colaboración jesuitas - laicos

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COLABORACIÓN JESUITAS - LAICOS
¿CÓMO Y PARA QUÉ?
Josefina Errázuriz A.
A partir de algunas sugerencias de escribir algo acerca de la relación
jesuitas – laicos a las que respondí que no podía, quedé con la sensación de que
algo podría intentar decir desde mi experiencia y sensibilidad. Y, al tratar de
organizar lo que se me venía a la cabeza, me brotó lo que sigue, como un primer
esbozo de algo que hemos de pensar y articular entre muchos, ojalá entre todos los
que nos sintamos tocados por este desafío.
¿Qué andamos buscando?
Me parece muy esperanzador el que podamos estar soñando,
deseando y conversando acerca de una colaboración jesuitas – laicos que pueda
llegar a transformarse, de alguna manera aún no prevista, en una “Red Apostólica
Ignaciana”. Parece ser un nuevo llamado del Señor a dar un paso más en un largo
y fructífero caminar de siglos. Tendría mucho sentido escuchar y tratar de
responder a este nuevo llamado en el marco de este año de jubileos ignacianos.
Creo que el lazo afectivo que unía a Ignacio, Xavier y Fabro podría iluminar este
empeño. Porque la fuerza del amor de Dios en ellos los unió en una “amistad en el
Señor” que los hizo sentirse cercanos, en comunión misionera, y los dinamizó
apostólicamente con gran fuerza para evangelizar al mundo de su época.
Implicaría que, como ellos, reconocemos estar llamados a ser una Comunidad
ignaciana en misión; con la disponibilidad y la determinación necesaria para
buscar los muy diversos medios para construirla. Y la razón para hacerlo sería:
porque hoy el Cuerpo de Cristo lo requiere y necesita y ¡porque el trabajo por el
Reino de Dios nos urge!
Intuyo, también, que sería una forma concreta de ponerle cuerpo,
desde la vertiente ignaciana, al llamado de Dios en el Concilio Vaticano II.
Llamado a transformar el modo de sentir, de vivir y de ser Iglesia. Llamado a
encarnar el proyecto trinitario de Dios de salvar, llevar buenas noticias y alegrar al
mundo de hoy y del futuro. Sus conclusiones nos invitan a vivir la Iglesia como la
Comunidad del Pueblo de Dios en marcha en la que todos, jerarquía y laicado,
somos importantes y aportamos lo nuestro como algo insustituible. Y vivir esto
exige una nueva manera de ser y sentirnos Iglesia. Exige que busquemos formas
de llegar a ser esa Comunidad de los que en Cristo creemos y esperamos, esa
Iglesia de Comunión para la Misión, esa Comunidad en la que los laicos tenemos
una gran responsabilidad y un lugar irremplazable por constituir la inmensa
mayoría de los bautizados. La inmensa mayoría de los invitados por el Señor a
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formar parte de su Cuerpo, que es la Iglesia; la mayor parte de los enriquecidos
por Sus múltiples regalos o carismas.
Tomando en cuenta esta riqueza de las múltiples formas, siempre
novedosas, que toma en la historia el amor de Dios derramado en sus hijos, la
Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en 1992, llega a hablar del
“protagonismo laical” que necesita la Iglesia para abrirse al futuro y poder llevar
las buenas noticias del amor de Dios (Santo Domingo, Conclusiones, N° 97 y 103).
Esta declaración parece tomar en serio la afirmación de San Pablo de que los
múltiples carismas son regalo de Dios para enriquecernos a todos (1 Cor 12,1-7). Y
en la Comunidad de los bautizados, la mayoría somos laicos y nuestros carismas,
regalados por Dios, son para alegrar el mundo y trasmitirle buenas noticias.
¡Podemos, con nuestras vidas, trasmitir tantos regalos! Trasmitir, por ejemplo,
vivencias de amor gratuito, de paternidad y maternidad, de amor conyugal, de
amistad, de trabajo esforzado y cariñoso, de creaciones artísticas, de conocimientos
científicos, de armonía estética, de novedad en las ideas, en resumen una
multifacética muestra de los muchos regalos y carismas con que nuestro Dios nos
enriquece para servir a la humanidad.
