QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARAS

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Quinto Mandamiento: No matar s
QUINTO MANDAMIENTO:
NO MATARAS
LA VIDA, DON DE DIOS
LA VIDA ES UN BIEN
Son miles de millones las personas que todos los años celebran el día de su cumpleaños
y, como se celebran s lo las realidades buenas y positivas, de este hecho aparentemente
banal hay que concluir que el nacimiento es un bien. La vida comenzada con la concepci n
llega a su inicio más pleno con el nacimiento.
La vida es un bien, y el más alto en el orden natural. Es posible que
haya quienes alguna vez consideren como un mal, como una
desgracia, el haber nacido, pero esto no es más que, o un sentimiento
pasajero, o un síntoma de enfermedad, o una consecuencia de la
injusticia de los demás. En condiciones normales, que son las
ordinarias, la vida es considerada por todos como un bien, un gran
bien: si no hubiéramos vivido habríamos permanecido en la nada, en
la m s absoluta ausencia de realidad; si se piensa un poco más,
advertimos que, además, la vida es un don, un regalo; nadie se da la
vida a sí mismo: esta verdad elemental no es, por eso, menos
profunda. Nuestra vida es un don que hemos recibido.
SOLO DIOS ES DUEÑO Y SEÑOR DE LA VIDA
S lo Dios da la vida; s lo Dios puede tomarla.
En efecto, la vida y la salud son dones gratuitos de Dios, bienes que no nos pertenecen:
s lo Dios es dueño absoluto y, por eso, no podemos disponer de ellos a nuestro antojo.
En el Génesis se relata un episodio triste y doloroso: la historia de Caín y Abel (cfr. 4, 116).
Ambos hermanos ofrecían sacrificios, pero Caín ofrecía lo peor, mientras Abel ofrecía a
Dios los mejores corderos de su rebaño. Por eso el sacrificio de Caín no subía al cielo y el
de su hermano era agradable a Dios. Caín sinti envidia de su hermano, lo invit a pasear
por el campo, y con una quijada de burro lo mat .
Dios le ech en cara su delito y maldijo a Caín por haber matado a su hermano; la sangre
de Abel grit venganza ante Dios y Caín fue condenado a andar errante durante el resto de
su vida, con el alma llena de remordimientos.
DEBERES Y PROHIBICIONES DEL
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QUINTO MANDAMIENTO
El quinto mandamiento prescribe conservar y defender la integridad de la vida humana
propia y ajena.
Prohíbe todo cuanto atenta a la integridad corporal personal o del pr jimo.
Para profundizar en este mandamiento dividiremos nuestro estudio en tres apartados:
1) Transmisi n y conservaci n de la vida
2) Deberes relacionados con la vida propia
3) Deberes relacionados con la vida de los demás.
TRANSMISION Y CONSERVACION DE LA VIDA
Al ser el hombre instrumento de Dios en la altísima dignidad de transmitir y conservar la
vida, est sujeto a las leyes que el creador promulg para ese fin.
Estudiaremos aquí los pecados que atentan contra esa ordenaci n moral, y que pueden
agruparse en seis apartados:
- Esterilizaci n
- Anticoncepci n
- Aborto procurado
- Manipulaciones genéticas
- Fecundaci n artificial
- Eutanasia.
La práctica de acciones directamente atentatorias contra la transmisi n de la vida es
quizá el error moral más difundido y grave de la sociedad moderna. Por eso, antes de
estudiar cada uno de los pecados expuestos arriba, nos detendremos en lo que la
Revelaci n y el Magisterio de la Iglesia enseñan sobre la transmisi n de la vida, dividiendo
nuestros estudios en dos apartados:
- El valor sagrado de la vida humana
- La mentalidad anti-vida
A. El valor sagrado de la vida humana
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En la primera página del Génesis, bajo un ropaje en apariencia ingenuo se narran
verdaderos acontecimientos históricos: la creación del universo y del hombre. Dios modela
una porción de arcilla, sopla, y le infunde un espíritu inmortal; la materia se anima de un
modo nuevo, superior: nace la primera criatura humana, hecha a imagen y semejanza del
Creador (cfr. Gen. 2, 7; 1, 26-27): la materia ha recibido una sustancia de orden
esencialmente superior: el alma espiritual e inmortal.
El hombre no es un producto de la evolución de la materia, aunque la materia sea uno de
sus componentes; goza de un alma espiritual, irreductible a lo corpóreo. De acuerdo con la
Revelación divina y con la buena filosofía, la fe católica nos obliga a afirmar que las almas
son creadas inmediatamente por Dios (Pío XII, Enc. Humani generis, AAS 58 (1966)
654). Por ello toda vida humana ha de considerarse por todos como algo sagrado, ya que
desde su mismo origen exige la acción creadora de Dios (Juan XXIII, Enc. Mater et
Magistra, 15-V-1961).
La vida humana, bien y don, se transmite sólo de un modo: por la unión sexual del
hombre y la mujer. Ninguna otra acción corporal o espiritual lo consigue.
Como sólo con los ojos se puede ver, sólo con los órganos sexuales se consigue fecundar
una nueva vida.
En la transmisión de la vida, pues, los padres, con su unión, desempeñan el papel de
cooperadores libres de la Providencia, contribuyendo a la concepción del cuerpo. Pero el
alma que vivifica al hombre, es creada inmediatamente de la nada por Dios en el instante
de la concepción del cuerpo.
De lo anterior se sigue que los padres no dan el alma al nuevo ser, sino tan sólo el
cuerpo. Por lo cual, Dios es el primero y principal Autor y Señor de la vida; el hombre no
es m s que su administrador, y debe cuidar por eso de su propia vida y de la de los demás.
Los padres intervienen en un milagro portentoso. Lo dice Santo Tomás de Aquino: es
más milagro el crear almas, aunque esto maraville menos, que iluminar a un ciego; sin
embargo, como éste es más raro, se tiene por más admirable (S. TOMAS DE AQUINO,
Los cuatro opuestos, 7).
No debemos pasar por alto esta observación. San Agustín queda incluso más maravillado
ante el hecho de la formación de un nuevo hombre que ante la resurrección de un muerto.
Cuando Dios resucita un muerto, recompone huesos y cenizas; sin embargo -dice este
Doctor de la Iglesia- tú antes de llegar a ser hombre no eras ni cenizas ni huesos; y sin
embargo has sido hecho, no siendo antes absolutamente nada (S. AGUSTIN, Sermo 127,
11, 15; ML 38, 713).
Ciertamente, la maternidad –y la paternidad- son siempre un gran acontecimiento, el más
grande que puede acontecer en el orden natural (no hablamos ahora del orden sobrenatural
de la gracia). Los hijos son el amor que se hace vida, vida personal, subsistente y libre, y
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por ello, imagen de Dios. Engendrar hijos es participar en el poder creador de Dios, para
dar lugar a nuevas imágenes suyas, que son, cada una, como un espejo en el que Dios
puede mirarse y contemplarse, y descubrir gozoso alguno de los rasgos propios de su
divina fisonomía.
San Agustín nos ofrece otra sugerencia bellísima: Cuando alguno de vosotros besa a un
niño, en virtud de la religión debe descubrir las manos de Dios que lo acaban de formar,
pues es una obra aún reciente de Dios, al cual, de algún modo besamos, ya que lo hacemos
con lo que El ha hecho (S. AGUSTIN, Contra duas e. Pelag., L. IV, 8, 23, ML 44, 625D).
B. La mentalidad anti-vida
Con la pérdida del sentido cristiano de la vida se ha oscurecido la magnitud del hecho
formidable de traer al mundo un nuevo ser humano. Muchos de nuestros contemporáneos
han caído en el nihilismo, es decir en la negación, teórica o práctica, del valor trascendente
de la vida humana. Porque en el fondo, se piensa la vida como reducida a una existencia
efímera, puramente material, más allá de la cual no habría nada (nihil).
