La segunda vida de Ferran Adrià

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La segunda vida de Ferran Adrià
Jesús Rodríguez.
Ferran Adrià no es un cocinero. Es lo más parecido que tenemos a un gurú. Esta es la
historia de un chico de Hospitalet que no pisó la universidad y armado de intuición
revolucionó la cocina mundial desde elBulli, un restaurante perdido en una cala de
Girona. Elegido durante cinco años el mejor del planeta, en la cima del éxito cambió
de rumbo hace cuatro años hasta convertirlo en un rupturista laboratorio de ideas
que intenta explicar qué es cocinar secundado por los grandes centros de
innovación mundiales. Hoy, su tortilla creativa por fin cuaja y lo muestra a partir de
este miércoles 19 en el estand de EL PAÍS en Arco.
En este reportaje no hay cocinas, hay trayectos. Largos e intensos. Garabateando
notas al vuelo. A pie, en tren, en avión, en taxi (Ferran Adrià no tiene coche). Por
Barcelona, Madrid, Boston y Nueva York. Por el campus de Santa Coloma; en
tormentas de ideas en el Museo Picasso de Barcelona, el Drawing Center de Nueva
York y en los laboratorios de innovación del Instituto Tecnológico de
Massachusetts(el MIT), el rupturista New Museum del Bowery neoyorquino y el
portaaviones de investigación de Telefónica, en el rascacielos Diagonal 00.
Intentando descifrar a Ferran Adrià y su universo para cartografiar un mapa que
desvele la forma y los límites de su geografía profesional y humana. De dónde
viene y adónde va. Cómo llegó a ser el número uno de la cocina, por qué cambió de
rumbo en la cima y cuál es su estación de llegada. La primera fuente de este
artículo son sus monólogos y el disco duro de su memoria. De esos periplos brota
esta historia.
Todas las mañanas, a partir de las ocho, Adrià recorre a paso de infante los 50
minutos que separan su apartamento de 50 metros, en las inmediaciones de la
plaza de España de Barcelona, de su taller, oculto en un palacete del XVIII cercano
al mercado de La Boquería, que adquirió en 2000, cuando decidió montar un
centro de investigación unido a elBulli; una masa crítica donde se dieran los
primeros pasos experimentales en torno a productos y técnicas culinarias que se
convirtieran después en platos rompedores en su restaurante: un establecimiento
donde cada año todo era nuevo, desde el menú y la vajilla hasta gran parte de la
plantilla. Avanza abstraído, con la cabeza gacha y las manos hundidas en los
bolsillos del viejo tabardo. Habla a trompicones. Es un hombre de 51 años, sólido,
de corta estatura, cabellera escasa y rizada y barba gris de dos días, siempre
vestido de negro: “Me cansé de ir de blanco tras tantos años de cocinero. Ahora me
vengo”.
Proyecta un aspecto de hombre corriente. Su padre era estucador, y su madre,
peluquera. Nació en el barrio obrero de Santa Eulalia, enHospitalet, entre antiguas
factorías del textil, vías del tren y puestos de melones. No pisó la universidad
(hasta que fue nombrado doctor honoris causa por cuatro de ellas a partir de
2008); sorteó la formación profesional sin pena ni gloria; a los 17 años comenzó a
fregar platos para pagarse un viaje a Ibiza. Fue su bautismo entre cacerolas. Con
22, en 1984, tras la mili, se dejó caer en elBulli como un pinche de melena afro,
cadena de oro y aire cheli. Con 25 años, en 1987, ya era el jefe. Esa temporada juró
no volver a copiar un plato de otro chef. Una iluminación. En 1990, Juli Soler (su
eterno socio y amigo) y él se hicieron con la propiedad de elBulli en un envite
suicida. En 1997 consiguió la tercera estrella Michelin. En 1999 comenzó a recoger
toda la información acumulada en el restaurante (“notas, recetas, dietarios, cartas,
dibujos, fotografías, modelos de plastilina… aquí no se tiraba nada”), a ordenar y
clasificar esa sabiduría culinaria y a elaborar un catálogo general, que discurre
desde la temporada de 1987 (cuando empezó a crear) hasta 2011 (la definitiva). Su
idea era componer algo similar al catálogo razonado de un artista, que explicara
sus épocas creativas, la evolución de su obra y actuara como una auditoría interna.
