad
clásica, no le hubo en el siglo XV. No se le caen de la pluma los Codros, Decios, Manlios, Torcuatos
y Fabricios. No sólo absuelve el suicidio de Catón, como el autor del Purgatorio, sino que hace la
apoteosis del segundo Bruto, a quien por tiranicida e ingrato había relegado Dante al fondo del
Infierno:
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[p. 177] Dos vengadores de la servidumbre
Muy animosos estaban los Brutos,
De sangre tirana sus gestos polutos,
No permitiendo mudar su costumbre:
Están los Catones encima la cumbre,
El buen Uticense con el Censorino,
Los quales se dieron martirio tan dino
Por no ver la cuita de tal muchedumbre.
Y aunque en esto pueda haber algo de retórica, no la hay ciertamente en otras cosas: en pedir justicia
igual para grandes y pequeños; en comparar las leyes con las telas de araña, que sólo prenden a los
flacos y viles animales; ni menos en los anatemas impresos con hierro candente sobre la piel de los
grandes que vencen en vicio a los brutos salvajes, y de los clérigos simoníacos, con ocasión de los
cuales llega a decir que, si hubiese en Castilla un terremoto, no pasaría lo que en Cesárea, en que todo
el pueblo fué destruído y sólo la iglesia permaneció inmota y el prelado y la clerecía en salvo, sino
que, al revés, la villa quedaría salva y se hundiría la clerecía con todo su templo.
De todos los poemas eruditos compuestos en Europa antes de Os Lusiadas, quizá no hay ninguno más
histórico ni más profundamente nacional que éste de las Trescientas. El poema de Dante, en fuerza de
su misma grandeza, todavía es más humano y sobrehumano que italiano y florentino, con serlo
muchísimo. Pertenece a toda la cristiandad, y marca el punto culminante de la civilización de la Edad
Media. Lo que contiene de histórico, de personal, de político, queda en segundo término. En Juan de
Mena, por el contrario, esto es lo principal, casi lo único: la alegoría apenas tiene valor por sí sola. El
Labyrintho no se lee más que por los episodios. Dadas las condiciones de la escuela de su tiempo,
que prefería el símbolo ingenioso a la narración directa, no tuvo Juan de Mena, como había de tener
Camoens (singular en esto entre los épicos del Renacimiento), y como en la antigüedad había tenido
Virgilio, el arte de agrupar en torno de una acción capital, histórica o fabulosa (viaje de los
portugueses a la India, orígenes troyanos de Roma), lo más selecto de las memorias patrias, los lances
más heroicos, las más poéticas y conmovedoras leyendas, valiéndose ya de largos relatos, ya de [p.
178] visiones de lo futuro en los Campos Elíseos, ya de entalladuras en el escudo de Eneas, ya de
vaticinios de los dioses inmortales. Pero, a su modo, algo de esto intentó hacer, aunque fuese con el
tosco artificio de sus tres ruedas; y así le vemos, por ejemplo, poner en metro la genealogía de los
reyes de Castilla, como Camoens había de poner la de los de Portugal; y entretejer hábilmente
recuerdos de los Pelayos, Alfonsos y Fernandos, trofeos de las Navas, del Salado, de Algeciras y de
todos los triunfos de la Reconquista:
Escultas las Navas están de Tolosa,
Triunfo de grande misterio divino,
Con la morisma que de África vino
Pidiendo por armas la muerte sañosa:
Están por memoria también glorïosa
Pintadas en uno las dos Algeciras;
Están por cuchillo domadas las iras
De Albohazén, que fué mayor cosa.
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Pero los episodios más detallados; los que se adornan con circunstancias más dramáticas, son siempre
de sucesos y personajes próximos a su tiempo, o enteramente contemporáneos, y por eso tienen
mucha más vida que si hubiesen sido arrancados de las frías páginas de una crónica. Juan de Mena no
puede luchar, ni con la historia escrita, ni con la tradición épica, que conocía, sin embargo, y que
probablemente estimaba, a pesar de su condición de poeta erudito. Gracias a él sabemos que ya en su
tiempo se cantaba, probablemente en romances, el suplicio de los Carvajales y el emplazamiento de
D. Fernando IV,
Según dicen rústicos deste cantando.
(Estancia 287.)
Pero él por su parte va a cantar lo no cantado, va a levantar nuevas figuras que, aun surgiendo en
edad tardía, algo conservan del prestigio épico, gracias al toque franco y vigoroso del poeta. Entre
estas figuras las hay de todo género: un trovador como Macías, en cuya boca pone Juan de Mena
versos mucho mejores que los que él hizo en su vida: un hombre de ciencia [p. 179] como D. Enrique
de Villena: [1] una mártir de la castidad como doña María Coronel,
La muy casta dueña de manos crueles,
Digna corona de los Coroneles,
Que quiso con fuego vencer sus fogueras...
Pero la mayor parte de las sombras que pueblan el Elíseo de Juan de Mena, son de mártires militares
que sucumbieron, ya en la virtuosa y magnífica guerra contra moros, ya víctimas inculpables de la
furia de las discordias civiles, tantas veces abominadas por el poeta. Descuella entre todas estas
muertes heroicas, como majestuosa encina entre árboles menores, la del Conde de Niebla D. Enrique
de Guzmán, delante de Gibraltar, en agosto de 1436, cuando con el sacrificio de su vida quiso
comprar la salvación de sus compañeros de armas, y fué arrastrado por la marea creciente. Este
episodio, el más largo y el más bello de las Trescientas, encabeza dignamente la clásica colección de
Quintana que reconoce en él «estilo animado, vivo y poético, según lo permitía la infancia del arte, y
un número y fuerza en los versos, no conocidos antes». El Conde de Puymaigre, que ha puesto [p.
180] este trozo en verso francés con tanta fidelidad como elegancia, critica con razón ciertas
pesadeces, especialmente en el razonamiento del piloto, y algunos rasgos enfáticos de la escuela de
Lucano; pero añade que «hay octavas llenas de movimiento, versos de grande estilo, comparaciones
que no hubiera desdeñado Dante, y sincera inspiración patriótica en el conjunto».
El brillo de este gran fragmento, que basta para dar cabal idea de las cualidades y de los defectos de
Juan de Mena, puede perjudicar y ha perjudicado sin duda a otros análogos de su poema. Pudiéramos
decir, usando de la magnífica comparación, de cuño dantesco, con que el episodio comienza:
Y los que le cercan por el derredor,
Maguer fuessen todos magníficos hombres,
Los títulos todos de sus claros nombres
El nombre los cubre de aquel su señor...
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......................................
Arlanza, Pisuerga y aun Carrïón
Gozan el nombre de ríos, empero
Después de juntados llamámosles Duero:
Hacemos de muchos una relación...
Fácilmente hubiera caído en la monotonía Juan de Mena dedicando tanto espacio a cada uno de los
héroes a quienes conmemora como sublimados al trono Mavorcio. Hizo, pues, muy rápidas las
apariciones de las demás sombras ensangrentadas que vagan por su necrópolis; ganando con esta
sobriedad un grado notable de energía. Así van pasando: el mancebillo Lorenzo Dávalos, de dos
deshonestas feridas llagado, conducido en andas ante su triste madre; el ánima fresca del santo
clavero D. Hernando de Padilla; el conde bendito Don Juan de Mayorga, de mano feroce, potente,
famosa, partido el rostro por un hacha de armas; el adelantado Rodrigo de Perea, de gesto sañudo,
Que preso y herido demuestra que pudo
Antes matarlo pesar que dolor;
Pedro de Narváez, el hijo del Alcaide de Antequera, mancebo de sangre ferviente,
Que muestra su cuerpo sin forma ninguna,
Par en el ánimo, no en la fortuna,
Con las virtudes del padre valiente;
[p. 181] el caballero andante Juan de Merlo, que, después de haber sostenido innumerables pasos de
armas, venciendo en lid campal al alemán Enrique Ramestien y al francés M. de Charny, vino a morir
oscuramente en Castilla a manos de un vil peón; y, finalmente, el delantado Diego de Ribera, aquel
por quien canta el romance: Alora la bien cercada, tú que estás a par del río. A esta canción alude sin
duda Juan de Mena:
Aquel que tú ves con la saetada
Que nunca más hace mudanza del gesto,
Mas por virtud del morir tan honesto
Dexa su sangre tan bien derramada,
Sobre la villa no poco cantada,
El Adelantado Diego de Ribera,
Es el que hizo la nuestra frontera
Tender las sus faldas más contra Granada.
......................................
Tú adelantaste virtud con estado,
Tomando la muerte por la santa ley;
Tú adelantaste los reynos al Rey,
Seyéndole siervo, leal y criado;
Tú adelantaste tu fama afinado,
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En justa batalla muriendo como hombre:
Pues quien de tal guisa adelanta su nombre,
Ved si merece ser Adelantado!
Tal es el plan y contenido de las Trescientas: tal su espíritu: tales sus condiciones intrínsecas. Las de
lengua y versificación merecerían por sí solas estudio aparte. Todos convienen en que Juan de Mena
fué el primer poeta español que tuvo formal y deliberado propósito de crear una lengua poética
distinta de la prosa, aunque sobre el mérito y consecuencias de esta innovación anden muy discordes
las opiniones, como lo están sobre las tentativas análogas de Herrera y Góngora.
Es cierto, sin embargo, que la obra de Juan de Mena, en esta parte, ni fué exclusivamente personal
suya, ni puede calificarse de arbitraria, en cuyo caso hubiera sido una pedantería sin consecuencias.
El latinismo de dicción y de construcción tenía fatalmente que dominar en los versos, puesto que ya
había transformado el tipo de la prosa, que es más rebelde siempre a tales violencias. A una sintaxis
como la que usaban Villena y el mismo [p. 182] Juan de Mena, tenía que corresponder una poesía
igualmente latinizada y artificiosa; y lo que hay que decir en esta parte, es que el autor del
Labyrintho, aun usando el lenguaje de las musas, que parecía convidarle a mayores desmanes, no
llegó a los extremos de hinchazón a que llegaron los prosistas, y en verso manifestó casi siempre más
juicio y cordura que en prosa, salvo en la Coronación, donde extremó su sistema, y que es sin duda
de lo peor que puede leerse.
La necesidad del lenguaje culto y remontado en una poesía esencialmente erudita como era la de los
imitadores de Dante, debió de sentirse en el momento mismo en que tal poesía apareció en Andalucía
y en Castilla. Ya en Micer Francisco Imperial y en otros poetas del Cancionero de Baena se observa
esta tendencia, aunque no sistemática, a la posesión de un dialecto literario aristocrático e insólito, y
desde luego el italianismo se desborda. Juan de Mena, pues, como todos los innovadores, encontró
los gérmenes de su innovación en la atmósfera, y vino a dar forma a la vaga aspiración de todos,
aunque siguiese al mismo tiempo las tendencias de su propio ingenio, amante de la pompa, sonoridad
y boato de la expresión, como de todo lo extraordinario y magnífico. Y aquí conviene citar otra vez a
Quintana. porque nadie ha apreciado esto con más tino, aun sin la luz que hoy nos da el estudio
comparativo de los demás poetas del siglo XV, especialmente del Marqués de Santillana, en quien el
italianismo es mayor que en Juan de Mena, aunque sea más sobrio el latinismo. «La lengua en sus
manos es una esclava que tiene que obedecerle y seguir de grado o por fuerza el impulso que le da el
poeta. Ninguno ha manifestado en esta parte mayor osadía ni pretensiones más altas: él suprime
sílabas, modifica la frase a su arbitrio, alarga o acorta las palabras, y cuando en su lengua no halla las
voces o los modos de decir que necesita, acude a buscarlos en el latín, en el francés, en el italiano, en
donde puede. Aun no acabado de formar el idioma, prestaba ocasión y oportunidad para estas
licencias, que se hubieran convertido en privilegios de la lengua poética, si hubieran sido mayores los
talentos de aquel escritor y más permanente su crédito. Los poetas de la edad siguiente, puliendo la
rudeza de la dicción, haciendo una innovación en los metros y en los asuntos de sus composiciones,
no [p. 183] conocieron la noble libertad y las adquisiciones que en favor de la lengua habían hecho
sus predecesores. Si en esto los hubieran seguido, el lenguaje castellano, y sobre todo el lenguaje
poético, tan numeroso, tan vario, tan majestuoso y elegante, no envidiaría flexibilidad y riqueza a otro
ninguno.»
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Al hablar de los poetas de la edad siguiente, claro es que alude Quintana a Garcilaso y sus discípulos,
no a Herrera y los suyos, ni mucho menos a Góngora, de cuyas innovaciones formales, no todas
descabelladas, se ha incorporado en el caudal de nuestra lengua poética, y aun prosaica y familiar,
una parte mucho más considerable de lo que generalmente se cree. Aun de los mismos neologismos
de Juan de Mena, ¡cuántos son hoy de uso corriente sin la menor nota de pedantería; v. gr.: diáfano,
nítido, confluir, ofuscar, inopia! ¡Y cuántos otros han tenido y tienen uso frecuente en cierto género
de poesía y en ciertas escuelas literarias, por ejemplo, los compuestos latinos belígero, armígero,
penatífero, nubífero, evieterno, clarífico, los adjetivos corusco, crinado, superno, túrbido! Y es
lástima que otras no hayan prevalecido contra necias burlas, porque son nobles, pintorescas,
expresivas y de buen abolengo: así los verbos subverter, fruir, trucidar, insuflar y prestigiar; los
participios esculto por esculpido y sciente por sabio; el verbal ultriz, los sustantivos flagelo y exilio,
los adjetivos tábido y funéreo, y otros muchos que, hojeando el Labyrintho, a cada paso se
encuentran. Claro es que, acumulados, resultan insoportables, y Lope de Vega hizo bien en reírse de
este verso:
El amor es ficto, vaniloco, pigro...
Si todo el poema de las Trescientas estuviese escrito en tal estilo, sería muy detestable poema; pero
ya hemos visto que no es así, y que abundan en él trozos de expresión severa y castiza. Lo más digno
de censura, aunque no sea tan frecuente ni con mucho como el latinismo de palabras, es la imitación
torpe y desgarbada del hipérbaton latino; v. gr.:
Las maritales tragando cenizas...
A la moderna volviéndome rueda,
Fondón. del Cyllénico cerco segundo...
[p. 184] De todos estos atrevimientos y bizarrías, unas veces felices y otras malogrados, resulta el
peculiar estilo de Juan de Mena, que es imposible confundir con el de ningún otro poeta de su tiempo,
no porque tal estilo sea una excepción en el siglo XV, sino porque presenta en su mayor grado de
intensidad los caracteres de aquella revolución lingüística, prematura a la verdad, pero no infecunda.
La impresión general que tales metros dejan en el oído, no es agradable ni puede serlo: se siente en
cada verso la lucha, el esfuerzo, la contradicción interna del poeta, que habla de una manera y quiere
escribir de otra, la resistencia del material, el sudor y la fatiga del obrero, el descontento de la victoria
conseguida a medias y de la aspiración incompletamente satisfecha. Por raro caso salen buenos todos
los versos de una estancia: renglones triviales de prosa rimada, sin número ni cadencia, alternan con
rimbombancias enigmáticas y antítesis anbiciosas. De vez en cuando una comparación grandiosa, una
frase viva y rápida, un verso de los que no se olvidan, cruje como un latigazo y anuncia de nuevo la
presencia del poeta, dándonos aliento para proseguir en su compañía el fatigoso viaje. Porque
fatigoso es: no hay duda en ello; y el que lea meramente por recreo, hará bien en atenerse a los trozos
selectos que hemos ido indicando, y huir, sobre todo, de la glosa del Comendador Hernán Núñez, que
disipa en verdad todas las nieblas del original, pero ¡a cuánta costa de nuestra paciencia!
La monotonía del metro de arte mayor, el fiero taratántara que hubiera dicho Tomé de Burguillos,
contribuye a que el poema parezca más largo de lo que realmente es. No sé yo si el mismo
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alejandrino del mester de clerecía, con el martilleo de sus cuatro consonantes, resulta más tolerable
en una narración larga: su ritmo lento y pausado invita a veces al sueño, pero no hiere el oído con tan
continuo y desaforado estrépito como el ritmo demasiado fijo y fuertemente acentuado del
dodecasílabo, que es en realidad un verso compuesto de 6 + 6, con acento obligatorio en la quinta
sílaba de cada hemistiquio. El movimiento lírico y marcadamente trocaico de este verso, parece que
contradice a la gravedad y al sosiego de un extenso poema doctrinal e histórico. Pero es cierto,
aunque parezca singular, que las Trescientas se cantaban: lo atestigua nuestra gran tratadista musical
Francisco [p. 185] de Salinas, [1] que da la notación del primer verso, después de haberle transcrito
métricamente como compuesto de cuatro anfibraquios, y añade que de aquel modo se lo oyó cantar
en su patria, Burgos, siendo muy mozo, al noble caballero Gonzalo Franco. Y quizá, como ha
advertido agudamente Morel-Fatio, [2] a estas exigencias de la música se deben las extrañas
libertades métricas de Juan de Mena, los numerosos versos acentuados en cuarta sílaba, v. gr.:
Dar nueva lumbre las armas y hierros...
Triste presagio hacer de peleas...
Dame licencia, mudable fortuna..
Mira la grande constancia del Norte...
disonancias que reaparecen de un modo casi constante en cada estrofa. Estos dodecasílabos mutilados
no son en rigor sino endecasílabos anapésticos (vulgarmente llamados de gaita gallega), y Milá
conjetura, que para hacerlos pasar por versos de arte mayor, se pronunciaban con cierta lentitud los
primeros hemistiquios pentasílabos. Lo que nos persuade que algo de intencionado hubo en el poeta,
y que con la interpolación de estos versos, a los cuales tenía acostumbrado el oído con la lectura de
Micer Francisco Imperial y otros italianistas imitadores de Dante (quienes los emplean con tal
frecuencia, que muchas veces se puede dudar si quieren escribir en verso de once o de doce sílabas),
pretendió buscar más varia armonía en sus octavas, es la abundancia misma de los tales anapésticos,
que no puede haber nacido de pereza o descuido en un versificador tan laborioso, tan ejercitado y a
veces tan feliz. No le faltaba, pues, alguna razón a Cristóbal de Castillejo para decir en su famosa
sátira contra los petrarquistas:
Juan de Mena, como oyó
La nueva trova pulida,
Contentamiento mostró,
Caso que se sonrió
[p. 186] Como de cosa sabida.
Y dijo: «según la prueba,
Once sílabas por pie,
No hay causa por qué
Se tenga por cosa nueva,
Pues yo también las usé»
Ningún poeta del siglo XV ha sido impreso y comentado tantas veces como Juan de Mena. No
pretendemos apurar el catálogo de las ediciones de las Trescientas, unidas por lo general a la
Coronación, y a las Coplas de los siete pecados mortales. En Gallardo, en Brunet y en Salvá podrá
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encontrarse noticia de las principales. [1] Para estudio bastan seis en rigor: la primera y [p. 187]
rarísima de 1496, por Juan Thomás Favario de Lunelo, sin glosa: la de 1499, también sevillana, que
contiene, no sólo la glosa del Comendador, sino un tratado suyo, que luego se suprimió, De la vida
del autor y de la intención que le movió a escrevir, y del título de ta obra: la de Granada de 1505,
«emendada por el mismo Comendador quitando el latín que no era necesario y añadiendo algunos
dichos de poetas en el comento muy provechosos para entender las coplas»; la de Zaragoza, de Jorge
Coci, de 1509, en que por primera vez aparecieron las 24 coplas añadidas a las Trescientas, con la
glosa de un anónimo; la de Sevilla, de Cromberger de 1517, más rica que las anteriores en poesías
sueltas; la de Salamanca, 1582, con notas del Brocense. Ya queda indicado que ninguna de ellas
puede estimarse completa, y hay que añadir que en todas el texto está más o menos alterado o
modernizado, por lo cual la base de una edición crítica deben ser los antiguos códices, y
especialmente el Cancionero que fué de Gallardo.
A esta universal difusión de sus obras correspondió la veneración de su nombre, la cual de mil modos
se manifiesta, ya en las continuaciones y adiciones de otros poetas, ya en las glosas y comentos de los
humanistas, ya en el respeto con que su nombre es pronunciado en las artes de trovar. En la de Juan
del Enzina apenas se alegan más ejemplos que los suyos. Para Antonio de Nebrija es el poeta por
antonomasia: «por el poeta entendemos Virgilio e Juan de Mena» (Gramática castellana, lib. IV,
capítulo VII). Castillejo invoca su autoridad contra los petrarquistas; y sólo entonces, en el fervor de
la lucha entre los partidarios de la imitación italiana y los de la medida vieja, caen de rechazo algunos
golpes sobre Juan de Mena, ídolo de los amigos del arte mayor; y, entre burlas y veras, algunos de
los innovadores poéticos llegan a tratarle con cierta irreverencia. Así D. Diego de Mendoza, en la
segunda carta del Bachiller de Arcadia, todavía [p. 188] más salada que la primera, dice de él que
«hizo trescientas coplas cada una mas dura que cuesco de dátil: las cuales, si no fuera por la bondad
del Comendador Griego, que trabajó noches y días en declarárnoslas, no hubiera hombre que las
pudiera meter el diente ni llegar a ellas con un tiro de ballesta.» Con igual desenfado, el poeta
tudelano Jerónimo de Arbolanches decía en la epístola a su maestro en artes D. Melchor Enrico, que
precede a su extraño poema de Las Habidas (1566):
No sé yo hacer, como hizo Joan de Mena,
Coplas que se han de leer a descansadas,
El cual, como tenía preñada vena,
Trescientas dellas nos dejó preñadas...
chiste (si lo es) que hizo suyo el portugués Miguel Sánchez de Lima en su Poética (1587).
Pero, al paso que los poetas de profesión aparentaban desdeñarle, los más grandes humanistas le
habían tomado bajo su protección, enamorados de las frecuentes imitaciones que hace de los poetas
clásicos, y del saber, muy notable para su siglo, que muestra en historia, mitología y filosofía moral y
política; porque, como dijo muy atinadamente Quintana: «El Laberinto, lejos de ser una colección de
coplas frívolas e insignificantes, donde a lo más que hay que atender es al artificio del estilo y de los
versos, debe ser mirado como la producción de un hombre docto en toda la extensión que aquel
tiempo permitía, y como el de depósito de todo lo que se sabía entonces.» Este carácter de
enciclopedia poética, en que el autor se propuso emular a Dante y a los autores de La Cerba, del
Quadrireggio y del Dittamondo, convidaba a que los comentadores hiciesen gala de su doctrina
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explanando y declarando los conceptos, a veces bastante turbios y enmarañados, y las recónditas
alusiones del poeta. Y quien primero se arrojó a ello fue aquel gran varón, patriarca de los estudios
helénicos en España, y uno de los iniciadores de la filología verbal, la cual, por senderos harto más
ásperos que los del florido humanismo italiano, había de llegar a una más íntegra posesión de la letra
de los antiguos textos, hasta dejarlos depurados, como hoy los vemos, y restituidos aun en sus ápices.
No hacía poco honor a Juan de Mena el insigne gramático, que [p. 189] suspendía por algún tiempo
la recensión de Séneca, de Plinio y de Pomponio Mela, para emboscarse en su Labyrintho. Pero
Hernán Núñez, como casi todos los humanistas, vivía más en Grecia o en Roma que en su casa
propia, y nunca sus trabajos en lengua vulgar compitieron con sus sabias disquisiciones en la latina.
Ni el comentar a Juan de Mena, ni el recoger los refranes castellanos lo hizo más que como
pasatiempo, y con su glosa no pretendía dirigirse a los sabios, sino a los rudos e ignorantes, como lo
prueba el haber suprimido en la segunda edición todos los latines que había puesto en la primera. Esta
glosa, prolija, difusa, atestada de fárrago incongruente, merece disculpa si se la considera como un
libro popular, como un manual de mitología, de geografía antigua y de otras varias artes y disciplinas,
cuyos rudimentos quería ir insinuando en la mente de los lectores del poema. Agradézcasele su buen
deseo, y las interesantes noticias históricas que de paso nos dió, aunque no tantas como a nuestra
curiosidad importaría.
Más de medio siglo había pasado, cuando otro humanista de la escuela salmantina, si no más docto
que Hernán Núñez, mucho más original, de más espíritu crítico, de más independencia filosófica y de
mejor gusto, el Broncense, en suma, padre y fundador de la Gramática General, tomó a Juan de Mena
en las manos, y pareciéndole que no era tan malo como algunos piensan, determinó que anduviese en
marca pequeña como el Garcilaso que antes había comentado, para que se pudiesen encuadernar
juntos. «Ya le tengo acabado (escribía a su amigo el corrector de libros Juan Vázquez del Mármol, en
9 de septiembre de 1579), haciendo breves declaraciones a las coplas que lo requieren, y las otras van
como se estaban. También hice la Coronación, habiendo lástima de cuán prolijo y pesado comento le
hizo el autor.» En 20 de mayo de 1580 añadía: «Sólo en una cosa no podré venir en la opinión de
aquel señor amigo de v. md.: en poner toda la glosa de Juan de Mena (a la Coronación), porque
allende de ser muy prolija, tiene malísimo romance y no pocas boberías (que ansí se han de llamar):
más valdría que nunca pareciesen en el mundo, porque parece imposible que tan buenas coplas
fuesen hechas por tan avieso entendimiento. Mucho vuelvo por su honra en que no hobiese mención
de que él se había comentado. Acá he habido después la primer impresión del Comendador, [p. 190]
donde está la vida del poeta, no sé (como v. md. dice), qué pudo ser la causa porque en estas nuevas
falte: yo determino de ponerla como allí está, si a v. md. ansí le parece.» [1]
No apareció tal vida al frente del Juan de Mena del Brocense, pero sí un prólogo suyo muy notable,
en que expresa su franca admiración por el poeta: «Si, como dice Horacio, aquellos ingenios deben
ser preferidos que mezclaron dulzura con utilidad, no sé yo en nuestra lengua (y aun por ventura en
las otras) quién con razón se pueda anteponer a nuestro Juan de Mena. Porque la materia que trata es
una filosofía moral y un dechado de la vida humana, ilustrada con diversos ejemplos de historias
antiguas y modernas, donde se halla doctrina, saber y elegancia. Dicen algunos que es poeta muy
pesado y lleno de antiguallas; y dicen esto con tanta gravedad, que, si no les creemos, parece que les
hacemos injuria, y no advierten que una poesía heroica como esta, para su gravedad, tiene necesidad
de usar de palabras y sentencias graves y antiguas para levantar el estilo. Y, al fin, los que hallan este
poeta por pesado, son unos ingenios que ponen todo su estudio en hacer un soneto o canción de
amores, que para entenderlos es menester primero preguntar a ellos si lo entendieron. Es muy bien
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que este poeta sea tenido en mucha estima, aunque no fuera tan bueno como es, por ser el primero
que sepamos que haya ilustrado la lengua castellana. [2]
Aunque en Roma salió Virgilio y Horacio y otros de aquel siglo, nunca Ennio y Lucrecio, y los muy
antiguos, dexaron de ser tenidos en gran veneración. Ansí que no hay razón de desechar a Juan de
Mena, porque en nuestra edad hayan salido otros de estilo muy diferente. Antes este poeta ha de ser
tenido en mucho, porque le pueden leer todas las edades y calidades de personas, por ser casto,
limpio y provechoso, donde las costumbres no recibirán mal resabio, lo qual no se puede asegurar de
los otros [p. 191] poetas, a lo menos de algunos. Yo espero que leyéndose este poeta con más
claridad y menos pesadumbre que antes, será mi trabajo bien recibido, principalmente de aquellos
que están hartos de leer cosas lascivas y amorosas.»
Las notas del Maestro Sánchez, pocas, pero sencillas y oportunas, bastan para la inteligencia del texto
de Juan de Mena, pero llegaron un poco tarde. El gusto iba por otros rumbos, el culteranismo estaba a
las puertas, y si en todo el siglo XVII sólo dos veces tuvo Garcilaso quien pusiese en el molde sus
versos, no es maravilla que en el largo espacio de dos siglos no encontrara nuevo editor Juan de
Mena.
Pero siempre le fueron fieles los amigos de la erudición nacional, los curiosos investigadores de las
cosas de la Edad Media, que formaban gremio aparte de los humanistas y de los poetas, aunque más
relación tuviesen con los primeros que con los segundos. Su opinión era la que Argote de Molina
había expuesto en el Discurso sobre la poesía castellana, que acompaña a su edición de El Conde
Lucanor (1575) : «Llaman versos mayores a este género de poesía, que fué muy usada en la memoria
de nuestros padres, por lo mucho que en aquellos tiempos agradaron las obras de Juan de Mena, las
quales, aunque ahora tengan tan poca reputación cerca de hombres doctos, pero quien considerase la
poca noticia que en España avía de todo género de letras, y que nuestro andaluz abrió el camino y
alentó a los no cultivados ingenios de aquella edad con sus buenos trabajos, hallará que, con muy
justa causa, España ha dado el nombre y autoridad a sus obras que han tenido, y es razón que siempre
tengan, acerca de los ingenios bien agradecidos. Este género de poesía, aunque ha declinado en
España después que está tan rescebida la que llamamos italiana; pero no hay duda sino que tiene
mucha gracia y buen orden, y es capaz de cualquier cosa que en él se tractare, y es antiguo y propio
castellano, y no sé por qué meresció ser tan olvidado, siendo de número tan suave y fácil.»
Y si algo faltara a la consagración de la gloria de Juan de Mena como nuestro poeta nacional del siglo
XV, vendrían a poner el sello Miguel de Cervantes, que le llama aquel gran poeta cordobés, [1] [p.
192] y el P. Mariana que, ingiriendo, según tenía por costumbre, oportunos recuerdos literarios [1] en
el tejido nervioso y viril de su Historia, no quiso omitir el hecho, en sí pequeño, de la refriega en que
murió el jovencillo Lorenzo Dávalos, sólo para tener ocasión de añadir que «cantó aquel desastre en
versos llorosos y elegantes el poeta cordobés Juan de Mena, persona en este tiempo de mucha
erudición, y muy famoso por las poesías y rimas que compuso en lengua vulgar: el metro es grosero
como de aquella era, el ingenio elegante, apacible y acomodado a las orejas y gusto de aquella edad:
su sepulcro se ve hoy en Tordelaguna...: su memoria dura y durará en España». (Libro XXI, cap.
XVI.)
Y acertó en su vaticinio el P. Mariana, puesto que si el Labyrintho en su integridad no es leído más
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que por los eruditos, algunos versos de él viven en boca de todo el mundo, y el nombre de su autor,
considerado como jefe de escuela, ha sobrenadado en medio del naufragio de casi toda la literatura
del siglo XV, y hasta los indoctos saben o presumen que ese nombre marca una era de la poesía
castellana: la era de transición entre la Edad Media y el Renacimiento. Y si la importancia histórica
de un autor ha de estimarse, no sólo atendiendo a sus obras propias, sino a todas las que nacieron de
su iniciativa y de su influjo, y siguieron su estilo y manera, ningún otro ingenio de la corte de D. Juan
II, ni el mismo Marqués de Santillana, que fué por otra parte mucho más vario, ameno y fecundo que
Juan de Mena, puede presentar una legión tal de discípulos buenos y malos que sin interrupción
continúan su obra hasta las primeras décadas del siglo XVI, y ni siquiera rinden las armas ante la
invasión petrarquesca. La monarquía literaria de Juan de Mena se extiende a Portugal, donde la acata
el infante D. Pedro en las Coplas del contempto del mundo: se hace sentir hasta en Cataluña, con la
adopción del dodecasílabo castellano. [2] En Castilla, el arte mayor es la forma obligada de toda
composición larga de carácter panegírico, narrativo o didáctico, y se aplica por igual a lo profano [p.
193] y a lo sagrado. En ella escriben, en tiempo de los Reyes Católicos, Juan del Encina su Tribagia
o vía sacra de Iherusalén; el cartujano Juan de Padilla, su Labyrintho del Marqués de Cádiz, Los
doce triunfos de los doce Apóstoles, y El retablo de la vida de Cristo; otro fraile anónimo el Libro de
la Celestial Jerarquía e Infernal Laberinto; Diego Guillén de Ávila su Panegírico de la Reina
Católica; Alonso Hernández la Historia Parthenopea; Hernán Vázquez de Tapia su obra sobre las
fiestas y recibimientos hechos en Santander a Doña Margarita de Flandes y sobre la muerte del
Príncipe D. Juan, y aun el médico Villalobos su Tractado de las pestíferas bubas. Se empleó este
metro hasta para traducir los tercetos de la Divina Comedia, como lo hicieron Pedro Fernández de
Velasco y Hernando Díaz; hasta para traducir los hexámetros de la Eneida, como lo hizo Francisco de
las Natas; hasta para exponer la filosofía natural de Aristóteles, como Fr. Antonio Canales. Poetas del
siglo XVI, nada despreciables, aunque un tanto rezagados, permanecen fieles al mismo sistema: así
D. Francisco de Castilla en la Práctica de las virtudes de los buenos reyes de España, y Fr. Marcelo
de Lebrixa en las tres Triacas, de ánima, de amores y de tristes.
Tan prolongada dominación algo significa en las esferas del arte, y el poeta que fué digno de
ejercerla, tuvo, sin duda, cualidades eminentes; y nunca, a pesar de su notoria desigualdad y falta de
gusto, podrán ser sus poemas materia indiferente en la historia de nuestras letras, porque los defiende
la llama viva de la inspiración nacional, a la cual nada encontramos comparable en las demás
literaturas de aquel siglo. Acentos de patria, de gloría y de justicia, como los que en aquel poema
resuenan, no se oyeron en toda la centuria XV: ni en la poesía francesa, que, olvidada de sus orígenes
épicos, se pierde en insulseces alegóricas, salvo cuando desciende con la fresca musa de Villon a la
taberna y al mercado; ni en la poesía italiana, que hace alarde de escribir en latín, y que, cuando
emplea la lengua vulgar, repite monótonamente los temas petrarquescos, hasta que ya muy a los fines
de aquel siglo, Policiano, Pulci y Lorenzo de Médicis inician la poesía del segundo Renacimiento.
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 141]. [1] .
¡Oh flor de saber y caballería,
Córdoba madre, tu hijo perdona,
Si en los cantares que agora pregona
No divulgare tu sabiduría;
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De sabios valientes loarte podría
Que fueron espejo muy maravilloso;
Por ser de ti misma, seré sospechoso:
Dirán que los pinto mejor que debría!
[p. 142]. [1] . «Non paresce por cierto en este passo ser cosa ajena de nuestra historia, deberse aquí
poner unas breves coplas que un grande, e por cierto muy famoso poeta, llamado Juan de Mena,
natural de Córdoba, el qual era coronista del Rey, e tenia cargo de escrebir la historia de los regnos
de Castilla, fizo en estos días al nuestro Maestre..» (Crónica de D. Álvaro de Luna, título 95).
[p. 144]. [1] . Es la que apadrina Gonzalo Fernández de Oviedo en las Quincuagenas (parte II, est.
13): «De su muerte hay diversas opiniones, e los más concluyen que una mula le arrastró, e cayó
della de tal manera, que murió en la villa de Torrelaguna.»
[p. 145]. [1] . Cinco en la Biblioteca Nacional y uno en la mía particular.
[p. 148]. [1] . En este Cancionero, del cual publicó la parte inédita don Pascual de Gayangos en el
tomo I del Ensayo de Gallardo, hay una docena de poesías con el nombre de Juan de Mena; pero
como a continuación de una de ellas se añaden otras veintitrés sin nombre de autor ni más
encabezamiento que Otra, pudiera creerse que también le pertenecen. A esto hay que objetar, sin
embargo, que una de ellas está como de Francisco Bocanegra en el Cancionero que fué de Gallardo,
y otra es conocidamente de Juan Rodríguez del Padrón, cuyo estilo cree descubrir en muchas de las
restantes el diligente editor de sus obras, don. A. Paz y Melia.
[p. 149]. [1] . En el Cancionero de Stúñiga, está atribuido a Juan de Mena el Triumphete de Amor, del
Marqués de Santillana, con esta disparatada variante. Había dicho el Marqués, muy a su intento:
Vi lo que persona humana
Tengo que jamás non vió,
Nin Petrarca, que escribió
De triumphal gloria mundana;
y el copista del Cancionero de Stúñiga sustituyó estos dos versos:
Nin Valerio, que escribió
La grand Historia Romana.
[p. 149]. [2] . La más graciosa y elegante de las poesías ligeras de Juan de Mena, es quizá la
siguiente, que se halla en algunas ediciones antiguas de Las Trescientas , y lleva por título Canción
que hizo Juan de Mena estando mal:
Donde yago en esta cama,
La mayor pena de mí,
Es pensar cuando partí
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De entre brazos de mi dama.
A vueltas del mal que siento
De mi partida, par Dios,
Tantas veces me arrepiento,
Quantas me miembro de vos;
Tanto que me hazen fama
Que de aquella adolescí,
Los que saben que partí
De entre brazos de mi dama.
Aunque padezco y me callo
Por esso mis tristes quexas,
No menos cerca los fallo
Que vuestros bienes de lexos.
Si la fin es que me llama.
¡Oh, qué muerte que perdí
En vivir quando partí
De entre brazos de mi dama!
[p. 151]. [1] . Una salus victis, nullam sperare salutem.
[p. 156]. [1] .
E vimos arder la mitra
Del obispo Anfiarao...
[p. 160]. [1] . La continuación de Olivares es la que ha solido imprimirse en las ediciones de Juan de
Mena: las de Gómez Manrique y Pero Guillén de Segovia, están en sus respectivos Cancioneros,
inédito el segundo.
[p. 161]. [1] . Bastarían a probar su autenticidad, estos dos versos que, por el nervio de la sentencia,
son dignos de Lucano:
Hoy los derechos están en la lanza
Y toda la culpa sobre los vencidos...
[p. 166]. [1] . Hay imitaciones incidentales de otros poetas latinos. Por ejemplo, esta curiosa estancia
sobre los hechizos de amor:
Respuso riendo la mi compañera:
«Ni causan amores, ni guardan su tregua
Las telas del hijo que pare la yegua,
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Ni menos agujas hincadas en cera,
Ni hilos de arambre, ni el agua primera
De Mayo bebida con vaso de yedra,
Ni fuerza de yerbas, ni virtud de piedra,
Ni vanas palabras del encantadera...»
procede evidentemente de Ovidio, libro II del Arte Amatoria:
Fallitur Haemonias si quis decurrit ad artes;
Datque quod à teneri fronte revellit equi:
Non facient ut vivat amor Medeides herbae,
Mixtaque cum magicis naenia Marsa sonis.
Las definiciones de las virtudes están tomadas de la Ética aristotélica, y conservan su forma
escolástica.
[p. 170]. [1] . Pragmática del Infante de Antequera y de la Reina Doña Catalina, gobernadores del
Reino, dada en Córdoba en 9 de abril de 1410. (Documentos inéditos para la historia de España,
tomo XIX, pág. 781.)
[p. 175].[1] . Madrid
[p. 179]. [1] . Es notable y significativo que, al elogio de don Enrique de Villena y enérgica
lamentación por la quema de sus libros, siga una condenación explícita de las ciencias ocultas:
Fondón destos cercos vi derribados
Los que escudriñan las dañadas artes,
..............................................
Magos, sortílegos muchos dañados........
Los matemáticos,* astrólogos que malamente
Tientan objetos a nos devedados.
......................................
A vos, poderoso gran Rey, pertenece
Hacer destruir los falsos saberes,
Por donde los hombres y malas mujeres
Ensayan un daba mayor que parece:
Una gran gente de la que perece,
Muere secreto por arte malvada...
Parece, en efecto, que eran frecuentes los envenenamientos so color de hechisos, y el poeta execra a
las nuevas Medeas y Publicias,
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Que matan la gente con poca vïanda.
Astrólogos.
[p. 185]. [1] . De Musica, pág. 329: Ad hunc enin modum illud cantantem audivi, dum essem
adolescens Burgis, Gonsalum Francum nobilem virum, non minus cantus quam status et generis
claritate pollentem.
[p. 185]. [2] . L'Art Majeur et 1' Hendécasyllabe... (Romania, tomo XXIII, 1894.)
[p. 186]. [1] . De La Coronación suelta, con su glosa, hay una rarísima edición gótica del siglo XV,
sin lugar ni fecha. No habiéndola visto, ignoro si sus circunstancias materiales permitirán referirla a
la misma oficina sevillana de «Joanes Pegnizer de Nuremberga y Magno y Thomas, compañeros
alemanes» que en 1499 estamparon por primera vez el Labyrintho con la glosa del Comendador
Hernán Núñez de Toledo. Es también de la mayor rareza la edición suelta de las Coplas de los siete
pecados mortales (Salamanca, 1500).
El número total de ediciones catalogadas hasta ahora por los bibliógrafos pasa de 24, con los diversos
títulos de Las Trescientas, Copilación de todas las obras del famosísimo poeta Juan de Mena. Todas
las obras de Juan de Mena, etc. Algunas de ellas tienen figuras en madera. Además de las citadas en
el texto, recuerdo las de Sevilla, 1512, 1528 y 1534; Valladolid, 1536 y 1540; Toledo, 1547 (todas
góticas), y las cómodas y bastante frecuentes de Amberes, 1552, por Martín Nucio y Juan Steelsio;
Alcalá, 1566, por Juan de Villanueva y Pedro de Robles; Amberes, 1582. Todas las anteriores al
Brocense tienen la glosa del Comendador; pero no las posteriores, que son muy pocas y reproducen
las breves notas del Maestro Sánchez: así la de Ginebra, 1766 (en el tomo IV de las Obras del
Brocense) ; la de Madrid, 1804, por Repullés, y la de 1840, por Aguado: esta última en tamaño
grande y bastante lujosa. Lo mismo las tres ediciones zaragozanas de Coci (1506, 1509 y 1515), que
la de Alcalá de 1566, contienen muchas y largas composiciones de otros autores, y pueden
considerarse como Cancioneros de Juan de Mena y otros. Además de la continuación de los siete
pecados, por Gómez Manrique, se leen allí: las coplas de Fr. Juan de Ciudad Rodrigo, de la orden de
la Merced, «De los diez mandamientos, de los siete pecados mortales, de las siete obras de
misericordia espirituales, de las siete obras de misericordia temporales», la «Justa de la Razón
contra la Sensualidad», hecha por Fr. Íñigo de Mendoza, el Desprecio de la Fortuna, de Diego de
San Pedro, y unas Coplas ordenadas por Fernán Pérez de Guzmán por contemplación de los
emperadores, reyes y príncipes y grandes señores que la muerte cruel llevó deste mundo, y cómo nin
uno es relevado de ella. Todas las ediciones posteriores a 1499, a excepción de la del Brocense con
sus derivadas, que da sólo el texto de Juan de Mena, reproducen, en vez de la continuación de Gómez
Manrique, la de Fr. Jerónimo de Olivares, caballero de la orden de Alcántara, que en su prólogo
manifiesta no haber quedado satisfecho del trabajo del primer continuador ni del de Pero Guillén de
Segovia, y añade que en la obra de Juan de Mena «emendó el estilo del consonar, que en quince
partes estaba errado» .
[p. 190]. [1] . Epistolario Español de la Biblioteca de Rivadeneyra, tomo II, páginas 32 y 33.
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[p. 190]. [2] . Como no podemos suponer al Brocense tan ayuno de noticias que no conociera poeta
castellano anterior a Juan de Mena, claro es que esto se refiere a la particular ilustración o nuevo
estilo poético que trajo Juan de Mena a nuestra lengua. La comparación que luego hace con Ennio y
Lucrecio, confirma esto mis y más.
[p. 191]. [1] . Segunda parte del Quixote, cap. XLIV.
[p. 192]. [1] . Por ejemplo, los que tributa a Ausias March y a Jorge Manrique, y lo que dice de los
romances viejos que « se solían cantar a la vihuela, de sonada apacible y agradable. »
[p. 192]. [2] . Una de las primeras muestras que pueden citarse, es la composición de Oleza , «Ab
manto de plors el cel se cubría».
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 195] CAPÍTULO XIII.—INGENIOS DE SEGUNDO ORDEN DE LA ÉPOCA DE DON
JUAN II.—JUAN RODRÍGUEZ DE PADRÓN.—DATOS BIOGRÁFICOS.—LA HISTORIA
DE SUS AMORES.—SUS VERSOS ERÓTICOS.—SU NOVELA: «EL SIERVO LIBRE DE
AMOR».—EL «TRIUNFO DE LAS DONAS».—LA «CADIRA DEL HONOR».—LA VERSIÓN
DE LAS «HEROIDAS» DE OVIDIO.—INFLUENCIA LITERARIA DE RODRÍGUEZ DEL
PADRÓN.—MOSÉN DIEGO VALERA (N. EN 1412).—SU VIDA POLÍTICA.—SU CAUDAL
LITERARIO: LAS «EPÍSTOLAS»; EL «MEMORIAL DE DIVERSAS HAZAÑAS»; LA
«CRÓNICA ABREVIADA»; OTROS ESCRITOS; LAS POESÍAS.—LOS POETAS
PLEBEYOS DE AQUEL TIEMPO.
Conocidos ya los tres poetas mayores de la corte de Don Juan II, conviene dar noticia de algunos
ingenios de segundo orden que, si no por el mérito real de sus versos, por haber acumulado a su fama
poética méritos más sólidos de prosistas, o bien por alguna singularidad de su persona y de su vida,
merecen ser apartados de la plebe cuasi anónima que abruma las páginas de los Cancioneros. Los que
principalmente parecen dignos de tal separación, son Juan Rodríguez del Padrón y Mosén Diego de
Valera.
Juan Rodríguez del Padrón, más bien que poeta, es un tipo poético: sus versos son medianos, aunque
sencillos, y a veces tiernos; su prosa vale algo más que sus versos, y su biografía y su leyenda
interesan más que sus versos y su prosa. Desgraciadamente, los casos principales de su vida
permanecen todavía [p. 196] envuetos en densa niebla, y es más lo que puede conjeturarse o
adivinarse entre líneas, que lo que resulta de testimonios auténticos y positivos, aun contando las
confesiones del propio poeta, que son sin duda lo más importante.
Fué Juan Rodríguez de la Cámara (más comúnmente llamado del Padrón) el último trovador de la
escuela gallega. No se sabe que compusiera versos en su lengua nativa, pero no sólo siguió las
prácticas de aquella escuela en la parte formal y exterior de sus coplas castellanas, sino que trasladó a
ellas cierto sentimentalismo apasionado y cierta vaguedad mística que, unidos a la languidez blanda y
femenina del ritmo, denuncian al momento su patria y origen, no menos que su indudable parentesco
con los poetas del Cancionero Vaticano. Fué de los últimos poetas españoles que sin violencia de
lenguaje pueden ser llamados trovadores: nombre que es grave impropiedad aplicar a un Juan de
Mena o a un Ausias March, por ejemplo, poetas clásicos e italianizados de pies a cabeza, doctos,
estudiosos y reflexivos. Por el contrario, Juan Rodríguez del Padrón, cuya vida es un poema de amor,
encontraría su puesto natural en la galería biográfica de Nostradamus o del Monje de las Islas de Oro.
Cuando leemos, por ejemplo, el Ham, ham, huid que rabio, nos parece oír los aullidos de Pedro
Vidal, disfrazado con piel de lobo para que le cazasen los monteros de su dama Lupa de Penautier.
La patria de Juan Rodríguez está declarada, aunque de un modo vago en sus obras. Era gallego como
Macías, su amigo, su ídolo, a quien parece que se propuso imitar en los amores, ya que no en la
muerte:
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Si te place que mis días
Yo fenezca mal logrado
Tan en breve,
Plégate que con Macías
Ser meresca sepultado;
Y decir debe
Do la sepultura sea:
«Una tierra los crió,
Una muerte los levó,
Una gloria los possea.»
La tierra es Galicia, pero el pueblo no se determina. La comarca, sin embargo, puede fijarse con
entera seguridad. El [p. 197] apellido de su familia, Cámara, aparece en el Tumbo de la iglesia
Iriense, dado a conocer por el P. Fita y el canónigo Ferreiro; [1] el apellido del Padrón viene a
confirmar que nació en aquella antiquísima villa o en algún pueblo de sus cercanías, probablemente
en la Rocha, donde colocan las principales escenas de su novela El siervo libre de amor, que esta
llena de recuerdos locales: la puerta de Morgadán, que «muestra la vía por la ribera verde a la muy
clara fuente de la selva», «el nuevo templo de la diosa Vesta, en que reinaba la deesa de amores
contraria de aquélla», o sea la iglesia de Santa María de Iria, edificada sobre las ruinas de lo que en
tiempo de los romanos fué templo de Vesta. No se contenta con que su héroe Ardanlier consume
grandes hazañas en la corte del Emperador, en Hungría, Polonia y Bohemia, sino que le trae para
mayores aventuras «a las partes de Iria, riberas del mar Océano, a las faldas de una montaña
desesperada, que llamavan los navegantes la alta Crystalina, donde es la vena del albo crystal, señorío
del muy alto príncipe, glorioso, excelente y magnifico rey de España». Allí escoge un paraje en la
mayor soledad, y haciendo venir «muy sotiles geométricos», les manda romper por maravilloso arte
«una esquiva roca, dentro de la qual obraron un secreto palacio rico, fuerte, bien labrado, y a la
entrada un verde, fresco jardín, de muy olorosas yervas, lindos, fructíferos árboles, donde solitario
vivía», entregado a los deportes de la caza. Este secreto palacio, donde se desata la principal acción
de la novela con la trágica muerte de los dos leales amadores Ardanlier y Liessa, es «el que hoy día
llaman la Roca del Padrón, por sola causa del Padrón encantado, principal guarda de las dos
sepulturas que hoy día perpétuamente el templo de aquella antigua cibdad, poblada de los caballeros
andantes en peligrosa demanda del palacio encantado, ennoblecen: los quales, no podiendo entrar,
por el encantamiento que vedaba la entrada, armaban sus tiendas en torno de la esquiva Rocha, donde
se encierran las dos ricas tumbas, y se abren por [p. 198] maravilla al primero de mayo, e a XXIV y
XXV de Junio y Julio, a las grandes compañas de los amadores que vienen de todas naciones a la
grand perdonanza que en los tales días los otorga el alto Cupido, en visitación y memoria de aquellos.
E por semblante vía fué continuado el sytio de aquellos cavalleros, príncipes y gentiles omnes..., e fué
poblado un gracioso villaje, que vino después a ser gran cibdat, según que demuestran los sus
hedificios... manante a la parte siniestra aquella nombrada fuente de los Azores, donde las lyndas aves
de rapiña, gavilanes, azores, melyones, falcones del generoso Ardanlyer, acompañados de aquellas
solitarias aves que en son de planto cantan los sensíbles lays, despues de vesitadas dos vezes al día las
dos memoradas sepulturas, descendían tomar el agua, según fazer solían er vida del grand cazador
que las tanto amaba: e cebándose en la escura selva, guardaban las aves domésticas del secreto
palacio, que despues tornaron esquivas, silvestres, en guisa que de la Naya y de las arboledas de
Miraflores sallen hoy día esparveres, azores gentiles y pelegrynos, falcones que se cevan en todas
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raleas, salvo en gallinas y gallos monteses, que algunos dizen faysanes, conociéndolas venir de
aquellas que fueron criadas en el palacio encantado, en cuyas faldas, no tocando al jardín o vergel,
pacían los coseres, portantes de Ardanlyer, despues de su fallecimiento, e las lindas hacaneas,
palafrenes de las fallecidas Lyesa e Irena y sus dueñas e doncellas; que vinieron después en tanta
esquividad y braveza, que ninguno, por muy esforzado, solo, syn armas, osaba passar a los altos
bosques donde andaban. En testimonio de lo qual, hoy día se fallan caballos salvajes de aquella raza
en los montes de Teayo, de Miranda y de Buján, donde es la flor de los monteros, ventores, sabuesos
de la pequeña Francia (Galicia), los quales afirman venir de la casta de los tres canes que quedaron
de Ardanlyer».
Bien se perdonará lo extenso de la cita, si se considera lo raro que es encontrar en toda la literatura
caballeresca un paisaje que no sea enteramente quimérico y tenga algunas circunstancias tomadas del
natural. Juan Rodríguez del Padrón es quizá el primero de nuestros escritores en quien, aunque
vagamente, comienza a despuntar el sentimiento poético de la naturaleza; y no es ésta la menor
singularidad de sus obras.
[p. 199] Nada sabemos de sus primeros años. Su familia era, al parecer, antigua y noble, aunque no
muy sobrada de bienes de fortuna. Él fué muy linajudo, muy dado a la heráldica y a los nobiliarios,
como lo prueba el tratado de la Cadira del honor ; y en su misma novela no desperdicia ocasión de
encarecer su prosapia con transparentes alusiones y alegorías, como cuando nos habla de «la secreta
cámara de la qual, en señal de victoria, el buen Gudisán (o Gadisán) tomó nombradía, y todos
aquellos que de él descendieron; de los cuales yo soy el menor, rico del nombre de ser de los buenos,
e solo heredado en su lealtad».
Aunque Juan Rodríguez del Padrón recibió educación clásica y se le atribuye con bastante
fundamento una traducción de las Heroidas de Ovidio, y en todos sus libros en prosa hace alarde de
una erudición indigesta, [1] parece que los sueños poéticos de su mocedad hubieron de alimentarse
principalmente con la lectura de los libros de caballerías del ciclo bretón (a los cuales ya podía
añadirse el Amadís peninsular, gallego o portugués de origen), y de libros de linajes que solían ser tan
novelescos y fantásticos como aquéllos. Tuvo Juan Rodríguez gran reputación en esta materia, y los
genealogistas posteriores citan mucho un nobiliario suyo, que quizá exista en algún rincón de Galicia,
pero que hasta ahora no ha sido dado a la estampa.
Cuándo entró nuestro poeta al servicio del Cardenal D. Juan de Cervantes, gallego de origen, obispo
de Segovia en 1442, y en 1449 Arzobispo de Sevilla, es punto difícil de averiguar; pero hay una
extraña composición del poeta, que induce a conjeturar que le acompañó al Concilio de Basilea,
donde ya estaba aquel [p. 200] prelado en abril de 1434. Son versos imprecatorios a cierta dama
desdeñosa, insertos en el Cancionero de Stúñiga:
Por pena quando fablares,
Jamás ninguno te crea;
Quantos caminos fallares,
Te vuelvan a Basilea.
...........................................
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El trotón que cavalgares
Quede en el primer villaje;
Las puentes por do pasares
Quiebren contigo al pasaje.
..............................................
En tiempo de los calores
Fuyan te sombras et ríos,
Ayres, aguas et frescores,
Sol et fuego et grandes fríos.
Tristeza et malenconía
Sean todos tus manjares
Fasta que aquí te tornares
Delante mi señoría,
Cridando: ¡Merced! ¡Valía!
Con decir que entre los familiares del Cardenal se contaban hombres como El Tostado, Juan de
Segovia y el futuro Papa Pío II (Eneas Silvio) (autor, entre paréntesis sea dicho, de una novela
amatoria, no muy lejana del género, aunque si del estilo de El siervo libre de amor), fácilmente se
entenderá lo que en tal compañía hubo de medrar la educación literaria de Juan Rodríguez, y allí fué
probablemente, y no en Galicia, donde adquirió su caudal, mayor o menor, de doctrina clásica. Es
cierto que viajó mucho por Italia, en compañía de su señor; y es verosímil, ya que no enteramente
probado, que sus instintos románticos y aventureros le llevasen a peregrinaciones más lejanas,
haciéndole pisar el suelo del Asia, no ya sólo en los Santos lugares (donde algunos, engañados por
una rúbrica inexacta del Cancionero de Baena, suponen que se metió fraile), sino en los postrimeros
reinos del Oriente, dado que llegase a cumplir el propósito que al fin de la Cadira del honor indica
como próximo a realización, de visitar «las regiones indianas», aunque «rescibiese ofensa de las
gentes paganas, bestiales, monstruosas». Pero en todo esto acaso no haya de verse otra cosa que una
hipérbole sugerida por el despecho [p. 201] amoroso del poeta; y sólo queda en pie la antigua
tradición del viaje a Jerusalén, a la cual añaden poéticamente los gallegos que de Tierra Santa trajo
las palmas que crecen en el huerto de los franciscanos de Herbón.
La falta de toda cronología en la vida del poeta, dificulta extraordinariamente la investigación de sus
hechos. Pero parece que hemos de suponer esta romería posterior a sus desventurados amores, y
quizá consecuencia indirecta de ellos. Teatro de estos amores fué la corte de Castilla, lo cual prueba
que ya para entonces Juan Rodríguez había dejado la domesticidad del Cardenal Cervantes. Corre en
muchos libros la especie, no documentada pero sí muy probable, de que fué paje de D. Juan II. Sólo
este cargo u otro análogo pudo darle entrada en la corte, puesto que, a pesar de su hidalguía, era
persona bastante oscura. Entonces puso los ojos en él una grand señora, de tan alta guisa y de
condición y estado tan superiores al suyo, que sólo con términos misteriosos se atreve a dar indicio de
quien fuese, y de los palacios y altas torres en que moraba. El analista de la Orden de San Francisco,
Wadingo, dijo ya que Juan Rodríguez había sido engañado artificiosamente por una dama de palacio
(artificiosè a regia pedisequa delusus). Mil referencias hay en El siervo libre de amor a esta mistriosa
historia, aunque se ve en el autor la firme resolución de no decirlo todo, por pavor y vergüenza.
«Esfuerzate en pensar (dice a su amigo, el juez de Mondoñedo), lo que creo penssarás: yo aver sido
bien afortunado, aunque agora me ves en contrallo; e por amor alcanzar lo que mayores de mí
deseaban... Desde la hora que vi la gran señora (de cuyo nombre te dirá la su epístola), quiso
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enderezar su primera vista contra mí, que en sólo pensar ella me fué mirar, por symple me
condenaba, e cuanto más me miraba, mi simpleza más y más confirmaba: si algún pensamiento a
creer me lo inducía, yo de mí me corría, y menos sabio me juzgaba... ca de mí ál non sentía, salvo que
la grand hermosura e desigualdad de estado la fazía venir en acatamiento de mí, porque el más digno
de los dos contrarios más claro luciese en vista del otro, e, por consiguiente, la dignidat suya en grand
desprecio y menoscabo de mí, que quanto más della me veía acatado, tanto más me tenía por
despreciado, e quanto más me tenía por [p. 202] menospreciado, más me daba a la gran soledat,
maginando con tristeza...»
A través de este revesado estilo, bien se dej a entender que la iniciativa partió de la señora, avezada
sin duda a tales ardimientos, y que Juan Rodríguez, haciendo el papel del vergonzoso en palacio,
incierto y dudoso al principio de que fuese verdad tanta dicha, acabó por dejarse querer, como
vulgarmente se dice, y «la prendió por señora y juró su servidumbre». La muy generosa señora cada
día le mostraba más ledo semblante. «E quanto más mis servicios la continuaba, más contenta de mi
se mostraba, y a todas las señales, mesuras y actos que pasaba en el logar de la fabla, el Amor le
mandaba que me respondiesse... E yo era a la sazón quien de placer entendía de los amadores ser más
alegre y bien afortunado amador, y de los menores siervos de amor más bien galardonado servidor.»
Cuando en tal punto andaban las cosas, y creía que se le iban a abrir las puertas de aquel encantado
paraíso (si es que ya para aquel tiempo no le habían sido franqueadas de par en par, como sin gran
malicia puede sospecharse), perdióle al poeta el ser muy suelto de lengua, y hacer confianza de un
amigo suyo, que al principio no quiso creer palabra de lo que le contaba, y luego acabó por darle un
mal consejo. «El qual, syn venir en cierta sabiduría, denegóme la creencia, e desque prometida, vino
en grandes loores de mí, por saber yo amar, y sentir yo ser amado de tan alta señora, amonestándome
por la ley de amistat consagrada, no tardar instante ni hora enviarle una de mis epístolas en son de
comedia, de oración, petición o suplicación, aclaradora de mi voluntad... Por cuya amonestación yo
me dí luego a la contemplación, e sin tardanza, al día siguiente, primero de año, le envié ofrecer por
estrenas la presente, en romance vulgar firmada:
Recebid alegremente
Mi señora, por estrenas
La presente.
La presente canción mía,
Vos envía
En vuestro logar de España,
A vos y a vuestra compaña
Alegría,
[p. 203] E por más ser obediente,
Mi corazón en cadenas
Por presente.
E pues yo hice largueza
Sin promesa de los bienes
Que poseía,
Plega a vuestra señoría
En tal día
Estrenar vuestro sirviente,
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Librándole de las penas
Que hoy siente.»
En contestación a estas estrenas o aguinaldo, recibió un ledo mensaje por el cual le fué prometido
logar a la fabla y merced al servicio. Es tan malo y estragado el único texto que poseemos de la
novela, que apenas se puede adivinar cómo acabó la aventura, ni en qué consistió la deslealtad de que
acusa al amigo. Lo que resulta claro es que la muy excelente señora llegó a entender que su galán
había quebrado el secreto de sus amores, y se indignó mucho contra Juan Rodríguez: «no me
atreguando la vida.» Entonces él, lleno de temor y de vergüenza, se retrajo al templo de la gran
soledat, en compañía de la triste amargura, sacerdotisa de aquélla, y desahogó sus tristezas en la
prosa y versos del libro tantas veces citado, haciendo al mismo tiempo tan duras penitencias como
Beltenebrós en la Peña Pobre o D. Quijote en Sierra Morena. «Enderezando la furia de amor a las
cosas mudas, preguntaba a los montañeros, e burlaban de mí; a los fieros salvajes, y no me
respondían; a los auseles que dulcemente cantaban, e luego entraban en silencio, e quanto más los
aquexaba, más se esquivaban de mi.» Entonces compuso aquella canción:
Aunque me vedes asy
Cativo, libre nací...
y aquella otra mucho más poética, y en variedad de metros, como lo pedía la locura de amor del
poeta, y lo romántico de sus afectos:
Cerca el alba, quando están
En paz segura
Las aves cantando el verne,
Pasando con grand afán
A la ventura
[p. 204] Por una ribera verde,
Oí loar con mesura
Un gayo dentre las flores,
Calandrias y ruiseñores,
Por essa mesma figura.
E en son de alabanza
Decía un discor:
Servid al Señor,
Pobres de andanza;
Y yo por locura,
Canté por amores,
Pobre de favores,
Mas no de tristura.
Y por más que decía
No me respondía;
No pude sofrir
De no les decir
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Mi gran turbación
Por esta canción.
..........................
E por no más atraher
A me querer responder,
En señal de alegría,
Cantaba con grande afán
La antigua canción mía:
Catyvo de mi tristura.
No sé qué postrimería
Ayan buena los mis días,
Quando el gentil Macías
Priso muerte por tal vía.
Por ende, en remembranza
Cantaré con amargura:
Cuydados y maginanza,
Catyvo de mi tristura...
Así anduvo errando por las malezas, hasta que se falló ribera del grand mar, en vista de una grand
urca de armada, obrada en guisa de la alta Alemaña, cuyas velas... escalas e cuerdas eran escuras
de esquivo negror. Allí venía por mestressa una dueña anciana, vestida de negro, acompañada de
siete doncellas, en quienes fácilmente se reconoce a las siete virtudes. Una de ellas, la muy avisada
Syndéresis, recoge al poeta en su esquife, y es de suponer que le devolviera el juicio perdido, porque
aquí acaba la novela, en la cual indudablemente falta algo.
