Es Cuestión de Acomodarse

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ES CUESTIÓN DE ACOMODARSE
Mi padre acaba de salir de una casa para alcohólicos.
Pedí permiso en el trabajo y he estado con él todo el día. Almorzamos juntos. Comimos
helado y luego estuvimos en silencio.
Se escarba los dientes con sus robustos dedos. Eructa. Observa las palmeras de la
avenida Manco Capac, aunque tal vez sólo está viendo la transparencia de la ventana.
Parecía ansioso Quizá no encontraba el valor para pedirme que le compre algo de beber.
Es su cumpleaños y esperamos la llegada de mi madre. Dijo que si no aparecía hasta las
nueve podíamos ir cenando. Así que eso fue lo que hicimos. Ella iba a comprar un
bonito pastel, velas y una botella de champán para festejar. ¿Festejar qué? No sólo su
cumpleaños sino también el que haya salido de la rehabilitación. Y el seguir vivos.
Mi madre vendrá con su esposo.
Mi padre nunca estuvo enamorado de ella, así que esta situación no le perturba en lo
absoluto. Hasta es amigo de Hans. Así se llama el esposo de mi madre. Es dueño de un
taller de mecánica en la avenida México y la mayor parte del tiempo tiene las manos
cubiertas de grasa. De modo que cuando saluda instintivamente te ofrece la muñeca. Es
un sujeto más gordo que mi padre, la clase de mecánico bonachón que no dudaría en
detenerse para ayudar si tu auto no quiere encender. Pero es celoso. Cuando discute con
mi madre va a buscar a mi padre y se lo cuenta, Hans desconfía de todos los hombres
excepto de mi padre y mi padre lo consuela y le promete hablar con su esposa para que
las cosas se solucionen.
Cuando mi madre empezó a salir con Hans aún vivíamos en el departamento de mi
padre. Un día llegué del trabajo y encontré a mi madre besándose con Hans en las
escaleras. Él la tomaba por la cintura y ella acariciaba su inmenso trasero. Cayeron en
cuenta que los observaba y dejaron de besarse. Saludé a ambos e ingresé. Sabía que
entre mis padres no existía nada hace mucho. La última vez que los escuché haciendo el
amor fue cuando cambié de dientes. Mi padre estaba sentado en su sillón y veía una
telenovela. Tenía una botella de cerveza en la mano. Estaba a oscuras y el resplandor de
la pantalla hacía brillar sus ojos de borracho.
— ¿Ya conoces a Hans?—, le oí decir. —Está saliendo con tu madre.
Semanas después, Hans vino a vivir con nosotros.
Mi madre dijo que tenían pensado mudarse cerca del vecindario. Pero aún no habían
encontrado el lugar adecuado. Se interesaron en un departamento por Matute, pero a
Hans le había parecido demasiado costoso el alquiler. Entonces se quedó con nosotros y
yo tuve que llevar todas mis cosas al cuarto de mi padre. Hans y mi madre dormirían en
mi habitación hasta que consiguieron un buen lugar donde vivir.
Las primeras noches no podía conciliar el sueño. Esperaba que de un momento a otro
empezaran los gemidos de mi madre secundados por los bufidos de Hans. Pensé que mi
cama no iba a poder soportar el peso de ambos. Los senos de mi madre estaban
enormes. Pero nada ocurrió. Sólo se sentían los ronquidos de Hans y de su mujer. Y el
aliento de mi padre golpeándome la nuca.
Por aquel tiempo mi padre había dejado de trabajar pero tenía sus ahorros. Se pasaba el
día recostado en el sillón. Le daba duro a la bebida. Desayunaba media docena huevos
fritos y una bolsa de pan de molde. También vino o cerveza o vodka o pisco, lo que
encontrara.
Mi madre lo veía bebiendo pero no decía nada.