Ese trabajo de clasificación es la génesis de su actual proyecto de explicar al
planeta qué es cocinar y qué elementos participan en ese proceso que abarca los
cinco sentidos.
Nunca pasó por una escuela de
cocina. “Quizá por eso me
cuestioné todo de una manera
tan descarada”. Pero tiene los
grandes recetarios clásicos
grabados en su cabeza. Su otra
adicción es el Barça. Su gran
desengaño, no haber sido un
buen futbolista. Conserva el
aspecto de currante maduro.
Hosco. Socarrón. Cauto con el
dinero. Sin despacho ni
sofisticaciones. Tampoco a la
hora de comer (más allá del
buen champán). Es un tipo
corriente. Se mueve con la
comodidad que le proporciona el
anonimato. Pocos transeúntes
en Barcelona identifican al
personaje que fue durante 30
años el chef y alma de elBulli:
aquel restaurante perdido en
una cala del cabo de
Creus (Girona) que cambió la
historia de la cocina; fue elegido
el mejor del mundo durante
cinco años y bajo cuya filosofía (incluso de vida) se formaron varias generaciones
de cocineros que extendieron su revolución, conceptos, técnicas, elaboraciones e
ideología por el planeta, como una marea implacable de la que nadie en la alta
cocina se libró (ni siquiera sus enemigos). Su modelo era un reflejo de su
personalidad: anarquía estructurada. Disciplina militar y libertad de cátedra. Y
muchas preguntas. Siempre interrogándose y polemizando sobre la realidad. Un
día, Brett Littman, el director del Drawing Center (una exclusiva galería
neoyorquina dedicada al dibujo donde Adrià expone desde el pasado 25 de enero
los gráficos que sintetizan y sustentan su sapiencia culinaria), le descubrió
bosquejando frenético en una servilleta tres palabras: “¿Why. Why. Why?”. Es la
metáfora de Adrià.
çEn elBulli todo era posible; no había tabúes ni conceptos inmutables; la transición
democrática había llegado a los rígidoscódigos de la alta cocina, durante siglos
impuestos desde Francia, y que Adrià se iba a saltar de un plumazo con
deconstrucciones y asociaciones; helados salados, gelatinas calientes, espumas y
humos; esferificaciones y liofilizados; dialogando con el mundo del arte, la ciencia,
la nutrición y el diseño. En su línea, Adrià exigía a su equipo total acracia creativa.
Como recuerda José Andrés, un cocinero que se formó en Cala Montjoi entre 1988
y 1991 y hoy posee 15 restaurantes en Estados Unidos, mientras almorzamos en el
Oriental Garden neoyorquino: “Ferran probaba todo y nos animaba a
experimentar, a ir más lejos, contra la lógica; a buscar los límites. Muchas veces
elBulli estaba vacío. Cobrábamos cuando podíamos. Decían que estaba pirado. Es
cierto, estábamos pirados; pero jamás he sido tan feliz”.
Adrià explica que por su cocina pasaron 2.000 profesionales para libar de la
alquimia de aquel restaurante surgido como chiringuito de playa entre olas y pinos
en 1963. Entre ellos, los cuatro primeros cocineros del mundo, que le tratan con la
veneración debida a un gurú; por orden, Joan Roca, René Redzepi, Massimo
Bottura y Andoni Luis Aduriz. Es su primera gran red de contactos e influencias, la
lógica, cuyas réplicas alcanzan los cinco continentes.
Ganó mucho dinero (cobra 80.000 euros por conferencia); obtuvo notoriedad,
honores, el afecto de los poderosos, la curiosidad de los sabios y el interés
desmesurado de los medios de comunicación. Dice que ha hecho mil entrevistas en
todos los idiomas (aunque solo domina el español y el catalán): “Y he aprendido
más en ellas que en todas las escuelas de negocios, porque las preguntas de los
periodistas (que no son tontos) me obligan a reflexionar, estructurar y replantear
mi discurso”. Desde 2003 fue portada en The New York Times, Time, Le
Monde y Financial Times; editó libros y documentales; colaboró con la ciencia y la
industria alimentaria; cató el mundo del arte en la prestigiosa Documenta de
Kassel; redefinió la asesoría gastronómica trabajando para una treintena de
multinacionales, y llegó a recibir cada temporada dos millones de peticiones para
cenar en elBulli, de las que solo podía atender un puñado de miles en los seis
meses que permanecía abierto. elBulli se convirtió en el único restaurante del
mundo sin teléfono. “Éramos una máquina de decepcionar”.