[p. 205] Si levantamos el velo alegórico y prescindimos de oscuridades calculadas, que aquí se
acrecientan por el mal estado de la copia, apenas se puede dudar de que el fondo de la narración sea
rigurosamente autobiográfico. De lo que no es fácil convencerse, a pesar de las protestas del poeta, es
de lo platónico de tales amores. El temor de la muerte pavorosa, que amaga al poeta con el trágico fin
de Macías; el misterio en que procura envolver todos los accidentes del drama; y la antigua tradición,
consignada al fin de la Cadira de honor, que le supone desnaturado del reyno a consecuencia de
estos devaneos, son indicios de una pasión ilícita y probablemente adúltera, como solían serlo los
amoríos trovadorescos. Así se creía en el siglo XVI, cuando un autor ingenioso, y que seguramente
había leído El siervo libre de amor, forjó sobre los amores de Juan Rodríguez una deleitable y
sabrosa, aunque algo liviana, novela, del corte de los mejores cuentos italianos, en la cual se supone
que la incógnita querida de Juan Rodríguez del Padrón era nada menos que la reina de Castilla, doña
Juana, mujer de Enrique IV y madre de la Beltraneja. [1]
Ciertamente que el nombre de esta señora anda tan infamado en nuestras historias, que nada tiene que
perder porque se le atribuya una aventura más o menos; pero basta fijarse en los anacronismos y
errores del relato, que le quitan todo carácter histórico. Ni Juan Rodríguez era aragonés, como allí se
dice, sino gallego; ni sus aventuras pudieron ser en la corte de Enrique IV, puesto que El siervo libre
de amor, principal documento que tenemos sobre ellas, no contiene ninguna alusión a fecha posterior
a 1439, ni puede sacarse del tiempo en que Gonzalo de Medina era juez de Mondoñedo, es decir, por
los años inmediatos a 1430. Y sabido es que el primer matrimonio del príncipe D. Enrique, no con
Doña Juana de Portugal, sino con Doña Blanca de Navarra, no se efectuó hasta 1440. Sin embargo, la
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[p. 206] leyenda de los amores regios de Juan Rodríguez tiene todavía un hábil sustentador, que cree
resuelta la dificultad con cambiar el nombre de la reina, y leer, en vez de Doña Juana, Doña Isabel de
Portugal, segunda mujer de D. Juan II. Pero tampoco las segundas bodas del rey D. Juan fueron hasta
1447, y ya el Cancionero de Baena, compuesto en general de obras de trovadores muy antiguos, y
compilado seguramente antes de 1445, puesto que el colector declara en el prólogo que quiere
agradar a la reina Dona María y a las dueñas y doncellas de su casa, contiene (núm. 470) la famosa
canción:
Vive leda, si podrás..,
con la rúbrica de haberla compuesto «Juan Rodrígues del Padrón quando sse fué meter frayre a
Jerusalén..., en despedimiento de su señora». Fuera en Jerusalén o en otra parte donde se hizo fraile
(que en esto pudo equivocarse Baena), lo importante es la noticia de que ya en aquel tiempo había
entrado en religión. Ni tal estado, ni la edad bastante madura que debemos suponer a mediados del
siglo XV en quien había sido amigo de Macías, permiten dar asenso a la fábula de sus amores con la
reina, ni colgar tal milagro por leves conjeturas a aquella pobre señora que, siquiera por madre de la
Reina Católica, algún respeto póstumo merece. Verdad es que el autor de la novela anónima no se
paró en barras, y no contento con hacer a Juan Rodríguez amante de la Reina de Castilla, le lleva
luego, no al claustro, sino a la corte de Francia, donde «la Reina, que muy moza y hermosa era,
comenzó a poner los ojos en él, y aficionándosele favorececello, de manera que los amores vinieron a
ser entendidos, pasando en ellos cosas notables, de manera que vino a estar preñada....y a él le fué
forzoso irse para Inglaterra, donde, antes de llegar a Cales para embarcarse... fué muerto por unos
caballeros franceses».
El hecho de inventarse tan absurdos cuentos sobre su persona, prueba que el trovador gallego quedó
viviendo como tipo poético en la imaginación popular y en la tradición literaria. Fué el segundo
Macías, único superior a él entre los llagados de la flecha de amor, que penaban en el simbólico
infierno de Guevara y Garci Sánchez de Badajoz. Este último dice:
[p. 207] Vi también a Juan Rodríguez
Del Padrón, decir penando:
«Amor, ¿por qué me persigues?
¿No basta ser desterrado?
¿ Aún al alcance me sigues?
Éste estaba un poco atrás,
Pero no mucho compás
De Macías padeciendo,
Su misma canción diciendo:
« Vive leda, si podrás.» [1]
Su trágica muerte debió de ser inventada también para asimilar más y más su leyenda a la de Macías,
el cual, más que su amigo, fué su ídolo poético, el único de sus días a quien creía merescedor de las
frondas de Dafne. Pero si no muerte sangrienta, destierro y extrañamiento largo parecen haber sido la
pena de los amores de Juan Rodríguez, hasta que en el claustro de Herbón, que contribuyó a edificar
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con sus bienes patrimoniales, encontró refugio contra las tempestades del mundo y de su alma. Es
cierto que no hay datos seguros acerca de la fecha de su profesión, y aun algunos dudan de ella; pero
algo vale la constante creencia de la orden franciscana, consignada por el analista Wadingo, [2] y
robustecida por la tradición local.
Las obras de Juan Rodríguez del Padrón llenan un tomo de la Sociedad de Bibliófilos Españoles,
ordenado con mucho esmero y doctas ilustraciones por D. Antonio Paz y Melia, uno de los más
beneméritos investigadores de nuestras antigüedades literarias, que cada día va enriqueciendo con la
publicación de nuevos textos. Con ser tan célebre Juan Rodríguez como trovador, no pasan de diez y
siete las composiciones suyas de probada autenticidad que han podido reunirse, y por lo general son
muy breves. Seis de ellas están intercaladas en El siervo libre de amor: las restantes se han tomado
del Cancionero general, del de Baena, del de Stúñiga, del que fué de Herberay des Essarts, y de dos
de la [p. 208] Biblioteca de Palacio. Las principales quedan citadas ya, como páginas que son de la
vida apasionada de su autor. Todas se refieren a sus amores, excepto la última canción, y la más bella
de todas, Flama del divino rayo, que es el canto de su conversión. Con ella quiso reparar sin duda la
irreverencia que en su título, más que en su contexto, tienen Los siete gozos de Amor y Los
mandamientos de amor, superados luego por otras profanaciones más graves de Mosén Diego de
Valera, Suero de Ribera y Garci Sánchez de Badajoz. Por lo demás, Los Siete Gozos de que se trata
son espirituales y platónicos, y nada hay de escandaloso en ellos más que la extravagante idea de
parodiar los gozos de la Virgen:
Ante las puertas del templo
Do recibe el sacrificio
Amor, en cuyo servicio
Noches y días contemplo,
La tu caridad demando,
Obedescido Señor,
Aqueste ciego amador,
El qual te dirá cantando,
Si dél te mueve dolor,
Los siete gozos d'amor...
Los diez mandamientos de amor empiezan con una visión alegórica:
La primera hora passada
De la noche tenebrosa,
Al tiempo que toda cosa
Es segura y reposada,
En el ayre vi estar,
Cerca de las nubes puesto,
Un estrado bien compuesto,
Agradable de mirar.
En medio del qual vi luego
El Amor con dos espadas
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Mortales, emponzoñadas,
Ardiendo todas en fuego,
Para dar penas crueles
A vosotros los amantes,
Porque no le soys constantes
Servidores, ni fïeles...
[p. 209] El Amor promulga su ley por medio del verdadero amante Juan Rodríguez, y en su galante
decálogo enumera las condiciones que ha de reunir el perfecto cortesano: lealtad, desinterés, esfuerzo,
franqueza o esplendidez, mesura, ser estudioso en obras de gentileza, sin olvidar los traeres apuestos
y cumplidos;
Que el amor con la pobreza
Mal se puede mantener...
La extraña fantasía romántica en que el poeta se supone convertido en perro rabioso: «Ham, ham,
huyd, que rabio», me ha parecido siempre de un gusto perverso, aunque curiosa por un rasgo de
superstición popular que tiene sello muy galaico, y aun céltico si se quiere:
No cesando de rabiar,
No digo si por amores,
No valen saludadores
Ni las ondas de la mar.
En el género erótico resulta muy superior a Macías, cuyos versos son la insulsez misma. Pero la
historia de la escuela gallega los recordará siempre juntos, porque ellos se la llevaron al sepulcro.
Juan Rodríguez quiso que sus nombres fuesen inseparables, y los juntó, no sólo al fin del poema de
Los Siete Gozos, sino en esta linda canción, que hoy diríamos humorística:
Sólo por ver a Macías
E del amor me partír,
Yo me querría morir,
Con tanto que resurgir
Pudiese dende a tres días.
Mas luego que resurgiese,
¿Quién me podría tener
Que en mi mortaja non fuesse,
Lynda sennora, a te ver,
Por ver qué planto farías,
Sennora, o que reyr?
Yo me querría morir,
Con tanto que resurgir
Podiese dende a tres días.
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[p. 210] Floranes copió del Cancionero de Fernán Martínez de Burgos un Decir que fizo Juan
Rodríguez del Padrón contra el amor del mundo, única poesía suya que conocemos en metro de arte
mayor, si es que realmente le pertenece, sobre lo cual puede caber duda. [1]
La enumeración que en ella se hace de los grandes hombres que fueron víctimas del amor, es muy
curiosa, y corresponde exactamente a la que se contiene en el único fragmento conocido de aquel Pau
de Bellviure, trovador catalán, citado por el Marqués de Santillana, y de quien dice Ausias March que
se volvió loco por amores:
Que per amar sa dona-s'torná foll...
Dice la estrofa de Bellviure, conservada en el Conort de Ferrer:
Per fembra fó Salomó enganat,
Lo rey Daviu e Samsó exament,
Lo payre Adam ne trencá 'l manament,
Aristotill ne fou com encantat,
E Virgili fou pendut per la tor,
E Sant Johan perdé lo cap per llor,
E Ipocrás morí per llur barat.
Donchs si avem per dones folleiat,
No smayar tenint tal companya.
Sansón, Adam, David, Salomón, figuran también en el catálogo de Juan Rodríguez, mezclados con
Aristóteles y Virgilio:
E porque entiendas que digo verdat,
Probar te lo quiero por libros e texto,
Quanta e quan grande es la tu maldat,
E' quantos perdieron sus almas por esto.
El sabio Virgilio colgado en un cesto
Feciste lo estar en torre de Priso...
[p. 211] E' aun Aristótiles con su grand saber,
Con quexa muy grande syendo enamorado,
Él se consentió de ser ensellado
Así como bestia, de una mujer...
Hipócrates no figura en la lista de Juan Rodríguez, pero en cambio están los héroes de la Crónica
Troyana: está la reina Dido, Medea la sabia, y, lo que es más curioso, Merlín y los caballeros de la
demanda del Santo Grial:
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Aun se falla que el sabio Merlín
Mostró a una dueña a tanto saber,
Fasta que en la tumba le fizo aver fin,
Que quanto sabía nol pudo valer..
..........................................
En la grand demanda del Santo Greal
Se lee de muchos que así andodieron
Siempre por ti pasando grand mal,
Pesares e cuitas, que al non ovieron:
Asaz caballeros e dueñas murieron,
También otrosí fermosas doncellas:
Sus nombres non digo dellos nin dellas,
Que por sus estorias sabrás quiénes fueron...
Restan de Juan Rodríguez del Padrón tres libros en prosa mucho más interesantes que sus versos. El
primero es una novela, género rarísimo, como es sabido, en la literatura del siglo XV. Su título, El
siervo libre de amor; su división alegórica, la que el mismo autor declara en el proemio: «El
siguiente tratado es de partido en tres partes principales, según tres diversos tiempos que en sy
contiene, figurados por tres caminos y tres árbores consagrados, que se refieren a tres partes del alma,
es a saber: al corazón y al libre albedrío y al entendimiento, e a tres varios pensamientos de aquéllos.
La primera parte prosigue el tiempo que bien amó y fué amado: figurado por el verde arrayán,
plantado en la espaciosa vía que dicen de bien amar, por do siguió el corazón en el tiempo que bien
amaba. La segunda refiere el tiempo que bien amó y fué desamado: figurado por el árbor de paraíso,
plantado en la desciente vía que es la desesperación, por do quisiera seguir el desesperante libre
albedrío. La tercera y final trata el tiempo que no amó ni fué amado: figurado por la [p. 212] verde
oliva, plantada en la muy agra y angosta senda, que el siervo entendimiento bien quisiera seguir.. »
En esta obra, de composición algo confusa y abigarrada, hay que distinguir dos partes: una novela
íntima, cuyo protagonista es el autor mismo; especie de confesión de sus amores, sobre la cual ya
hemos dicho bastante: y otra novela, entre caballeresca y sentimental, que es la Estoria de los dos
amadores Ardanlier e Liesa, en la cual no negamos que pueda haber alguna alusión a sucesos del
poeta; pero que en todo lo demás es un cuento de pura invención, exornado con circunstancias locales
y con reminiscencias de algún hecho histórico bastante cercano a los tiempos y patria del autor. De la
primera, es decir, de la narración íntima, tenía modelos bien conocidos ya en España, en la Vita
Nuova de Dante (de donde pudo tomar la idea de entremezclar la prosa con los versos) y en la
Fiameta de Boccaccio; pero aunque seguramente había leído ambas obras, se abstuvo de imitarlas
directamente y buscó inspiración en los lamentables casos de su propia vida. La historia de Ardalier y
Liesa ha sido escrita por quien conocía, no sólo las ficciones bretonas, sino el Amadís de Gaula,
puesto que la prueba de la roca encantada recuerda la de la ínsula Firme y el arco de los leales
amadores; pero con esta derivación literaria se juntan recuerdos de los aventureros españoles que
fueron con empresas de armas a la dolce Francia como D. Pero Niño; a Hungría, Polonia y Alemania
como Mosén Diego de Valera. Ardanlier sostiene un paso honroso cerca de Iria, como Suero de
Quiñones en la puente de Orbigo: hay también un candado en señal de esclavitud amorosa, salvo que
no le lleva el héroe, sino la infanta Irene, que le entrega la llave en señal de servidumbre. Y para que
la ficción tenga todavía raíces más hondas en la realidad, la trágica historia de los amores de
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Ardanlier, hijo de Creos, rey de Mondoya, y de Liesa, hija del Señor de Lira, reproduce en sus rasgos
principales la catástrofe de doña Inés de Castro; si bien el novelista, buscando un fin todavía más
romántico, hace al desesperado príncipe traspasarse con su propia espada, después del asesinato de su
dama, fieramente ordenado por el rey, su padre. Es, pues, El siervo libre de amor, como otras novelas
de siglo XV, (v. gr.: el libro catalán de Curial y Güelfa) una obra de estilo compuesto, en que se
confunden de [p. 213] un modo caprichoso elementos muy diversos, alegóricos, históricos,
doctrinales y caballerescos, sin que pueda llamarse enteramente libro de caballerías, puesto que en él
se da más importancia al amor que al esfuerzo, y es pequeña, por otra parte, la intervención del
elemento fantástico y sobrenatural, de magia y encantamientos. Más bien debe ser calificada, pues, de
novela sentimental, como la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro o el Tractado de Arnalte y
Lucenda, a los cuales precede en fecha, debiendo ser tenido por la más antigua muestra de su género
que hasta ahora conocemos en España. Y, de las que en adelante se escribieron, quizá la que tiene
más directo parentesco con ella es la dulce y melancólica Menina e Moça de Bernardim Ribeiro, que
también confesó en ella, como en cifra, sus desventurados amores. Ya hemos indicado cuánto realzan
la novela de Juan Rodríguez ciertos accidentes de color local gallego, y hasta puede verse una
profana e irreverente transformación de la sepultura del Apóstol en aquel otro Padrón encantado,
donde perseveran en dos ricas tumbas «los cuerpos enteros de Arlandier y Liesa, fallecidos por bien
amar, fasta el pavoroso día que los grandes bramidos de los quatro animales despierten del grand
sueño, e sus muy puríficas ánimas posean perdurable folganza». Aquel recinto era encantado, y tenía
tres cámaras o alojes de fino oro y azul, para probar sucesivamente a los leales amadores que
quisiesen arrojarse a aquella temerosa aventura. Grandes príncipes africanos, de Asia y Europa, reyes,
duques, condes, caballeros; marqueses y gentiles hombres, lindas damas de Levante y Poniente,
Meridión y Setentrión, con salvoconducto del gran rey de España, venían a la prueba: los caballeros a
haber gloria de gentileza, fortaleza y de lealtad; las damas de «fe, lealtat, gentileza y grand
fermosura... Pero solo tristeza, peligro y afán, por más que pugnaban, avían por gloria, fasta grand
cuento de años quel buen Macías... nacido en las faldas dessa agra monta; viniendo en conquista del
primer aloje, dió franco paso al segundo albergue... y entrando en la cárcel, cesó el encanto, y la
secreta cámara fué conquistada». [1]
[p. 214] No son novelas, pero corresponden más bien al género recreativo que al didáctico, y tienen
algo de alegoría, otros dos libros de Juan Rodríguez del Padrón, confundidos o citados inexactamente
por algunos bibliógrafos, y aun atribuído uno de ellos a D. Enrique de Villena. Son el Triunfo de las
donas y la Cadira del Honor, obras enlazadas entre sí de tal modo, que la primera puede considerarse
como introducción de la segunda, pero tratan muy diversa materia: la primera el elogio de las
mujeres, la segunda el panegírico de la nobleza hereditaria.
El Triunfo de las donas no es obra solitaria en la literatura del siglo XV, sino perteneciente a un
grupo muy numeroso de libros compuestos, ya en loor, ya en vituperio del sexo femenino, e
inspirados todos evidentemente por dos muy distintas producciones de Juan Boccaccio, que en los
últimos días de la Edad Media era muy leído en todas sus obras, latinas y vulgares, y no solamente en
el Decamerón, como ahora acontece. Estos dos libros eran Il Corbaccio o Laberinto d'Amore, sátira
ferocísima o más bien libelo grosero contra todas las mujeres, para vengarse de las esquiveces de una
sola; y el tratado De claris mulieribus, que es la primera colección de biografías exclusivamente
femeninas que registra la historia literaria. Tan extremado anduvo Boccaccio en este segundo libro
respecto de encomios (aunque mezclados siempre con alguna insinuación satírica), como extremada
había sido la denigración en el primero. Uno y otro tratado, recibidos con grande aplauso en Castilla,
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alcanzaron imitadores entre los ingenios de la brillante corte literaria de D. Juan II, dividiéndolos en
opuestos bandos. A la verdad, la palma del ingenio y de la gracia más bien correspondió a los
detractores que a los apologistas de las mujeres, puesto que ninguna de las defensas del sexo
femenino, incluso la misma de D. Álvaro de Luna (que es para mi gusto la mejor de todas), puede
competir en riqueza de lenguaje, en observación de costumbres, en abundancia de sales cómicas, con
el donosísimo Corbacho o Reprobación del [p. 215] amor mundano del Arcipreste de Talavera,
Alfonso Martínez, el más genial, pintoresco y cáustico de los prosistas anteriores al autor de la
maravillosa Celestina.
De los tratados escritos para vindicar a las mujeres, algunos se han perdido, como el de D. Alonso de
Cartagena; otros se conservan, como este Triunfo de las donas de Juan Rodríguez del Padrón, como
el Libro de las virtuosas et claras mujeres del Condestable D. Álvaro, como la Defensa de virtuosas
mujeres de Mosén Diego de Valera, sin contar con las traducciones que al mismo propósito se
hicieron, así del libro latino de Boccaccio, como del Carro de las Donas del catalán Fr. Francisco
Eximenis. La misma abundancia de tales panegíricos, prueba que los detractores eran numerosos y
temibles, llegando a formar una especie de secta que tuvo por bandera el Corbaccio, y más adelante
las coplas de Torrellas, a que replicaron Suero de Ribera y Juan del Enzina. La fabricación de estos
libros y la animación de tal polémica persisten en el siglo XVI, dando por frutos, de la una parte, el
Diálogo de las condiciones de las mujeres de Cristóbal de Castillejo; de la otra el Gynaecepenos de
Juan de Espinosa y el Tratado en laude de mujeres de Cristóbal de Acosta. Todos estos libros sirven
para la historia de las ideas y de las costumbres: algunos, como el diálogo de Castillejo y el Llibre de
les dones de Jaume Roig, tienen, además, alto y positivo valor poético.
No puede decirse otro tanto del Triunfo de las donas que nuestro Juan Rodríguez dedicó a la Reina
Doña María, la más digna, virtuosa y noble de las vivientes, la muy enseñada et perfecta... soberana
de las reinas de España, con el vano intento de refutar el «maldiciente et vituperoso Corvacho. de
cuyo autor o componedor «el non menos lleno de vicios que de años, Boccaccio,» dice que había
perdido su fama loable, por aver parlado más del convenible, e aver fingido novelas torpes e
deshonestas». Si el Corbaccio italiano es grosero y fastidioso, el Triunfo castellano sería poco menos
que ilegible, si a veces no resultase gracioso de puro disparatado. Escrito en forma casi escolástica,
prueba por cincuenta razones justas la excelencia de la mujer sobre el hombre. Véanse algunas: «por
haber sido criada despues de todas las cosas; por haber sido formada en el paraíso, en compañía de
los ángeles, y no como el hombre, que lo fué con las bestias en el [p. 216] campo damasceno; por
haber sido formada «de carne purificada», y no del barro de la tierra; por ser «criada del medio et non
de los extremos del hombre»; por ser naturalmente mas honesta, tanto, que «en el acto de engendrar...
es en son de forzada, el hombre en son de forzador: la mujer tiende la vista a los sobrecelestes
cuerpos, segunt la propiedat del animal razonable: el hombre a la cosas baxas mira, siguiendo la
qualidat de los brutos animales...»; porque el Anticristo, hijo de perdición, ha de ser hombre y no
mujer; «porque las bestias más fieras ofenden al hombre, e a la mujer catan reverencia»; porque las
partes del mundo tienen nombre de mujeres...» Todo esto con gran aparato de autoridades divinas,
naturales y humanas. El poeta no habla en nombre propio, sino que pone todo este razonamiento en
boca de la ninfa Cordiama, convertida en fuente por amores del gentil Aliso, transformado en
arbusto, cuyos pies baña con sus aguas. ¡Lástima que el resto del libro no corresponda a esta graciosa
ficción en que nos parece descubrir al lector asiduo de las Metamorfosis de Ovidio! El pasaje más
curioso y mejor escrito de todo el tratado, es sin duda la descripción de las modas afeminadas de los
galancetes del siglo XV. Es una curiosa página de costumbres, que debe transcribirse a la letra,
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aunque sea bastante conocida, por haberla copiado Sempere y Guarinos en su Historia del lujo. «Et
quál solicitud, quál estudio nin trabajo de mujer alguna en criar su beldat, se puede a la cura, al deseo,
o al afán de los hombres por bien parescer, egualar?... ¿Et cuántos son aquellos que sus faziendas, por
traher ropas brocados e de sotil orfebrería, vendieron simplemente, creyendo poderse dar aquello que
les denegó la naturaleza, la qual se llama a engaño, e todas oras dellos reclama por diversos modos?
Unos, de cuerpos non largos con altos patines en tiempo non pluvioso la engañando; otros, aviendo
las piernas sotiles, en traher dobles calzas, e aquellas en grueso paño aforradas; algunos otros que, por
la sotileza de los cuerpos, espíritus, non ombres parescen, cuerspos de gigantes se saben (todo el
algodón e lana del mundo encaresciendo) artificialmente fazer. E otros que, por ser visto delgados,
con poco más de una tela se visten. E son infinitos, et aqueste es el engaño de que más ofendida
naturaleza se siente, que siendo llenos de años, al tiempo que más debrían de gravedat [p. 217] que de
liviandat ya demostrar los actos, e los blancos cabellos por encobrir, o por furtar los naturales
derechos, de negro se fazen tennir, et almásticos dientes, más blancos que fuertes, con engañosa
mano enxerir. Nin rescibe por ventura menor ofensa guando el estrecho cuerpo por el angosto jubón,
tiradas calzas e justo calzado, a grand pena, mayormente reposando puede respirar los tiernos cueros
al desnudar le levando consigo mas non los clavos, que firmes en los dedos quedan, non menos que si
los huesos fuesen de un falcón sacre nascidos. ¿Mas non es cosa de maravillar que, por sentir un tan
suave olor, como es aquel que la grasa del calzado envía de sí, mayormente si por matina se juzga del
oler, un semejable dolor se deva continuo soffrir? En todo se quiere al divino olor parescer que de sí
envían las aguas, venidas por distillación en una quinta essencia, el arreo et afeytes de las donas, el
qual non de las aromáticas especias de Arabia, nin de la mayor India, mas de aquel lugar donde fué la
primera mujer formada parece que venga...»
Poco nos detendrá la «muy alta» Cadira del honor, «obrada con perfecta mano por la virtud y la
nobleza, dos plantas fructuosas, en nombre diversas, en frutos muy semejantes», que prenden en el
vergel de merecimiento, que está al fin de la selva del afán, en las montañas de los buenos deseos.
Esta insulsa alegoría puede en su segunda parte ofrecer algún interés a los iniciados en la llamada
ciencia heráldica o del blasón, puesto que el autor plantea, y a su modo resuelve con autoridad de
juristas, las siguientes cuestiones: si puede tomar armas cualquier persona; si las puede tomar por sí
mismo o las debe recibir del príncipe; si puede en una provincia o reino tomar las de otro soberano,
sin su licencia; si un solo color, aunque sea metal, puede hacer armas por sí; quién tiene en las armas
más excelencia, si el águila o el león. El famoso glosador Bártulo no se había desdeñado de tocar
estos puntos en su tratado De insignis et armis, y a su autoridad acude principalmente Juan
Rodríguez, llamándole el Dolor cevil. La primera parte de la Cadira versa sobre la distinción entre la
nobleza teológica, la moral, la vulgar y la política, que no es virtud moral, sino «honorable beneficio,
por mérito o graciosamente, de antiguos tiempos avido del Príncipe, o por subcesión, que face a su
poseedor del pueblo ser diferente». Hoy nos [p. 218] inclinamos más a la opinión de Juan de Lucena,
que en la Vita Beata escribe: «no miran que la nobleza nasce de la virtud y no del vientre de la madre,
ni acatan que el gavilán del espino es mejor que el de la haya».
Hizo el autor esta Cadira a ruego de varios caballeros mancebos de la corte de D. Juan II, que
diferían en sus pareceros sobre la nobleza e hidalguía; y parece haber escrito antes sobre la misma
materia otro tratado de que estaba más satisfecho, el Oriflama, cuyo manuscrito había dejado en
Padua o en Venecia, según dice en una especie de deprecación final dirigida a su libro: «no olvidando
la tu menor hermana, asáz más graciosa e mejor compuesta, el Oriflama, que en Ia silla de Antenor
sentada en las saladas ondas, plañiendo queda el nuestro departimiento e la su hedad non cumplida,
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por se ver de mí apartar». [1]
Se atribuye a Juan Rodríguez del Padrón, y a mi ver con fundamento, una traducción (muy incorrecta
y poco exacta, pero de expresión apasionada en ciertos pasajes), de las Heroídas de Ovidio, con el
extraño título de Bursario, [2] que el traductor explica de este modo: «porque asy como en la bolsa
hay muchos pliegues, asy en este tratado hay muchos oscuros vocablos y dubdosas sentencias, y
puede ser llamado bursario, porque es tan breve compendio, que en la bolsa lo puede hombre llevar;
o es dicho bursario porque en la bolsa, conviene a saber, en las células de la memoria, debe ser
refirmado con grand diligencia, por ser más copioso tratado que otros.» El traductor añadió algunas
cartas de su cosecha, como la de Madreselva a Manseol, y las de Troylo y Briseyda, cuya sustancia
procede de la Crónica [p. 219] Troyana. [1] En todas ellas se ve la misma pluma devaneadora y
sentimental que trazó los razonamientos de El siervo libre de amor.
Nada diremos de la Crónica gallega de Iria, que se cita con nombre de Juan Rodríguez, puesto que
todas las copias que se la atribuyen son modernas y de tiempo muy sospechoso (siglo XVII), y, por
otra parte, dicha Crónica no es más que un extracto de parte de la Historia Compostelana y del
Chronicon Iriense, con algunas especies cronológicas tomadas de las obras de Juan Beleth, doctor
parisiense del siglo XII, compaginado todo ello, al parecer, por un clérigo llamado Ruy Vázquez en
1468.
Por lo demás, ni sabemos que Juan Rodríguez escribiera nunca en su lengua materna, ni el carácter de
esta narración, [p. 220] inculta y sencillísima, recuerda en modo alguno el tipo retórico y artificioso
de su prosa, visiblemente imitada de la de D. Enrique de Villena, de la cual difiere sólo en la
abundancia de galicismos, originados sin duda de la larga residencia de su autor en países donde era
nativa o familiar la lengua francesa: [1] defecto que se ha de notar también en el cronista de D. Pedro
Niño, aunque tan superior a Rodríguez del Padrón y a casi todos los prosistas de su tiempo, en gracia
y amenidad. Pero aun como prosista influyó bastante Juan Rodríguez, con ser para nuestro gusto tan
empalagoso. Por ejemplo, la Sátira de felice e infelice vida del Condestable D. Pedro de Portugal,
parece un calco bastante servil de su estilo. [2]
Escritor de más vigoroso temple, y, considerado como político y moralista, uno de los mejores de su
siglo, fué Mosén Diego de Valera, «persona de gran ingenio (en frase del Padre Maria na), dado a las
letras, diestro en las armas, demás de otras gracias de que ninguna persona, conforme a su hacienda,
fué más dotado». [3] Este aventurero político, en cuya vida andan mezcladas empresas de caballería
andante con planes de arbitrista, fechorías de corsario y habilidades de periodista de oposición, es uno
de los tipos más curiosos que pueden encontrarse en aquella pintoresca y abigarrada sociedad del
siglo XV. Mientras que el espíritu débil y enfermizo de Juan Rodríguez de Padrón se disipaba en
quimeras de amor que le ponían en los confines de la locura, el espíritu positivo de Mosén Diego de
Valera, aguzado por la experiencia de los viajes y el trato de los hombres en una vida larguísima, [4]
escogía por campo de su actividad y ocasión [p. 221] de no vulgares medros para su persona, el arte y
oficio de la política, que ejercía de un modo dogmático, erigiéndose en consultor oficioso de
príncipes y magnates y redactor fecundo de aquel género de papeles que hoy llamaríamos programas
y manifiestos. Sus mismos defectos de carácter y de estilo, su petulancia, fanfarria, locuacidad y
entremetimiento, su pedantería sentenciosa y fantástica erudición histórica, tan bien notadas por su
paisano el autor del Diálogo de la lengua, cuando le llamaba gran hablista y parabolano (esto es,
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hablador y embustero), le sirvieron admirablemente para el caso, y se compadecían en él con dotes
muy reales, no sólo de entendimiento y amena cultura, sino de hidalguía, franqueza y celo por el bien
público.
Nació Valera en la cuidad de Cuenca el año 1412, según se infiere de una nota puesta al final de su
Crónica Abreviada, donde advierte «que la acabó en el Puerto de Santa María la víspera de San Juan
de 1482, a los sesenta y nueve años de su edad». Se le supone hijo o nieto de Juan Fernández de
Valera, regidor de Cuenca y criado de la Casa de D. Enrique de Villena, que le dedicó algunos
tratados, entre ellos su famosa Consolatoria. De todos modos, su linaje, aunque noble y antiguo, no
parece haber sido muy favorecido de bienes de fortuna, hasta que la mucha industria de nuestro
personaje vino a levantarle. Él mismo dice que no poseía más que un arnés y un pobre caballo.
Desde la edad de quince años se crió en palacio, entre los donceles de D. Juan II y del príncipe D.
Enrique. Asistió en 1431 a la campaña de la vega de Granada y a la batalla de la Higuera: en 1435 al
sitio de Huelma, siendo armado caballero al pie de los muros de aquella fortaleza por el frontero de
Jaén, Fernán Álvarez, señor de Valdecorneja. Pero las treguas ajustadas en breve tiempo con los
moros vinieron a dejar ocioso su ardor bélico, y deseando dar muestra de él en extrañas tierras y
ganar honra y prez de [p. 222] Caballería, impetró licencia del rey para su viaje, obteniendo además
cartas comendatorias para el rey de Francia y para el duque de Austria, Alberto, rey de Hungría y de
Bohemia, hijo del emperador Segismundo.
Corría el mes de abril de 1437, cuando Diego de Valera salió de España. Poco sabemos de su paso
por Francia, salvo que concurrió al sitio de Montreal, reconquistada de los ingleses por Carlos VII.
Pero el principal teatro de sus hazañas fué entonces Alemania, o más propiamente el reino de
Bohemia, donde ardía la guerra civil entre Alberto y una parte de sus súbditos, secuaces de la herejía
de Juan de Huss, a quienes se designaba con los nombres de taboritas y calixtinos. Propuso Alberto a
Valera tomarle a sueldo en aquella guerra, pero él rechazó tal oferta, diciendo que «no era allí venido
a ganar sueldo, mas a le servir en aquella guerra como cada uno de los continos de su casa». El rey
quedó tan satisfecho de aquella bizarra respuesta, que dos días antes de salir a campaña mandó llevar
a la posada de nuestro doncel «una tienda y un chariote toldado, y un caballo que lo tirase e dos
hombres que lo gobernasen e armasen la tienda», que quiso que estuviese próxima a la del Conde
Roberto de Balsí, muy amigo de los castellanos desde el paso de armas que, con suerte adversa, pero
con mucho crédito de su valor, había sostenido en Segovia en 1435 con el Conde de Benavente, D.
Rodrigo Alonso Pimentel, en presencia de D. Juan II y de su corte.
En la guerra contra los herejes de Bohemia se señaló mucho Valera, juntamente con otros aventureros
españoles como el bizarro justador Juan de Merlo, Hernando de Guevara, Pedro de Cartagena
(hermano del obispo de Burgos), el conde D. Martín Enríquez, y otros que repetidas veces suenan en
las Crónicas del tiempo. «Yo por cierto no vi en mis días (decía Hernando del Pulgar a la Reina
Católica) ni oí que en los pasados viniesen tantos caballeros de otros reynos e tierras extrañas a estos
vuestros reynos de Castilla e de León, por fazer armas a todo trance, como vi que fueron caballeros
de Castilla a las buscar por otras partes de la christiandat. Conoscí al Conde D. Gonzalo de Guzmán e
a Juan de Merlo: conoscí a Juan de Torres e a Juan de Polanco, e a Mosén Pero Vázquez de
Sayavedra, a Gutierre Quixada, e a Mosén Diego de Valera: e oí decir de otros [p. 223] castellanos
que, con ánimo de caballeros, fueron por los reinos extraños a facer armas con qualquier caballero
que quisiera facerlas con ellos, e por ellas ganaron honra para sí e fama de valientes y esforzados
caballeros para los fijosdalgo de Castilla.» [1]
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Ni menos que el valor campeó entonces en Valera la cortesía caballeresca y la devoción a las cosas de
su patria, como lo probó en aquella memorable ocasión en que, cenando con el rey Alberto y varios
caballeros de su séquito, osó decir el Conde Roberto de Scilly, sobrino del emperador, que el rey de
Castilla no podía usar armas reales, por haberlas perdido D. Juan I en Aljubarrota, como lo probaba la
bandera que mostraban los portugueses en el monasterio de Batalha. Valera, que no entendía el
alemán, se hizo explicar en latín las palabras del conde, e hincando una rodilla en tierra, pidió al rey
licencia para hablar, y concedida, expuso que había dos géneros de armas, de linaje e de dignidad, y
que éstas sólo con la dignidad real podían perderse, ofreciendo sustentarlo en campo abierto contra
todo el que osara contradecirlo. Agradó a los circunstantes no menos la bizarría de Valera que lo bien
concertado de su razonamiento, y la solidez de su doctrina heráldica; disculpóse el conde lo mejor
que pudo, como quien debía agradecimiento a D. Juan II por haberle honrado con el collar de la
Orden de la Escama, cuando vino en peregrinación a Santiago; afirmó el rey de Bohemia que el
castellano decía verdad, y que merecía nombre, no sólo de caballero, sino de doctor, y desde aquel
día tomó empeño en colmarle de obsequios y distinciones, especialmente cuando, terminada la
guerra, se preparaba a regresar a Castilla. Entonces recibió la Orden del Dragón de Hungría, la del
Toisón o Tusinique de Bohemia, y la del Águila Blanca de Austria; además de doscientos ducados de
ayuda de costa para el viaje, y una carta sumamente honorífica para el rey de Castilla, que añadió a
las mercedes del soberano extranjero el collar de la Orden de la Escama, el yelmo del torneo, cien
doblas de oro, y el dictado honorífico de Mosén, que no era el menor favor para persona tan infatuada
y vanidosa como Diego de Valera.
Llegó en esto a Castilla un heraldo del duque de Borgoña, [p. 224] Felipe el Bueno, anunciando que
Pedro de Beauffremont, señor de Charny, iba a defender un paso de armas junto a la ciudad de Dijon.
Mosén Diego quiso romper una lanza en aquella justa, y solicitó y obtuvo para ello permiso del rey,
que le encargó visitar después en Lubeck a su tía la reina de Dacia, princesa de la familia de
Alencastre. Partió, pues, Mosén Diego a Dijon con gran pompa y aparato, «vestido de una ropa de
velludo azul, forrada de martas cebellinas», y precedido de un faraute regio llamado Asturias. Las
Memorias de Olivier de la Marche hablan largamente de este paso honroso, llamado el del árbol de
Carlomagno, haciendo digna conmemoración «de un caballero de los reinos de Castilla llamado
Mosén Diego de Valera, que era de pequeña estatura, pero de grande y noble corazón, gracioso y
cortés, y muy apacible a todo el mundo». «Llegó al dicho árbol (añade Olivier) armado de todas
armas, sólo descubierta la cabeza: venía sentado en su carro, un escudero llevaba las riendas de su
corcel, y delante de él iba un heraldo portador de su cota de armas.» Allí quebró lanzas con Tibaldo,
señor de Rougemont, y con Jacques de Challaux, señor de Aineville, saliendo vencedor de ambos
encuentros, y ganando mucha honra y prez de caballería; y el duque le manifestó su agrado,
regalándole doce tazas y dos xervillas de plata del peso de cincuenta marcos.
Hasta aquí lo que pudiéramos llamar vida andantesca de Mosén Diego de Valera. Ahora comienza su
vida política y diplomática. No entraremos en los detalles de las varias misiones que en distintos
tiempos llevó a la corte de Francia (donde parece haber sido muy estimado del rey Carlos VII), ya
para conseguir en 1443 la libertad del Conde de Armagnac, por quien se interesaba D. Juan II como
pariente suyo; ya para tratar en 1445 del casamiento del rey de Castilla con la princesa de Francia
madama Radegundis: proyecto que se frustró por la oposición de D. Álvaro de Luna, que se empeñó
en traer de Portugal, con la infanta Doña Isabel, «el cuchillo con que se cortó la cabeza».
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Fué Mosén Diego, en todo tiempo, grande y capital enemigo del Condestable, sin que los primeros
motivos de esta animadversión estén muy claros. Puede decirse que su oficio de predicador político
se inaugura en 1441, con la epístola que desde Segovia, donde estaba al servicio del príncipe D.
Enrique, dirigió [p. 225] al rey, poco tiempo antes de ser entrada la villa de Medina del Campo por el
Rey de Navarra y el infante D. Enrique, los cuales, de este modo sedicioso, obligaron a D. Juan II a
consentir en la sentencia arbitral que desterró de la corte a D. Álvaro. La carta era una exhortación a
la paz, y pareció bien a los del Consejo del rey, salvo al arzobispo de Sevilla D. Gutierre de Toledo,
que desenfadadamente exclamó: «Digan a Mosén Diego que nos envíe gente o dineros; que consejo
non nos fallece». [1] De la doctrina de la epístola nada había que decir en verdad, por ser ajustada
toda a la más cuerda política; ni menos del estilo, grave y modesto, como en pocas escrituras de aquel
siglo puede encontrarse. La misma generalidad de sus consejos la perjudicaba en parte para el efecto
inmediato que su autor se proponía. Pero es cierto que los deberes de la majestad real estaban
ponderados con muy discretos y felices modos, con libertad afable y respetuosa «Traed a memoria,
señor, que soys rey: mirad bien quál es vuestro oficio; que bien acatado, Señor, el reynar más es, sin
duda, cargo que gloria... No es maravilla si los que teneys el poder de Dios en el mundo, algunos
trabaxos, congoxas e males por salvación de vuestros pueblos sufrays. Ca estas cosas todas son juntas
al señorío, e la fortuna ninguno libra de golpe de llaga, desde aquel que posee la más alta silla e usa
de púrpura e oro, hasta aquel que se asienta en la tierra e de lienzo crudo cubre sus carnes... E no
menos deveys acatar como los príncipes, en uno juntos con vuestros súbditos e naturales, soys asy
como un cuerpo humano, e bien tanto como no se puede cortar ningún miembro syn gran dolor e
daño del cuerpo, otro tanto non puede ningún súbdito ser destruydo sin gran pérdida e mengua del
Príncipe. Pues acate agora Vuestra Merced, sy van las cosas segund los comienzos, ¿quántos
miembros serán de cortar? y estos cortados, dezidme, señor: ¿qué tal quedará la cabeza?... Catad,
señor, que escrito es por algunos santos varones, España aver de ser otra vez destruyda. No plega a
Dios en vuestros tiempos esto contezca; que mal aventurado rey es, en cuyo tiempo los sus señoríos
reciben cayda... Agora, [p. 226] señor, de estas dos partes, que en uno contienden, Dios sabe, cierto
quién ha la justicia, e todos sabemos, asy del un cabo como del otro, aver mucho a Dios ofendido;
porque no dudo quiera tomar muy dura venganza e la vitoria quién la avrá, esto sabe nuestro señor.
Mas pongamos ahora que haya aquella vitoria, aquella parte que mas desseays; cierto será muy gran
maravilla poderla aver sin muy gran daño suyo e perdimiento de vuestros reynos, e mucha mengua de
vuestra corona... Buscad, señor, todas las vías porque estas cosas no vengan al postrimer remedio de
batalla.»
Si Valera se presentaba como mediador pacífico en 1441, disimulando cuanto podía su personal
afición e interés por el Príncipe y contra el Condestable, muy diversas eran las circunstancias en
1448, fecha de la segunda y más memorable de sus cartas. Para entonces era declaradamente Mosén
Diego un hombre de partido, empujándole más y más en tal vía el fracaso de su segunda embajada a
Francia, y el desaire que en la primera le había inferido D. Álvaro de Luna, haciendo a un caballero
de su casa, y no a él, portador del sello regio en virtud del cual salieron de prisión el conde de
Armagnac y sus hijos. Las Cortes de Valladolid de 1448, a las cuales asistió Valera como procurador
por Cuenca, juntamente con Gómez Carrillo de Albornoz, señor de Torralba y Beteta, le presentaron
ocasión de hacer lo que ahora llamaríamos un acto político de oposición. Poco antes había mandado
prender el rey a los condes de Benavente y de Alba, al hermano del Almirante, a Suero de Quiñones y
a su hermano, en suma, a los principales enemigos de D. Álvaro; otros habían huído de estos reinos, y
D. Juan II anunciaba a las Cortes su propósito de confiscar los bienes, alcaldías y tenencias de los
presos y de los fugitivos, repartiendo los despojos entre sus fieles servidores. Todos los procuradores
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dijeron que sí, hasta que llegó el voto de Cuenca, y entonces (dice la Crónica) «Mosén Diego ovo de
responder, e dixo al rey D. Juan: «Señor, humilmente suplico a Vuestra Alteza no reciba enojo, si yo
añadiere algo a lo dicho por estos procuradores. Es cierto, señor, que no se puede decir, salvo que el
propósito de Vuestra Alteza sea virtuoso, santo e bueno, pero paresceria si a Vuestra Real Majestad
pluguiese, sería cosa razonable mandase llamar todos [p. 227] estos caballeros, así los ausentes como
los presos, que por sus procuradores paresciesen en vuestro alto Consejo, e la causa allí se ventilase.
E guando se hallare que por la mera justicia les podríades tomar lo suyo, quedaría que Vuestra Alteza
usase de lo que más le pluguiese, es a saber: de la clemencia, o del rigor de la justicia: en lo qual a mi
ver se guardarían dos cosas: Primera, que se guardarían las leyes, que quieren que ninguno sea
condenado sin ser oído e vencido. Segunda, que no se pudiese por vos, señor, decir lo que Séneca
dice: que muchas veces acaesce la sentencia ser justa y el juez injusto, y esto es quando se da sin la
parte ser oída.» Tal defensa de los eternos fueros de la justicia, honra y acredita mucho la entereza de
Diego de Valera, aunque la emplease con un monarca tan débil.
El rey oyó esta peroración con gesto alegre, pero Fernando de Rivadeneyra, que después fué
Mariscal, «ovo tan grande enojo de lo dicho por Mosén Diego, que dixo: Voto a Dios, Diego de
Valera, vos os arrepintáis de lo que habéis dicho: de lo qual el rey ovo enojo, e dixo a Fernando de
Rivadeneyra con gesto turbado que callase. Y el rey no esperó más habla de los otros procuradores, e
partióse para Tordesillas».
Allí le siguió, ocho días después, una larga carta de Mosén Diego, que servía de complemento a su
oración parlamentaria, y que, a pesar de encabezarse con el texto Da pacem, Domine, in diebus
nostris, más que de exhortación a la paz, tenía de combustible lanzado a la hoguera de la discordia
civil. Manifiestamente se proponía el autor imitar las dos famosas epístolas que forjó el canciller
Ayala en nombre del sabidor moro granadino Benahatín, y, a vueltas de muchas máximas saludables
y de algunas pedanterías excusadas, emprendía el proceso político del rey en términos sobremanera
acerbos y descomedidos: «E aunque no quede persona alguna a quien gran parte del daño no toque, a
vos, señor, toca mucho más que a todos: como la pérdida entera sea vuestra, y la mayor infamia y
vergüenza a vuestra real persona redunde... Pues debéis, señor, acatar quanto es grande carga la que
tenéis, e a que la real dignidad vos obliga, e quál es el Juez que vos ha de juzgar, a quien ninguna
cosa se esconde, cuyo poder y querer son iguales... E si agora, señor, vos pensáis por hierro o rigor
vuestros reinos pacificar, esto es [p. 228] muy duro a mí de creer; que ya es el velo de la vergüenza
rompido y el temor de Dios olvidado, y el avaricia en tanto crecida, que no se contenta ni harta
ninguno. Y como Benahatín al rey D. Pedro decía: Guarda que tus pueblos no osen decir, que si
osasen decir, osarán hacer, e si vuestros súbditos han osado decir e hacer, la experiencia es dello
testigo... Ya probastes el hierro, e rigor, de lo qual ¿qué otra cosa salió salvo muertes de infinitos
hombres, despoblamientos de cibdades e villas, rebeliones, fuerzas e robos, e lo que peor es, grandes
errores en nuestra fe?... E según sentencia de Isaías, el príncipe vindicativo no es digno de haber
señorío... ¿El rey Saúl por qué perdió el reino, seyendo ungido por mandado de Dios? ¿Por qué
Roboan, fijo del rey Salomón? ¿Por qué Ezequías, rey de Jerusalén? ¿Por qué infinitos otros de quien
las historias hacen mención? E sin dubda, señor, bienaventurado es aquel a quien los ajenos peligros
hacen sabio. Pues para dar tranquilidad e sosiego e paz perpetua en vuestros reynos, según mi
opinión, quatro cosas son necesarias... conviene saber, entera concordia de vos y del príncipe,
restitución de los caballeros ausentes, delibración de los presos, de los culpados general perdón...¡Oh,
señor!, pues muévase agora el ánimo vuestro a compasión de tan duros males: mirad con los ojos del
entendimiento las muy vivas llamas en que vuestros reynos se consumen y queman: acatad con recto
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juicio el estado en que los tomastes, e quál es el punto en que los tenéis, e qué tales quedarán
adelante, si van las cosas según los comienzos: e si de nosotros no habéis compasión, habedla,
siquiera, señor, de vos; que mucho es cruel quien menosprecia su fama.»
La carta incendiaria de Mosén Diego causó indecible placer entre los enemigos del Maestre de
Santiago, al paso que éste y los suyos la graduaban de intolerable y sedicioso desacato. «Vista por el
rey esta carta (prosigue la Crónica), mandó llamar a Alonso Pérez de Vivero, e a Fernando de.
Rivadeneyra, e mandóles que en su presencia la tornasen a leer, y leída la llevasen al Maestre: el qual
la hizo leer ante sí, e ovo muy grande enojo de la ver. E a causa desta carta, Mosén Diego estuvo en
gran peligro, e fué mandado que le non fuesse librado ninguna cosa que del [p. 229] rey había, [1] ni
menos lo que se le debía de la procuración. E como desta carta se tomasen diversos traslados,
llevaron uno a D. Pedro Destúñiga, conde de Plasencia, al qual tanto plugo de la ver, que envió por
Mosén Diego, e quiso que fuese suyo, e dióle el cargo de la crianza de D. Pedro de Estúñiga, su
nieto.»
Puesto entonces al servicio de uno de los más encarnizados enemigos del Condestable, Valera,
«partícipe de sus miras, cómplice en sus proyectos y por ventura instigador de sus pasiones, no fué el
que menos contribuyó al gran trueco que iban a tener las cosas, y se vengó a su sabor del arrogante
valido». Son palabras de Quintana en su excelente Vida de D. Álvaro, la cual en su brevedad elegante
encierra más substancia que todo el prolijo y retórico libro de Rizzo y Ramírez.
Fué atroz realmente la venganza de Mosén Diego: en sus manos hicieron pleito homenaje de prender
o matar al Maestre los Condes de Plasencia, Benavente y Haro y el Marqués de Santillana. Él fué
quien llevó el cargo de la gente de armas de D. Álvaro de Estúñiga, cuando caminó a Burgos a
prender a D. Álvaro, y, finalmente, se le atribuyó entonces (y para su buen nombre moral y literario
importaría mucho que tal atribución fuese incierta) la redacción de la carta que el rey envió a las
ciudades y villas de su señorío, haciéndoles saber las causas de la prisión y suplicio del condestable.
Esta pieza, más que un documento oficial, parece un libelo grosero y feroz, no solamente contra el
condestable, sino contra el mísero rey que le autorizaba con su firma, y que allí hace vergonzosa
confesión de su nulidad y apocamiento. Y aquí conviene oír de nuevo la justiciera voz de Quintana,
que ciertamente no ha sido de los panegiristas ciegos de D. Álvaro: «Cuando Valera defendía los
derechos de la justicia en las Cortes de Valladolid, era un ciudadano honrado y un procurador a
Cortes entero y respetable; mas al extender este manifiesto es un escritor absurdo y fastidioso,
infamador de su rey, cegado por la animosidad, hombre que se complace vilmente en dar estocadas
en un muerto.»
Lo único que puede decirse en favor de Mosén Diego es que, [p. 230] si contribuyó como el que más
a hacer rodar en el cadalso la noble cabeza del Maestre, no por eso fué cómplice, ni siquiera
espectador impasible de los escándalos del reinado siguiente, a pesar del natural afecto que debía de
profesar al Príncipe en cuyo servicio había encanecido. Así nos lo persuade, no sólo su voluntario
alejamiento de la corte de Enrique IV, no obstante el cargo de maestresala que en ella tenía, sino la
carta que, siendo corregidor de Palencia en 1462, escribió al rey denunciando con suelta y ardiente
lengua el abandono en que tenía «los fechos tocantes a la guerra y gobernación de sus reinos»; la
forma en el dar las dignidades, así eclesiásticas como seculares, a hombres indignos, «no mirando
servicios, virtudes, linajes, ciencias, ni otra cosa alguna, salvo por sola voluntad, e lo que peor es, que
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muchos afirman que se dan por dineros»; el gran apartamiento del monarca, que no dejaba llegar
hasta él las quejas de sus vasallos; la infidelidad en el pago de las obligaciones escritas en los libros
de su cámara; y, finalmente, otro mal mayor, «que todos los pueblos a vos subjectos reclaman a Dios
demandando justicia, como non la fallen en la tierra vuestra, e dicen que como los corregidores son
ordenados para facer justicia e dar a cada uno lo que suyo es, que los más de los que hoy tales oficios
exercen son hombres imprudentes, escandalosos, robadores e cohechadores, e tales que vuestra
justicia venden públicamente por dinero, syn temor de Dios ni vuestro, e aun de lo que más
blasfeman es que, en algunas cibdades e villas de vuestros reinos, vos, señor, mandays poner
corregidores no los aviendo menester nin syendo por ellos demandados, lo qual es contra las leyes de
vuestros reinos».
No sabemos qué efecto haría esta carta en el ánimo confuso y turbado del rey, que, si no estaba falto
de entendimiento para comprender la gravedad de sus enormes culpas, carecía de toda virilidad física
y moral para remediarlas. Valera parece haber abandonado de todo punto su servicio, trocándole por
el de sus antiguos favorecedores los Estúñigas, y luego por el de la casa de Niebla, cuando D. Pedro
de Estúñiga casó con doña Teresa de Guzmán, hija del Duque de Medinasidonia. Desde entonces fué
Andalucía su residencia habitual: en Sevilla fué espectador de los sangrientos bandos de Ponces y
Guzmanes que en su [p. 231] Crónica refiere; y en el castillo del Puerto de Santa María fecha la
mayor parte de sus últimas cartas, por las cuales sabemos que no sólo alcanzó la aurora del feliz
imperio de los Reyes Católicos, sino que les asistió con su consejo y con todos aquellos servicios que
su robusta ancianidad toleraba. Así le vemos dirigirse a Fernando el Católico en agosto de 1476,
reclamando contra «el pedido e monedas» que nuevamente se había mandado repartir con notable
descontento de los pueblos, y proponiendo como mejor arbitrio «una general ymposición en todas las
cosas de comer e mercaderías». Aquel mismo año y mes le escribe las nuevas de la batalla naval
ganada en aguas del cabo de Santa María por los genoveses contra el Rey de Portugal y su aliado el
de Francia. En otras epístolas propone reformas en la administración de justicia, reducción del oro y
la plata a su justo valor, uniformidad en el sistema monetario, escala franca o sea libre comercio para
los extranjeros amigos «que puedan sacar de vuestros reynos todas las cosas acostumbradas...
levándolas en navíos de vuestros naturales». En febrero de 1482, después de la sorpresa de Zahara,
remite un plan de campaña para la guerra de Granada y especialmente para el cerco de Málaga, de
cuya posesión dependía el éxito de la guerra. Al mes siguiente envía al marqués de Cádiz «otro Cid
en nuestros tiempos nacido» el parabién de la toma de Alhama. Después del descalabro de Loja y del
desastre de la Axarquía, vuelve a insistir en la necesidad de apoderarse de los puertos de la mar y no
obstinarse en el antiguo sistema de las talas y correrías. Propone el plan de una armada para guardar
el Estrecho. Aconseja en 1485, después de la toma de Ronda, «comer en barro e desfacer las baxillas
e vender las joyas, e tomar la plata de monasterios e iglesias». De 1486 es su última carta, en que
comunica a los reyes las nuevas de Inglaterra que habían traído algunos mercaderes: la muerte del
tirano Ricardo III y el advenimiento de Enrique VII. No tenemos posterior noticia de Mosén Diego:
todo induce a creer que no alcanzó a ver rendida a Granada, ni a Málaga siquiera.
Si todas estas cartas acreditan en gran manera la sagacidad política, la experiencia bélica, la pericia
marinera, el claro y recto juicio de Valera en cosas de hacienda y de gobierno, y sobre todo su
patriotismo ferviente y elocuencia sincera, no es menor [p. 232] prueba de su recia fibra, no
entorpecida por el peso de los años, el haber armado a su costa dos carabelas en tiempo de la guerra
de Portugal, lanzándose a empresas de corso en la costa de Guinea. Con ellas, su hijo, Charles de
Valera, asaltó y puso fuego a una nao grande portuguesa llamada La Borralla, «cargada de arneses de
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Milán, e cubiertas, e brocados, e sedas de gran valer»; y luego barajó trece islas de Guinea, y prendió
al capitán que el Rey de Portugal tenía en ellas, y trajo por botín cuatrocientos esclavos. No parece,
sin embargo, que tales empresas piráticas le enriqueciesen mucho, puesto que a menudo se queja del
atraso de sus pagas, del mucho dinero que había invertido en balde, y del escaso galardón que los
reyes daban a sus tan cacareados servicios.
El caudal literario de Mosén Diego, no es tan exiguo como da a entender el conde de Puymaigre. Al
contrario, fué uno de los escritores más fecundos de su siglo, y apenas hubo género en que no pusiese
la mano. Su estilo es uno de los más fáciles y agradables de aquella centuria, en que puede decirse
que hubo dos líneas de prosistas: una la pedantesca y latinizada, que empieza en D. Enrique de
Villena y termina en Alonso de Palencia; otra la sana, jugosa y robusta prosa política que se dilata
desde las Generaciones y semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán hasta los Claros varones y las
Letras de Hernando del Pulgar. A esta última pertenecen los escritos de Mosén Diego de Valera, y en
especial sus veintisiete Epístolas enviadas en diversos tiempos e a diversas personas, que son, sin
disputa, la mejor de sus obras, y uno de los documentos más preciosos de la lengua del siglo XV. Sin
ser propiamente cartas familiares, sino más bien memoriales, disertaciones y arengas políticas
disfrazadas en forma epistolar, participan, no obstante, de la soltura y animación propias de las
correspondencias auténticas, y el estilo, casi siempre natural y a las veces enérgico y apasionado,
parece transportarnos en medio de las luchas políticas del siglo XV, que hablan allí con más viveza
que en las páginas de ninguna historia.
Sigue en mérito y en interés a las cartas el Memorial de diversas hazañas, [1] que más propiamente
debiera titularse Crónica [p. 233] de Enrique IV, y coincide en todo lo substancial con lo que
vulgarmente se llama Crónica castellana de Alonso de Palencia, sin más fundamento que estar
tomada en parte de las Décadas latinas de aquel historiógrafo.
Pero no es el Memorial la obra histórica más conocida de Valera. La más popular, la que se reprodujo
en numerosas ediciones (más de doce) durante los siglos XV y XVI, la que por el nombre de su autor
fué designada con el título de Valeriana, es la gruesa compilación, que lleva los títulos de Corónica
de España y Corónica Abreviada, dirigida a la Reina Católica, e impresa en Sevilla en 1482 por
Alonso del Puerto. Y son de notar en la advertencia final los encarecimientos que el autor hace del
arte de la imprenta, inventado en sus días, y por virtud del cual alcanzaba a ver multiplicado uno de
sus libros. «Agora de nuevo, serenísima princesa, de singular ingenio adornada, de toda dotrina
alumbrada, de claro entendimiento manual, así como en socorro puestos ocurren con tan maravillosa
arte de escrevir do tornamos en las edades áureas, restituyéndonos por multiplicados códices en
conocimiento de lo pasado, presente e futuro, tanto quanto ingenio humano conseguir puede, por
nación alemanes muy expertos e continuos inventores en esta arte de impremir, que sin error divina
dezir se puede: de los quales alemanes es uno Michael Dachaver, de maravilloso ingenio e dotrina,
muy esperto, de copiosa memoria, familiar de Vuestra Alteza, a espensas del qual e de García del
Castillo, vecino de Medina del Campo, tesorero de la hermandad de la cibdad de Sevilla, la presente
Historia General en multiplicada copia por mandado de Vuestra Alteza... fué impresa por Alonso del
Puerto, etc. etc.»
El hecho de haber sido la primera Crónica general que vió la luz pública, no contribuyó poco a la
boga, bastante inmerecida, que obtuvo este libro. Venía a llenar la necesidad apremiante de un
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compendio de la historia nacional, y sirvió por medio siglo a falta de otro mejor. Fué base de esta
compilación, como de todas las de su género, que tanto abundan en nuestra literatura de los siglos
XIV y XV, la antigua Crónica general mandada escribir por Alfonso el Sabio; pero Mosén Diego de
Valera, muy dado a todo género de patrañas e historias fabulosas, y tan falto de toda luz crítica
respecto de las cosas pasadas y remotas, como [p. 234] prudente y avisado en las próximas y
presentes, procuró enriquecer su obra con ficciones tomadas de muy distintos originales, intercalando
sin discreción todo lo que había leído en otros centones históricos franceses y latinos, y cuanto había
oído en sus peregrinaciones por Europa. La primera parte de su Crónica, que es una especie de
cosmografía, puede alternar con los viajes de Mandeville, de los cuales en parte está sacada. Valera
admite la existencia de hombres acéfalos, con ojos en los hombros y narices en los pechos: diserta
largamente sobre el Preste Juan y su corte: nos enseña que en Inglaterra hay hojas de árboles que se
convierten en pescados, y otras en aves marinas parecidas a las gaviotas. Las partes segunda y
tercera, que terminan respectivamente en la invasión de los godos y en la invasión de los árabes, y
aun la mayor parte de la cuarta, sirven no para la historia real, sino para estudiar el desarrollo de la
historia poética, que tanto en las ficciones enlazadas con la pérdida de España (cueva de Toledo,
aventuras de la Cava), como en las leyendas de Bernardo, Fernán González y el Cid, aparece
engalanada con nuevos pormenores, en que se ha de ver el reflejo, ya de verdaderos libros de
caballerías como la Crónica Sarracina de Pedro del Corral, ya de cantares de gesta degenerados y de
última hora, como el de las mocedades de Rodrigo, quizá no conocidos tampoco originalmente, sino
por virtud de compilaciones históricas intermedias entre la General y la Valeriana. Desde la muerte
de San Fernando, en que termina el texto atribuído a Alonso el Sabio, Mosén Diego sigue con
bastante exactitud las crónicas regias; pero al llegar al reinado de D. Juan II (límite de su obra)
escribe por cuenta propia, y nos da en rigor una nueva Crónica de este reinado, muy digna de
atención como de testigo presencial y aun actor en casos muy importantes, con la circunstancia de no
haberse valido de la Crónica, que ya entonces existía, pues aunque muchas veces se la pidió a la
reina, en cuya cámara estaba, nunca consiguió leerla, y tuvo que contentarse con sus personales
recuerdos: «Así, muy poderosa princesa, escribiré como a tiento aquello de que me acordare e sé que
pasó en verdad desde que fuí en edad de quince años, en que a su servicio vine, hasta su
fallescimiento (el del rey D. Juan II).» A pesar de tan terminante declaración, que, como dirigida a la
misma reina, [p. 235] excluye toda sospecha de falsedad, es tal la semejanza entre ciertos capítulos de
la crónica y el texto de la Valeriana, que no han faltado quienes acusasen a Mosén Diego de haber
intercalado, por pura vanagloria, en la Crónica de D. Juan II, los lugares en que se habla de su
persona, sus dos primeras cartas políticas y todo el relato de la prisión y proceso de D. Álvaro de
Luna. Pero lo verosímil es creer que tal interpolación fué hecha después de 1482 por cualquiera que
había leído la Crónica abreviada y juzgó de gran curiosidad añadir sus noticias a las de la Crónica de
Don Juan II, que pasó por tantas manos antes de llegar a las de Galíndez de Carvajal.
La Genealogía de los reyes de Francia, tomada en su mayor parte de la Crónica Martiniana; un
breve tratado sobre los Orígenes de Roma y Troya; un Tratado de los linajes nobles de España, y
algún otro opúsculo de materia genealógica, inéditos hasta el presente, completan la serie de las obras
históricas de Mosén Diego de Valera. De interés también puramente histórico para nosotros son el
célebre Tratado de las armas, más comúnmente llamado de los rieptos e desafíos, del cual existen
dos rarísimas ediciones sin año ni lugar de impresión: breve, exacto y elegante compendio de las
leyes y prácticas caballerescas observadas en Francia, Inglaterra, Alemania y España, digno, en suma,
de quien tantas lanzas había roto en justas y torneos y a tantos pasos de armas había llevado su
empresa; el de las Preeminencias y cargos de los Oficiales de armas, incluyendo no sólo los llamados
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reyes, sino los farautes y persevantes; y aun si se quiere el Ceremonial de Príncipes, que declara las
prerrogativas de emperadores, reyes, duques, marqueses, condes, etc. Se le atribuye además una
traducción del Árbol de las batallas, libro francés de Honorato Bonet; pero la única que hemos visto
es de Antón de Zorita, criado del Marqués de Santilana, para quien la hizo en 1441. [1]
Entre los tratados que pudiéramos decir doctrinales, de moral [p. 236] o de política, sección muy
abundante en las obras de Mosén Diego, merecen especial aprecio el de Providencia contra Fortuna,
muchas veces impreso al final de los Proverbios del Marqués de Santillana, y reproducido casi
íntegro por Capmany como tipo de la mejor prosa del siglo XV, aunque no sea más que un tejido de
lugares comunes; el Breviloquio de Virtudes, el Doctrinal de Príncipes, inédito todavía, aunque es de
los más curiosos, porque principalmente trata de las diferencias entre el rey y el tirano; la
Exhortación a la paz, que es casi una paráfrasis de las dos cartas que dingió a D. Juan II; y,
finalmente, la Defensa de virtuosas mujeres y el Espejo de verdadera nobleza, libros que tienen punto
por punto los mismos temas que el Triunfo de las donas y la Cadira del honor de Juan Rodríguez del
Padrón, con la diferencia de dar Valera más espacio a los ejemplos históricos que a la argumentación
escolástica, y con la diferencia todavía mayor del estilo, que en el cronista de Cuenca es por lo común
llano, apacible y ameno, al paso que en el trovador gallego peca constantemente de alegórico,
redundante, emblemático, y si se quiere poético, pero con mala manera de lirismo. [1]
Sólo la importancia del personaje presta alguna curiosidad a las poesías de Mosén Diego de Valera
que nos han servido de [p. 237] pretexto para dar esta breve razón de su persona. Estos versos, pocos
y malos, se encuentran dispersos en varios Cancioneros impresos y manuscritos: hay cinco
composiciones en el de Stúñiga, y otras varias en el que fué de Gallardo, en los de la Biblioteca
Nacional de París, en uno de la Biblioteca de Palacio. Las únicas que suelen citarse, no por otra cosa
que por lo disparatadas e irreverentes, son las parodias eróticas (inéditas todavía, según creo) de los
siete Salmos penitenciales y de la Letanía, donde, entre otros santos de su peculiar calendario, invoca
a Tarquino, el forzador de Lucrecia. Escribió Valera alguna que otra poesía política, entre ellas una
con ocasión del suplicio de D. Álvaro, pero sus letanias y sus salmos son los que hicieron escuela.
