La Encíclica Populorum Progressio de Pablo VI, tiene como

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LA AMBIVALENCIA
Concepto filosófico
Progressio”
de
la
“Populorum
La Encíclica Populorum Progressio de Pablo VI, tiene como tema
central el desarrollo, tanto de la persona humana considerada
individualmente como de las sociedades y las civilizaciones.
El desarrollo es el problema que se debate hoy en las relaciones
complejas de los pueblos ricos y de los pueblos pobres, de los colonialistas y
los colonizados, de las clases opulentas y desposeídas.
Las luchas que conmueven a nuestro siglo, que le confieren a la época
contemporánea su carácter dramático y resolutivo, giran todas en torno al
desarrollo: “Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático a
los pueblos opulentos”, y su interpelación es una exigencia de relaciones
económicas y políticas que garanticen la autonomía nacional como condición
previa de su desarrollo. “Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad
la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más
en las responsabilidades, fuera de toda opresión y el abrigo de situaciones
que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra,
hacer, conocer y tener más para hacer más, tal es la aspiración de los
hombres de hoy”, y esa aspiración es la confiere a los hombres de hoy la
energía, la tenacidad y la pasión necesarias para subvertir aquí y allá las
formas de vida social que representan un obstáculo para el desarrollo.
Al tomar el desarrollo como centro de preocupaciones, Pablo VI se
coloca en el corazón de la modernidad y entra en contacto directo “con los
lastimosos problemas a afligen a continentes llenos de vida y de esperanza”.
El desarrollo, he ahí el objeto de la Encíclica Populorum Progressio.
Para tratar este objeto, difícil, pluridimencional, zigzagueante, para
hablar del desarrollo, Pablo VI no vacila en emplear un concepto
relativamente ajeno a la tradición del pensamiento teológico, un concepto
próximo a la reflexión historicista moderna: la ambivalencia.
Tomando el desarrollo como objeto y empleando el concepto de
ambivalencia como guía metodológico de sus análisis, la Populorum
Progressio examina una tras otro todos los elementos que juegan un papel
decisivo en el actual momento histórico: la civilización mecánica, la
propiedad, el interés, el trabajo, la cultura, el orden político y económico.
Y a propósito de estos elementos, considerados en particular, y del
desarrollo, considerado en general, la Populorum Progressio deriva
potencialidades encontradas, efectos opuestos y sentidos bi-unívocos que
convierten la evolución humana, el devenir de los pueblos y de los individuos,
en una aventura azarosa.
Dios y el diablo ya no se disputan las cosas las humanas como dos
potencias que pueden fácilmente distinguirse por sus posiciones
especialmente diferenciadas: arriba el cielo y en las profundidades el averno;
aquí a este lado el bien, allá el mal; en estos hechos y motivaciones humanos
la elevación espiritual, en aquellos otros las incitaciones del demonio.
Diríase que la modernidad ha revolucionado hasta las condiciones en
que se prosigue el debate entre Dios y el diablo, llevando este debate al
corazón mismo de las cosas humanas, a la manera en que la etapa crítica de
un combate feroz los enemigos se confunden en el interior de una misma
edificación.
¿Es el desarrollo un bien? Sí, el desarrollo es un bien, pero también
puede ocasionar, en ciertas circunstancias, grandes males.
¿Son los bienes materiales un bien? Sí, los bienes materiales son un
bien, pero también pueden darse base a un materialismo estrecho.
Dios y el diablo se encuentran el corazón de cada cosa, hacen explotar
su sentido unívoco en dos vertientes opuestas e introducen la aventura
teológica la lucha de lo divino y lo demoníaco en cada uno de los átomos de
la vida social.
"Todo crecimiento de es ambivalente. Necesario para permitir que el
hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión, desde el momento
en que se convierte en el bien supremo, que impiden mirar más allá.
Entonces los corazones endurece y los espíritus se cierran; Los hombres llano
se unen por amistad sino por interés, que pronto los hace oponerse unos a
otros y desunirse".