La vida personal se angosta de tal manera que ya no cabe m s que el yo y lo que me
place. El amor necesariamente naufraga. El amor entre marido y mujer ha dejado de ser el
amor hermoso a los ojos de Dios y apasionante a los ojos de los humanos, porque se
reduce a un lazo de mero placer sensible o se limita a ofrecer un intercambio de
seguridades materiales.
Ya no se entiende lo de la Sagrada Escritura: Don de Yahvé son los hijos; es merced
suya el fruto de tu vientre (Ps. 127). Ya no se comprenden las palabras de Jesucristo: La
mujer que ha dado a luz está gozosa, por la alegría que tiene de haber traído al mundo un
hombre (Jn. 16, 21).
En rigor, las actitudes hostiles a la natalidad son inhumanas, y, por supuesto,
absolutamente extrañas al cristianismo. Se necesita haber perdido de vista lo que el hombre
es y el sentido de la vida, para caer en esa suerte de nihilismo que prefiere la nada al ser; o
en el hedonismo, que desprecia los bienes eternos por mantener, a toda costa, algunas
comodidades provisionales.
Por eso, es preciso recordar que el problema de la natalidad, como cualquier otro
referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales
de orden biológico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su
vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna (Pablo VI, Enc.
Humanae vitae, n. 7).
Los cristianos sabemos que cuando Dios dijo Creced y multiplicaos y llenad la tierra
(Gen. 28), pretendía una finalidad ulterior: llenar el Cielo. La criatura humana, a diferencia
de los animales, tiene una razón especial para multiplicarse: completar el número de los
elegidos (S. Th. I, q. 72, a. 1, ad. 4; cfr. Pío XI, Enc. Casti connubii, nn. 6 y 7).
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La responsabilidad de los padres es, pues, gravísima y gozosa a un tiempo. Un hombre
más, o un hombre menos, importa mucho; vale más que mil universos puesto que éstos
acaban por desvanecerse y un hombre, en cambio, no muere jamás: sólo muere su cuerpo
que, al cabo, resucitar en el último día. Y, principalmente, un hombre sólo, exclusivamente
uno, vale toda la Sangre de Cristo.
C. La esterilización
Se llama esterilización a la intervención quirúrgica que suprime, en el hombre o en la
mujer, la capacidad de procrear. Suele distinguirse entre esterilización:
1. terapéutica: la irremediablemente exigida por la salud o la
supervivencia del hombre;
2. directa: la que por su misma naturaleza tiene como fin único hacer
imposible la generación de una vida.
La esterilización terapéutica, que viene exigida para salvar la vida o
conservar la salud, es lícita en bien del todo la vida si se dan las condiciones siguientes
(nótese que es una aplicación práctica del llamado "voluntario indirecto"; ver 2.4):
1) que la enfermedad sea grave, de modo que se justifique el mal grave que supone la
esterilización;
2) que la esterilización sea el único remedio para recobrar la salud o conservar la vida;
3) que la intención sea la de curar y no la de esterilizar. La esterilización es sólo un remedio
inevitable, no directamente querido.
La esterilización directa es pecado, puesto que va contra el uso natural de la capacidad
sexual, que es la procreación.
El método de esterilización de la mujer más comúnmente empleado en la actualidad es la
salpingoclasia, usualmente llamado ligadura de trompas , que es siempre gravemente
ilícito.
Nunca son justificables razones de escasez de medios materiales, excesivo número de
hijos, incapacidad de educarlos adecuadamente, cansancio, e incluso peligro de la vida ante
nuevos embarazos, para que una mujer acepte que se le efectúe esta operación: repetimos
que, según la moral católica, es siempre gravemente ilícita.
D. La anticoncepción
En la llamada anticoncepción cae cualquier modificación introducida en el acto sexual
natural, con objeto de impedir la fecundación. Los procedimientos pueden ser varios:
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1. La esterilización, de la que ya hablamos;
2. La interrupción del acto sexual (onanismo);
3. La utilización de dispositivos mecánicos, tanto por parte del hombre (preservativos)
como de la mujer; aunque estos dispositivos suelen impedir la fecundación, en muchos
casos, porque impiden que el óvulo ya fecundado se implante en el útero, deben ser
considerados abortivos (es el caso del llamado dispositivo intrauterino, o diu);
4. La utilización de productos farmacológicos, como las píldoras: algunos de esos
productos son anovulatorios, es decir, inhiben la ovulación impidiendo la fecundación;
otros son claramente abortivos, porque actúan después de la concepción, impidiendo la
implantación del óvulo fecundado. La mayoría de los productos farmacológicos en la
actualidad son abortivos.
d.1 La enseñanza de la Sagrada Escritura
La doctrina de la Iglesia ha sido siempre muy clara en este punto. Encuentra su
fundamento no sólo en la naturaleza, sino también en la Sagrada Escritura, comenzando
por el primero de sus libros: el Génesis. Onán -personaje de triste memoria que ha dado su
nombre al pecado de onanismo-, usaba de su mujer evitando la descendencia. Se advierte
que el pecado es muy antiguo. Pues bien, era malo a los ojos de Yahvé lo que hacía
Onán, y lo mató también a él (Gen. 38,10).
Dios lo mató, porque lo que hacía era un crimen a sus ojos. Ahora ya no actúa enviando
castigos sobre la vida perecedera, pero la advertencia de Dios sigue resonando y mira,
sobre todo, a la vida eterna.
Otro testimonio de la gravedad de este pecado lo hallamos en el libro de Tobías (cfr.
Tob. 6,14; 7, 9).
Que el uso del matrimonio es para la procreación lo enseña repetidamente el Nuevo
Testamento:
San Agustín comenta así un texto de San Pablo: el matrimonio, evidentemente, fue
instituido en orden a la procreación de los hijos, según atestigua el apóstol: `quiero –diceque las jóvenes se casen". Y como si alguien le preguntara para qué, añade
inmediatamente: `para que tengan hijos", para que sean madres de familia" (SAN
AGUSTIN, De bono coniug, 24).
d.2 Doctrina de la Iglesia
Por pertenecer al depósito de la fe, esta doctrina no ha variado ni puede variar en la
Iglesia. He aquí algunos textos:
Cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido su
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propia natural virtud procreativa, va contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen
culpables de un grave delito (Pío XI, Enc. Casti connubii, n. 21);
Es gravísimo el pecado de los que, unidos en matrimonio, o impiden la concepción o
promueven el aborto (CAT. ROMANO, II, 7,13); es intrínsecamente deshonesta toda
acción que, o en previsión del acto conyugal o en su realización, o en el desarrollo de sus
consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la
procreación (Enc. Humanae Vitae, n. 7).
Otros muchos textos podrían citarse, principalmente de la Encíclica Humanae Vitae de
Paulo VI, de la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de Juan Pablo II, y de otros
múltiples documentos de este último Papa.
d.3 Razones teológicas
En relación con las prácticas anticonceptivas, Santo Tomás de Aquino hacía notar que
después del pecado de homicidio, que destruye la naturaleza humana ya formada, tal
género de pecado parece seguirle, por impedir la generación de ella (C.G., III, 122).
Podría agudizarse aún más la cuestión: el homicida mata el cuerpo, mas no el alma que
puede ir a gozar de la visión de Dios; el que evita el hijo, cegando las fuentes de la vida,
corta las manos de Dios e impide que llegue a la vida una persona que podría gozar
eternamente de una felicidad inmensa. Vale la pena reflexionar sobre ello, y atender,
cuando se nos afirma que cegar las fuentes de la vida es un `crimen horrendo": trocar el
uso conforme a la ley natural por el que es contra la naturaleza es un crimen nefasto en
sí mismo, pero más recriminable aún en la vida matrimonial porque la dignidad del
vínculo conyugal radica en la casta y legítima facultad de procrear y en el cumplimiento
honesto de los deberes mutuos con ese fin relacionados (SAN AGUSTIN, De bono
coniug, XI, 12).
d.4 El porqué de la malicia de la anticoncepción
La gravedad de las prácticas anticonceptivas estriba principalmente en la desconexión
que producen entre el acto sexual y la finalidad natural que le es propia. La ordenación
intrínseca de las facultades generadoras en cuanto tales es originar la vida como se
dice en la Encíclica Humanae Vitae, núm. 13.