Pronto le imitaron como a porfía Juan de Dueñas y Suero de Ribera en sus respectivas Misas de
Amor, [1] donde se leen los más absurdos sacrilegios, traduciendo, v. gr., el Agnus Dei: «Cordero de
Dios de Venus», y el Credo in unum Deum:
Creo, Amor, que tú eres
Cuidado do placer yace,
Que faces a quien te place
Rescebidor de placeres...
Ya veremos cómo a todos les arrebató la palma en tan detestable género aquel energúmeno de Garci
Sánchez de Badajoz, que compuso las Lecciones de Job alegorizadas al Amor, «y estaba en punto, si
la locura no le atajara (dice D. Diego de Mendoza) de hacer al mismo tono todas las homilías y
oraciones». Cómo se compagina todo esto con tanta cristiandad como dicen que había en tiempos
antiguos, no seré yo quien lo determine: puede que a estos poetas les pasase lo que a los sacristanes,
que pierden la reverencia a las imágenes de los santos de puro quitarlas el polvo. Creemos inútil, en
trabajo tan compendioso como el presente, tejer el inventario de los innumerables versificadores del
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tiempo de D. Juan II, puesto que nada nuevo podrían añadir a lo que conocemos por el estudio de los
ingenios culminantes. Con decir que en aquella corte todo el mundo hizo versos, bien puede [p. 238]
inferirse la cantidad, y también la calidad, de semejante producción. El aspecto social es lo único que
suele interesar en esta poesía, y la biografía de los poetas suple muchas veces las deficiencias de sus
versos. Poco valen, por ejemplo, los de Suero de Quiñones; pero para nadie puede ser indiferente el
saber que los compuso, y que probablemente fueron dirigidos a aquella misma dama por cuyo amor,
y en señal de esclavitud, llevaba todos los jueves al cuello una cadena de fierro, hasta que concertó su
rescate en «trescientas lanzas rompidas por el asta con fierros de Milán», en la Puente de Órbigo,
camino de Santiago, quince días antes y quince después de la festividad del Apóstol. Aquí la prosa de
un documento oficial, el testimonio del notario Pedro Rodríguez de Lena, triunfa de toda ficción
posible. Es la caballería en su segundo período, frívola, mundana y galante, tanto más deslumbradora
en sus quimeras, cuanto más próxima a su ocaso. Ilustres poetas modernos, el Duque de Rivas en el
Paso Honroso, Maury en Esvero y Almedora, han renovado este argumento, que entre los
contemporáneos no inspiró versos, sin duda porque el caso, en medio de su extrañeza, tenía en
España y fuera de ella, especialmente en la corte de los Duques de Borgoña, hartos ejemplos.
Más que las querellas de amor, y las divisas y los motes de los trovadores aristocráticos del siglo XV,
sirven para la historia las cínicas y desvergonzadas lucubraciones de sus protegidos o parásitos, los
poetas semipopulares o más bien plebeyos, de que ya hemos visto tantas muestras en el Cancionero
de Baena, empezando por su propio colector, que es uno de los más desaforados, maldicientes y
pedigüeños. Este género de sátira procaz, licenciosa y callejera, abunda en tiempo de D. Juan II, pero
menos que en los dos reinados posteriores. El poeta que principalmente la personifica, así por lo
espontáneo y acerado del chiste, como por la torpeza habitual de su empleo, Antón de Montoro, el
Ropero de Córdoba, empezó a escribir en este período; pero alcanzó al de los Reyes Católicos, y el
principal y digno teatro de su musa facinerosa y desalmada fué la corte de Enrique IV; allí iremos a
buscar, como en su propio centro, a Montoro, que fué, sin disputa, el rey de los poetas de donaire en
e] siglo XV. Juan de Valladolid, el llamado Juan Poeta, su émulo en truhanería y [p. 239] defachatez,
ya que no en ingenio, pasó por la corte napolitana de Alfonso V, y a ella pertenece su estudio. Micer
Martín el Tañedor, que, como su apodo lo indica, era un juglar, músico y poeta al propio tiempo,
tiene la singularidad de haber sido poeta bilingüe: nacido quizá en el reino de Aragón, componía
versos indiferentemente en castellano y en catalán:
A mí más me place oyr a Martín,
Quando canta e tañe alegres vegadas
Sus cantigas dulces muy bien concordadas,
Así en castellano como en lymosin.
(Núm. 97 del Cancionero de Baena.)
Tuvo un hermano llamado Diego, tañedor como él, más conocido que por sus propias canciones, por
una sátira feroz que contra él lanzó Antón de Montoro, diciendo entre otras lindezas que el Duque (de
Medina Sidonia) y el Maestre de Santiago dormían con su mujer. En el Cancionero de burlas hay
también algunas coplas, poco picantes ni chistosas, de un Maese Juan el Trepador, guarnicionero de
oficio.
En mejor compañía que estos copleros, y algo separados de ellos también por su condición y estado,
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deben andar los reyes de armas Toledo y Moxica, y el honrado escudero Pedro de la Caltraviesa. De
Toledo, que era un mediano poeta erótico, escribió Antón de Montoro en uno de sus epigramas:
¿Cuál quisiérades vos más:
Que se perdiera la fe,
O la planta de Noé?
Fernán Moxica tiene diálogos con su dama muy fáciles y donosos, de cortesano y apacible discreteo,
y versificados con tanta soltura, que parecen de la época de Castillejo. Muestra pretensiones bastante
justificadas de poeta culto: después de la batalla de la Higuera, celebró a D. Juan II en un poema
alegórico, haciendo gala de seguir como maestros a D. Enrique de Villena y al Marqués de
Santillana:
Mas Enrique de Villena,
Con el barón de la Vega,
Alumbren mi mano ciega,
Faciendo conclusión llana.
[p. 240] De Pedro de la Caltraviesa dió a conocer Amador de los Ríos un largo y enérgico decir en
que se pinta con vivos colores y sin ningún género de reticencias la situación moral de Castilla. El
estilo fresco y desembarazado de esta pieza, conserva cierto sabor popular y patriótico:
Después de muertos los godos,
Que se ganó el Portogal,
Non sabían decir todos:
Guardabrazos nin brazal,
Placas, almete, gorjal.
Tales nombres nin oyeron,
Mas la batalla vencieron
Del Puerto de Muradal.
De penachos non usaron,
Con temor del vendaval,
Los que por fuerza ganaron
A Jahén et Rabanal.
Faca extraña nin chival
Los que digo non decían,
Empero bien defendían
Sus capas et su portal.
Lorigas et brafoneras,
Grand jaez et correal,
Capellinas con baveras,
Bacinetes de casual,
Tiracolas con ramal,
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Faldas, moscaques, panceras,
Quexotes et canilleras,
Mazas de medio quintal,
Caballos de Zacatena,
Cofia, dagas et frontal,
Sillas fuertes con cadena,
Graves estoques, puñal...
Esta guarnición atal
Usaron los castellanos,
Et vencieron por sus manos
Mucha batalla campal.
La catástrofe de D. Álvaro de Luna, quien todavía dió mayores pruebas de grandeza humana sobre
las tablas ensangrentadas del radalso que en la cumbre del poder y de la prosperidad, tuvo inmensa
resonancia en el alma de sus contemporáneos, y dió materia a gran número de poesías, si bien
ninguna aventajó [p. 241] al iracundo y vengativo canto que la nobleza castellana levantó por boca de
D. Íñigo de Mendoza en el día de su triunfo. Hay composiciones de Mosén Diego de Valera, de Juan
Poeta, de Fernando de la Torre (el Testamento del Maestre), de Juan Agraz, de Pero Guillén de
Segovia, y hasta de un catalán, Berenguer de Masdovelles, que los compuso en su lengua nativa. Casi
todos estos versos son hostiles a la memoria de D. Álvaro, como obra de enemigos suyos o de
trovadores asalariados por sus enemigos, y en casi todos domina la idea de que sólo desde aquel día
empezaba a ser rey D. Juan II:
Agora eres tú el rey
Magnífico e soberano:
Agora cumples la ley...
Bésente todos la mano,
le decía Juan de Valladolid. Y añadía Juan Agraz, poeta de Albacete, con más libertad y elevación
política:
Rey que siempre deseastes
Buen faser e buen vevir,
Pues del sueño despertastes,
Non vos tornés a dormir...
Que Dios quiere consentir
Que vuestra real persona
Presto pueda redemir
Lo que cumple a la corona.
..............................
Así como al rey Asuero,
Incitado por Ester,
El Bien Sumo verdadero
Alumbró vuestro poder,
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No ympidades el poder
Que vos dió la dignidad,
Nin tornés a someter
Vuestra excelsa potestad...
Una sola poesía hay de tendencias apologéticas, aunque un tanto embozadas: el dezir de Pedro
Guillén de Segovia, notable poeta cuyas principales obras pertenecen al reinado siguiente. [1]
[p. 242] La impresión que deja el espectáculo de esta abigarrada muchedumbre de copleros de pobre
y oscura condición, y a veces de ínfimo origen, tiene algo de extraña y contradictoria. Cuando vemos
a un sastre remendón, y judío converso por añadidura como Antón de Montoro, alternar en
correspondencia poética con el Marqués de Santillana; y a Juan de Valladolid, hijo de un pregonero o
de un verdugo, recorrer festejado, no sólo todas las cortes de nuestra Península, sino las italianas de
Nápoles, Mantua y Milán, parece a primera vista que el ingenio allanaba todas las distancias, creando
una especie de democracia. Pero considerándolo más atentamente, tal ilusión comienza a
desvanecerse, y hay que confesar que la mayor parte de estos juglares degenerados hicieron todo lo
posible por deshonrar su arte y deshonrarse a sí propios, no sin que en esta degradación moral tuviese
mucha parte el género de protección que se les otorgaba, no muy diversa de la que recaía en los
truhanes y mozos de pasatiempo. Es de suponer, por ejemplo, que a los ojos de Alfonso V, Juan
Poeta valiese todavía menos que aquel Mosén Borra, miles gloriosus, que había trocado la toga del
jurisconsulto por los cascabeles del bufón, y a quien el rey se complacía en llenar de oro las
faltriqueras y la escarcela, hasta que cayese desfallecido bajo el peso de las monedas. Faltos, pues, de
todo ideal y de toda delicadeza artística; divorciados del pueblo e infieles a su origen; faltos también
de positiva cultura y de paladar moral, entregados alternativamente a la maledicencia grosera o a la
lisonja vil; profanadores de todo lo sagrado y caballeresco; sabandijas de corte, tanto más
despreciadas y vilipendiadas, cuanto mayores eran los esfuerzos que hacían para sobreponerse a sus
compañeros de domesticidad en aquella lucha de pasquines soeces, presentan el repugnante
espectáculo de una jauría de canes hambrientos disputándose los despojos de la mesa de su señor. El
Cancionero de obras de burlas provocantes a risa es el libro de oro de esta escuela; ya volveremos a
él: parece escrito en una mancebía por una reunión de rufianes ebrios. Pero no se ha de negar que esta
[p. 243] bárbara poesía tiene un cierto género de vida, grosera y material sin duda, que contrasta con
lo amanerado y fastidioso de la poesía amatoria y alegórica de los Cancioneros, y para el historiador
importa mucho más que ésta, porque la historia recoge en todas partes las palpitaciones de la vida, y
puede descender a todos los lodazales sin mancharse.
Muchos poetas de la corte de D. Juan II, tales como Lope de Estúñiga, Juan de Dueñas, Juan de
Tapia, Suero de Ribera, pasaron a Nápoles con Alfonso V, y ya es tiempo de buscarlos en este nuevo
teatro abierto a las musas castellanas.
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 197]. [1] . Monumentos antiguos de la Iglesia Compostelana, pág. 6. (Madrid, 1883.) El Padre
Fita discurre docta e ingeniosamente sobre Rodríguez del Padrón y su novela en el capítulo VIII del
libro que, en colaboración con don Aureliano Fernández Guerra, publicó en 1880 con el título de
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Recuerdos de un viale a Santiago de Galicia. (Madrid, 1880.)
[p. 199]. [1] . Recuérdese, por ejemplo, la dedicatoria de El siervo libre de amor, a su amigo el juez
de Mondoñedo, Gonzalo de Medina: «Mas como tú seas otro Virgilio e segundo Tulio Cícero,
príncipes de la eloquencia, non confiando del my simple ingenio, seguiré el estilo, a ty agradable, de
los antiguos Omero, Publio Maro, Persio, Séneca, Ovidio, Platón, Lucano, Salustio, Estacio,
Terencio, Juvenal, Horacio, Dante, Marco Tulio Cicero, Valerio, Lucio, Eneas, Ricardo (?),
Quintiliano, trazando ficciones, según los gentiles nobles, de dioses dañados e deesas, no porque yo
sea honrador de aquellos, más pregonero del su grand error, y siervo yndigno del alto Jesús.» De
todos los autores nombrados en esta retahíla, maldito si ninguno puede reclamar cosa importante en
El siervo libre de amor; Juan Rodríguez no los cita más que para dar a entender que los conocía de
nombre.
[p. 205]. [1] . Esta entretenida narración, que se halla en un códice de la Biblioteca Nacional, y que, a
juzgar por su principio, debió de formar parte de una colección de biografías o cuentos de trovadores,
en que también se hablaba de Garci Sánchez de Badajoz, fué publicada por don Pedro José Pidal en la
Revista de Madrid (noviembre de 1839), reproducida en las notas del Cancionero de Baena, y
últimamente en los apéndices de las Obras de Juan Rodríguez del Padrón.
[p. 207]. [1] . Es la misma inserta en el cancionero de Baena, y recordada en la novela anónima, que
la llama tan celebrada entre nosotros. Grande honra la dió Juan de Valdés con citarla en el Diálogo de
la lengua.
[p. 207]. [2] . Minoram subiit institutum in patria, ubi, concessis facultatibus coenobio construendo,
vitam duxit religiosissimam. Floruit sub annum 1450. (Scriptores Ordinis Minorum , en el artículo
Fray Juan de Herbón).
[p. 210]. [1] . Este decir no figura en las Obras de Juan Rodríguez del Padrón. La copia de Floranes
fué hallada por el Sr. Paz y Melia después de impresa su colección, y se apresuró a darla a conocer en
el tomo de Opúsculos Literarios de los siglos XIV a XVI, con que en 1892 ha enriquecido la colección
de nuestros Bibliófilos. Ha de advertirse, sin embargo, que esta composición es casi literalmente la
misma que dos voces se lee en el Cancionero de Baena (números 331 y 533), la primera a nombre de
Diego Martínez de Medina, la segunda a nombre de Fernán Sánchez de Talavera.
[p. 213]. [1] . Es lástima que libro tan peregrino haya llegado a nuestros días en una sola e
incorrectísima copia, la contenida en el códice Q. 224 de la Biblioteca Nacional. En algunas partes
apenas hace sentido, y parece que faltan
palabras. De ella proceden las dos ediciones que se han hecho de esta novela, la primera por don
Manuel Murguía en su no terminado Diccionario de escritores gallegos (Vigo, 1862), y la segunda
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por el Sr. Paz y Melia en su ya elogiada colección de las Obras de Juan Rodríguez de la Cámara o
del Padrón (Madrid, 1884).
[p. 218]. [1] . Del Triunfo de las donas no se conocen más que dos códices: uno de la Biblioteca del
Duque de Frías, y otro de la Nacional. Las copias de la Cadira abundan más: hay una en el Museo
Británico, otra en la Academia de la Historia y otra entre los manuscritos de la Casa de Osuna,
agregados hoy a la Nacional. Teniendo presentes la mayor parte de estos textos, y notando las
variantes, ha publicado ambas obras el Sr. Paz y Melia, sin olvidarse de añadir la traducción francesa
del Triunfo, hecha en 1460 por un portugués llamado Fernando de Lucena en la corte de Felipe el
Bueno, Duque de Borgoña. Se conservan dos manuscritos de esta versión (uno de ellos muy lujoso)
en la Biblioteca de Bruselas; y Brunet cita una edición de 1530.
[p. 218]. [2] . Publicada por el Sr. Paz y Melia en los apéndices de su colección.
[p. 219]. [1] . En una de estas epístolas apócrifas, la de Troylo a Briseyda, se lee el siguiente pasaje,
en verdad muy poético, y que a su discreto editor le ha traído a la memoria una divina escena de
Romeo y Julieta:
«Miémbrate agora de la postrimera noche que tú e yo manimos en uno, e entravan los rayos de la
claridat de la luna por la finiestra de la nuestra cámara, y quexávaste tú, pensando que era la mañana,
y decias con falsa lengua, como en manera de querella: «¡Oh fuegos de la claridat del radiante divino,
los quales, haziendo vuestro ordenado curso, vos mostrades y venides en pos de la conturbal hora de
las tinieblas! Muevan vos agora a piedat los grandes gemidos y dolorosos suspiros de la mezquina
Breçayda, y cesat de mostrar tan ayna la fuerza del vuestro grant poder, dando logar a Bresayda que
repose algund tanto con Troylos su leal amigo!» E dezías tú, Bresayda: «¡Oh quánto meternía por
bienaventurada si agora yo supiese la arte mágica, que es la alta sciencia de los mágicos, por la qual
han poder de hazer del día noche y de la noche día por sus sabias palabras y maravillosos sacrificios...
¿E por qué no es a mí posible de tirar la fuerza al día? E yo, movido a piedat por las quexas que tú
mostrabas, levánteme y salli de la cámara y vi que era la hora de la media noche, quando el mayor
sueño tenía amansadas todas las criaturas, y vi el ayre acallantado, y vi ruciadas las fojas de los
árboles de la huerta del alcázar del rey mi padre, llamado Ilión, y quedas, que no se movían, de guisa
que cosa alguna no obraban de su virtut. E torné a ti, y dixete: «Breçayda, no te quexes, que no es el
día como tú piensas.» E fueste tú muy alegre con las nuevas que te yo dixe...»
2. Su nombre llevaba un códice, con trazas de original, que existía (y quizá exista aún) en el Archivo
de la Iglesia de Santillana, y del cual envió el Abad copia en 1643 a don Lorenzo Ramírez de Prado.
Esta copia se conserva hoy en la Biblioteca de Palacio. Con nombre de Ruy Vázquez, y la misma
fecha de 1468, está en otra copia, también moderna, de la Biblioteca Nacional.
[p. 220]. [1] . Hasta los nombres de los héroes de su novela, Ardanlier y Liesa («Liesse») tienen sabor
francés.
[p. 220]. [2] . En una de las glosas de su Sátira (escrita antes de 1466), el Condestable de Portugal
narra la fábula de la transformación de Aliso, tomada del Triunfo de las donas; y en otra compendia
el argumento de la novela de El siervo, que debió de ser bastante conocida en Portugal, puesto que en
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unos versos de Duarte de Brito, insertos en el Cancionero de Resende, se cita a Ardanlier y Liessa,
con otras parejas de enamorados, entre ellos Panfilo y Fiameta, y Grimalte y Gradissa.
[p. 220]. [3] . Libro XXI, cap. XVI.
[p. 220]. [4] . La principal biografía de Mosén Diego de Valera es la que publicó don Pascual de
Gayangos en la Revista Española de Ambos Mundos (1854),
y fué reproducida en la Antología Española de Ochoa (París, 1862). Véase también una nota muy
bien hecha en el Cancionero de Stúñiga: y la introducción del Sr. Balenchana a las Epístolas de
Valera, edición de la Sociedad de Bibliófilos Españoles.
La mayor parte de los datos que tenemos sobre Mosén Diego, proceden de sus mismas obras, en que
gustó mucho de hablar de su persona; y por la índole un tanto ponderativa y jactanciosa, del
personaje, han de leerse con cierta cautela.
[p. 223]. [1] . Claros Varones, título XVII.
[p. 225]. [1] . Esta carta es muy conocida, por hallarse inserta en la Crónica de Don Juan II (año 41,
cap. IV).
[p. 229]. [1] . Hasta entonces había sido criado o camarero suyo: e yo que servía entonces el plato,
dice en su Crónica Abreviada, capítulo CXXV.
[p. 232]. [1] . Le publicó por primera vez don Cayetano Rosell, en el tomo III de Crónicas de los
Reyes de Castilla, de la Biblioteca de Rivadeneyra.
[p. 235]. [1] . Así el Tratado de las armas, como el Ceremonial de Príncipes, el de las
Preeminencias, el Espejo de verdadera nobleza y el Tratado en defensa de virtuosas mujeres, figuran
en el tomo publicado por la Sociedad de bibliófilos españoles, en 1878, con el título de Epístolas de
Mosén Diego de Valera... juntamente con otros cinco tratados del mismo autor. Cuidó de esta
edición don José Antonio de Balenchana.
[p. 236]. [1] . Es curiosa la diatriba que contra Boccaccio se lee en este libro. «Pues a ti, Juan
Boccaccio, que en los postrimeros días de tu vida las amortiguadas llamas de amor revivastes, por las
quales fueste constreñido tus loables fechos con poquillas letras manzillar, ¿tú eres aquel que
escreviste libro de Claras mujeres, onde con gran trabajo ayuntaste la castidad e perpetuas virginidad
de muchas? ¿Tú eres aquel que escriviendo el tu libro de las Caydas, recontando las condiciones de
las mujeres no buenas, dixiste: no quiera Dios que yo diga por todas; que en ellas hay muchas santas,
e castas, e virtuosas, las quales con grant reverencia son de acatar; e después, olvidada la vergüenza
de ti, escreviste en el tu Corvacho lo que mi lengua debe callar? ¡Oh, vergonzosa cosa, no solamente
para ti, más aun para el hombre del mundo que menos supiese!...» Y en nota añade: «Decía yo esto,
porque cuando Juan Boccaccio escrevió este libro Corvacho, era enamorado de una dueña florentina,
e como fuese él en edat aborrescible para ser amado, ella burlaba mucho dél, e amaba a un otro
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mancebo florentino; y el mesmo Juan Boccaccio en este Corvacho, dize que la dueña, estando con
aquel mancebo muchas veces burlando dél, desía: «Ves allí al enamorado mío», de lo qual mucho
indignado Juan Boccaccio, escribió en este libro muchas fealdades generalmente de todas las
mujeres.»
[p. 237]. [1] . Publicada la de Ribera por Ochoa, Rimas Inéditas del siglo XV, página 389. La de Juan
de Dueñas está en el Cancionero inédito que fué de Gallardo.
[p. 241]. [1] . De la poesía política en tiempo de D. Alvaro de Luna hizo especial estudio Amador de
los Ríos, en dos artículos publicados en la Revista de España (1872). El mismo Amador, en el tomo
VI (capítulo III), de su Historia Crítica, y don Pedro José Pidal en el prólogo al Cancionero de
Baena, discurren largamente sobre los poetas eruditos populares del siglo XV, y hacen notar su
importancia como fuente histórica.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 245] CAPÍTULO XIV.—ALFONSO V DE ARAGÓN EN NÁPOLES.—RELACIONES
ENTRE ESPAÑA E ITALIA ANTES DE ESTA ÉPOCA.—ESPAÑOLISMO DE ALFONSO V.
PERSONAJES DE SU CORTE: ESPAÑOLES E ITALIANOS.—LOS HUMANISTAS
PROTEGIDOS POR ALFONSO V.—FERRANDO VALENTÍ Y SUS ENSAYOS CLÁSICOS.
—OTROS HUMANISTAS LEVANTINOS.—MOSÉN PERE TORRELLAS; JUAN RIBELLES.
—LOS POETAS DEL «CANCIONERO DE STÚÑIGA»; CARVAJAL O CARVAJALES;
LOPE DE STÚÑIGA Y OTROS POETAS DE AQUEL CANCIONERO.—ÚLTIMOS
ACENTOS DE LA POESÍA CASTELLANA EN HONRA DEL MONARCA ARAGONÉS.
En 26 de febrero de 1443 entró Alfonso V, rey de Aragón, en la conquistada Nápoles, con pompa de
triunfador romano: coronado de laurel, con el cetro en la mano diestra y el globo áureo en la siniestra,
en carro tirado por cuatro caballos blancos, mostrando a sus pies encadenado el Mundo. Precedíanle
en otros carros alegóricos la Fortuna y las Virtudes, entre las cuales descollaba la Justicia. Un arco
inmenso, para el cual se habían derribado cuarenta brazas de muralla, dió ingreso en la ciudad a
aquella espléndida y abigarrada comitiva, en que por primera vez se mezclaban Italia y España, y la
Edad Media y el Renacimiento. Mientras en una parte sesenta mancebos venidos de Toscana
representaban, vestidos de púrpura y grana, los juegos florentinos, en otro lado numerosa cohorte de
aragoneses y catalanes, unos en caballos mecánicos, otros a pie, vestidos de persas y de asirios, con
lanzas y cimitarras, ejecutaron una danza [p. 246] bélica, seguida de un simulacro de batalla,
entonando al par cantos de victoria en su lengua nativa, es decir, los unos en catalán y los otros en
castellano de Aragón, según el parecer más probable. Concitato sensim cantu, ipsi pariter
inflammabantur praeliumque miscebant, dice el Panormita. Cerraba el séquito la Torre de la Paz,
cuya puerta guardaba un ángel con la espada desnuda. En la pompa medio bárbara, medio clásica,
con que se solemnizaba aquel día de gloria, aparecía de resalto el carácter de iniciación artística que
iba a tener aquel reinado. «Entonces fué revelado a los españoles (dice un crítico reciente) [1] el
nuevo aspecto de la vida italiana, y poco después empezaron a conocer los italianos la nueva vida
española.» La corte de Alfonso V es el pórtico de nuestro Renacimiento, la primera escuela de los
humanistas españoles.
Hasta entonces nuestras relaciones con Italia habían sido puramente guerreras y comerciales; la
dominación de la Casa aragonesa no había llegado todavía al continente, pero era inevitable que
llegase. La grandeza y prosperidad comercial de Barcelona, la hizo en breve tiempo rival de las
repúblicas marítimas de Italia. Y cuando los derechos de la sangre y el voto popular de los sicilianos,
después de las sangrientas vísperas de Palermo, movieron a D. Pedro III a recoger la herencia de
Corradino y a ocupar la más grande y opulenta de las islas italianas, bien puede decirse que catalanes
y sicilianos, conducidos a la victoria por Roger de Lauria, formaron un solo pueblo durante aquella
edad heroica en que el gran monarca aragonés que, según la expresión de Dante,
D'ogni valor portò cinta la corda...
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y a quien hizo Boccaccio héroe de la más delicada y exquisita de sus novelas, resucitó las muertas
esperanzas de los gibelinos de toda Italia. Ni un punto se interrumpe durante la Edad Media esta
fraternidad entre ambos pueblos; no hubo príncipe más querido de sus vasallos de Sicilia que D.
Fadrique de Aragón, y [p. 247] la compañía catalana que pasó a Oriente, llevaba por primer jefe a un
italiano (de Brindis), Roger de Flor. De tal modo se catalanizó aquella isla clásica, que vino a quedar
como segregada del continente, y apenas participó de los generales destinos de Italia. Igual
fenómeno, y todavía con influencia más honda, presenta la isla de Cerdeña, cedida a D. Jaime II de
Aragón por el Papa Bonifacio VIII en 1297, y definitivamente conquistada de los pisanos en 1326 por
los catalanes, que establecieron allí una colonia y comunicaron su lengua, la cual todavía persiste en
Alguer, tercera población de la isla. Aparte de estas conquistas, los catalanes intervienen activamente
en la historia de Italia, ya como soldados mercenarios, ya como piratas, ya como traficantes. Los
siglos XIV y XV marcan el apogeo de su gloria comercial. Ya en 1307 tenían dos cónsules de su
nación en Nápoles, y sus mercaderes ocupaban una calle entera. En Pisa tenían, desde 1379, no sólo
cónsul, sino lonja o casa de contratación, libertad absoluta de comercio, exención de todas las gabelas
impuestas a los forasteros, y otra porción de privilegios útiles y honoríficos. Pasaban, como ahora,
por muy industriosos, ladinos y sagaces: homines cordati et sagaces inter Hispanos, dice Benvenuto
de Imola. «Guárdate de pláticas y tratos con catalanes», exclama un personaje de la novela 40 de
Massuccio Salernitano. A cathalano mercatore mutuum non accipere, es consejo de Pontano.
Tenían los italianos muy vaga y confusa idea del centro de España. Sólo por excepción habían
conocido algún ejemplar de los españoles de Castilla, de los semi-barbari et efferati homines de que
habla Boccaccio. Del tratado De vulgari eloquio se infiere que Dante no sabía siquiera la existencia
de nuestro romance, o le confundía con el provenzal. Existían, sin embargo, las relaciones religiosas
con Roma, las relaciones jurídicas con los decretalistas y glosadores de los estudios de Bolonia y
Padua. Alfonso el Sabio había sido elegido emperador por iniciativa de los pisanos, que le llamaban
excelsiorem super omnes reges qui sunt vel fuerunt unquam temporibus recolendis. Brunetto Latini
vino a él en 1260 como embajador de los güelfos de Florencia, y al principio de su libro del Tesoretto
hace grandes encarecimientos de la persona de nuestro sabio rey, hasta decir que
[p. 248] Sotto la luna
Non si truova persona
Che per gentil lingnagio
Nè per alto barnagio
Tanto degno n'en fosse
Com' esto re Nanfosse.
Un infante de Castilla, hijo de D. Fernando, el famoso aventurero D. Enrique, llamado el Senador por
haberlo sido de Roma, personaje inquieto y revolvedor, a quien no pueden negarse ni esfuerzo bélico
ni ciertas dotes de político, lidió bizarramente en Tagliacozzo, como auxiliar de Corradino, al frente
de 800 caballeros españoles, y, si se perdió la batalla, no fué ciertamente por su culpa, sino por haber
cejado la hueste de los alemanes que acompañaban al desventurado príncipe gibelino. Mejor y más
duradera memoria dejó en la centuria siguiente el cardenal Gil de Albornoz (uno de los más grandes
hombres que nuestra nación ha producido, y en talento político quizá el primero de todos),
reconquistando palmo a palmo el patrimonio de San Pedro, aniquilando a los tiranos que le oprimían
y devastaban, y abriendo nueva era en el estado político de Italia y aun en el derecho público de la
cristiandad. Ningún otro español, sin excluir al mismo Alfonso V, ha pesado tanto como él en la
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historia de Italia, aun en aquello que esta historia tiene de más universal. Pero sus acciones, como
meramente personales que fueron, no quitan al rey de Aragón la gloria de haber ingertado el primero
la rama española en Italia, para que allí reinase largo tiempo, según la expresión de Paulo Giovio: Qui
primus Hispanicae sanguinis stirpem, ut diu regnaret, Italiae inseruit. En él comienza la
españolización de la Italia meridional, que se adelantó en más de medio siglo a la del resto de Italia.
Y claro es que aquí no se trata del mero hecho de la conquista, sino de relaciones más íntimas que
después de ella nacieron; de un contacto, no hostil, sino familiar, entre ambos pueblos: de un
comercio de ideas, de costumbres y de productos literarios. Aumenta la importancia del caso el haber
coincidido precisamente los tiempos del magnánimo Alfonso (a quien nuestra historia patria no ha
consagrado todavía un monumento digno de su gloria) con el período culminante del Renacimiento
clásico y [p. 249] de la cultura de los humanistas, la cual totalmente se enseñoreó del ánimo de aquel
gran monarca, y no sólo encontró en él uno de sus más espléndidos y magníficos patronos, a la vez
que un discípulo ferviente, sino que le movió a difundirla entre sus súbditos españoles, si no con gran
resultado inmediato (porque ninguna cosa aparece perfecta desde sus principios), a lo menos con
loables y eficaces esfuerzos que preparan y anuncian las glorias de la centuria siguiente.
De Alfonso V, guerrero y conquistador, se ha escrito bastante en Italia y en otras partes, por ser sus
hechos de los más capitales en la historia del siglo XV. Poco se ha hecho en España, donde los
novísimos historiadores de la Corona de Aragón apenas han añadido cosa de substancia a la exacta y
copiosa narración de Zurita. Pero el aspecto literario que, tratándose de Alfonso V, no es por ventura
menos interesante que el político, ha llamado la atención de nuestros eruditos antes que la de los
extranjeros, y ha de reconocerse a D. José Amador de los Ríos, entre tantos otros méritos de
investigación y de crítica, el de haber comprendido primero que otro alguno la especial importancia
de este asunto, dedicándole dos largos capítulos, de los mejores del tomo VI de su Historia de la
Literatura Española, en que discurre ampliamente sobre el carácter general de las letras bajo el
reinado de Alfonso V de Aragón, y sobre los poetas latinos, castellanos y catalanes de su corte.
En todos los ensayos de historia general del humanismo intentados hasta ahora en Alemania (entre
los cuales descuella el de Voigt) hay algo que más o menos atañe a Alfonso V, considerado como
Mecenas del Panormita, de Philelpho, de Lorenzo Valla, de Eneas Silvio, de Juan de Aurispa, de
Jorge de Trebisonda, etc. Pero no sólo descuidan tales autores el punto de vista español, sino que aun
afirmando, como lo hace Burckhardt en su admirable libro, [1] el especial carácter que la dominación
española imprimió en el Mediodía de Italia, no entran a explicar las causas y condiciones de este
fenómeno, ni la mutua transformación de aragoneses y napolitanos hasta refundirse casi en una
misma sociedad. El primero que ha llamado la atención sobre [p. 250] este nuevo y curioso tema, es
Gothein en su obra sobre el desarrollo de la cultura en el Sur de Italia (Breslau, 1886), en cuyos
capítulos IV y VI, con ocasión de estudiar, ya los elementos extraños que en aquella cultura se
mezclaron, ya las relaciones entre los humanistas y sus protectores, trae algunas indicaciones críticas
muy luminosas y de alto precio. Pero el trabajo más reciente sobre esta materia es el del joven
napolitano Croce, que, aun en el breve espacio de una Memoria académica de 30 páginas, ha
encontrado lugar para muchos detalles curiosos, y tiene además el mérito de llamar la atención sobre
ciertos puntos en que ni Amador, ni Gothein, ni otro alguno que yo tenga presente, habían reparado.
Una de las cosas que le debemos, es la reivindicación del carácter español de Alfonso V, que nunca
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fué anulado o desvirtuado en él por su carácter de príncipe del Renacimiento. La opinión vulgar,
sobre todo en España, de que Alfonso V se italianizo por completo entre las delicias de Nápoles, y no
volvió a acordarse ni de su reino aragonés ni de su patria castellana, ha nacido de muchas y diferentes
causas. De la soberbia pedantería de los humanistas italianos del séquito del Rey, que en sus
dedicatorias, panegíricos e historias retóricas, afectaban considerarle como gloriosa excepción en un
pueblo bárbaro «rudas propeque efferatos homines... a studiis humanitatis abhorrentes», requiebro
con que entonces se saludaba en Italia lo mismo a los españoles que a los franceses, tudescos y demás
ultramontanos. De la preocupación fuerista de los aragoneses, que jamás miraron con buenos ojos a
los príncipes conquistadores, ni se entusiasmaron gran cosa con las empresas de Italia, por mucha
gloria que les diesen, sino que, aun siguiendo como a remolque el movimiento de expansión de los
catalanes por el litoral mediterráneo, preferían siempre la vida modesta y económica dentro de su
propia casa, regida por el imperio de la ley, y se enojaban, quizá con razón, de los grandes dispendios
a que la política exterior de Alfonso V les obligaba, y del alejamiento en que aquel monarca vivía de
su reino, por más que, gracias a esa política y a ese alejamiento, pesase tanto el nombre de Aragón en
la balanza de Europa. Finalmente, de la mala voluntad que en todos tiempos, y más en los presentes,
han solido manifestar los escritores [p. 251] catalanes contra los príncipes de la dinastía castellana,
sin que todos los esplendores de su gloria, que para el caso se confunde e identifica con la de
Cataluña, hayan defendido a Alfonso V de la animadversión que allí generalmente reina contra su
padre, el Infante de Antequera.
Así ha llegado a acreditarse una leyenda que no soporta el examen crítico. Alfonso V nunca dejó de
ser muy español en sus ideas, hábitos e inclinaciones. Cuando entró en Nápoles tenía cuarenta y seis
años, y a esa edad ningún hombre se transforma, ni olvida, ni puede hacer olvidar su primitiva
naturaleza. Así es que nunca llegó a hablar bien el italiano, y rara vez usaba otra lengua que la nativa.
La Maestà del Re parla spagnuolo, dice Vespasiano da Bisticci. [1] y este español no era el catalán,
sino el castellano, con dejo aragonés, como lo prueba aquel famoso dicho con que exhortaba al
estudio a los jovencillos de su corte, según refiere Juan de Lucena en la Vita Beata: «Váyte, váyte a
estudiar.» Croce hace notar muchos rasgos eminentemente españoles de su carácter: su fe robusta, su
fuerte religiosidad, que contrastaba con el naciente escepticismo de los humanistas; su amor a los
estudios teológicos; su especial devoción a los santos españoles, particularmente a San Vicente
Ferrer, cuya canonización trabajó con tanto empeño; su espíritu caballeresco; y hasta en los extremos
de su tardía pasión por la bella Lucrecia Alania o de Alagno quiere reconocer algo de la galantería
española.
Tampoco ha de tenerse a Alfonso V por príncipe iliterato antes de la época de su iniciación en la
cultura de los humanistas, ni menos admitir la leyenda que le supone estudiando latín a los cincuenta
años. Alguna fe merece el texto de la Comedieta de Ponza, que el Marqués de Santillana compuso
precisamente en el mismo año de aquella batalla naval, es decir, en 1435, ocho años antes de la
entrada triunfal de Alfonso V en Nápoles, y precisamente el mismo año en que el rey de Aragón
conoció en Milán a Antonio Panormita, que pasa por su principal preceptor de humanidades. Pues
bien, el Marqués de Santillana, que evidentemente nos retrata al Alfonso V de la primera época,
infante [p. 252] revolvedor en Castilla, más propiamente que rey de Aragón, dice de él en términos
expresos:
¿Pues quién supo tanto de lengua latina?
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Ca dubdo si Maro se eguala con él:
Las sílabas cuenta e guarda el acento
Producto e correto...
Oyó los secretos de philosophía
E los fuertes passos de naturaleza
......................................
E profundamente vió la poesía.
......................................
Habrá la hipérbole que se quiera, pero tales cosas no pudieron escribirse de quien ya en aquella fecha
no hubiese dado pruebas relevantes de su amor a la cultura clásica, en aquel grado ciertamente
pequeño en que a principios del siglo XV podía adquirirse en Castilla y en Aragón; suficiente, sin
embargo, para preparar su espíritu a aquella especie de embriaguez generosa, de magnánimo
entusiasmo por la luz de la antigüedad, que se apoderó de él en Italia, y que allí le encadenó para el
resto de su vida, convirtiéndole en cautivo voluntario de los mismos de quienes había triunfado.
Entonces empieza el segundo Alfonso V, el Alfonso de los humanistas, que es complemento y
desarrollo, no negación ni contradicción, del primero; el que con aquella misma furia de conquista,
con aquel irresistible ímpetu bélico con que había expugnado la opulenta Marsella y la deleitable
Parténope, se lanza encarnizadamente sobre los libros de los clásicos; y sirve por su propia mano la
copa de generoso vino a los gramáticos; y los arma caballeros; y los corona de laurel; y los colma de
dinero y de honores; y hace a Jorge de Trebisonda traducir la Historia Natural de Aristóteles; y a
Poggio la Ciropedia de Xenophonte; y convierte en breviario suyo los Comentarios de Julio César; y
declara deber el restablecimiento de su salud a la lectura de Quinto Curcio; y concede la paz a Cosme
de Médicis a trueque de un códice de Tito Livio; y ni siquiera se cuida de espantar la mosca que se
posa media hora en su nariz mientras oye arengar a Giannozzo Manetti. Es el Alfonso V que,
preciado de orador, exhorta a los príncipes de Italia a la cruzada contra los turcos, o dicta su
memorial de agravios contra los [p. 253] florentinos en períodos de retórica clásica; el traductor en su
lengua materna de las Epístolas de Séneca, y el más antiguo coleccionista de medallas después del
Petrarca.
Con Alfonso V pasaron a Nápoles una multitud de españoles, no sólo súbditos suyos, aragoneses y
catalanes, sino también, y en no pequeño número, castellanos, de los que en las discordias civiles del
reino habían seguido el partido de los Infantes de Aragón contra D. Álvaro de Luna. Ocuparon los
oficios palatinos, los más altos grados de la milicia, de la magistratura, de la jerarquía eclesiástica.
«No fué una invasión pasajera (dice el Sr. Croce); fué una transplantación de familias enteras al
reino:
Da la fecunda e gloriosa Iberia
Madre di Re, con l'Hercole Aragonio
Et da la bellicosa intima Hesperia,
Verran mille altri heroi nel regno Ausonio,
Di cui li gesti e la virtú notorie
Faran de nobil sangue testimonio.»
Así cantaba no muchos años después el poeta italo-catalán Carideu, que tradujo hasta su apellido,
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haciéndose llamar clásicamente Chariteo, y precedió a Boscán en el abandono de la lengua nativa,
aunque sin perder por eso el recuerdo y el amor de su patria, como lo declaran aquellos versos suyos:
Pianga Barcino, antica patria mia.....
....................................................
Entre las principales familias españolas que se arraigaron en el reino de Nápoles inmediatamente
después de su conquista, hay que contar en primer término a los dos Ávalos (Íñigo y Alfonso), hijos
del buen Condestable Ruiz López, y a sus hermanos de madre los dos Guevaras (Íñigo y Fernando).
De estos cuatro hermanos dice Chariteo:
Frutto d'un sol terren, da due radici
Due Avelli e due Guevara, antique genti
Bellicosi e terror degli inimici...
Fratelli in sangue, en più fratelli in fede...
Íñigo de Ávalos, comúnmente llamado el Conde Camarlengo, fué marqués de Pescara; Íñigo de
Guevara, mayordomo y gran [p. 254] senescal de Alfonso V, fué marqués del Vasto; títulos que
habían de inmortalizarse en nuestra historia militar del siglo XVI.
Otros muchos españoles formaron parte de la corte de Alfonso V, y suenan a cada paso en las
historias de aquel tiempo: Ramón Boyl, virrey del Abruzo; Bernardo Villamarí, el grande almirante;
Don Lope Ximénez de Urrea, que ajustó la paz entre el rey de Aragón y los genoveses; Ramón de
Ortal, caballero catalán que mandaba la hueste enviada por Alfonso en socorro de Scanderberg; Fr.
Luis Despuig, clavero de Montesa; Alfonso de Borja, primer presidente del Consejo Real de Nápoles;
el famoso jurisconsulto mallorquín Mateo Malferit, y otros muchos, insignes en las artes de la paz o
en las de la guerra, y con ellos razonable número de prelados y teólogos como el maestro Cabanes,
Luis de Cardona, Juan Soler, obispo de Barcelona, Juan García, célebre por la controversia que
sostuvo con Lorenzo Valla, y finalmente aquel portento de sabiduría que se llamó Fernando de
Córdoba, a quien en la Universidad de París tuvieron por el Anticristo. También pasó por aquella
corte la noble y melancólica figura del Príncipe de Viana, y allí, por mandamiento de su tío,
emprendió la versión de las Eticas de Aristóteles, sobre la latina de Leonardo de Arezzo.
Es claro que el sentimiento general, así en las clases altas como en las inferiores, no podía ser al
principio muy benévolo con el elemento español que se había enseñoreado de Nápoles. Aparte de la
aversión natural y justa en todo pueblo a la conquista extranjera, quedaban muchos partidarios de
Renato de Anjou y de los franceses; y, por otra parte, los españoles del séquito de Alfonso afectaban
tratar a los italianos con altanería e insolencia, como lo prueba el menosprecio que D. Íñigo Dávalos
hizo de Juan Antonio Caldora, teniéndole por indigno de cruzar las armas con un caballero limpio
como él. A esta animadversión no es maravilla que respondiesen los barones del reino de Nápoles
con odio profundo, que estalló en conjuración y guerra en tiempo del rey Ferrante, sucesor de
Alfonso. Pero lentamente iba mitigándose este odio, ya por los frecuentes enlaces de familia que
mezclaron en breve tiempo la más noble sangre del reino de Nápoles con la española (conforme a la
política que había iniciado Alfonso V, estableciendo en la isla de Ischia una colonia de [p. 255]
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catalanes, para que fueran uniéndose en matrimonio con mujeres del país): ya por la docilidad con
que los españoles, tan duros e intratables en otras relaciones de la vida, aceptaron el magisterio de los
italianos en la cultura clásica con un ardor y entusiasmo que Gothein compara con el que suelen
sentir los rusos y demás eslavos por la moderna cultura francesa. Y así como los humanistas
paniaguados de Alfonso V, el Panormita, el Fazzio, Lorenzo Valla, Eneas Silvio [1] llegaron a
escribir de cosas de España, contando los hechos y dichos, no sólo del mismo [p. 256] Rey Alfonso,
sino de su padre el Infante de Antequera, así un cierto número de españoles, discípulos o
corresponsales de estos humanistas, se esforzaban por seguir sus huellas en epístolas, descripciones,
razonamientos, arengas, versos latinos y otros ensayos de colegio, de los cuales todavía existen
algunos (especialmente en un precioso manuscrito de la Academia de la Historia) y noticia de
muchos más en el curioso opúsculo de Pedro Miguel Carbonell: De viris illustribus catalanis suae
tempestatis.
Lo primero que hay que hacer notar, es que en el reinado de Alfonso V florecieron simultáneamente
dos literaturas de todo punto independientes entre sí, una la de los humanistas italianos [p. 257] y sus
discípulos españoles, escrita siempre en lengua latina; otra la de los poetas cortesanos, escrita las más
veces en castellano, y algunas en catalán. Lo que puede decirse que apenas existía entonces en
Nápoles, era literatura italiana, ni en la lengua común, ni en el dialecto del país. Los pocos y oscuros
rimadores napolitanos de entonces, rebosan de españolismo, y en cambio los trovadores castellanos
del Cancionero de Estúñiga están llenos de frases, giros, y aun versos enteros en italiano, y Carvajal,
el más fecundo y notable de todos los poetas de aquella antología, llegó a escribir por lo menos dos
composiciones enteras en aquella lengua.
[p. 258] La literatura de los humanistas no nos incumbe directamente, puesto que no parece haber
influido ni poco ni mucho en la poesía vulgar. Era, no obstante, la principal, si no la única, que
alentaba personalmente Alfonso V, [1] ya con obras propias como las epístolas y oraciones que
recogieron el Panormita y Marineo Sículo (pues en cuanto al libro De castri stabilimento, creemos
firmemente que no es suyo ni de su tiempo, sino anterior en un siglo por lo menos), ya con los diarios
ejercicios y concertaciones que se tenían en su palacio, convertido por él en una perenne Academia,
no sólo de gramáticos y teólogos, sino de filósofos, médicos, músicos y jurisconsultos; sin que esta
instrucción doméstica bastase todavía para saciar la sed de ciencia del Rey, que iba a pie a las
escuelas públicas, por lejanas que estuviesen, y se sentaba entre los humildes oyentes.«Fué peritísimo
en el arte de Gramática (dice el Papa Pío II), aunque no gustaba mucho de hacer discursos en público;
tuvo curiosidad de todas las historias; supo cuanto dijeron los poetas y los oradores; resolvía
fácilmente los laberintos más intrincados de la Dialéctica; [p. 259] ninguna cosa de Filosofía le fué
desconocida; investigó todos los secretos de la Teología; supo razonar gentil y doctamente de la
esencia de Dios, del libre albedrío del hombre, de la Encarnación del Verbo, del Sacramento del
Altar, y de otras dificilísimas cuestiones; en sus respuestas era breve y oportuno; en la locución,
blando y terso.»
Con una modestia muy justificada, pero que ciertamente realza su mérito, ni Alfonso ni los
humanistas españoles de su corte pretendían pasar más que por estudiantes, y esto eran en verdad, sin
que el amor patrio pueda pretender otra cosa. La misma timidez con que se dirigen a sus maestros, y
que tanto contrasta con su superioridad política y militar, que manifestaban a veces con harta
jactancia, es candorosa y simpática: «Nec videas mea barbara; quum si aliquid dulce fuerit, tuum est
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et non meum; cetera inculta, rugosa, ac dura mea sunt», decía Ferrando Valentí al Panormita. Locura
hubiera sido pretender que estos principiantes, nutridos además con tan mala leche como suele serlo
el estilo pedantesco, redundante y estrafalario de los gramáticos italianos de la primera mitad del
siglo XV (muy dignos de consideración por los grandes servicios que prestaron a la erudición
filológica desenterrando textos, pero indignos de ser propuestos como modelos de latinidad moderna,
la cual sólo empieza a brillar con su pristina belleza en los escritores artistas de fines de quella
centuria, en los Policianos y Pontanos) hubiera podido hacer otra cosa que calcos serviles de una
literatura ya hueca y viciosa de suyo. Pero aunque ciertamente sus nombres no son para añadidos al
catálogo De Hispanis purioris latinitatis cultoribus, que con tan buen gusto formó Cerdá y Rico, el
historiador literario no puede cometer la insensatez de exigirles que hubiesen escrito como un
Sepúlveda, un Alvar Gómez de Castro o un Mariana.
Hasta lo breve y fugitivo de sus opúsculos, prueban que no iban muy lejos las pretensiones literarias
de los familiares de Alfonso. La mayor parte son epístolas más de cortesía y de ceremonia que de
erudición ni de substancia, y, por decirlo así, temas epistolares con que exploraban la benevolencia de
los árbitros y dictadores del gusto, que eran el Parnomita, Filelfo, Valla, Poggio, Gaspar Arangerio.
[p. 260] Uno de los principales en este pequeño grupo de aficionados a la cultura clásica, parece
haber sido el mallorquín Ferrando Valentí, a quien Tiraboschi, Amador de los Ríos y otros llaman
Fernando de Valencia. Quedan de él no sólo cartas, sino algunas oraciones políticas curiosas (como la
que dirigió al rey Ferrante, exhortándole en pomposas razones a emular las virtudes y altos hechos de
su padre) y también una oda en versos sáficos,
Turba doctorum docilis magistra...
que es sin duda uno de los primeros ensayos métricos de autor español con deliberada imitación
clásica. Ferrando Valentí era legista, y ejerció el cargo de jurado en su isla natal; pero parece haber
preferido al estudio de las leyes el de las humanidades, en que había tenido por guía a Leonardo
Aretino, a quien llama padre y preceptor suyo. Sus primeros estudios debió de hacerlos, por
consiguiente, en Florencia, y era ya adulto cuando entró en relaciones con los humanistas de Nápoles.
Ni se le puede tener por despreciador de su lengua nativa, puesto que resta de él una traducción
catalana de las Paradojas de Cicerón, con un prólogo muy interesante para la historia literaria, por las
noticias que contiene de otros traductores. Fué el verdadero patriarca del Renacimiento en la isla
dorada, donde parece que tuvo escuela pública. Carbonell le llama «príncipe de los declamadores de
su tiempo, y muy caro a Alfonso V», y añade que fué «prior de Tortosa». Su entusiasmo clásico
llegaba hasta el extremo de llamar a la Virgen «clarísima y santísima Sibila», y comparar el descenso
de Jesucristo a los infiernos con el de Eneas. Puso por nombre Teseo a un hijo suyo, que, andando el
tiempo, fué notable jurisconsulto en el estudio de Bolonia. [1]
En el curioso opúsculo de Carbonell sobre los humanistas catalanes de su tiempo (compuesto a
imitación del de viris illustribus de Fazzio), se dan, aunque con lamentable brevedad, noticias de
algunos otros propagadores de la cultura clásica; y si bien no de todos consta expresamente que
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visitasen Italia, todos participaron del impulso dado por la corte aragonesa de [p. 261] Nápoles,
merced a la cual el Renacimiento latino en las comarcas del Levante de España se adelantó en medio
siglo respecto de Castilla. Entre estos obreros de la primera hora figuran el rosellonés Luciano
Colomer (Lucianus Colominius), que profesó letras humanas en Valencia, en Játiva y últimamente en
Mallorca, donde murió enteramente ciego en 1460. Escribió en verso latino cuatro libros de
gramática, y uno del caso y fortuna. La mayor parte de estos humanistas eran al mismo tiempo
jurisconsultos, como lo habían sido en no pequeña parte los antiguos poetas italianos, de los cuales
basta citar para el caso a Cino da Pistoia. No en balde había precedido el Renacimiento del derecho
romano al de las demás ramas de la erudición clásica. Así, el barcelonés Jaime Pau, a quien llamaron
gloria juris caesarei, no fué menos celebrado por la agudeza que mostró en el gran volumen de sus
apostillas al derecho imperial, que por lo elegante, ameno, perspicuo y breve de su dicción latina,
jucundus, brevis, elegans, venustus, que dice Carbonell. [1] Así, Juan Ramón Ferrer, sin perjuicio de
compilar un vocabulario de su profesión, que llamó Semita juris canonici, no sólo cantó en verso
heroico los loores de María Santísima y la vida de Cristo, sino que se atrevió a reducir al yugo del
exámetro los Aforismos de Hipócrates con los comentarios de Galeno, en ocho mil y quinientos
versos. Así, el notario o tabelión Jaime García, antecesor de Carbonell en la custodia del Archivo de
la Corona de Aragón, descansaba de la tarea de sus registros y protocolos, transcribiendo de propia
mano y procurando limpiar de yerros el texto de Terencio. No faltaba entre estos legistas y notarios,
que eran a la par dilettantes en humanidades, quien uniese el cultivo de la poética nativa o importada
de Tolosa con el estudio de la antigüedad: así Jaime Ripoll, de quien dice Carbonell que comentó las
Leys d'amor: «Tolosanos Flores in maternis rhytmis jam editis percallentissime conmentatus est.»
Pero más fama le dieron sus versos latinos, de que sólo conocemos el epitafio de la reina Leonor de
Chipre, que mandó esculpir el mismo Carbonell cuando reparó el sepulcro de aquella princesa en San
Francisco de [p. 262] Barcelona. Apenas hay uno de los personajes memorados por el diligente
archivero, cuya profesión no fuesen las leyes o la custodia de la fe pública; ni uno solo tampoco de
quien no añada que fué «gramático eximio» o que se distinguió en la «facultad oratoria»; prueba
patente del rumbo que los estudios llevaban. Jurisconsulto también, pero más propiamente literato
que ninguno de los anteriores, fué Jerónimo Pau, hijo de Jaime y discípulo del Panormita. El círculo
bastante amplio de sus estudios abrazaba no sólo las letras latinas, sino las griegas, y no sólo la
gramática, sino la arqueología clásica, nueva dirección del Renacimiento, que tiene en él su primer
representante español en la esfera de los estudios históricos. Fué estudioso de la geografía antigua de
España, y a él se debieron los primeros ensayos en tan ardua materia: el libro De fluminibus et
montibus utrisque Hesperiae, y el de las antigüedades de Barcelona; opúsculos que andan insertos en
la Hispania Illustrata de Scotto, y que, aunque poca luz puedan dar hoy, alguna tuvieron en medio de
las sombras y confusión de aquellos tiempos, cuando el Gerundense lograba acreditar sus portentosas
fábulas, que tan desacordadamente se ha intentado rehabilitar en nuestros días. Pero Jerónimo Pau,
que alcanzó los últimos años del siglo XV, y fué familiar del segundo Papa Borja, pertenece a un
grado superior del humanismo, y sus versos elegantes, sentenciosos y nutridos, su Triumphus de
Cupidine, verbi gracia, difieren en gran manera de la tosquedad de los ensayos de Ferrando Valentí y
sus contemporáneos. Por entonces ya el movimiento clásico había arraigado definitivamente,
llegando al punto de madurez que manifiesta la epístola del mismo Pau a Jerónimo Columbeto, De
viris illustribus Hispaniae. [1] La aparición de un helenista como Pau, a [p. 263] quien parece que
hay que reconocer prioridad cronológica sobre todos los nuestros, incluso el mismo Arias Barbosa
(por más que su acción pedagógica no pudiese ser tan profunda como la de éste), marca el punto
culminante de esta evolución, que no sólo se extendió por los países de lengua catalana, sino que fué
secundada, aunque más tibiamente, por algunos aragoneses, entre los cuales sobresale por sus cartas
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latinas a Filelfo y al Panormita, el virrey de Calabria D. Juan Fernández de Híjar, llamado el orador,
de quien dijo Lorenzo Valla que a ningún otro español era inferior en las letras humanas: «in literis
humanitatis ex omni Hispania nulli secundum».
No es del caso apurar, ni necesario tampoco, puesto que es punto ya magistralmente tratado, [1] hasta
qué punto esta corriente clásica modificó en el siglo XV la literatura catalana vulgar, dando rápida
perfección a la prosa en manos de Canals, de Bernat Metge, de Francisco Alegre; coloreando en
algún modo la abstracta poesía de Ausias March; dictando a Corella sus lamentaciones de Mirra, de
Narciso y de Tisbe, sus historias de Biblis y Caldesa, y sobre todo el arte exquisito de sus versos
sueltos, que cuando se comparan con los que en castellano quiso hacer Boscán medio siglo después,
parecen una maravilla.
Pero si no nos incumbe aquí el estudio de los ingenios catalanes a quienes con más o menos
propiedad y rigor cronológico se coloca en la corte napolitana de Alfonso V, o que celebraron al
magnánimo rey y a la reina Doña María, tales como Jordi, Andreu Febrer (el traductor de Dante),
Francesch Ferrer, Leonardo de Sors, Juan de Fogassot, Bernat Miquel, etc., debemos notar el curioso
fenómeno de la primera aparición de poetas bilingües. En el mismo punto y hora en que la lengua
catalana había llegado a su mayor alteza, comenzaba a insinuarse el germen de su ruina. Los primeros
poetas catalanes que trovaron en lengua castellana, pertenecen a este grupo; y de este modo la corte
de Alfonso V, teatro de tantas transformaciones intelectuales, lazo de unión moral entre ambas
penínsulas hespéricas, lo fué también de una estrecha hermandad, no conocida hasta entonces, entre
las letras [p. 264] del Centro y del Oriente de España, y bien puede decirse sin género alguno de
pasión (puesto que se trata de inevitables consecuencias históricas que ya en el voto de Caspe venían
envueltas) que entonces comenzó la hegemonía castellana, bajo los auspicios de un príncipe que
nunca pudo olvidar su origen. En el abandono de la lengua materna, no hay que dar a Boscán más
parte de la que realmente tuvo, aunque el prestigio de su indisputable talento de prosista y de poeta, y
sobre todo la oportunidad de su innovación, le diesen más crédito y fama que a otros. Antes que él lo
había hecho Mosén Pere Torrellas o Torroella (mayordomo del Príncipe de Viana), que aun en sus
propios versos catalanes, por ejemplo en el Desconort, compuesto de retazos de otros poetas, que
comienza Tant mon voler, había mostrado sus tendencias eclécticas y su afición a nuestra poesía,
invocando la autoridad, y a veces las coplas mismas de Villasandino, Santillana, Juan de Mena,
Macías, Juan de Dueñas y Santafé, revueltos con poetas catalanes, provenzales y franceses, de donde
resulta un extravagante baturrillo. Muchas fueron, y por lo general picantes y de burlas, las poesías
puramente castellanas de Torrellas; pero ninguna le dió tanta notoriedad, haciéndole pasar por un
nuevo Boccaccio, infamador sistemático de las mujeres, como sus Coplas de las calidades de las
donas, insertas en el Cancionero de Stúñiga, en el General y en otros muchos, impugnadas por
diversos trovadores, entre ellos Suero de Ribera y Juan del Encina; glosadas y recordadas a cada
momento por todos los maldicientes del sexo femenino, y sobre las cuales hasta llegó a inventarse la
extraña leyenda de que las mujeres, irritadas con los vituperios de Torrellas, le habían dado por sus
manos cruelísima muerte. Toda esta historia se cuenta en el rarísimo Tractado de Grisel y Mirabella,
compuesto por Juan de Flores a su amiga. [1] Allí está muy a la larga el proceso sobre la respectiva
malicia de hombres y mujeres, que se litigó ante el rey de Escocia entre «una dama llamada
Brasayda, de las más prudentes del mundo en saber y en desenvoltura y en las otras cosas a
graciosidad [p. 265] conformes, la cual por su gran merecer se había visto en muchas batallas de
amor y en casos dignos de memoria, y un caballero de los reynos de España, al qual llamaban
Torrellas, un especial hombre en el conocimiento de las mujeres, e muy osado en los tratos de amor e
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mucho gracioso, como por sus obras bien se prueba». Triunfó el abogado de los hombres; pero con
tan mala ventura suya, que la reina y sus damas asieron de él, e ataron de pies y manos, y le
atormentaron con todo género de espantables suplicios, dejando, como se verá, poco que hacer a los
fervientes catalanistas que hoy quisieran ejercitar sus iras en el triste de Torrellas por haber
coqueteado un tanto cuanto con la lengua castellana: «E fué luego despojado de sus vestidos, e
atapáronle la boca porque quexar no se pudiesse, e desnudo fué a un pilar bien atado, e allí cada una
traía nueva invención para le dar tormento; y tales ovo que con tenazas ardientes, et otras con uñas y
dientes raviosamente le despedazaron. Estando assí medio muerto, por crecer más pena en su pena,
no lo quisieron de una vez matar; porque las crudas e fieras llagas se le resfriassen e otras de nuevo
viniessen; e despues que fueron assi cansadas de atormentarle, de gran reparo la reina e sus damas se
fueron allí cerca dél porque las viesse, e allí platicando las maldades dél, e trayendo a la memoria sus
maliciosas obras.... dezían mil maneras de tormentos, cada qual como le agradaba... E assi vino a
sufrir tanta pena de las palabras como de las obras, e despues que fueron alzadas las mesas, fueron
juntas a dar amarga cena a Torrellas... E despues que no dexaron ninguna carne en los huesos, fueron
quemados, de su ceniza guardando cada cual una buxeta por reliquias de su enemigo. E algunas ovo
que por joyel en el cuello la traían, porque trayendo más a memoria su venganza, mayor placer
oviesen.» Esta escena trágicogrotesca vale bastante más que las coplas satíricas de Torrellas, a las
cuales confieso que nunca he podido encontrar gracia, ni menos malignidad, que mereciera tan
cruento y espeluznante castigo. No puede darse invectiva más sosa e inocente, llena además de
salvedades, puesto que el poeta no sólo exceptúa taxativamente a su amiga, sino que declara
inculpables a las demás, por vicio de naturaleza:
[p. 266] Mujer es un animal
Que disen hombre imperfecto,
Procreado en el defecto
Del buen calor natural;
Aquí se incluyen su males,
E la falta del bien suyo,
E pues le son naturales,
Cuando se demuestran tales,
Que son sin culpa concluyo. [1]
Catalán era también, y todavía más enamorado de Castilla que Torrellas, aquel Mosén Juan Ribelles,
prisionero con Alfonso V en la batalla de Ponza, el cual cantaba de nuestra tierra, respondiendo a
Villalpando y a Juan de Dueñas:
En Castilla es proesa,
Franquesa, verdat, mesura,
En los sennores larguesa,
En donas grand fermosura...
Pero el mayor golpe de poetas que entonces metrificaban en Nápoles, eran naturalmente aragoneses,
cuya lengua nacional fué en todo tiempo el castellano hablado con variantes de dialecto que en los
versos rara vez aparecen; y en mayor número todavía refugiados de Castilla, partidarios de los
infantes de Aragón. Una gran parte de esta producción poética se contiene, como es sabido, en el
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Cancionero de Stúñiga, publicado en 1872 por los Sres. Fuensanta del Valle y Sancho Rayón en su
Colección de libros españoles raros y curiosos. Además del códice de nuestra Biblioteca Nacional (M
—48), que sirvió para esta linda y bien anotada edición, existe otro en la Biblioteca Casanatense de
Roma (idéntico al de Madrid, por lo que recuerdo), y otro en la Marciana de Venecia, descrito ya por
el profesor Mussafia en un trabajo suyo sobre bibliografía de los Cancioneros. [2] Esta colección fué
formada probablemente en Nápoles, pero de seguro después de [p. 267] la muerte de Alfonso V,
puesto que contiene unos versos a la divisa del Rey D. Ferrante, y otras alusiones posteriores. En
Nápoles, contra lo que pudiera esperarse, no se conserva colección alguna de poesías que se remonte
a esta fecha, pero son indudablemente de procedencia napolitana siete códices de poesías españolas
que guarda la Biblioteca Nacional de París; y en Nápoles fueron compuestos asimismo muchos de los
versos catalanes del Cancionero de la Universidad de Zaragoza. Otros Cancioneros deben agregarse
para este estudio, siendo los más copiosos en versos de esta procedencia italo-hispana, el de Herberay
des Essarts, y el de la Academia de la Historia (antes de Gallardo).