Una alta tasa de crecimiento es un medio y imprescindible de
humanización social, pero no un fin en sí.
Tan importantes como las tasas de crecimiento económico son las
relaciones sociales y de trabajo con base en las cuales se cumple el
crecimiento económico.
Un orden elevado espiritualmente y acorde con los valores superiores,
es el fin al que deben apuntar los esfuerzos de la sociedad, y los esfuerzos
encaminados a asegurar una alta tasa de crecimiento económico en última
instancia encuentran su verdadero sentido común medio hacia aquel fin.
En qué consiste la ambivalencia? En que siendo el crecimiento
económico un medio de eliminar la miseria y la indignidad que le es
inherente, puede conferírsele un carácter absoluto y olvidarse su carácter
relativo.
El crecimiento económico es un valor relativo, es decir, su valor
proviene de otra causa: del orden social superior que permite alcanzar. Pero
su sentido se hace bi-unívoco y ambivalente cuando surge la tentación por
tomarlo como un valor absoluto, válido independientemente de las relaciones
humanas y espirituales es el seno de las cuales ese crecimiento se persigue.
La ambivalencia, el segundo sentido que adopta así el proceso
económico del crecimiento, consiste en el hecho de convertir en absoluto lo
que es relativo.
Resumiendo, la primera forma de ambivalencia que se desprende del
análisis del desarrollo realizado por Pablo VI, consiste en el hecho de que un
fenómeno, que en primer sentido es un bien relativo, despliegue un segundo
sentido nefasto cuando se le considera como un absoluto.
Así como el crecimiento económico, que es condición imprescindible
para superar la indignidad que se origina en atraso y la miseria, resulta
ambivalente por la tentación absolutista que lo convierte en un fin en sí y
considera secundarias las instituciones sociales y espirituales que sirven de
base a la economía de la comunidad, así mismo los bienes materiales que son
el producto de ese crecimiento pueden afectar de manera bi-unívoca a los
hombres que los consumen.
Los bienes materiales, abren el camino a las actividades del espíritu,
ya que siendo éste "menos esclavo de las cosas pueden elevarse más
fácilmente a la adoración y a la contemplación del mismo creador". (Gaudium
et Spes, citado por Pablo VI).
Pero, a pesar de ello -continúa Pablo VI, citando Gaudium et Spes- la
civilización moderna, no ciertamente por sí misma, sino porque se encuentra
excesivamente aplicada a las realidades terrenales, puede hacer mucho más
difícil el acceso a Dios". Entendamos este acceso a Dios como una vida más
alta, la promoción de todos los hombres y de todo el hombre, el desarrollo
auténtico de la humanidad es decir su desarrollo integral.
Los bienes materiales, por el hecho de liberar las energías del hombre
de las preocupaciones inmediatas del sustento diario, favorecen su
consagración a preocupaciones más altas. Pero la abundancia de los bienes
materiales, que es buena para el hombre cuando éste la considera como una
ocasión para distanciarse de la inmediatez y remontarse a las más elevadas
regiones del espíritu, se convierte en una realidad nefasta cuando invita a la
sociedad a hundirse en un consumo orgiástico.
Una civilización de consumo, que ha vendido literalmente el alma por
un plato de lentejas, se eleva entonces sobre las ruinas de una civilización del
trabajo, sobre las ruinas de una sociedad de productores, de creadores y
hombres emprendedores. Es tal vez la tentación más grande de la civilización
moderna: la llamada democracia del deseo.
La figura del consumidor se eleva allí donde antes se elevaba la del
productor.