Pretender negar el argumento anterior sería como tratar de tapar el sol con un dedo; el
hecho es de una claridad deslumbrante. Si, además, tenemos en cuenta que la vida que
origina es humana, entonces ese acto participa del carácter sagrado de la misma vida
humana que contiene. De ahí que la distorsión de la finalidad de las facultades generadoras
sea la quiebra de algo de un enorme valor y si es responsable una grave alteración de la
naturaleza, una grave ofensa a Dios, Autor de la naturaleza y, a fin de cuentas, un grave
pecado.
d.5 El uso del matrimonio en los periodos infecundos de la mujer
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Cada matrimonio habrá de responder ante Dios de cómo ha facilitado la obra creadora:
tendrá que dar cuenta del empeño puesto u omitido para que se cumplan los designios
divinos. En esto estriba la verdadera `paternidad responsable".
Como hemos repetido, Dios tiene dispuesto por su Providencia el número de almas que
han de informar los cuerpos concebidos en el matrimonio; almas que están destinadas a un
fin imperecedero, es decir, `serán" por toda la eternidad.
El hombre, sin embargo, puede usurpar el poder de dar vida o no darla; el hombre
suplanta a Dios, aunque muchas veces no se atreva a proclamarlo.
Con su infinita sabiduría, Dios dispuso que no de todo acto conyugal se siguiera una
nueva vida. La decisión de utilizar del matrimonio sólo en los periodos infecundos de la
mujer no contradice la función propia de las cosas -no atenta al orden natural- y, por tanto,
es el único medio lícito para evitar la procreación dentro del matrimonio.
Cualquier otro medio sería puro y simple onanismo (aquel pecado que, como hemos
visto, mereció la muerte de Onán). La perfección técnica no cambia la naturaleza moral de
los actos. Un acto técnicamente más perfecto más fácil, más cómodo no es moralmente
más perfecto. Y si el acto era malo, malo seguirá siendo por mucha perfección técnica
química, mecánica que lo acompañe.
Ahora bien, la Enc. Humanae Vitae dice textualmente que si para espaciar los
nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de
los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener
en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del
matrimonio sólo en los periodos infecundos y regular así la natalidad (n. 14).
Al afirmar la licitud de lo anterior, el Magisterio no dice que siempre sea lícito hacerlo:
subraya que los motivos de esta decisión han de ser `serios". En documentos análogos
utiliza expresiones del tenor siguiente: casos de fuerza mayor (Pío XII, AAS, 43 (1951),
p. 846); motivos morales suficientes y seguros (Ib., p. 867); motivo grave, motivos
serios, razones graves personales o derivadas de circunstancias externas (Ib., p. 867);
inconvenientes notables (Ib., p. 846).
Por ello, la educación a la castidad de los cónyuges no ha de limitarse a la instrucción
sobre el modo de determinar los periodos fértiles, sino que ésta ha de impartirse dentro del
cuerpo doctrinal de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad. Repetimos que ese recurso
es lícito sólo por graves y justas causas: la Iglesia jamás aprueba la decisión de los
cónyuges sobre el número de hijos que sea fruto de un mero proyecto egoísta, aunque el
método adoptado sea el natural. No debe darse, dice Juan Pablo II, la información sobre
los métodos naturales sin que vaya acompañada de una adecuada formación de las
conciencias (Discurso, 14-III-88).
En resumen, sólo excepcionalmente, por graves motivos y con medios que no se opongan
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a la ley moral, sería lícito evitar una familia numerosa.
También es preciso tener en cuenta que para que la práctica de la continencia periódica
sea lícita, la gravedad de los motivos ha de ser mayor o menor según se pretenda evitar
definitivamente un nuevo nacimiento, o sólo distanciarlo del anterior:
a) por ejemplo, en el caso de una madre que ha quedado debilitada por el nacimiento del
último hijo, y trata de reponerse, podría seguir esa práctica durante unos pocos meses,
porque no puede decirse que esta actitud atente contra el fin del matrimonio;
b) en cambio, para seguirla durante un largo periodo o indefinidamente, se necesitan
motivos más graves de salud (física o psíquica), económicos (imposibilidad o grave
dificultad de sostener más hijos), o sociales (falta de espacio mínimo en la vivienda para
evitar una grave promiscuidad, imposibilidad de atender a un recién nacido por verdadera y
grave necesidad de que la madre trabaje fuera de casa, etc.).
Importa recordar, además, que lo `natural" es que los matrimonios reciban con
generosidad los hijos que Dios les envíe, y que si se presentan circunstancias graves que
aconsejan los medios naturales de evitar un nuevo hijo, esas circunstancias se reciban con
dolor y con el ánimo de poner los medios para que desaparezcan los obstáculos. De lo
contrario habría falta de rectitud de intención, es decir, el ánimo de no aceptar la Voluntad
de Dios.
Y nunca habrá que olvidar lo que se subraya en el Conc. Vat. II: Entre los cónyuges
que cumplen la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los
que, de común acuerdo bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más
numerosa para educarla dignamente (Gaudium et spes, n. 50). Dios asiste, ciertamente, de
un modo muy especial a las familias numerosas, que ven siempre compensado su esfuerzo
con una alegría honda y duradera.
Además, en la consideración objetiva de la Iglesia est presente la familia numerosa; ahí
germinan y crecen las vocaciones de entrega a Dios. Ciertamente, se trata de un problema
que aflige a la Iglesia, pues cuando el egoísmo de los padres limita indebidamente los
nacimientos, se agotan proporcionalmente también las fuentes de vida espiritual superior y
faltan inevitablemente vocaciones: donde resulta normal que la vida se acoja como un don
de Dios, es más fácil que resuene la voz de Dios y que ésta sea oída con generosidad
(Juan Pablo II, Discurso, 15-V-79).
d.6 Conclusión
Todo lo anterior podría dar la impresión de juicios morales demasiado tajantes, pero esa
es la verdad de las cosas aunque el consenso de la mayoría -teórica o prácticamente- siga
otros lineamientos. En definitiva, por tanto, hay que afirmar que en sí la anticoncepción es
intrínsecamente un atentado al fin natural del acto conyugal y, por tanto, al contrariar la ley
natural, supone un pecado grave que no admite dispensa bajo ninguna consideración.
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E. El aborto
1. Noción e ilicitud
El tema del aborto provocado no presenta, a
nivel del derecho natural, especiales dificultades.
En realidad, su incuestionable ilicitud es un
corolario del deber de respetar la vida y del
derecho a la vida de todo ser humano también el
del no nacido, sin otros problemas, acaso, que
razonar algunos casos límites, por otra parte hoy
prácticamente superados o en vías de solución
por los avances médicos.
Sin embargo, es un tema que, por lo menos en muchos países, es tratado ampliamente a
nivel de opinión p blica. Los argumentos utilizados en favor del aborto obedecen a
m ltiples motivaciones, pero a excepción de casos límites no son científicos, porque no se
trata de discusiones científicas, sino de intentos de influir en la opinión p blica.
Por aborto se entiende la expulsión del seno materno, casual o intencionada, de un feto
no viable. Por tratarse de un feto no viable, lo esencial del aborto es la muerte del feto,
antes o después de su expulsión. El aborto puede ser:
1.a. Espontáneo (casual o natural), cuando las causas que lo provocan no dependen de la
voluntad de los hombres. Es un acto involuntario y, por tanto, ni siquiera se plantea el
problema de su licitud o ilicitud.