Aunque esta poesía no difiera substancialmente de la que floreció en la corte de D. Juan II, y por caso
singular parezca menos influída que ella por el Renacimiento clásico, tiene ciertos caracteres
secundarios que en algún modo la distinguen. Ya Wolf advirtió en sus Studien [1] que el Cancionero
de Stúñiga tiene más carácter lírico que el de Baena, siendo en general mucho más breves las
composiciones, y dándose entrada a ciertas formas populares, tales como los villancetes, los motes,
las glosas, y sobre todo los romances. La circunstancia de contener dos, entrambos de un mismo
poeta, el llamado Carvajal o Carvajales, no es una de las menores singularidades de este Cancionero,
puesto que no hay ninguno anterior en que tan castiza forma aparezca. Claro está que estos romances
no son populares ni narrativos, sino meramente líricos: amatorio el uno, «Terrible duelo facía», y de
consolación el otro a la Reina Doña María de Aragón por la eterna ausencia y manifiesto desvío de su
esposo; pero tales como son, no los hay más antiguos de trovador y fecha conocida (1442); y en
ambos, especialmente en el de «Retraída staba la reyna», a vueltas de reminiscencias clásicas, como
« templo de Diana» y lo de «seguir a Mars, dios de la Caballería», se advierte que el empleo del
metro popular, comunicando al autor los hábitos propios del género, le ha prestado una sencillez de
expresión y de sentimiento que contrasta con el énfasis retórico de la supuesta carta de la reina que
precede al romance. No [p. 268] se trata de un canto popular refundido, pero es cierto que en los
oídos del poeta culto zumbaban ecos de viejos romances de muy diverso asunto. Sin este fondo de
poesía tradicional e inconsciente, no hubiera logrado versos como éstos:
Vestida estaba de blanco,
Un parche de oro cennía...
Pater noster en sus manos,
Corona de palmería...
Maldigo la mi fortuna
Que tanto me perseguía;
Para ser tan mal fadada,
Muriera cuando nacía...
El Cancionero de Stúñiga está lleno de recuerdos históricos, y siguiendo atentamente la cadena de
estas composiciones, podría trazarse un cuadro de la vida guerrera y cortesana en tiempo del quinto
Alfonso. Los trances principales de la conquista del reino, el desastre naval de Ponza, las prisiones de
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Génova y de Milán, la entrada y triunfo de Nápoles, pasan ante nuestros ojos en las poesías de Juan
de Tapia y Pedro de Santafé. El primero, cautivo en aquella jornada, canta a la hija del Duque de
Milán, Philipo Visconti, a quien, de encarnizado adversario, convirtió su prisionero, el político rey de
Aragón en auxiliar y amigo. El mismo Tapia, y además Juan de Andújar, Fernando de la Torre, Suero
de Ribera, cantan nominalmente a todas las damas de la corte, envolviendo sobre todo en nubes de
incienso a la princesa de Rossano, Doña Leonor de Aragón, hija natural del rey, y a la famosa
Lucrecia Alagnia o de Alanio, su querida predilecta, cuya honesta resistencia pondera Eneas Silvio, si
bien, según otra versión menos optimista, hubo de triunfar el Rey «cogliendo dal giardino di quella il
primo fruto d'amore». Sin tomar parte en esta disputa, no menos ardua e inextricable que la del
amancebamiento de la reina Madásima con aquel bellacón del maestro Elisabad, no hay duda que
Alfonso V debía de remunerar largamente los versos que se escribieron en loor de Lucrecia, a juzgar
por la especie de certamen que entablan los poetas del Cancionero, aludiendo sin ambages a la pasión
del rey. Así cantaba Juan de Tapia:
[p. 269] Vos fuistes la combatida
Que venció al vencedor;
Vos fuistes quien por amor
Jamás nunca fué vencida;
Vos pasays tan adelante
Et con tanta crueldat
Faseys la guerra,
A quien fa temblar la tierra
Desde Poniente a Levante.
Pero el poeta áulico de Alfonso V, el más complaciente servidor literario de sus flaquezas, fué el ya
citado Carvajal o Carvajales, si bien, con previsión laudable, no dejaba por eso de componer versos
encomiásticos y consolatorios a la desdeñada y moralmente divorciada reina María.
Este Carvajal es no sólo el ingenio más fecundo de los del Cancionero de Stúñiga, en el cual tiene
hasta cuarenta y cinco composiciones, sino el más notable y afortunado de todos ellos, casi el único
que acierta alguna vez con rasgos de poesía agradable y ligera, con cierto dejo candoroso y popular,
que es muy raro en los trovadores de esta escuela. A veces glosa letras conocidamente populares,
como la de «la ninna lozana»:
Lavando a la fontana,
Las manos sobre la trenza...
En el género de las serranillas especialmente, tiene mucha facilidad y mucha gracia, y se le debe
contar entre los mejores discípulos del marqués de Santillana. A veces, sin embargo, propende a la
parodia realista, como el Arcipreste de Hita:
Andando perdido, de noche ya era,
Por una montanna desierta, fragosa,
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Fallé una villana foroce, espantosa,
Armada su mano con lanza porquera....
Muchas de estas serranillas disfrazan aventuras amorosas y encuentros de gentiles damas tenidos por
el poeta en varias partes de Italia, en la vía de Siena a Florencia, en la campiña de Roma, en el
camino de Aversa, y la heroína suele decir algunas palabras en italiano:
[p. 270] ¿Dónde soys, gentil galana?
Respondió mansa et sin pressa:
—Mia matre è d' Aversa,
Yo, Micer, napolitana.
..............................
Entre Sessa et Cintura
Cazando por la traviessa,
Topé dama que deesa
Parescía en fermosura...
¿Soys humana criatura?
Dixe, et dixo non con priessa:
—Sí, señor, et principessa
De Rossano por ventura.
...............................
Passando por la Toscana,
Et entre Sena et Florencia,
Vi dama gentil galana,
Digna de grand reverencia.
Tenía cara de romana,
Tocadura portuguesa,
El ayre de castellana,
Vestida como senesa...
..............................
Viniendo de la Campanna,
que ya el sol se retraía,
Vi pastora muy lozana
Que el ganado recogía.
Cabellos rubios pintados,
Los bezos gordos, bermeios,
Ojos verdes et rasgados,
Dientes blancos et pareios.
Fué además Carvajal el primer poeta bilingüe italo-hispano, como lo prueban las dos canciones que
empiezan:
Tempo sarebbe ora mai...
Non credo che piu grand doglia...
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Aunque cultivase principalmente el arte de los versos frívolos y cortesanos, no le faltaron más
robustos acentos para celebrar notables hechos de armas, como la muerte del capitán de ballesteros
Jaumot Torres sobre el cubo de Ceriñola, en aquella especie de marcha fúnebre y solemne que
principia:
Las trompas sonaban a punto del día..
[p. 271] Pero muy rara vez suenan acentos bélicos en el Cancionero de Stúñiga, obra de vencedores
firmemente asentados en su conquista, descansando de las fatigas de la guerra en el regazo enervador
de la sirena del golfo partenopeo. Las diversiones y fiestas de aquella corte, remedaban en gran
manera las de España. Una canción napolitana de entonces habla con admiración de
Li balli maravigliosi
Tratti da Catalani;
de sus mumi o momos (representaciones pantomímicas) que declara tan gentili et soprani, añadiendo
que se aventajaban en gran manera a las de Italia; de las danzas moriscas, y de otras muchas galas e
invenciones llevadas por los nuestros, muy dados en aquella alegre edad a la pompa y riqueza en
armas y trajes. Cuando en 1455 Alfonso V dió a su sobrino la investidura del principado de Capua,
hubo un baile de personatges. Una cédula de 1473, descubierta por el Sr. Croce, manda pagar a Juan
Martí «lo preu de CLXX sonalles desparvers et de falcons et per altres VIII sonalles fines e grosses
per «fer los momos» devant la Ilustrísima Dona Elionor d'Aragó, filla del senyor rey fentse la festa
sua. Dato no indiferente a la verdad para la historia de los orígenes dramáticos, como tampoco la
noticia de haber mandado hacer Alfonso representaciones de Jueves y Viernes Santo, trayendo para
ellas artistas florentinos.
Quien lee las descripciones de los festejos celebrados en las cortes españolas del siglo XV, y pasa
luego a estudiar la vida de la corte aragonesa de Nápoles, no cree haber salido de su tierra. En el
Cancionero de Stúñiga abundan los juegos y pasatiempos de sociedad: «A Lope de Stúñiga
demandaron estrenas seis damas, e él fiso traher seys adormideras, e físolas tennir, la una blanca, la
otra azul, la otra prieta, la otra colorada, la otra verde, la otra amarilla. E puso en cada una de ellas
una copla, e metiólas en la manga, e que sacasse aquella con que topase, et que cada uno lo rescibiese
en sennal de su ventura.» De Fernando de la Torre, natural de Burgos, hay un juego de naypes,
dirigido a la Condesa de Castañeda: «El envoltorio de los naypes ha de ser desta manera: una piel de
pergamino del grandor de un pliego de papel, en el cual vaya escripto lo siguiente, e las espaldas del
[p. 272] dicho envoltorio de la color de las espaldas de los dichos naipes... Han de ser cuatro juegos
apropiados a cuatro estados de amores: juego de espadas apropiado a los amores de religiosas, todo
de letras coloradas; juego de bastones, apropiado al amor de las viudas, todo de letras negras; juego
de copas, apropiado a los amores de las casadas, todo de letras azules; juego de oros, apropiado a los
amores de doncellas, todo de letras verdes».
La enumeración individual de los poetas importa poco, porque casi todos se parecen, con
uniformidad lamentable. El más inspirado y personal (después de Carvajales) es Lope de Stúñiga, que
da nombre al Cancionero no por otra razón que por aparecer el libro encabezado con una poesía suya.
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Pero ni fué el colector probablemente, ni tiene en el códice más que nueve composiciones, faltando
algunas de las mejores suyas, especialmente de las políticas, que han de buscarse en otros
cancioneros manuscritos. Sus aventuras, y la importancia de su persona, exigen también que se le
separe de la turba anónima. Lope de Stúñiga, Comendador de Guadalcanal, hijo del Mariscal Íñigo
Ortiz y biznieto de Carlos el Temerario, Rey de Navarra, fué uno de los más ardidos lidiadores de su
tiempo en Castilla, y apadrinó a su primo Suero de Quiñones en el Paso honroso, cabiéndole la suerte
de las primeras justas: «E por eso le ofreció Suero un muy buen caballo e una cadena que valía
trescientas doblas, al cual dijo Stúñiga que nin por una buena villa daría su vez a otro.» Allí rompió
lanzas con Juan de Fablas, Juan de Villalobos, Alonso Deza, Pedro de Torrecilla, D. Juan de Portugal
y muchos otros, llegando a despojarse de las mejores piezas de su armadura para mayor alarde de su
valor. Por premio de tales hazañas obtuvo, lo mismo que Suero de Quiñones, un testimonio de
escribano que le declaraba rescatado de su esclavitud amorosa. En otras lides más de veras se probó
después, como acérrimo enemigo del Condestable D. Álvaro de Luna, a quien persiguió, no menos
que con el hierro de la lanza, con el de los versos, como lo prueba el vigoroso Decir sobre la cerca de
Atienza, compuesto en 1446. Un año antes había compuesto, en la prisión donde yacía de resultas de
estas discordias, un grave y filosófico monólogo, en que se leen estos versos, dignos de Gómez
Manrique o de su egregio sobrino:
[p. 273] Que los muy grandes señores
Que son en rica morada,
Son así como las flores,
Que sus mayores favores
Son quemados de la helada..
Fué uno de los versificadores más atildados de su tiempo, y la linda canción Gentil dama esquiva, se
pegó de tal modo al oído de las gentes, que fué varias veces glosada y contrahecha a diversos asuntos,
v. gr., en la que empieza Alta mar esquiva.
Basta citar al vuelo los nombres de Gonzalo de Cuadros, el que hirió en la frente a D. Álvaro de Luna
en el torneo de Madrid de 1419; del Conde de Castro, por quien dijo el Marqués de Santillana, al
describir la lid de Ponza: «Allí se nombraban los de Sandoval»; de los próceres aragoneses Mosén
Juan de Moncayo, Mosén Hugo de Urríes (el traductor de Valerio Máximo), D. Juan de Sessé, y de
otros muchos trovadores más dignos de recordación por lo ilustre de su cuna o por la fama de sus
proezas que por la excelencia de sus versos, que son por lo general coplas amatorias de insípida
llaneza. Del pequeño grupo aragonés, [1] no muy fecundo a la verdad, y que sólo en tiempo del Rey
Católico logró producir un verdadero poeta en la persona de D. Pedro Manuel de Urrea, el que
merece mayor renombre es Pedro de Santafé, que interrumpiendo la monotonía de los cantares
eróticos, a la que llama maymía (esto es, mi amada), trató con mucha frecuencia asuntos de historia
contemporánea que vienen a formar una especie de diario poético de la expedición de Alfonso V a
Italia, comenzando por el diálogo de comiat o despedida entre el Rey y la Reina, del cual puede
juzgarse por estos fragmentos:
REINA
Mi senyor,
Mi rey, mi salud et vida,
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Pienso en la vuestra partida
Con pavor.
REY
De mucha tribulación,
Reyna, sé que soys triste;
[p. 274] Mas que parta et que conquiste
Mándanme sesso et razón;
Ca en mesón,
En ciudat, nin en lugar,
Fama no puede sonar
Nin honor.
............................
REY
Reyna, bien desplazer
Avrédes et grant tristura;
Mas pensar es grant locura
Dexar honta por plazer.
Quand vener
Me veades victorioso,
Será en mayor reposo
La tristor.
............................
REINA
¿Qué faré
Donde consolación sienta?...
Gran deseio m' atormenta,
¡Qu' es amor!
REY
A Dios: ¡que palabra forte,
Reyna, tristemente suena!
Mas por cobrar fama buena
Menosprecia hombre morte.
Conorte
Tenet et firme speranza
Que tornará sin dubdanza
Vencedor.
REINA
Fuertemente me paresce
En decirvos: Dios vos guíe,
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Mas non cumple que porfíe
Nin al caso petenesce.
Enderece
Dios, et vos faga segundo
Alexandre en todo el mundo
En valor.
[p. 275] A este diálogo, ciertamente fácil y movido, siguen el Lohor del rey Alfonso en el viaje de
Nápoles, el Lohor en la recepción de Nápoles, el Lohor en la recepción fecta por la reina napolitana,
el Remedio a la reina de Aragón por la absencia del rey, el Lohor al rey en la delivración de su
hermano el infante D. Anrich, el Lohor en la destrucción de la ciudad de Nápoles, y alguna otra que
con las anteriores se conserva en uno de los cancioneros de la Biblioteca de Palacio (el VII-A-3). Si
poéticamente no valen mucho, son al fin ecos de la victoria, y se recomiendan además al estudio por
varias locuciones dialectales, y por cierta candorosa rudeza de soldado que llega hasta dar a la Reina
el siguiente consejo, para cuando del rey haya gana, durante su ausencia:
Quando muy blanda cometa
La sutil concupiscencia,
Sea freno continencia
Por muy segura dieta.
Tienen también carácter de actualidad histórica muchos versos de Juan de Andújar, autor de un
poemita en versos de arte mayor: Loores al rey D. Alfonso, [1] y gran panegirista de la condesa de
Adorno, mujer de Guillén Ramón de Moncada, de la cual dice, entre otros encarecimientos:
Non Penelope nin Isiphle menos,
Non la prudente castíssima Argía
Tovieron guardados con tanta porfía
Sus inmaculados limpísimos senos.
Fué Andújar poeta alegórico y dantesco: cosa no tan frecuente en este grupo italo-hispano como
pudiera creerse. Su Visión de Amor (muy semejante al Infierno de los Enamorados) es imitación
directa de los cantos IV y V del Infierno, de Dante. Así esto como el uso frecuente del metro de arte
mayor y el fatigoso alarde de nombres clásicos, le asimila a los trovadores de la corte de D. Juan II, a
la cual seguramente había pertenecido antes de pasar a Italia.
Ya queda hecha memoria de Juan de Tapia, que es, después de Carvajal, el versificador que en el
Cancionero de Stúñiga tiene [p. 276] mayor número de composiciones (hasta diez y ocho). Fué
también de los pocos que permanecieron en Italia aun después de la muerte del Conquistador, y
tomaron parte en la guerra del rey Ferrante contra los barones de la parte angevina, como lo muestran
los versos que compuso a la divisa del mismo rey:
Montanna de diamantes,
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Que por vos defendida,
Amadores,
Reyes, príncipes, infantes,
Por ti perderán la vida
Con dolores.
Fija de las invenciones
Secretas et peligrosas
Trabajadas,
Tenías con tus pendones
Las provincias generosas
Sojuzgadas.
Devisa que los metales
Pasa la tu fortalesa
E grand valía,
Pocos te fueron leales,
Mostrando la su vilesa
E tiranía...
Al mismo tiempo pertenecen, como ha probado Croce, los versos de galante reprensión que el mismo
Tapia envió con nombre de alvará o albalá a María Caracciolo, una de las damas infieles al partido
de la casa de Aragón:
¡Oh doncella italiana
Que ya fuiste aragonesa!
Eres tornada francesa,
No quieres ser catalana.
..........................
Si la rueda de fortuna
Nos torna en prosperidat,
Venceremos tu beldat
Y la tu grand fermosura.
Faser te han seciliana,
Aunque eres calabresa:
Dexarás de ser francesa,
E tornarás catalana.
..........................
[p. 277] Escríbeme cómo estás,
Cómo pasas de tu vida,
Si eres arrepentida:
De todo me avisarás.
Aunque seas más galana,
De muchos serás represa,
Que eres tornada francesa,
Non quieres ser catalana.
.........................
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A ti madama María,
Carachula el sobrenombre,
Iohanes de Tapia es el hombre
que aqueste alvalá te envía.
De Mosén Juan de Villalpando, caballero aragonés, debe hacerse alguna memoria, no por otra
circunstancia que por haber sido el único poeta del siglo XV que hizo sonetos después del marqués de
Santillana; pero no en versos endecasílabos como éste, sino en metro de arte mayor, conservando por
lo demás la primitiva forma del soneto italiano de rimas cruzadas, de este modo:
Si en las diversas passiones que siento,
Ya que tal caso las trae consigo,
Pudiesse por nombre decir el tormento
Segunt cada qual me trata enemigo,
De todas passadas sería contento
por sola valía daquella que digo;
Que dezir las penas en mi pensamiento,
Es fazer menos el daño que sigo... [1]
Larga y azarosa vida tuvo el castellano Juan de Dueñas, principalmente conocido por la fantasía
alegórica de la Nao de Amor, que compuso en Nápoles, estando preso en la Torre de San Vicente,
según en uno de los Cancioneros de París se declara. Son curiosos los versos políticos que dirigió al
rey D. Juan II quejándose de la mengua de la justicia, la cual sólo lograba quien tenía bien poblado su
bolsón, y de la tiranía con que esquilmaban al mísero pueblo los neófitos del judaísmo:
[p. 278] Quanto más a los conversos,
De los buenos más adversos
Que la vida de la muerte...
Que ya tal es la costumbre
De tu reino, señor rey,
Pues que peresce la ley
E fas eclipsi la lumbre,
Que los valles que solía,
Si más cresce ésta porfía,
Llegar querrán a la cumbre.
............................
Cuando los tales prosperan,
Los buenos se desesperan,
E aun a Dios paresce feo.
............................
Pues al buen entendedor
Asaz cumplen las palabras,
Cuando balaren las cabras,
Non se demore el pastor.
Si non, mucho me recelo,
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Segund los lobos de agora,
Que todos en una hora
Non dexen huesso ni pelo...
Y arrostrando las resultas de sus valientes avisos, añadía con entereza:
Et yo propio natural,
Magüer pobre, tu vasallo,
Por razón derecha fallo
Que te fuera desleal,
Sy por tu miedo cessara
De decir algunas cosas
Que te fueran provechosas,
Si tu merced las pensara.
Mas pues fice mi deber
Sin temer cosa ninguna,
Ora venga la fortuna
De nuevo, qualque quisier;
Ca aunque sufra fadas malas,
Con virtud mucho m'alegro
Que non puede ya más negro
ser el cuervo que las alas.
[p. 279] Con efecto, sus consejos fueron recibidos de mal talante, y el despecho le lanzó al campo de
los infantes de Aragón, a quienes siguió en próspera y adversa fortuna; ya tensionando en la frontera
de Agreda con el marqués de Santillana en belicosos serventesios análogos a los de los provenzales;
ya militando al lado de Alfonso V en Ponza y en Nápoles; ya sirviendo en Navarra al rey D. Juan II y
a sus infortunados hijos D. Carlos y Doña Blanca. Sus poesías, que abundan bastante en los
Cancioneros manuscritos, especialmente en el de Gallardo, nos dan razón de sus viajes, andanzas y
amoríos, que le pusieron, como a Villasandino y a Jerena, a pique de perder su ánima y renegar de la
fe por una fermosa gentil judía. Pero lo más notable que de él nos queda, es un diálogo con bastantes
trazas de dramático, compuesto en 1438, según de su mismo contexto se infiere, y que quizás obtuvo
algún género de representación en un sarao palaciego. Se titula El pleyto que ovo Juan de Dueñas con
su amiga, y son interlocutores de él una Dama, un Portero, un Relator, un Alcalde, y el propio Juan
de Dueñas, que hace papel de acusado, resultando de todo un pequeño paso o entremés, en que por lo
menos se descubre un germen de acción desarrollada con bastante gracia.
Como trovador de ínfima laya, participaba de los favores de Alfonso V, representando en su corte el
mismo vilipendiado papel de truhán poético que el Ropero en Castilla, el famoso Juan de Valladolid
(por antonomasia Juan Poeta), cuyos versos no están en el Cancionero de Stúñiga, pero ocupan
digno lugar en el de burlas. [1] Este coplero, de quien su compadre Montoro dice horrores,
suponiéndole hijo de un verdugo o pregonero y de una criada de mesón, era un judío converso de
Valladolid, que se ganaba la vida recitando sus versos y los ajenos (sermonario de obras ajenas le
llama el Ropero) y que debía de conservar ciertos hábitos de rapsoda o juglar épico, puesto que su
encarnizado enemigo añade que su arte era:
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[p. 280] ... de ciego juglar
Que canta viejas fazañas,
Que con un solo cantar
Cala todas las Espannas...
Pero la profesión primitivamente tan honrada de cantar viejas fazañas, había venido muy a menos en
consideración y en premio; y Juan Poeta, que vagaba por Castilla, Aragón y Andalucía pidiendo
dineros a todo el mundo, vió el cielo abierto cuando le llegaron las nuevas de la conquista de
Nápoles; y fué a arrastrar por Italia su musa perdularia y mendicante. Allí le pasaron extrañas
aventuras, no sólo en la corte de Nápoles, sino en las de Mantua y Milán, donde anduvo de 1458 a
1473, dándose a conocer, no sólo como bufón e improvisador, sino con la nueva gracia de astrólogo.
[1] La fortuna, que no se cansaba de perseguirle, le hizo caer, a su vuelta a España, en poder de unos
corsarios africanos que le vendieron en Fez, donde permaneció cautivo algún tiempo. Rescatado y
vuelto a Castilla, su desgracia fué mina inagotable de chistes para los poetas de la corte, acaudillados
nada menos que por el Conde de Paredes, padre de Jorge Manrique. Como el Juan Poeta era
sospechoso en la fe a título de neófito judaico, y hombre de pícara y estrafalaria vida, inventaron en
burlas el cuento de que se había hecho [p. 281] mahometano, y se complacieron en describir con gran
lujo de pormenores cuán de buen grado se había sometido a la circuncisión (que no había sido
menester hacerle) y a las ceremonias y abluciones mahométicas. Poco es lo que honestamente puede
citarse de estas sátiras, pero en su género brutal tienen chiste las coplas del Conde de Paredes, que en
el Cancionero de burlas (pág. 73) pueden leerse, y comienzan:
Si no lo quereys negar,
Como negáis el salterio,
Publicar quiero el mysterio,
Juan, de vuestro cativerio,
Juan, de vuestro navegar...
No hay género de insolencia que los poetas de su tiempo no dijeran a este albardán o ganapán de
versos. Un jugador le acusa de haberle dado una dobla quebrada. Antón de Montoro avisa a la Reina
Católica que esconda su baxilla donde no la tope Juan de Valladolid. Pero la principal acusación es
siempre la de judío y retajado:
Sobre vos debatirán
Y a la fin sobre vuestra alma
Cruz y Tora y Alcorán.
Claro es que no han de tomarse al pie de la letra estas cultas y cortesanas bromas, propias del tiempo;
aunque todo ello prueba el envilecimiento moral del sujeto que podía servir de ocasión para tales
donaires.
Pero basta de revolver versos sin poesía. El verdadero amante de ella poco tiene que espigar en el
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Cancionero de Stúñiga y en otros análogos. Pero quien los considera bajo su aspecto histórico, y ve
por primera vez reunidos bajo el cetro de Alfonso V ingenios de todas las regiones de la Península,
no puede menos comprender la profunda verdad de aquella sentencia de Teóphilo Braga: «los
Cancioneros realizaron la primera unidad de España y contribuyeron a la alianza moral de todos sus
pueblos». [1] Y si por una parte asombra que toda aquella prodigiosa [p. 282] fermentación de ideas
que en la corte de Alfonso reinaba, aquel despertar del mundo clásico, aquella mezcla de los
refugiados de Bizancio con los humanistas de Milán, de Roma y de Florencia, aquellos conatos de
rebeldía intelectual con que Valla, al declamar contra la falsa donación de Constantino, procuraba de
paso socavar los cimientos de la potestad eclesiástica, y el mismo Valla y el Panormita intentaban la
rehabilitación del naturalismo epicúreo, no bastasen a alimentar otra poesía que ésta tan sosa y trivial;
téngase en cuenta que lo mismo aconteció en la literatura italiana, donde la poesía vulgar permaneció
muda casi toda una centuria, como si todas las fuerzas intelectuales estuviesen concentradas en la
oscura elaboración de un mundo nuevo. El eco de esta edad no hay que buscarle sino por excepción
en la poesía, que apenas tuvo conciencia de la grandeza de aquel momento, ni acertó a reproducir más
que el lado superficial y exterior de la vida. Fué uno de tantos festejos y oropeles que concurrieron al
triunfo de nuestro gran príncipe del Renacimiento, y nada más.
Con un pie en Nápoles y otro en Roma, Alfonso V llegó a sentir la ambición de reunir la Italia bajo
su cetro, o a lo menos bajo su hegemonía. El Papa Calixto, español como él, parece que le convidaba
indirectamente a ello, exhortándole a convertirse en jefe de una cruzada contra los turcos, que salvase
a la cristiandad del enemigo que constantemente la amagaba después de la toma de Constantinopla.
Los potentados de Italia no eran tales que pudiesen contrabalancear su influjo. El Duque de Milán se
inclinaba a él por temor y odio a los franceses. Génova no parecía enemigo bastante fuerte. La mayor
oposición con que tropezó, fué la de Cosme de Médicis y los florentinos.
Pero la muerte de Alfonso V en 1458, y pocos meses después la del Papa Calixto, no sólo disiparon
tales proyectos de dominación, sino que dispersaron por de pronto las dos colonias de españoles que
en Nápoles y en Roma se habían venido formando. Obispos, caballeros, poetas, humanistas, fueron
regresando a España. La poesía castellana, que tantas coronas había tejido en honra del héroe
aragonés, exhaló sus últimos acentos, y los más vigorosos por cierto, en la bella Visión alegórica de
Diego del Castillo, que es, sin disputa, la poesía más inspirada de este [p. 283] grupo o escuela, y
compite a veces con la misma Comedieta de Ponza. A su voz acompañaron la de Fernando Felipe de
Escobar, en una epístola elegíaca dirigida a Enrique IV, y alguna otra que resonó menos; pero
Castillo venció a todos por el nervio de la sentencia y la plenitud del estilo, y sólo él fué digno
intérprete de un duelo tan grande.
La dinastía de Nápoles continuaba siendo aragonesa; pero ya las dos coronas no estaban unidas en la
misma cabeza, ni volvieron a estarlo hasta los días del Rey Católico, que por astucia y por armas tuvo
que reducir nuevamente aquel reino, desposeyendo de él a sus parientes, incapaces de resistir el
empuje de los franceses en Italia, ni de salvar la política española en las grandes crisis del
Renacimiento. Pero aun en el breve período de menos de medio siglo en que permaneció
independiente la dinastía aragonesa de Nápoles, quedaron allí muchas familias españolas, muchas
costumbres españolas, y las relaciones fueron tan estrechas y frecuentes, como íntimo era el
parentesco que ligaba a las dos casas reinantes.
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NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 246]. [1] . B. Croce, La Corte Spagnuola di Alfonso d' Aragona a Napoli, 1894, (volumen XXIV
de los Atti della Academia Pontaniana di Napoli).
[p. 249]. [1] . La Cultura Italiana en tiempo del Renacimiento.
[p. 251]. [1] . «Vite di uomini illustri del secolo XV», rivedute sui manoscritti da Ludovico Frati
(Bolonia, 1893, en la Collezione di opere inedite o rarec).
[p. 255]. [1] . Laurentii Vallensis, De rebus gestis a Ferdinando Aragonum rege, libri III. Valla había
andado en servicio de Alfonso desde 1435 a 1443, y se jactaba de haber tomado parte en todas sus
campañas terrestres y navales. Perseguido luego en Roma por su famosa disertación contra las falsas
donaciones de Constantino (Declamatio de falso credita et ementita Constantini donatione), volvió a
refugiarse bajo el amparo del rey de Aragón, primero en Barcelona y luego en Nápoles, donde abrió
una cátedra de elocuencia griega y latina. Alfonso no sólo le honró con un diploma muy honorífico,
sino que le sacó triunfante de sus innumerables querellas con los teólogos, a quienes provocaba de
continuo. Su Historia de Fernando, que no es más que una composición retórica, le valió una
polémica brutal con el genovés Bartolomé Fazzio, que, con ayuda del Panormita, había sustraído de
la cámara del rey el manuscrito de Valla, y pretendía haber encontrado en él más de quinientos
solecismos. Esta ridícula cuestión se litigó delante del mismo Alfonso, que tenía el mal gusto de
enzarzar a sus eruditos, divirtiéndose mucho con su grosería e intemperancia. Nada menos que cuatro
invectivas (el título indica ya lo que pueden ser, pero no da idea de todo lo que son) se cruzaron de
una parte y otra, hasta que el Rey intervino para separar a los gladiadores, Valla consiguió volver a
Roma en el pontificado de Nicolás V, y prosiguió infamándose en atroces polémicas con Poggio
Bracciolini, ayudándole en una de ellas un joven catalán discípulo suyo y de Gaspar de Verona, que
estaba muy resentido con Poggio por haber dicho éste que «los catalanes no son ávidos de mármoles
esculpidos, sino de oro y esclavos para el armamento de sus galeras». Quién fuera este catalán, autor
de unas notas críticas a las Epístolas de Poggio, no he podido averiguarlo.
En sus últimos años Valla hizo varios viajes a Nápoles, y emprendió, a instancias de Alfonso, la
traducción de Herodoto, de la cual llegó a leerle varios trozos. Murió en 1457, poco antes que su
Mecenas. Su Historia de Fernando I puede consultarse en el tomo I de la Hispania Illustrata de
Andrés Scotto. Véase la biografía de Valla en Nisard, Les Gladiateurs de la République des Lettres,
tomo I, páginas 195 a 304.
Antonnii Panhormitae, De dictis et factis Alphonsi, Regis Aragonum et Neapolis, libri quatuor.
(Abundan las ediciones de este curioso libro: la elzeviriana de 1646 lleva el título de Speculum boni
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Principis.) Fué traducido repetidas veces al catalán y al castellano, una de ellas por el jurisconsulto
Fortun García de Ercilla, padre del poeta de La Araucana: pero la versión más generalmente conocida
es la del bachiller Juan de Molina (Libro de los dichos y hechos del Rey D. Alonso... Valencia, 1527;
Burgos, 1530; Zaragoza, 1552). No es propiamente una historia de Alfonso V, sino una colección de
anécdotas que pintan muy al vivo su carácter y su corte. Sobre el Panormita (célebre con infame
celebridad por su Hermaphroditus), véase especialmente Ramorino, Contributi alla storia biografica e
critica di A. Beccadelli (Palermo, 1883).
Los cinco libros de sus Epístolas y Oraciones (Venecia, 1553) nos le muestran Embajador de Alfonso
a los genoveses, a los venecianos, al Emperador Federico III y a otros príncipes. La misma protección
obtuvo del Rey de Nápoles D. Fernando hasta su muerte, acaecida en 1471. Mejor fama que sus
versos escandalosos le han dado la Academia que fundó en Nápoles y la solicitud que mostró en
recoger libros antiguos, llegando a vender la única heredad que poseía para comprar un códice de
Tito Livio. Pontano consagró a su memoria el diálogo titulado Antonius, y a él debió su mayor
celebridad dicha Academia, llamada en honra suya Pontaniana. El Panormita es interlocutor también,
defendiendo la causa del epicureísmo, en el célebre diálogo de Lorenzo Valla: De voluptate ac vero
bono libri III, que es una reivindicación brutal de los derechos de la carne.
Unido al De dictis factisque del Panormita, va casi siempre el Commentarius de Eneas Silvio, Obispo
de Siena cuando le escribió, y luego Papa con el nombre de Pío II. Puede verse también en la
Colección general de sus obras (Basilea, 1571), en que hay muchas que el historiador de Alfonso V
debe tener presentes: la dedicatoria que hizo a este monarca de su Historia Bohemica; la Historia
rerum ubique gestarum (en la parte de Europa, capítulos XLIX y LXV), y también sus Oraciones y su
correspondencia. Pero se echan de menos en ella, y conviene consultar sobre todo los Commentarii
rerum memorabilium quae temporibus suis contigerunt (Roma, 1584), especie de memorias suyas
que abarcan desde 1405 a 1463. En cuanto a las Orationes, la mejor colección es la de Mansi (Luca,
1755 a 1759, en tres volúmenes). La obra monumental de Voigt (Enea Silvio de' Piccolomini als
Pape Pius der Zweite uns sein Zeitalter, Berlín, 1856-1858), da cuantas noticias pueden desearse
acerca de este Papa, una de las más dulces y simpáticas figuras del Renacimiento.
Bartholomei Facii, De rebus gestis ab Alphonso primo, Neapolitanorum rege, commentariorum libri
decem (Lyon, 1560). Una traducción castellana inédita del siglo XVI se guarda en la Academia de la
Historia. Bartalomé Fazzio era genovés, pero pasó la mayor parte de su vida en la corte de Alfonso.
Su diálogo De humanae vitae felicitate, dedicado a nuestro Rey, fué libremente traducido al
castellano por Juan de Lucena (familiar de Eneas Silvio) en su Vita Beata, como ha probado
recientemente el Sr. Paz y Melia. Es curioso también para el estudio de la corte literaria de Alfonso V
el de viris illustribus de Fazzio.
Entre los principales humanistas favorecidos por Alfonso V, debe contarse al griego Jorge
Trapezuncio (Jorge de Trebisonda), célebre por su controversia con el cardenal Bessarion sobre la
filosofía de Platón y Aristóteles. Dedicó ad divum Alphonsum Regem, una de sus invectivas contra
Teodoro de Gaza, in perversionem problematum Aristotelis a quodam Theodoro Gazae edita. Pero
honra mucho más a él y a su Mecenas el haber ordenado el uno y llevado a término el otro una nueva
versión latina de los libros de Historia Natural de Aristóteles, por no agradar al Rey (según escribe el
Panormita la aspereza y barbarie de la versión antigua, propter asperitatem barbariemque orationis
haud satis probabantur.
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Francisco Filelfo dedicó a Alfonso en 1451 la espantosa colección de sus cien sátiras contra Cosme
de Médicis, Niccolo Niccoli, Poggio, o más bien contra todo el género humano, en más de diez mil
versos. La calidad de tal obra no fué obstáculo para que el Rey aceptase la dedicatoria y llamase a su
corte a Filelfo, a quien armó Caballero e hizo coronar con el laurel del Petrarca, en presencia de su
corte y de su ejercito. Poggio, su triunfante émulo en desvergüenzas, no parece haber sido tan
favorecido, pero consta por testimonio del Panormita y por el de los códices mismos, que su
traducción de la Cyropedia fué hecha para el Rey de Aragón, y no para el Papa Nicolás V, como
muchos han supuesto.
Leonardo Aretino, detenido en Toscana por su edad y por sus dolencias no visitó la corte de Alfonso;
pero tuvo correspondencia frecuente con él. De los restantes humanistas, apenas hay ninguno que
dejase de pasar por ella o recibir alguna muestra de su protección: Teodoro Gaza, Bessarión, Pedro
Cándido Decembrio, Giannozzo Manetti, Nicolás Sagundino (que era de la isla de Negroponto, y no
de Murviedro, como quiso hacerle el abate Lampillas), Nicolás de Sulmona, Juan Aurispa, Jacopo
Carlo, a quien mandó hacer un vocabulario para las comedias de Terencio, etc., etc.
Para la recta apreciación de todo este movimiento de cultura, en que la acción protectora de Alfonso
V llega a competir con la de Cosme de Médicis y con la del Papa Nicolás V, es obra capital la de
Voigt, Die Wiederbelebung des classischen Alterthums oder das erste Jahrhundert des Humanismus
(tercera edición adicionada por Marx Lehnerdt, 1893).
[p. 258]. [1] . No obstante, si hemos de dar crédito al testimonio del colector del Cancionero que fué
de Herberay des Essarts, habrá que contar a Alfonso V entre los poetas castellanos, puesto que trae
una canción del Rey de Aragón a Lucrecia Alania, que comienza
Si dezis que vos ofende
Lo quo más mi sesso piensa...
[p. 260]. [1] . En el Museo Balear de Palma de Mallorca (segunda época, núm. 2) hay una noticia de
Ferrando Valentí, escrita por don Gabriel Llabrés.
[p. 261]. [1] . Colección de documentos inéditos del Archivo General de la Corona de Aragón. Tomo
XXVIII (segundo de los Opúsculos de Carbonell, publicados por don Manuel Bofarull. Barcelona,
1865, páginas 237-248).
[p. 262]. [1] . Gran parte de las poesías latinas de Jerónimo Pau se han conservado en un códice
misceláneo recopilado por Carbonell, que está en el Archivo de la Catedral de Gerona, donde le vió el
Padre Villanueva (Viaje Literario, tomo XII, págs. 111-115). Las composiciones copiadas por
Villanueva, se conservan en el tomo III de su Colección manuscrita en la Academia de la Historia. La
más extensa es un poema que el autor llama himno de San Agustín, en mas de trescientos exámetros;
hay también bastantes odas y epigramas, elegías, apólogos y epístolas, todo ello digno de publicarse,
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por que quizá ningún otro español anterior a la era de Nebrija anduvo tan feliz en la versificación
latina, salvo Juan Pardo, el amigo de Pontano.
[p. 263]. [1] . Sobre los orígenes de El Renacimiento clásico en la literatura catalana, es trabajo de
sólida erudición y doctas consideraciones el de mi querido amigo y compañero don Antonio Rubió y
Lluch (Barcelona, 1889).
[p. 264]. [1] . Sevilla, Cromberger, 1529. (Reproducido foto-litográficamente por don José Sancho
Rayón.)
[p. 266]. [1] . Además de sus famosas coplas, llamadas por el Cancionero General «de maldezir de
mujeres», hay en el mismo Cancionero otras tres composiciones de Torrelas (números 173, 175 y
856 de la edición de los Bibliófilos Españoles.)
[p. 266]. [2] . Ein Beitrag zur Bibliographie der «Cancioneros» aus der Marcusbibliothek in Venedig
(Sitzb. d. phil. hist. Cl. LIV Bd. I Hft.).
[p. 267].[1] . Página 212.
[p. 273]. [1] . Véase el discreto discurso de don José Jordán de Urríes y Azara, Los poetas
aragoneses en tiempo de Alfonso V (Zaragoza, 1890).
[p. 275]. [1] . Publicado por Ochoa, Rimas Inéditas del siglo XV , págs. 381-386
[p. 277]. [1] . Los cuatro sonetos que se conocen de Villalpando, están en el Cancionero de Herberay,
y pueden leerse en el Ensayo de Gallardo (tomo I, página 555).
[p. 279]. [1] . Lo de pregonero se repite también en las Coplas de Juan Ribera (¿Suero?) a Juan
Poeta estando los dos en Nápoles (Cancionero de burlas, página 100):
¡Oh, que nuevas de Castilla
Os traygo, Juan caminando!
Qu'en Valladolid la villa
Yo hallé en la Costanilla
Vuestro padre pregonando.
Y dezía en sus pregones,
Si no me miente el sentido,
Muy cargado de jubones,
Calzas viejas y calzones:
«¿Quién halló un asno perdido?»
Toquéle luego la mano,
Díjele de vos grand bien,
Él me dijo «Dezí, hermano,
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¿Es mi hijo allá cristiano,
O de la ley de Moisén?»
..............................
[p. 280]. [1] . Sé que en el Archivio Storico Lombardo (1890) se publicó un artículo de Motta:
Giovanni di Valladolid alle corti di Mantova e Milano, pero no he llegado a verle.
[p. 281]. [1] . Bibliographia crítica de Historia e Litteratura de A. Coelho. (Porto 1875, página 324.)
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 285] CAPÍTULO XV.—DECADENCIA POLÍTICA BAJO EL REINADO DE ENRIQUE IV.
—LAS LETRAS EN TIEMPO DE ESTE MONARCA.—LAS «COPLAS DEL PROVINCIAL»,
PASQUÍN INFAMATORIO: SU TEXTO; SU FECHA PROBABLE; HIPÓTESIS ACERCA DE
SU AUTOR; NO FUERON OBRA DE UN SOLO POETA.—LAS «COPLAS DE MINGO
REVULGO»; SU CARÁCTER GRAVE Y DOCTRINAL; SU ARGUMENTO; SU
BUCOLISMO; PERSONAJES SATIRIZADOS EN ELLAS; GLOSAS; FORMA MÉTRICA DE
LAS COPLAS.
Algunos escritores, inclinados en demasía a ver dondequiera el influjo de la sociedad en las letras, y a
ligar sistemáticamente las vicisitudes políticas con las del arte, han considerado como de notable
postración y decadencia, y aun como un vergonzoso paréntesis en nuestra historia literaria, el reinado
de Enrique IV, dando por supuesto que en él padeció total interrupción el brillante movimiento
intelectual que en la corte de D. Juan II había comenzado a desarrollarse, y que luego con mayores
bríos iba a reflorecer bajo el cetro de los Reyes Católicos. Son sin duda los veinte años de aquel
reinado, y especialmente los diez últimos, uno de los más tristes y calamitosos períodos de nuestra
historia: nunca la justicia se vió tan hollada y escarnecida: nunca imperó con mayor desenfreno la
anarquía: nunca la luz de la conciencia moral anduvo tan a punto de apagarse en las almas. Roto el
freno de la ley en grandes y pequeños; vilipendiada en público cadalso y en torpe simulacro la
majestad de la corona; mancillado con escandalosas liviandades el tálamo regio; [p. 286]
enseñoreados de no pocas iglesias la simonía y el nepotismo; dormida y estéril, ya que no vacilante,
la fe, e inficionadas en cambio las costumbres con el secreto y enervador contagio de los vicios de
Oriente; inerme el brazo de la justicia; poblados los caminos de robadores; enajenada con insensatas
mercedes la mayor parte del territorio y de las rentas; despedazada cada región, cada comarca, cada
ciudad por bandos irreconciliables; suelta la rienda a todo género de tropelías y desmanes, venganzas
privadas, homicidios y rapiñas, pareció que todos los ejes de la máquina social crujían a la vez,
amagando con próxima e inminente ruina.
Tal era el cuadro general que por aquellos tiempos ofrecía la vida pública, y no hay que recargar las
tintas para que resalte con toda su peculiar y nativa fealdad, puesto que cuanto más se ahonda en su
estudio, más excede la realidad al encarecimiento, y para tal sociedad aún parece blando el cauterio
de las Décadas, de Alonso de Palencia. ¿Pero hemos de inferir de tal pintura que en ese reinado
desapareciesen de Castilla todos los vestigios de la cultura anterior, como Prescott afirma, entre otros
muchos? Tal como este insigne historiador y tal como la tradición dominante en España entienden y
presentan la obra regeneradora de la Reina Católica, habría que considerarla como un patente
milagro, muy duro de admitir en el orden general de los casos humanos, aun siendo tan grande como
es, y en aquella ocasión lo fué, la parte del genio individual para dirigir o torcer su curso. Una
sociedad de malhechores convertidos de pronto, y como por golpe de tramoya, en hombres de bien y
en héroes, satisface en verdad las exigencias de la imaginación artística; pero no tanto las del severo
criterio histórico. Para que la transformación se cumpliese tan rápidamente como se cumplió, era
preciso que hubiese mucha vida en el fondo de aquella agitación monstruosa. La fuerza que tan
miserablemente se perdía era fuerza al cabo, y sólo faltaba darla digno empleo y abrir el amplio cauce
por donde habían de desbordarse sus aguas.
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Veinte años no son período bastante largo para que en ellos se suspenda la actividad de un pueblo en
ninguno de los órdenes de la vida, y menos que en ninguno en el orden de la literatura y del arte. Ni
siquiera son espacio suficiente para que se forme una nueva generación de escritores que llegue a
determinarse con [p. 287] propio y peculiar carácter. Los que en tiempo de Enrique IV escribían eran
ingenios formados en la escuela del reinado anterior, o eran los que iban a realzar la gloria del
reinado siguiente. Atravesaron, como su nación, tiempos duros, y su literatura áspera y polémica se
coloreó vivamente con los matices de la pasión enfurecida y desbordada; pero si en general les sobró
dureza y acritud, no hay duda que esto mismo dió cierta originalidad y extraño sabor a las dos
manifestaciones más características del arte literario de este tiempo, la sátira política y la prosa de los
cronistas. Y aunque la diatriba personal fuese entonces predilecta ocupación de las plumas, no faltó
quien se elevase a otra más noble y ejemplar manera de sátira, ni quien filosofase con gravedad y
magisterio sobre los azares de la fortuna, ni quien prestase a la musa de la elegía la expresión más
alta y solemne que hasta ahora ha alcanzado en lengua castellana. Tuvo aquella corte su Plutarco en
Hernando del Pulgar, que con buril menos hondo, y toque más complaciente que Fernán Pérez de
Guzmán, pero con más amenidad y viveza de fantasía, nos legó los retratos de todos aquellos que él
llama claros varones, ladeándose un tanto al panegírico, pero no de tal modo que atenuase las
sombras de sus modelos. Tuvo su Tácito, aunque más vengador que justiciero, en Alonso de Palencia,
historiador digno de haber nacido en tiempos mejores y más clásicos, y de haber manejado
instrumento menos férreo y desapacible que aquella latinidad suya tan enfática y zahareña. Pero
cuando escribía en lengua vulgar y no cedía al prurito de latinizar excesivamente en ella, describía y
contaba con fuerza pintoresca, con notable precisión y brío. Páginas hay, y no pocas, en el Tratado de
la perfección del triunfo militar, que son dignas de cualquiera de los mejores prosistas del tiempo del
Emperador, aunque se escribiesen medio siglo antes.
Cuando tales progresos hacía el arte de la prosa literaria, siempre más lento y tardío en su aparición y
desarrollo, no había de permanecer muda la poesía lírica, que, si no en calidad, a lo menos en
cantidad, había llevado la palma a los demás géneros en el reinado de D. Juan II. Fué en el de su hijo
menos abundante, sin duda; pero tuvo en desquite un carácter de actualidad viva, de pasión y lucha
del momento, una sinceridad y franqueza [p. 288] a veces brutales, que la hacen inapreciable para el
historiador. Y no hay duda que en algunas composiciones aisladas, especialmente de ambos
Manriques, excedió con gran ventaja lo mejor del reinado anterior, logrando una belleza positiva y
permanente que antes del siglo XVI es rarísima. Se componían menos versos en la segunda mitad del
siglo XV que en la primera, pero eran en general versos más sinceros, menos triviales y menos
vacíos.
Gómez y Jorge Manrique, Juan Álvarez Gato, Antón de Montoro, Pero Guillén de Segovia, son los
principales poetas de este período, y aun de tres de ellos existen cancioneros especiales. Pero antes de
estudiarlos, conviene dar idea de las dos famosas sátiras anónimas, Coplas del Provincial y Coplas de
Mingo Revulgo.
La primera de estas composiciones no es más que un pasquín infamatorio, que ni ha salido hasta
ahora, ni es de presumir que en tiempo alguno salga, de lo más recóndito de la necrópolis literaria. Ni
aun clandestinamente ha habido quien se atreviera a imprimirle: tal es lo soez de su forma, lo brutal y
tabernario de sus personalísimos ataques. La mordaz agudeza que puede encontrarse en tal o cual
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redondilla, está ahogada en las restantes por una desvergüenza tan procaz y desaliñada, que impide
todo efecto artístico, dado que el autor se le propusiera, de lo cual dudamos muy mucho. No es una
obra poética, sino un libelo trivialmente versificado, una retahíla de torpes imputaciones, verdaderas
o calumniosas, que afrentan por igual a la sociedad que pudo dar el modelo para tales pinturas, y a la
depravada imaginación y mano grosera que fueron capaces de trazarlas, deshonrándose juntamente
con sus víctimas. Es una sátira digna de Sodoma o de los peores tiempos de la Roma imperial. El
cuadro monstruoso que describe provoca a náuseas el estómago mas fuerte. Ni en las tablillas, que el
consular Petronio envió a Nerón antes de morir, se encontraría tal cúmulo de abominaciones como el
que en estas nefandas coplas se enumera y registra. El artificio con que están engarzadas no puede ser
más tosco: el maldiciente autor transforma la corte en convento, y hace comparecer ante el Provincial
a los caballeros y damas de ella, para recibir, no una corrección fraterna, sino una serie de botonazos
de fuego:
[p. 289] El Provincial es llegado
A aquesta corte real,
De nuevos motes cargado,
Ganoso de decir mal.
Y en estos dichos se atreve,
Y si no, cúlpenle a él
Si de diez veces las nueve
No diere en mitad del fiel.
Las coplas son 149, y en cada una hay, por lo menos, un nombre propio, sobre el cual recae con
odiosa monotonía el sambenito de sodomita, cornudo, judío, incestuoso, y tratándose de mujeres, el
de adúltera o el de ramera. Los apellidos más ilustres de Castilla están infamados allí con tales
estigmas, que los descendientes de los que los llevaban trabajaron con ahinco, aunque sin fruto, en el
siglo XVI, para aniquilar las famosas coplas, valiéndose hasta del auxilio de la Inquisición para
destruir los numerosos traslados que de ellas corrían en alas del escándalo por todos los ámbitos de
España. Pero todo fué inútil: la prohibición acrecentó el valor de la fruta vedada, y fué tan imposible
destruir las afrentosas Coplas, como el Libro Verde de Aragón o el famoso Tizón de España. No
hubo colección de papeles genealógicos en que no se copiasen, y llegaron hasta a ser invocados,
como testimonios dignos de crédito, en pleitos y memoriales ajustados. En cada copia se extremaban
las incorrecciones y los errores, y también solían adicionarse o suprimirse nombres y versos,
conforme lo dictaban particulares afectos de simpatía o de odio respecto de las familias. El texto, por
todas estas razones, ha llegado a nosotros estragadísimo, y sólo el hallazgo de un manuscrito del siglo
XV podría fijar la verdadera lección de un opúsculo que, si sólo puede inspirar asco y repugnancia al
amante de la poesía viendo aplicado a tan viles usos su lenguaje, puede, no obstante, ser de alguna
utilidad para el historiador, porque, desgraciadamente, el testimonio de autores tan graves como
Alonso de Palencia en sus Décadas latinas, prueba que no era todo calumnia lo contenido en los
metros del Provincial, y que éste dió en la mitad del fiel más veces de lo que al decoro de nuestra
historia conviniera. [1]
[p. 290] Para fijar este valor histórico (y nunca puede ser muy grande el que se conceda a los libelos),
no es indiferente averiguar la fecha probable de la composición de esta sátira. De su mismo [p. 291]
contexto se infiere que hubo de ser escrita después de 1465 y antes de 1474, puesto que se designa ya
en ella con el título de Duque de Alburquerque a D. Beltrán de la Cueva, que no obtuvo [p. 292] tal
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merced hasta el primero de los dos años citados, y se denigra además como persona viva al
condestable Miguel Lucas de Iranzo, que fué asesinado en la iglesia mayor de Jaén el 22 de marzo [p.
293] de 1473, fecha de la más espantosa matanza de los conversos. Las alusiones de las coplas han de
referirse, por consiguiente, a estos nueve años últimos del reinado de D. Enrique, que fueron en
verdad los mas afrentosos.
[p. 294] El nombre del encubierto autor de este padrón de infamias prosigue hasta hoy ignorado, y no
ciertamente porque hayan faltado conjeturas y aun afirmaciones demasiado resueltas de nuestros
eruditos, achacando la paternidad ya a una, ya a otra persona. D. Luis de Salazar y Castro, con el peso
de su indiscutible autoridad como príncipe de nuestros genealogistas, quiso y logró acreditar en
varios escritos suyos, especialmente en las Advertencias históricas (folio 159) y en el opúsculo que
tituló Satisfacción de seda a agravios de esparto (pág. 47) la especie de ser autor de las coplas nada
menos que el cronista Alonso de Palencia. Si bien se mira, esta opinión, que también han patrocinado
Gallardo y otros no tiene más peso que el que le da el nombre de Salazar, puesto que no sabemos que
Alonso de Palencia, de quien tantas obras en prosa nos quedan, hiciese versos jamás; y, por otra
parte, la gravedad de su carácter moral, que tanto se levanta sobre el nivel de la corrompida sociedad
en que le tocó vivir y de la cual fué inexorable censor, excluye toda sospecha de que pudiera
descender jamás al empleo de armas ilícitas, al villano recurso de divulgar a sombra de tejado un
escrito anónimo procaz y escandaloso. Palencia dijo en sus Décadas latinas, a cara descubierta y sin
ningún género de atenuaciones, cuanto malo podía decirse de aquella corte y de aquellos hombres;
¿qué necesidad tenía de ocultarse en la sombra para herirlos más a mansalva? Si la sangrienta
narración del ceñudo cronista coincide en muchas cosas con las detracciones del coplero anónimo,
atribúyase a la identidad del modelo, pero no se achaquen imaginarias culpas a quien fué uno de los
varones más honrados y de los espíritus más sanos y rectos de su tiempo, y [p. 295] que cuando tentó,
con cruda mano sin duda, las llagas de aquel siglo, lo hizo puestos los ojos en la posteridad y en las
severas leyes de la historia, no para escándalo de un día, sino para ejemplar escarmiento.
Vagamente se ha insinuado también el nombre de Rodrigo de Cota, de quien tan pocas noticias
personales tenemos, pero ciertamente que, a juzgar por el tosco artificio y ruin estilo de las Coplas
del Provincial, el último poeta a quien sentiríamos tentación de atribuírselas sería al autor del
delicadísimo Diálogo entre el amor y un viejo.
Con más visos de probabilidad se ha indicado el nombre de Antón de Montoro, y en verdad que al
cinismo de su musa cuadraría bien la bárbara licencia de aquellas Coplas, aunque la mayor parte de
ellas no sean dignas de su epigramático ingenio. Pero desgraciadamente no era Montoro el único que
entonces cultivase tal género de poesía: al contrario, nunca brotó tan pujante como en el siglo XV la
planta malsana de la literatura infamatoria y obscena, que no satírica. Montoro aventajaba a todos en
talento, pero había muchos que competían con él en desvergüenza. Por otra parte, como hombre de
baja condición y pendiente del favor de los poderosos, rara vez sus tiros llegaron tan alto como los
del Provincial, y en los mayores arrojos de su musa se detuvo ante el prestigio del trono, que, por el
contrario, el autor anónimo se complace en salpicar de lodo y vilipendio. Además, la acusación de
judío, tan prodigada en las coplas, no parece natural en labios de un cristiano nuevo como Antón de
Montoro, que tuvo el valor moral de salir en una ocasión memorable a la defensa de los conversos,
cuando el hierro y el fuego empezaban a dar cuenta de ellos en Castilla y en Andalucía. Y si es cierto
que en algunas copias del Provincial se encuentran textualmente dos versos de un epigrama de
Montoro:
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Cuexcos de uvas y mosquitos
Salen por las sangraduras;
también lo es que estos versos y toda la copla relativa a Leonor Sarmiento tienen visos de
intercalación, y no se encuentran en otras copias más correctas y de buena nota, como la que
perteneció a Gallardo.
[p. 296] Tenemos, además, un testimonio coetáneo, que prueba, a mi juicio, que las Coplas del
Provincial no fueron obra de un solo poeta. En el cancionero de Juan Álvarez Gato, manuscrito en la
Academia de la Historia, se leen al folio 53 vuelto unos versos dirigidos a los maldisientes que
fisieron las Coplas del Provincial, porque disiendo mal, crescen en su merescimiento. Y realmente,
leyendo con atención las Coplas, parecen notarse en ellas dos estilos diversos, puesto que al paso que
hay algunas que no carecen de gracia dentro de su género brutal, y pueden tener cierto valor como
epigramas aislados, hay otras en sumo grado insípidas y chabacanas, y no faltan algunas que pecan
contra la medida o contra la rima, si ya no queremos achacar parte de estos defectos a la incuria de
los copiantes. De este género de pasquines escritos en colaboración abundan los ejemplos, y alguno
muy reciente.
Con las Coplas del Provincial se citan siempre las de Mingo Revulgo, aunque ningún parentesco haya
entre ellas, pues siendo una misma la materia, aparece tratada de modo enteramente diverso. Todo es
en las Coplas del Provincial sucio y desenfrenado: todo es grave y doctrinal en las de Mingo
Revulgo. En las primeras no hay sátira general, sino infamias particulares; en las segundas el
propósito social es evidente, y sólo el celo del bien público mueve la pluma del escritor, dictándole a
veces rasgos de generosa indignación y ardiente elocuencia. Los denuestos del Provincial apenas
tienen forma artística; no pasan del insulto procaz y desgreñado, de la agresión directa y personal. Por
el contrario, las lecciones de Mingo Revulgo van envueltas en una forma alegórica y emblemática,
que aun para los contemporáneos mismos tuvo necesidad de prolijo comentario. El autor o autores de
las Coplas del Provincial pudieron ser maldicientes vulgares, ajenos a toda literatura; pero del que
escribió la sátira de Mingo Revulgo no puede dudarse que era hombre culto y reflexivo, aunque
afectadamente quisiese imitar la llaneza del pueblo. El más antiguo de sus comentadores, Hernando
del Pulgar, a quien algunos atribuyen las coplas mismas, las caracteriza perfectamente en estos
renglones, que además dan clarísima idea del plan de la composición y excusan todo análisis:
«Para provocar a virtudes y refrenar vicios, muchos [p. 297] escribieron por diversas maneras. Unos
en prosa ordenadamente; otros por vía de diálogo; otros en metros proverbiales, y algunos poetas
haciendo comedias y cantares rústicos, y en otras formas, según cada uno de los escritores tuvo
habilidad para escrebir... Estas coplas se ordenaron a fin de amonestar el pueblo a bien vivir. Y en
esta Bucólica, que quiere decir cantar rústico y pastoril, quiso dar a entender la doctrina que dicen so
color de la rusticidad que parecen decir; porque el entendimiento, cuyo oficio es saber la verdad de
las cosas, se ejercite inquiriéndolas, y goce, como suele gozarse cuando ha entendido la verdad de
ellas.
La intención de esta obra fué fingir un Profeta o adivino, en figura de pastor, llamado Gil Arribato, el
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cual preguntaba al pueblo (que está figurado por otro pastor, llamado Mingo Revulgo), que cómo
estaba, porque le veía en mala disposición. Y esta pregunta se contiene en la primera y segunda
copla. El pueblo (que se llama Revulgo), responde que padece infortunio, porque tiene un pastor que,
dejada la guarda del ganado, se va tras sus deleites y apetitos; y esto se contiene en las siete coplas
siguientes, desde la tercera hasta la décima. En las cuatro coplas que se siguen, muestra cómo están
perdidas las cuatro virtudes cardinales, conviene a saber: Justicia, Fortaleza, Prudencia y
Temperancia, figuradas por cuatro perras que guardan el ganado. En las dos coplas siguientes, desde
la catorce hasta la diez y seis, muestra cómo perdidas o enflaquecidas estas cuatro perras, entran los
lobos al ganado, y lo destruyen. En las otras dos siguientes, que son diez y siete y diez y ocho,
concluye los males que generalmente padece todo el pueblo. Y de aquí adelante el pastor Arribato
replica, y dice que la mala disposición del pueblo no proviene todo de la negligencia del pastor; mas
procede de su mala condición. Dándole a entender que por sus pecados tiene pastor defectuoso, y que
si reynase en el pueblo Fe, Esperanza y Caridad, que son las tres virtudes teologales, no padecería los
males que tiene... Después... muestra algunas señales, por donde anuncia que han de venir
turbaciones en el pueblo, las cuales... declara que serán guerra y hambre y mortandad... Le amenaza y
amonesta que haga oración y confesión y satisfacción, y que haya contrición, para excusar los males
que le están aparejados... En la última y primera alaba la vida mediana, porque [p. 298] es más
segura, y en treinta y dos coplas se concluye todo el tratado.»
Lo primero que llama la atención en las Coplas de Mingo Revulgo, es su forma de diálogo, diálogo a
la verdad sin acción por lo cual no puede calificarse de dramático, pero que no dejo de influir de un
modo indirecto en los orígenes del teatro, siendo naturalísimo el tránsito desde él hasta las primeras
églogas de Juan del Encina, que no le exceden mucho en artificio, y que visiblemente le imitan en el
empleo de un lenguaje rústico y pastoril, algo convencional, como todos los de su especie, pero cuyos
elementos parecen tomados del habla popular de la Extremadura alta y de ciertas comarcas de las
provincias de Salamanca y Zamora. Como esta especie de églogas de nuevo cuño, esencialmente
realistas y llenas de detalles prosaicos, ningún parentesco tienen con las bucólicas clásicas (que por
otra parte el mismo Juan del Encina fué el primero que intentó naturalizar en castellano, traduciendo
libremente las de Virgilio), y por otra parte tampoco se enlazan con la tradición lírica de las
serranillas castellanas y gallegas, y de las vaqueras y pastorelas provenzales, hay que atribuir al
ignorado autor de las coplas el haber dado la primera muestra de un nuevo género de representación
de la vida de las cabañas, fielmente copiada del natural, sin ningún género de eufemismo, y destinada
a entrar, como elemento nada secundario ni despreciable, no sólo en los primitivos conatos de nuestra
escena, sino en el definitivo y glorioso teatro de Lope y de Tirso.
Pero aun siendo tan digna de notarse esta nueva y original manera de exposición, que rompiendo con
la monotonía de los Cancioneros desciende al pueblo para hablarle en su lengua, todavía es cierto que
lo pastoril y serrano no es en las Coplas de Mingo Revulgo una forma directa, una representación
poética desinteresada, como lo había de ser en Encina y sus discípulos, sino un mero disfraz, a través
del cual se trasparenta continuamente el fin satírico, la aplicación política, que el autor quiere inculcar
bajo este velo alegórico. Aunque comedida en la dicción, la sátira es violentísima en el fondo, y casi
todos los tiros van directamente contra la persona del Rey y de su mayor privado D. Beltrán de la
Cueva. No otro que D. Enrique IV es el pastor Candaulo de esta sátira (alusión a aquel necio rey de
Lidia, que [p. 299] por su insensatez perdió el reino de la manera que Herodoto refiere), el que
encenagado en torpes vicios y en miserable ociosidad,
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Ándase tras los zagales
Por esos andurriales
Todo el día embebecido;
el que abandona la guarda de sus ovejas, por andar tras cada seto a caza de grillos;
Burlan de él los mozalvillos
Que andan con él en el corro.
Ármanle mil guadramañas:
Uno l'pela las pestañas,
Otro l'pela los cabellos;
Así se pierde tras ellos
Metido por las cabañas.
Uno le quiebra el cayado,
Otro le toma el zurrón,
Otro l'quita el zamarrón,
Y él tras ellos desbabado,
Y aún el torpe, majadero,
Que se precia de certero,
Fasta aquella zagaleja,
La de Nava Lusiteja
Le ha traído al retortero.
