Julio Cortázar

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Julio Cortázar
PRESENTACION - Nacido en Bruselas en 1914, sus padres se trasladaron pronto a Buenos Aires. Vivió en París la
mayor parte de su vida y en 1981 se nacionalizó francés, como protesta ante la dictadura militar argentina.
Estudió en la Escuela Normal de Profesores y fue profesor de Lengua y Literatura francesa en varios institutos de la
provincia de Buenos Aires, y más tarde en la Universidad de Cuyo. En 1951 consiguió una beca para realizar estudios
en París y ya en esta ciudad pasó a ser traductor de la UNESCO, trabajo que desempeñó toda su vida. Mantuvo un
compromiso político activo en defensa de los derechos humanos.
Formó parte del Tribunal Russell II que en 1973 juzgó en Roma los crímenes llevados a cabo por las dictaduras
latinoamericanas. Resultado de esta actividad fue su libro Dossier Chile: el libro negro.
Viajero impenitente e intelectual abierto, fue uno de los autores del "boomquot; de la Literatura latinoamericana. Estos
escritores consiguieron, a través de sus encuentros literarios y conferencias en diversos foros tanto de Estados Unidos
como de Europa, sus relaciones con editoriales, sus colaboraciones con la prensa europea, un reconocimiento
internacional para su obra, que, sin renunciar a sus raíces culturales, se universalizó tanto en temáticas como en estilos.
Así, lo que empezó siendo un lanzamiento editorial de una nueva narrativa se convirtió en una presencia renovadora
constante de la literatura, debido, por supuesto, a la calidad de las obras.
Gran parte de su obra constituye un retrato, en clave surrealista, del mundo exterior, al que considera como un laberinto
fantasmal del que el ser humano ha de intentar escapar. Una de sus primeras obras, Los reyes (1949), es un poema en
prosa centrado en la leyenda del Minotauro. El tema del laberinto reaparece en Los premios (1960), una novela que gira
alrededor del crucero que gana un grupo de jugadores en un sorteo, y que se va convirtiendo a lo largo del relato en una
auténtica pesadilla.
El Cortázar de los cuentos ha creado escuela por sus propuestas sorprendentes, su estilo vanguardista y sus atmósferas
fantásticas e inquietantes que retoma la de los relatos de su compatriota Jorge Luis Borges. El ritmo del lenguaje
recuerda constantemente la oralidad y, por lo tanto, el origen del cuento: leídos en voz alta cobran otro significado. Lo
curioso de estos relatos es que el lector siempre queda atrapado, a pesar de la alteración de la sintaxis, de la disolución
de la realidad, de lo insólito, del humor o del misterio, y reconstruye o interioriza la historia como algo verosímil.
Entre las colecciones de cuentos más conocidas se encuentran Bestiario (1951), Las armas secretas (1959), uno de
cuyos relatos, 'El perseguidor', se ha convertido en un referente obligado de su obra; Todos los fuegos el fuego (1966);
Octaedro (1974), y Queremos tanto a Glenda (1981). Entre el relato y el ensayo imaginativo de difícil clasificación se
encuentran Historias de cronopios y de famas (1962), una especie de collage extraño sobre situaciones de la vida
cotidiana interpretadas de una manera chocante; La vuelta al día en ochenta mundos (1967) o Último round (1969).
También escribió algunos poemarios como Presencia (1938), Pameos y meopas (1971) o Salvo el crepúsculo (póstumo,
1985).
Rayuela (1963), la obra que despertó la curiosidad por su autor en todo el mundo, implica al lector en un juego creativo
en el que él mismo puede elegir el orden en que leerá los capítulos: lineal o alternado, siguiendo un modo poco
convencional predeterminado, pero que en esta propuesta ya se sugiere la atemporalidad e incluso que el lector haga una
incursión personal en el libro; con ello lo que está proponiendo es la de(s)-construcción de un texto. En esta obra,
Cortázar se enfrenta al problema de expresar en forma novelada las grandes interrogantes que los filósofos se plantean
en términos metafísicos.
Se trata de representar el absurdo, el caos y el problema existencial mediante una técnica nueva. El autor pretende echar
abajo las formas usuales de la novela para crear ex profeso una antinovela, sin trama, sin intriga, sin descripciones ni
casi cronología. Él mismo dice que quería superar el falso dualismo entre razón e intuición, materia y espíritu, acción y
contemplación para alcanzar la visión de una nueva realidad, más mágica y más humana. Al final de la novela, en
oposición a la novela clásica o tradicional, quedan interrogantes sin resolver, como en la vida misma: nada se cierra,
todo está abierto a múltiples mundos.