1.b Procurado (intencionado, artificial o voluntario), cuando est causado por la
intervención del hombre.
El aborto procurado puede ser:
a) directo, cuando se busca la muerte del feto y su
expulsión del seno materno. A su vez puede ser:
provocado como fin, cuando lo que se desea es
deshacerse del feto; provocado como medio para
conseguir otro fin, p. ej., la salud de la madre. Es el
llamado aborto terapéutico;
b) indirecto: el que se causa como efecto secundario
e inevitable -previsto, pero no querido, sólo
permitido- de una acción que es en sí misma buena. P. ej., para curar a la madre de alguna
enfermedad grave, se le administran fármacos que pueden tener como efecto secundario la
muerte del feto.
2. Principios morales sobre el aborto
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1) Para resolver cualquier problema que plantee la moralidad de un aborto, hay que dejar
claro que es preciso respetar los derechos del niño antes de nacer (derecho a la vida y a la
salvación del alma), como persona humana que es.
Por lo anterior, cualquier acción directamente occisiva del feto vivo es pecado gravísimo
que no puede justificarse jamás. La razón es clara: se trata de matar a un ser humano
completamente inocente, cometiéndose un asesinato con vergonzosos agravantes, tanto de
tipo natural (abuso de fuerza e inmensa cobardía, por tratarse de un ser indefenso; además
de la aberración que supone que la propia madre mate a su hijo), como de tipo
sobrenatural (el feto muere sin bautismo).
2) Queda claro, pues, que todo aborto directo, también el terapéutico, es ilícito, porque su
objeto directo es la muerte de un ser vivo.
A veces se entiende menos la ilicitud del aborto terapéutico, pero es preciso decir que el
fin bueno (salvar la vida de la madre) no justifica el acto malo (la muerte provocada del
feto). Hay que tener en cuenta también que el aparente conflicto de deberes la vida de la
madre o la del hijo, se resuelve recordando que el deber es procurar la vida de los dos con
medios lícitos adecuados. Por otra parte, casi siempre se puede evitar el llamado aborto
terapéutico con una asistencia prenatal adecuada, y con todos los medios de que dispone
actualmente la medicina.
Con frecuencia, también entre personas con
alguna formación, se confunde el aborto
terapéutico con operaciones quir rgicas en las
que hay, en todo caso, un aborto indirecto,
cuando no la simple remoción de un feto no
viable o ya muerto. De ahí la importancia de
distinguir entre el aborto directo siempre ilícito y
el aborto indirecto que, con las debidas
condiciones estudiadas de acuerdo con las reglas
del voluntario indirecto (ver. 2.4), es lícito.
El Santo Padre Juan Pablo II ha hablado muchas veces con gran claridad sobre la ilicitud
del aborto; p. ej., en Irlanda:
El aborto, como declara el Concilio Vaticano, es un `crimen abominable" (Gaudium a
spes, n. 51). Atacar una vida que todavía no ha visto la luz en cualquier momento de su
concepción es minar la totalidad del orden moral, auténtico guardián del bienestar humano.
La defensa de la absoluta inviolabilidad de vida todavía no nacida forma parte de los
derechos y de la dignidad humanos (Homilía en Limerick, 1-X-1979).
La mentalidad pro-abortista, una vez difundida, tiene consecuencias de todo tipo en la
vida social. La principal es ésta: la vida humana ya no puede concebirse como un valor
absoluto, sino como algo que depende de la voluntad de otro hombre que se encuentra en
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una situación ventajosa. Esta justificación del homicidio aunque no se pretenda en cuanto
tal constituye una transmutación del principio fundamental de la moral: no se tiene ya en
cuenta que el hombre no crea la ley moral, sino que sólo la descubre.
La moral ya no se presenta como una exigencia de la verdadera naturaleza humana, sino
como un acuerdo precario, provisional y simplemente histórico.
La Iglesia, en consideración de la gravedad criminal del aborto, castiga con la pena de
excomunión no sólo a la madre y al médico, sino a toda persona que sin su ayuda no se
hubiera realizado el delito (p. ej., anestesista, enfermera, el que facilite el dinero, etc.; cfr.
CIC, c. 1398 y 1329; ver también Dz. 1184-1185; 1890 a-c).
Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es
manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a
quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad (Catecismo, n. 2272).
F. Manipulaciones genéticas
La Iglesia, preocupada por los diversos problemas morales que van planteando los
rápidos avances de las investigaciones biomédicas en el terreno de la procreación, propone
los criterios para la valoración moral de éstas cuestiones a través de la Instrucción Donum
vitae de la S.C. para la Doctrina de la Fe, publicada el 22-II-1987.
La Instrucción empieza por recordar que las ciencias y las técnicas no son moralmente
indiferentes: exigen el incondicionado respeto a los criterios de moralidad, el servicio a la
persona humana y su bien verdadero e integral de acuerdo al plan de Dios. A continuación
aborda tres cuestiones de especial importancia:
1) El respeto al embrión. Aunque ningún dato experimental es de por sí suficiente para
detectar la existencia del alma espiritual, los conocimientos científicos sí permiten discernir
racionalmente una presencia personal desde el primer momento de la vida humana: ese ser
humano, por tanto, ha de ser respetado y tratado como persona desde el primer instante de
su existencia, reconociéndosele todos los derechos de la persona.
- De acuerdo con este principio, se determinarán las respuestas a los diversos problemas
morales planteados. El diagnóstico prenatal y las intervenciones sobre el embrión nunca
serán lícitos si se contempla la posibilidad de provocar un aborto, o se expone al embrión a
riesgos despropor-cionados.
- Otras formas de manipulación genética (los proyectos de fecundación entre gametos
humanos y animales; gestación de embriones humanos en útero de animales o en úteros
artificiales, la fisión gemelar -es decir, promover la duplicación de un cigoto-; la
clonación, la partenogénesis, o cualquier intento de obtener un ser humano sin conexión
con la sexualidad), son inmorales, pues se oponen a la dignidad de la unión conyugal y de
la procreación, y atentan gravemente al respeto del ser humano, a su integridad y a su
identidad.
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2) La procreación artificial. En la Instrucción se habla extensamente de la fecundación in
vitro con transferencia de embriones (FIVET) y de la inseminación artificial. De ambas
cosas se hablar más adelante (cfr. G).
3) Las relaciones entre la moral y la ley civil. Recuerda la Instrucción a las autoridades
políticas, la obligación que tienen de prohibir explícitamente que los seres humanos,
aunque están en el estado embrional, sean tratados como objetos de experimentación,
mutilados o destruidos . Además, como la ley protege la institución familiar, nunca deberá
legalizar la donación de gametos entre personas que no están legítimamente unidas en
matrimonio . La legislación deberá prohibir, además, en virtud de la ayuda debida a la
familia, los bancos de embriones, la inseminación post mortem y la maternidad sustitutiva.
G. La fecundación artificial
La fecundación artificial -desde hace tiempo practicada en los animales- se define por
comparación con la fecundación natural, ya que en aquélla la unión del óvulo con el
espermatozoide se da por una manipulación del semen.
Para comprender su ilicitud en el hombre hay que recordar que la única forma lícita de
unión sexual es dentro del matrimonio, y también que, en el matrimonio, la procreación ha
de ser el resultado de actos naturales.
1. Fecundación artificial heteróloga. Es moralmente ilícita la fecundación de una mujer
casada con el esperma de un donador distinto de su marido, así como la fecundación con el
esperma del marido de un óvulo no procedente de su esposa. Es moralmente injustificable,
además, la fecundación artificial de una mujer no casada, soltera o viuda, sea quien sea el
donador (Instr. Donum vitae II, 2).