Luego de despertarse ella se cepillaba los dientes, arreglaba su cabello y salía con
dirección a la oficina Trabajaba de secretaria. Para ella mi padre era poco menos que un
costal de vicios. Hans trabajaba en la mecánica de un amigo. Aún no había comenzado
la suya propia. Salía después que mi madre. Mi padre era amable con él, quizá porque le
inspiraba compasión al tener que soportar ahora a su esposa. Le ofrecía una parte de sus
panes y sus huevos. Hans le correspondía comprando tocino y aceitunas y más alcohol.
Y ademas de engordar y embriagarse con esos desayunos, también se volvieron amigos.
Un día Hans le dijo a mi padre que no podía seguir así. Se estaba echando a perder. Le
consiguió un puesto de ayudante en el taller de mecánica. Mi padre fue los primeros
días. Se levantaba a regañadientes y después de desayunar cerveza, llenaba un termo
con ron y salía junto a Hans. Su trabajo lo podía hacer hasta un mono, pero andaba
siempre borracho y demoraba más de lo debido. Poco después dejó el trabajo o lo
echaron. Lo mismo le ocurrió Hans. Se habían acostumbrado a frecuentar las cantinas
ubicadas detrás de Polvos Azules. Llegaban muy tarde al departamento, abrazados y
cantando alguno de esos boleros que siempre motivan a beber. Mi madre estaba furiosa
con Hans, pero más con mi padre. Le dijo que no era posible que se comporte de esa
manera. Si quería envenenarse todos los días que lo hiciera pero sin Hans. Ellos estaban
ahorrando para mudarse. Mi padre asentía y se tiraba a dormir en su sillón. Hans entraba
a mi cuarto y debía aguantar los gritos de su mujer otro tanto.
Pero aquello continuó.
Una noche mi madre no soportó más y le dio una bofetada a mi padre, Éste cayó al piso
Hans tomó a mi madre por los hombros, la sacudió y la arrojó al sillón. Luego se acercó
a mi padre y le preguntó si todo estaba bien. Mi madre se puso a llorar. Estaba histérica
y le dijo a Hans que iba a largarse y que se olvide de ella. Hans no respondió. Abrió la
puerta y salió a la calle. Yo me acerque a ayudar a mi madre, pero dijo que la suelte y
luego se encerró en mi cuarto. Me acerqué a la ventana. Hans cruzaba la avenida Manco
Cápac. Se detuvo en la berma central y orinó en una palmera. Entró a la tienda de
enfrente. Regresó con una botella de ron y otra de gaseosa. Mi padre se había recostado
en el sillón y acariciaba su mejilla. El foco de la sala estaba quemado. Encendieron el
televisor para alumbrarse. Hans sacó dos vasos y sirvió. Me vieron de pie junto a la
ventana y continuaron bebiendo.
Despenaron hacia el medio día. Era domingo.
Mi madre no estaba en el departamento.
Hans recordó sus amenazas y temió que las cumpliese. Se puso a sollozar en el hombro
de mi padre. Le dijo que hiciera algo, que él podría saber dónde estaba, tal vez en casa
de su madre.
—Esa vieja reventó hace años—, dijo mi padre.
Mi madre regresó esa noche y Hans prometió no volver a beber. Mi padre prometió no
volver a beber con Hans.
Luego de conseguir un buen lugar para vivir se mudaron. Poco después se casaron por
civil. ¿Por qué se casaron? No lo sé. Lo mismo daba que convivieran. Mi padre no pudo
ir a la boda. Se quedó durmiendo la borrachera y por más que lo zarandeé no despertó.
Regresé muy tarde de la fiesta. Mi padre seguía dormido. Me preocupé y traté de
despertarlo. No respondía. Su piel se había puesto amarilla. Me asusté y llamé a una
ambulancia. Estuvo casi una semana en el hospital. Había caído en un coma etílico y
también tenía un cuadro de uremia. Cuando despertó me dijo, Chicho, ya no vuelvo a
chupar.