Alusión evidente a los escandalosos amores del rey con la portuguesa Doña Guiomar de Castro, dama
de la reina. Y en todo este enérgico pedazo, ¿quién dejará de reconocer la misma extraña fisonomía y
condición de aquel degenerado, como hoy diríamos, a quien con tal vileza ponen delante de nuestros
ojos las descripciones de los cronistas, sus contemporáneos? No acudamos al testimonio de Alonso
de Palencia, ni siquiera al de Hernando del Pulgar, para que no se los recuse por sospechosos, como
enemigos políticos que eran del Rey. Baste la semblanza, a ninguna inferior, que hizo su capellán y
fiel servidor Diego Enríquez del Castillo, propenso siempre a excusarle en todo lo que puede. «Era
persona de larga estatura y espeso en el cuerpo, y de fuertes miembros; tenía las manos grandes, y los
dedos largos y recios; el aspecto feroz, casi a semejanza de león, cuyo [p. 300] acatamiento ponía
temor a los que miraba; las narices romas e muy llanas, no que así nasciese, mas porque en su niñez
rescibió lisión en ellas; los ojos garzos e algo esparcidos; encarnizados los párpados; donde ponía la
vista, mucho le duraba el mirar; la cabeza grande y redonda; la frente ancha; las cejas altas; las sienes
sumidas; las quixadas luengas y tendidas a la parte del ayuso; los dientes espesos y traspellados; las
cabellos rubios; la barba luenga e pocas veces afeytada; el faz de la cara entre roxo y moreno; las
carnes muy blancas; las piernas muy luengas y bien entalladas; los pies delicados... Holgábase mucho
con sus servidores y criados; avía placer por darles estado y ponerles en honra...; compañía de muy
pocos le placía; toda conversación de gentes le daba pena; a sus pueblos pocas veces se mostraba;
huía de los negocios; despachábalos muy tarde... Acelerado e amansado muy presto... El tono de su
voz dulce e muy proporcionado; todo canto triste le daba deleite; preciábase de tener cantores, y con
ellos cantaba muchas veces... Estaba siempre retraydo... Tañía muy dulcemente el laúd; sentía bien la
perfección de la Música; los instrumentos de ella le placían. Era gran cazador de todo linaje de
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animales y bestias fieras; su mayor deporte era andar por los montes, y en aquéllos hacer edificios e
sitios cercados de diversas maneras de animales, e tenía con ellos grandes gastos... Las insignias e
cerimonias reales muy ajenas fueron de su condición.»
En tal conformidad con la voz de la historia se nos presentan las Coplas de Mingo Revulgo, y esta es
sin duda su principal importancia, aunque tampoco parezca despreciable su valor poético si se
perdonan algunos rasgos afectados y sutiles que hacen revesada la lectura y obligan a recurrir con
demasiada frecuencia al comento. Tres glosas nada menos han llegado a nuestros días, la de
Hernando del Pulgar, que acompaña constantemente a las ediciones sueltas de estas Coplas, desde las
más antiguas; [1] otra [p. 301] anónima, publicada por Gallardo, y otra de Juan Martínez de Barros,
vecino de Madrid y natural de la villa del Real de Manzanares, compuesta en 1564. Tal abundancia
de comentadores es indicio de la popularidad larga y persistente de estas Coplas, con las cuales
apareció en Castilla un nuevo tipo de sátira política, una especie de poema de la Mesta, logrando el
pastor Revulgo y el profeta Arribato notoriedad análoga a la de Pasquino y Marforio en Italia. La
idea de hacer razonar a dos rústicos en su dialecto sobre los negocios públicos, reaparece en la
literatura satírica de fines del sigloXVII, especialmente en los coloquios de Perico y Marica, y ha
sido después arbitrio muy usado, especialmente en la poesía regional (gallega, bable...), y aun en los
diálogos gauchos de la América Meridional.
Las Coplas de Mingo Revulgo continúan tan anónimas como las del Provincial, por más que sin
fundamento se hayan echado a volar diversos nombres. Únicamente merece tenerse en cuenta el de
Hernando del Pulgar, siquiera por el respeto debido a la autoridad del P. Mariana (libro 23, cap. 17),
que afirmó sin vacilación y como cosa creída en su tiempo, que «Pulgar trazó unas coplas muy
artificiosas que llaman de Mingo Revulgo, en que calla su nombre por el peligro que le corriera.» A lo
cual añade el P. Sarmiento (núm. 872 de sus Memorias para la Historia de la Poesía) que «sólo el
poeta se pudo comentar a sí mismo con tanta claridad, y no otro alguno, y que sólo el comentador
pudo haber compuesto aquellas coplas.» Pero ni consta que Pulgar fuese poeta, ni el sentido político
de las coplas es tan intrincado que [p. 302] no fuera empresa fácil para Pulgar o para cualquier otro
contemporáneo el descifrarlas sin necesidad de haber sido su autor.
La forma métrica de las Coplas de Mingo Revulgo no ofrece materia a particulares observaciones. El
metro es el octosílabo popular, como lo pedía la índole de la composición, y cada copla se compone
de una redondilla y una quintilla, desligadas entre sí y con consonantes independientes.
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 289]. [1] . A título de curiosidad voy a imprimir (creo que por primera vez) algunas coplas de las
que me han parecido menos soeces. Sigo la copia más
esmerada que he visto, la que sacó Gallardo de un manuscrito de don Vicente Noguera (conocido
anotador de la Historia del P. Mariana en la edición de Valencia), el cual a su vez la había trasladado
de otra copia de la biblioteca del marqués de la Romana:
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¡Ah, Fr. Conde sin condado,
Condestable sin provecho!
¿A cuánto vale el derecho
De ser villano probado?
(Alude al condestable Miguel Lucas de Iranzo, uno de los advenedizos levantados por Enrique IV del
estiércol, según la expresión de Palencia, pero que, a diferencia de otros muchos, no se mostró
indigno de su elevación.)
.....................................
A ti, fraile mal cristiano,
Que dejaste el monasterio,
¿Por qué haces adulterio
Con la mujer de tu hermano?
—Por haber generación
Que no se pierda el linaje,
Ni se acabe ni se baje
Por falta de algún varón.
..............................
A vos, Fr. Conde real,
Gran señor de Benavente,
En venir secretamente
Nos hiciste mucho mal.
Difamáis a la Abadesa,
Deshonráis a Benavides,
Y a doña Aldonza de Mesa,
Porque sin verla os ides.
De Rivadeo Fr Conde
Que de Villandrando quedas,
Paga, paga las monedas;
Que verdad nunca se esconde.
Y aun me dijo una tu tía,
Que lo diga y no lo calle,
Que estando en Fuenterrabía
Hiciste bodas con Valle.
El de Rojas, cuya es Cabra,
¿Conocéisle? Decí, hermanos:
Hombre de muy buena labia,
Mas no tiene pies ni manos.
De Treviño fraile y conde,
Manrique de Sandoval,
La verdad nunca se esconde:
Bien la sabe el Provincial.
Que de hoy más el escote
Podéis poner por reseña:
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Hijo de una casta dueña
No os podrán poner por mote.
¿A cómo vale, Molina,
el cuerno que te destroza?
A Fr. Duque de Medina
Y a Fr. D. Juan de Mendoza.
..............................
A ti, fraile Adelantado
Que desciendes de una negra,
¿Por qué haces tal pecado
Con la hermana de tu suegra?
—No se haga de eso estima,
Pues el Prior de León,
Sin tener dispensación,
Hace bodas con su prima.
.............................
Águila, castillo y cruz,
Dime, ¿de dónde te viene,
Pues que tu pila, Capuz,
Nunca las tuvo ni tiene?
El águila es de San Juan,
El castillo el de Emaús,
Y en cruz pusiste a Jesús,
Siendo yo allí capitán.
(Al contador Diego Arias de Ávila, motejándole de judío.)
Trovador era D. Duelo
De la parte de su abuela,
Y D. Abraham, su abuelo,
Hizo coplas en cazuela.
.............................
A ti, fraile Pero Moro
De la casa de Guzmán,
¿Por qué cantas en el coro
Las leyes del Alcorán?
Dícenme que siendo aún viva
Tu mujer doña Francisca,
Te casaste a la morisca
Con doña Isabel de Oliva.
..............................
A ti, Fr. Cuco Mosquete,
De cuernos comendador,
¿Qué es tu ganancia mayor?
¿Ser cornudo o alcahuete?
—Así me perdone Dios
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(Y no lo digo por salva)
Que de entrambas cosas dos
He servido al Conde de Alba.
A ti, Fr. Diego de Ayala,
Marido de doña Aldonza,
¿A cómo vale la onza
De cuerno (así Dios te vala)?
—A Fr. D. Juan de Mendoza
Y al señor comendador.
Que me dan con grande honor
Miel, borra, pluma y coroza.
Gil González Bobadilla,
Aquí quedarás confuso,
Que andarás en esta villa
Con una rueca y un huso.
Porque ha jurado Contreras
A la muy santa Cruzada,
Que nunca en burlas ni en veras
Pusistes mano a la espada.
..............................
Fr. Pedro Méndez,
hermano Privado de Jeremías,
Dime tú: ¿Cuánto darías
Por un cuarto de cristiano?
..............................
A ti diosa del deleyte,
Gran señora de vasallos
Dícenme que tienes callos
En el rostro del afeite.
Y que vuestra señoría
Tiene tres dientes postizos,
Que sabe mucho de hechizos
Y estudia nigromancía.
..............................
Vos, doña Isabel de Estrada,
Declaradme sin contienda
Pues tenéis abierta tienda,
¿A cómo pagan de entrada?
—Vaya vuestra reverencia
A doña Inés Coronel,
Que se ha visto en el burdel
De la ciudad de Valencia.
..............................
A vos, doña Inés Mejía,
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Más fría que los inviernos,
¿A cómo valen los cuernos
Que ponéis a D. García?
.............................
¡Ah, fraila, doña Mencía!
¡Como parecéis al padre!
¡Bendita sea la madre
Que tales hijas paría!
..............................
Por la corte va y se suena
Que es muy gran intercesora
Del Obispo de Zamora
Doña Constanza de Mena.
.............................
Decidme, doña Lucrecia,
(En el nombre y no en la fama),
¿A cómo vale el ser necia
Y fingir mucho de dama?
..............................
Es ya común opinión
Que doña Ana de Guevara
Hace doblegar la vara
Al alcalde Mondragón.
Y que tiene su deporte
Con D. Álvaro Pacheco:
En decirlo yo no peco,
Pues es público en la corte.
Esto es lo más honesto y menos infamatorio de las coplas. Júzguese cómo será lo demás.
Hubo otro Provincial escrito por un don Diego de Acevedo en el reinado de Carlos V; pero los
tiempos eran diversos, y esta nueva sátira no prosperó, fué olvidada muy pronto, y no sé siquiera que
se haya conservado íntegra.
[p. 300]. [1] . La primera edición conocida de las Coplas de Mingo Revulgo parece ser la siguiente,
que se conserva en la Biblioteca Nacional de Lisboa:
Coplas d' mi / go revulgo glo= / sagas por Fer= / nando de Pul= / gar.
(Grabado y título circuído de una orla de madera, en cuya parte inferior dice: Germán Galhartd.)
4.º, letra gótica, a renglón tirado la prosa, y a dos columnas las coplas
20 páginas sin foliatura ni reclamos, signaturas a, c, de ocho páginas las primeras y de cuatro las
últimas.
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Portada.—Glosa de las Coplas de Mingo Revulgo, fecha por Hernando del Pulgar para el señor
conde Haro (sic), condestable de Castilla.
Ocupa entera la página última el escudo de las armas reales de Portugal, grabado en madera.
Formar catálogo de las posteriores sería tarea poco útil. En el Catálogo de Salvá pueden encontrarse
descritas algunas.
Hállanse reimpresas estas Coplas al fin de la Crónica de Enrique IV, de Diego Enríquez del Castillo
(edición Sancha, 1787), y en el primer tomo del Ensayo, de Gallardo.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 303] CAPÍTULO XVI.—ANTÓN DE MONTORO, «EL ROPERO DE CÓRDOBA».—SU
PERSONA Y CONDICIÓN.—SUS POESÍAS JOCOSAS Y SATÍRICAS.—SUS VERSOS
SERIOS.—VALOR MORAL DE SU CARÁCTER.
Entre los poetas festivos y burlescos que en tanto número florecieron en tiempo de Enrique IV y de
los Reyes Católicos, merece sin disputa la palma Antón de Montoro, así por su fecunda vena como
por el donaire y sal epigramática de sus coplas. [1] Su persona interesa tanto como sus escritos; y no
sin razón ha sido considerado [2] como prototipo de aquellos versificadores semi-artísticos, semipopulares, que, salidos de las filas del vulgo, conservan siempre muchos rastros de su origen; lo cual,
a cambio de otros defectos, les salva del amaneramiento de los trovadores cortesanos, y da a su
poesía un valor histórico y social que la de éstos generalmente no tiene.
Antón de Montoro, que en una composición dirigida a la Reina Católica en 1474 declara haber
cumplido setenta años, hubo de nacer, por consiguiente, hacia 1404; y su actividad [p. 304] poética
abarca el largo espacio de tres reinados, aunque nunca fuese tan intensa y original como en su vejez.
Fué su patria el reino de Córdoba: probablemente la villa de Montoro, de donde tomó apellido, que
usaron también otros dos trovadores de aquel siglo, Juan y Alonso, autor este último de la extraña e
irreverente parodia que lleva por título Misa y epístola de amor.
Antón de Montoro, lo mismo que Rodrigo de Cota, Juan de Valladolid y otros muchos poetas de su
laya, pertenecía a la numerosa grey de los judíos conversos. [1] No dudamos de la [p. 305] sinceridad
con que abrazó el Cristianismo, y hay versos suyos que tienen cierta unción religiosa; por ejemplo,
éstos que compuso con motivo de la peste de Córdoba:
Eterna gloria, que dura,
¿En cuáles montes e valles,
En cuál soberana altura,
En cuál secreta fondura
Me porné do no me falles?
Por tu sancta sanctidat,
Non mirando mis zozobras,
Si non te vencen mis obras
Vénzate la tu piedat,
Pero al mismo tiempo tenía el valor de no renegar de su origen, como hacían, por temor o por interés,
muchos de los neófitos. Entre burlas y veras, en tono entre compungido y picaresco, exclamaba en
1474, y nada menos que en una composición dedicada a la Reina Católica:
¡Oh, Ropero, amargo, triste,
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Que non sientes tu dolor!...
Setenta años que naciste
Y en todos ellos disixte:
& nbsp;
Inviolata permansiste...
Nunca juré al Criador,
Fize el Credo, e adorar;
Ollas de tocino grueso,
Torreznos a medio asar,
Oír misas e rezar,
Sanctiguar e persinar,
E nunca pude matar
Este rastro de confeso...
Los hinojos encorvados,
Y con muy gran devoción
En los días señalados
Con gran devoción contados,
Y rezados
Los ñudos de la Pasión.
Adorando a Dios y Hombre
Por muy alto Señor mío
Por do mi culpa se escombre,
No pude perder el nombre
De viejo puto, judío...
..............................
[p. 306] No pertenecía en verdad al número de aquellos conversos acaudalados que con su opulencia
y granjerías excitaban la codicia de los cristianos viejos, disimulada con máscara de piedad. La
condición social de Montoro era para aquellos tiempos de las más ínfimas y abatidas: su oficio, el de
sastre o ropero, al cual no renunció ni aun después de sus éxitos poéticos, que no parecen haber
contribuido mucho a mejorar su precaria existencia. Un menestral poeta era caso tan raro en la
antigua literatura española, que no es de admirar que pululen las alusiones sobre este punto en los
versos de los émulos de Montoro y aun de sus amigos. Mientras los primeros, tales como Guevara,
Hernán Mexía y el Comendador Román, [1] le aconsejaban irónicamente que se [p. 307] despidiese
del trato de las Musas y se limitase a empuñar la vara de su remendería, Alfonso Velasco, que
pertenecía al número de los segundos, se lamentaba de que Montoro no abandonase tan [p. 308]
humilde oficio, el cual era causa de que no se apreciasen bien todos los quilates de su valer poético:
Como los ricos tesoros
Puestos so la ruda tierra
Non labrada son perdidos,
Y los cantos muy sonoros
Con que la Serena aterra,
Poco oídos:
Así vuestro muy polido
Estilo de consonar,
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Todo entero,
Es en vos como perdido,
Por vos non querer dexar
De ser ropero.
Pero Antón de Montoro tuvo el buen sentido y hasta el buen gusto de no hacer caso de tales
amonestaciones, y persuadido con mucha razón de que la poesía no enriquece a nadie, jamás quiso
salir de su tienda de alfayate:
Pues non cresce mi caudal
El trobar, nin da más puja,
Adorémoste, dedal,
Gracias fagamos te, aguja.
[p. 309] No por eso dejaba de practicar la mendicidad poética, aunque al parecer con poca fortuna. Al
Conde de Cabra, porque le demandó e non le dió nada, es el rótulo de una de sus composiciones. Al
alcaide de Andújar persiguió también con peticiones inútiles, no obstante que invocaba en ellas el
nombre del Contador Diego Arias, propicio siempre a favorecer a los de su raza. Más suerte tuvo
cuando acudió al Corregidor de Córdoba, el discreto y muy polido Gómez Dávila, demandándole
ayuda para casar a una hija suya, de la cual decía con cínico desenfado:
Si vuestro buen remediar
Non viene con manos llenas,
Habrá de ir acompañar
A las que Dios faga buenas. [1]
El Corregidor se allanó a sus ruegos, y le mandó que ficiese un albalá, por valor de trescientos
maravedís, que había de abonarle Juan Habís, cambiante del Cabildo de la Ciudad. El albalá está en
verso:
Buen amigo Juan Habís,
Fe de mi poco tesoro,
Daréis a Antón de Montoro
Trescientos maravedís,
Y con esta soy contento
De lo que aquí se promete:
Fecha en amor verdadero,
A veinte y cinco de Enero,
Año de cuarenta y siete.
No sólo pedía dinero, sino que se abatía hasta pedir comestibles al mismo cambiante Juan Habís y a
otros:
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Señor de quien yo presumo
Ser mis Pascuas mejoradas,
De cosillas olvidadas
Puestas de tiempos al humo,
Mi fambre les porná el zumo.
Su festivo humor sólo llegaba a alterarse cuando veía llover mercedes sobre otros copleros de
merecimiento inferior al suyo. [p. 310] Especialmente el llamado Juan Poeta o Juan de Valladolid era
continuo blanco de sus iras y vituperios. El Juan Poeta tampoco se mordía la lengua y entre los dos
se entabló un pugilato de desvergüenzas, en que Montoro llevó la palma, así del ingenio como del
cinismo. Mientras que su émulo desahogaba sus iras con llamarle
Hombre de poca familia,
De linaje de David,
Ropero de obra sencilla,
Mas no Roldán en la lid...
Montero empezaba por acusarle de haber hurtado una canción suya y presentádola a la Reina Católica
como propia; [1] y añadía, motejándole repetidas veces de ladrón:
[p. 311] Alta Reina de Castilla,
Pimpollo de noble vid,
Esconded vuestra baxilla
De Juan de Valladolid.
..............................
Que quien furta lo invisible,
Robará lo que paresce.
Y cuando el pobre Juan de Valladolid se quejaba de esta lluvia de improperios, replicaba Montoro
con singular frescura:
Al que azotan en la calle,
Que ge lo digan en casa
Non peresce deshonrralle.
Pero todavía es mis violenta e infamatoria la sátira que fulminó contra el mismo Juan Poeta, porque
pidió dinero al Cabildo de los Abades de Córdoba. Pedir dinero en coplas, y al parecer conseguirlo,
en la misma ciudad donde Montoro tenía abiertos juntamente su chiribitil de sastre remendón y su
tienda de vate famélico, debió de ser a sus ojos el crimen más inexpiable. Nada escribió más grosero
e injurioso en su vida que algunos versos de esta sátira, en la cual, no obstante, hay datos útiles para
la historia de la poesía y música populares:
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Non lo digo por envidia
Nin porque soy enemigo;
Mas he sentido mortal,
Porque sois de noble ardid,
Que queréis facer caudal
De Juan de Valladolid:
Disiendo que es relicario
De las invenciones buenas
Pues sabet que es sermonario
De las fábricas agenas;
De arte de ciego juglar
Que canta viejas fazañas
Que con un solo cantar
Cala todas las Españas.
Es la causa donde peno
Muriendo sin entrevalo,
Quien tanto sabe de bueno
Haber por bueno lo malo:
Para niños que non han
Más saber que desir tayta,
[p. 312] Es oír los que se van
Tras los coros de la gaita.
..............................
¿ Pues sabéis quién es su padre?
Un verdugo y pregonero;
¿Y queréis reír? Su madre
Criada de un mesonero...
..............................
Su padre de pie y de pierna
Sin camisa y desbrochado,
Es su casa la taberna,
Su lonja el mal-cosinado...
..............................
Apresurémonos a advertir que no siempre Montoro prostituía su musa en tan bajos términos; y por
otra parte, los ensanches y desafueros de la licencia satírica eran tales en aquellos tiempos, que no
parece que estas brutales polémicas enajenasen al Ropero el aprecio que desde su primera juventud le
habían mostrado los más claros ingenios de la corte, comenzando por Juan de Mena y D. Íñigo López
de Mendoza. [1] Por uno y otro sentía Montoro admiración que le honra, y a la cual ellos
correspondían con pruebas inequívocas de afecto. El Marqués de Santillana le pedía el Cancionero de
sus obras, y Montoro se excusaba con tanta delicadeza como modestia, que hacen agradable contraste
con el estilo general de sus versos:
¡Qué obra tan de excusar
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Vender miel al colmenero,
Y pensar crecer el mar
Con las gotillas del Duero,
Y con blanca flor de lis
Cotejar simientes prietas,
Y ante el son de las trompetas,
Tañer trompa de París,
Y a blanca lisa pared
Cobrilla con negro techo,
Y ante la vuestra merced
Assayar ningund buen fecho!
[p. 313] A Juan de Mena le defendió contra la osadía de Juan Agraz, que había intentado rehacer
pobremente el episodio del Conde de Niebla; le tomó por modelo en la más extensa de sus
composiciones, y en la que más quiso levantar el tono; y, finalmente, deploró su muerte con nobles
acentos, en que se trasluce su entusiasmo por la común patria cordobesa
Séneca, folgarás ya:
Gosa de gloria sin pena:
Fuelga, pues tienes allá
Tu primogénito Mena:
Jura Córdoba tu madre
..........................
Que la pérdida del padre
Fué ganar con la del fijo.
No son muchas, ni en general de gran valor, las poesías serias del Ropero. Su condición apicarada le
arrastraba invenciblemente a la sátira. No había nacido ni para el idealismo amoroso ni para embocar
la trompa épica. Una sola vez quiso hacerlo: en las coplas de arte mayor que dedicó al Duque de
Medina-Sidonia, memorando la perdición de cierto alcaide llamado Urdiales, que murió peleando
contra moros. En esta composición larga y pedantesca, hizo el bueno del sastre andaluz impertinente
ostentación de sus lecturas en la Crónica Troyana, sacando a relucir muy fuera de propósito a la
Reina Hécuba [1] y a su fijo Don Hector; y no [p. 314] alcanzó a seguir sino muy de lejos las huellas
del modelo que indudablemente tenía delante de los ojos, y era Juan de Mena en el episodio bellísimo
del llanto de la madre de Lorenzo Dávalos. No falta, sin embargo, algún toque poético y vigoroso:
Que Reynas y dueñas amargas que paren
Iguales se pueden llamar en dolores...
O esta linda comparación, a propósito del cuidado con que criaba su madre, la triste Remira, al joven
Urdiales:
Que como la leche que está so la nata,
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Assí lo guardaba del toque del viento. [1]
Versos de amor, propiamente dichos, no los escribió el Ropero, pero alguna vez trató con agudeza y
soltura cuestiones de casuística amorosa, al modo de los antiguos trovadores. Como muestra de esta
fase poco conocida de su ingenio, vamos a transcribir íntegra (ya que no lo hicimos en el texto de la
Antología) la Pregunta sobre dos doncellas, donde se presenta el mismo conflicto que sirve de tema a
la comedia de Calderón, Amado y aborrecido:
PREGUNTA SOBRE DOS DONCELLAS
Un escudero andava
Por el grand Occeano,
Y pasado el verano
Contra Norte navegaba;
El susodicho levava
En su guarda dos Donsellas;
Él yendo ansy con ellas
Tormenta los afincaba.
Destas donsellas la una
Amaba al Escudero
Con amor bien verdadero
Muy más firme que colupna:
El más que cosa alguna
A la segunda quería,
Y por ella padescía
Grandes penas, y fortuna.
[p. 315] La tormenta non cesava
Nin los sus vientos contrarios,
Antes andavan tan varios,
Que a muerte los allegava:
Que las ovas arrancava,
Y las arenas bolvía,
Y la vela les rompía,
El entena ya quebrava.
Non quedó el papafigo
Nin quedaron las bonetas:
Muy más resias que saetas
Las levó el viento consigo,
Ya non tenían abrigo
De la fusta, que traían;
E de coraçón desían:
Señor, líbranos contigo.
En esta prosecución
Y tormenta peligrosa
Una vos muy pavorosa
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Oyeron a la sasón
Como en revelación,
Que dix: conviene lançar
Una destas a la mar,
Si quieres consolaçión.
CABO
Señor, pues vos he contado
Toda la mi intención,
De vuestra grand discreción
Sea esto declarado:
Este tal enamorado,
Segund rasón y derecho,
¿Cual deve lançar de fecho
Para conplir lo mandado?
RESPUESTA
El Fidalgo que singlava
De peligro bien cercano
Al Dios grande soberano
Devotamente llamaba;
Cuando el pavor lo espantava
Con sus esquivas centellas,
El vigor de las estrellas
Muy poco los confortava.
[p. 316] Desís vos que la tribuna,
En que iba el Marinero
Con el mastel todo entero
Andava bien como cuna,
Y dos más claras que luna
Donsellas de grand valía
Iban en su compañía
Sin otra persona alguna.
Y de mientra que endurava
Los tiempos tan adversarios
Que todos los governarios
Fortuna desordenava:
Una de ellas lo amaba
Sin error nin villanía,
Él a la otra servía
E lealmente adoraba.
Deste argumento antigo,
Silogismo de Poetas
Por dos rasones discretas
Devemos tomar castigo:
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Que tened, señor y amigo,
Que muchos lo contendían,
Pero non lo distinguían:
Ciertamente vos lo digo.
Entendida la questión
Sin faser más luenga prosa,
A la Doncella fermosa
Quel amaba en perfección
Aquella debe guardar,
Y la otra condepnar
A qualquier tribulación.
CABO
Mas cuanto al seso dado,
Non vale la conclusión;
Que Dios ama con rasón
Aquel de quien es amado:
Y quien le tiene olvidado
Con entendimiento estrecho,
Non le quita su despecho
Nin le perdona el pecado.
La mayor y mejor parte de las poesías de Montoro pertenece a la clase de obras de burlas. Muchas
son breves epigramas, en que no abunda ciertamente la sal ática, pero que no carecen de [p. 317] otra
más gruesa, y que, valgan por lo que valieren, deben citarse como las más antiguas muestras
castellanas de este género tan español, en que vive siempre la tradición de Marcial, renovada en
diversos tiempos por Baltasar del Alcázar, Quevedo e Iglesias. Los de Montoro presentan ciertamente
poca variedad y cuadros nada apacibles, siendo el vicio de la embriaguez uno de sus principales
tópicos:
«El cuero de vino añejo
Que lleva Juan Marmolejo
Metido dentro del vientre»;
los mosquitos que salen de las sangraduras de Miguel Durán, «que enfermó por beber tinajas llenas».
Preciándose de discípulo de Juan de Mena aun en lo jocoso y festivo, escribió el Ropero largas
composiciones de donaire, a imitación de las celebradas coplas de aquel ingenio sobre un macho que
compró de un Arcipreste. Y ciertamente que los Quexos o lamentaciones que pone Montoro en boca
de una mula que avía empeñado Juan Muñiz a D. Pedro de Aguilar e después ge la desempeñó, no
son muy inferiores en picante desenvoltura a la composición de su maestro, aunque tengan menos
fuerza satírica y apunten mucho más bajo. Véase alguna estrofa:
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Cuando sus talones dan
En mis muy rotas ijadas,
Suenan sus carcañaladas
Como mazos de batán;
Como yo non sé cautelas
De agudesas nin las vi,
Menos siento las espuelas
Que ellas me sienten a mí. [1]
[p. 318] No siempre fueron tan inofensivas las burlas del Ropero. Conocemos ya sus horribles
diatribas contra Juan Poeta; y en el Cancionero de Burlas hay otras no menos quemantes e injuriosas
contra el escudero Juvera (el del famoso Aposentamiento), contra Diego el Tañedor, contra el rey de
armas Toledo. Hay quien atribuye al alfayate de Córdoba la parte más escandalosa de dicho
Cancionero, incluso el Pleito del Manto, y aquella Comedia cuyo título entero no podemos estampar
aquí; pero, a nuestro juicio, las alusiones personales que una y otra composición, especialmente la
segunda, contienen, las traen a tiempos algo posteriores a la muerte de Antón de Montoro; y aun por
lo que toca al Pleito del Manto, bien se infiere de su contexto que fué obra de diversos trovadores
reunidos para apurar su ingenio en competencia sobre tan feo y nauseabundo tema. Baste para castigo
del Ropero el que se pueda creer de él que si no escribió tales torpezas, ni tampoco las Coplas del
Provincial, fué muy capaz de escribirlas.
Apresurémonos a advertir que si su musa descocada, maldiciente y libertina se revolcó en estos
lodazales con dolorosa frecuencia, el fondo de su carácter moral valía más que su educación y sus
versos, y nunca llegó a ser totalmente estragado por aquel medio, no sanamente popular, sino plebeyo
v tabernario, en que habitualmente vivía. Hay un hecho de su vejez que redime muchas faltas y
vilipendios de sus mocedades. Cuando en 1474 rugía feroz en Castilla y en Andalucía la tormenta
contra los conversos, y los más elevados de entre ellos renegaban de su origen y hacían causa común
con los degolladores de su grey; y en el templo de [p. 319] Jaén, sacrílegamente profanado, caía bajo
el puñal de los asesinos el condestable Miguel Lucas de Iranzo, y en Córdoba era impotente el noble
esfuerzo de D. Alonso de Aguilar para contener la matanza, una sola voz subió hasta las gradas del
trono pidiendo justicia en nombre de los míseros neófitos, inmolados más por la codicia y por el odio
de sangre que por el fanatismo; la voz de un pobre anciano de setenta años, de estirpe judía y de
oficio sastre. [1] y al dirigirse entonces a los Reyes Católicos, estuvo conmovedor y hasta elocuente,
porque al fin hablaba en causa propia, y aquellas quejas salían de lo más íntimo de su alma.
Si quisierdes perdonarme,
Seguiredes la vía usada;
E si a pena condenarme,
¿Qué muerte podéis vos darme
Que yo non tenga pasada?
............................
¡Si vierais el sacomano
De la villa de Carmona,
E non, señor, una vara
Que dijese: «sossegad...!»
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¡Si Vuestra Alteza mirara,
El corazón vos manara
Lágrimas de gran piedad!
.............................
¡E si tal tema e recelo
Les mostrasen, sin amor,
Por vengar al rey del cielo!...
Pero fácenlo con celo
De roballes el sudor.
Pues, Rey, do virtud se cata,
Do las destrezas están,
Castigat quien los maltrata;
Que un monteruelo se mata
Con quien le fiere su can...
En aquella explosión de afectos de piedad, fué más poeta que en todas sus sátiras; y las fibras del
alma heroica de la Reina Católica debieron de palpitar compasivas cuando el Ropero le [p. 320]
mostraba la llaga abierta del costado de Cristo, pidiendo por sus verdugos perdón al Eterno Padre.
Verdad es que el poeta, según su pícara costumbre de gracejar a todo propósito, echa a perder el
efecto de tan sentida deprecación, con este rasgo de formidable humorismo que pone al final.
Pues, Reyna de autoridad,
Esta muerte sin sosiego
Cese ya por tu piedad
Y bondad,
Hasta allá por Navidad,
Cuando sabe bien el fuego. [1]
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 303]. [1] . Lope de Vega, que era muy aficionado a la poesía de los Cancioneros, decía de los
agudos epigramas del Ropero, que «tienen tantos donaires y agudezas, que no les hace ventaja
Marcial en las suyas». (Introducción a la Justa poética de San Isidro.)
[p. 303]. [2] . Don Pedro J. Pidal, en su introducción al Cancionero de Baena (páginas XXXIII a
XXXVIII), y don J. Amador de los Ríos (tomo VI de la Historia de la literatura española, págs. 150
a 160), han tratado extensa y atinadamente de la vida y poesías de Antón de Montoro.
[p. 304]. [1] . Su origen está declarado a cada momento, y sin ambajes, en sus versos, donde no se
recata de decir que tenía próximos parientes no bautizados. Por ejemplo, en el donoso diálogo que en
el Cancionero de Burlas (página 93) lleva la rúbrica de Obra del Ropero a su caballo porque D.
Alonso de Aguilar le mandó trigo para él y cebada para el caballo, y el dicho Ropero suplicóle que
se lo mandase dar en trigo todo, dice el caballo quejándose de su amo, y aludiendo a don Alonso de
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Aguilar:
Aquel de pobres abrigo *
De los más lindos que vi, **
De los moros enemigo,
Para vos libró buen trigo
Y cebada para mí.
Y vos malvado cohén,
Judío, zafio, logrero,
Por tenerme en rehén
Y que nunca hobiese bien,
Dixistes que no lo quiero.
Y replica Montoro, disculpándose de la avaricia que su caballo le imputa:
Que tengo hijos y nietos
Y padre pobre y muy viejo
Y madre dona Jamila,
Y hija moza y hermana
Que nunca entraron en pila.
Y el diálogo termina con esta desvergüenza que el poeta se dirige a sí mismo por boca de su caballo:
Agora, señor Antón,
Yo vos otorgo perdón
Por honra de la pasión
De aquel que crucificastes...
* Verso parodiado de las coplas de Jorge Manrique:
Aquel de buenos abrigo.
** Parodia del segundo verso de la canción de La bella mal maridada.
De las más lindas que vi.
[p. 306]. [1] De este Comendador hay en el Cancionero de Burlas (87 a 92), unas espantosas coplas
contra el Ropero, interesantes porque contienen una pintura muy animada de varios usos y ritos
judaicos, y dan de paso algunas noticias de Antón de Montoro:
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Trobad también en guardar
Sábado con vuestros tíos
En las fiestas por los ríos.
Trobad redonda mesilla:
Trobad olla que no quiebre:
Trobad nunca con anguilla
Ni mucho menos con liebre:
Trobad en ser carnicero
Como la ley ordenó;
Trobad en comer carnero
Degollado cara el dío
Cual vuestro padre comió.
Trobad en pláticas buenas
Por estas tales pasadas,
En culantro y berengenas
Y castañas adobadas:
Trobad en lindo sosiego
En estos tales guisados,
En bellotas tras el huego,
Y también huevos asados,
Vos y vuestros allegados.
Trobad en estilos sanos
La oración de San Manguil;
Trobad en lavar las manos
Por pico de aguamanil;
Trobad no comer tocino
Pues la ley os lo devieda:
Trobad dezir sobre el vino
Vuestra santa Barahá
Como aquel que la sabrá.
Trobad en rábanos buenos,
Porque nadie n'os reproche:
Trobad papillos rellenos
En los viernes en la noche:
Trobad en sangre coger
De lo que habeys degollado:
Trobad en nunca comer
Lo del rabí devedado,
Sino manjar trasnochado.
..............................
Trobad en ser zahareño,
En correr con las mozuelas:
Trobad en comer cenceño
La fiesta de Cavañuelas: *
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Trobad en ser denodado
Con los de suerte menor:
Trobad estar encerrado
El buen ayuno mayor **
Con lágrimas y dolor.
Trobad en corte de rey,
En jubones remendar:
Trobad en ir a meldar,
Trobad en saber la ley:
Trobad en alzar las greñas
Sin ningún medio ni tiento:
Trobad en dar buenas señas
Del arca del Testamento
Y no del advenimiento.
..............................
Vuestro trobar ha de ser
Ropa larga no hendida:
Trobad la beca cumplida
Y capirote traer.
Trobad señal colorosa...
....................................
* De los Tabernáculos.
** El día llamado por los judíos Yom Kipur.
Trobad con calzas abiertas
Y con botas derribadas,
Y de flojas, abajadas.
Vos trobareys con placer
Veinte cestos de retal:
Trobad en bien conocer
Buena aguja y buen dedal.
Trobad cantar con gritillo,
Vos sentado en vuestras gradas,
Y menudillo el puntillo,
Dando veinte cabezadas
Al echar de las puntadas.
Trobad linda faltriquera,
En ella jubón y broca:
Trobad en torcer la boca
Al cortar de la tijera.
.............................
Trobá en hacer caperuza
De seyscientas colores,
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Y vendérsela a pastores.
[p. 309]. [1] . Es decir, a las de la mancebía o casa llana, si no parece demasiado maliciosa la
interpretación.
[p. 310]. [1] . Sería, por ventura, aquélla de tan extravagante y sacrílega adulación, que comienza:
Alta Reina soberana,
Si fuérades ante vos
Que la fija de Santa Ana,
De vos el fijo de Dios
Rescibiera carne humana?
Muchos trovadores se desataron contra Montoro en esta ocasión. De los castellanos recuerdo a
Francisco Vaca. Entre los portugueses fué de los más violentos Álvaro de Brito (Cancionero de
Resende, fol. 32), que llama a Montoro hereje, alude de mil maneras a su judaísmo, y pide contra él
nada menos que las llamas del Santo Oficio:
Crerdes pouco en Ihesu Cristo
Menos en Santa María
..............................
Mas se vos diseréis tal
Nos rreynos de Portugal,
Logo foreys, dom rroupeiro,
C' um baraço d' aseyteyro
Ho-o fugo de sam Barçal
..............................
Vos na ley soes omen velho,
Da cabeça ate os pees,
Muy amyguo de Mousees,
Et novo no evangelho.
..............................
Sendo doutor na synogua,
Sabees pouco da ygreja.
[p. 312]. [1] . Pueden añadirse otros nombres. El Comendador Román (Cancionero de Burlas, pág.
101) llama a Antón de Montoro «hombre muy famoso y poeta muy copioso». Álvarez Gato, en las
coplas que compuso en defensa del
mozo de espuelas Mondragón, cuyo valor poético querían rebajar algunos por la humildad de su
oficio, invoca el ejemplo del Ropero:
Aunque pobre de tesoro
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Ténganle por rico mucho.
El mismo Francisco Vaca, que le atacó duramente, y no sin razón, por sus adulatorios versos a la
Reina Católica, comparándola con la Santísima Virgen (núm. 127 del Cancionero general), confiesa
que era «gentil trovador», «hombre de autoridad», y «prima de los trovadores»; pondera su
«discreción y seso», la «dulzura y sabor de sus versos», sin perjuicio de llamarle «traidor», «maldito«
y «loco» por su blasfemia.
[p. 313]. [1] .
¡O tú Reina Ecuba, doquiera que yases,
Levanta y despierta del sueño inviviente,
Alegra y escombra y adorna tus fases,
Y vuélvete al mundo contenta e plasiente...
[p. 314]. [1] . En un extraño periódico, que con el título de El Trovador y el Bibliotecario, semanario
de escritos inéditos, veía la luz pública en 1841, bajo la dirección de don Basilio Sebastián
Castellanos de Losada, se imprimieron, aunque a la verdad con muy poca corrección, ésta y otras
poesías de Montoro.
[p. 317]. [1] . Del mismo género es el ya citado Diálogo con su caballo, de que puede formarse idea
por estos versos:
Ya sabéis que por mis daños,
Por mancillada mancilla,
Recibiendo mil engaños
Hoy habrá cerca dos años
Me marcastes en Sevilla:
Que era de verme deleyte
Redondo como una bola,
Como novia con afeyte,
Que con dos gotas de azeyte
Me untárades cabo y cola.
A Córdoba me trujistes
Do vuestros gatos se atan,
De hambre me despedistes,
Como a los clérigos tristes
Que por justicia los matan.
..............................
De tal guisa me tratastes
Que en tres días me tornastes
A los días que nací...
[p. 319]. [1] . De los versos llenos de amargura y cruelmente sarcásticos que en esta ocasión compuso
contra su antiguo correligionario Rodrigo de Cota, hablaremos al tratar de este otro poeta neófito.
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[p. 320]. [1] . Nunca han sido impresas en colección las poesías de Antón de Montoro, aunque lo
merecían más que muchas otras. El códice que contiene mayor número de ellas es el de la Biblioteca
de la catedral de Sevilla (vulgarmente llamada Biblioteca Colombina). De él se sacó en el siglo
pasado la copia muy incorrecta que se halla en el ms. Dd-61 (folios 123 y siguientes) de la Biblioteca
Nacional. De otra copia más exacta que nos ha facilitado el Marqués de Jerez de los Caballeros, nos
hemos valido para el presente estudio. Pero aunque el códice de la Colombina sea del siglo XV, o a lo
sumo de los primeros años del siguiente, no está exento de errores del copista, y además no contiene
todas las poesías de Montoro, faltando en él, entre otras muchas, las notabilísimas que compuso con
motivo de la matanza de los conversos. Una edición completa de las obras del Ropero exigiría, por
consiguiente, un estudio comparativo de los diversos cancioneros manuscritos, especialmente de dos
de la Biblioteca de Palacio y uno de la Nacional de París (586 del catálogo de Morel Fatio), así como
también del Cancionero impreso de obras de burlas, y de las diversas ediciones del General.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 321] CAPÍTULO XVII.—JUAN ÁLVAREZ GATO.—NOTICIAS BIOGRÁFICAS.—SU
«CANCIONERO».—POESÍAS AMOROSAS.—LAS OBRAS DE DEVOCIÓN.—EL
CAPITÁN HERNÁN MEXÍA, VEINTICUATRO DE JAÉN.
Poeta de más culto y urbano gracejo que Antón de Montoro, de más cortesanos y caballerescos
hábitos, de más dignidad moral, y también de mayores condiciones para la poesía elevada, se nos
presenta Juan Álvarez Gato, que entre los ingenios del reinado de Enrique IV es el que sigue
inmediatamente en mérito a los dos Manriques. Habiéndose conservado íntegro, por fortuna, el
cuerpo de sus poesías, podemos conocerle y estimarle por completo. [1]
[p. 322] Su apellido le publica madrileño, y de uno de los más antiguos linajes de la villa,
estrechamente emparentado con el de Luján; por lo cual hacen de uno y otro larga conmemoración
los historiadores de ella, así Jerónimo de Quintana y Gil González Dávila, como el más moderno y
diligente, Álvarez y Baena. Fué su padre Luis Álvarez Gato, señor del mayorazgo de su apellido en
Madrid, y alcaide de sus reales alcázares en tiempo de D. Juan II, a quien había servido honrosamente
en la guerra de Granada y en la batalla de Olmedo. No menos se distinguió en las armas el hermano
mayor de nuestro poeta, Fernán Álvarez Gato, Comendador de Villoria en la Orden de Santiago, al
cual sin fundamento atribuye Baena la Breve Suma de la sancta vida del reverendísimo y
bienaventurado D. Fray Hernando de Talavera, primer Arzobispo de Granada, copilada por un su
devoto, el cual vido lo más que aquí dice, y lo demás supo muy cierto de religiosos e personas dignas
de fe, opúsculo preciosísimo que cierra el códice en que las obras poéticas de Juan Álvarez Gato se
custodian, pero que no tiene con ellas más relación que la de haber sido copiado en el mismo libro,
aunque por mano diversa. [1]
Las noticias personales que tenemos de nuestro poeta se reducen a muy poco. Fué armado caballero
por D. Juan II en el último año de su reinado (1453), ciñéndole el Rey su propia espada, que Álvarez
Gato dejó vinculada en su mayorazgo. sabemos que tenía parte de su hacienda en Pozuelo de
Aravaca, y que allí le visitó más de una vez el Rey D. Juan, que gustaba mucho de su conversación y
le llamaba su amigo. Sirvió con igual celo a Don Enrique IV, que se valió de él para sosegar las
diferencias entre la ciudad de Toledo y el Conde de Fuensalida. Conservaba el favor de la corte en
tiempo de la Reina Católica, de quien fué mayordomo. Murió después de 1495, y fué sepultado en la
iglesia del Salvador, capilla de Nuestra Señora de la Antigua. Destruída hoy aquella parroquia, se
ignora el paradero de los restos del poeta. Los genealogistas nos han conservado el nombre de su
mujer Doña Aldonza de Luzón, de quien no dejó hijos, pasando, por tanto, el vínculo que él fundó a
la familia de su hermano.
[p. 323] Estas sencillas y verídicas noticias bastan para desacreditar una odiosa leyenda que acerca de
Álvarez Gato se contiene en la Miscelánea del portugués García de Resende. Allí se le pinta como
uno de aquellos advenedizos que el capricho de D. Enrique IV levantó del fango, y aun se le supone
descastado y de malas entrañas. «Por ser hombre de criar e tratar caballos e mulas, vino a privar tanto
que le dió el Rey renta y estado cerca de sí. No hizo jamás bien a su padre; y yendo con el Rey
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camino, topando a su padre que venía con dos jumentos cargados, el padre se quitó el bonete, y el
hijo non le miró. Súpolo el Rey, y mandóle echar de la corte, diciendo que quien non era para facer
bien a su padre, non se podía su señor fiar de él.»
Quien tan mal informado estaba de la prosapia de Álvarez Gato y del oficio de su padre, mal puede
ser creído cuando atribuye al ingenioso vate madrileño sentimientos tan ruines y de todo punto
incompatibles con el noble y honrado espíritu que en sus poesías resplandece. Si cayó temporalmente
de la gracia de Enrique IV, aun después de haber celebrado en algún tiempo la privanza de D. Beltrán
de la Cueva, fué por un motivo que ciertamente le honra, y que en las rúbricas de sus coplas se
consigna. «Al tiempo que fué herido Pedrarias por mandado del rey D. Enrique, parescióle muy mal
(al autor), porque era muy notorio que le fué gran servidor, y por esta causa hizo las coplas
siguientes, en nombre d'un mozo que se despide de su amo, y algunos caballeros por esta razón se
despiden del rey.» En esta sátira, a la cual muy pronto siguió otra enderezada más de propósito contra
el mismo Rey, «porque daba muy ligeramente de su corona», Álvarez Gato se despide de la corte,
denunciando sin contemplaciones el abatimiento a que la majestad real había llegado, y lo poco que
podía esperarse de la condición liviana y antojadiza del monarca, inconstante siempre en sus afectos
y más temible para sus propias hechuras que para sus declarados enemigos:
Plásete de dar castigos,
Sin por qué;
Non te terná nadie fe
De tus amigos.
Y essos que contigo están,
Cierto só
[p. 324] Q'uno a uno se t'irán
Descontentos, como yo.
Lo que siembras fallarás,
Non lo dudes:
Yo te ruego que te escudes,
Si podrás:
Qu 'en la mano está el granizo,
Pues te plaze
Desfacer a quien te face,
Por facer quien te desfizo..
..............................
Mira, mira, rey muy ciego,
E' miren tus aparceros
Que las prendas e dineros,
Quando mucho dura el juego,
Quédanse en los tablajeros...
El códice de las poesías de Álvarez Gato se divide en dos, o más bien en tres partes, enteramente
diversas de tono, como lo declara el mismo autor en esta copla:
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Este libro va meitades
Hecho de lodo y de oro:
La meitad es de verdades,
La otra de vanidades,
Porque yo mezquino lloro;
Que cuando era mozo potro,
Sin tener seso ninguno,
El cuerpo quiso lo uno,
Agora el alma lo otro.
Comienza, pues el libro con las que el autor llama «coplas viciosas de amores, pecadoras y llenas de
mocedades», y prosiguiendo «habla en cosas de razón, y al cabo espirituales, provechosas y
contemplativas». Entre sus contemporáneos, sin embargo, parecen haberle granjeado más estimación
las coplas de mocedades que las espirituales y contemplativas, como por lo general acontece. Lo
cierto es que sólo aquellas pasaron al Cancionero general, circunstancia, por otra parte, que nos
permite subsanar la pérdida de las primeras hojas del códice, en que probablemente figurarían el
desafío de amor que hizo a su amiga, las coplas al Conde de Saldaña «Vengo d'allende la sierra» y
otras composiciones suyas que están en la grande antología de Castillo, y faltan en el códice [p. 325]
de la Academia. Leídas unas y otras, hay que confesar que Juan Álvarez Gato fué uno de los más
ingeniosos y amenos poetas eróticos del siglo XV. Su fantasía viva y risueña, su decir picante y
agudo, encubren la ausencia de verdadero sentimiento, y hacen perdonar los tiquismiquis amorosos,
porque se ve que en el fondo el poeta se burla de ellos. Esta nota, suavemente irónica, es la más
original que hay en las poesías juveniles del vate madrileño. Las mismas hipérboles con que gusta de
encarecer su pasión, y que en su edad madura debieron de remorderle mucho la conciencia por lo
irreverentes y aun sacrílegas, están dichas en un tono humorístico que amengua mucho la
trascendencia de su intención pecaminosa. El autor baraja lo profano y lo sagrado con tal
desenvoltura, que recuerda la de ciertas doloras de un célebre contemporáneo nuestro. Ve Álvarez
Gato a su amiga un día de Viernes Santo «hacer los nudos de la pasión en un cordón de seda», y
exclama:
Hoy mirándoos a porfía,
Tal passión passé por vos,
Que no escuché la de Dios
Con la rabia de la mía.
Los nudos que en el cordón
Distes vos alegre y leda,
Como nudos de passión,
Vos los distes en la seda,
Yo los di en el corazón. [1]
Envía como extraño mensajero de amor a un romero que iba a pedir limosna a la Condesa de Medina,
y dice en las coplas hablando con el romero:
Tú, pobrecico romero,
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Que vas a ver a mi Dios,
Porque viva yo que muero,
Que le pidas te requiero
Limosna para los dos:
Para mí, q'en balde afano,
Que quite cuyta y pesar:
Para ti: bendito hermano,
Que te toque con su mano;
[p. 326] Que bien te podrá dar sano
Quien a mí podríe sanar.
..............................
No hay milagro que no faga,
Mas que no quantos hoy son:
Yo me tengo assí creydo
Que, si llegas a su manto,
Aunque agora vas tollido,
Tornarás sano y guarido,
Bien como si ovieses ydo
Acullá al sepulcro santo.
En otras coplas, encareciendo el amor harto general y versátil que siente por las mujeres, se resbala
todavía más, y dice tales impiedades que ni en broma pueden pasar:
Por vos, señoras, por vos
Me fice hereje con Dios,
Adorándoos más que a Él.
Siquiera aquí el poeta reconoce su pecado; pero en las coplas a una señora que vido en la cama,
mala, hace gala de su culpa, mostrándose contumaz e impenitente:
Ganóme de tal manera
vuestro valer y virtud,
Que os otorgo, aunque no quiera,
Carta firme y valedera
De mi alma y mi salud:
..............................
Ni me pueda arrepentir
En ningún tiempo jamás;
Y si con mucho servir
Viere mi muerte venir,
Entonces os quiera más:
Ni pueda vevir sin vos,
Ni faltaros en un pelo,
Ni querer una ni dos,
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Ni decir que hay otro Dios
En la tierra ni en el cielo.
Convengamos en que los escrúpulos del poeta cuando la edad le fué madurando el seso, no carecían
de algún razonable fundamento; pero también es verdad que en algunas de sus coplas pecadoras [p.
327] campea un muy regocijado y en el fondo muy inofensivo donaire. Sirvan de ejemplo aquellas
tan chistosas donde refiere cierta aventura nocturna, en que llegándose a hablar con su señora a la
ventana «se quitó la señora y mandó ponerse a una vieja diforme» y el poeta «non lo entendió porque
facía muy oscuro», desatándose luego en chistosas lamentaciones cuando llega a enterarse de que le
habían dado
Por palacios tristes cuevas,
Por lindas canciones nuevas
Los romances de don Bueso;
alusión por cierto muy notable, y ya antes de ahora notada, que sirve para atestiguar la remota
antigüedad de un tema de romances que no existe en las colecciones impresas, pero del cual
perseveran vestigios en la tradición poética oral de Asturias y otras comarcas.
Versificador de los mejores Álvarez Gato, en tiempos en que el versificar bien era ya harto frecuente,
mereció del mayor poeta de su tiempo, Gómez Manrique, el elogio de que fablaba perlas y plata. No
sabemos que se ejercitase nunca en las estancias de arte mayor, pero en los versos cortos mostró gran
discreción y gentileza, principalmente en las coplas de pie quebrado y en las quintillas, que tan
adecuadas eran al culto discreteo de su musa. Aun abusando de la alegoría, como todos los poetas
cortesanos de aquel siglo, logra dar ligereza galante al Desafío de amor que propone a su amiga, y
malicioso donaire a algunas composiciones breves, que son de lo más exquisito que en su línea puede
encontrarse en los Cancioneros. Véase, por ejemplo, la excusa que da a una se ñora a quien servía,
para no casarse con ella:
Decís: casemos los dos,
Porque deste mal no muera.
Señora, no plega a Dios,
Siendo mi señora vos,
Qu'os haga mi compañera.
Que pues amor verdadero
No quiere premia ni fuerza,
Aunque me veré que muero,
Nunca lo querré ni quiero
Que por mi parte se tuerza.
Amarnos amos a dos
Con una fe muy entera,
[p. 328] Queramos esto los dos;
Mas no que le plega a Dios,
Siendo mi señora vos,
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Qu'os haga mi compañera.
Sus versos suelen correr con tal garbo y gentileza, que hacen grata impresión en el oído y fácilmente
se pegan a la memoria; verbigracia:
Qu'en vuestro poder consiste
Su ventura,
Como en manos del pintor
El pintar triste o alegre
La figura.
..............................
Es la que sola nasció
Más hermosa, más sentida,
La que Dios mismo pintó;
En quien él más se esmeró
Que en persona desta vida.
..............................
Ante cuya perfección
Que tan estimada es,
Las ventajosas que son
Hacen según el pavón
Cuando se mira a los pies.
..............................
Yo sentí el dolor más fuerte
De la gran saña de amores,
Sus congojas, sus temores,
Sus destierros y su muerte:
Mas ante éstos renovados
No hay razón porque se teman;
Que así son determinados
Como fuegos dibujados
Ante las brasas que queman.
..............................
Que vuestro cuerdo mirar,
Vuestro semblante tan bello,
Vuestro tañer y cantar,
Vuestro danzar y bailar,
Vuestras manos, vuestro cuello
Vuestra polida destreza,
Vuestro primor y sentir,
Vuestra extremada belleza,
Vuestra bondad y nobleza,
¿Quién que la sepa decir?
[p. 329] Erraríamos mucho si pensásemos que todos estos extremos los hacía Álvarez Gato por una
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misma dama. Pocos más lejanos que él del idealismo petrarquista, y pocos que con tanta franqueza
hayan confesado la inconstancia de sus afectos, que, como los del Arcipreste de Hita, parecen haber
recorrido toda la Geografía de Castilla y toda la escala social. Así suenan confundidas en sus versos
una señora de las de Guadalaxara, otra que por estado y por quien era se llamaba la Mayor, una
vizcaína de quien se enamoró estando en Lipusca, unas monjas devotas suyas; y, entre otras varias de
quienes da menos señas, aquella belleza valetudinaria, en obsequio de la cual compuso una
estrafalaria alegoría del género farmacéutico, con título de Regimiento de calenturas, que puede
citarse como prototipo y dechado de mal gusto. Álvarez Gato receta a su dama almíbar de
compasión, letuario de agradescer, una purga en la voluntad, una sangría en la vena de mudanza, y
una dieta de conservas,
Que serán, por no dañarme,
Las almendras socorrerme,
Las manzanas consolarme,
Las granadas alegrarme
Con azúcar de quererme.
Esta manera de prescripción facultativa no era ocurrencia enteramente original de Álvarez Gato. Ya
en el antiquísimo libro del Bonium o Bocados de Oro, traído al castellano de fuente oriental, como es
notorio, en el reinado de Alfonso el Sabio, un físico de la India propone la siguiente recebta de las
melesinas para guaresser los pecados; «Toma las rrayses de los estudios... e la corteza de seguirlos, e
los mirabolanos de la humildad, e los mirabolanos de la caridad, e los mirabolanos del miedo de
Dios, e la simiente de la vergüenza, e la simiente de la obediencia, e la simiente de la esperanza en
Dios, e métanlo todo a cocer en la caldera de la mesura, e enciendan só ella fuego de amor verdadero,
e sóplenlo con viento de perdón, e cuezga fasta que se alce la espuma del saber, e esfríenlo al aire de
vencer la voluntad, e bébanlo con devoción de buenas obras.»
Pero dejando aparte toda esa farmacopea espiritual, es cierto que la tal doliente señora parece haber
sido la predilecta de [p. 330] nuestro Gato (el gato, como se llamaba a sí propio en los versos que la
dirigió), o a lo menos la que encendió en sus impresionables sentidos mayores llamas,
Vuele, vuele vuestra fama,
Que a mis ojos desvelados
Mejor pareceistes, dama,
Así mal en vuestra cama,
Que las reynas en estrados:
Notando vuestros polidos
Razonamientos sin mengua,
Quanto abríen los oydos,
Estavan enmudecidos
Los sentidos y la lengua.
.............................
En obsequio de todas estas fugaces pasiones suyas, Álvarez Gato, que se preciaba, tanto y aun más
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que de poeta, de atildado cortesano, sacaba cada día no sólo nuevos motes y coplas, sino nuevos
primores e invenciones en armas, trajes y arreos, como cuadraba a aquella liviana y fastuosa corte de
Enrique IV y de la Reina Doña Juana. Una vez hacía bordar en su capa un canto de órgano, otro día
sacaba una villa por cimera, o un collar de oro con letras, o un almete con esta divisa:
Por aquí
Combatieron y me di.
No siempre enviaba sus dulces mensajes con romeros tollidos; tenía también para tales servicios un
esclavo negro, cuyo color le suministraba fáciles antítesis para ponderar la blancura de su dama. Era
diestro jugador de cañas, y de esta habilidad se valía para lanzar a los tejados de sus amigos coplas
envueltas en una vara. No sólo trabajaba en sus propios amores, sino también en los ajenos, según
mala costumbre de antiguos poetas, que en Lope había de tomar visos de complicidad y tercería. No
son raros en las poesías de Álvarez Gato epígrafes como estos: «Ayudando a un caballero su amigo
para con una dama que sirve.» «A D. Pedro de Mendoza, hermano del duque D. Diego Hurtado... en
que cuenta una habla que ovo con una señora, que sirve D Pedro, no conosciéndola.» «Al duque,
viniendo camino, donde vido una señora que él deseaba servir y loava mucho.»
[p. 331] En relación más honrosa le presentan otras poesías suyas con los principales ingenios de su
tiempo, tales como el ya citado Gómez Manrique, su inmortal sobrino D. Jorge, el capitán de Jaén
Hernán Mexía, D. Diego López de Haro y otros tan insignes por sus letras como por su cuna. Según
uso de los antiguos trovadores, no perdido aún en tiempo de los Reyes Católicos, solían dirigirse
preguntas más o menos ingeniosas, para responder por los mismos consonantes, del modo que lo
mostrará este principio de una linda reqüesta de Gómez Manrique, respondida por Álvarez Gato:
MANRIQUE
Fizieron tal impresión
Vuestras palabras en mi
Sosegado corazón,
Que después que las oí,
Nunca jamás se reposa
Un momento, ni sosiega,
Como el azor de Noruega
Hace con hambre rabiosa...
..............................
ÁLVAREZ GATO
En esta qu'os da passión
Sobre cuantas damas vi,
Como brasas con carbón,
Sayales con carmesí,
Las espinas con la rosa,
La gentil con la mariega;
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Todo el valor se la llega
Sin dexar ninguna cosa...
Pero con ser Álvarez Gato poeta de sociedad aristocrática por su nacimiento, por sus amistades y
hasta por particular e ingénita disposición de su numen, no sólo honró y protegió, según era entonces
de buen tono, a poetas semi-vulgares y de humildísimo oficio, como el mozo de espuelas Mondragón,
cuya virtud y humildanza pondera en unas coplas que, a modo de carta de recomendación, envió al
capitán Hernán Mexía; sino que, a imitación del Marqués de Santillana, gustó de imitar los fáciles
ritmos de la poesía del pueblo, y fué de los primeros ingenios artísticos que deliberadamente
comenzaron a glosar letras y [p. 332] cantares del vulgo. Fenómeno de gran consecuencia artística,
que continuaremos haciendo notar en los mejores poetas del tiempo de la Reina Católica. Y esto lo
hizo no solamente en lo profano, sino también en lo sagrado. Véase alguna muestra de este segundo
género, la cual no disonaría entre los mejores villancicos de Juan del Encina, maestro en este género
de cantarcillos lírico-musicales
Venida es, venida
Al mundo la vida.
Venida es al suelo
La gracia del cielo
A darnos consuelo
Y gracia complida.
Nacido ha en Belén
El que's nuestro bien:
Venido es en quien
Por él fué escogida.
En un portalejo,
Con pobre aparejo,
Servido de un viejo,
Su guarda escogida.
La piedra preciosa
Ni la fresca rosa
No es tan hermosa
Como la parida.
Venida es, venida
Al mundo la vida.
De igual modo glosó, entre otros cantares cuyo origen popular reconoce (que disen o traen los
vulgares), las siguientes letras, enderezándolas a lo espiritual y seguramente conservando la música
que las acompañaba:
Quita allá, que no quiero,
Falso enemigo;
Quita allá, que no quiero
Que huelgues conmigo.
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..............................
Dime, señora, di,
Quando parta desta tierra
Si te acordarás de mi.
..............................
¿Quién te truxo, rey de gloria,
Por esta montaña escura?
.............................
[p. 333] Solíades venir, amor;
Agora non venides, non.
.............................
Amor, non me dexes;
Que me moriré...
y una que él llama sonata, y empieza:
Nuevas te traigo, Carillo
Estas reliquias populares, tan inesperadamente conservadas, son lo que da más precio a la parte
sagrada del Cancionero de Álvarez Gato, la cual por lo demás es inferior a la profana, y adolece un
tanto del cansancio de la senectud. Pero no puede dudarse de la ardiente y sincera devoción que
inspiró todos estos versos. En Álvarez Gato hubo, al traspasar las cumbres de la edad madura, una
completa transformación moral, que sorprendió a sus más íntimos amigos, a D. Diego López de Haro,
por ejemplo, «viéndolo tan mudado de las cosas que solía conversar con él». Pero «lo juzgó a la
mejor parte como han de hacer los buenos», y ciertamente no se equivocaba. Entonces fué cuando
Juan Álvarez, renegando de los mundanos devaneos en que había perdido míseramente la flor de su
juventud, se despidió del mundo con la voluntad; oró al pie del Crucifixo que está en Medina; pidió
gracia al Sacramento para vencer los tres contrarios del alma; invocó en ferviente plegaria a Nuestra
Señora para que fuese iris de paz en las tormentas del reino, que estaba lleno de escándalos; y ,
finalmente, buscó la dirección espiritual de Fray Hernando de Talavera, «el más notable perlado de
vida y enxemplo que ha habido en nuestros tiempos».
En estos piadosos y loables temas ejercitó exclusivamente el ingenio durante sus últimos años,
aunque sin resignarse a quemar sus versos antiguos, puesto que unos y otros los reunió en un mismo
Cancionero. Pero entre el período erótico y el místico hubo uno intermedio, en que el estro de
Álvarez Gato, comenzando a desasirse ya de las vanidades que hasta entonces le habían servido de
poderoso acicate, pero sin levantarse todavía a las puras regiones de la virtud ascética, hizo obra de
moralista profano y de poeta satírico en la más noble acepción de la palabra, buscando la raíz de las
tiranías y discordias que afligían al reino. Su muy grande amigo, el capitán Hernán Mexía de Jaén, le
había [p. 334] dirigido unas coplas, ciertamente notables, en que por medio de una serie de enérgicas
interrogaciones, mostraba con dolor y vergüenza que en Castilla no quedaban ni buenos regidores, ni
alcaldes justificados, ni buenos religiosos, ni leales ciudadanos, ni limpios abades, ni nobles
escuderos, ni simples labradores, ni viejos prudentes, ni franqueza, ni gentileza, ni piedad, ni justicia,
ni mesura, ni hidalguía, ni buena conciencia, y acudía a Juan Álvarez como al físico el doliente, para
que le declarase la razón de tantos males. Juan Álvarez respondió en el mismo metro; y esta respuesta
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es sin duda la mejor de sus obras poéticas, la que le da un puesto más inmediato a los dos Manriques
y superior a los demás ingenios de su tiempo. Al revés de Montoro y del autor de las Coplas del
Provincial y de tantos otros que al revolver el fango de su tiempo se salpican con él, y apenas saben
levantarse de la difamación personal y efímera, Álvarez Gato, inspirado por mejor numen, eleva la
sátira a la dignidad de función social, y al paso que increpa con libre acento a grandes y pequeños, a
los pastores de la Iglesia que no se cuidan de su grey, a los abades que convidan a las bodas de sus
fijos, y , en suma, a todos los que andan «desacordados, zahareños y revesados de temer y amar a
Dios», nota como causa de todo ello que el calor de la fe se va resfriando en los corazones; y acierta a
encerrar la indignación de su alma creyente y honrada, en frases tan enérgicas y sentenciosas como
éstas:
Somos malos a porfía
Y muy contentos de sello...
..............................