- El criterio moral negativo de la Iglesia se apoya en los siguientes argumentos:
1) Este tipo de fecundación se opone de modo directo a un principio básico de la ley de
Dios: toda vida humana ha de ser procreada sólo en el matrimonio válido (Pío XII,
Discurso 12-XI-1958). Otro modo de actuar constituye una violación al compromiso
recíproco de los esposos, y atenta contra la unidad del matrimonio, produciéndose un
verdadero concubinato o adulterio.
2) A su vez, el hijo tiene derecho a ser concebido llevado en las entrañas traído al mundo y
educado en el matrimonio: sólo a través de la referencia conocida y segura a sus padres
pueden los hijos descubrir la propia identidad y alcanzar la madurez humana (Instr. Donum
vitae II, 1).
2. Fecundación artificial homóloga. La doctrina católica enseña que es moralmente ilícito
intentar una procreación que no sea fruto de la unión específicamente conyugal, aun
cuando se trate del semen del esposo. Ya el Papa Paulo VI enseñó que el hombre no
puede romper por propia iniciativa la inseparable conexión que Dios estableció entre el
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significado unitivo y el significado procreador del acto conyugal (cfr. Enc. Humanae vitae,
n. 12).
El acto conyugal, como muchos otros en el organismo humano, es bivalente: al aspecto
unitivo está inseparablemente unido el procreativo. Para clarificación de conceptos,
obsérvese el proceso de respiración: a la función de oxigenar est inseparablemente unida la
de oler. O el proceso alimenticio: deglutir alimentos conlleva necesariamente una bivalencia:
nutrir y degustar los manjares. En las leyes inscritas por Dios en la humana naturaleza, es
asimismo obvia la bivalencia del acto conyugal.
Así, pues, cualquier intervención técnica que sustituya al acto conyugal no tiene
justificación ética, por mucho que a los esposos los mueva el deseo, laudable, de tener un
hijo que no pueden procrear naturalmente. Está, como hemos dicho, el plan de Dios sobre
la unión existente entre los dos significados del acto conyugal (unitivo y procreativo) y,
junto a él, la unidad del ser humano y la dignidad de su origen. Lo contrario sería confiar el
inicio de la vida a la manipulación de terceras personas: se instauraría un dominio sobre el
origen y sobre el destino de la persona humana.
Además de la consideración anterior, debe tenerse en cuenta que la sexualidad humana
se distingue de la sexualidad animal en que no sólo se ordena a la vida, sino también al
amor. La unión sexual en el hombre es la expresión de una previa unión afectiva y
espiritual, por la que el hombre y la mujer se entregan mutuamente de modo total,
exclusivo y definitivo. La inseparabilidad de esos dos aspectos pertenece a la ley natural y
al orden moral revelado por Dios: En el acto conyugal no es lícito separar artificialmente
el significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad
íntima del acto conyugal: uno se realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido, el uno
a través del otro (Juan Pablo II, Alocución 22-VIII-88).
En cualquier tipo de fecundación artificial el acto que origina la vida humana no es el
acto del amor conyugal. No procede de la unión psicológica y espiritual de las dos personas
sino que depende de los operadores técnicos. El niño que va a nacer ha de ser respetado y
reconocido como igual en dignidad personal a aquellos que le dan la vida, ya que ha de ser
fruto de la auténtica donación de los padres y no producto de la tecnología científica,
objeto de producción y adquisición, sujeto al control de calidad, a la utilización o al
rechazo.
3) Fecundación humana in vitro (es decir, realizar la unión del elemento masculino con el
femenino en el laboratorio, implantándolo luego en el útero de la mujer) tiene aun mayor
malicia ya que no sólo se realiza sino que continúa fuera del seno materno.
En este caso los riesgos que corre la persona humana así concebida antes de que llegue a
anidarse en el claustro materno son particularmente graves; además de que se establece
una separación entre el aspecto unitivo y procreativo del amor conyugal.
La misma razón humana insinúa... que es poco conveniente hacer `experimentos" con
personas humanas , señala la Enc. Familiaris consortio (n. 80); Juan Pablo II ha utilizado
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incluso palabras más duras: condeno del modo más explícito y formal las manipulaciones
experimentales del embrión humano, porque el ser humano -desde su concepción hasta la
muerte- nunca puede ser instrumentalizado para ningún fin (Discurso al Congreso de la
Pontificia Academia de las Ciencias, 23-X-1982).
Añade gravedad moral a este método el hecho de que en el proceso de alcanzar la
gestación de un niño, en rigor se desechan varios óvulos fecundados, que normalmente o
se dejan morir o se utilizan para experimentación. De entre los varios que se fecundan, se
escoge el más viable y se desechan los más débiles, utilizándose niños vivos en
experimentaciones, además de que terminan por morir sin bautismo. Esto sucede con
varios niños en cada experimento:
- Por ejemplo, en el Congreso Internacional de Helsinki (mayo de 1984) fueron
presentadas las cifras con los resultados logrados por 58 equipos médicos de todo el
mundo. En un conjunto de 9.641 tratamientos realizados se transfirió al menos un embrión
a 7.733 mujeres. De estos transfers, muchos de ellos múltiples, sólo llegaron a nacer 590
niños. El porcentaje fue de un 7.6% y la pérdida de embriones elevadísima.
En el caso de los padres que no tienen posibilidad física de tener un hijo, el deseo de
engendrarlo artificialmente no constituye un derecho que pueda justificar tales riesgos. De
nuevo hay que recordar el principio ético fundamental de que el fin no justifica los medios,
y menos unos fines antinaturales.
H. La eutanasia
¿Es moral abreviar la vida de los enfermos graves y desahuciados? ¿Es moral acelerar el
final de esos pacientes o, en general, de los ancianos y de las personas que ya no son
productivas para la sociedad? ¿Es moral dar muerte a enfermos incurables, que están
aquejados de gravísimos dolores?
Son preguntas que se plantean con cierta frecuencia, aunque los casos no sean tan
corrientes como a veces parece.
La analgesia o disminución del dolor es completamente lícita y ética, no sólo en el caso
de los moribundos, sino también en aquellos que tienen una enfermedad pasajera.
En algunos casos la atenuación del dolor puede llevar a la pérdida de la conciencia
porque el enfermo queda en un estado inconsciente en que ya no sufre. Para que sea lícita
o moral esta supresión de la conciencia debe quererla el enfermo, y debe ser el resultado
indirecto del tratamiento terapéutico; normalmente esto es siempre posible.
Antes de dar los sedantes que hacen perder la conciencia, es muy importante administrar
al enfermo los auxilios espirituales necesarios que permitan prever su salvación,
considerando que ese estado puede ser irreversible. Asimismo, si tiene asuntos pendientes
en referencia a sucesión hereditaria deber hacer testamento, para evitar conflictos
familiares posteriores a su muerte.
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La eutanasia, en cambio, que busca causar directamente la muerte (sin dolor), a un
enfermo incurable, a un minusválido o a un viejo, no es lícita jamás, cualesquiera que sean
las razones que se aduzcan. La eutanasia, inventada por la piedad pagana, no es otra cosa
que un asesinato encubierto, que reprueba la moral cristiana.
... la eutanasia o la muerte por piedad... es un grave mal moral...; tal muerte es
incompatible con el respeto a la dignidad humana y la veneración a la vida (Discurso de
Juan Pablo II a los obispos de Estados Unidos, 5-X-1979).
Pueden distinguirse diversos tipos de eutanasia:
1) positiva: quitar la vida mediante una intervención médica, de ordinario administrando un
fármaco;
2) negativa: omisión de los medios ordinarios para mantener en vida al enfermo;
3) eugenésica: la que tiene por objeto eliminar de la sociedad a las personas con una vida
`sin valor".
Cualquiera que sea el modo de practicarla es un acto inmoral aun con el consentimiento
del enfermo, porque, como ya hemos dicho, Dios es el nico dueño de la vida y de la
muerte. Ning n motivo .y menos una falsa compasión. la puede justificar.