En la misma línea, la Congregación General 34 de la Compañía de
Jesús, en su decreto 13 N° 1, dice que la Iglesia del tercer milenio será “la Iglesia
del laicado”. Esto puede resonarnos como un gran desafío del Espíritu Santo o
como palabrería inútil. Puede tratarse de un llamado novedoso del Espíritu a Su
Iglesia y, si esto es así, nos podrá aportar una tremenda fuerza dinamizadora
capaz de abrir un futuro misionero nuevo, esperanzador e impredecible… Pero
corremos el peligro de sentir que se trata de palabrería inútil, porque la verdad es
que vivimos en una Iglesia que es aún muy clerical, en la que el centro de
gravedad no está radicado en la riqueza regalada por Dios a la Comunidad sino en
el restringido enclave del clero y los religiosos. El lenguaje que usamos
corrientemente nos delata: cuando hablamos de la Iglesia, inmediatamente
pensamos en la jerarquía, los obispos, los sacerdotes… Vivimos en una Iglesia
donde, en lugar de destacar lo que nos une y dinamiza: la misión y la
evangelización, ponemos el acento en lo que nos separa: el ser laicos o religiosos.
Y esto no es lo sustantivo sino lo adjetivo. Lo sustantivo es ser cristianos, llamados
por el Señor a trabajar con El; y lo adjetivo es ser religiosos o laicos.
Con su reciente encíclica “Dios es Amor” el Papa Benedicto XVI nos
enfrenta al gran desafío eclesial del tercer milenio: creer que Dios es Amor y
actuar en consecuencia. Nos invita a creer que nos ama con pasión y que nos envía
a desparramar su amor por el mundo. El experimentar este amor y el atreverse a
vivirlo es lo único que puede llenarnos el corazón de gozo y transformar nuestra
mirada según el modo de mirar de Dios. Nos dice que este fundamento primero
de nuestra fe estamos llamados a encarnarlo, vivirlo y proclamarlo. Y también,
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pienso yo, es de primera prioridad el vivirlo en las relaciones al interior de la
Iglesia para que, al mirarnos desde fuera, puedan decir admirados: “¡miren cómo
se aman!”. Creo que el Espíritu del Señor Resucitado nos invita a rearticular, con
la fuerza irresistible del Amor de Dios, las relaciones al interior de la Iglesia. Nos
invita a dejar de ejercer poderíos poco evangélicos y a dejar de mirarnos unos a
otros con desconfianza, a dejar de marginarnos por ser religiosos o laicos o por
pertenecer a diferentes corrientes espirituales. Siento que el Señor Jesús nos vuelve
a decir, con más urgencia que nunca: “ámense unos a otros como yo los he amado”
(Jn 15, 12).
En este contexto eclesial es muy necesario y altamente consolador que
los que seguimos a San Ignacio de Loyola establezcamos una nueva forma de
relacionarnos entre jesuitas y laicos. Una relación que, enriquecida por una
vivencia profunda de los Ejercicios Espirituales, permita que nos sintamos de
verdad hermanos, todos juntos llamados a llevar buenas noticias a un mundo
secularizado que parece no sentir necesidad de salvación. Y tras reconocer que
nuestras relaciones no son las mejores, decidirnos con la fuerza del Espíritu Santo a
buscar, discernir e implementar, es decir, hacer realidad existencial entre nosotros,
el urgente llamado de Jesús a seguirlo muy de cerca y a trabajar con El, todos
unidos, en la construcción del reino del Padre en nuestro mundo. Y esto hasta dar
la vida. Siento que aquí se inserta la apuesta por implementar una “Red
Apostólica Ignaciana" (C.G. 34 Decreto 13 N° 21 – 22) que busque formas nuevas
de “colaboración para la misión” entre jesuitas y laicos de espiritualidad ignaciana.
¿De dónde venimos?
Tras largos siglos de una Iglesia muy clerical, a comienzos del siglo
XX empieza a surgir una conciencia de que el clero y los religiosos no pueden
representar la única presencia de la Iglesia en el mundo. Pio XI hizo nacer con su
encíclica Ubi arcano (1922) el apostolado de los laicos. Su visión era la de
“participación de los laicos en el apostolado jerárquico” por medio de la Acción
Católica, y su peligro era que los laicos continuasen siendo una prolongación del
clero, sin rostro misionero propio. Pero era un paso importante.