El éxito desbocado de elBulli se convirtió en su frustración. Él miraba más lejos. El
viernes 20 de noviembre de 2009, en las dos horas que dura el trayecto entre
Barcelona y Cala Montjoi, se dio cuenta de que no era feliz; aficionado a
adelantarse a su tiempo, vislumbraba la fecha de caducidad del modelo tal y como
lo había parido y alimentado durante dos décadas: un cóctel de innovación, riesgo,
libertad, pasión, generosidad, humor y honestidad. Y dedicado, sobre todo, a la
creación, a materializar cosas que nunca nadie antes había intentado. “Mi
hermano Albert (que llegó a elBulli con 15 años y es el único al que considera su
par) me dijo en esos días: ‘Ferran, hemos creado un monstruo y va a devorarnos’.
Hasta mi madre, Josefa, estaba cansada de mí. También a mí me aburría mi
personaje. Habíamos ganado todas las champions. No tengo hijos ni me gusta el
lujo. Teníamos la vida solucionada. ¿Qué había después? ¿Podríamos seguir
creando al mismo nivel que habíamos hecho las dos últimas décadas? Todo
empezaba a ser previsible.
Podíamos aguantar a ese ritmo un máximo de cinco años. Internet era una presión
continua: su inmediatez; que todo se sepa y se copie al minuto, los bloggers. Pensé
que lo que habíamos conseguido, nuestro legado, no podía desaparecer. Teníamos
que buscar un nuevo lenguaje; cambiar de escenario y reinventarnos. Hacer una
disrupción. Solo así perduraríamos. Un restaurante cierra, las estrellasvienen y
van, pero una fundación puede durar 150 años. No busca beneficios. Es para todos.
Permite otro ritmo. Éramos lo suficientemente pequeños y flexibles, pero también
lo suficientemente importantes y gozábamos de la suficiente visibilidad, para
intentarlo. Y marcar un camino. Somos una pyme. Si podíamos adaptarnos a los
nuevos tiempos, otros podrían. Internet era una amenaza, pero se podía convertir
también en aliado. Había vida tras elBulli. No nos íbamos; nos transformábamos.
No sabíamos en qué. Siempre he sido consciente de dónde empezaba, pero nunca
de dónde iba a acabar. La casualidad ha tirado en muchas ocasiones los dados
conmigo”.
Aquel viernes de noviembre de 2009 decidió dar un cambio a la existencia de
elBulli. Y a la suya. Habló con su núcleo duro: Oriol Castro, Eduard Xatruch, Marc
Cuspinera, Mateu Casañas, David López... Ya no serían cocineros, ni camareros, ni
sumilleres, sino documentalistas, logistas, expertos en nuevas tecnologías y en
exposiciones.
Hubo vértigo. Continuarían a su lado. Reciclados eficazmente. “No he buscado
nadie fuera si lo podía hacer alguien de dentro. Somos 15. Es una estrategia de bajo
coste. Aquí ni burocracia, ni gastos bobos, ni presentaciones con cóctel. ¿Vale o
no?”.
Llegó el momento de comunicárselo a la opinión pública. Fue en Madrid, el 26 de
enero de 2010. La noticia que corrió como la pólvora era que Adrià cerraría el
restaurante en julio del año siguiente. Iniciaba un nuevo camino. No aclaraba más.