No hay que confundir, sin embargo, la eutanasia con la omisión de medios médicos
extraordinarios para prolongar la vida de un enfermo con un proceso patológico
irreversible.
Por medios médicos extraordinarios se entienden aquellas acciones de excesiva
complejidad y costo que no logran la curación del enfermo, sino sólo prolongan un poco
más de tiempo los días de su vida. Esta omisión no es eutanasia y es lícita, porque puede
considerarse que el enfermo está ya clínicamente muerto.
Sin embargo, estos casos límites dan origen a menudo a grandes problemas morales,
sobre todo por dos hechos que hay que tener en cuenta:
1) la resistencia de los parientes del enfermo a que se omitan los medios extraordinarios
que lo mantienen artificialmente en vida;
2) la falta de una total evidencia científica sobre la reversibilidad o irreversibilidad de
algunos procesos patológicos. Se han dado casos en que los parientes han insistido en que
se siguieran aplicando esos medios extraordinarios y, al final, se ha producido la
reversibilidad y la curación.
La eutanasia aparece como algo `razonable" en las sociedades que, por influencia del
materialismo, entienden la vida humana sólo en términos de placer. Con esta mentalidad se
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llega poco a poco a establecer qué vidas tienen valor y cuáles otras pueden ser suprimidas.
Un mínimo sentido de humanidad permite ver que lo anterior no es progreso, sino
regresión, marcha atrás.
Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e irrepetible, y que
cualquier vida tiene todo el valor posible. Si hubiese una sola vida que no fuese
`importante", ninguna sería importante.
DEBERES EN RELACION CON LA PROPIA VIDA
Siendo el hombre tan sólo receptor -y no autor- de su propia vida, tiene obligación de
responder en justicia de ese beneficio recibido. En concreto, debe no sólo conservar su
existencia, sino también desarrollar las capacidades personales que con ella recibió.
Se estudia en este apartado:
a) El desarrollo de las capacidades personales.
b) El amor y el respeto al propio cuerpo, que comprende el estudio de los siguientes
pecados:
1) por exceso, el amor desordenado al propio cuerpo,
2) el suicidio,
3) la mutilación,
4) la embriaguez,
5) el uso de drogas.
A. Desarrollo de las capacidades personales
De acuerdo a los designios providenciales y en diverso grado, Dios ha dado a cada
hombre talentos y facultades, tanto naturales como sobrenaturales. En el plano natural, la
inteligencia que el individuo ha de desarrollar adquiriendo los conocimientos debidos y la
voluntad, que le lleva a fortalecerse hasta alcanzar el señorío y dominio sobre sí mismo, de
forma que logre una personalidad capaz de afrontar grandes empresas.
P ara ello, es necesario luchar seriamente contra la pereza, que es el pecado que se opone
a que los talentos fructifiquen, impidiendo al hombre el cumplimiento de su fin. De aquí
que no vencer de modo habitual esta inclinación lleva a dejar en potencia las capacidades
recibidas, incumpliendo el proyecto de vida que Dios asignó a cada persona. Y es por eso
que, en sí misma, la pereza puede ser razón suficiente para constituir pecado grave.
En el caso de los estudiantes no hay que olvidar que el estudio es su deber principal, y
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que el quebrantamiento puede llegar incluso a ser pecado mortal.
Oras, te mortificas, trabajas en mil cosas de apostolado...,- pero no estudias. -No sirves
entonces si no cambias.
El estudio, la formación profesional que sea, es obligación grave entre nosotros (Camino,
n. 334; cfr. también el n. 337).
Los estudiantes deben esforzarse por realizar con perfección sobrenatural y humana sus
estudios y, en general, la tarea de su formación profesional, viviendo el orden, el
aprovechamiento del tiempo, la constancia y las demás virtudes; desempeñando su trabajo
con la mayor perfección posible y alcanzar así un alto grado de prestigio.
B. Amor y respeto al propio cuerpo.
- La vida y la salud física son bienes preciosos confiados por Dios. Debemos cuidar de
ellos racionalmente teniendo en cuenta las necesidades de los demás y el bien común
(Catecismo, n. 2288).
Ahora bien, aun cuando la moral exige respeto de la vida corporal, no hace de ella un
valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto al
cuerpo, sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo (Id., n.
2289).
Además del culto al cuerpo, se opone a este deber el suicidio, la mutilación, la embriaguez
y la drogadicción.
1) El suicidio consiste en la destrucción de la propia vida.
Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado.
El sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla
con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras
almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha
confiado (Catecismo, n. 2280).
El suicidio puede ser:
a) directo, resultante de una acción que busca esa finalidad (p. ej. dándose un tiro). Es
siempre pecado gravísimo, pues no sólo se atenta contra un derecho divino -Dios es el
dueño de la vida-, sino que muy posiblemente, con ese acto, el suicida precipita su alma en
la eterna condenación;
b) indirecto, resultante no de la directa acción occisiva contra uno mismo, sino de ponerse
en situación voluntaria e imprudente, que puede ocasionar la pérdida de la vida (p. ej.,
manejar imprudentemente el automóvil; ciertos actos acrobáticos; prácticas arriesgadas de
montañismo, etc.).
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El suicidio indirecto puede ser lícito en los casos en que exista causa grave (p. ej., el
cuidado del enfermo contagioso de enfermedad mortal). Para determinar la licitud se
aplican las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4).
Se ha escrito -y está comprobado estadísticamente- que las sociedades en las que los
hombres tienen un profundo sentido de la religiosidad están mucho menos expuestas al
suicidio.
Aunque el sentido de la vida puede tener otras motivaciones, la difusión del concepto
materialista de la existencia humana crea un ambiente propicio para el suicidio, pues al
difundirse como ideal humano el hombre con éxito, que siempre triunfa, el que tiene
suficientes medios económicos y puede dar cumplimiento a todas sus apetencias, etc., la
frustración en estos campos puede provocar la idea de que no vale la pena vivir.
En cambio, cuando la vida no se limita a simples horizontes materiales y entran en ella
las realidades espirituales, la persona encuentra siempre el sentido a su existencia. La razón
es que el materialismo está estrechamente unido al egoísmo: se quiere tener para poder
gozar.
Los bienes espirituales, por el contrario, nos hacen salir fuera de nosotros mismos, para
dar a los demás lo mejor que tenemos. Este sentido de donación se conecta con el don de
la vida, cuyo autor es Dios:
una existencia auténticamente religiosa -no rutinaria y costumbrista, sino nacida de la
firme convicción- encuentra siempre el sentido de la vida, su inmenso valor.
Sin embargo, no se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se
han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que sólo El conoce la ocasión
de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su
vida (Catecismo, 2283).
2) Mutilación. Es ilícita a no ser que exista una causa grave. La razón de su ilicitud es
semejante a la que prohíbe el suicidio, ya que el hombre no puede disponer de sus
miembros corporales sino para los usos determinados por Dios a través de la propia
naturaleza.
Sin embargo, como las partes son para el todo, es lícito mutilar algún miembro cuando lo
exige la vida de todo el cuerpo (p. ej., una amputación por gangrena, tumor, etc.; cfr. Dz.
2348); no es lícito sino grave pecado, como ya hemos dicho (cfr. 11.2.1.c), la esterilización
del hombre o de la mujer para evitar la procreación (cfr. Dz. 2283).
3) Pecados contra la sobriedad. La sobriedad es la virtud que tiene por objeto moderar, de
acuerdo con la recta razón iluminada por la fe, el uso de la comida y de la bebida. Nos
detendremos en el estudio de la embriaguez y la gula.
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Los principios morales sobre la embriaguez son los siguientes:
a) cuando se da una privación total del uso de la razón, la embriaguez es perfecta, y
constituye pecado grave;
b) si la privación de la razón es parcial, recibe el nombre de imperfecta.