Las virtudes son perdidas,
Muertas son con negros velos,
Si los niños ternezuelos
No les dan vida de nuevo. [1] [p. 335] [p. 336] [p. 337]
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 321]. [1] . Existe este códice en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia; y ya en 1790,
fecha del tomo III de los Hijos de Madrid, de Álvarez y Baena, en que por primera vez se da cuenta
de él (pág. 101), carecía, como hoy, de las cinco primeras hojas. Probablemente se equivocó Baena
creyendo que era el mismo original que Álvarez Gato dejó en herencia a sus sucesores. Es un
manuscrito en folio, de 175 hojas. Las poesías profanas llegan hasta el folio 65: allí comienzan las de
devoción, que quedan truncadas en el folio 73, faltando los posteriores hasta el 80, en que dan
comienzo varios opúsculos en prosa, propios y ajenos del autor.
Amador de los Ríos, en las ilustraciones del tomo VI de su Historia crí tica, puso íntegro el índice de
las poesías, cuyo número llega a 82. Todavía permanecen inéditas, a excepción de las pocas (todas de
amores) que hay en el Cancionero general de Castillo, y de las que dió a conocer Gallardo en el tomo
I de su Ensayo.
[p. 322]. [1] . Esta biografía, que se atribuye comúnmente a Fray Alonso de Madrid, sirvió de fuente
principal al P. Sigüenza para lo que escribió del Arzobispo Talavera en su maravillosa Historia de la
Orden de San Jerónimo.
[p. 325]. [1] . Del mismo género son otras coplas en Viernes de endulgencias, predicando la passión.
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[p. 334]. [1] . Inseparable del nombre de Álvarez Gato debe ser el de su amigo el capitán Hernán
Mexía, veinticuatro de Jaén, que se asemejó mucho al poeta de Madrid en las dotes del ingenio,
aunque fuese menos fecundo que él. Además de las coplas políticas ya citadas, que no se hallan en
los Cancioneros impresos, sino en el manuscrito de Álvarez Gato, conocemos de Hernán Mexía
nueve composiciones insertas en el General de Castillo (números 115 a 124 de la edición de los
Bibliófilos españoles). La primera es un diálogo entre el pensamiento y el seso: pero la más notable
es, sin duda, la sátira contra
las mujeres, escrita a imitación de la de Torrellas, según en ella misma se declara:
Perdonad, Pero Torrellas,
Mis renglones torcederos...
Poder del Padre Corvacho,
Saber del hijo Torrellas,
Dad a mi lengua despacho...
Porque diga sin empacho...
Socorred por Dios, Torrellas,
Y tú, valiente Bocacio.
Pero la sátira de Mexía es tan superior a la de Torrellas en donaire, viveza y felices rasgos de
costumbres, que sin escrúpulo puede contarse entre las mejores poesías de este reinado; y hasta el
severísimo Quintana la incluyó (algo mutilada) en las Poesías escogidas de nuestros Cancioneros y
Romanceros, que reunió para la Colección Fernández (tomo XVI). Una de las estrofas malamente
suprimidas por Quintana atestigua lo populares que eran todavía a principio del siglo XV los temas
novelescos del ciclo bretón y cuánto gustaban de ellos las mujeres:
Deseo que las inflama,
Ya que cansadas están,
En tal lición las derrama
Cuál amó más a su dama,
De Lanzarote o Tristán:
Si amó con mayor desseo
A Lanzarote Ginebra
O a Tristán la reina Iseo...
Hay en estas coplas reminiscencias, no solamente de Boccaccio, sino del Corbacho castellano del
Arcipreste de Talavera, especialmente en el pasaje en que se describen los afeites y atavíos de las
mujeres:
Ya se trenzan los cabellos,
Ya los sueltan, ya los tajan,
Mil manjares hacen dellos,
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Van y vienen siempre a ellos,
Sus manos que los barajan:
Crescen y menguan las cejas,
...........................
Tórnanse frescas las viejas,
Las amarillas, bermejas,
Las blancas como la nieve...
También admitió Quintana en su primera Colección unos versos amatorios de Hernán Mexía (a una
partida que hizo de donde su amiga estaba) en el modo y estilo de los de Guevara, o Diego Sánchez
de Badajoz:
Iba de negro vestido,
El rostro triste y lloroso;
Passo a passo y desmayado,
Por unos montes perdido,
Sin nunca esperar reposo:
La barba lleva crescida
Como fué su mala suerte,
Y con passión dolorida,
Bien demostraba su vida
Las señales de la muerte.
Todavía más que como poeta, es conocido Hernán Mexía como autor del Nobiliario Vero (Sevilla,
1492, libro, no de genealogías, como de su título pudiera inferirse, sino de heráldica, y uno de los más
antiguos e importantes que tenemos).
De la persona de este Mexía hay muy interesantes, aunque no muy honrosas, noticias en la Relación
de los fechos del Magnífico Condestable Miguel Lucas de Iranzo (Memorial Histórico Español, tomo
VIII, págs. 382 y siguientes). Al llegar en su narración al año 1468 dice el anónimo cronista que
«como los fechos del Rey (Enrique IV) estuviesen tan derribados y caídos, y esos pocos que habían
quedado en servicio del señor Rey enflaqueciesen y de cada día se menguasen y consumiesen, y
como el señor Condestable tan supremamente perseveraba en su lealtad y en el servicio del señor
Rey; y el Marqués de Villena, que ya era Maestre de Santiago, le desease destruir e haber aquella
ciudad de Jaén a su mano, creyendo que si esto pudiese acabar, el dicho señor Rey era de todo punto
perdido, y que no le quedaba cosa en Castilla que se pudiese sostener, un caballero que se decía
Fernán Mexía, natural de la ciudad de Jaén, y otro Comendador Juan de Pareja... e otros ciertos
naturales e vecinos de ella con ellos, por tratos que el dicho Marqués de Villena, Maestre de
Santiago, facía con ellos, eran de acuerdo y estaban conjurados de matar a traición al dicho señor
Condestable y robar a los conventos, porque la comunidad de la dicha ciudad de mejor voluntad se
juntase con ellos y levantase con la dicha ciudad. Para lo cual facer y llevar adelante esperaban ser
socorridos de D. Fadrique Manrique, que estaba apoderado de Arjona y de todos los castillos y aldeas
de Jaén e aun de Villanueva, otro castillo de Andúxar; e de D. Alonso, señor de la Casa de Aguilar, e
de las ciudades de Córdoba, Úbeda y Baeza, y de otras gentes: lo cual tenían acordado de facer la
víspera de San Lázaro, cuando el dicho señor Condestable saliese siguro a las vísperas, que es en el
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campo, fuera de la dicha ciudad de Jaén. Y como su señoría fuese aquel día siguro a las vísperas, muy
acompañado de gente, aunque de la traición que le estaba ordenada no sabía cosa ninguna, los
traidores enflaquecieron y no se atrevieron a lo hacer, y dexáronle por aquel día para adelante...
Nuestro Señor Dios, que no quiso dar lugar que el dicho señor Rey D. Henrrique fuese de todo punto
destruído y perdido, ni que tan buen caballero, en quien tantas bondades y virtudes había, fuese así
muerto tan malamente por manos de traydores malvados, puso en corazón de un su escudero, a quien
los traydores se lo habían descubierto todo para ser en ello, de lo descubrir al dicho señor
Condestable... Y como quiera que el dicho señor Condestable disimuló y dió a entender que no había
persona que tal se atraviese a pensar, de la otra parte por muchas señales e conjeturas creyó que sería
algo dello, y dende a poco cabalgó en un caballo en que había venido, y con él dos mozos de
espuelas, el uno con una lanza y adarga delante, como la solía traer; e por mayor disimulación no
quiso llevar otra compañía, y con un hombre de la dicha ciudad de Jaén, que a la hora le dió una
petición, quejándose de cierto agravio que rescibía, envió a mandar a Fernán Mexía, que era regidor
de la dicha ciudad de Jaén, que viese aquella petición para fablar con ellos sobre lo en ella contenido,
e que luego cabalgase y se fuese en pos dél a la Llana de los Alcázares, que ende lo fallaría. Y como
aquel hombre dijo esto al dicho Fernán Mexía, preguntóle que quién iba con el dicho señor
Condestable, y respondióle: «No otro sino dos mozos de espuelas»; y como quiera que estuvo un
poco dudando, díxole que le placía, y luego cabalgó a caballo y fué a buscar al dicho Comendador
Pareja, y díjole como el dicho señor Condestable lo habla enviado a llamar, no sabía para qué. E
luego cabalgaron ambos con otros cinco o seis escuderos de a caballo con sus lanzas en las manos,
como otras veces solían andar, y con intención de todavía poner por obra lo que tenían acordado; y
andando por la ciudad buscando al dicho señor Condestable, toparon con él, con otros dos o tres de a
caballo cerca de su posada, que ya se venía a descabalgar; y allí, según el dicho Fernán Mexía
confesó, quisieran cometer y poner por obra su traición de matar al señor Condestable, salvo que por
milagro de Dios, que se les antoxó y paresció que venían con su merced quince o veinte de a caballo,
y no venían sino sólo dos o tres, como dicho es. Y como su merced los encontró y los vido, con muy
graciosa cara les dise: «Fernán Mexía y Comendador, dónde venís?». Ellos respondieron: «Señor, de
buscar a vuestra señoría, que nos dixeron que andaba cabalgando.» Y él dixo: «Pues andad acá,
vamos a descabalgar.» Y como entró en el patio de su palacio, descabalgó y comenzando a subir por
el escalera, como quien no dice nada, dixo: «Comendador y Fernán Mexía, descabalgad y subíos
acá.»Y subióse tras el señor Condestable... Y como el dicho señor Condestable subió arriba, y Fernán
Mexía con él, mandó a cinco o seis de su casa que ende falló, así como reposteros e porteros e otros,
que prendiesen al dicho Fernán Mexía, el qual luego fué preso y metido en una cámara, y luego fué
preso allí un escudero, que era criado del dicho Fernán Mexía, que se llamaba Álvaro de Piña...., el
qual se decía que de parte del dicho Maestre había tratado esto con el dicho Fernán Mexía... Y luego
esa noche el dicho Fernán Mexía y Álvaro de Piña confesaron todo el fecho de la verdad, de cómo y
en qué manera tenían concertado matar a puñaladas al dicho señor Condestable; y esa noche mandó
su señoría subir y llevar al dicho Fernán Mexía a una mazmorra, que está en la torre del homenaje del
alcázar nuevo de la dicha ciudad; y el jueves siguiente mandó degollar en el mercado al dicho Álvaro
de Piña, y fueron presas las mujeres que se pudieron haber de todos aquellos que eran en aquella
traición y maldad, y fueron secuestrados todos sus bienes.»
A este Fernán Mexía atribuye Ximena en sus Anales de Jaén (pág. 115), cierta obra sobre los
pobladores de Baeza.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE: LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 339] CAPÍTULO XVIII.—GÓMEZ MANRIQUE.—NOTICIAS BIOGRÁFICAS; SU
INTERVENCIÓN EN LOS SUCESOS POLÍTICOS DE ÉPOCA; MUESTRAS DE SUS
DOTES ORATORIAS; SU TESTAMENTO Y BIBLIOTECA.—COMPILACIÓN DE SU
«CANCIONERO», A RUEGO DEL CONDE DE BENAVENTE.—COPLAS DE
PASATIEMPO.—POESÍAS MORALES.—SUS «REPRESENTACIONES».
Ejemplo señalado de la poca equidad con que suele repartir la fortuna literaria sus favores, nos ofrece
el insigne poeta castellano Gómez Manrique, injustamente oscurecido hasta estos últimos años, tanto
por la rareza de los manuscritos en que se guardaba su Cancionero, cuanto por la notoriedad de las
inmortales Coplas de su sobrino, que no han sido pequeño obstáculo para que los oídos de la gente se
acostumbrasen al nombre de otro poeta de la misma sangre, del mismo apellido y del mismo género
de inspiración, siquiera ésta no se mostrase de un modo tan cabal y perfecto en una composición
aislada. Pero al revés de Jorge Manrique, en cuyas restantes poesías nada hay que la crítica más
benévola pueda considerar como digno del autor de la elegía a la muerte de su padre, nos quedan de
Gómez Manrique más de un centenar de composiciones de todos géneros y estilos, entre las cuales
son las menos las que pueden desecharse como insignificantes o débiles, y muchas las que, en
relación con el [p. 340] arte de su tiempo, pueden calificarse de magistrales, y apenas ceden la palma
a ninguna de las que antes del período clásico se compusieron. Tomada en conjunto su obra lírica y
didáctica, Gómez Manrique es el primer poeta de su siglo, a excepción del Marqués de Santillana y
de Juan de Mena. Su sobrino, que es de su escuela y que manifiestamente le imita, tuvo un momento
de iluminación poética, en que le venció a él y venció a todos; pero sin este momento, que fué único
en su vida, yacería olvidado entre el vulgo de los trovadores más adocenados, y no llegaría siquiera a
la talla de un Garci-Sánchez de Badajoz o de un Álvarez Gato.
Es cierto que el Cancionero de Gómez Manrique no ha sido publicado ni aun conocido en su
integridad hasta que en fecha bien reciente (1885), parecieron a un tiempo dos códices de él, uno en
la Biblioteca Nacional y otro en la de Palacio; pero hubiera bastado con las poesías insertas en el
Cancionero General, desde su primera edición de 1511, para medir la talla de su autor, y no
condenarle a una preterición tan desdeñosa e injusta. Afortunadamente, la reparación, aunque tardía,
ha sido completa, y pocos autores de los tiempos medios han alcanzado el beneficio de una edición
tan esmerada como la que debe Gómez Manrique a los estudiosos desvelos del Sr. Paz y Melia, uno
de los más modestos y más beneméritos investigadores de nuestras antiguallas literarias.
Fué Gómez Manrique, además de poeta, orador político, caballero leal y esforzado, y personaje de
tanta cuenta en la historia política de su tiempo, que de sus hechos están llenas las crónicas de
Enrique IV y de los Reyes Católicos. A ellas seguiremos principalmente en el breve bosquejo que
vamos a hacer de su vida, utilizando además las indicaciones contenidas en sus poemas, y
sirviéndonos como de hilo conductor el largo capítulo que a Gómez Manrique dedica Salazar en el
tomo II de la Casa de Lara, [1] que es sin disputa la más puntual historia genealógica que tenemos en
nuestra lengua.
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[p. 341] La nobilísima tierra de los antiguos campos góticos, aquella severa, pero feraz planicie, grata
al heroísmo y al arte, que se dilata entre el Esla, el Carrión, el Pisuerga y el Duero, no ha sido desde
el siglo XVI acá muy fecunda en poetas, pero tuvo la gloria de producir en la Edad Media cuatro de
los más excelentes y famosos: el Rabí D. Sem Tob de Carrión, el Marqués de Santillana y los dos
Manriques, así como había de dar al Renacimiento español el primero de sus escultores en
Berruguete. Y esos cuatro poetas de la región vaccea parecen enlazados entre sí por un vínculo más
estrecho que el del paisaje, puesto que en los cuatro predomina, en medio de las diferencias de origen
y aun de religión, un mismo sentido doctrinal y un concepto grave y austero de la vida, que parecen
muy en armonía con la majestad algo seca y desnuda del territorio en que nacieron.
El tiempo y la incuria de los hombres han borrado de la en otro tiempo floreciente villa de Amusco
(alegrada en alguna ocasión por el brillante y fastuoso tropel de la corte de D. Juan II), hasta los
últimos restos del palacio de los Manriques que desde el siglo XIII poseían aquel señorío juntamente
con el de Piña y Amayuelas. En vano se buscarán tampoco en la iglesia parroquial los sepulcros de
esta estirpe nobilísima. Contentémonos con saber que en Amusco probablemente, hacia el año 1312,
nació nuestro Gómez Manrique, quinto hijo de aquel Adelantado mayor del reino de León D. Pedro
Manrique, «tan menguado de cuerpo como crecido de seso» (según frase de su enemigo el arzobispo
de Toledo D. Sancho de Rojas), y de Doña Leonor de Castilla, nieta de Enrique II, y camarera mayor
de la reina Doña María: señora de tanta piedad y virtud, que apenas quedó viuda en 1446 convirtió su
casa en convento, trasladado en 1458 a Calabazanos, y para el cual, como veremos luego, compuso
nuestro poeta una pieza dramática ignorada hasta nuestros días, la Representación del nacimiento de
Nuestro Señor. Hermano mayor de Gómez Manrique era aquel conde de Paredes, D. Rodrigo,
llamado el segundo Cid y el vencedor en veinticuatro batallas, penúltimo maestre de la orden de
Santiago, y célebre más que por todo esto, por haber sido llorado en los metros de su hijo, más
duraderos que el bronce.
Salazar pone en 1434 el principio de las memorias conocidas [p. 342] de Gómez Manrique,
haciéndole concurrir a la toma de Huéscar, que tomó a escala vista su hermano D. Rodrigo, y aun
ganar por sí otras fortalezas a los moros; y añade que el rey le confió la gobernación de aquella plaza.
Quizá haya confusión entre nuestro poeta y otro de sus hermanos, llamado Diego Gómez Manrique,
que es el único a quien el conde de Paredes nombra en la carta en que da cuenta al Rey del hecho.
Pero Pulgar en los Claros Varones (título XIII), cita a secas a Gómez Manrique, y su narración tiene
un carácter tan épico, que no podemos menos de transcribirla a la letra:
«Este caballero (D. Rodrigo), osó acometer grandes fazanas: especialrnente escaló una noche la
ciudad de Huéscar, que es del reino de Granada; e como quier que subiendo el escala los suyos fueron
sentidos de los moros, e fueron algunos derribados del adarve, e feridos en la subida; pero el esfuerzo
deste capitán se imprimió a la hora tanto en los suyos, que pospuesta la vida, e propuesta la gloria,
subieron el muro peleando, e no fallescieron de sus fuerzas defendiéndole, aunque veían los unos
derramar su sangre, los otros caer de la cerca. Y en esta manera matando de los moros, e muriendo de
los suyos, este capitán, ferido en el brazo de una saeta, peleando entró en la cibdad, e retruxo los
moros fasta que los cerró en la fortaleza; y esperando el socorro que le farían los christianos, no temió
el socorro que venía a los moros. En aquella hora los suyos, vencidos de miedo, vista la multitud que
sobre ellos venía por todas partes a socorrer los moros, e tardar el socorro que esperaban de los
christianos, le amonestaron que desamparase la cibdad, e no encomendase a la fortuna de una hora la
vida suya, e de aquellas gentes, juntamente con la honra ganada en su edad pasada: e requeríanle que,
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pues tenía tiempo para se proveer, no esperase hora en que tomase el consejo necesario, e no el que
agora tenía voluntario. Visto por este caballero el temor que los suyos mostraban: No, dixo él, suele
vencer la muchedumbre de los moros al esfuerzo de los christianos cuando son buenos, aunque no
son tantos: la buena fortuna del caballero cresce cresciendo su esfuerzo: e si a estos moros que vienen
cumple socorrer a su infortunio, a nosotros conviene permanescer en nuestra victoria fasta la acabar o
morir; porque si el miedo de los moros nos ficiese [p. 343] desamparar esta cibdad ganada ya con
tanta sangre, justa culpa nos pornían los christianos por no haber esperado su socorro, y es mejor que
sean ellos culpados por no venir, que nosotros por no esperar. De una cosa, dixo él, sed ciertos, que
entretanto que Dios me diere vida, nunca el moro me porná miedo: porque tengo tal confianza en
Dios y en vuestras fuerzas, que no fallescerán peleando, veyendo vuestro capitán pelear. Este
caballero duró, e fizo durar a los suyos combatiendo a los moros que tenía cercados, e resistiendo a
los moros que le tenían cercado, por espacio de dos días, hasta que vino el socorro que esperaba, e
dió el fruto que suelen aver aquellos que permanecen en la virtud de la fortaleza. Ganada aquella
cibdad, e dexado en ella por capitán a un su hermano Gómez Manrique, ganó otras fortalezas en la
comarca.»
En esta escuela de heroísmo se educó Gómez Manrique, por más que las turbulencias interiores del
reino le dejasen poca ocasión de ejercitarse en guerra contra moros. En las discordias del tiempo de
D. Juan II siguió, como todos los de su casa, la voz de los infantes de Aragón, y militó siempre entre
los adversarios de D. Álvaro de Luna. Fué uno de los quince elegidos por su parcialidad para que
entrasen en Tordesillas cuando se dió el famoso Seguro de 1439. El buen conde de Haro expresa con
puntualidad los nombres de todos los que acompañaban a nuestro poeta: entre ellos el infante D.
Enrique, el Almirante, el conde de Benavente, D. Gabriel Manrique, comendador mayor de Castilla,
el señor de Frómista Gómez de Benavides, Lorenzo Dávalos y otros menos conocidos hoy.
Sabido es que lo que allí se capituló quedó roto muy pronto, y que la guerra civil continuó cada vez
más enconada. Cuando en 1441 el infante D. Enrique fué rechazado de los muros de Maqueda por la
gente del Condestable, Gómez Manrique estaba entre los sitiadores, y fué ende ferido, dice la Crónica
de D. Juan II. Sirvió con grande esfuerzo a su hermano en la pretensión del Maestrazgo de Santiago
que traía contra el Condestable (1446), derrotando y poniendo en fuga, con sólo cien hombres de
armas, al Mariscal D. Diego Fernández de Córdoba, señor de Baena, que le había atacado por
sorpresa en la villa de Hornos. Duraron estas hostilidades dos años, hasta que en 26 de Abril de 1448,
el [p. 344] Mariscal, el Obispo de Cartagena, el Adelantado de Murcia y los demás capitanes del Rey
por aquella parte, otorgaron en Murcia escritura de tregua con el Maestre y con sus dos hermanos
Gómez Manrique y el señor de las Amayuelas.
Quien sólo considere a nuestro poeta en este primer período de su vida, le hallará de los más
turbulentos y desaforados banderizos, mucho más cuando le vea el martes de Carnaval de 1449
embestir furiosamente la ciudad de Cuenca, y pelear tres días seguidos, aunque sin fruto, para arrojar
de ella al Obispo Fray Lope Barrientos, que la tenía en nombre del Condestable. Pero en los tratos
que precedieron a este asalto frustrado, Gómez Manrique no obraba por cuenta propia, sino instigado
por su suegro Diego Hurtado de Mendoza, que había prometido entregar a Alfonso V de Aragón
aquella ciudad a cambio del señorío de Cañete para sí, y la villa de Alcolea de Cinca para su yerno.
En esta ocasión, como en otras, Gómez Manrique cedió con excesiva docilidad a los compromisos de
familia y a las sugestiones de la sangre, especialmente mientras vivió su hermano el de Paredes, cuyo
indomable carácter ejercía natural fascinación y dominio sobre el ánimo de Gómez Manrique, que
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por lo demás era de suyo blando y pacífico, como lo prueba el hecho de haber sido elegido tantas
veces componedor y árbitro. De otro lado, su fortuna, entonces escasa y que nunca llegó a ser muy
holgada, le colocaba en cierto género de dependencia respecto de sus hermanos,. por más que su
padre, cumpliendo el deseo de doña Leonor de Castilla, que parece haberle preferido entre sus hijos,
procurase favorecerle lo más que pudo, en el testamento que otorgó en 1440, fundándole un
mayorazgo con los bienes que poseía en tierra de León, con siete lanzas que tenía del Rey, y con
9000 maravedís de merced. [1]
[p. 345] Los albores del reinado de Enrique IV trajeron para los Manriques un transitorio período de
favor, en que les fueron restituídos y acrecentados los bienes suyos que habían sufrido confiscación
en las turbulencias anteriores. Gómez Manrique abrió su pecho a la esperanza, y pidió delicados
sones a su lira para ensalzar la belleza de la nueva Reina doña Juana de Portugal, a cuyas bodas
asistió en Córdoba: [1]
Muy poderosa señora,
Fija de reyes e nieta;
Reyna gentil e discreta,
En virtudes más perfeta
Que cuantas reynan agora.
...............................
Vuestras façiones polidas,
Reyna de las castellanas,
Tan perfetas son e sanas,
Quo no parecen humanas,
Mas del cielo deçendidas:
Tanto que la su beldad
Escurece las más bellas,
Como faze las estrellas
El sol con su claridad.
El son de vuestro fablar,
En los oydos que suena,
No pone, mas quita pena,
[p. 346] Como faze la serena
Con el su dulce cantar.
El mirar de vuestros ojos,
Los quales se vuelven tarde,
Al fuerte faze cobarde,
Y al muy triste sin enojos.
Por desgracia, la nueva princesa, aunque por su fermosura mereciese la manzana del juicio de Páris,
según Gómez Manrique, anduvo muy lejos de ser tan amiga de cordura e contraria de soltura, como
el poeta, engañado más por su buen deseo que por espíritu de adulación, vanamente profetizaba.
Fueron, por el contrario, sus liviandades causa principalísima para acelerar la disolución del reino y
encender de nuevo la tea de la discordia. Gómez Manrique figuró desde el principio entre los
descontentos. Él y los de su casa tenían particulares motivos de enojo contra el Rey. Cuando un
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pariente suyo muy próximo, Garcilaso de la Vega, sobrino del Marqués de Santilana, sucumbió en la
frontera de Granada, herido en el cuello por una saeta enherbolada, «ofresciendo su vida por la salud
de los suyos» con un sacrificio heroico que Hernando del Pulgar compara con la hazaña de Horacio
Cocles en la puente Sublicia del Tíber, los Manriques se echaron a los pies del Rey pidiéndole para el
único hijo de aquel mártir de la fe y del honor caballeresco la encomienda de Montizón, que
Garcilaso tenía. Excusóse el Rey fríamente, y al otro día dió la encomienda a un hermano de su gran
favorito de entonces, Miguel Lucas de Iranzo. Pero si D. Enrique IV, esclavo de su poquedad y de sus
vicios, no supo honrar la memoria del gran caballero a quien perdía, no faltaron a Garcilaso exequias
más que reales en el canto de Gómez Manrique, que al llorar la defunzión de su primo, el que «fazía
sangre antes que otro en los enemigos», rivalizó con lo más excelso del Labyrintho de Juan de Mena,
con el episodio de la muerte del Conde de Niebla, con las lamentaciones de la madre de Lorenzo
Dávalos.
Pasaron estas cosas en 1458, y ya dos años después, D. Rodrigo Manrique y sus hermanos rompían
definitivamente con el Rey de Castilla, que los había tratado con manifiesta hostilidad en los pleitos y
bandos que traían con el Conde de Miranda sobre el condado de Treviño, y hacían liga con el Rey de
Aragón, [p. 347] confirmándola con recíprocos pactos y juramentos; si bien en 1461 concurrieron a
una tentativa de avenencia entre ambas coronas, haciendo pleito homenaje en manos de Gómez
Manrique, por la parte de Castilla, el Marqués de Villena, y el Comendador Juan Fernández Galindo,
por la de Aragón, y en nombre de los próceres rebeldes que se habían desnaturado del reino, el
Arzobispo de Toledo, el Almirante de Castilla y el Conde de Paredes.
Esta concordia se frustró, como todas las precedentes. La sentencia arbitral de Madrid de 21 de marzo
de 1462, que autoriza Gómez Manrique como primer testigo, no fué acatada por nadie, y la liga
aristocrática, cobrando fuerzas cada día con el abandono y ceguedad del Monarca, acabó por
escandalizar el reino con el más criminoso auto de aquellos tiempos, es decir, con el afrentoso
destronamiento de Enrique IV en público cadalso levantado en la ciudad de Ávila. Entre los grandes
y caballeros que organizaron aquel desacato, no cita Diego Enríquez del Castillo a Gómez Manrique,
pero sí a sus hermanos el Conde de Paredes y D. Íñigo Manrique, Obispo de Coria. Y aunque
materialmente no concurriese al acto de la deposición, fué de los primeros que tomaron la voz del
infante D. Alonso y de los que más fielmente le sirvieron durante su efímera usurpación, sustentando,
en nombre del Rey intruso, la fortaleza y cimborrio de Ávila, principal baluarte de los insurrectos, y
dilatando desde allí sus correrías a otras partes de Castilla. Así se halló en la ocupación de Segovia, y
tuvo la mayor parte en ganar a Valladolid para la causa del Infante, vadeando el Duero en noche
oscura, y dando de súbito sobre la gente que el Rey tenía en Tudela, la cual cayó prisionera en su
mayor parte.
Muerto el Infante D. Alonso, Gómez Manrique, lejos de hacer las paces con el Rey como muchos
otros, siguió el partido de la Infanta Isabel, la entregó el alcázar y cimborrio de Ávila, asistió como
parcial suyo al juramento y concordia de los Toros de Guisando en 19 de septiembre de 1468, y
contribuyó eficazmente a su matrimonio con el Príncipe de Aragón, D. Fernando, que en manos de
Gómez Manrique prestó en Cervera pleito homenaje de guardar inviolablemente los capítulos
concertados por el Arzobispo de Toledo, el Almirante y la casa de los Manriques, principales
defensores de la Princesa. El futuro Rey Católico se [p. 348] allanó a todo, y cuando entró disfrazado
en el territorio castellano para hacer sus bodas, Gómez Manrique, con cien lanzas del Arzobispo
Carrillo, fué escoltándole desde Berlanga y Burgo de Osma, hasta ponerle en seguridad dentro de
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Dueñas. Las promesas hechas a los Manriques fueron ratificadas en Valladolid el 4 de diciembre de
1469, mediante nuevo pleito homenaje prestado por los Príncipes en manos de nuestro poeta, siendo
fiadores el Arzobispo y el Almirante. «Yo el Príncipe e yo la Princesa (dice este notable documento),
ambos juntamente, e cada uno de nos por sí, damos nuestras fees, e hacemos pleyto e homenaje en
manos de Gómez Manrique, caballero, e ome fijodalgo, una e dos e tres veces... segun fuero e
costumbre de España, e juramos a Dios e a esta cruz en que ponemos nuestras manos, de cumplir e
guardar e tener todo lo sobredicho.»
De esta escritura salieron por fiadores el Almirante v el Arzobispo de Toledo, unidos entonces en la
misma causa política; pero no tardo el toledano, hombre de índole brava e inquieta, de mostrarse
receloso del natural favor que con D. Fernando lograban su abuelo el Almirante y todos los allegados
a la familia de los Enríquez. Gómez Manrique, gran concertador de voluntades, procuró atajar los
peligros de esta división, y mientras vivió don Enrique IV, consiguió mantener al terrible prelado en
el partido de la Infanta y aun tuvo la precaución de aceptar el mando de las fuerzas arzobispales, sin
duda para evitar todo peligro de defección «como quier que a la sazón su espíritu estaba muy aflegido
por el fallescimiento de la Condesa de Castro su hermana y su presona mal dispuesta de salud para
tomar las armas». Y tanto ahinco puso en ellos, que prometió que «cuando a caballo non pudiese ir,
se faría levar en un azémila». Y, con efecto, todavía en Noviembre de 1474, es decir, en las
postrimerías del reinado de Enrique IV, cercaba y tomaba con quinientas lanzas de la gente del
Arzobispo y dos engeños y dos lombardas, la fortaleza de Canales, del modo que largamente refiere
el panegirista de D. Alonso Carrillo (Pero Guillén de Segovia), terminando con este expresivo elogio
de Gómez Manrique, a quien llama «primo y mayordomo mayor de la casa del Arzobispo»: «Y
fallarás quel dicho capitán Gómez Manrique trabajó tanto, que durante este sitio nunca comió nin
cenó desarmado nin se desnudó. [p. 349] Tanto tenía que facer al comienzo en asentar las estanzas y
los tiros de pólvora, los quales con los más principales caballeros de la hueste había de levar e asentar
e asimismo la madera para fazer los reparos, por ser en lugares que con otra gente non se pudiera
fazer buenamente; e después de asentado todo esto, non tenía menos trabajo en poner las guardas de
las dichas estanzas, que eran ocho de gente a pie e una de a caballo.»
La muerte del Rey vino a separar definitivamente y a lanzar en bandos diversos al Arzobispo y a los
Manriques, agriados ya con él por la ayuda que había prestado al Marqués de Villena en la cuestión
del Maestrazgo de Santiago, que para sí pretendía el Conde de Paredes. El Arzobispo, que se jactaba
de haber hecho reina a Isabel la Católica, pensó que con la misma facilidad podría deshacerla, y
comenzó a patrocinar descubiertamente las pretensiones de la Beltraneja, amparadas por Alfonso V
de Portugal. Declarada la guerra entre las dos coronas, Gómez Manrique fué el caballero elegido por
D. Fernando para ir a desafiar en Toro el 20 de julio de 1475 al Rey de Portugal, que (dicho sea de
paso) era antiguo favorecedor de nuestro poeta, y había solicitado de él, aunque en vano, el
cancionero de sus obras, excusándose Gómez Manrique con su genial modestia. Cumpliendo, pues, la
voluntad de su Rey, entró en la ciudad, de donde los portugueses no daban muestra de querer salir, y
para provocarlos a batalla campal hizo un requerimiento del tenor siguiente, que está transcrito a la
letra en la Crónica de los Reyes Católicos, de Hernando del Pulgar (cap. XXIII):
«Señor, el Rey de Castilla e de León, e de Sicilia e Portugal, Príncipe de Aragón nuestro Señor, os
envía a decir que ya sabedes como Ruy de Sosa, caballero de vuestra casa que enviastes a él e a la
Reina nuestra señora Doña Isabel su muger, les requirió de vuestra parte que saliesen destos reynos
que decís pertenecer a doña Juana vuestra sobrina; a quien afirmais haber tomado por esposa. Con el
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qual vos respondieron que se maravillaban de vos siendo príncipe dotado de tantas virtudes enviar
demanda tan agra, e despertar materia escandalosa sobre fundamento tan incierto, e tomar empresa do
tantas muertes e incendios se pueden seguir en estos sus reynos y en el reyno de Portugal. E os
enviaron rogar que quisiésedes dexar la vía de la [p. 350] fuerza e tomar la vía de la justicia, por
excusar los inconvenientes que de la guerra proceden: lo cual no vos plogo aceptar, antes habeis
entrado mano armada en sus reynos, e les habeis usurpado su título real, e habeis publicado que los
venís a buscar do quier que los falláredes para los lanzar dellos. Cerca de lo qual les parece que
habeis escogido a Dios por juez, e a las armas por ejecutores de aquesta demanda. Agora, señor, el
Rey nuestro Señor os envía decir que a él place del juez e de los executores que habeis escogido; e
que si le venís a buscar, él es venido a la puerta desta su cibdad a vos responder a la demanda que
traeis, e os requerir que fagais una de tres cosas: o que luego salgais destos sus reynos, e dexeis el
título dellos que contra toda justicia quereis usurpar; e si algun derecho esa vuestra sobrina decís que
tiene a ellos, a él place que se vea e determine por el Sumo Pontífice sin rigor de armas, o salgáis
luego al campo con vuestras gentes a la batalla que publicastes que veníades a le dar: porque por
batalla do suele Dios mostrar su voluntad a la verdad de las cosas, lo muestre en estas que teneis en
las manos, o si por ventura lo uno ni lo otro vos place aceptar, por que su poderío de gentes es tan
grande y el vuestro tan pequeño, que no podriades venir con él en batalla campal; por escusar
derramainiento de tanta sangre, vos envía decir que por combate de su persona a la vuestra, mediante
el ayuda de Dios, vos fará conocer que traeis injusta demanda.»
Recibido por Alfonso V este cartel de desafío que D. Gómez presentó firmado de su nombre, y
sellado con las armas de los Manriques, envió la respuesta con un caballero de su casa que decían
Alfonso de Herrera, reclamando de nuevo su derecho, prometiendo allegar sus gentes que tenía
repartidas en diversos lugares, y salir a la batalla campal, sin rehuir tampoco el combate de persona a
persona, siempre que se diese seguridad al campo, entregándose recíprocamente en rehenes las
personas de las dos princesas competidoras en la sucesión del trono de Castilla.
No satisfizo al Rey Católico esta respuesta, pareciéndole evasiva y cautelosa, y envió por medio de
Gómez Manrique nuevo requerimiento, conservado también en la Crónica de Pulgar:
«Señor, el Rey de Castilla vos envía a decir: que no es venido aquí a platicar por palabra el derecho
destos reynos, salvo por [p. 351] las armas que vos quesistes mover; e que le parecen superfluas estas
alegaciones de derecho, pues aquí no teneis juez que las oya e determine... Pero pues que no hay aquí
juez que lo oiga por la vía de justicia, y es necesario venir a la vía de fuerza que vos escogistes,
envioos a decir que por cuanto para tan altos e tan poderosos reyes como vosotros sois, no se fallaría
reyno seguro do fuerédes a facer estas armas, con que vos convida de su persona a la vuestra, e aun
porque buscar tal seguridad sería dilación casi infinita; por ende le parece que se deben nombrar
cuatro caballeros, dos Castellanos nombrados por vuestra parte, e dos Portogueses nombrados por la
suya: e porque ninguna dilación en esto se pueda dar, su Alteza nombra luego de los Portogueses al
duque de Guimaraes, e al conde de Villareal que están con vos; e que vos nombrés otros dos
Castellanos de los que están con él, para que estos cuatro con cada ciento o doscientas lanzas, con
grandes juramentos e fidelidades que fagan, tengan el campo donde ficiéredes las armas seguro como
debe ser en tal caso. E que esta negociación se concluya dentro de tercero día, porque no es honesto a
tan altos Príncipes la dilación en semejante materia. E acerca de los rehenes que enviastes a nombrar
de la Reina nuestra Señora, e de la señora vuestra sobrina, a esto vos envía decir que estos rehenes no
llevan ninguna proporción de igualdad, la qual desigualdad es muy notoria a todo el mundo, e no
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menos a Vuestra Señoría: por ende que non conviene fablar en ello. Pero por vos satisfazer, e porque
no parezca que por falta de seguridad queda por facer este trance, a él place de dar la Princesa su fija,
e todas las otras seguridades e rehenes que sean necesarias para seguridad que el vencedor consiga
efeto de su vitoria: e si en esta forma vos place aceptar, luego se porná en obra vuestro trance; donde
otra cosa placerá a Vuestra Alteza añadir o menguar, no me es dado replicar más.»
Insistió el Rey de Portugal en la entrega de la que afectaba llamar Reina de Sicilia, y los tratos del
desafío quedaron en tal estado, hasta que el trance de las armas vino a decidir la contienda en favor
de Castilla, al año siguiente, en los campos de Toro. No asistió Gómez Manrique a aquella
memorable jornada, glorioso, aunque tardío desquite, de la de Aljubarrota. Los Reyes [p. 352] le
habían confiado el corregimiento de Toledo y la tenencia de su alcázar, puertas y puentes; todo lo
cual tenía que defender contra la desapoderada ambición del Arzobispo Carrillo, que faltando por
tercera vez a sus juramentos de fidelidad, continuamente maquinaba entregar la ciudad a los
portugueses, y reunía para ayudarles gente de armas en sus villas de Alcalá de Henares y Talavera.
«Aquel caballero Gómez Manrique (dice Pulgar), que sabía el trato del Arzobispo, tenía continuos
trabajos en guardar la cibdad, no tanto de los contrarios, cuanto de la mayor parte de sus mesmos
moradores, que por ser gentes de diversos pueblos venidas allí a morar por la gran franqueza que
gozan los que allí viven, deseaban escándalos por se acrecentar con robos en cibdad turbada... E
agora incitados e atraídos con promesas e dádivas del Arzobispo de Toledo, ficieron una conjuración
secreta de matar aquel caballero que tenía la guarda de la cibdad, e tomar por Rey al Rey de Portogal:
e daban a entender en sus fablas secretas a los que pensaban ser más fuertes al escándalo, que
mudando el estado de la cibdad se les mudaría su fortuna e habrían grandes intereses de las faciendas
de los mercaderes e cibdadanos ricos como otras veces habían habido, e grandes dádivas e mercedes
del Rey de Portogal, si tomasen armas, e pusiesen la cibdad en su obediencia. Algunos cibdadanos
pacíficos e de buen deseo requirieron a aquel caballero que basteciese el alcázar e algunas torres e
puertas de la cibdad, ansí de armas como de manteninientos e gentes, para donde se pudiesen retraer
en tiempo de extrema necesidad fasta que fuese socorrido. El qual les respondió que no entendía
retraerse ni conocía lugar fuerte para se defender contra el pueblo, porque toda la cibdad era fortaleza,
y el pueblo de Toledo era el Alcayde, e quando el pueblo era conforme a la rebelión, ninguna defensa
podía haber: pero aunque conocía estar alborotado la mayor parte, creía haber en él dos mil homes
que fuesen leales, e lo que entendía facer era ponerse con el pendón real en la plaza, e con aquellos
leales que se allegaran al pendón real había deliberado de pelear por las calles de la cibdad contra los
otros alborotadores e desleales. Al fin, por algunas formas que discretamente este caballero sopo
tener en aquel peligro, sabida la verdad de [p. 353] la conjuración, prendió a algunos que pudo haber
de los que en ella fueron participantes, e fizo dellos justicia; otros fuyeron a lugares do no pudieron
ser habidos; e ansí libró la cibdad de aquel infortunio que recelaba. Fecha aquella justicia, presente la
mayor parte del pueblo en su congregación, aunque sabía haber algunos entre ellos de los que habían
seydo en la conjuración; pero porque la execución de la justicia en los muchos pensó ser dificile e
peligrosa, acordó en la hora de disimular, e con algunas reprehensiones e amonestaciones corregir al
pueblo, no nombrando a ninguno, porque el secreto diese causa al arrepentimiento, e dixoles ansí.»
Y aquí intercala Pulgar un largo, y a trechos elocuente, discurso político, del cual, como de otros
insertos en su Crónica, puede dudarse si es composición retórica del propio historiador imitando las
arengas de los antiguos, y dando a conocer de paso su pensamiento político; o si fué realmente
pronunciada en aquella ocasión por el corregidor de Toledo, que alcanzaba entre sus contemporáneos
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fama de orador muy persuasivo: orador ante quien todos son grillos le llamaba Álvarez Gato. Pero la
circunstancia de encontrarse comprendido este razonamiento entre los restos de un precioso códice de
fines del siglo decimoquinto que posee la Academia de la Historia, [1] juntamente con otros discursos
políticos pronunciados por diversas personas en los primeros años del reinado de Isabel la Católica,
de los cuales no todos fueron utilizados por el cronista Pulgar, nos induce a tenerlos por verídicos, a
lo menos en la substancia; sin que el excesivo aparato de retórica ciceroniana que en ellos se advierte,
imprimiéndoles cierto sello uniforme, contraríe esta creencia, sabiéndose, como se sabe, que todos
estos oradores (el gran Cardenal Mendoza, el tesorero Alonso de Quintanilla, el doctor Rodrigo
Maldonado, el obispo de Cádiz, D. Gutierre de Cárdenas, el mayordomo Andrés de Cabrera, el
Conde de Alba de Liste, etc.) eran personas de cultura clásica, y que forzosamente habían de
parecerse en su manera oratoria, por haber recibido el mismo género de educación y aspirar a la
imitación de los mismos modelos.
Por otra parte, ni las ideas ni el estilo de este razonamiento [p. 354] disuenan en modo alguno de la
ocasión en que se supone pronunciado, ni del carácter de Gómez Manrique, ni del fondo moral y
político que en sus principales composiciones se advierte. Por lo cual insistimos en creer que tal
discurso es obra suya, y que probablemente él mismo fué quien le puso por escrito, con aquellas
diferencias (claro es) que siempre median entre la improvisación oratoria y la transcripción que de
ella hace su propio autor, limando asperezas, cercenando repeticiones y desaliños, y dando al
conjunto mayor eficacia y majestad. Copiar aquí todo este razonamiento sería prolijo y nos alejaría de
nuestro principal asunto: copiar algunas cláusulas parece necesario, siquiera para dar idea del talento
de Gómez Manrique en aquella relación en que principalmente le ensalzaron sus contemporáneos; y
para presentar a la vez alguna muestra de lo que era en las postrimerías de la Edad Media el género de
la oratoria profana, menos raro entonces en la literatura española que posteriormente lo fué, hasta
nuestro propio siglo:
«Si yo, cibdadanos, no conociese que los buenos e discretos de vosotros deseais guardar la lealtad
que debeis a vuestro Rey y el estado pacífico de vuestra cibdad, mi fabla, por cierto, e mis
amonestaciones serían superfluas: porque vana es la amonestación a los muchos cuando todos
obstinados siguen el consejo peor. Pero porque veo entre vosotros algunos que desean vivir
pacíficamente, veo ansimesmo otros mancebos engañados con promesas y esperanzas inciertas, otros
vencidos del pecado de la cobdicia, creyendo enriquecer en cibdad turbada con robos e fuerzas;
acordé en este ayuntamiento de os amonestar lo que a todos conviene, porque conocida la verdad, no
padezcan muchos por engaño de pocos. No se turbe ninguno ni se altere, si por ventura oyere lo que
no le place; porque yo en verdad bien os querría complacer, pero más os deseo salvar. Toda honra
ganada e toda franqueza habida, se conserva continuando los leales e virtuosos trabajos con que al
principio se adquirió, e se pierde usando lo contrario. Los primeros moradores desta cibdad seyendo
obedientes e leales a los Reyes, firmes e no variables en sus propósitos, caritativos e no crueles a sus
cibdadanos, acrecentaron señorío e ganaron honra e franqueza para sí e para vosotros. E según nos
parece, algunos de los que agora la moran con [p. 355] fazañas de crueldad, deslealtad e
inobediencia, trabajan por la perder, en gran peligro suyo e general perdición de todos vosotros. Los
servicios que los primeros caballeros e cibdadanos de Toledo ficieron a los Reyes de España e la
lealtad que les guardaron, porque merecieron la franqueza e libertad que hoy teneis, no conviene aquí
repetir, porque fueron muchos y en diversos tiempos fechos, e aun porque las grandes franquezas e
libertades de que esta cibdad más que ninguna otra de España goza, muestran bien ser leales e muy
señalados...»
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Recuerda brevemente las turbulencias de los dos reinados anteriores, y continúa:
«Agora querría saber qué causa, qué razon teneis, o qué fuerzas recebis, o recelais recebir, porque
contra Dios, e contra vuestra lealtad, y especialmente contra el juramento que poco ha fezistes, dais
orejas a los escandalizadores e alborotadores del pueblo, que propuesto su interese e vuestro daño,
ponen veneno de división en vuestra cibdad, e non cansan de vos inducir e traer a los robos e
incendios que han acostumbrado, e vos engañan que tomeis armas, e pongáis esta cibdad en
obediencia del Rey de Portugal, con daño e destruición de todos vosotros. ¿No habría alguna
consideración al temor de Dios, ni vos pungiría la vergüenza de las gentes, o siquiera no habríades
compasión de la tierra que moráis? ¿Podríamos saber qué es lo que quereis o cuándo habrán fin
vuestras rebeliones, e variedades, o podría ser que esta cibdad sea una dentro de una cerca, e no sea
tantas ni mandada por tantos? ¿No sabeis que en el pueblo do muchos quieren mandar, ninguno
quiere obedecer? Yo siempre oí decir que propio es a los reyes el mando, e a los súbditos la
obediencia: e cuando esta orden se pervierte, ni hay cibdad que dure ni reyno que permanezca. E
vosotros no sois superiores, e quereis mandar; sois inferiores, e no sabeis obedecer: do se sigue
rebelión a los Reyes, males a vuestros vecinos; pecados a vosotros, e destruición común a los unos e
a los otros. Muchos piensan ser relevados destas culpas, diciendo: somos mandados por los
principales que nos guían. ¡Oh digna e muy suficiente excusación de varones! Sois obedientes a los
alborotadores que vos mandan robar e rebelar, e sois rebeldes a vuestro Rey que vos quiere pacificar
e guardar.
...Verdaderamente creed que si cada uno de vosotros toviese [p. 356] a Dios por principal, estos que
llamáis principales, ni ternían autoridad, ni serían creídos como principales: antes como indinos e
dañadores serían apartados, no solamente del pueblo, mas del mundo; pues tienen las intenciones tan
dañadas, que ni el temor de Dios los retrae, ni el del Rey los enfrena, ni la conciencia los acusa, ni la
vergüenza los impide, ni la razón los manda, ni la ley los sojuzga. E con la sed rabiosa que tienen de
alcanzar en los pueblos honras e riquezas, careciendo del buen saber por do las verdaderas se
alcanzan, despiertan alborotos, e procuran divisiones para las adquirir, pecando e faciendo pecar al
pueblo. El qual no puede tener por cierto, quieto ni próspero estado cuando lo que estos sediciosos
piensan dicen, e lo que dicen pueden, e lo que pueden osan, e lo que osan ponen en obra, e ninguno
de vosotros ge lo resiste...
Allende de ésto, querría saber de vosotros, qué riqueza, qué libertades o que acrecentamientos de
honra habéis habido de las alteraciones e rebeliones pasadas. ¿Dan por ventura o reparten estos
alborotadores algunos bienes e oficios entre vosotros, o falláis algún bien en vuestras casas de sus
palabras o engaños, o puede alguno decir que poseeis algo de los robos pasados? No por cierto: antes
vemos sus faciendas crecidas e las vuestras menguadas; e con vuestras fuerzas e peligros haber ellos
poderes e oficios de iniquidad. E vemos, que al fin de todas las rebeliones e discrímenes en que vos
ponen, vosotros quedáis siempre pueblo engañado, sin provecho, sin honra, sin autoridad, e con
disfamia, peligro e pobreza: e lo que peor e más grave es, mostráis os rebeldes a vuestro Rey,
destruidores de vuestra tierra, subjetos a los malos que crían la guerra dentro de la cibdad do es
prohibida, e no tienen ánimo fuera della, do es necesaria.»
Hácese cargo luego de la que llama «principal causa de los escándalos», es a saber, de la indignación
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que sentían algunos toledanos por ver en honras y oficios de gobernación a gente que juzgaban no ser
de linaje, es decir a judíos conversos y otros advenedizos de origen oscuro; y levantándose sobre las
preocupaciones de su tiempo, no extinguidas ni mucho menos en otros que pasan por más cultos,
hace esta valiente defensa de la igualdad humana:
«Oh cibdadanos de Toledo, pleyto viejo tomais por cierto, e querella muy antigua, no aun por
nuestros pecados en el mundo [p. 357] fenecida, cuyas raíces son hondas, nacidas con los primeros
homes, e sus ramas de confusión que ciegan los entendimientos, e las flores secas e amarillas que
afligen el pensamiento, e su fruto tan dañado e tan mortal que crió e cría la mayor parte de los males
que en el mundo pasan, e han pasado, los que habeis oído, e los que habeis de oir. Mirad agora cuánto
yerra el apasionado deste error: porque dexando de decir cómo yerra contra la ley de natura, pues
todos somos nacidos de un padre e de una masa, e ovimos un principio noble, yerra especialmente
contra aquella clara virtud de la caridad que nos alumbra el camino de la felicidad verdadera...
Vemos por experiencia algunos homes destos que juzgamos nacidos de baja sangre, forzarlos su
natural inclinación a dexar los oficios baxos de sus padres, e aprender sciencia, e ser grandes letrados.
Vemos otros que tienen inclinación natural a las armas, otros a la agricultura, otros a administrar e
regir, e a otras artes diversas, e tener en ellas habilidad singular que les da su inclinación natural.
Otrosí vemos diversidad grande de condiciones, no solamente entre la multitud de los homes, mas
aun entre los hermanos nacidos de un padre e de una madre: el uno vemos sabio, el otro ignorante;
uno cobarde, otro esforzado; liberal el un hermano, el otro avariento; uno dado a algunas artes, otro a
ningunas. En esta cibdad pocos días ha vimos un home perayle, nacido e criado desde su niñez en el
oficio de adobar paños, el cual era sabio en el arte de la astrología y el movimiento de las estrellas,
sin haber abierto libro de ello. Mirad agora cuán gran diferencia hay entre el oficio de adobar paños, e
la sciencia del movimiento de los cielos; pero la fuerza de su constelación le llevó a aquello, por do
ovo en la cibdad honra o reputación. ¿Podréis por ventura quitar a estos la inclinación natural que
tienen, do les procede esta honra que poseen?...
También vemos los fijos e descendientes de muchos reyes e notables homes escuros e olvidados, por
ser inhábiles e de baxa condición. Fagamos agora que sean esforzados todos los que vienen del linaje
del Rey Pirro, porque su padre fué esforzado. O fagamos sabios a todos los descendientes de
Salomón, porque su padre fué el más sabio. O dad riquezas y estados grandes a los del linaje del Rey
D. Pedro de Castilla, e del Rey D. Dionis de [p. 358] Portugal, pues que no lo tienen, e vos parece
que lo que lo deben tener por ser de linaje. E si el mundo quereis enmendar, quitad las grandes
dignidades, vasallos e rentas e oficios, que el Rey D. Enrique de treinta años a esta parte dió a homes
de baxo linaje...
Ansí que no hayáis molesto ver riquezas e honores en aquellos que a vosotros parece que no las
deben tener, e carecer dellas a los que por linaje pensáis que las merecen, porque esto procede de una
ordenación divina que no se puede reparar en la tierra, sino con destruición de la tierra. E habeis de
creer que Dios fizo homes, e no fizo linajes en que escogiesen. A todos fizo nobles en su nacimiento;
la vileza de la sangre e oscuridad del linaje con sus manos la toma aquel que, dexando el camino de la
eterna virtud, se inclina a los vicios del camino errado. E pues a ninguno dieron elección de linaje
cuando nació, e a todos se dió elección de costumbres cuando viven, imposible sería según razón, ser
el bueno privado de honra, ni el malo tenerla, aunque sus primeros la hayan tenido... Donde podemos
claramente ver, que esta nobleza que opinamos, ninguna fuerza natural tiene que la faga permanecer
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de unos en otros, sino permaneciendo la virtud que la propia nobleza da. Habemos ansimesmo de
considerar que ansí como el cielo un momento no esta firme ni quedo, ansí las cosas de la tierra no
pueden estar en un estado: todas las muda el que nunca se muda. Sólo el amor de Dios, e la caridad
del próximo es lo que permanece: la cual engendra en el cristiano buenos pensamientos e le da gracia
para las buenas obras que facen la verdadera fidalguia, e para acabar bien esta vida, e ser del linaje de
los santos en la otra...»
Oídas las razones de Gómez Manrique, disipóse aquel nublado, quedando desbaratadas las tramas del
Arzobispo, el cual, a poco tiempo, viéndose sin dinero y entregado a sus propias fuerzas, puesto que
ninguno de los grandes quería venir en su auxilio, se redujo a la obediencia de los Reyes, entregó sus
fortalezas «e dende en adelante vivió pacíficamente, sin dar a su espíritu inquietud, e al Reyno de
Castilla escándalos».
No fué ésta la única ocasión en que Gómez Manrique salió con generoso denuedo a la defensa de los
conversos. En 1484, cuando la Inquisición, recién nacida, extremaba sus rigores con los [p. 359]
neófitos andaluces, y el cura de los Palacios podía escribir aquellas tremendas palabras: «El fuego
está encendido y quemará fasta que falle cabo al seco de la leña», el corregidor de Toledo salvó a los
de aquella ciudad, intercediendo por ellos con la reina Isabel para que se aplazase el hacer inquisición
de su vida y creencias.
Otras memorias quedan de su corregimiento: la reedificación del puente de Alcántara en 1484, y la
labor en todo o en parte de las antiguas consistoriales, en cuya escalera hizo colocar aquella
sentenciosa inscripción, que es el mejor programa de gobierno municipal:
«Nobles, discretos varones
Que gobernáis a Toledo,
En aquestos escalones
Desechad las aficiones,
Codicias, amor y miedo.
Por los comunes provechos
Dexad los particulares:
Pues vos fizo Dios pilares
De tan riquísimos techos,
Estad firmes y derechos.»
En aquel honroso oficio de justicia y regimiento pasó tranquilamente sus últimos años. Se ignora la
fecha precisa de su muerte; pero por la copia legalizada de su testamento, hecha en 16 de febrero de
1491, consta que ya para entonces había pasado de esta vida.
En dicho testamento, otorgado en Toledo el 31 de mayo de 1490, Gómez Manrique, señor de
Villazopeque, Belbimbre, Cordovilla, Matanza y heredamiento de Cambrillos, manda sepultarse en el
monasterio de Santa Clara de Calabazanos, «lo más cerca que ser pudiese de la grada de las monjas»,
haciéndose dos sepulcros de alabastro, uno para él y otro para su mujer doña Juana de Mendoza, cada
uno con sus armas y epitafio: «y en los lados, y en la delantera y en la zaga, y en algunas partes, su
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divisa y unas letras grandes que digan: Aquí yace Gómez Manrique, hijo quinto del Adelantado Pero
Manrique, y de doña Leonor, su mujer, fundadora deste monasterio, en el cual él y doña Juana de
Mendoza, su mujer, ficieron el refitorio y dormitorio desta casa». Deja al [p. 360] Monasterio 7000
maravedís de juro para dos misas cantadas cada semana por sus almas, y responsos sobre sus
sepulturas. Manda pagar deudas y criados, y si no alcanzasen sus bienes, que se vendan ropas, armas,
caballos, acémilas, mulas y preseas, reservando sólo para su sucesor unas armas enteras de su
persona, y la celada guarnecida de oro que le había dado el Rey D. Fernando, y que quería que
quedase siempre en su casa «por serme dada de la mano de tan bien aventurado príncipe». Instituye
por universal heredera de sus bienes y estados a su nieta doña Ana Manrique, en cuyo favor establece
mayorazgo. Hace especial recomendación de sus criados y esclavos negros, especialmente de tres
niños que criaba en bajo de su mesa.
Sirve de curiosa ilustración a este testamento el inventario de los bienes de Gómez Manrique,
descubierto y conservado por Don Bartolomé Gallardo. [1] En él se enumeran con mucha puntualidad
las armas, la plata, las bestias, las monedas, las joyas, los paños guarnecidos y los libros que poseía.
Entre los tapices figuran «un paño francés grande, de ras, de la estoria de Carlos Magno» y otro de la
Estoria d' Ettor. Los libros no pasan de 39, incluyendo entre ellos el Cancionero de su merced. Los
castellanos están en gran mayoría sobre los latinos, y aun de algunos de éstos, como La primera
década de Tito Livio, las Epístolas de Séneca a Lucilo, el Boecio Severino, el Salustio, el Trogo
Pompeyo (o sea su compendiador Justino), el libro de los Metamorfóseos, de Ovidio, puede
suponerse que no los tenía en su original sino en lengua vulgar, castellana o italiana. Aunque poco
numerosa, la biblioteca era escogida. Juntamente con los libros que pueden considerarse como de
fondo en las bibliotecas de la Edad Media, por ejemplo, la Crónica Troyana («la destruyción de
Troya»), la General Estoria y la Crónica de España del Rey Sabio, el Regimiento de Príncipes de
Egidio Romano, el Libro de los enseñamientos e castigos de Aristótiles a Alexandre, la Suma de las
crónicas, están las principales producciones del siglo XV: el Cancionero del Marqués de Santillana,
el Corvacho del Arcipreste de Talavera, la Visión Deleytable de Alfonso de la Torre, los Trabajos de
Ercoles de Don Enrique de Villena, un Compendio de Medicina, que debe de ser [p. 361] el de
Chirino, la Crónica Valeriana y otros tratados de Mosén Diego de Valera, una Declaración de las
paradojas, que puede ser la del Tostado, y un libro de Juan Rodríguez del Padrón, que no es posible
identificar con ninguno de los conocidos: «la admiración que hizo Juan Rodríguez». Caso singular:
no hay un Dante ni un Petrarca: la literatura italiana está representada exclusivamente por Juan
Boccaccio, aunque no se expresa cuál de sus obras poseía nuestro magnate. Aunque este inventario es
de 1490, se nota en él la ausencia de todo libro impreso, a no ser que el ejemplar de la Valeriana lo
estuviera.
Basta este sucinto catálogo de su librería para comprender que Gómez Manrique no era bibliófilo de
profesión como el Marqués de Santillana o como su primo Nuño de Guzmán, el amigo de los
humanistas de Florencia. Sus estudios no traspasaron el límite de lo habitual y corriente entre los
próceres de su tiempo: algunos historiadores y algunos moralistas de la antigüedad eran el fondo
principal de su cultura: con esto y su natural ingenio y extraordinaria facilidad, puesto que él mismo
dice que «solía hacer en un día quince o veinte trovas sin perder sueño, ni dejar de hacer ninguna
cosa de las que tenía en cargo», pudo recorrer con lucimiento todos los géneros, aventajando en casi
todos al resto de sus contemporáneos, y sosteniendo la cumbre de la sciencia poética, como le decía
Pero Guillén. Ha de añadirse que era la modestia misma y si de algo se preciaba no era de las letras,
sino de armas: «porque del primero destos dos oficios, demás de lo aver mamado en leche, oí desde
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mi mocedad en la escuela de uno de los más famosos maestros que ovo en otros tiempos, que fué mi
señor e mi hermano D. Rodrigo Manrique, maestre de Santiago, digno de loable memoria; allí
aprendí a sofrir peligros e trabajos y necesidades juntamente.... y ésto no podré decir que aya fecho
en el estudio de las sciencias, ni arte de la poesía, porque yo éstas nunca aprendí, nin tuve maestro
que me las mostrase, de lo qual las obras mías dan verdadero testimonio.»
Era, no obstante grandísimo aficionado a las letras, y hablaba de ellas con el mismo generoso
entusiasmo que su tío el Marqués de Santillana, a quien indudablemente se había propuesto por
modelo: «E como quiera que algunos haraganes digan ser cosa sobrada el leer y saber a los
caballeros, como si la caballería fuera a [p. 362] perpétua rudeza condenada, yo soy de muy contraria
opinión, por que a estos digo yo ser complidero el leer e saber las leyes e fueros e regimientos e
gobernaciones de los pasados que bien rigieron e gobernaron sus tierras e gentes, e las fazañas e vidas
e muerte de muchos famosos varones que vida virtuosa vivieron, e virilmente acabaron... que las
sciencias non facen perder el filo a las espadas, ni enflaquecen los brazos nin los corazones de los
caballeros... y callando los otros testigos que ternía..., con el muy magnífico y sabio y fuerte varón D.
Íñigo López de Mendoza, primero Marqués de Santillana, de loable memoria, mi señor e mi tío,
puedo bien aprobar esta mi opinión, como vuestra merced (el Conde de Benavente a quien esta carta
se dirige) bien sabe, pues lo conosció y vió sus altas obras en que manifestaba su grand prudencia y
sabiduría, no sin grandes vigilias adquerida, e oyó sus grandes fazañas, algunas de ellas más de
esfuerzo que de ventura acompañadas, en las cuales se conosce la verdadera fortaleza y se afina como
el oro en el crisol; porque como quiera que en algunos casos sus gentes fuesen sobradas [1] nunca su
gran corazón fué vencido.»
Tan poca estimación hacía de sus obras el señor de Villazopeque que quizá debemos tan sólo la
conservación de su Cancionero al loable empeño de su amigo y deudo D. Rodrigo Pimentel, conde
de Benavente. Aun así se excusó cuanto pudo, como lo había hecho antes en ocasiones análogas.
«Bien puede creer vuestra merced que no ha seydo pequeño el debate que conmigo mesmo he tenido
sobre cumplir o negar este vuestro mandamiento... el qual debate el tiempo pasado tove, e me duró
tanto, que nunca ovo efecto otra semblante demanda que en el tiempo de su felicidad me fizo el
serenísimo señor D. Alfonso, rey de Portugal, que Dios aya, asy por letras a mí enbiadas, como por
otras que enbió al muy magnífico señor conde D. Enrrique, mi tío, con tanto afinco que, vista la
dilación que yo daba, a la postre me ovo de enbiar a la cibdad de Ávila, donde a la sazón estava, un
secretario suyo con esta mesma demanda, y tanto me aquexó, que de vergüenza suya ove de posponer
la mía. E deliberando de complir su mandamiento, fice buscar por los suelos de mis arcas algunas [p.
363] obras mías que allí estavan como ellas merescían, e procuré de aver otras de otros, mal
conoscedores de aquellas, que las tenían en mejor lugar. E asy comencé a facer una copilación
dellas... Mas de vos, señor muy magnífico, con gran razón me puedo e devo maravillar, porque
conosciendo tanto como de mi poco saber conosce, aya podido pensar nin creer que de oficial que
con tan botos destrales labra, pueda salir ninguna obra prima nin limada... Mas con todo esto, señor
muy virtuoso..., yo he deliberado de amenguar a mí por conplacer a vos y cumplir vuestro
mandamiento; cunpliendo el qual le enbío con este mi criado esta copilación de mis obras que con
tantos afincos me ha pedido, que estuviera mejor ronpida que copilada; la cual, por mal que vaya
escrita e ornada, como lo va, yrá mejor que ordenada ni compuesta, porque la escritura y ornamento,
tal cual lo verá, avrán fecho más sotiles ministrales que lo es el componedor... A vuestra señoría
suplico que pues le obedezco e cunplo, quiera mandar tener este libro cerrado en su cámara: que de
cosas hay que mejor es estar con la esperança que con el conplimiento della; y asy vuestra señoría
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avrá conseguido su fin en aver estas obras, y su componedor, que queda a vuestro servicio, quedará
en la buena posseyón en que es tenido de aquellos a quien sus obras son ygnotas.»