Son muchas las influencias que se han encontrado en Rayuela. El carácter de que la literatura es la falsificación de un
modelo inexistente o imposible, lo desarrollaron tanto Macedonio Fernández como Ramón Gómez de la Serna, y el
cuestionamiento de los géneros literarios o desmontaje del propio hecho narrativo aparece en el uruguayo Felisberto
Hernández. Toda esta metanovelística, por otro lado, es la desarrollada por Jorge Luis Borges, que buscaba con la
literatura destruir la literatura. E incluso, preocupaciones literarias parecidas las tuvo Miguel de Cervantes al presentir la
realidad como una ilusión. Estos planteamientos estéticos los llevó después a su novela 62 / modelo para armar (1968),
obra que toma su nombre del capitulo 62 de Rayuela que no se lee si se sigue el orden fijado por el autor. Con una
temática política sobre la situación latinoamericana y unos exiliados en París, pero con las mismas inquietudes
literarias, publicó en 1973 El libro de Manuel.
Murió en París el 12 de febrero de 1984.
de Historias de cronopios y de famas
Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj,
" Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno
florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj,
que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena
marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo
picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo
saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y
precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar
a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu
muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación
de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de
atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la
radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo
roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la
seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de
comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el
regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj. "
CONDUCTA DE LOS ESPEJOS EN LA ISLA DE PASCUA
Cuando se pone un espejo al oeste de la isla de Pascua, atrasa. Cuando se
pone un espejo al este de la isla de Pascua, adelanta. Con delicadas
mediciones puede encontrarse el punto en que ese espejo estará en hora, pero
el punto que sirve para ese espejo no es garantía de que sirva para otro, pues
los espejos adolecen de distintos materiales y reaccionan según les da la real
gana. Así Salomón Lemos, el antropólogo becado por la Fundación
Guggenheim, se vio a sí mismo muerto de tifus al mirar su espejo de afeitarse,
todo ello al este de la isla. Y al mismo tiempo un espejito que había olvidado al
oeste de la isla de Pascua reflejaba para nadie (estaba tirado entre las piedras)
a Salomón Lemos de pantalón corto yendo a la escuela: después, a Salomón
Lemos desnudo en una bañera, jabonado entusiastamente por su papá y su
mamá; después, a Salomón Lemos diciendo ajó para emoción de su tía
Remeditos en una estancia del partido de Trenque Lauquen.
De Bestiario:
Casa tomada
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas
antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba
los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y
toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues
en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza
por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a
Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos
al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos
platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y
silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos
a creer que era ella la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos
pretendientes sin mayor motivo, a mi se me murió María Esther antes que
llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la
inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de
hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros
bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el
terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos
justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad
matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se
porque tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en
esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas
siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y
chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un
momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas.
Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se
complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba
esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si
había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a
la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el
tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no
se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la
cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con
naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a
Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos
los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene
solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mi se
me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y
viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente
los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con
gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas
retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su
maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un
baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban
los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y
la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán,
abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada;
avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba
el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de
la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el
baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy
grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican
ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la
casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires
será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay
demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los
mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da
trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento
después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias
inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de
repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo
hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que
llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El
sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o
un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un
segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta
la puerta. Me tire contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré
de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado
y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del
mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su
labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la
parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa,
por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de
Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los
primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con
tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa mas de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y
ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la
cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió
esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer
fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que
abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba
con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un
poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a
revisar la colección de estampillas de papa, y eso me sirvió para matar el
tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos
en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel
para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien,
y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no
de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones
que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de
por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos
respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los
mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores
domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las
hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza.
En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a
hablar en vos mas alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay
demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella.
Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los
dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de
noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes
de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de
agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez
en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido.
A Irene le llamo la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado
sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente
que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el
pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo
hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte
pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos
quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las
hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos
habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de
mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé
con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos
así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada
y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
De Queremos tanto a Glenda, 1980. Editorial Sudamericana
Graffiti
Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te
hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad
o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y
entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de
nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más
solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino
desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado,
yéndote en seguida.
Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una
protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la
prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros.
Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el
término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y
hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los
insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les
importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier
cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo
mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se
sabía demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso
te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para
hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que
transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo
como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde
lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie
se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una
rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras
enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me
duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer.
Después solamente seguiste haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro
se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel
o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no
podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas:
un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como
andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por
ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a
dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante
como si los policías fueran ciegos o idiotas. Empezó un tiempo diferente, más
sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en
cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos
esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al
anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción
insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno
de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más
vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y
azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas
carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los
colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una
interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las
patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un
rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un
juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco
de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le
hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro
puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos,
la quisiste un poco.
Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a
su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez
mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al
garage, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el cafe de la
esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo,
cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al
amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo
blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la
esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una
patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero
eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro,
comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la
atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te
barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón,
corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a
la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la
lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los
alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la
tiraran en el carro y se la llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba
por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y
alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su
nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían
borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender
que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso
un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un
ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que
estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco
a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces
volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la
mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías
de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos, a
pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a
abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las
paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo
claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que
roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste
resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del
garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un
gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo
lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito
verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo
con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la
esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones
vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quizo patear al gato y
cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el
primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste
al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios
(habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al
anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día.
Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y
negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido
tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era
sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de
donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada
a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué
mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte
adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de
volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco
para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas
cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías
otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.
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