Una filosofía empirista -del hecho y del dato, que "consumen" las
máquinas computadoras- y censualista que coloca la sensación y los sentidos
como criterios últimos de la verdad, irrumpe en el lugar de la lógica y del
concepto. Las ideologías que exaltan epicúreamente el instante, el cual no es
otro que el instante del goce inmediato y del consumo, liquidan de raíz la
problemática de la temporalidad, el problema de las relaciones del pasado y
del futuro, de la jerarquía de los medios y de los fines. Desprendida de su
pasado y de sus tradiciones, la civilización del consumo se desprende
igualmente del afecto, del recuerdo nostálgico y de la fidelidad a viejos
sueños. Ciega ante toda perspectiva del futuro, la civilización que se
embriaga en el instante del consumo carece de todo motor ideal, es incapaz
de transmitir ninguna misión a la generación siguiente y proclama como su
única divisa: "después de mi, el diluvio", importándole tan sólo terminar su
banquete.
No menos radical es el tratamiento de la moderna civilización del
consumo da al problema de la calidad del producto, ya sea este material,
artístico o espiritual.
El mercado es aquí el legislador. La demanda de los consumidores
parasitarios es la que decide que tipo de productos deben ser elaborados. La
producción, regida y dominada por el consumo, ya no se pregunta qué es lo
que necesitan el individuo o la sociedad, cuáles son alimentos materiales y
espirituales que conviene producir. Se produce lo que tiene demanda.
Y toda la organización productiva de la sociedad se conforma de
acuerdo con la demanda de los consumidores parasitarios. El artículo
santuario desplaza cada día más al necesario, las producciones artísticas y
espirituales que menos exigen al consumidor -el cine, el libro, en general la
cultura de masas-, campean como únicas dueñas del terreno y desplazan
cualquier tipo de producción que no resulte "divertida", "agradable",
adaptada a la psicología del consumo.
De ahí la angustiosa advertencia de Pablo VI, contra lo que el
denomina la tentación materialista de la civilización moderna:
"En todo aquello que se les propone, los pueblos en fase de desarrollo
deben pues saber escoger, discernir y eliminar los falsos bienes, que traerían
consigo un descenso del nivel en el ideal humano".
La ambivalencia de los bienes materiales consiste en el hecho de que,
de una parte satisfacen las necesidades inmediatas del hombre y le permiten
liberar energías para las actividades del espíritu, pero de otra parte suscitan
la tentación de reducir al hombre al carácter de consumidor, inspirado en el
goce y la satisfacción inmediatos, adormeciendo sus energías de productor y
creador y privándolo de toda vida espiritual auténtica.
La ambivalencia proviene pues de la tentación de tomar lo parcial por
la totalidad, el hombre como consumido por todo el hombre, la vida sensorial
por la vida en sí.
También el trabajo humano está bien:.
"... El trabajo ha sido querido y bendecido por Dios. Creado a imagen
suya, "el hombre debe cooperar con el creador en la perfección de la
creación y marcar, a su vez, la tierra con el carácter espiritual que él mismo
ha recibido. (Carta a la semana social de Lyón). Dios, que ha dotado al
hombre de inteligencia, le ha dado también el modo de acabar de alguna
admira su obra; ya sea artista o artesano, patrono, obrero o campesino, todo
trabajador es un creador. Aplicándose a una materia, que se le resiste, el
trabajador le imprime un sello, mientras que él adquiere tenacidad, ingenio y
espíritu de invención. Más aún, viviendo en común, participando de una
misma desesperanza, de un sufrimiento, de una ambición y de una alegría, el
trabajo un ni las voluntades, aproximar los espíritus y funden los corazones;
al realizarlo, los hombres descubren que son hermanos".
El trabajo es un bien, no sólo porque por medio de él el hombre
satisface sus necesidades materiales y perpetua su especie, sino por que
imprime a la naturaleza el sello espiritual recibido de él creador. A través del
trabajo, el hombre se reconoce como parte de la creación y humanista la
naturaleza.
El trabajo, considerado de manera general, como actividad creadora,
es pues un bien en sí, una función inherente a la condición humana.
Pero los hombres no se integran con la naturaleza como individuos
aislados, sino en el seno de un orden de relaciones humanas que son las
relaciones de trabajo o de producción.