Signos de embriaguez perfecta son:
1) hacer cosas completamente desacostumbradas
2) no discernir entre lo bueno y lo malo
3) no recordar lo que se dijo o se hizo en tal estado, etc.
La razón teológica de la malicia de este vicio radica en el desorden esencial que se
produce al subvertir las leyes de la naturaleza humana impuestas por Dios:
a) se priva el hombre del uso de su razón -facultad superior con que ejerce el control de sí
mismo- por un puro placer y sin necesidad alguna;
b) en el plano natural, el desorden moral tiene su paralelo en la postura frecuentemente
repugnante ofrecida por quien se emborracha; y las demás graves consecuencias a que este
vicio puede dar origen: epilepsia alcohólica, alcoholismo crónico, alucinamientos agudos,
delirium tremens, paranoia alcohólica, etc.
Dos ltimas consideraciones:
a) los actos pecaminosos cometidos durante el estado de embriaguez -p. ej., blasfemias,
deshonestidades, muertes, revelación de secretos, etc.- se imputan al borracho, que los
pudo prever con anterioridad, al menos confusamente;
b) pecan gravemente también aquéllos que, pudiendo impedir la embriaguez de otro, no lo
hacen, o quien influye directamente en ella: p. ej., aconsejándola, festejándola,
proporcionando más bebidas alcohólicas al medio borracho, etc.
Acerca de la gula (cfr. S. Th., II-II, q. 148, a. 2 y 3), la Teología Moral enseña lo
siguiente:
Haciendo abstracción de sus efectos, es en sí misma pecado venial, pues el exceso en
una cosa lícita como es el empleo de la comida y la bebida por sí misma no es sino pecado
venial.
Accidentalmente puede llegar a ser mortal, p. ej., si causa daño a la salud, si incapacita
para cumplir los deberes, si causa escándalo, etc.
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4) Drogas. Se llama droga a cualquier sustancia que ejerce un determinado efecto sobre el
organismo. La droga no es más que un fármaco, y como tal, la mayoría de las drogas son
conocidas desde hace mucho tiempo y empleadas para dos fines:
1) aliviar un dolor o curar una enfermedad,
2) producir sensaciones distintas de las habituales.
Incluso las drogas que se utilizan como fármacos, tranquilizantes, estimulantes, etc.,
pueden ser dañinas para el organismo, porque dejan en el psiquismo huellas de su acción y
pueden crear una dependencia física o psíquica; de ahí que deben utilizarse con prudencia
y bajo prescripción médica.
Cuando la droga se toma con el nico fin de producir sensaciones fuera de lo ordinario,
no hay finalidad alguna que la justifique.
Bajo esta consideración la ilicitud es clara: implica un arbitrario y arriesgado peligro, pues
el uso de las drogas va creando una personalidad patológica, aunque sus efectos físicos no
sean a veces perceptibles a corto plazo.
Se ha hecho con frecuencia la división entre drogas blandas -marihuanas, hachís, en sus
diversas modalidades -y drogas duras- heroína, cocaína, morfina, etc. En contra de lo que
a veces se afirma, no existe una secuencia obligada entre las drogas blandas y las duras
desde el punto de vista físico; sin embargo, la dependencia psíquica que crean las drogas
blandas favorece la iniciación en las duras.
La adicción a las drogas duras es prácticamente irreversible, salvo con un tratamiento
difícil que incluye un cambio de entorno social y cultural.
El uso de las drogas duras equivale a una mutilación, y de hecho lo es desde el punto de
vista psíquico. Es, sin ninguna justificación, un atentado contra la propia vida.
Por otra parte, cada drogádicto se convierte fácilmente en difusor de la droga, causando
así una injusticia a los demás.
También suele el uso de la droga ser ocasión para cometer determinados crímenes, por la
urgente y angustiosa necesidad de conseguir dinero para seguir drogándose.
El uso de drogas blandas es ilícito, ya que supone en muchos casos un profundo
egoísmo: buscar sensaciones o experiencias sin otro objeto que la satisfacción personal. Esa
ilicitud se agrava si se tiene en cuenta que la droga blanda es, como dijimos antes, el
camino natural y corriente para la iniciación en la droga dura. Representa, por tanto,
ponerse, en ocasión próxima de pecado que es, como vimos (5.7.2), en sí mismo ya un
pecado.
Su uso bajo control médico, para fines terapéuticos, es lícito, pero aun en estos casos se
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prevé un tratamiento adecuado para evitar la drogadicci n.
El principio moral que señala la malicia en el uso de las drogas establece que su gravedad
va en proporci n directa a los perjuicios fisiol gicos y psicol gicos que causa la droga
empleada. En este sentido vale la pena señalar que las drogas blandas usadas por un
periodo largo o corto, pero en gran cantidad producen deformaciones genéticas en las
células masculinas o femeninas que influyen negativamente en la transmisi n de la vida,
causando el nacimiento de hijos con el síndrome de Down, deformaciones psíquicas u
orgánicas, etc.
Con esto, el pecado adquirirá doble malicia: contra la integridad corporal propia y contra
la justicia debida a la futura prole y al c nyuge inocente.
DEBERES RELACIONADOS CON LA VIDA DE LOS DEMAS
Con este apartado se estudia:
A. El respeto a la vida ajena y su pecado: el homicidio.
B. Los casos en que es permitido dar la muerte.
C. El respeto a la convivencia y su incumplimiento: odio, envidia, peleas, venganzas, etc.
A. Respeto a la vida ajena
La misma raz n que obliga a respetar la propia vida, exige el respeto de la vida ajena:
cada hombre es criatura de Dios, de quien recibe la vida, y s lo El es su dueño.
Por eso el homicidio, que consiste en producir la muerte a una
persona, es pecado grave cuando es:
Voluntario: si el acto occisivo es directamente pretendido por el
sujeto. Puede ser también por omisi n, al no evitarse una muerte teniendo la posibilidad de
hacerlo.
Injusto: es decir, cuando no procede por orden de la legítima autoridad, o en legítima
defensa, o en caso de guerra, como se explicar después.
El homicidio involuntario sobreviene cuando se produce la muerte de una persona por
descuido o imprudencia (p. ej., el médico negligente e inepto; imprudencia en el manejo de
armas, etc.). Su gravedad es menor que la del homicidio voluntario, y se mide por el grado
de negligencia o imprudencia.
El homicidio es un pecado gravísimo, pues causa a la víctima un daño irreparable. En la
Sagrada Escritura es uno de los pecados que Dios abomina y condena m s severamente
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(cfr. Ex. 21,12).
Además, el homicidio voluntario e injusto conlleva la obligación de compensar a los
deudos de los daños que se sigan; por derecho natural estaría obligado el homicida a
pasarles el sueldo que recibía el difunto, tratándose de una familia pobre que lo necesita
para su sustento.
El homicidio involuntario conlleva también la obligación de compensar daños, en la
medida de la culpabilidad.
Aquí podemos considerar el pecado -que puede llegar a ser grave- que supone manejar
imprudentemente el automóvil, y la obligación de compensar los daños que por esta causa
se hayan producido: es homicidio involuntario con buena dosi- en la mayoría de los casosde culpabilidad.
B. Casos en que es permitido dar muerte
Como la vida humana es un bien muy importante y fundamental, no es lícito destruirla
arbitrariamente, ni exponerla a graves peligros imprudentemente; pero como tampoco es el
bien supremo, puede a veces ser sacrificada a cambio de otros bienes superiores. Por ello,
la formulación del quinto mandamiento podría expresarse de este modo: no causarás la
muerte de un hombre de manera ilegal, arbitraria y contraria a la sociedad . De ahí que se
den algunos casos en que esté permitido matar a otra persona, y son:
a) La legítima defensa.
b) La pena de muerte.
c) La guerra justa.
a) La legítima defensa. Dios mismo ha concedido al hombre el derecho de que, al ser
atacado injustamente, si se encontrara en la alternativa de escoger entre la vida propia o la
vida del atacante, pueda matar en defensa de ese bien que se le quiere arrebatar. Las
condiciones que se requieren para hacer uso del derecho de legítima defensa son:
1) que se trate de una agresión injusta: nunca es lícito tomar la vida de un inocente para
salvar la propia.