Hans y mi padre siguieron viéndose. Esta vez mi padre asistía a una iglesia evangélica
en la avenida Iquitos y llevaba a Hans consigo. Fue entonces que Hans empezó a ser
más celoso que nunca con mi madre. Ella decía que lo amaba, pero discutían
diariamente y sin tregua. A Hans no le gustaba que vaya a las reuniones de la empresa
ni que reciba regalos de su jefe. Mi madre había bajado de peso y le gustaba ponerse
faldas cortas. Eso a Hans le disgustaba y entonces comenzaban las disputas. Parecía
buscar cualquier pretexto para comenzar una pelea. Mi padre fungía de conciliador.
Extrañamente mi madre lo escuchaba. Era como si su lejanía le hubiera investido de un
aura distinta. Ya no lo veía con odio, sino que le tomó cierto aprecio.
Entonces sucedió que mi padre recayó en su alcoholismo. Sus ahorros estaban
menguando. Yo me había ido a vivir solo y no había nadie cercano para controlarlo.
Con el tipo de vida que llevaba pronto acabaría en el cementerio junto a sus otros
familiares alcohólicos. Hans y mi madre decidieron ayudarlo. Lo internaron en un
centro de rehabilitación. La situación económica de Hans había mejorado. Ahora tenía
su propia mecánica. Se hizo cargo de los gastos.
Tocan la puerta y es Hans. Trae dos botellas de champán, una en cada mano, pero no
viene con mi madre.
Luego de saludarnos nos dice que estuvo a punto de golpearla. Él encontró una carta
que le había dado un amigo del trabajo. Mi madre no tuvo nada que decir y se encerró
en el baño.
Mi padre dice que no importa, ya pasará. Saca unas copas y abre el champán con prisa.
El corcho sale disparado haciendo un ruido festivo y se estrella contra el techo.
Bebemos. Hans dice felices cincuenta y ocho primaveras. Se terminan las botellas y
parecen algo mareados. Yo no quise beber. Hans no tiene apetito, pero propone ir a
caminar por la plaza. Entonces salimos.
Pocos autos cruzan la avenida a esta hora.
Las luces de los postes se ven lejanas, más lejanas aún que las estrellas. No hay
estrellas. Y el cielo parece más bajo que nunca.
Las palmeras siguen ahí. En mis recuerdos de niñez me veo caminando por esas calles,
de la mano de mis padres. Y las palmeras sucediéndose a cada paso que damos. Justo
como ahora.
Llegamos a la plaza. Ellos parecen agotados. Se sientan en una banca y yo permanezco
de pie. Hans sabe que inevitablemente terminarán bebiendo en alguna cantina cercana.
Es cumpleaños de mi padre y su deseo es beber. Siempre lo ha sido. Miro la estatua del
inca. Hans se frota las manos aunque no hace frío.
—Me voy a separar de Charo— dice. —La muy puta. Me está matando con todo esto.
Ya no lo soporto. La dejo.
—Déjala— dice mi padre. —Quizá se junte con el otro. Así seríamos tres amigos.
Podríamos vivir todos en mi departamento. Es cuestión de acomodarse. Y cuando me
emborrache ya no tendrías que cargarme tú solo.
Hablan de mi madre como si no estuviera con ellos, pienso.
—Qué te parece, Chicho— dice mi padre. — ¿Volverías a casa? Seríamos una familia.
Podrías traer a tu novia.
—Me gustan los hombres, papá— le digo.
Mi padre me mira. Hans mira a mi padre. Una mujer que cruza frente a nosotros nos
mira a los tres. Por fin dice:
—Entonces a tu novio. Da lo mismo, hijo.
Les digo que mañana tengo que trabajar. Nos despedimos. Hans me ofrece su impecable
muñeca. Mi padre me da un beso en la mejilla y unas palmadas en la espalda. Luego sus
rollizos cuerpos son tragados fácilmente por las sombras.
Quizá papá tenga que volver al centro de rehabilitación, pienso.
Yo vuelvo tras mis pasos y me pongo a contar las viejas palmeras. Cincuenta y ocho
Nunca hubiera creído que fuesen tantas.
Seudónimo: Coral
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