Este códice, así ornado e historiado con primorosas orlas de colores y oro, y repetida entre sus
folletos la divisa de Gómez Manrique, que era una cabeza de laúd o viola con seis clavijas y esta
letra: «No puede templar cordura lo que destempla ventura», puede ser el mismo que, falto de las
últimas hojas, se conserva hoy en la biblioteca particular de S.M. El de la Biblioteca Nacional (v—
236) parece más antiguo, pero carece de gran número de folios, si bien contiene catorce poesías que
no están en el de Palacio. Otros fragmentos (y copias de menor importancia) quedan en diversas
colecciones, y con ayuda de todos ellos, como también de los Cancioneros impresos, ha depurado el
Sr. Paz y Melia el texto de este ingenioso y simpático poeta.
El número total de sus composiciones asciende a 108, y pertenecen, como queda dicho, a los géneros
más diversos. Antes de hablar de aquel en que más particularmente se distinguió, conviene decir algo
de los restantes.
[p. 364] Antes de ser poeta didáctico, fué Gómez Manrique un atildado versificador de galanterías y
amores. Amador de los Ríos no le concede gran ternura de sentimiento, pero la misma censura podría
extenderse a todos los trovadores de su época, puesto que en todos ellos el amor es puro discreteo, sin
liga de afecto sensual, ni tampoco de contemplación mística. Gómez Manrique se ejercitó, como
todos ellos, en el pueril ejercicio de las preguntas o reqüestas, alternando con Francisco Bocanegra,
Juan de Mazuela, Diego de Benavides, Francisco de Miranda, Diego de Saldaña, Pero Guillén de
Segovia, Pedro de Mendoza, Guevara, Álvarez Gato, el Clavero D. Garci López de Padilla, y otros
ingenios cortesanos. Las cuestiones debatidas solían ser por este estilo:
«Pregunto, pues, amador:
..........................
¿Cuál es, a vuestro entender,
Destas cosas la mejor,
Siendo vos enamorado
De dama muy virtuosa,
En extremidad fermosa,
Por quien fuésedes penado:
Fablalla sin esperar
De nunca jamás la ver,
O verla sin la poder
En vuestra vida fablar?»
Otra vez preguntaba a su sobrino D. Diego de Rojas:
Por ende, vos me direys:
¿Quál destas dos tomareys
Aviendo de ser forzado:
Fea, graciosa, y discreta
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En muy gran estremidad,
O mal graciosa, indiscreta,
En fermosura perfecta,
Complida de necedad?
Y el sobrino contesta con notable desenfado:
Yo quiero fermosa y neta;
Esta es mi calidad;
A la fea mal de teta
Mate, y mala saeta;
Reniego de su bondad.
[p. 365] Al mismo género de coplas de pasatiempo pertenecen las que Gómez Manrique hizo
contestando a las de Torrellas contra las mujeres: la Batalla de amores, alegoría bastante ingeniosa,
en la que da a su dama el nombre de Bresayda, sin duda por reminiscencia de la Crónica Troyana: el
Apartamiento, la Suplicación, la Carta de amores, la Lamentación, los Clamores para los días de la
semana, y otras piezas fugitivas. Todas ellas pertenecen a la antigua escuela galaico-provenzal: en
una de ellas teme el autor morir del mal de que murió Macías; en otra, glosa versos suyos y de Juan
Rodríguez del Padrón, y hasta escribe una vez en portugués (caso ya inusitado en su tiempo),
contestando a Álvaro de Brito. [1] A falta de otro mérito, luce en todos estos juguetes una
versificación muy esmerada, a la vez que muy suelta, y no faltan tampoco graciosas imágenes y
comparaciones;
Que todas mis amarguras
Derrama vuestro donayre,
Como las nieblas escuras
Se derraman en el aire.
..............................
Ansí mis ansias secretas,
Viendo vos, fuyen de mí;
Bien como las cuervas prietas
Perseguidas del neblí.
Fácil es la transición desde este grupo de poesías a otras, igualmente ligeras, pero de índole
doméstica: felicitaciones a sus parientes; estrenas y aguinaldos {«aguilandos») a su mujer doña Juana
de Mendoza, a su tía la Condesa de Castañeda, a su hermano D. Rodrigo Manrique, a su cuñada la
Condesa de Paredes, al Arzobispo de Toledo, al Obispo de Burgos.
Pueden agregarse a esta parte más endeble del Cancionero de Gómez Manrique sus versos jocosos o
de burlas, que en general tienen poca gracia, y son por todo extremo inferiores a los del Ropero, a
quien quiso imitar hasta en los asuntos: «quejas de una mula», «razonamiento de un rocín a su paje».
Da pena ver a tal hombre exprimir el magín buscando insulsos chistes contra un truhán de su
hermano el Conde de Treviño, o motejando de judío al famoso Juan Poeta «quando le captivaron los
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moros de allende»:
[p. 366] «Poeta, vos sois novicio,
Que quiere decir confeso;
Yo soy antiguo profeso,
Fidalgo desde abenicio.
Pero téngoos amor
Y amistad,
Porque sois en la verdad
Trovador,
Trovador sin capirote,
El mayor de los hebreos,
Aunque no trováis boleos,
Salvo las trovas de bote.
Son con destral desbastadas
Vuestras rimas,
Y no con sotiles lima
Bien limadas.
Y porque son de almacén
Vuestras trovas como digo,
No vos he por enemigo,
Mas antes vos quiero bien.
Ca non fazen ningund daño
A las mías,
Porque son gruesas y frías
Y d'estaño.
............................
Y los sentimientos míos
Fueran mezclados con lloros
Sy bien como fueron moros
Vos cativaran judíos;
Porque como zahareño,
¡Qué donaire!
Conociérades el aire
De pequeño. [1]
[p. 367] Hasta aquí el coplero de sociedad y de ocasión: ahora comienza el poeta noble y elevado,
rico de graves enseñanzas morales; que sólo tuvo en su tiempo un rival, y ese dentro de su propia
casa. La continua lectura de los filósofos moralistas, el espectáculo frecuente de grandes catástrofes y
súbitas mudanzas de fortuna, la generosa indignación de los espíritus selectos contra el vicio y el
desorden triunfantes, la natural tendencia del ingenio nacional a cierta austera consideración de la
vida que en todas nuestras épocas literarias se manifiesta por medio de elocuentes lugares comunes
filosóficos y penetrantes sentencias, cuya forma aguda y sutil excede muchas veces a su contenido,
habían conservado durante todo el siglo XV un ideal de poesía ética, del cual fueron fieles intérpretes
los mayores ingenios de esa centuria, aun los que en la vida práctica distaban mucho de ser
constantemente fieles a sus rígidos aforismos. Tal poesía fué la de Gómez Manrique, llamado a ella
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por su integridad moral, por su alejamiento de todo interés y de toda adulación; inclinado de suyo a
escribir consejos «más saludables e provechosos que dulces nin lisongeros, como ombre despojado
de esperanza e temor, de que los verdaderos consejeros han de carescer», y aleccionado además por el
estudio familiar y asiduo de los dos mayores poetas del reinado anterior, el marqués de Santillana y
Juan de Mena, de quienes principalmente heredó esta tendencia ético-política, así como también
procuró remedarles en los metros y en las formas artísticas.
Sabemos ya la admiración que a uno y otro profesaba, especialmente a su tío el señor de Hita y
Buitrago, a quien saludaba en estos términos, pidiéndole el Cancionero de sus obras:
«¡Oh fuente manante de sabiduría
Por quien s'ennoblescen los reynos d'España....!
.........................................
Vos soys de los sabios el más excelente,
E de los poetas mayor que Lucano.
De vuestras fazañas non sé qué más cuente,
No porque dellas me falte qué diga,
[p. 368] Si no que nacistes por ansia e fatiga
De los coronistas del siglo presente.
Estrema cobdicia de algo saber
En esta discreta e tan gentil arte,
En que yo tengo tan poca de parte
Como en parayso tiene Lucifer,
Me face vergüenza, señar, posponer,
E fablar sin ella, seyendo ynorante,
Con vos qu'enmendays las obras del Dante
E aun otras más altas sabeys componer.»
Mas que discípulo ni pariente, Gómez Manrique se reputaba fijo espiritual de D. Íñigo, de quien con
tierna efusión refiere que «en presencia le acataba más e mucho más que la pobreza de la virtud e
estado mío requería», lo cual bien se comprueba por aquellos versos en que, alentándole el Marqués
al trato de las musas, compara a su sobrino «humano, gracioso, afable, plaziente» con el azor de
Noruega, «que en todo muestra su fidalguía». Cuando el Marqués de Santillana pasó de esta vida en
1458, Gómez Manrique tributó a su memoria digno homenaje en una de sus más extensas
composiciones, El Planto de las Virtudes e Poesía, por el Magnífico señor D. Íñigo López de
Mendoza, dedicado al entonces Obispo de Calahorra y luego gran Cardenal de España D. Pedro
González de Mendoza. Inserta esta poesía en todos los Cancioneros impresos, tuvo la suerte de ser
más conocida que otras de su autor, aunque diste mucho de ser de las mejores. El artificio de ella es
alegórico y dantesco, conforme al trillado camino de las visiones de que tanto abusaron nuestros
poetas del siglo XV; pero la ejecución se recomienda por detalles muy agradables. El autor se supone
perdido en un valle tenebroso, cuya ferocidat describe en estas fáciles quintillas:
Non jazmines con sus flores
Había, nin pradrerías;
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Nin por sus altos alcores
Ressonavan ruyseñores,
Ni sus dulces melodías.
Texos eran sus frutales,
E sus prados pedernales,
E buhos los que cantavan,
Cuyas bozes denotavan
Los advenideros males.
[p. 369] No ninguno vi venado,
Corzos, ni ligeros gamos,
Non soto bien arbolado
Do reposase cuytado
A la sombra de sus ramos;
Mas áspides ponzoñosos
De los sirtes arenosos
Habitaban las veredas;
Sus mejores arboledas
Enebros eran nudosos...
Allí le sorprenden las tinieblas de la noche, acrecentándose su terror y su angustia con los espantables
ruidos del torrente y el baladro de los monstruos:
E bien como quien camina
Por ventas en invernada,
Cuando la tarde declina,
Aguija muy más ayna,
Por fallar cierta posada,
Iba yo cuanto podía;
Pero la lumbre del día
Del todo me fallesció,
E la tiniebla cubrió
Quando menos me complía.
..............................
A la ora mis sentidos
Fueron del todo turbados;
Que los tales alaridos
Turbaran los no movidos,
Cuánto más los alterados.
E con estas turbaciones
Circundado de passiones,
Las piedras fueron mi cama,
La cubierta seca rama,
La cena lamentaciones.
....................................
E las ondas que batían
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En los terrenos cimientos,
Las serpientes que gemían,
Los árboles que cruxían
Con la fuerza de los vientos,
Los sus tumultos cessaron,
E tan de golpe callaron,
Que las que sentí passiones
En sus doloridos sones,
Con el callar se doblaron.
[p. 370] Con la luz de la mañana emprende su viaje, hasta que llega a una fortaleza situada en tierra
espantable y deshabitada:
E lancéme por la puerta,
La qual fallé bien abierta
E por ninguno guardada,
E vi toda la morada
De moradores desierta.
Non sus palacios cercados
Fallé de tapicería,
Nin de doseres brocados,
Nin puestas por los estrados
Alfombras de la Turquía.
Non ressonavan cantores,
Nin los altos tañedores,
Nin vi damas bien vestidas,
Nin la vaxillas febridas
En ricos aparadores.
Mas vi cercada de duelo
Una sala mucho larga,
Las paredes con el cielo,
E su ladrillado suelo,
Todo cubierto de marga.
E vi por orden sentadas
Siete donzellas cuytadas
Del mesmo paño vestidas,
Sus lindas caras carpidas
E las cabezas messadas.
De estas siete doncellas, que por de contado eran las siete virtudes, las tres primeras, o sea las
teologales, llevaban, en sus diestras, cruces de Jerusalén, y las otras cuatro, esto es, las morales,
sendas tarjas con los blasones de Mendoza y de la Vega:
La primera bien pintada
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De verde me parecía,
Por esquina travessada
Una banda colorada,
Según el Cid la traía.
La segunda plateada,
De aspas de oro cercada,
Dos lobos en el escudo...
De la tercia se mostraba
Oro fino su color;
Un mote me ressemblava
[p. 371] De letras la circundava
Azules en derredor.
E sentí dezir en él
Lo que dixo Gabrïel
A la Virgen que parió,
Al punto que concibió
Al nuestro Dios Emanuel.
En la cuarta tarja vi
Quince jaqueles pintados,
Los siete d'un carmesy
Muy más fino que rubí,
E los restantes dorados..
Las Virtudes, después de deplorar la pérdida, reciente también, del obispo de Burgos D. Alonso de
Cartagena, y del Tostado, [1] van haciendo, una tras otra, el panegírico del Marqués, aunque sin
nombrarle. Tras ellas comparece otra virgen, la Poesía, con rozagante manto azul y blanco, con la
divisa que usó siempre D. Íñigo:
De las celadas bordado
E de letras salteado
En que Dios e vos dezía;
Y en la su diestra tenía
Un rico libro cerrado.
La Poesía, que lloraba, además de la pérdida del Marqués, la muy poco anterior de Juan de Mena y
del aragonés D. Juan de Ixar, llamado el Orador, exhorta al fijo del Adelantado Manrique a hacer en
metros o en prosa el panegírico de su tío. Él se excusa con la poca destreza de su péñola, y aconseja a
la Poesía que acuda en el reino de Toledo a un caballero prudente, a «un noble viejo, fuente de
grande elocuencia», cuyo nombre propio es Fernán Pérez de Guzmán, única persona digna de tomar a
su cargo tal empresa. Desaparece el fantasma de la Poesía, suena de nuevo el clamor doloroso de las
siete virtudes; y con una lamentación sobre el estado moral de Castilla, huérfana de discretos y
virtuosos, termina esta larga y algo pedantesca visión.
[p. 372] Si en ella es deliberada y patente la imitación de la Comedieta de Ponza, de la Coronación
de Mosén Jordi y de otros poemas del Marqués de Santillana; en las bellas Coplas para el Contador
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Diego Arias de Ávila, en la Exclamación y querella de la gobernación, y en el Regimiento de
Príncipes, que son los tres más notables ensayos didácticos de señor de Villazopeque, hay, sin
mengua del estro propio, una continua aunque más velada influencia del numen poético que dictó los
Proverbios, el Diálogo de Bías contra fortuna, el Doctrinal de Privados, y en general, todos los
versos políticos del Marqués.
Los Consejos a Diego Arias de Ávila, uno de los favoritos de Enrique IV, exhortándole a usar del
poder con moderación y templanza, y a cumplir con grandes y pequeños las leyes de la justicia,
pueden considerarse como una sátira política indirecta, y aun como un desahogo del alma del poeta,
lacerada por las injusticias de que el Contador le había hecho víctima, y de las cuales blandamente se
queja en la carta dedicatoria de este tratado: pero son algo más que esto: son una noble y filosófica
lección sobre la instabilidad de las grandezas humanas, sobre la vanidad del mundo, sobre los
peligros de la privanza y lo inconstante del favor de los príncipes, y al mismo tiempo una exhortación
a la paz del alma, que sólo puede lograrse cuando no se pone el amor en cosas mortales y
perecederas. Estos sabios Consejos, que son, sin duda, la obra maestra de su autor, presentan tan
extraña analogía en conceptos y aun en frases con algunos trozos de los más celebrados en las Coplas
de su sobrino, que es imposible dejar de admitir de parte de éste una imitación directa. Pero
reservando este punto para más adelante, baste citar como muestra de esta poesía, tan solemne y a la
par tan sencilla, algunos versos del final, que resumen su sentido:
Pues si son perecederos
Y tan caducos y vanos
Los tales bienes mundanos,
Procura los soberanos
Para siempre duraderos;
Que so los grandes estados
E riquezas,
Fartas fallarás tristezas
E cuydados.
[p. 373] Que las vestiduras netas
Y ricamente bordadas,
Sabe que son enforradas
De congoxas estremadas
E de pasiones secretas;
Y con las tazas febridas
De bestiones,
Amargas tribulaciones
Son bebidas.
Mira los Emperadores,
Los Reyes y Padres Santos;
So los riquísimos manto
Trabajos tienen y tantos
Como los cultivadores;
Pues no fies en los onbres
Que padecen,
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Y con sus vidas perecen
Sus renombres.
..............................
Los favoridos privados
Destos Príncipes potentes,
A los quales van las gentes
Con servicios y presentes
Como piedras a tablados,
En las sabanas d'Olanda
Mas sospiran
Que los remantes que tiran
De la banda.
..............................
Que fartos te vienen días
De congoxas tan sobradas,
Que las tus ricas moradas
Por las chozas o ramadas
De los pobres trocarías:
Que so los techos polidos
Y dorados,
Se dan los vuelcos mesclados
Con gemidos.
Si miras los mercadores
Que ricos tratan brocados,
No son menos de cuydados
Que de joyas abastados
Ellos y sus fazedores;
Pues no pueden reposar
Noche ninguna,
[p. 374] Recelando la fortuna
De la mar.
¡Cuánta felicidad de expresión! ¡Cuán graciosa la caída de los finales de cada estrofa! ¡Qué perfecta
parece ya la lengua, sin mendigar postizos arreos que desfiguren su nativa y decorosa majestad! ¡Qué
mezcla tan simpática de serenidad de pensamiento y de viva imaginación! Se dirá que todos estos
conceptos son lugares comunes, pero de estos lugares comunes están llenas las odas y las epístolas
morales de Horacio, y nada pierden por eso. ¿Qué son, por ejemplo, el rectius vives, el otium non
gemmis neque purpura venale neque auro, y aquella estrofa que remotamente creeríamos imitada por
Gómez Manrique, si su cultura clásica hubiese sido mayor:
Non enim gazae, neque consularis
Submovet lictor miseros tumultus
Mentis, et curas laqueata circum
Tecta volantes.
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Con ser, a mi juicio, estos Consejos la mejor poesía de Gómez Manrique, y una de las mejores de su
siglo, no parece haber sido la que sus contemporáneos estimaron en más. Cupo tal preferencia a las
que tradicionalmente se llaman Coplas del mal gobierno de Toledo, y cuyo verdadero título es
Exclamación e querella de la Gobernación: poema que alcanzó la honra de ser largamente glosado
en prosa por el doctor Pedro Díaz de Toledo [1] al igual de los llamados Proverbios de Séneca y de
los del Marqués de Santillana. Algo hay en estas coplas que particularmente pudo aplicarse al
régimen municipal de una ciudad determinada, que para el caso sería Toledo; y sin duda por eso
hubo, sobre este dezir, «fablas de diversas opiniones» en la casa del Arzobispo Carrillo y entre sus
servidores: «algunos, interpretando la sentencia e palabras... a no sana parte en manera de
reprehensión; otros, afirmando ser verdad lo en las coplas contenido, e non aver cosa que calupniar
en ellas». Pero es cierto que la mayor parte de las sentencias son tan generales, que más bien deben
entenderse del estado de todo el reino en los días calamitosos de Enrique IV. Escritas en forma casi
popular, y en tono como de refranes, [p. 375] exornadas con imágenes y comparaciones tomadas de
la vida común, tenían todas las condiciones necesarias para llegar al alma de la muchedumbre y ser
aprendidas de memoria; y no hay duda que lo fueron. Sus enseñanzas no podían ser más honradas y
saludables, aunque no fuesen muy profundas. En este género de magisterio político, Gómez
Manrique igualaba a veces el nervio de la sentencia, ya que no la tétrica gravedad de pensamiento de
su paisano el rabí de Carrión.
Hemos visto con cuánto júbilo saludó nuestro poeta la aurora del imperio de los Reyes Católicos, y
cuán resueltamente abrazó el partido de la Princesa, cuando era todavía muy dudoso su triunfo.
Persuadido de que «los metros se asientan mejor e duran más en la memoria que las prosas», les
dirigió poco después de su advenimiento al trono (seguramente antes de 1478, puesto que los llama
todavía reyes de Sicilia y no de Aragón) un largo doctrinal de buen gobierno, importante y curioso
por los príncipes a quien fué dedicado, por la ocasión en que se escribió, por la noble franqueza e
hidalguía que su autor manifiesta al aconsejar lo que estima recto y bueno para que el poder regio no
degenere en tiránico [1] y para que la devoción, esmalte de monarcas católicos, no degenere en
beatería y apocamiento, [2] poema digno de [p. 376] consideración además por la elegante sencillez
del estilo y el fácil movimiento del metro. Otros poemas de esta clase se escribieron por aquellos
días, pero es dudoso que ninguno de ellos, ni siquiera el Dechado de la reina Doña Isabel, del
franciscano Fr. Íñigo de Mendoza, compita con éste.
Hemos visto ya que Gómez Manrique, aunque formado principalmente en la escuela del Marqués de
Santillana, acertó a rivalizar también con lo mejor de Juan de Mena, en la única poesía histórico
narrativa que de él nos queda. Pero todavía más que lo épico le atraía en Juan de Mena lo didáctico,
conforme a la natural tendencia de su espíritu: así es que fué el primero de los que tomaron sobre sí la
empresa de continuar el poema que aquél dejó incompleto con título de Debate de la razón contra la
voluntad, más conocido por coplas de los siete pecados mortales. La Prosecución añadida por
Gómez Manrique, y que comprende la reprensión de tres vicios, gula, envidia y pereza, no desdice
del original, así en buena y cristiana doctrina como en trivialidades y prosaísmos, pero se levanta
mucho sobre él en la elocuente exhortación final puesta en labios de la Prudencia, que endereza su
fabla a todos los estados del mundo.
Fué Gómez Manrique no sólo poeta lírico y didáctico, sino también poeta dramático en el modo y
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forma en que su tiempo lo toleraba. Y no se trata aquí de meros diálogos de contextura dramática
como el del Amor y un viejo, de Rodrigo de Cota, de los cuales puede dudarse que fuesen
representados nunca; sino de una verdadera Representación (así la llama el Cancionero), sencillísima
sin duda, como hecha para un monasterio de monjas, el de Calabazanos, donde era vicaria Doña
María Manrique, hermana del poeta. Su asunto es el nacimiento de Nuestro Señor y la adoración de
los pastores, tratado con toda la sencillez del antiguo drama litúrgico y sin ninguna de las
irreverencias que afean los misterios franceses. La bella idea que en el siglo XVI sirve de fondo al
patético Auto de las donas que envió Adán a Nuestra Señora con San Lázaro, aparece ya en esta
representación, en que los ángeles van presentando al niño Dios los instrumentos de la Pasión. El
estilo de esta pieza es tan candoroso e ingenuo como convenía al virginal auditorio a que se
destinaba. Termina con un canto de cuna («Canción para callar al niño»), [p. 377] compuesto sobre
el tono de otro popular: «Callad, fijo mío chiquito». De su mismo contexto se infiere que debió de ser
cantado en coro por todas las religiosas:
Callad vos, Señor,
Nuestro redentor;
Que vuestro dolor
Durará poquito.
Ángeles del cielo
Venid dar consuelo
A este mozuelo
Jhesús tan bonito.
Este fué reparo,
Aunque él costó caro,
D'aquel pueblo amaro
Cativo en Egito.
Este Santo dino,
Niño tan benino,
Por redemir vino
El linaje aflito.
Cantemos gozosas,
Hermanas graciosas,
Pues somos esposas
Del Jesús bendito.
Aunque no llevan titulo de Representación, ni consta que fuesen representadas, nos parecen del
mismo género las bellas y afectuosas Lamentaciones fechas tara Semana Santa, que son un diálogo
entre Nuestra Señora, San Juan y la Magdalena.
Sin tener, como las anteriores, afectos dramáticos ni tampoco verdadero diálogo, se enlazan, sin
embargo, con la historia del teatro, dos poesías profanas de G. Manrique, las cuales seguramente
formaron parte de festejos domésticos o palacianos. Una y otra llevan el nombre de momos: en la
primera concurren las siete virtudes al nacimiento de un sobrino del poeta, otorgándole cada una sus
dones. En la segunda, compuesta en 1467 por mandamiento de la Infanta doña Isabel, para honrar en
el día de su cumpleaños a su hermano el intruso Rey D. Alfonso, que se hallaba en Arévalo, las nueve
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musas anuncian al Infante sus fados.
No había aquí fábula ni tampoco diálogo, pero sí verdadera representación, en que tomaron parte la
misma Infanta y sus damas doña Mencía de la Torre, doña Elvira de Castro, doña [p. 378] Beatriz de
Sosa, Isabel Castaña, doña Juana de Valencia, doña Leonor de Luxán y la Bobadilla, futura Marquesa
de Moya. Las ocho damas iban vestidas de «fermosas plumas», y la Infanta de unas vedijas de
blanchete.
Pero de este género de espectáculos cortesanos se hablará más por extenso cuando lleguemos a tratar
de la historia del teatro, en cuyos orígenes hay que dar un puesto, sobre todo por su Representación
de Navidad, a Gómez Manrique, predecesor bastante inmediato de Juan del Encina.
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 340]. [1] . Tomo II, págs. 531 a 542. Es cosa singular, y prueba la falta de gusto de nuestros
antiguos eruditos, especialmente de los genealogistas, el que Salazar y Castro, escribiendo tan
extensamente sobre G. Manrique, no haga la menor alusión a sus méritos literarios.
[p. 344]. [1] . A su relativa pobreza alude noblemente Gómez Manrique en el Prohemio del
Regimiento de Príncipes, dirigiéndose a los Reyes Católicos:
«Como yo, muy poderosos señores, decienda de uno de los más antiguos lyynajes destos reynos,
aunque non aya subcedido en los grandes estados de mis antecesores, no quedé desheredado de
algunos de aquellos bienes que ellos non pudieron dar nin tirar en sus testamentos, y entre aquéllos,
del amor natural que mis pasados tuvieron a esta patria donde honrradamente vivieron y acabaron y
están sepultados.»
Hablando con el contador Diego Arias de Ávila, que le pedía versos antes
de despacharle una libranza, le decía donosamente: «Que si del solo oficio de trobar e de las tierras e
mercedes que tengo en los libros del muy poderoso rey, nuestro soberano señor, me oviese de
mantener, entiendo por cierto que sería muy mal mantenido, segund yo trobo, e vos, señor, me
libráis.»
Ha de decirse en obsequio de la verdad que la misma Reina Católica, a quien tan fielmente sirvió, no
anduvo con él muy generosa. El corregimiento y alcaidía de Toledo fueron bien corto premio para sus
merecimientos, y en la minoración de juros de 1480 se le rebajaron 30.000 maravedís de los 140.000
que disfrutaba en Úbeda, Aranda y otros lugares. Parece quo hay de todo esto una queja delicada en
su testamento, cuando ruega a la Reina que «por sus servicios y de su mujer quiera ser principal
tutora y curadora de sus nietas, haciendo por ellas lo que por otras huérfanas, especialmente siendo
criadas en su real casa, y satisfaciendo con este cuidado el cargo que podría tener su real conciencia
de lo que él y su mujer la habían servido y deseado servir».
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[p. 345]. [1] . Loor a la muy excelente señora doña Juana, reina de los reynos de Castilla. (C. de G.
M., tomo I, pág. 180.)
[p. 353]. [1] . Colección Abella.
[p. 360]. [1] . Cancionero de Gómez Manrique, tomo II, págs. 326 y siguientes.
[p. 362]. [1] . Esto es, vencidas, superadas.
[p. 365]. [1] . Página 92, tomo II del Cancionero.
[p. 366]. [1] . En otras coplas mucho más violentas, aunque escritas al parecer por pura broma, con
motivo de una cacería a que había asistido Juan de Valladolid en los montes de Aragón, le llama,
entre otros mil denuestos:
Poeta no mantuano,
Sabio sin forma ni modo,
No judío ni cristiano,
Mas excelente marrano
Fecho de piedra e de lodo...
No contento con injuriarle por su cuenta, prestó sus metros al Ropero que ciertamente no necesitaba
de tal auxilio. Estas coplas en que G. Manrique tomó el nombre de Antón de Montoro, para dirigirse
al Marqués de Villena, protector de Juan Poeta, no desmienten en verdad el cínico estilo del poeta a
quien quiso prohijarlas. Lo que dice de la infeliz madre de Juan Poeta, no puede transcribirse aquí.
[p. 371]. [1] . Es curioso por lo cándido el final de su elogio:
Pues la Brivia toda entera,
Si por facer estoviera,
De nuevo la compornía...
[p. 374]. [1] . Esta glosa puede leerse en el tomo II del Cancionero de Gómez Manrique, págs. 230 y
siguientes.
[p. 375]. [1] . «Que cuanto más grandes fueron los poderes tiránicos, tanto más presto dieron mayores
caídas», dice en el prohemio.
[p. 375]. [2] .
El rezar de los salterios,
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El decir bien de las horas,
Dexad a las oradoras
Qu'están en los monesterios:
Vos, señora, por regir
Vuestros pueblos e rigiones.
Por facerlos bien vevir,
...................................
Cá non vos demandarán
Cuenta de lo que rezays;
Ni si vos disciplinays,
No vos lo preguntarán;
De justicia si fezistes
Despojada de pasión,
Si los culpados punistes
O malos enxemplos distes,
Desto será la quistión.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 379] CAPÍTULO XIX.—JORGE MANRIQUE.—SU VIDA Y SUS OBRAS.—LAS
«COPLAS POR LA MUERTE DE SU PADRE».—SU CALIFICACIÓN LITERARIA; HASTA
QUÉ PUNTO SON ORIGINALES; LUGARES COMUNES QUE EN ELLAS SE
ENCUENTRAN; SU RELACIÓN CON LOS «CONSEJOS A DIEGO ARIAS DE ÁVILA», DE
GÓMEZ MANRIQUE; SU VALOR ESTÉTICO; ELOGIOS Y GLOSAS DE LAS MISMAS;
PRINCIPALES TRADUCCIONES QUE LAS «COPLAS» SE HAN HECHO.
Si hay en la literatura del siglo XV un nombre y una composición que hayan resistido a todo cambio
de gusto y vivan en la memoria de doctos e indoctos, son sin duda el nombre de Jorge Manrique y las
Coplas que compuso a la muerte de su padre. Explicar y razonar esta universal celebridad, ha de ser
nuestro principal objeto en este capítulo, pero no podemos menos de apuntar antes los principales
hechos de la brevísima vida de su autor, valiéndonos para ello de las noticias que recogió con su
acostumbrada puntualidad y diligencia D. Luis de Salazar y Castro en su Historia de la Casa de Lara
(lib. X, cap. XV).
Jorge Manrique, señor de Belmontejo, cuarto hijo del Conde de Paredes D. Rodrigo y de su primera
mujer doña Mencía de Figueroa, nació probablemente en la villa de Paredes de Nava, cabeza del
señorío de su padre, por los años de 1440. Abrió los ojos a la vida en medio de las discordias civiles,
y ni un momento dejaron de acompañarle durante su breve peregrinación por este mundo. Partidario,
como todos los de su casa, del Infante D. [p. 380] Alonso, a quien llamaban Rey, recibió de él, entre
otras mercedes, las tercias de Villafruela y otros lugares de Campos, siete lanzas de la corona y con
ellas 14000 maravedises de acostamiento, y por último la encomienda de Montizón en la orden de
Santiago. Como tal Comendador favoresció maravillosamente (según dice el traductor castellano de
la Crónica de Alonso de Palencia) la parte de D. Álvaro de Estúñiga su primo, en los bandos que traía
sobre el priorato de San Juan con D. Juan de Valenzuela, a quien derrotó y puso en huida nuestro D.
Jorge cerca de Ajofrín, con muerte o prisión de muchos de los suyos, recuperando para el de Estúñiga
el priorato de que había querido desposeerle D. Enrique IV.
En 1474 concurría en Uclés a la elección de Maestre de Santiago que algunos caballeros de aquella
milicia hicieron en favor del Conde su padre, y obtenía a su vez uno de los trecenazgos de la orden.
Con tal dignidad, y mostrándose siempre acérrimo partidario de la Reina Católica, defendió en 1475
contra el Marqués de Villena el campo de Calatrava, y en 1476 sostuvo con su padre el asedio de la
fortaleza de Uclés contra las fuerzas reunidas del mismo D. Juan Pacheco y del Arzobispo de Toledo
don Alonso Carrillo, molestando a los contrarios con bravas escaramuzas que acabaron por hacerles
levantar el campo, quedando el castillo a merced del Maestre.
Como capitán de una compañía de hombres de armas de Castilla, tuvo a su cargo en 1478, juntamente
con Pedro Ruiz de Alarcón, señor de Valverde, la campaña contra el Marqués de Villena, que desde
sus fortalezas de Chinchilla, Belmonte, Alarcón y Garci-Muñoz, proseguía desafiando el poder real.
Aquella mezquina lucha había de ser funesta para nuestro poeta. Los encuentros con la gente del
Marqués eran casi diarios; y en uno de ellos, según la narración de Pulgar, «el capitán D. Jorge
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Manrique se metió con tanta osadía entre los enemigos, que por no ser visto de los suyos para que
fuera socorrido, le firieron de muchos golpes, y murió peleando cerca de las puertas del Castillo de
Garci-Muñoz, donde acaesció aquella pelea.» El P. Mariana confunde este encuentro con otro
anterior, en que Jorge Manrique fué desbaratado por Pedro de Baeza en el Cañabate, tomándole la
cabalgada que llevaba de la Motilla. Pero el testimonio de [p. 381] Pulgar, que es contemporáneo,
debe prevalecer sobre cualquier otro en lo que toca al sitio de la batalla, y a la muerte de Jorge
Manrique en la pelea misma, y no después de ella y a consecuencia de las heridas, como dan a
entender Garibay y Zurita.
Fué llevado el cuerpo de D. Jorge a la iglesia vieja del Convento de Uclés, donde todavía en tiempo
de Garibay se veían su sepultura y las de un hermano y un hijo suyo, en fila, cubiertas de piedras
negras. Dice Rades de Andrada que al revestirlo de paños mortuorios le hallaron en el seno unas
coplas que comenzaba a hacer «contra el mundo». Estas coplas, no impresas, que yo sepa, hasta el
Cancionero general de Sevilla de 1537, son dos nada más, y su pensamiento capital es el mismo que
domina en su célebre elegía, cuya íntima, aunque resignada tristeza, parece un presagio de la negra
fortuna que amenazaba la cabeza de su autor, y que iba a tronchar en tan breve tiempo tantas
esperanzas:
¡Oh mundo! pues que nos matas,
Fuera la vida que distes
Toda vida;
Mas según acá nos tratas,
Lo mejor y menos triste
Es la partida
De tu vida, tan cubierta
De tristezas y dolores
Muy poblada;
De los bienes tan desierta,
De placeres y dulzores
Despojada.
Es tu comienzo lloroso;
Tu salida siempre amarga
Y nunca buena,
Lo de en medio trabajoso,
Y a quien das vida más larga
Le das pena.
Assí los bienes muriendo
Y con sudor se procuran,
Y los das;
Los males vienen corriendo;
Después de venidos, duran
Mucho más. [1]
[p. 382] El triste fin de Jorge Manrique tuvo eco no solamente en la historia, sino también en la
poesía, aunque no en la popular, como se ha dicho. Un pedestre versificador del siglo XVI, Alonso
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[p. 383] de Fuentes, en su Libro de los cuarenta cantos (1550), le dedicó un romance que, como casi
todos los suyos, no es más que pura prosa imperfectamente rimada. En él, además de la muerte de [p.
384] D. Jorge, se cuenta la venganza que de ella tomaron los capitanes del Rey haciendo ahorcar seis
prisioneros, y la abnegación de un hermano que quiso morir por otro. Lo que propiamente se refiere
al poeta no son más que los primeros versos del romance, estrictamente ajustados a la narración de
Pulgar:
En armas está Villena
Con todo su marquesado:
Por fronteros tiene puestos
Dos caballeros preciados:
Uno don Jorge Manrique,
Por sus obras muy nombrado;
Pedro Ruiz de Alarcón
El segundo era llamado,
Con muy fuerte guarnición
De gente de pie y caballo;
Por lo cual todos los días
Éstos corrían el campo,
Y los contrarios salían,
Que estaban bien aprestados,
Y por esto había continos
Rencuentros muy señalados.
[p. 385] Acaso sucedió un día,
En uno muy porfiado,
Cerca de Garci-Muñoz,
Castillo de los contrarios,
Que pretendiese don Jorge
Mostrarse muy esforzado,
Y metióse entre la gente
Reciamente peleando
Hasta llegar a la puerta
Del castillo que he nombrado;
Y por falta de socorro
Fué de la gente cercado,
Y al fin con grandes heridas
Fué de la vida privado,
Y por ser tal caballero
Fué por todos muy llorado...
Las poesías menores de Jorge Manrique son muy poco numerosas, y no han sido coleccionadas
nunca. [1] Apreciables todas por [p. 386] la elegancia y limpieza de la versificación, no tienen nada
que substancialmente las distinga de los infinitos versos eróticos que son el fondo principal de los
Cancioneros, y que más que a la [p. 387] historia de la poesía, interesan a la historia de las
costumbres y del trato cortesano. Sin la curiosidad que las presta el nombre de su autor, apenas habría
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quien reparase en ellas. Pero aunque [p. 388] no pasen de una discreta medianía, se dejan leer sin
fastidio, y algo se deduce de ellas que para la biografía de su autor importa. Acreditan, por ejemplo,
su ternura conyugal algunos de estos versos de amores que presentan en forma de acróstico en las
primeras letras de cada copla el nombre y apellidos de su legítima mujer doña Guiomar de Castañeda,
Ayala, Silva y Meneses. Otras composiciones de sencillo artificio alegórico, como la Profesión que
hizo en la Orden de Amor, la Escala de Amor y el Castillo de Amor, muestran en el galante trovador
al caballero, al Trece de Santiago, al belicoso hijo del Maestre D. Rodrigo, continuamente ocupado
en cercos de fortalezas y trances de armas, cuyas imágenes, presentes de continuo a su espíritu, tenían
que reflejarse, sin afectación alguna, hasta en sus coplas de amores. Cuando leemos, por ejemplo, las
gallardas estrofas del Castillo de amor:
La fortaleza nombrada
Está en los altos alcores
De una cuesta
Sobre una peña tajada,
Maciza toda d'amores,
Muy bien puesta.
........................
[p. 389] El muro tiene d'amor,
Las almenas de lealtad;
La barrera,
Cual nunca tuvo amador
Ni menos la voluntad
De tal manera.
.........................
En la torre de homenaje
Está puesto toda ora
Un estandarte,
Que muestra por vasallaje
El nombre de una señora
A cada parte...
no nos parece estar en presencia de un castillo alegórico, sino ver flotar la bandera del Comendador
de Montizón sobre las torres de su encomienda.
En alguna de estas piezas fugitivas se nota también una sencillez de expresión muy agradable, que
contrasta con la general sutileza y alambicamiento de la escuela a que el autor pertenecía. Así, por
ejemplo, el final de los versos que compuso a su amiga porque le besó estando dormido, como la
Reina de Francia a Alain Chartier:
¡Quien durmiendo tanto gana,
Nunca debe despertar!
Algunas de estas esparsas, canciones y motes se popularizaron mucho y fueron glosados por otros
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trovadores, tales como Pinar y Mosén Gazull. Todavía en nuestros tiempos el Duque de Rivas abrió
su bello y simpático drama de la Morisca de Alajuar con una redondilla de Jorge Manrique
ligeramente alterada:
No tenga fe ni esperanza
Quien no estuviere en presencia,
Pues son olvido y mudanza
Las condiciones de ausencia.
No sin sorpresa se ven figurar en el corto bagaje literario de un poeta tan pulcro y delicado como
Jorge Manrique, algunos versos de burlas, que son a la verdad los más inofensivos del Cancionero en
que se hallan, pero que no se recomiendan mucho ni por [p. 390] el gracejo ni por la cortesía.
Disuena, por ejemplo, ver al autor de las graves y filosóficas meditaciones sobre la muerte,
disponiendo el convite burlesco para su madrastra [1] o invectivando a una vieja borracha que tenía
empeñado su brial en la taberna.
Es forzoso decirlo: las llamadas por justa excelencia Coplas de Jorge Manrique, aparecen como un
fenómeno aislado entre las obras poéticas que llevan su nombre, a no ser que se quiera acrecentar su
número con otras dos composiciones («contra la desordenada codicia», y «sobre la desorden del
mundo»), que en edición muy tardía del Cancionero general se estamparon, y que a juzgar por las
rúbricas del mismo Cancionero, que las trae inmediatamente después de la adición que Rodrigo
Osorio hizo a las dos coplas «que hallaron a D. Jorge Manrique en el seno cuando le mataron»,
parece que más bien han de atribuirse a este otro poeta leonés, imitador nada infeliz del nuestro así en
los pensamientos como en el estilo, pero siempre con la flojedad que a la imitación demasiado servil
acompaña; verbigracia:
Qu'estos bienes de fortuna,
Este negro tuyo y mío,
Tras quien va nuestro albedrío,
Son assí como rocío,
O como agua de laguna
En el tiempo del estío...
Dando, pues, de mano, ya a estas repeticiones, de dudosa autenticidad, ya a otros versos de poca
monta que nada interesarían sin el nombre de su autor, fijemos exclusivamente la atención en aquella
poesía que inmortalizó el nombre de Jorge Manrique juntamente con el de su padre, y que ha sido
siempre, aun a los ojos de los críticos más severos con las producciones de la Edad Media, «el trozo
de poesía más regular y más puramente escrito de aquel tiempo». [2]
Generalmente se designa esta composición con el nombre de [p. 391] elegía, [1] y ante todo habría
que entenderse sobre este nombre. Y la cuestión no es tan fútil como a primera vista pudiera parecer a
los que tienen injustificada aversión a las antiguas clasificaciones retóricas, puesto que de la solución
que se la dé resultarán en gran parte determinados el carácter propio y sustantivo y la mayor
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excelencia y belleza de estas coplas, que arrancando del dolor individual, se levantan a la
consideración del dolor humano en toda su amplitud y trascendencia. Por lo cual juzgamos que
Quintana, tan cuerdo y atinado por lo común en sus juicios literarios, no acertó del todo en la censura
de esta pieza, que parece haber mirado con cierto desvío. Y por lo mismo que la autoridad crítica de
este gran poeta, que era a la vez consumado humanista, debe ser respetada por todo el mundo, y lo es
de un modo especial por nosotros, que al emprender una tarea semejante a la suya hemos tenido más
frecuente ocasión de reconocer los aciertos de su buen gusto, conviene insistir sobre este parecer
suyo, que es uno de los pocos que la posteridad no ha confirmado.
«Al ver el título de esta obra (dice Quintana), se esperan los sentimientos y la intención de una elegía,
tal como el fallecimiento de un padre debía inspirar a su hijo. Pero las coplas de J. Manrique son una
declamación, o más bien un sermón funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el desprecio
de la vida y sobre el poderío de la muerte.»
Coplas de Jorge Manrique por la muerte de su padre se titulan, en efecto, desde las más antiguas
ediciones; y no puede negarse [p. 392] que cumplen con su título, puesto que de las cuarenta y tres
coplas, que son el total de la composición, diez y siete se contraen al elogio fúnebre del Maestre;
como puede verse, no en la mutilada edición de Quintana, [1] ni en las muchas que servilmente le han
copiado, pero sí en todas las antiguas y en la muy estimable de 1779. Quintana, no sé si por esforzar
su razonamiento, o por una deficiencia de gusto, impropia de tal varón, suprimió todas esas estrofas,
que son precisamente las que contienen los sentimientos de dolor filial que el crítico echa de menos,
y que Jorge Manrique expresa allí, no con sensibilidad afeminada, impropia de su raza y de su
tiempo, sino con entusiasmo viril y austero, que Quintana debía haber comprendido mejor que nadie,
reconociendo en él algunos rasgos de su propia musa:
No dexó grandes tesoros,
Ni alcanzó grandes riquezas,
Ni vaxillas;
Mas hizo guerra a los moros,
Ganando sus fortalezas
Y sus villas
...........................
Y sus villas y sus tierras,
Ocupadas de tiranos
Las halló;
Y por cercos y por guerras
por obras de sus manos
Las cobró.
Después que puso la vida
Tantas vezes por su ley
Al tablero;
Después de tan bien seruida
La corona de su rey
Verdadero;
Después de tanta fazaña
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A que no puede bastar
Cuenta çierta,
En la su villa de Ocaña
Vino la muerte a llamar
A su puerta.
[p. 393] ...........................
El biuir que es perdurable,
No se gana con estados
Mundanales;
Ni con vida delectable,
En que moran los pecados
Infernales.
Mas los buenos religiosos
Gánanlo con oraçiones
Y con lloros:
Los caballeros famosos,
Con trabajos y aflicciones
Contra moros.
Se dirá que esto es un himno, un canto de triunfo y no una elegía; y puede que tengan razón los que lo
digan. La nota elegíaca pura rarísima vez suena en la poesía castellana, y aun puede decirse que en
toda la literatura española, salvo la de Portugal. No entraré a discutir si esto es superioridad o
inferioridad de la raza: lo cierto es que somos poco sentimentales, y aun si se quiere duros y secos. Ni
aquel género de sentimiento que parece que va envuelto en la misma sensación física y que en algún
modo la depura y realza; ni aquella otra aspiración inefable que se pierde en vagos ensueños y
cavilaciones para acabar las más veces por sensibilizar lo espiritual en vez de espiritualizar lo
sensible, tienen cuna ni progenie en España. Ni la musa de Tibulo y Propercio, ni mucho menos la de
Lamartine, son las nuestras. Aquí la llama de amor viva la han tenido los místicos: el sublime amor
de Dios ha triunfado en nuestro arte de todos los amores terrenos, y la expresión del dolor individual
ha parecido pequeña cosa ante el misterio de la muerte. Si por sentimiento elegíaco se entiende tan
sólo el que personalmente aflige al poeta, secundario es sin duda en las coplas de Jorge Manrique;
pero la misma sobriedad con que el autor hirió esta cuerda; aquella especie de pudor filosófico y
señoril con que reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el dolor humano («sunt lachrymae
rerum») , ¿no es quizá la mayor belleza de la composición? ¿No pertenece a un género superior de
elegía? ¿No es lo que da eternidad a estas coplas y las convierte en un doctrinal de cristiana filosofía?
¿Qué es lo que más se admira en las Oraciones fúnebres de Bossuet, cuyo [p. 394] recuerdo es
imposible evitar aquí: el rendimiento póstumo del cortesano, más o menos deslumbrado por las
grandezas de sus señores, o las lecciones del obispo enfrente de las tumbas entreabiertas?
Digno, dignísimo era de cualquier lamentación elegíaca, y principalmente de la de su hijo, en cuyo
corazón debió de dejar tan gran soledad con su ausencia, aquel Maestre D. Rodrigo Manrique,
vencedor en veinticuatro batallas, y para cuyo panegírico no es menester acudir a las cuarenta páginas
en folio en que el historiador de la casa de Lara recopiló sus altos hechos, bastando para el caso con
la breve y elegante semblanza que en sus Claros varones le dedica Hernando del Pulgar, y de la cual
conviene trasladar algunos rasgos, como necesaria ilustración histórica de los versos de su hijo:
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«D. Rodrigo Manrique, Conde de Paredes e Maestre de Santiago, fijo segundo de Pedro Manrique,
Adelantado mayor del reino de León, fué hombre de mediana estatura, bien proporcionado en la
compostura de sus miembros; los cabellos tenía rojos, e la nariz un poco larga... En los actos que
facía en su menor edad, paresció ser inclinado al oficio de la Caballería. Tomó hábito e orden de
Santiago, e fué Comendador de Segura, que es cercana a la tierra de los moros; y estando por frontero
en aquella su encomienda, fizo muchas entradas en la tierra de los moros... Este varón gozó de dos
singulares virtudes: de la prudencia, conosciendo los tiempos, los lugares, las personas e las otras
cosas que en la guerra conviene que sepa el buen capitán. Fué asimesmo dotado de la virtud de la
fortaleza; no por aquelas vías en que se muestran fuertes los que fingida e no verdaderamente lo son;
mas así por su buena composición natural, como por los muchos actos que fizo en el exercicio de las
armas, asentó tan perfectamente en su ánimo el hábito de la fortaleza, que se deleytaba cuando le
ocurría lugar en que la debiese exercitar. Esperaba con buen esfuerzo los peligros, e acometía las
fazabas con grande osadía, e ningún trabajo de guerra a él ni a los suyas era nuevo. Preciábase mucho
que sus criados fuesen dispuestos para las armas. Su plática con ellos era la manera del defender e del
ofender al enemigo, e ni se decía ni facía en su casa acto ninguno de nobleza, enemiga del oficio de
las armas. Quería [p. 395] que todos los de su compañía fuesen escogidos para aquel exercicio, e no
convenía a ninguno dexar en su casa si en él fuese conoscido punto de cobardía: e si alguno venía a
ella que no fuese dispuesto para el uso de las armas, el grand exercicio que avía e veía en los otros, le
facía hábile e diestro en ellas. En las batallas, e muchos encuentros que ovo con Moros e con
Christianos, este Caballero fué el que mostrando grand esfuerzo a los suyos, fería primero en los
contrarios: e las gentes de su compaña, visto el esfuerzo de este su capitán, todos lo seguían e
cobraban osadía de pelear. Tenía tan grand conoscimiento de las cosas del campo, e proveíalas en tal
manera, que donde fué él principal capitán, nunca puso su gente en lugar do se oviese de retraer:
porque volver las espaldas al enemigo era tan ageno de su ánimo, que elegía antes rescibir la muerte
peleando que salvar la vida huyendo... En el reyno de Granada, el nombre de Rodrigo Manrique fué
mucho tiempo a los moros gran terror... Venció más con el esfuerzo de su ánimo que con el número
de su gente...Toda la mayor parte de su vida trabajó en guerras y en fechos de armas. Fablaba muy
bien, e deleytábase en recontar los casos que le acaescían en las guerras. Usaba de tanta liberalidad,
que no bastaba su renta a sus gastos; ni le bastara si muy grandes rentas e tesoros toviera, según la
continuación que tovo en las guerras. Era varón de altos pensamientos, e inclinado a cometer grandes
e peligrosas fazañas, e no podía sufrir cosa que le paresciese no sufridera, e desta condición se le
siguieron grandes peligros e molestias.»
Tal fué el héroe que con su muerte dió ocasión a la más bella poesía del Parnaso Castellano de la
Edad Media. Y decimos ocasión y no argumento, porque como advierte discretamente uno de sus
glosadores en el siglo XVI. [1] «la vida y muerte del Maestre está referida a otro fin más principal,
que es el menosprecio de las cosas desta vida, caducas y breves, el amor de las celestiales, firmes y
para siempre duraderas. Aplica a este propósito, qué es el mundo y la vida humana, qué son los
deleytes y placeres: pinta las honras, hermosura, fuerzas, riquezas, estados, nobleza [p. 396] y todos
los demás bienes, así de naturaleza como de fortuna, coligiendo estar subjetos a la mudanza y fin de
las cosas. Todo esto debuxado con evidentes comparaciones y exemplos de Reyes y Grandes
Señores... En dibuxar el discurso de nuestra vida y todas las más cosas con tanta brevedad y tan
descubierta demostración, parece cierto haber excedido muy mucho al retablo de la vida humana, que
hizo aquel excelente varón Cebes. ¿Qué diré de las figuras y exornaciones, que como piedras
preciosas resplandecen en todas las coplas? ¿Qué del género de troba tan conforme a la materia y tan
suave?»
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Pero esta poesía tan unánimemente admirada, este amplio y majestuoso desarrollo de los grandes y
eternamente eficaces lugares comunes sobre la muerte, ¿hasta qué punto puede ser considerada como
original? La cuestión es más compleja de lo que a primera vista se imaginaría, y no es de las que
pueden resolverse fácilmente y con una sola palabra. Es claro que la originalidad no puede referirse
aquí al fondo de la composición, que por ser tan verdadero y tan universal y tan humano, no es de los
que pertenecen a ningún autor particular. Que las grandezas mundanas son caducas y frágiles, que la
muerte iguala a grandes y pequeños, que la vida corre tan aprisa como un sueño, son verdades
inconcusas, que están al alcance de todo el mundo, y que sólo pueden valer en poesía por la manera
de decirlas y por la intensidad de sentimiento con que se digan. Se trata aquí puramente de la forma
artística, tomada en su acepción más lata, esto es, abarcando el plan de la composición, el
encadenamiento de las sentencias, y las imágenes y los colores con que el poeta ha acertado a revestir
estos conceptos elementales de filosofía moral. Lo que importa es precisar hasta qué punto fué
original Jorge Manrique en cada uno de estos particulares.
Ante todo, comencemos por descartar una brillante paradoja que con su grande ingenio y autoridad
quiso acreditar D. Juan Valera al traducir bellísimamente la obra de Schack sobre la poesía de los
árabes andaluces. Tratando, pues, de la elegía que Abul-Beka, poeta rondeño, compuso en tiempo de
San Fernando y de D. Jaime el Conquistador para deplorar la pérdida de Córdoba y Sevilla, Valencia
y Murcia, el señor Valera advierte tal semejanza entre muchos rasgos y pensamientos de esta
composición y las [p. 397] coplas de Jorge Manrique, que en su sentir no puede ser esto mera
coincidencia. Traduce, pues, la elegía de Abul-Beka en el propio metro manriqueño, para hacer
resaltar más la semejanza, y resueltamente afirma que «Jorge Manrique hubo de conocer los versos
del poeta arábigo».
La coincidencia es realmente pasmosa, sobre todo si se lee la elegía de Abul-Beka en los hermosos
versos en que la interpreta el señor Valera; porque en otras traducciones en prosa más literal, [1] la
semejanza parece más remota. Hay que descontar, por supuesto, lo mucho que contribuye a la ilusión
el empleo de un mismo metro, y la opinión previa del traductor, que, sin querer, se ha visto
impulsado a acentuar aquellos pasos en que las dos elegías se parecen más;
Cuanto sube hasta la cima,
Desciende pronto abatido
Al profundo.
¡Ay de aquel que en algo estima
El bien caduco y mentido
De este mundo!
En todo terreno ser
Sólo permanece y dura
El mudar.
Lo que hoy es dicha o placer,
Será mañana amargura
Y pesar.
Es la vida transitoria,
Un caminar sin reposo
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Al olvido;
Plazo breve a toda gloria
Tiene el tiempo presuroso
Concedido.
¿Con sus cortes tan lucidas
Del Yemen los claros reyes
Dónde están?
¿En dónde los Sasanidas,
Que dieron tan sabias leyes
Al Irán?
¿Los tesoros hacinados
[p. 398] Por Karún el orgulloso
Dónde han ido?
¿De Ad y Temud afamados
El imperio poderoso
Do se ha hundido?
............................
Y los imperios pasaron
Cual una imagen ligera
En el sueño
De Cosroes se allanaron
Los alcázares, do era
De Asia dueño.
Desdeñado y sin corona
Cayó el soberbio Darío
Muerto en tierra.
¿A quién la muerte perdona?
¿Del tiempo el andar impío
Qué no aterra?...
El resto de esta elegía, como inspirada por muy diverso motivo que las Coplas, difiere bastante; pero
todavía se repite el movimiento interrogativo, que es tan característico de Jorge Manrique:
¿Qué es de Valencia y sus puertos?
¿Y Murcia y Játiva hermosas,
y Jaén?
A pesar de lo deslumbradora que puede parecer esta confrontación, creemos firmemente que se trata
de una semejanza casual. El hecho de la imitación de una poesía arábiga artística por un poeta
castellano de fin del siglo XV, es en sí mismo tan inverosímil, contradice de tal suerte todo lo que
sabemos del desarrollo de nuestra lírica, que sólo podría admitirse en el caso de suponer que sólo en
la elegía de Abul-Beka pudo encontrar Jorge Manrique los pensamientos y formas de expresión en
que uno y otro poeta coinciden. Pues bien; puede demostrarse matemáticamente que no hay en toda la
composición de Jorge Manrique idea, sentencia, imagen o giro que no procedan de las fuentes más
naturales de su inspiración, de los libros que todo el mundo leía en el siglo XV, de la Escritura, de los
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Santos Padres, de los moralistas y poetas clásicos, y de los trovadores castellanos, entre los cuales el
que más inmediatamente sirvió de modelo a Jorge Manrique fué su [p. 399] propio tío don Gómez.
No necesitó, por consiguiente, buscar fuera de su casa lo que dentro de ella tenía en tanta abundancia.
Y comenzando por las reminiscencias de la Biblia (sin pretender apurarlas), no hay duda que un
versículo del Eclesiastes (VII, II): «Ne dicas: quid putas causae est quod et priora tempora meliora
fuere quam nunc sunt?» es el original de aquellos sabio versos:
...Cómo, a nuestro paresçer,
Qualquiera tiempo passado
Fué mejor.
De Isaías (XLIII, 18) procede este otro pensamiento:
No curemos de saber
Lo de aquel tienpo passado
Qué fué dello.
« Ne memineritis priorum, et antiqua ne intueamini.»
La famosa interrogación, sobre la cual volveremos luego, esta ya en Baruch (III, 16-20). [1]
Nuestro poeta no sólo aparece versado en la lección de las Sagradas Escrituras, sino también en la de
los Santos Padres, aún de algunos muy poco cursados; a lo menos en nuestros tiempos. Cuando
escribía, por ejemplo:
Si fuese en nuestro poder
Tornar la cara fermosa
Corporal,
Como podemos fazer
El ánima gloriosa
Angelical,
¡Qué diligencia tan viva
Tuviéramos toda hora
Y tan presta!...
tenía a la vista sin género de duda, este lugar de un cierto tratado de vita contemplativa atribuido a
San Próspero de Aquitania. «Quanta ope ad ea quae ad corporis speciem spectant et ad molestias
deformitatemque tollendas totis nisibus anhelaremus si ad votum [p. 400] cuncta sucederent?... At
vero si libera esse potestas: quae in omnibus cura? quae solertia et industria? qui tam in rebus
ornandis et componendis iniquus esset labor?»
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Pero el libro de filosofía moral que Jorge Manrique parece haber leído con más ahinco, y el que dejó
más huella en sus versos, es uno que ya hemos encontrado en la biblioteca de su tío Gómez
Manrique, y que no faltaba en ninguna de las de la Edad Media, existiendo ya antes de fines del siglo
XV tres traducciones castellanas y una catalana por lo menos: el «Boecio Severino De Consolatione
Philosophiae», el libro de las visiones alegóricas con que el último romano poblaba las soledades de
su cárcel de Pavía, en tiempo del rey ostrogodo Teodorico. Esta obra, y especialmente los metros o
poesías intercalados en ella, que son el último eco de la lírica horaciana, y el principal, aunque
indirecto camino por donde su noticia se transmitió a los tiempos medios, parecen haber sido objeto
de la constante y asidua meditación de nuestro poeta. Hay en las Coplas algunos pensamientos de los
más comunes en las odas morales de Horacio, pero no creo que vengan de allí directamente, sino a
través de la imitación de Boecio. Por ejemplo, el allegados son iguales... no procede del Pallida
mors, ni del Omnes una manet mors: et calcanda semel via letho, sino del metro 7.º, libro II de
Boecio, donde también se encuentra la interrogación famosa:
Mors spernit altam gloriam:
Involvit humile pariter et celsum caput,
Equatque summis infima.
Ubi nunc fidelis ossa Fabricii manent?
Quid Brutus aut rigidus Cato? [1]
[p. 401] Y aun dejando aparte estos precedentes latinos, tiene Jorge Manrique dentro de la propia
literatura castellana de los siglos XIV y XV una serie de precursores que se van eslabonando con tal
rigor hasta en los detalles, que es imposible considerar la famosa elegía como un producto
maravilloso y fortuito, ni mucho menos como derivación solitaria de un arte lírico que no tuvo con el
nuestro ningún género de contacto; sino como la última y más perfecta forma de una tradición
literaria antiquísima, que venía repitiendo a través de los siglos uno de los tópicos predilectos de la
oratoria sagrada. Cuando el Canciller Ayala, al fin de su Rimado de Palacio, recopila y glosa algunas
sentencias de los Morales de San Gregorio Magno sobre Job, no olvida esta consideración de la
vanidad de la existencia mundana, y exclama con verdadera elocuencia:
¿Do están las heredades et las grandes posadas,
Las villas et castillos, las torres almenadas,
Las cabañas de ovejas, las vacas muchiguadas,
Los caballos soberbios de las sillas doradas?
¿Do los nobles vestidos de paño muy honrado?
¿Do las copas et vasos de metal muy preciado?...
...........................................................................
Este mismo lugar común es muy frecuente en los poetas del Cancionero de Baena. Un Fr. Migir, de la
orden de San Jerónimo, capellán del obispo de Segovia D. Juan de Tordesillas, en el dezir que
compuso a la muerte de Enrique III, pregunta, después de hacer larga enumeración de personajes
históricos y fabulosos:
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E de sus imperios, riquezas, poderes,
Reinados, conquistas e cavallerías,
Sus vicios e onrras e otros plazeres,
Sus fechos, fazañas e sus osadias,
¿A do los saberes e sus maestrías?
¿A do sus palacios, a do su cimiento?
Con inspiración mucho más valiente repite los mismos acentos lúgubres Fernán Sánchez Talavera,
deplorando la muerte de Rui Díaz de Mendoza, hijo del mayordomo Juan Furtado:
Pues ¿do los imperios, e do los poderes,
Reynos, rrentas e los señoríos,
[p. 402] A do los orgullos, las famas e bríos,
A do las empresas, a do los traheres?
¿A do la sciencias, a do los saberes,
A do los maestros de la poetría?
¿A do los rrymares de grant maestría,
A do los cantares, a do los tañeres?
¿A do los thesoros, vasallos, servientes,
A do los fyrmalles, las piedras preciosas,
A do el aljófar, possadas costosas,
A do el algalia e aguas olientes,
A do pannos de oro, cadenas lusientes,
A do los collares, la jarreteras,
A do pennas grises, a dó pennas veras,
A do las sonajas que van retinientes?
¿A do los convites, cenas e ayantares,
A do las justas, a do los torneos,
A do nuevos trajes, extraños meneos,
A do las artes de los danzadores,
A do los comeres, a do los manjares,
A do la franquesa, a do el espender,
A do los rrysos, a do el plaser,
A do menestriles, a do los juglares?
Ideas y giros análogos sobre la caducidad de las grandezas humanas, se encuentran en la Pregunta de
Nobles del Marqués de Santillana a D. Enrique de Villena, y también en su bello diálogo estoico de
Bías contra fortuna:
¿Essas edefficaciones,
Ricos templos, torres, muros,
Serán o fueron seguros
De las tus persecuciones?
...................................
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¿Qué es de Nínive, Fortuna?
¿Qué es de Thebas?... ¿qué es de Athenas?
¿De sus murallas e almenas,
Que non paresce ninguna?...
¿Qué es de Tyro e de Sidón
E Babilonia?
¿Qué fué de Lacedemonia?
Ca si fueron, ya no son.
...................................
Pero de todo los poetas del siglo XV, ninguno debía ser tan familiar a Jorge Manrique como su
propio tío; y a ninguno, en [p. 403] efecto, imitó más de cerca en pensamientos y estilo. Los Consejos
a Diego Arias de Ávila, composición de pobre argumento, pero de tan brillante ejecución, que eleva y
dignifica lo que en ella pudiera parecer nacido de vulgar despecho contra el Contador que había
rasgado la libranza enviada por el poeta, parece escrita con la misma pluma que había de servir a D.
Jorge para trazar el imnortal epitafio del Conde de Paredes. Tal es el aire de familia que tienen hasta
en las comparaciones y en el metro. Oigamos a Don Gómez:
Que vicios, bienes, honores
Que procuras,
Pásanse como frescuras
De las flores.
En esta mar alterada
Por do todos navegamos,
Los deportes que pasamos,
Si bien lo consideramos,
Non duran más que rociada.
¡ Oh, pues, tú, hombre mortal,
Mira, mira,
La rueda cuán presto gira
Mundanal!
Si desto quieres enxiemplos,
Mira la grand Babilonia,
Tebas y Lacedemonia,
El gran pueblo de Sidonia,
Cuyas murallas y templos,
Son en grandes valladares
Transformados,
E sus triunfos tornados
En solares.
Pues sy pasas las ystorias
De los varones romanos,
De los griegos y troyanos,
De los godos y persianos,
Dinos de grandes memorias,
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No fallarás al presente
Syno flama transitoria
De aguardiente.
Si quieres que más acerca
Fable de nuestras regiones,
Mira las persecuciones
Que firieron a montones
En la su fermosa cerca;
[p. 404] En la qual aun fallarás
Grandes mellas:
¡Quiera Dios, cerrando aquéllas,
No dar más!
Que tú mesmo viste muchos
En estos tiempos pasados,
De grandísimos estados
Fácilmente derrocados
Con pequeños aguaduchos;
Que el ventoso poderío
Temporal,
Es un muy feble metal
De vedrío.
..............................