P. ej., si naufrago con otro y sólo hay alimento para una persona, no puedo matarlo para
salvar mi vida. Tampoco puede matarse directamente al niño en gestación para salvar la
vida de la madre. En ambos casos, las víctimas potenciales son inocentes;
2) que el agredido injustamente no se proponga la muerte del agresor, sino la defensa
propia, ya que de otra manera estarían actuando por odio o por venganza;
3) que no pueda salvar su vida de otro modo: si lo puede conseguir por ruegos o amenazas,
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o bien golpeando o hiriendo al agresor, debe utilizar esos medios; de lo contrario se
traspasarían los límites de la legítima defensa;
4) que no acuda a la fuerza sino al verse agredido; de todos modos, si la agresión fuera
cierta e inevitable, es lícito matar al injusto agresor antes que se realice el ataque, seg n la
opinión más probable.
Uno no puede adelantarse a atacar a un hombre sospechoso, por tanto, a menos que sea
evidente su intención de atacar y se corra el riesgo de perder la vida en caso de no
defenderse.
b) La pena de muerte. La pena de muerte ha sido practicada en casi todas las sociedades
que han existido en la historia; incluso durante mucho tiempo ha sido la pena por
excelencia:
en primer lugar, por pensarse que con ella se eliminaba definitivamente el problema de la
peligrosidad del delincuente; en segundo lugar, porque el privar sólo de la libertad en
establecimientos organizados para eso cárceles, tiene una historia relativamente corta.
El cristianismo, sin oponerse a esta pena, consiguió que se hiciera menos frecuente y se
practicase con menos ostentación y crueldad.
Desde el siglo XVIII empieza a plantearse la duda sobre su legitimidad, y en el siglo XIX
aparece ya, muy claramente, la tendencia abolicionista, consiguiendo que se limitara el
n mero de casos en los que se aplicaba la pena de muerte. De hecho, algunas de las
modernas constituciones la han abolido; y otros países, aunque la mantienen `de iure", la
han suprimido de hecho.
Cabe aclarar, sin embargo, que se mantiene en casi todos los nuevos estados africanos,
en los países árabes, en muchos países asiáticos, en la Unión Soviética y en otros países
comunistas. Puede decirse que de aproximadamente 160 estados independientes que
existen hoy en día, sólo una veintena han abolido en su ordenamiento jurídico la pena
capital.
Son numerosos los argumentos a favor de la pena de muerte:
1) Así como existe la legítima defensa, la pena de muerte es la legítima defensa de toda la
sociedad ante los criminales especialmente peligrosos, crueles e incorregibles;
2) tiene una especial fuerza intimidadora, que impide que se cometan los delitos más
graves, y por tanto tiene un alto grado de ejemplaridad;
3) es un justo castigo retributivo; algunos crímenes perpetrados con premeditación,
alevosía y sin factores atenuantes, se merecen la muerte;
4) sin ella los criminales incorregibles seguirían cometiendo crímenes, pues gracias a los
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indultos, amnistías, etc., la cadena perpetua se da en muy pocos casos..
También hay muchos argumentos en su contra:
1) es una forma de crueldad y supone convertir al Estado en verdugo;
2) impide corregir los errores judiciales, que no son tan infrecuentes como a veces se
piensa;
3) no tiene ningún valor de ejemplaridad, como lo prueba el hecho de que en los países
donde ha sido abolida no se ha notado una disminución en aquellos delitos antes castigados
con la muerte;
4) impide cualquier posibilidad de regeneración del delincuente; no es pena medicinal sino
vindicativa;
5) facilita el perfeccionamiento de las cárceles, tanto para la corrección del condenado
como para la aplicación si el caso lo requiere de la totalidad de la pena.
Los argumentos en favor o en contra de la pena de muerte siguen proliferando, aunque
hemos recogido los más importantes. Independientemente de ellos, en determinados casos
es lícito aplicarla, si se cumplen dos condiciones:
1) cuando se trata de crímenes gravísimos y claramente especificados por la ley;
2) que esos crímenes sean evidentemente probados.
Quizá , como un dato más, convenga decir que la sensibilidad abolicionista de la pena de
muerte, hoy tan difundida, coincide con la falta de sensibilidad ante otro caso de violencia,
de pena de muerte aplicada a un inocente, sin garantías procesales: el aborto. No es éste un
argumento a favor de la pena de muerte, es sencillamente un elemento de reflexión.
c) La guerra. Con este nombre se entiende un enfrentamiento violento de grupos humanos,
que supone siempre una amenaza de muerte efectiva.
A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta
constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libere de la antigua
servidumbre de la guerra. Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse
en evitar las guerras (Catecismo, nn. 2307 y 2308).
¿Es lícito recurrir a la guerra? La Iglesia enseña que una vez agotados todos los medios
de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa
(Catecismo, n. 2308).
La guerra lícita sería, socialmente, el paralelo del derecho individual a la legítima defensa.
Sin embargo, la gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de
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legitimidad moral. Es preciso a la vez:
- Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea
duradero, grave y cierto.
- Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o
ineficaces.
- Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
- Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se
pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia
extrema en la apreciación de esta condición.
Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la `guerra
justa" (Catecismo, n. 2309).
C. Respeto a la convivencia
El quinto mandamiento prohíbe no sólo matar, sino todo lo que va en contra de la
integridad de la vida ajena: heridas, peleas, venganzas, buscar o no impedir el sufrimiento
de los demás, etc.
Además de acciones directamente atentatorias de la integridad física se peca de omisión
contra este precepto al no impedir hechos violentos, permanecer indiferente ante
necesidades vitales del prójimo, no auxiliar en caso de siniestros, etc.
Cabe aquí hablar del respeto a la intimidad y a la vida privada, que todos los hombres
tenemos el deber moral de proteger, ya que se trata de proteger derechos fundamentales,
naturales, del individuo:
la sociedad es para la persona y no al revés; por eso es necesario respetar la vida privada
de todos;
además, la existencia de la vida privada es una garantía contra el abuso de poder por parte
del Estado: el deber de respetar la intimidad de todos los ciudadanos, sin excepción alguna,
se convierte en una garantía de la libertad general de la sociedad.
Los principales aspectos de la vida privada que debemos proteger, porque dan origen a
derechos, son:
derecho al nombre, como expresión de lo que el hombre es como sujeto de atribución de
sus diferentes acciones; no es lícito usar el nombre ajeno sin consentimiento del interesado;
derecho a la propia imagen, no es lícito obtener fotografías, imágenes, etc. de una persona,
sin su consentimiento, cuando desarrolla una actividad privada;
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derecho al secreto de la correspondencia, jurídicamente están reguladas algunas
excepciones a este derecho, pero, en general, es inmoral leer cartas, escuchar
conversaciones, leer apuntes personales, etc., de otras personas;
deber de guardar el secreto profesional, que es, antes que nada, un servicio a la persona
que acude a otro (médico, abogado, etc.) en busca de consejo;
deber de guardar los secretos que protegen el ejercicio del trabajo, en las operaciones
mercantiles, el secreto bancario, el secreto de fabricación, etc.;
como aquí en muchos casos se trata de actividades p blicas, con influencia en los derechos
de terceros y en el bien com n, se explica que en la legislación de numerosos países estén
reguladas las excepciones a estos secretos.
Como se puede ver, el respeto a la convivencia es amplísimo: se trata de un derecho
natural de la persona, al que el derecho positivo debe dar las debidas garantías. Estamos
ante un caso concreto en el que cabe un gran progreso en la profundización práctica de los
derechos humanos.
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