En el ámbito de las Congregaciones Religiosas había desde antiguo
diversas formas de relacionarse con los laicos a los que iluminaban con su
espiritualidad. Y es así como la Compañía de Jesús se relacionaba con diversas
asociaciones laicales y, en forma muy importante, con las Congregaciones
Marianas que eran, desde el tiempo de San Ignacio, un aporte importante a la
misión evangelizadora de los jesuitas. Estas agrupaciones de laicos funcionaban en
subordinación a sus directores jesuitas, muy de acuerdo con la visión piramidal de
la Iglesia en que estaban insertas.
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En el período posterior a la segunda guerra mundial surgió lo que
podríamos llamar la teología de los laicos. Especialmente importantes fueron las
siguientes acentuaciones:
- la misión de los laicos no radica en una participación extraordinaria en el
apostolado jerárquico, sino que tiene sus propias raíces en el bautismo, la
confirmación y el matrimonio.
- los ámbitos seculares del trabajo, política, economía, poseen, gracias al orden
creacional, su propia legitimidad que ha de ser conocida y respetada, si se las
quiere configurar cristianamente. Y aquí son los laicos los expertos.
El Concilio Vaticano II significó la acogida formal de la Iglesia a esta
búsqueda. Y también marcó el final proclamado, pero no siempre vivido, de una
visión eclesiológica piramidal que marcó a la Iglesia por casi todo el 2° milenio.
Un cambio de esta magnitud trajo consigo mucho desconcierto, no saber cómo
actuar, desgarro interior, etc. Pero también trajo consigo mucha esperanza de que
el Señor quiere suscitar algo nuevo en su Iglesia. Es lo que hemos vivido en estos
40 años post-conciliares en que la Iglesia ha intentado, con mayor o menor
fidelidad, implementar lo que el Espíritu Santo propició y regaló en ese gran
acontecimiento eclesial.
¿Hacia dónde vamos?
Este cambio de óptica ha iluminado la relación entre jesuitas y laicos
y entre la Compañía de Jesús y las organizaciones laicales relacionadas con ellos.
Se ha ido aclarando que se trata de una “colaboración para la misión”. Y porque
la misión es lo importante, es necesario hacer cambios aunque sea difícil. Y los
hemos estado haciendo.
Por ejemplo, las “Congregaciones Marianas” se
renovaron como lo pedía el Concilio y se transformaron en la “Comunidades de
Vida Cristiana” las CVX, con nuevos Principios Generales que orientan
apostólicamente su caminar y que buscan una profunda colaboración con los
jesuitas para la misión. Tanto en CVX como en las otras organizaciones con las
que los jesuitas se relacionan, ha habido una búsqueda incesante del cómo hacerlo,
búsqueda que continúa viva y que nos desafía cada día.
Se dan también retrocesos cuando por problemas sicológicos o por
resabios de eclesiología pre-conciliar, tanto por parte de los jesuitas como de los
grupos de laicos, la vida de las comunidades se centra en el seguimiento de un
sacerdote particular y las personas se van haciendo dependientes de él y no se
integran al caminar eclesial más amplio. Creo que un modo de discernir la calidad
de las relaciones entre jesuitas y laicos sería hacer un examen de conciencia
respecto de la forma en que en esa relación estamos viviendo las líneas fuerza del
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Concilio y del post – Concilio, especialmente los contenidos de la Encíclica
Christifideles Laici. Esas orientaciones son muy amplias y pueden iluminarnos el
caminar desde el corazón de la Iglesia. A modo de ejemplo propongo:
+ Iglesia como Pueblo de Dios, nacida del bautismo, está destinada a continuar y
ser responsable de la misión que le ha confiado Jesucristo. Todos sus miembros,
por el bautismo, somos continuadores de la triple función de Cristo: sacerdotal,
profética y real. Todos estamos llamados a la santidad en nuestra vocación propia.