De los que vas por las calles
En torno todo cercado,
Con cirimonias tratado,
No serás más aguardado
De quanto tengas que dalles:
Que los que por intereses
Te siguían,
En pronto te dexarían
Si cayeses.
Bien ansí como dexaron
Al pujante Condestable...
..............................
Que todas son emprestadas
Estas cosas,
E no duran más que rosas
Con heladas.
......................
Pues tú no pongas amor
Con las personas mortales,
Nin con bienes temporales,
Que más presto que rosales
Pierden la fresca verdor:
E non son sus crecimientos
Sino juego,
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Menos durable que fuego
De sarmientos... [1]
[p. 405] Conocidos estos precedentes, cuya enumeración podría ampliarse a poca costa, no faltará
quien pregunte en qué consiste la originalidad de Jorge Manrique, puesto que no hay en su elegía
cosa [p. 406] alguna que no hubiera sido dicha antes de él. Este es cabalmente el misterio o el
prestigio de la forma: expresar el poeta como nadie, lo que ha pensado y sentido todo el mundo. Por
todo el cauce de [p. 407] la Edad Media venía rodando un inagotable lugar común sobre la muerte. A
todas horas resonaba en los púlpitos; era repetido en prosa y en verso, en latín y en lengua vulgar;
recibía forma casi dramática en las danzas de la muerte y forma gráfica en los frescos del cementerio
de Pisa; asediaba la imaginación de todos y era el tema perpetuo de todas las meditaciones. Se
comparaba sin cesar la vida humana con el sueño, con la sombra, con la flor que se marchita apenas
nacida, con el leve rastro que deja la nave en el mar, con la fugitiva corriente de los ríos que van a
morir en el Océano. Se hacía desfilar interminables procesiones de reyes, príncipes y emperadores, de
héroes y sabios, de personajes de la Sagrada Escritura y de personajes de la fábula, de damas y
caballeros, de reinas y de bellezas famosas, y se preguntaba sin cesar: ¿Dónde está Salomón? ¿Dónde
está Jonatás? ¿Dónde está César? ¿Dónde está Aristóteles? ¿Dónde está Héctor? ¿Dónde está Elena?
¿Dónde está el rey Artus?
Llegó, por fin, un día en que toda esta materia de meditación moral, que en rigor ya no pertenecía a
nadie, y que a fuerza de [p. 408] rodar por todas las manos había llegado a vulgarizarse con mengua
de su grandeza, se condensó en los versos de un gran poeta, que la sacó de la abstracción, que la
renovó con los acentos de su ternura filial, y con un no sé qué de grave y melancólico, y de gracioso y
fresco a la vez, que era la esencia de su genio. Los pensamientos eran de suyo altos y generosos, y
puede decirse que en breve espacio abarcaban un concepto general de la vida y del destino humano,
lo cual da a la composición una trascendencia que de ningún modo alcanza la Pregunta de Nobles,
del Marqués de Santillana, por ejemplo. Cuando el Marqués pregunta fríamente, después de tantos
otros, «qué fué del fijo de Aurora, y de Aquiles, Ulises, Ayax de Telamón, Pirro, Diomedes,
Agamenón», no hace más que repetir por centésima vez un lugar común, al cual quitan todo valor los
nombres mismos de los personajes remotos y fabulosos por los cuales se interroga, y que sólo en
ficción erudita podían interesar al autor. Cuando Jorge Manrique, dejándose de griegos y troyanos,
evoca los recuerdos de su juventud, o más bien lo que oyó contar a su padre sobre los esplendores y
magnificencias de la corte de D. Juan II y de los Infantes de Aragón, y sus alegres fiestas y las justas
y torneos, y aquel danzar y aquellas ropas chapadas que traían, habla de algo vivo, de algo que
todavía conmueve las fibras de su alma.
La ejecución es no sólo brillante y franca y natural, sino casi perfecta: apenas pueden tacharse, en la
última parte que contiene el elogio del Maestre, dos estrofas pedantescas y llenas de nombres
propios:
En ventura Octauiano,
Julio César en vençer
Y batallar, etc.
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Pero lo más admirable, como ya queda indicado, es la compenetración del dolor universal por el
propio dolor, la serena melancolía del conjunto, y el bellísimo contraste entre la algazara y bullicio de
aquellas estrofas que recuerdan pompas mundanas, y de aquellas otras en que parece que van
espesándose sobre la sumisa frente del viejo guerrero las sombras de la muerte, rotas de súbito por los
primeros rayos de una nueva e indeficiente aurora. El metro que Quintana, con extraña falta de gusto,
llama «tan [p. 409] cansado, tan poco armonioso, tan ocasionado a aguzar los pensamientos en
concepto o en epigrama» es, por el contrario, no sólo armonioso, flexible y suelto, sino
admirablemente acomodado al género de sentimiento que dictó esta lamentación. Ticknor, que sólo
por rara excepción muestra en todo el discurso de su obra verdadero sentido del arte ni de la belleza
poética, ha expresado sin embargo, el peculiar efecto de estas Coplas, con una comparación muy
original y muy feliz. «Son versos (dice) que llegan hasta nuestro corazón, que le afectan y le
conmueven, a la manera que hiere nuestros oídos el compasado son de una gran campana tañida por
mano gentil y con golpes mesurados, pruduciendo cada vez sonidos más tristes y lúgubres, hasta que
por fin, sus últimos ecos llegan a nosotros como si fueran el apagado lamento de algún perdido objeto
de nuestro amor y cariño».
Digamos, pues con Longfellow (el más excelente de los traductores de esta elegía que conocemos en
lengua alguna), que este poema es un modelo en su línea, así por lo solemne y bello de la concepción,
como por el noble reposo, dignidad y magestad del estilo, que guarda perfecta armonía con el fondo;
[1] y apliquémosle sin temor las palabras que quizá con menos fundamento escribió Sainte Beuve [2]
a propósito de la balada de las damas de Villón, la cual no deja de tener cierto remoto parentesco con
algo de esta elegía: «Feliz el que acertó a encontrar un acento como éste para expresar una situación
inmortal y siempre renovada en la naturaleza humana. Un poeta así tiene probabilidad de vivir tanto
como la humanidad misma: vivirá tanto, por lo menos, como la nación y la lengua en que ha
proferido este grito de genio y de sentimiento. Sus versos serán recordados como los más naturales y
los más verdaderos, siempre que se trate de la rapidez con que pasan las generaciones de los hombres,
semejantes como dice Homero, a las hojas de los árboles: siempre que se medite sobre la brevedad de
la vida y sobre el corto término concedido a los más nobles y más triunfantes destinos:
Stat sua cuique dies, breve et irreparabile tempus
Omnibus est vitae...»
[p. 410] Mucho, y con razón se ha ponderado en las Coplas de Jorge Manrique la perfección de la
lengua que ya en él parece fijada, y la diáfana pureza de estilo, en que al cabo de cuatro siglos apenas
se encuentra expresión que haya envejecido. Pero no conviene exagerar las cosas, como hasta ahora
se ha hecho por olvido o por ignorancia de la cronología, y atribuir exclusivamente al poeta lo que en
gran parte es propio de su tiempo. Reina, no sé por qué (quizá por virtud de una estrofa que
constantemente se repite, sacada de su lugar y mal entendida), la vulgar preocupación de considerar a
Jorge Manrique como un trovador de la corte de D. Juan II, y suponerle contemporáneo y hasta
amigo de Juan de Mena y del Marqués de Santillana, de donde resulta un anacronismo tan
extravagante como si pusiéramos en la misma época literaria, y en íntimas relaciones de amistad, a D.
Leandro Fernández de Moratín y a don Manuel Tamayo. Jorge Manrique, que murió muy joven,
pertenece como poeta a las postrimerías del siglo XV, a los últimos años de Enrique IV o más bien a
los primeros de los Reyes Católicos, y escribe en la admirable lengua de su tiempo, como la escribían
en prosa el autor de La Celestina, y Hernando del Pulgar, y Garci Ordóñez de Montalvo, el que dió al
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Amadís su definitiva forma; y como la escribían en verso, para no hablar de otros menos señalados,
Rodrigo de Cota en el Diálogo del amor y un viejo, Juan del Encina en sus églogas y en sus
villancicos, Gómez Manrique en sus composiciones doctrinales y políticas, Garci Sánchez de
Badajoz, Guevara y otros en sus versos amatorios. Si las Coplas de Jorge Manrique valen lo que
valen y se levantan tanto sobre el nivel ordinario de la lírica de su tiempo, es por otras virtudes
poéticas más íntimas y recónditas, que ya hemos procurado manifestar; y no por el estilo, que en su
amable y culta naturalidad, es sencillamente el buen estilo de su tiempo, con aquella nota personal
que pone en sus creaciones todo poeta digno de este nombre.
Ni tal elogio hace falta para la gloria de estas coplas, no olvidadas nunca de nuestro pueblo, y
honradas en todos tiempos con el sufragio de los más claros ingenios españoles. Lope de Vega dijo
de ellas que merecían estar escritas con letras de oro. El grave historiador Juan de Mariana las califica
de «trovas muy elegantes, en que hay virtudes poéticas, y ricos esmaltes de ingenio, y [p. 411]
sentencias graves, a manera de endecha». Fueron puestas en música, con gran sentimiento y eficacia
de expresión, como puede verse en algunos libros técnicos del siglo XVI, por ejemplo, en el titulado
Libro de cifra nueva para tecla, harpa y vihuela, compuesto por Luis Venegas de Henestrosa (Alcalá,
1577). Fué traducida en dísticos latinos, honra que pocas composiciones vulgares alcanzaban en los
días del Renacimiento. [1]
Formar catálogo de sus innumerables ediciones, ya sueltas, ya añadidas a las glosas, sería tarea larga
e impropia de este lugar, estando por otra parte descritas las más notables en los libros generales de
bibliografía española, especialmente en el Catálogo de Salvá. Perece ser la más antigua la que forma
parte del Cancionero Llamado de Fr. Íñigo de Mendoza, por empezar con el Vita Christi de este
fraile y ser suyas la mayor parte de las poesías que contiene: rarísimo volumen sin año ni lugar, pero
que parece impreso en Zamora, por Centenera, hacia el año de 1480. Muy análogos en su contenido
son el Cancionero de Zaragoza, impreso por Paulo Hurus, alemán de Constanza, a 27 días de
Noviembre de 1492, con título de Coplas de Vita Christi, y el Cancionero de Ramón de Llavia, sin
año ni lugar, pero indisputablemente del siglo XV, y al parecer de tipógrafo zaragozano. Uno y otro
incluyen las famosas coplas , y estos tres primitivos textos son los más puros y autorizados de ellas.
Nicolás Antonio habla de una edición suelta de 1494; no la conocemos. El Cancionero general de
1511 no las [p. 412] incluyó, sin duda por muy sabidas, pero fueron añadidas en los posteriores, a lo
menos desde el de 1535.
En los Cancioneros, las Coplas aparecen limpias de toda agregación extraña, pero como su pequeño
volumen convidaba a adicionarlas cuando se las imprimía sueltas, y la materia moral y filosófica que
en ellas se trata se prestaba a interminables desarrollos, más o menos poéticos e ingeniosos, no fueron
pocos los que se dedicaron a tal empresa. Siete glosas, por lo menos, se hicieron en verso y una en
prosa. Daremos alguna razón de ellas, porque en realidad deben considerarse como obras de la
escuela de Jorge Manrique y son un nuevo testimonio de la popularidad, no interrumpida nunca, que
alcanzó su elegía.
Parece haber sido el más antiguo de estos glosadores un legista, el Licenciado Alonso de Cervantes,
Corregidor que había sido en la villa de Burguillos, de donde por cruel sentencia (según él refiere en
su prólogo) salió desterrado para el reino de Portugal «despojado, por ajenos y extraños yerros y
excesos, de todos los bienes que Fortuna para la peregrinación desta trabajosa vida nos constituye».
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En tal situación de ánimo, y buscando algún consuelo, escribió su glosa en el mismo metro del
original, procurando, si bien con poco arte y acierto, entretejer sus pensamientos con los de Jorge
Manrique, cuyos versos se destacan de tal modo sobre la burda tela de los de su imitador, que hacen
imposible la equivocación ni por un momento. Dedicó su trabajo al Duque de Béjar, D. Álvaro de
Stúñiga, con unas coplas en alabanza de sus armas, y le imprimió en Lisboa, por Valentín Fernández,
1501. [1] Son veinte hojas en cuarto gótico, que fueron reimpresas varias veces, sin lugar ni año,
siempre con el rótulo de Glosa famosísima. La última edición parece ser la de Cuenca, por Juan de
Cánova, 1552.
Siguió a este glosador, y como en competencia, otro no menos [p. 413] desgraciado en su prosa que
el Licenciado Cervantes en sus versos. Fué éste Luis de Aranda, vecino de la ciudad de Úbeda, el
cual por los años de 1552 (fecha que consta no en la portada, ni en el colofón, sino en el privilegio)
hizo salir de las prensas de Valladolid una obra larga y pedantesca que al parecer tenía compuesta
mucho tiempo antes, [1] con título Glosa de Moral Sentido a las famosas y muy excelentes coplas de
D. Jorge Manrique. Las sentencias de Jorge Manrique están ahogadas en diez y seis pliegos de
fárrago insulso. El nombre y el lugar de la impresión se declara al fin del libro en esta extravagante
manera:
Aquí se acaba la glosa
Que es de sentido moral,
Hecha en elegante prosa,
Útil y muy provechosa,
Con privilegio real.
En Valladolid imprimida
A su costa del autor,
Por él mesmo corregida,
De la offecina salida
De Córdova el impressor.
Tenía Luis de Aranda el furor de glosarlo todo, para lucir sus impertinentes moralidades. Todas las
demás obras suyas que conocemos son de este mismo género: «GIosa intitulada Segunda de Moral
sentido, a los muy singulares Proverbios del Marqués de Santillana. Contiénese más en este libro
otra Glosa a XXIV coplas de las 300 de Juan de Mena (Granada, 1575)»; [2] « Obra nuevamente
hecha, intitulada Glosa Peregrina, porque va glosando pies de [p. 414] diversos romances. Va
repartida en cinco Cánticos. El primero de la Cayda de Lucifer. El segundo de la desobediencia de
Adán. El tercero de la Encarnación de nuestro Redemptor. El quarto de su muerte y pasión. El
quinto y último, de su Resurrección (Sevilla, Alonso de la Barrera, 1577)».
El más conocido de los glosadores de Jorge Manrique, y el que mayor numero de ediciones obtuvo,
fué el capitán Francisco de Guzmán, incansable y bien intencionado cultivador de la poesía ética,
sentenciosa y paremiológica, como lo acreditan sus Triunfos Morales (1565); su Flor de sentencias
de sabios (1557), refundida después con el título de Decreto de Sabios: y sus Sentencias generales
(1576). Aunque el capitán Guzmán mereció de la inagotable benevolencia de Cervantes un elogio
muy expresivo en el Canto de Calíope por «haber puesto tan en su punto la cristiana poesía», tiene
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razón Gallardo en decir que sus versos son generalmente una prosa rimada, árida y seca, sus
conceptos y sentencias comunes y triviales. Pero hay una excepción que poner a esto. Lo más
acendrado que Guzmán dejó; lo que puede pasar por un ejercicio de imitación muy diestra y fácil, es
su Glosa sobre la obra que hizo D. George Manrrique a la muerte del Maestre de Santiago... su
padre, dirigida a la muy alta y muy esclarescida y christianíssima Princesa Doña Leonor Reyna de
Francia. El nombre del glosador se infiere de unas coplas acrósticas de arte mayor, que van al
principio, según costumbre del tiempo. La primera y rarísima edición, en 4.º gótico de 16 hojas, es de
León de Francia, sin año. Luego fué reimpresa varias veces en Amberes por Martín Nucio (1558,
1598...) y en otras partes, unida por lo general a los Proverbios o Centiloquio del Marqués de
Santillana. Todavía lo está en una impresión de Madrid de 1799.
Acertado anduvo el editor del siglo pasado en elogiar esta glosa, así por el estilo como por la
abundancia de sentencias graves y provechosas, y sobre todo por la entereza con que engasta en los
suyos los versos de Manrique. Y como estas glosas no son hoy leídas por nadie, conviene poner
alguna muestra:
No os fiéis, damas hermosas
En beldad ni fermosura
Que en vos haya,
Porque sois como las rosas,
[p. 415] Que muy presto su frescura
Se desmaya.
La cosa de que más cura
Tenéis en la jovenez
Y tanto cara:
El color y la blancura,
Cuando viene la vejez,
Cuál se para?
Los deleytes y dulzores
Que en la fresca edad tuvieres,
Si mirares,
Todos se tornan dolores,
Cuando a la vejez vinieres
Y pesares:
Piérdese la fortaleza
Deste cuerpo terrenal
Y la virtud,
Las mañas y ligereza,
Y la fuerza corporal
De juventud.
.............................
Pues aquellos tan preciados,
Los Nueve que tanta fama
Consiguieron,
Tan valientes y esforzados,
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Como una encendida llama
Fenescieron:
Ya son muertos éstos todos,
Y su poder y grandeza
Perescida,
¿Pues la sangre de los godos,
Y el linaje y la nobleza
Tan crecida?
.............................
Como el cauto pescador,
Que a pescar gana su vida
Con la caña,
Es este mundo traidor,
Que con deleites convida
Y nos engaña;
Y los deleites que él da
Con que tanto nos holgamos
Son mortales,
Y los tormentos de allá,
Que por ellos esperamos,
Eternales.
[p. 416] ...............................
¿De Alexandro el gran poder,
Ni el saber de Salomón,
Qué les sirvió?
Pues no pudieron hacer
Contra muerte defensión,
Que los venció:
La cual a todos subvierte
Sin ser grandes ni menores
Reservados;
Así que no hay cosa fuerte
A papas, ni emperadores,
Ni perlados.
...............................
¿ Qué fué del Marqués pujante,
Que tuvo al rey don Enrique
A su obediencia?
¿Qué se hizo el Almirante
De Castilla, don Fadrique,
Y su elocuencia?
¿Quién no llora en se acordar
De aquellas cosas pasadas
Que solían?
¿Qué se hizo aquel trobar,
Las músicas acordadas
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Que tañían?
¿ Qué fué de las invenciones
De aquel tiempo y atavíos
Tan bordados?
¿Los motes y las canciones,
Los fingidos desafíos
Y estacados?
¿Dónde iremos a buscar
Las damas tan arreadas
Que servían?
¿ Qué se hizo aquel danzar,
Aquellas ropas chapadas
Que traían?
...............................
Tomad exemplo, privados,
En don Álvaro de Luna,
Condestable:
Vivid siempre moderados;
Que esta loca de fortuna
Es varïable.
[p. 417] ...................................
Sesenta villas cercadas,
Fuera del gran Maestrazgo,
Poseía,
De mercedes y compradas,
Cuando pagó aquel portazgo
Que debía...
...............................
Nunca se vió tal poder
De hombre que rey no fuese
Coronado;
Pero yéndolo a prender,
No halló quien se pusiese
A su costado.
¿Do el correr cañas y toros
Por donde iba, y los juglares
Al entrar,
Sus infinitos thesoros,
Sus villas y sus lugares
Y mandar?
Aquél que más de treinta años
El reyno como le plugo
Gobernó,
Fortuna con sus engaños
En las manos de un verdugo
Lo entregó:
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Tanta plata y tantos oros
Al tiempo que los pulgares
Le fué atar,
¿ Qué le fueron sino lloros?
¿Fuéronle sino pesares
Al dexar?
Ciertamente que hay algo de servil y aun de pueril en esta rapsodia; pero se ve que, por lo menos,
comprendía el imitador las bellezas de lo que imitaba.
Tampoco carece de mérito, aunque es más ascética que literaria, la pía y devota glosa de un monje
cartujo, D. Rodrigo de Valdepeñas, prior del Paular, repetidas veces impresa en unión con otros
opúsculos, ya de materia piadosa como «el caso memorable de la conversión de una dama», ya de
más profano asunto, como las Coplas de Mingo Revulgo, el Diálogo entre el amor y un [p. 418]
viejo, de Rodrigo de Cota, y las Cartas en refranes, de Blasco de Garay. [1]
Menos celebrada y menos reimpresa que las glosas anteriores fué la del Protonotario Luis Pérez,
natural y vecino de la villa de Portillo, cerca de Valladolid, conocido por un poema sobre la conquista
de Túnez y otros versos latinos, y todavía más por su tratado zoológico-recreativo Del can y del
caballo (Valladolid, 1568), tan estimado entre nuestros coleccionistas de libros de caza, equitación y
veterinaria. [2] Luis Pérez es hablista abundante y castizo, pero su glosa valdría mucho más si, por
hacer alarde de su vasta lectura, no hubiese ahogado el texto bajo el peso de las citas y autoridades,
muchas veces impertinentes, que sobrecargan las márgenes, si bien algunas todavía son útiles y nos
han puesto en camino para buscar las verdaderas fuentes de la elegía de Jorge Manrique. [3]
Estas fueron las cuatro glosas que llegaron a conocimiento de [p. 419] Cerdá y Rico, a quien se debe
el buen servicio de haberlas reimpreso juntas en 1779. Pero se ocultaron a su diligencia otras tres,
debidas a dos de los preclaros ingenios, que, muy entrado el siglo XVI, conservaron con más
fidelidad las tradiciones de la escuela poética del siglo anterior: Jorge de Montemayor y Gregorio
Silvestre. De Jorge de Montemayor hay dos glosas distintas: una de carácter doctrinal, bastante árida
y prosaica, que está en sus Obras, edición de Amberes, 1554, y también en un pliego suelto de
Valencia, 1576, por Juan Navarro. [1] La otra glosa, bellísima por cierto, poética y sentida, es sólo de
diez coplas (cada una de las cuales da al imitador materia para cuatro) y forma una nueva
lamentación elegiaca sobre la muerte de la Princesa de Portugal, doña María, hija del Rey D. Juan III.
Es pieza de singular rareza, que no se halla, según creemos, en ninguna de las ediciones del
Cancionero de su autor, y sí sólo en un rarísimo pliego suelto que existe en la Biblioteca Nacional de
Lisboa, del cual la transcribe el erudito autor del Catálogo razonado de los autores portugueses que
escribieron en castellano, D. Domingo García Peres.
La glosa de Gregorio Silvestre, que tengo por superior a todas en brío y arranque poético, está en
todas las ediciones de sus Obras, desde la primera de Granada de 1582. Pero así ésta como la
segunda de Montemayor han de formar parte de la selección que hagamos de los versos de estos
poetas, y entonces habremos de insistir en mostrar su valor propio, que es independiente del texto que
comentan, aunque de él reciban la inspiración primera. Lo mismo puede decirse de las Coplas
castellanas imitando a las de Jorge Manrique, que trae en su Jardín Espiritual (1585) el excelente
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poeta carmelita Fray Pedro de Padilla.
Para completar la historia literaria de esta elegía, conviene añadir dos palabras sobre las principales
traducciones que de ella se han hecho. Queda ya mencionada la latina del siglo XVI. Una [p. 420]
traducción inglesa fragmentaria apareció en la Revista de Edimburgo el año 1824, en un artículo
sobre literatura española, que se atribuye a Richard Ford. Pero quien verdaderamente aclimató en la
poesía inglesa esta composición, haciendo de ella una versión magistral y fidelísima, fué el autor de
Evangelina, el más célebre y el más simpático de los poetas norteamericanos de nuestro siglo, Henry
Wadsworth Longfellow. [1] Es imposible llevar a mayor perfección el arte de traducir en verso.
Como último homenaje, y quizá el más glorioso, a la memoria de Jorge Manrique, transcribiremos
algunas estrofas, escogiendo las que en el original son más célebres:
Where is the King Don Juan? Where
Each royal prince, and noble heir
Of Aragon?
Where are the courtly gallantries?
The deeds of love and high emprise,
In battle done?
Tourney, and joust, that charmed the eye,
And scarf, and gorgeus panoply,
And nodding plume;
What were they but a pageant scene?
What but the garlands gay and green,
That deck the tomb?
Where are the high born dames, and where
Their gay attire, and jewelled hair,
And odours sweet?
Where are the gentle knights, that came
To kneel, and breathe love's ardent flame,
Low at their feet?
Where is the song of Troubadour?
Where are the lute and gay tambour
They loved of yore?
Where is the mazy dance of old,
The flowing robes, inwrought with gold
The dancers wore?
...........................................
The countless gifts—the stately walls—,
The royal palaces, and halls
All filled with gold;
[p. 421] Plate, with armorial bearings wrought,
Chambers with ample treasures fraught
Of wealth untold;
The noble steeds, and harness bright,
And gallant lord, and stalwart knight,
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In rich array,—
Where shall we seek them now? Alas!
Like the bright dew—drops on the grass,
They passed away. [1]
¡Dichoso poeta el que después de cuatro siglos puede renacer de este modo en labios de otro poeta, y
dichoso Jorge Manrique entre los nuestros, puesto que a través de los siglos su pensamiento cristiano
y filosófico continúa haciendo bien, y cuando entre españoles se trata de muerte y de inmortalidad,
sus versos son siempre de los primeros que ocurren a la memoria, como elocuentísimo comentario y
desarrollo del Surge qui dormis, et exurge, de San Pablo!
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 381]. [1] . De estas coplas hizo una continuación bastante apreciable Rodrigo Osorio. Véanse
algunas estrofas:
Son las glorias y deleytes
Que en este siglo prestado
Mas aplazen,
Unos fengidos afeytes
Que con viento muy delgado
Se deshazen.
...........................
La gruessa sensualidad
De este cuerpo ponderoso
Que traemos,
Empide la claridad
Del spíritu glorioso
Que tenemos.
Y hasta ser divididos
Cada qual d'estos estremos
Sobre sí,
No pueden ser conocidos
Los secretos que creemos
Que hay en ti.
Las ánimas despojadas
D'esta lodosa materia,
Veen claras
Estas cosas ocultadas,
Tu condición, tu miseria,
Tus dos caras:
La una con que nos guías
A los dulces apetitos
Temporales:
Con la otra nos envías
A tormentos infinitos
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Infernales.
Si nuestros padres primeros
El mandamiento divino
No passaran,
Todos fueran herederos
De la gloria, y de contino
La gozaran.
Tormento, penas, angustias,
Hambre, frío ni calor
No sintieran:
Ni las plantas fueran mustias,
Y en su perpetuo verdor
Permanecieran.
...........................
E vivimos desterrados,
Desseosos de volver
Donde salimos,
Pobres y desheredados
De la gloria y del plazer
Que perdimos.
Por aquélla sospiramos:
Las lágrimas y gemidos
Allí van;
Por aquélla siempre estamos
Descontentos y aborridos
Con afán.
E las tristezas que tienen
Los hombres muchas vegadas,
No sabidas,
De allí proceden y vienen,
Allí fueron engendradas
Y nacidas;
Ca siente nuestra memoria
Un natural sentimiento
Original
Porque perdimos la gloria,
Y heredamos detrimento
Terrenal.
Como el ánima divina
Aquestas cosas contempla
Y las mira,
Luego se humilla e inclina,
Se altera, tarta y destiempla
Y suspira.
Conoce la perfeción
Cómo fué hecha e criada
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Y para qué,
Y mira la perdición
Que allá tiene aparejada
Si tal no fué.
Y como la carne sienta
Que fué hecho corruptible
Su metal,
Siempre vive descontenta,
Conociendo ser pasible
Y mortal.
La mayor pena que Dios
Quiso dar a los culpados
Conocida,
Es que fuessen estos dos
Divididos y apartados
De la vida.
...........................
Porque ambos en un ser
Fueron hechos ayuntados
E unidos,
Para siempre poseer
Los gozos beatificados,
Infinidos:
Y aunque el ánima quïeta
Tenga holganza ganada
Soberana,
No terná gloria perfeta
Hasta verse acompañada
De su hermana.
[p. 385]. [1] . Es cierto que Amador de los Ríos afirma que lo fueron, a fines del siglo pasado, «en un
pequeño volumen que se ha hecho ya raro entre los bibliófilos»; pero creemos que aquí hay una leve
inexactitud, y que Amador quiere referirse a la edición que en 1779 hizo don Antonio de Sancha de
las Coplas, acompañadas de cuatro distintas glosas. En el prólogo se da razón de las demás poesías de
Jorge Manrique, insertas en el Cancionero general, pero no se copian sino tres de las más breves.
Para facilitar la tarea de quien intente reunirlas, apuntaré a continuación los títulos y el primer verso
de las composiciones sueltas de J. Manrique que conozco:
1. «En el Cancionero general de Hernando del Castillo (1511):
Con el gran mal que me sobra...
2. Otras suyas, estando aussente de su amiga, a un mensajero que allá enviaba:
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Ve, discreto mensajero...
3. Esparsa suya:
Yo callé males sufriendo.
4. Otra suya:
Hallo que ningún poder.
5. Otra suya:
Callé por mucho temor.
6. Otra suya:
Pensando, señora en vos.
7. Otras suyas, diciendo qué cosa es amor:
Es amor fuerza tan fuerte.. 8. Otras suyas de la profesión que hizo en la Orden del Amor:
Porque el tiempo es ya pasado...
9. Otras suyas en que pone el nombre de una dama y comienza y acaba en las letras primeras de todas
las coplas:
¡Guay d'aquel que nunca atiende...
10. Otra obra suya, dicha Escala d'Amor:
Estando triste seguro...
11. Otras suyas a su mote, que dice:
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Ni miento ni m'arrepiento...
12. Memorial que hizo él mismo a su corazón, que parte al desconocimiento de su amiga donde él
tiene todos sus sentidos:
Allá verán mis sentidos.
13. Otra obra suya, llamada Castillo d'Amor:
Háme tan bien defendido...
14. Otras suyas:
Es una llaga mortal.
15. Otras suyas, porque estando él durmiendo le besó su amiga:
Vos cometistes trayción...
16. Otras suyas a una prima suya que le estorbaba unos amores:
Quanto el bien temprar concierta...
17. Otra obra suya, en que pone el nombre de su esposa y asimismo nombrados los linajes de los
cuatro costados della, que son: Castañeda, Ayala, Silva, Meneses:
Según el mal me siguió...
18. Otras suyas:
Los fuegos qu'en mí encendieron....
19. Esparsa suya:
¡Qué amador tan desdichado...
20. Otras suyas a la Fortuna:
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Fortuna, no m'amenazes...
21. Otras suyas:
Mi temor ha sido tal...
22. Otras suyas:
Mi vevir quiere que viva...
23. Otras suyas:
Acordaos por Dios, señora.
24. Otras suyas:
Ved qué congoxa la mía...
25. Canción:
Quien no estuviere en presencia...
26. Canción:
No sé por qué me fatigo... 27. Otra canción:
Justa fué mi perdición...
28. Otra de D. Jorge:
Quien tanto veros dessea...
29. Otra de D. Jorge:
Es una muerte escondida...
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30. Otra suya:
Quanto más pienso serviros...
31. Invenciones y letras de justadores. D. Jorge M. sacó por cimera una anoria con sus arcaduces
llenos, y dixo:
Estos y mis enojos...
32. Glosa a este mote «Sin Dios y sin vos y mí»:
Yo soy quien libre me vi...
33. Mote de D. J. Manrique «siempre amar y amor seguir». Glosa suya:
Quiero, pues quiere razón:..
34. Pregunta de D. J. Manrique:
Entre dos fuegos lanzado..
( A esta pregunta respondió un galán.)
35. Otra pregunta de D. Jorge:
Entre bien y mal doblado...
(Respondió Guevara.)
36. Pregunta de D. J. Manrique:
Después qu'el sesso s'esfuerza...
37. Pregunta de D. Jorge a Guevara:
Porque me hiere un dolor...
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(Con la respuesta de Guevara, y a continuación una pregunta de éste a D. Jorge «porque sabía que
estaba herido de un trueno»).
38. Respuesta de D. Jorge a Guevara:
Los males que son menores..
39. Canción de D. Jorge:
Con dolorido cuidado...
(Con una glosa de Pinar.)
40. Canción de D. Jorge, glosada por Mosén Gazull:
No sé
por qué me fatigo...
41. Un convite que hizo D. Jorge Manrique a su madrastra:
Señora muy acabada...
(Se reprodujo en el Cancionero de Burlas .)
42. Coplas que hizo a una beuda (sic) que tenía empeñado un brial en la taberna:
Hánme dicho que se
atreve.....
(Está también en el Cancionero de Burlas. )
43. En el Cancionero de Sevilla de 1535 se añadieron las Coplas a la muerte de su padre, y además
las siguientes:
44. Adición hecha por Rodrigo Osorio sobre dos coplas que hallaron al Sr. D. Jorge Manrique en el
seno quando lo mataron:
¡ Oh mundo!, pues que nos matas...
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45. Otras suyas (¿de Manrique o de Osorio?) hechas en menosprecio del mundo y contra la
desordenada codicia:
Corazón triste, reposa...
46. Otras suyas (¿de Manrique o de Osorio?) sobre la desorden del mundo:
En este siglo mundano...
En el Cancionero de Toledo de 1527 y en todos los posteriores:
47. Canción de D. Jorge:
Cada vez que mi memoria...
48. Otra suya:
No tardes muerte, que muero...
49. Otra suya:
Por vuestro gran merecer.
El registro de los Cancioneros manuscritos no arroja ninguna composición nueva que añadir a este
catálogo.
[p. 390]. [1] . No sabemos cuál de ellas, porque el Conde de Paredes fué casado tres veces: la segunda
con doña Beatriz de Mendoza, hija del señor de Cañete; la tercera, con doña Elvira de Castañeda, hija
del señor de Fuensaldaña.
[p. 390]. [2] . Palabras de Quintana (pág. XX de su introducción a las Poesías selectas castellanas,
edición de 1829, tomo I).
[p. 391]. [1] . Ya se la daba este título en el siglo XVI. Así, Alonso de Calleja, en el prólogo que puso
a la Glosa de Fray Rodrigo de Valdepeñas: «Diré, por ser breve, que más se sentirán las utilidades de
esta Elegía en el pecho de quien la lea, que se puedan con artificio declarar.»
Y el mismo Cartujo glosador, en el epigrama latino que pone al frente de su trabajo, usa el nombre de
elegía, que luego interpreta por endecha:
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Quid valeant mundi fastus: quid sceptra, secures,
Forma, voluptates, stemmata, divitiae,
Vita, salus, vires, sit quanta potentia regni,
Parca severa, tui , blanda Elegia canit.
..............................................
En esta breve endecha está engastado
De vida un vivo espejo y de la muerte.
[p. 392]. [1] . Apenas hay centón de poesías para la enseñanza, ni tratado de Retórica y Poética, en
que no salgan a relucir las famosas Coplas, pero mutiladas siempre. ¡Qué grande es el poder de la
inercia entre nosotros!
[p. 395]. [1] . Vid. el prólogo de Alonso de Calleja al frente de la glosa del Cartujo Fr. Rodrigo de
Valdepeñas.
[p. 397]. [1] . En prosa francesa por Mr. Grangeret de la Grange en 1828, y en prosa castellana por
don León Carbonero y Sol, catedrático que fué de Árabe en la Universidad do Sevilla; y aun en los
mismos versos alemanes de Schack.
[p. 399]. [1] . «Ubi sunt principes gentium, et qui dominantur super bestias quae sunt super terram,
qui in avibus coeli ludunt, qui argentum thesaurizant et aurum in quo confidunt homines, et non est
finis acquisitionis eorum? Qui argentum fabricant et solliciti sunt, nec est inventio operum illorum?
Exterminati sunt, et ad inferos descederunt, et alii loco eorum surrexerunt.»
[p. 400]. [1] . Pueden añadirse otras muchas reminiscencias de Boecio más o menos importantes:
«Haec nostra vis est: hunc continuum ludum ludimus, rotam volubili orbe versamus.» (Libro II, prosa
II.)
Que bienes son de Fortuna
Que se vuelven con su rueda
Presurosa.
«Defunctumque leves non comitantur opes.»
(Libro III, metro 3.º)
Pero digo que acompañen
Y lleguen hasta el sepulcro
Con su dueño.
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[p. 404]. [1] . Análogos símiles usa el mismo Gómez Manrique en la continuación que hizo de las
Coplas de Juan de Mena sobre los pecados mortales:
Aunque las glorias mundanas,
Fablando verdad contigo,
Más presto pasan, amigo,
Que flores de las mañanas.
..............................
Que el deporte que más dura
En esta vida mezquina,
Se podrece tan ayna
Como manzana madura.
Y de la vida dice:
La qual pasa como sueño,
E como sombra fallesce...
El origen primero de todas estas comparaciones ha de buscarse en la Biblia, y especialmente en el
libro de Job y en los libros sapienciales, en los profetas y en los salmos: Transierunt omnia illa
tanquam umbra. Fugit velut umbra et nunquam in eodem statu permanet. Omnis gloria ejus quasi
flos agri. Quoniam tamquam foenum velociter arescent, et quemadmodum olera herbarum cito
decident. Laedetur quasi vinea in primo flore botrus eius.
Me he limitado con toda intención a citar aquellos textos que segura o verisímilmente hubo de
conocer Jorge Manrique. Por lo demás, en las poesías latinas de la Edad Media es muy frecuente un
movimiento interrogativo análogo al de las Coplas:
Ubi nunc imago rerum?
Ubi sunt opes potentum?
decía ya Tiro Próspero, poeta del siglo V.
En un cántico sobre la muerte, publicado por Rambach en su Christliche Anthologie, se hace la
pregunta en esta forma:
Ubi Plato, ubi Porphyrius?
Ubi Tullius aut Virgilius?
Ubi Thales? Ubi Empedocles
Aut egregius Aristoteles?
Alexander ubi rex maximus?
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Ubi Hector Trojae fortissimus?
Ubi David, rex doctissimus?
Ubi Salomon prudentissimus?
Cecideront Parisque roseus?
Ceciderunt in profundum ut lapides.
Quis scit, an detur eis requies?
El mismo pensamiento y la misma forma domina en dos poemas De comptentu mundi: el uno en
ritmo dactílico, ha sido atribuído a San Bernardo, pero más bien parece ser de Bernardo de Morley; el
otro ha sido publicado
por Wright entre los versos latinos que comúnmente llevan el nombre de Gualtero Mapes:
a)
Est ubi gloria nunc, Babilonia? Sant ubi dirus
Nabuchonodozor et Darii vigor, illeque Cyrus?
Nunc ubi cura, pompaque Julia? Caesar, obisti,
Te truculentior, orbe potentior ipse fuisti.
Nunc ubi Marius atque Fabricius inscius auri?
Mors ubi nobilis et memorabilis actio Pori?
Diva philippica, vox ubi coelica nunc Ciceronis?
Pax ubi civibus atque rebellibus ira Catonis?
Nunc ubi Regulus, aut ubi Romulus, aut ubi Remus?
Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.
b)
Dic ubi Salomon olim tan nobilis;
Vel Samson ubi est dux invencibilis,
Vel pulcher Absalon vultu mirabilis;
Vel dulcis Jonathas multum amabilis?
Quo Caesar abit, celsus imperio?
..............................................
Dic ubi Tullius, clarus eloquio
Vel Aristoteles summus ingenio.
Vid. para estas comparaciones: Du Méril, Poésies populaires latines du Moyen Age (París, 1847),
pág. 126, y F. Clément, Carmina è Poetis Christianis excerpta (París, 1854), pág. 67.
Ticknor (edición de 1863) recuerda al mismo propósito unos versos ingleses sobre Eduardo IV,
atribuidos a Skelton, y que se hallan en el Espejo para magistrados. Se supone que habla el rey
mismo deste su túmulo:
Where is now my conquest and victory?
Where is my riches and Royal array?
Where be my coursers and my horses hye?
Where is my myrth, my solace, and my play?
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Pero en las literaturas extranjeras la forma más bella y más célebre de esta interrogación es la balada
de Villon Des dames du temps jadis, cuyo encanto mayor consiste en el estribillo verdaderamente
poético e inspirado:
Mais où sont les neiges d'antan?
Si creyéramos en la autenticidad de los versos aztecas del rey de Tezcuco, Netzahualcoyotl, que,
según dicen, floreció en el siglo XV de nuestra era, tendríamos repetido este tema hasta en la poesía
indígena de América; pero los tales versos tienen toda la traza de haber sido inventados en el siglo
XVI o en el XVII por algún ingenioso misionero o algún neófito de noble estirpe indiana, conocedor
de la poesía española. Dicen así los que más
importan a nuestro objeto, en la traducción o imitación de don Joaquín Pesado:
¿Dónde están los clarísimos varones
Que extendieron su inmenso señorío
Por la vasta extensión de este hemisferio
Con leyes justas y sagrado imperio?
¿Dónde yace el guerrero poderoso
Que los Tultecas gobernó el primero?
¿Dónde Necax, adorador piadoso
De las deidades, con amor sincero?
¿Dónde la reina Xiul, bella y amada?
¿Do el postrer rey de Tula desdichada?
Nada bajo los cielos hay estable.
¿En qué sitio los restos se reservan
De Xolotl, tronco nuestro venerable?
¿Do los de tantos reyes se conservan?
De mi padre la frígida ceniza,
¿Qué lugar la distingue y eterniza?
Y por este camino sigue moralizando el supuesto poeta azteca sobre la muerte y la inconstancia de la
dicha humana, en un tono muy semejante al de las coplas manriqueñas, las cuales probablemente
conocía el que inventó los versos.
[p. 409]. [1] . The poem is a model in its kind. Its conception is solem and beautiful and, in
accordance with it, the style moves on-calm, dignified, and majestic.
[p. 409]. [2] . Causeries du Lundi, XIV.
[p. 411]. [1] . Da noticia de esta versión, calificándola de «franca, valiente y nerviosa», don
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Bartalomé J. Gallardo. Existe manuscrita en la Biblioteca del Escorial con este título: Hispana
Georgii Manrici Carmina... in Latium Carmen nuperrime conversa. El códice, escrito con singular
primor de letra en 43 hojas en 8.º, que contienen el texto castellano y el latino, parece haber sido el
mismo que el traductor (cuyo nombre se ignora, por haber sido arrancada la hoja en vitela, que debió
de servir de portada), presentó al Príncipe luego Rey, don Felipe II. La versión comienza así:
Evigilet sternens animus, tenebrisque relictis,
Mens desipiscat hebes, alto experrecta sopore.
Comtemplata quidem vito haec ut praeterit instans,
Un tacite obrepit mors, quam cito gaudia migrent.
Utque recordanti sit urgens causa doloris,
Ut melius semper quod praeterit, esse putemus.
[p. 412]. [1] . Brunet describe esta rarísima edición, que, de no existir la de Sevilla, 1494, por
Meynardo Ungut y Stanislao Polono, pudiera tenerse por la editio princeps de las Coplas en opúsculo
independiente de los Cancioneros:
Glosa famosissima sobre las Coplas de do Jorge manrique. (Col.) Acabóse la presente obra
corregida y enmendada por el mismo autor. E imprimida en la... cybdad de Lisbona... por Valentyn
Fernádes, de la provincia de Moravia. Año ... de myl quinientos y uno año, a diez días del mes de
Abril.
Folio gót., a dos columnas, con figuras en madera.
[p. 413]. [1] . Así parece que hemos de inferirlo de este pasaje de la dedicatoria al Secretario Juan
Vázquez de Molina, puesto que en él se alude manifiestamente a la glosa del Licenciado Cervantes:
«Muchos días son pasados que la glosa que se intitula famosísima, hecha á las Coplas de D. Jorge
Manrique, salió á la luz: en cuyo tiempo yo tenía hecha otra á las mesmas que pensaba sacar: y así
vemos que no está en balde dicho que sabe poco el que piensa que nadie piensa lo que él piensa. Pues
visto que me hurtó la bendición el que se me anticipó primero, haciendo lo que yo pensaba hacer,
quise dexalle el lugar, y no glosalla en metro, como otros muchos han hecho, por no acechalle al
carcañal.»
[p. 413]. [2] . Reimpresa con el título de Avisos sentenciosos sobre el modo de conducirse en el trato
civil de la gente, en el tomo V del Caxón de Sastre, de Nipho. Está en verso.
[p. 418]. [1] . Hay ediciones de Alcalá, 1564, 1570 y 1588; Sevilla, 1577; Huesca, 1584; Madrid,
1614 y 1632. En esta última se añadió la Doctrina del Estoyco Filósofo Epicteto, traducida del griego
por el Maestro Sánchez de las Brozas.
[p. 418]. [2] . Lindamente reimpreso en Sevilla, 1888, por diligencia de don José María de Hoyos y
Hurtado (tirada de 50 ejemplares).
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[p. 418]. [3] . Glosa famosa sobre las Coplas de D. Jorge Manrique, compuesta por el Protonotario
Luys Pérez... Valladolid, en casa de Sebastián Martínez. Acabóse a doze días de (sic) mes de Abril de
1561, 4.º Valladolid, 1564, por el mismo impresor.— Medina del Campo, 1574.
Además de la Glosa, contienen estas ediciones una larga y apreciable composición del Protonotario
Pérez en coplas manriqueñas, tituladas Loores de Nuestra Señora, unas coplas de arte mayor y unos
dísticos latinos en alabanza de Jorge Manrique y de su obra. A ella pertenecen estos versos:
Protulit haud ullum, Manrique, Hispania nostra
Qui posset calamum vel superare tuum.
Hunc relegant reges textum, dignissima monstrat
Lectu, et quam facili tempóre regna cadant.
..............................................
Non Venus hic resonat, lasciva aut verba reportat,
Nec Metamorphoses, Iliacasve rates.
Non silvas, non rura cenit, non belliger arma,
Non figmenta sonat: turpia nulla legas.
Dogmata concentu resonat suavissima sancto,
Quae nos assidue pagina sacra docet.
[p. 419]. [1] . De esta primera glosa ha hecho una reimpresión el Marqués de Jerez de los Caballeros
(Sevilla, imprenta de E. Rasco, 1883), imitando en la tipografía la forma que Gallardo llamaba de los
Astetes viejos.
Esta glosa es la que empieza:
Despierte el alma que osa
Estar contino durmiendo...
[p. 420]. [1] . Coplas de J. Manrique. Translated from the spanish: with an introductory essay on the
moral and devotional poetry of Spain... Boston, 1833.
Esta traducción se ha reproducido después en todas las ediciones de las obras poéticas de Longfellow.
[p. 421]. [1] . No sé que exista versión francesa completa. Nuestro Maury, en L'Espagne Poétique
(1826), y más adelante el Conde de Puymaigre (1873), han traducido algunas estrofas, procurando
remedar el metro del original, a pesar de las dificultades que ofrece la lengua poética francesa para
versiones tan ceñidas. Un solo ejemplo mostrará la ventaja del segundo traductor sobre el primero.
MAURY
Qu'on fait leurs jeux héroïques?
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Pour ces tournois magnifiques
Tant d'apprêts?
Eux et leur faste superbe
Qu'ont-ils êté plus que l'herte
Des guérêts?
PUYMAIGRE
Où sont tournois, joùtes sans nombre,
Habits par les joyaux cachés,
Cimiers flottants?
Tout a disparu comme une ombre...
C'étaient des feuillages séchés
Tombés du temps!
Es de presumir que los alemanes, que lo han traducido todo, tengan no una, sino varias versiones de
estas coplas; pero hasta ahora no han llegado a mi noticia.
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ANTOLOGÍA DE POETAS LÍRICOS CASTELLANOS — II : PRIMERA PARTE : LA
POESÍA EN LA EDAD MEDIA. II.
[p. 423] CAPÍTULO XX.—PEDRO GUILLÉN DE SEGOVIA.—DATOS BIOGRÁFICOS.—
SUS POESÍAS.—SU DICCIONARIO RÍTMICO «LA GAYA DE SEGOVIA».
Pedro Guillén de Segovia [1] no tiene ciertamente la importancia poética de los Manriques, ni
siquiera la de Álvarez Gato; pero, después de ellos, me parece el mejor poeta del reinado de Enrique
IV. Sus contemporáneos le llamaron gran trovador , y fué seguramente de los más fecundos, aunque
la imprenta fuese avara en divulgar sus producciones, puesto que sólo una de ellas fué incluida en la
primera edición del Cancionero general, desapareciendo en todas las posteriores con bien poca
justicia, puesto que se trata nada menos que del primer ensayo de traducción de los Salmos en verso
castellano. Así por esta singularidad, como por la de haber sido Pero Guillén preceptista además de
poeta, y autor del más antiguo diccionario de la rima castellana, merece que de su persona y obras se
dé alguna noticia.
Se le ha llamado indistintamente Guillén de Segovia y Guillén de Sevilla, pero toda discusión sobre
su patria queda cortada por [p. 424] su propio testimonio. Nació en Sevilla el año 1413, según él
mismo declara con toda precisión en estas coplas, que pone en boca de la Filosofía:
Un día nebuloso, que manso llovía,
Naciste en Sevilla...
................... el año de trece.
..................................
Dos horas y tercia pasadas del día,
A ocho de Virgo; el día era martes:
El orbe terreno por todas sus partes
Señales contrarias del curso facía.
De Segovia fué únicamente vecino, en el tiempo de sus adversidades:
Ventura y fortuna mostrando el revés,
Falléme en Segovia con sobra de enojos.
Antes o después residió también en un pueblo de la Sierra, cercano a Pedraza, de donde algunos
equivocadamente le han supuesto natural. Infiérese de estos versos suyos, dirigidos al Arzobispo
Carrillo:
Si vuesa prudencia querrá saber quién
Es este que yase de palmas en tierra,
Mandad preguntar por Pero Guillén,
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Allende Pedrasa, bien cerca la sierra...
En esta misma composición, a la cual antecede un prólogo en prosa, nos da las principales noticias de
su vida. Fué su juventud próspera y holgada, con bienes de fortuna en suficiente copia:
Mostróme fortuna su próspera cara,
Seyendo, en el tiempo de mi juventud,
Fermosa, riente, alegre, muy clara,
Dándome bienes en gran multitud...
Estos días felices de su vida coincidieron con el reinado de don Juan II; y no es muy aventurado
suponer que Pero Guillén de Segovia obtuvo el patrocinio de D. Álvaro de Luna. Fué a lo menos uno
de los pocos trovadores que después del suplicio del Maestre tuvieron el valor de llorar su muerte y
tomar la defensa de su memoria, aunque de un modo tímido e indirecto. El [p. 425] dezir que fizo
Pero Guillén sobre la muerte de D. Álvaro de luna, tiene indudable tendencia apologética. El poeta se
hace cargo de los tres principales capítulos de acusación contra el Maestre: crueza, tiranía y usurpar
la señoría del rey ; y con más o menos habilidad procura contestar a ellos:
Yo digo que quien regía
Tantas gentes en tropel,
De fuerza le convenía
Ser algund tanto cruel.
Si mostró gran tiranía
E codicia singular,
Por los grandes que tenía
Tan prestos a le dañar;
Presumo, syn más mirar,
Que, celando grand ofensa,
En sólo tener que dar
Procuraba su defensa.
............................ .
En lo público se falla
Ser al rey muy obidiente:
En regir cualquier batalla
Esforzado e diligente.
............................
Yo no sé por quáles modos
Se encendió aquesta brasa:
Justicia queremos todos;
Pero non por nuestra casa.
De esta apología se va elevando el autor a ciertas consideraciones morales sobre la instabilidad de las
grandezas humanas y los misteriosos decretos de la Providencia, visibles en la catástrofe de D.
Álvaro:
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Volvamos al vituperio
De esa muerte tan mezquina,
Celebrado por misterio
De la potencia divina.
............................
Todo quanto aquí revelo
En esto sólo se encierra:
Que, lo que viene del cielo,
Secución habrá en la tierra.
Por súbitos reveses de fortuna, que en ninguna parte explica, pero en los cuales debieron de influir
algo la caída del [p. 426] Condestable, y pocos años más adelante la muerte del Marqués de
Santillana y de Juan de Mena, que eran los principales maestros y protectores de Pero Guillén, [1]
vióse éste despojado de todo su haber, y constreñido por la dura ley de la necesidad a hacerse copista
de escrituras ajenas, oficio en que gastó diez años de su vida y perdió casi del todo la vista. Así lo
refiere en la Suplicación que ordenó para el Arzobispo Carrillo: «No hay mayor infortunio al homme
que viene en pobreza, que haber primero conocido al estado próspero. Et como yo... en mi juventud
hobiese habido de los temporales bienes, tantos con que segund mi estado, podiera, sin pedir,
conservar mi honra y sustentar la misma vida... la fortuna trocó los tiempos en tal término, a que
destruídos los bienes que prestado me había, me puso en tanta baxeza de estado, que, dexando la
diferencia de los grados, casi me quiso igualar en la caída con aquel Dionisio... que de ser grand
señor vino a tener escuela de vezar niños. Ca yo por semblante manera, sin tener penula nin
discreción por me sostener si pudiera, ha diez años que escribo escripturas ajenas. E la malvada
fortuna, non contenta de aquesto, por me más apremiar, quitóme la mayor parte de la vista; de guisa
que ya por efecto de aquella non fazo mi obra como debía; así que aun aquello que del trabajo había
me quitó. Lo cual con poca paciencia mirado, ya non tanto en respecto mío, como de los fijos
menudos y cargo de casa, a quien valer no puedo, me sojuzgaron pensamientos más cercanos a
desesperación que al católico propósito.»
En sus coplas expresa enérgicamente esta situación de espíritu:
Mirando mi mengua se doblan mis penas,
En tal grado vivo que es muerte mi vida,
Veo mis hijos por casas ajenas,
Mi honrra y mi fama del todo perdida.
En fin, cuando estaba a punto de matarse (aberración rara en un hombre del siglo XV), tuvo la suerte
de hablar en [p. 427] confesión con un religioso observante, «de buena y honesta vida», el cual,
además de la melecina espiritual con que le apartó de su mal propósito, le dió el remedio temporal de
una carta comendatoria para el Arzobispo Carrillo. Pedro Guillén, acordándose de que era poeta,
juntó a la misiva del fraile, para hacerla más eficaz, una larga composición en cincuenta y ocho
estancias de arte mayor, que Gallardo y otros llaman diálogo entre el autor y la Filosofía, pero que es
realmente un memorial disfrazado en la habitual forma alegórica, no sin alguna reminiscencia de los
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razonamientos que Boecio, en su libro de la Consolación, pone en labios de la Filosofía. Pero Guillén
se supone transportado al Monte Parnaso, en presencia de las Nueve Musas, de los Poetas y
Sabidores, de la Prudencia y de la Filosofía, a los cuales propone sus dudas sobre esta fundamental
cuestión:
¿Por qué contrariados de adversa fortuna
Padescen los buenos grand pena terrible,
Los malos subidos en alta coluna?
Es, como se ve, la misma tesis del tratado De Providencia de Séneca: «¿Quare bonis viris mala
accidant cum sit Providentia?»
Aparte de los sabidos, pero siempre provechosos tópicos sobre lo transitorio y falaz de las
prosperidades de los malos y sobre la paz de la conciencia del justo, la Filosofía aconseja al poeta que
busque el amparo de un Mecenas tal como el Arzobispo Carrillo, de quien hace este rimbombante
elogio:
Tu patria sostiene un claro varón
A quien la fortuna vencida se omilla,
Que tiene en el cielo eterna mansión
Y aquí con nosotros bruñida su silla.
Aqueste es espejo de toda Castilla,
Timbre del mundo, primado de España,
Aqueste merece la sylla romana.
.....................................
Pues pártete luego, no tardes, aguija,
Y aquesto que digo ternás en memoria;
Por quien sojuzga la fuerte Torija
Irás preguntando camino de Soria:
Fallarlo has armado, vestido de gloria,
En acto de gloria sirviendo su rey,
Con ánimo puro guardando la ley
Por dar a Castilla de Francia vitoria.
[p. 428] Estos últimos versos fijan la fecha de la composición, la cual pertenece sin duda al año 1473,
en que el Arzobispo concurrió al cerco de Torija y formó parte de la expedición castellana enviada a
Perpiñán en auxilio del rey D. Juan II de Aragón contra los franceses.
Acogió Carrillo de buen talante la suplicación de Pero Guillén (que no llevó él en persona por no
ponerse bermejo ), y desde entonces cambió de aspecto la fortuna del poeta, que entrando en la casa
del Arzobispo llegó a ser su Contador y obtuvo de él otras muchas mercedes, a las cuales
correspondió tejiendo una historia panegírica de sus hechos en el proemio de la Gaya. Fué, pues, no
sólo el poeta áulico, sino el cronista oficial del Arzobispo. Nada sabemos de sus últimos años. Era ya
muy anciano al advenimiento de los Reyes Católicos, y no hay en sus poesías alusión alguna
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posterior a aquella fecha. De su hijo Diego Guillén de Ávila, canónigo de Palencia, traductor de las
Estratagemas de Frontino y panegirista de la Reina Católica en un largo poema, se hablará más
adelante.
Las poesías de Pero Guillén de Segovia se han conservado en dos códices que difieren mucho en su
contenido, uno de la Biblioteca de Palacio (signatura VII-D-4 antigua y 2-F-5 moderna) y otro de la
Biblioteca de la Catedral de Sevilla, del cual existe copia del siglo pasado en la Biblioteca Nacional
(manuscrito 241). [1] Son muy pocos y de poca monta los versos de amores, sin duda porque el autor,
cuando formó su Cancionero, se había despedido ya de estas locuras juveniles como lo indica su
Dezir sobre el Amor, fecho en el Val de Paraíso, estando en las Salinas de Atienza: visión dantesca
en que, atravesando Pero Guillén los montes Pirineos, Apeninos y Rifeos, conducido por la Fortuna,
oye los consejos del sabio Salomón, que, como tan experimentado en la materia, le persuade de que
todo es vanidad de vanidades y aflicción de espíritu.
Abundan, por el contrario, las composiciones morales y sagradas, más propias de la edad y
circunstancias del poeta, y quizá de las tendencias de su ingenio. Hay también algunas políticas y de
circunstancias, como el Dezir que fizo a Enrique IV en los [p. 429] primeros días de su reinado,
cuando, hechas las paces con Aragón y Navarra, parecía abrirse para el reino un período de
tranquilidad y bienandanza, que, por desgracia, fué tan efímero. Pero en este género lo más notable
que compuso, a lo menos por el generoso sentimiento que en ella campea, es la Lamentación, que ya
conocemos, sobre la muerte de D. Álvaro.
Aunque muy admirador de Gómez Manrique, de quien se profesaba no rival, sino discípulo, [1]
sostuvo con él repetidas contiendas poéticas; y ya para adular al Arzobispo Carrillo y al Contador
Diego Arias, como algunos sospechan, ya por mera emulación de versificador y ejercicio de estilo
sobre un mismo tema, replicó en el mismo metro a la Querella de la Gobernación, y a los Consejos,
sin ningún género de acrimonia a la verdad, pero sí con profusión de lugares comunes, quedando muy
por bajo del original que quería imitar o refutar. Tampoco la continuación que hizo del poemita de
Juan de Mena sobre los siete pecados mortales compite con la de Gómez Manrique, aunque es mejor
que la de Fr. Jerónimo de Olivares.
Con más originalidad y más brío de estilo procede en otros decires, especialmente en el del día del
juicio , y en el que hizo contra la pobreza, de cuyos efectos y calidades tenía tan profundo y triste
conocimiento. Pero su obra mejor en esta línea es, sin duda, el Discurso de los doce estados del
mundo, que tiene mucho de sátira social, al modo de las Danzas de la Muerte. Los doce estados de
que sucesivamente trata en treinta y dos coplas son los de príncipe, prelado, caballero, religioso,
ciudadano, mercader, labrador, menestral, maestro, discípulo, solitario y mujer, así dueña como
doncella. La áspera valentía y franqueza con que habla de los malos prelados, siguiendo el ejemplo
del Canciller Ayala y de otros moralistas de los tiempos medios, prueba el carácter recto e
independiente del familiar del Arzobispo Carrillo, sobre el cual podían recaer, si no todos, algunos de
los dardos de esta sátira:
[p. 430] Si eres perlado, enciendes el fuego
Con muchas e orribles bestiales costumbres,
Dexando tu pueblo andar casi ciego,
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A quien tú de fuerza conviene que alumbres.
Si tú fueras bueno, con tus oraciones
Podrías a muchos librar de tormento,
Redrar de tu pueblo las persecuciones,
Seyendo constante en las moniciones,
Et muy pïadoso en el regimiento.
No sabemos que el Arzobispo, a quien servía Pero Guillén, se cuidara mucho de esto; por todo elogio
de su piedad dice su biógrafo que rezaba bien sus horas; pero en cambio era «gran trabajador en las
cosas de la guerra, placíale tener continuamente gente de armas... procuraba siempre haber grandes
tesoros, y gastaba mucho en el arte de la alquimia» [1]
Forman parte integrante de este Discurso la declaración de los diez mandamientos, y algunas coplas
más que Pero Guillén llama Reglas de salvación. Su musa tiene evidente parentesco con la de las
Setecientas de Fernán Pérez de Guzmán, y no es mucho más amena y deleitable que ella.
Hay que hacer una excepción, sin embargo, en favor de Los Siete Salmos penitenciales trovados,
única composición de Pero Guillén que entró en el Cancionero general, de donde la Inquisición
mandó borrarla en el período en que fué implacable con las traducciones de los sagrados libros en
lengua vulgar. Estos Salmos de Pero Guillén están compuestos en el mismo metro que los Proverbios
del Marqués de Santillana, y son casi el único ensayo de poesía bíblica directa que encontramos en
nuestra literatura de la Edad Media, así como por el contrario, en el siglo XVI abundaron tanto. Hay
en la tentativa de este oscuro trovador (tan mediano en sus poesías originales, pero esta vez tan
inspirado por el texto que interpretaba), notable fuerza de expresión, ardor poético insólito en él,
contrición íntima y fervorosa, gran vehemencia de afectos, realzada por la noble sencillez de la
expresión y no contrariada por el fácil y rápido movimiento del metro, con ser éste más gracioso que
elevado, y a primera vista el menos a propósito para ensayar en él una versión de los Salmos. No es
[p. 431] el menor mérito de Pero Guillén el haber salvado esta dificultad de adaptación, siempre con
decoro y casi siempre sin violencia.
Además de sus poesías, nos queda de este ingenio un diccionario de rimas, el más antiguo que
tenemos en castellano, compuesto a imitación de las obras provenzales y catalanas del mismo género,
especialmente del Libre de concordances, de rims e de concordans apellat Diccionari, de Jaime
March, y del Torcimany, de Luis de Aversó. Tal es el carácter del libro inestimable para nuestra
prosodia, que lleva por título La Gaya de Segovia o Silva copiosísima de consonantes para alivio de
trovadores. [1] Contra la costumbre de los autores de esta clase de obras, el proemio no contiene la
menor indicación teórica, no ya de preceptiva literaria, sino ni de gramática. Es cierto, sin embargo,
que faltan algunas hojas al principio y al fin del códice, y que en ellas pudo estar la doctrina general
que hoy echamos de menos; pero la parte que tenemos de la introducción es meramente una historia
encomiástica del Arzobispo Carrillo, muy digna de ser consultada a pesar de su evidente parcialidad.
No fué Pero Guillén el único escritor de aquellos tiempos que tuvo la extraña, y para la posteridad
muy oportuna, idea de convertir la dedicatoria de un libro en crónica del personaje a quien el libro
estaba dedicado. Gracias a eso gozamos la interesante relación de los Hechos del Clavero de
Alcántara D. Alonso de Monroy, puesta por Alonso Maldonado al frente de una traducción de
Apiano; y en la dedicatoria de otra versión del mismo Apiano narró el Bachiller Juan de Molina los
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tumultos de la Germanía de Valencia.
El diccionario rítmico de Pero Guillén, que es realmente muy copioso y debía publicarse íntegro en
beneficio de nuestra lengua, empieza con los principios y raíces de los consonantes, y sigue con la
lista de éstos, precedida de una tabla que facilita su busca y manejo.
NOTAS A PIE DE PÁGINA:
[p. 423]. [1] . La más completa monografía acerca de Pedro Guillén de Segovia, se halla donde
menos pudiera esperarse: en el libro titulado Traducción en verso del Salmo L. de David «Miserere
mei Deus» y noticia de versiones poéticas que de dicho Salmo se han hecho en lengua castellana y de
sus autores, trabajo muy erudito y curioso de mi difunto amigo don Fernando de la Vera e Isla
Fernández. (Madrid, 1879, págs. 104-133.)
[p. 426]. [1] .
Buscando las cabsas Fortuna malvada
Por donde más dapnos causar me podría,
Quitó al Marqués, llevó a Juan de Mena,
Maestros fundados de quien aprendía.
...........................................................
[p. 428]. [1] . El Sr. Vera e Isla presenta el índice completo de ambas colecciones.
[p. 429]. [1] .
Que guarde la vida del sabio Manrrique,
Pues desta sciencia sostiene la cumbre;
Porque mis ojos non queden sin lumbre,
Y a buenos conceptos mis obras aplique.
(Suplicación al Arzobispo Carrillo.)
[p. 430]. [1] . Así Hernando del Pulgar en los Claros Varones.
[p. 431]. [1] . Pertenece este manuscrito a la Biblioteca del Cabildo de Toledo, pero actualmente se
halla depositado en la Nacional, donde también hay un extracto muy incompleto formado por el P.
Burriel.
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