La isla sin nombre - La Página del Médico

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ENIGMAS
1
Carlos R. Cengarle
La isla sin nombre
Esa isla, y no sé porqué, nunca tuvo un nombre.
Y el hecho de no tener un nombre, era más que un
problema para los pocos y desconcertados turistas, pues
nunca podían contarle a sus amigos donde es que habían
estado, o donde es que se pasearon. Y tan solo podían
arrimarles, alguna que otra escueta explicación, y referirla
siempre respecto de algún otro lugar, que por lo menos
algún nombre tuviese en la superficie de los mapas.
Además, otro problema era que no se podía decir adonde habían nacido sus propios habitantes, los
cuales no tenían ni nombre, ni papeles, ni documentos, ni pagaban los impuestos, y ni siquiera iban
a la escuela... No había policías, no había médicos, ni brujos, ni chamanes. Solo una iglesia
abandonada, de la cual tampoco nadie recordaba quien la había hecho o de quien eran sus paredes...
Cada uno hacía lo que le parecía bien, o tan solo lo que le parecía que era lo mejor. Era extraño,
pero nadie juzgaba de nada a nadie. Nadie molestaba a nadie, y tampoco nadie le ayudaba a nadie.
Aunque a veces, sucedía exactamente lo contrario. Pero también eso que llamamos lo contrario, la
verdad sea dicha, igual no era demasiado claro a lo que se refería.
Era gente extraña, muy extraña, demasiado rara. Demás esta decirlo. Impredecible. Impredecible no
era quizá la mejor de las palabras, para nombrar a lo innombrable de sus conductas mas bizarras...
Y todo eso, recién se lo entendía, después de conocer a muchos personajes, que pasaban desfilando
por nuestras cortas estadías en ese pequeño pedazo de aquella tierra tan perdida. Perdida entre
aquellas aguas sin limites y entre aquellos años más que perdidos todavía, y de una historia sin
presente. Pero parecían felices... y eso era más que extraño, todavía.
Ahí lo conocí al pobre viejo loco... ese que me dijo que le parecía recordar, que fue su barco el que
un día naufragó. Una mañana despertó y se encontró en ese lugar... Su cabeza de a poco se hizo
fuerte. Nunca supo el cómo, pero se le llenó de muros y alambradas, operando como filtro de
emociones, y de opacados sentimientos. Y de todo aquello que se le empeñaba en recordarle, a los
rostros de aquellos que se le fueron perdiendo, en su historia más que propia.
No parecía estar despierto el pobre viejo. Parecía estar soñando, mientras le pasaban por delante de
sus ojos algunas luces en destellos, salpicadas con algunas tenues sombras. Perfumadas con el
rubicundo color de los pétalos más suaves, que tornaban en inútil el resistirse a la fascinación de
esa nostalgia tan estéril. A veces, duele mucho más el no tener historia. Pero este viejo loco, con
nada, igual era feliz, muy feliz.
El tiempo hacia estragos entre esa gente maloliente, y en sus animales tan extraños como ellos, y en
sus viejas casas viejas. Es que sucedía que las horas, los minutos, y los segundos, pasaban rápido,
demasiado rápido. Los días eran meses, los meses eran años y la vida, se consumía a una velocidad
más que alucinante. Pero a nadie parecía preocuparle eso. Todos estaban felices, despreocupados.
Eran muy insólitos, lo repito.
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Carlos R. Cengarle
2
Y pasaban cosas, muchas, muchas cosas. Cosas de lo posible y de lo que pudiera pasarnos, o de eso
que no siempre nos sucede o, de eso que es tan raro, o que casi nunca imaginamos que nos pudiera
pasar. Y resulta que pasaba. Si, pasaba. Pero ellos, igual seguían siendo felices.
Porque también de alguna forma, siempre somos lo que nunca fuimos ni podremos ser. Y en todo
eso yo pensaba, mientras desde lejos me llegaba la melodía cuarteada de un violín desvencijado, de
una voz ronca que entonaba un triste blue con un dejo a tabaco. ¿Pero quien era el artista de aquella
tan extraña música en ese lugar...? ¡Encima andar haciendo arte, en un lugar perdido...!
La vida se me cruzaba entre mensajes casi eternos, de lo que me pasaba en cada día que pasaba, en
ese lugar lleno de remolinos y recuerdos... Miraba con tristeza a los pájaros nerviosos, que armaban
su juego entre ellos mismos, revoloteando en una isla sin luces y en donde se paseaban tan extraños
personajes no videntes. No podía ser que fuesen felices, pero me juraban que ellos si, que lo eran.
Encima, ni me miraban al pasar al lado mío. Eran como esos lánguidos pescadores atrapados en su
propia red y sin poder capturar a ningún pez. Sus canoas eran barcos, pero barcos que navegaban
por las calles inundadas, en un abismo enorme y sin final. Donde las manos huesudas se les hacían
más vacías. Mientras que en la torre de la iglesia abandonada, las campanas enloquecían y con sus
ruidos, ensordecían a los que las miraban. Pero a nadie le preocupaba eso. Solo yo, me preocupaba.
El aire del anochecer se me llenaba de alcohol, de un alcohol mezclado en prostitutas que no había,
en un infierno que envolvía a los que llegaban con la noche, en un concierto de música de voces en
el mar. El violín, por momentos, me aturdía y hasta me confundía. Estaba irritado, ansioso, casi
como perdido. Y claro, yo era el único extranjero y no podía conformarme con tan poca cosa.
Un entramado de fibras de texto, repleto de palabras mezcladas, trepando entre papeles calados,
apareció en la isla, mientras que afuera la luna alumbraba sobre la naturaleza no urbana que estaba
bien dormida. Fue de golpe, casi de madrugada, y lo peor fue que ni siquiera ellos se enteraron. Y
si, nadie lo esperaba, pero fue por decreto... Nada menos que por decreto.
Llegaron los hombres blancos con muchas de sus armas y con muchos de sus papeles, que
enseguida le pusieron nombre a todo. Que le pusieron una aduana a la isla, muchos impuestos,
también trajeron escuelas para aprender ecuaciones difíciles, pusieron por todos lados trapos
pintados de colores a los que llamaban banderas, clavaron escudos a los que había que saludar, o
reverenciar a esos edificios que se llaman bancos, en los que entraban y salían unos papeles
pintados a los que llamaban dinero, y documentos de todos los colores y almanaques muy, muy
ordenaditos.
-
Nosotros creemos en todo esto. Aquí lo tienen, úsenlo... - dijeron con mucha firmeza,
golpeando con el puño prepotente en la madera hecha escritorio lujoso.
Pero... todo esto que ustedes nos traen, ¡¡son supersticiones...!! - intentaron en vano
defenderse los primitivos y analfabetos habitantes.
Todo fue inútil. No sirvió de nada...
La isla desde entonces, pasó a ser liberal, occidental y cristiana por un Real Decreto de su Graciosa
Majestad. Hicimos con ellos, lo que teníamos que hacer.
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Carlos R. Cengarle
3
Y me da mucha, mucha bronca, porque nadie me lo cree cuando les digo que ni el viejo loco, ni sus
tan chocantes compañeros, y a pesar de todo eso que les dimos y les dimos, ellos nunca, nunca más
fueron otra vez felices.
Para mi..., que me lo hacen a propósito.
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