El perdón y la promesa

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 El perdón y la promesa
¿Quién no desea tener una trayectoria coherente? De un modo u otro, aspiramos a
que la peripecia vital componga una biografía -por modesta que sea-, y no hojas
sueltas de calendario. Este deseo choca no sólo con los obstáculos exteriores, sino
con nuestros propios límites: esa continua tensión entre lo que somos, lo que
hemos sido y lo que deberíamos llegar a ser. Lo que ahora vemos como errores
del pasado arrastra la carga de lo irreversible; las metas que nos fijamos para el
futuro llevan el sello de la incertidumbre: ¿Seré capaz? ¿No cambiaré? ¿Seguirá
teniendo sentido ese compromiso?
A estas limitaciones de la acción humana respondía Hannah Arendt en un ensayo,
recientemente traducido (1): "La redención posible de esta desgracia de la
irreversibilidad es la facultad de perdonar, y el remedio para la impredecibilidad se
halla contenido en la facultad de hacer y mantener las promesas. Ambos remedios
van juntos: el perdón está ligado al pasado y sirve para deshacer lo que se ha
hecho; mientras que atarse a través de promesas sirve para establecer en el
océano de inseguridad del futuro islas de seguridad sin las que ni siquiera la
continuidad, menos aún la durabilidad de cualquier tipo, sería posible en las
relaciones entre los hombres".
Esta facultad de perdonar y de ser perdonado no sólo libera de una culpa, sino que
nos vuelve a unir a los demás. Pues a veces se nos va entre las manos un amor,
una amistad, un proyecto común, precisamente por no haber dicho a tiempo: lo
siento. Por no ahogar en su origen esa semilla de discordia, esa frialdad, ese
rencor. La posibilidad de perdón es una garantía también para mantener el temple
que exige el compromiso. Pues si el perdón no repara los fallos, al final la ruptura y
el bandazo parecerán el único modo de volver a empezar.
En cambio, el perdón y el olvido permiten que la acción humana se despliegue con
nuevo brío: "Sin ser perdonados -sigue diciendo Arendt-, liberados de las
consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad de actuar estaría, por así
decirlo, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos
para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo
que carecía de la fórmula para romper el hechizo".
Esa capacidad de recomenzar abre la puerta a la novedad sin renegar de la
duración. Los vientos hoy dominantes llevan a buscar la seguridad en la ausencia
de compromiso, en la indefinición, en dejar abiertas otras posibilidades. Y es cierto
que toda decisión a la vez que abre un camino, clausura otros. Pero la máxima
indeterminación es también la máxima inseguridad y la condena a la esterilidad.
Por el contrario, hacer y cumplir promesas es indispensable para lograr el
desarrollo de la personalidad. "Sin estar atados al cumplimiento de las promesas,
no seríamos nunca capaces de lograr el grado de identidad y continuidad que
conjuntamente producen la 'persona' acerca de la cual se puede contar una
historia; cada uno de nosotros estaría condenado a errar desamparado, sin
dirección, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, atrapado en sus humores,
contradicciones y equívocos". De este modo, los vínculos con algo noble son lo
que nos permite mantener un rumbo, en vez de ir a la deriva empujados por los
estímulos del momento.
Este sentido del compromiso es compatible con el placer de comenzar, de
establecer nuevas relaciones y de buscar otros modos de ser fiel a lo mismo. Entre
la rutina mostrenca y el abandono irresponsable hay un espacio para la renovación
que libera. A este respecto, dice Arendt, "perdonar y hacer promesas son como
mecanismos de control establecidos en el propio seno de la facultad de iniciar
procesos nuevos y sin fin". Si muchas veces esos comienzos no alcanzan madurez,
quizá sea porque lo que nos perdonamos fácilmente son las promesas.
Ignacio Aréchaga
ACEPRENSA
(1) Hannah Arendt, De la historia a la acción, Paidós, Barcelona (1995), pp. 106-107.
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