Con esta desafiante imagen podremos corregir la visión enquistada en nuestros
corazones de una Iglesia dividida en dos clases de cristianos: los clérigos = los
perfectos, y los laicos un rebaño más o menos pasivo al que hay que decir cómo
comportarse y qué hacer. ¿Hasta qué punto hemos salido de esa dualidad en la
relación entre jesuítas y laicos que vivimos la espiritualidad ignaciana? ¿Nos
sentimos todos igualmente responsables de la evangelización desde nuestra
realidad personal? ¿Sentimos la evangelización de este mundo globalizado como
nuestro desafío pastoral conjunto? Para discernir nuestro camino común
¿buscamos juntos? ¿nos escuchamos con respeto? ¿O más bien prevalece el sentir
de que los jesuítas tienen todas las respuestas y los laicos y sus agrupaciones sólo
deben dejarse enseñar y guiar?
+ Iglesia como Misterio de Comunión para la misión. La Iglesia es misterio de
comunión porque nace y se nutre del misterio trinitario de amor, e intenta vivir el
proyecto de la Santísima Trinidad. La Iglesia tiene sus raíces en la Trinidad y se
alimenta de ella: en el amor de Dios nuestro Padre, en la gracia de nuestro Señor
Jesucristo y en la comunión en el Espíritu Santo (cf. 2 Cor 13,13). Por eso lo central
en la Iglesia es la comunión para la misión que es lo que la hace ser “comunidad
misionera”, que anuncia la venida del Reino de Dios y vive para ese Reino. Por eso
la Misión pertenece a lo sustantivo de su ser y es su privilegio. ¿Cómo estamos
viviendo esta dimensión en nuestra relación jesuitas – laicos? ¿Nos incentivamos
mutuamente a un encuentro personal con Dios en la oración, en una vida
sacramental activa, en la vivencia de los EE.EE? ¿Nos acompañamos con cariño en
los dolores y en las alegrías de nuestro caminar como amigos en el Señor?
¿dedicamos tiempo a reforzar nuestra amistad y nuestra misión conjunta? ¿Nos
abrimos mutuamente los horizontes para mirar con la Trinidad las necesidades
profundas del mundo al que somos enviados a llevar buenas noticias? ¿Estamos
dispuestos a actuar como una “comunidad de creyentes” formada por religiosos y
laicos enriquecidos por la experiencia vivida de los Ejercicios Espirituales y con
una misión común?
+ Relación Iglesia – mundo. El Concilio, en la Constitución Gaudium el Spes,
afirmó que la Iglesia no sólo tiene mucho que dar al mundo sino que también el
mundo tiene mucho que aportar a la Iglesia. Destaca en la relación Iglesia –
mundo actitudes de escucha y respeto hacia las culturas del hombre y hacia sus
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búsquedas y planteamientos intramundanos. Se trata del mundo que la Trinidad
está creando y sustentando y al que la Iglesia quiere acoger, respetar y ofrecer el
tesoro que ella tiene para aportarle: la buena noticia del amor de Dios en Jesucristo.
¿Buscamos mirar nuestro mundo, como lo hace la Trinidad Santa (EE 102) para
juntos discernir prioridades y encontrar caminos nuevos de servicio e
inculturación? ¿Tomamos conciencia de que nuestro caminar tiene que ir por los
mismos caminos de discernimiento que recorrió Jesús, y que eso nos generará
problemas? ¿Nos ayudamos a tomar conciencia de que nuestro caminar siguiendo
al Señor de cerca es hondamente contracultural? ¿Nos escuchamos mutuamente
con respeto confiando en que el Espíritu Santo reparte carismas con generosidad?
¿Creemos en la importancia de asociarnos para la Misión en este mundo
globalizado en que tenemos el privilegio de vivir? ¿Nos atrevemos a creer que
unidos podríamos llegar a ser una “propuesta nueva” para nuestra sociedad no
creyente, una “levadura” capaz de hacer fermentar la humanidad?
¿A qué nos estará desafiando el Señor ahora?