El impacto fue tremendo. Algunos concluyeron que Adrià estaba arruinado, vacío
de ideas, peleado con Juli Soler y su hermano Albert. Que el fenómeno elBulli había
sido un bluff y el farolero se quitaba de en medio. “Estaba en pijama en casa y me
llamaban periodistas de todos los lados. Pensaban que era el fin. Se equivocaban.
elBulli no se acababa. No arrojábamos la toalla. Lo pensé en algún momento. Pero
mi mujer me dijo que si lo hacía era un cobarde. Hice un reset a mi vida. Era un
paso más en nuestra evolución; suponía acabar con una época e iniciar otra. Si
como restaurante alcanzábamos a 6.000 comensales, una fundación podría llegar a
millones. Nuestra idea era ser generosos; compartir lo que sabemos, nuestro
modelo, nuestra evolución, nuestra forma de crear, nuestra organización, nuestra
base de datos. Queríamos descubrir lo que es la cocina (nunca se había hecho) y
ordenar cada elemento que participa en ese proceso y contárselo al que quiera
escucharlo. Reflexionar sobre cómo hemos creado en elBulli, desmitificando la
figura del creador, y darlo a conocer. Los proyectos de elBullifoundation solo
tienen sentido si están destinados a la esfera pública, a informar y educar a la
gente; a la universidad y las escuelas de cocina. Antes creaba platos y ahora quiero
crear a creadores de platos”. Continúa su relato: “El tiempo que nos quedaba con el
viejo formato de restaurante, las temporadas 2010 y 2011, los utilizamos para
disfrutar con nuestros clientes. Y ese año y medio nos sirvió también para recaudar
el primer dinero con destino a elBullifoundation. Hice una treintena de cenas
especiales para empresas con las que conseguimos cuatro millones de euros.
Después subastamos nuestra bodega a través de Sotheby’s, en Nueva York y Hong
Kong, y conseguimos más de dos millones. Con esos seis millones (de nuestro
bolsillo) comenzamos a trabajar".
Durante esos 18 meses, Adrià hizo otra cosa: hablar con gente, recoger ideas,
escuchar. En ese informal consejo consultivo estaban los que él llama “mis angels”:
Vicente Todolí, exdirector de la Tate Modern de Londres; el Nobel de
Economía Joseph Stiglitz; Israel Ruiz, vicepresidente del MIT; Màrius Rubiralta,
secretario de Estado de Universidades en la anterior Administración y rector del
Campus de la Alimentación; el cocinero Juan Mari Arzak (el más veteranotres
estrellas de España); el ingeniero Pablo Rodríguez, director del centro de Internet y
Multimedia de Telefónica I+D; Álex Martínez Roig, director de contenidos y
compras de Canal +; Lluís Torner, físico y director del Institut de Ciències
Fotòniques de Castelldefels; Bonaventura Clotet, médico y uno de los máximos
investigadores sobre el sida, o Enric Ruiz-Geli, un arquitecto especializado en
proyectos innovadores y sostenibles. Adrià estaba tejiendo su segunda red, la de
los amigos listos.
Solo tres meses después del “último vals de elBulli” (el 30 de julio de 2011)
comenzó a desplegar una tercera red: se trataba de implicar a las grandes escuelas
de negocios en el reto de dar forma a su fundación. En octubre de 2011
participaron en aquel primer challenge(bautizado Ideas4transformation) alumnos
de Harvard, Berkeley, Columbia, London Business School y ESADE, bajo el arbitraje
de Joseph Stiglitz. El segundo asalto de ese proceso en busca de iluminación lo
encabezaría un año más tarde el IESE, con el objeto de diseñar un modelo de
negocio viable. El tercer asalto, Telefónica I+D, a través del concurso tecnológico
HackingBullipedia. Y el cuarto, el MIT, propiciando una tormenta de ideas para dar
vida al no-museo de Adrià. Los grandes centros de innovación estaban aportando
su sabiduría al proyecto de un excocinero.
Adrià asciende por La Rambla inmerso en su universo. La mirada febril, con los
ojos pugnando por huir de las cuencas, revela que su cabeza está sometida a su
habitual borrasca de pensamientos. Adrià está siempre dispuesto a dar una vuelta
de tuerca a sus proyectos si alguien le indica un camino mejor. No teme cambiar. Al
final, él decide. “Esto es dictatorial, al menos mientras yo viva. ¿Vale o no?”. Solo
Adrià tiene el puzle de su fundación y los tentáculos que parten de esa matriz. Las
piezas del puzle mutan a diario. Cada uno de sus colaboradores, de su equipo
directo, en la universidad o en los centros de conocimiento, controla pequeñas
parcelas. Solo Adrià dispone de la hoja de ruta completa. Y de la brújula para
moverse en ese laberinto.
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