Las herramientas mismas con que el hombre labora no son de su
invención individual y a-histórica, sino que son las herramientas de una cierta
sociedad en un cierto grado de su desarrollo.
Considerada como
recibe sus características
miembros integrantes se
económicas, es decir, de
una organización para el trabajo, una sociedad
específicas de acuerdo con la forma en que sus
encuentren repartidos en las distintas actividades
acuerdo con la división existente del trabajo que
hace de unos agricultores, de otros mineros, de otros artesanos, de otros
obreros manufactureros, de otros empleados de administración, y que
subdivide a los trabajadores en las distintas ramas de aquellos sectores.
Además de la división del trabajo, una sociedad recibe sus
características generales de la relaciones de propiedad sobre los medios de
producción y distribución, y de las relaciones de trabajo que de aquellas
relaciones de propiedad se desprenden.
Así, los equipos productivos y la tierra pueden ser propiedad de unos
pocos, o pueden estar repartidos en pequeñas propiedades, o pueden ser de
propiedad comunal, casos en los cuales tenemos respectivamente una
sociedad de grandes propietarios y vastas masas de proletarios, una sociedad
de pequeños productores o una sociedad comunista.
En todo caso, las relaciones de trabajo serán muy distintas según el
tipo prevaleciente de relaciones de propiedad sobre los medios de
producción.
Los marxistas han esquematizado más o menos acertadamente estos
problemas. Lo que interesa observar aquí es el trabajo humano, que es un
bien en sí, es decir, cuando se le considera que en general como actividad
creadora, adquiere formas diversas según el tejido de relaciones en que se
desarrolle.
Así, las relaciones de trabajo de equipo esclavista prohíben afirmar que
el trabajo es en todos los casos un bien para el que lo realiza, que eleva y
desarrolla las energías y la inventiva humana. Los fines que persigue el
trabajador que elabora en condiciones de esclavitud no son sus fines, sus
modos de operación son rutinarios y embrutecedores, puesto que la
inteligencia y la iniciativa resultan incompatibles con la condición de esclavo.
"El trabajo, dice Pablo VI, no es humano sino permanece inteligente y
libre".
Pero el trabajo no puede ser inteligencia sino cuando un hombre lo
considera como su propia empresa creadora, cuando lo toma como el terreno
de su propia realización y como una ocasión para desplegar su capacidad de
inventiva. Y el trabajo solo es libre cuando se emprenden sin la coacción de
la necesidad inmediata.
El esclavo de la antigüedad debía trabajar porque en ello le iba la vida.
El obrero de la modernidad, carente de propiedad y amenazado de continuo
por el fantasma de la hombre y la miseria, no puede prescindir ni un sólo día
del salario y debe por tanto contratarse allí donde le ofrezcan un trabajo, sin
poder tomar en cuenta sus preferencias personales ni poder dedicar más
desierto tiempo a una preparación previa para la vida del trabajo. Impulsado
por tales circunstancias a considerar el trabajo como una suerte de cadena
perpetua que le es impuesta desde la minoría de edad, el obrero moderno
participa íntimamente en el crecimiento económico del cual es el artífice
todavía menos de lo que el galeote participaba en las viejas empresas de la
navegación.
La ambivalencia del trabajo consistente en el hecho de que, si bien
considerado como actividad creadora es un bien en sí, dentro de ciertos
contextos históricos puede adquirir un sentido opresivo e inhumano, y antes
que desarrollar la solidaridad entre los hombres puede en estos casos
agudizar los conflictos entre ellos, invitando "a los unos al egoísmo y a los
otros a la revuelta", como bien lo dice Pablo VI.
En términos teóricos, la ambivalencia del trabajo consiste en que algo
que en general es un bien, en cierto contexto histórico particular se convierte
en un hecho inhumano.
Tomando el desarrollo y sus problemas como objeto de la Encíclica
Populorum Progressio, Pablo VI examina bajo la luz del concepto de
ambivalencia los principales factores que entran en el proceso del desarrollo.