La implementación de las líneas-fuerza del Concilio y del post Concilio en nuestras relaciones jesuitas - laicos sigue siendo difícil pero constituye
un gran desafío. Requiere un cambio de corazón, una conversión muy honda que
afecta a modos de sentir y de pensar muy arraigados por siglos. Se han ido dando
pasos, a veces con miedo a lo desconocido y con no pocas dificultades. A veces
con alegría y fuerza, a veces como arrastrando un pesado fardo. Ha habido lucha y
dolor en el cambio de actitudes interiores. Esta lucha y dolor la hemos sentido
todos. Los jesuítas que se asustan de bajarse de sus pedestales, que les duele
reconocer que ya no tienen todas las respuestas. Los laicos que se sienten
perturbados porque ya no pueden pedir que otros piensen por ellos y que se
asustan porque el mundo ha cambiado tanto y ya no hay respuestas únicas para
los desafíos. Y entonces vienen las tentaciones de volver atrás, a formas de relación
pre-conciliares. Y también surgen rencores porque los pasos con que avanzamos
hacia la comunión parecen obstruídos o porque son tan tímidos, o porque son
precipitados o incoherentes…
La forma de ejercer la comunión misionera puede ser diversa. Pero
tiende a expresarse con las características propias de la espiritualidad con la que el
Señor nos ha seducido, seamos religiosos o laicos. En nuestro caso, se trata de vivir
a fondo las gracias con que el Señor nos regala a raudales en los Ejercicios
Espirituales. Tendríamos que buscar formas de escuchar y discernir juntos los
llamados del Señor en la vida diaria para responderle adecuadamente. Se trataría
de un continuo estar atentos al mayor servicio tanto en la Iglesia como en el
mundo. Creo firmemente que ya estamos dando pasos novedosos en nuestra
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relación jesuitas – laicos. Pasos que pueden abrirnos a nuevos caminos por
discernir…
Y parece ser que el Señor nos está desafiando a que sigamos
buscando nuevas formas de articularnos que nos lleven a dar a luz una relación
nueva y luminosa que aún no aparece, que es una promesa, que llamamos “Red
Apostólica Ignaciana” y que aún no tiene rostro. Una red que no existe y que
hemos de ir tejiendo, punto a punto, nudo a nudo, todos y cada uno. Y esto en
todos los ámbitos, tan diversos unos de otros, que conforman el gran abanico en el
que el Señor nos regala interactuar para servir. Tal como lo hicieron en su época
Ignacio, Xavier, Fabro y sus compañeros que, afirmados en el Amor de Dios y
sustentados por su “amistad en el Señor” fueron capaces de incendiar
apostólicamente al mundo de su tiempo. Tal como lo hizo en Chile el Padre
Alberto Hurtado sj, nuestro nuevo santo luminoso y audaz quien, junto a amigos
jesuitas y laicos, hombres y mujeres, lograron sacar adelante obras importantes en
el Chile de hace 50 años.
Pareciera ser que Dios nos llama a creer en la fuerza apostólica de ser
“amigos en el Señor”; a creer en esa fuerza dinamizadora que viene de El y a El nos
lleva. Amigos en el Señor tejiendo una Red Apostólica que seguramente tomará
rostros muy diversos para poder expresar la rica diversidad de nuestro mundo
globalizado, porque el mundo es el lugar teológico de nuestra respuesta al llamado
de Dios para los seguidores de Ignacio de Loyola. Unidos podremos contribuir al
desarrollo de un mundo más fraterno y amoroso. La transformación del mundo es
la más grande empresa a la que nos puede llamar el Señor, y nadie puede restarse.
En ella hemos de trabajar unidos jesuitas y laicos, la Compañía de Jesús y las
asociaciones de laicos que bebemos de la misma espiritualidad que nos legó San
Ignacio. ¿Estaremos invitados a ir, paso a paso, punto a punto buscando “alcanzar
amor” para que el tejido y la consistencia de esa Red sea un regalo de Dios
articulado por nuestras propias manos?
Siento que sería una gran bendición que, en el contexto de estos
jubileos ignacianos, pudiéramos abordar con valentía el desafío de ponernos a tejer
y a anudar una “Red Apostólica Ignaciana”. Y a hacerlo como lo hicieron Ignacio y
sus compañeros: confiando enteramente en Dios y poniendo nosotros todo de
nuestra parte. Así podríamos contribuir a enriquecer el rostro de nuestra Iglesia
que el Espíritu Santo quiere viva y dinámica. Una Iglesia Comunión para la
Misión, que crece en la fe, se santifica, ama, sufre y se compromete
apostólicamente en esta grandiosa empresa trinitaria del establecimiento del Reino
de Dios en nuestro mundo. ¡Y que nuestra Señora del Camino nos acompañe!
Santiago, 25 de Marzo del 2006
Fiesta de la Anunciación – Encarnación.
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