Aquí nos hemos limitado a ilustrar la riqueza de ese concepto a
propósito de tres realidades: el crecimiento económico, los bienes materiales
que son el resultado de aquel crecimiento, y el trabajo humano que es su
agente.
La ambivalencia, o mejor dicho, lo que viene a sentido doble y
contradictorio a aquella realidad, opera de manera distinta en cada caso. El
crecimiento, que es un bien relativo, se convierte en un proceso cargado de
efectos nefastos cuando se le considera un bien absoluto. Los bienes
materiales, que satisfacen las necesidades de consumo de los individuos y
son una condición para que éstos puedan consagrarse a las actividades del
espíritu, dañan al hombre cuando lo convierten en un consumidor y
adormecen sus energías de creador y productor. Finalmente, el trabajo
humano, que como actividad creadora eleva y perfecciona al hombre, en
ciertos contextos históricos puede convertirse en una forma apenas
disfrazada de esclavitud.
De acuerdo con Pablo VI, las principales formas de ambivalencia son
pues:
1.-La tentación de convertir en un bien absoluto lo que es un bien
relativo.
2.-La tentación de convertir en un hecho total lo que es un elemento
parcial (el hombre como consumidor convertido en el hombre en general).
3.-El hecho de que un fenómeno (como el trabajo) que es en general
un medio de elevación, se manifieste en momentos particulares de la historia
como un motivo de opresión.
Para eliminar la ambivalencia y vencer las tentaciones de lo inhumano
que asedian las mejores empresas de los hombres, Pablo VI propone un
humanismo pleno, que es menos un concepto que la definición de una tarea
y inconmensurable.
"Es un humanismo pleno el que hay que promover. ¿Qué quiere decir
esto sino el desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres?"
El concepto de hombre total se plantea como una respuesta única a
las distintas modalidades de la ambivalencia.
El desarrollo integral de las potencialidades del nombre exige que no
se considere como un bien absoluto y suficiente el incremento de las tasas
del crecimiento económico, sino que este incremento sea perseguido a través
de relaciones de producción humanizadas.
Asimismo, el hombre total exige que los individuos no se reduzcan a
su función de consumidores y que la abundancia de bienes materiales antes
le sirva para ayudarles a desplegar cabalmente sus energías productivas y
creadoras.
El hombre total plantea como una tarea la lucha por la superación de
las condiciones sociales que convierten el trabajo humano en una actividad
degradante.
El hombre total es el concepto que se opone a la ambivalencia.
La ambivalencia no es una idea: es la expresión conceptual de un
proceso de la vida real a través del cual las cosas humanas adquieren un
segundo sentido inhumano, que puede llegar incluso a predominar sobre
sentido humanizante.
Al proceso real de la ambivalencia tampoco se opone una simple idea;
el hombre total es un concepto que traza una tarea, una empresa
revolucionaria.
La subversión radical y generalizada de toda las condiciones que
atentan contra la dignidad humana y que separan a lo hombre de su ser
integral, es el camino hacia el hombre total. El camino hacia el hombre total
es el desarrollo, objeto de la Populorum Progressio:
"El desarrollo exige transformaciones audaces, profundamente
innovadores. Hay que emprender, sin esperar más, reformas urgentes. Cada
uno debe aceptar generosamente su papel, sobre todo los que por su
educación, su situaciones y su poder tienen grandes posibilidades de acción".
Al estilo de las más modernas filosofías de la praxis, la Encíclica de
Pablo VI, luego el análisis conceptual del desdoblamiento ambivalencia al de
todos los elementos implicados en el proceso del desarrollo, termina con un
llamamiento a la acción dirigido a los hombres de buena voluntad.
La tarea del hombre contemporáneo no es la contemplación. La tarea
que la Populorum Progressio reconoce y asigna al hombre contemporáneo es
"la renovación del orden temporal".
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